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ARTÍCULO

Algunas notas sobre las categorías espaciales y usos tradicionales del espacio en la región de Laguna Blanca, Catamarca (Argentina)

Gustavo Pisani

https://orcid.org/0000-0002-7668-9081

Instituto Interdisciplinario Puneño (InIP), Universidad Nacional de Catamarca (UNCA). Av. Recalde y Padre Dagostino s/n (CP 4700), San Fernando del Valle de Catamarca, Catamarca, Argentina. E-mail: mgustavopisani@yahoo.com.ar

Recibido: 26 de junio de 2021
Aceptado: 17 de septiembre de 2021

Resumen

El objetivo del presente trabajo es el de analizar las categorías espaciales y los usos tradicionales del espacio registrados etnográficamente en la región de Laguna Blanca (departamento Belén, provincia de Catamarca), análisis que tendrá lugar desde una epistemología y teoría social marxistas, y observando un doble proceso: el proceso de descomposición de la hacienda o latifundio y el proceso de reetnización y organización comunitaria indígenas. Lo cual, supone pensar en términos de las contradicciones existentes en el espacio, entre lo que podría definirse como dos lógicas o racionalidades espaciales: por un lado, los antiguos usos y costumbres comunales ahora reivindicados en una lógica espacial comunitaria y, por otro, una lógica espacial individual, calcada sobre las relaciones de dominación y las antiguas segmentaciones establecidas al interior de la gran propiedad de la hacienda, en la que se conservan aún las categorías espaciales del sistema de arriendo. Con lo que las categorías espaciales reflejan contradicciones del espacio que nos regresan, no sólo a dos derechos de propiedad sino, en un nivel más profundo, a dos sistemas jurídicos contrapuestos, el derecho común y el derecho privado, y que se encarnan justamente en el conflicto territorial entre comuneros indígenas y terratenientes.

Palabras clave: Derechos de propiedad, Latifundio; Comunidades indígenas; Puna Catamarqueña

Some notes about spatial categories and traditional uses of space in Laguna Blanca region, Catamarca (Argentina)

Abstract

The main goal of this work is to analyze the spatial categories and traditional uses of space, ethnographically recorded in Laguna Blanca region (Belén department, Catamarca province), an analysis made taking into account the Marxist social theory and epistemology, observing a double process: on the one hand, the process of decomposition of the latifundium and, on the other, the process of re-ethnicization and indigenous community organization. This implies thinking in terms of the contradictions between what could be defined as two spatial logics or rationalities: first, the old communal uses and customs now claimed in a communal spatial logic, and second, an individual spatial logic, drawn on the relations of domination and the old segmentations inside the great property of the large state, in which the spatial categories of the leasing system are still preserved. Then, the spatial categories reflect contradictions of space that return us not only to two property rights but, at a deeper level, to two opposing legal systems, common and private law, which are reflected precisely in the conflict between indigenous community members and landowners.

Keywords: Property rights; Large state; Indigenous communities; Catamarca puna

Laguna Blanca y el problema de la tierra. Introducción a la problemática

La región de Laguna Blanca se localiza en el norte del departamento Belén, en la Puna catamarqueña, y está poblada por alrededor de 300 familias que producen y han producido tradicionalmente sus medios de vida sobre la base del pastoreo de ovejas, llamas y cabras, la cría y arriería de burros y mulas (y, secundariamente, de vacas), la horticultura (principalmente, el cultivo de papas y habas), el hilado de la lana con huso y la producción artesanal de tejidos, la recolección y uso de elementos naturales (leña, barro, sal, hierbas medicinales y culinarias, minerales, etc.) y la captura y esquila de vicuñas1. Las tierras que habitan, sin embargo, han sido en su mayor parte usurpadas en el transcurso del siglo XIX por familias terratenientes o latifundistas que dicen tener títulos de propiedad sobre estas tierras, la llamada Estancia Laguna Blanca (o también, luego, Estancia Corral Blanco-Aguas Calientes) con lo que las familias campesinas de la región han tenido (y de hecho, muchas siguen teniendo aún) la condición de arrendatarios, es decir, que tienen que pagar una renta en especie (por lo general, llamas, corderos o tejidos, las antiguamente llamadas ropas de la tierra), en servicios personales (arriería, peonaje, servicios domésticos, etc.) o en dinero a los supuestos propietarios o patrones por el derecho de habitar en los parajes en los que han vivido durante generaciones y por el derecho de pastaje o yerbaje de sus animales.

Y es que en los espacios rurales periféricos, como la región de Laguna Blanca, se observa todavía la existencia de antiguas formas de dominación, estructuras de propiedad latifundistas en las que las relaciones de producción suponen relaciones de dependencia personal; es decir, relaciones de dominación cuyos mecanismos de reproducción, como observaba Pierre Bourdieu (2011), no se han objetivado por fuera de los individuos, sino que unos individuos tienen que aplicar violencia material y simbólica continua y personalmente sobre otros para conservar la estructura de dominio (de ahí prácticas como el padrinazgo, que aún hoy tienen lugar en la región de Laguna Blanca). Asimismo, los terratenientes buscan, de modo coercitivo, generar un sentido de deuda en los comuneros (traducible en las categorías locales como pago), encubriendo la estructura de dominación tras la imagen del don. Parafraseando a Marshall Sahlins (1983), podría decirse entonces que la preforma del contrato de trabajo, en el estado de excepción jurídica existente al interior del latifundio, y detrás de los contratos de herbaje, es un sistema de intercambio (desigual) de dones, y que se ha establecido a partir de condiciones desiguales de intercambio económico y de la inscripción geográfica —por usar una expresión de Foucault (1996)— de los campesinos.

Lo que en su conjunto se traduce en la acumulación progresiva, en manos de los terratenientes, de un capital simbólico que, como una cobertura mágica, recubre al enriquecimiento económico producto de la explotación del trabajo campesino. Así, en Laguna Blanca, la lana y los tejidos producidos por los comuneros eran acopiados y vendidos en la ciudad de Belén por Indalecio Pachado, a cambio de mercaderías sobrevaluadas (en dos o tres veces su valor de cambio normal, sino más), como menciona Floreal Forni (1981, 1990), o bien, los servicios prestados eran remunerados con vales para cambiar por proveedurías en las despensas administradas por la propia familia terrateniente, lo que en su conjunto se traducía en un endeudamiento progresivo de los comuneros en una deuda que no se podía pagar nunca. Como diría Pierre Clastres, “en el corazón de la relación de poder se establece la relación de deuda” (Clastres, 2001, p. 147). Con lo que “la categoría económico-política de deuda tiene un gran valor heurístico” (Clastres, 2001, p. 149). Cabe observar que, por otro lado, las familias comuneras que tenían rebaños pequeños o bien no los tenían, acordaban con sus vecinos con más rebaño para hilar la lana al partir, o bien, se enrolaban como peones en el casco de la estancia “apenas por unas ropas usadas o un plato de comida” (Entrevista a comunero de Aguas Calientes, comunicación personal, 2020) o sino optaban por migrar en busca de trabajo a plantaciones e ingenios, llegándose a conformar diásporas de migrantes lagunistos, como tuvo lugar en Villalonga (provincia de Buenos Aires) alrededor de la cosecha de cebolla. Es decir, que a cambio del trabajo objetivo de los comuneros (mensurable tanto en horas de trabajo en el campo como en ganado, lana o tejidos), los terratenientes no correspondían sino subjetivamente con gestos, supuestos favores y derechos (por ejemplo, derechos de pastaje).

De hecho, la monetarización de las relaciones de trabajo es un fenómeno tardío en la región, que recién tiene lugar en 1979 cuando se generan los primeros puestos de trabajo asalariado en la Dirección de Ganadería de la provincia. Con lo que, debajo de esa cubierta subjetiva, por así decirlo, hay una estructura objetiva de dominación personal: si la dominación impersonal privilegia la estructura, la dominación personal privilegia a los sujetos. Como lo sostuvieron en sus mismas presentaciones en respuesta a las denuncias indígenas, la familia Pachado asegura haber comprado la tierra ya con la gente (El Ancasti Digital, 2016). Es decir, siguiendo la lógica de la dominación personal, lo que se compraba entonces era la tierra más la fuerza de trabajo necesaria para trabajarla —y que constituye, precisamente, un agregado de valor de la propiedad, con lo que no hay contrato: lo que hay, como en el feudalismo, es vasallaje, servidumbre—. Es decir, que se trata de estructuras de subsunción de la fuerza de trabajo que nos regresan a las malformaciones de un capitalismo agrario periférico.

Luego, las relaciones de intercambio no tienen lugar en función del principio de reciprocidad, no hay equilibrio, el intercambio no está regulado, sino que depende de la voluntad o arbitrio de una sola de las partes. En todo caso, lo que opera, como espíritu del intercambio, es la coerción moral a partir del establecimiento de la ficción psíquica de una deuda moral —por tomar en préstamo las expresiones conceptuales de coerción y deuda moral de Lygia Sigaud ([1996] 2009), aunque usándolas en un sentido distinto— de los comuneros para con los terratenientes (estructura psíquica compleja que comporta, a la vez, el paternalismo y un complejo de inferioridad inducido, en el que no faltan abusos sexuales así como también elementos de racismo: aunque los terratenientes no se distinguen fenotípicamente de los comuneros, se piensan a sí mismos como blancos y tratan a los comuneros de collas o indios). Se trata de un fenómeno que tiene sus primeros orígenes en los siglos XVIII y XIX, con la crisis del régimen colonial y la transformación de las encomiendas en haciendas y del tributo en arrendamiento2. José Carlos Mariátegui (2005) lo describía para el caso de Perú como gamonalismo o feudalismo andino3, fenómeno también observado en otras regiones de Puna del noroeste argentino (Fandos, 2016; Madrazo, 1982; Paz, 2004, entre otros). Este fenómeno, por otro lado, supone algo más que relaciones personales de dominación o derechos de propiedad sobre grandes extensiones de tierra: no sólo el gamonal, hacendado o latifundista se comporta como un señor feudal y la condición de existencia de los campesinos indígenas es la servidumbre y la semiesclavitud, sino que se trata de una estructura económico-política en la que además los agentes públicos (juez de paz, comisario, maestros, etc.) están enfeudados4.

Este enfeudamiento puede observarse claramente en Laguna Blanca, donde de hecho la familia terrateniente lo ha llevado a cabo sobre la base de su misma estructura familiar, enquistándose en las instituciones estatales y la Iglesia, construyendo una malla o red de relaciones políticas, tejiendo alianzas con las burocracias administrativas y judiciales del departamento, como con el juez de paz de Hualfín y el comisario de la policía, a través también de un sistema de intercambio de dones, pero éste (a diferencia del que tiene lugar al interior del latifundio), no desigual. Así, en reiteradas ocasiones, ante los conflictos que ininterrumpidamente se desatan, han recurrido al poder de la policía (tanto coactivo como simbólico; es decir, los oficiales en tanto representantes de la ley y la oficialidad) para defender sus intereses privados y avasallar los derechos humanos de los comuneros, coaccionándolos a través de la abierta complicidad de agentes policiales y del mismo juez de paz, ahogando cualquier justo reclamo por parte de los comuneros y obligándolos, por medio de amedrentamientos y lesiones subjetivas, a firmar contratos con cláusulas extorsivas. Es decir, el enfeudamiento de la familia terrateniente ha posibilitado durante muchos años la reproducción del estado de excepción al interior del latifundio, el mantenimiento consciente de condiciones de pobreza, analfabetismo, dispersión y aislamiento: “ellos [los terratenientes] no dejaban que se haga pueblo aquí en Corral Blanco, y no permitían que se abra camino para la gente de más dentro, no permitían ellos” (Entrevista a comunero de Corral Blanco, comunicación personal, 2019), ya que estas condiciones de subdesarrollo humano reforzaban objetivamente las relaciones de dominación existentes, situación de opresión que, como en la antigua mita potosina, los comuneros con frecuencia sobrellevaban a través del consumo de alcohol y de coca, cuya distribución al interior de la región estaba, por otro lado, en manos también de los terratenientes.

En fin, este largo relato de las relaciones de dominación personal que he titulado Laguna Blanca y el problema de la tierra, viene a conformar el primer capítulo (en una lectura regresiva) para pensar el proceso de subjetivación étnica que tuvo lugar en el espacio de los últimos diez años y en la coyuntura jurídica de los reconocimientos de los derechos indígenas tras la reforma constitucional de 1994 (art. 75, inc. 17 de la Constitución Nacional) y las leyes de emergencia territorial indígena (leyes nacional 26.160 del 2006 y sus prórrogas, la última de ellas la ley nacional 27.400 de 2017, y que vence en noviembre del 2021)5. En esta coyuntura, las familias campesinas de la región comenzaron a reafirmar su identidad étnica y organizarse como comunidades indígenas con el objeto de reivindicar sus derechos históricos sobre la tierra y dar fin a la situación de injusticia existente, afirmando sus derechos históricos y políticos sobre su territorio. Lo que puede entenderse como un ejercicio de restitución del derecho comunitario y desalienación territorial, se han conformado a la fecha siete comunidades en la región, todas ellas pertenecientes a la Nación Diaguita: la Comunidad Indígena de Corral Blanco, la Comunidad Indígena La Angostura, la Comunidad Indígena de Aguas Calientes, la Comunidad Indígena de Laguna Blanca, la Comunidad Indígena de Carachi, la Comunidad Indígena de Peñas Negras y la Comunidad Indígena de Llastay Ñan. Aunque cabe mencionar que, entre ellas, son las comunidades de Corral Blanco, Aguas Calientes, Carachi, Peñas Negras y Laguna Blanca las que actualmente están en una situación de conflicto territorial con los terratenientes, ya que el territorio de las comunidades de La Angostura y Llastay Ñana se repliegan sobre una antigua propiedad familiar obtenida por medio de una compra de tierras efectuada en el año 1954.

Relevamientos territoriales y algunas notas conceptuales sobre la territorialidad y los derechos de propiedad

Conforme el paradigma de una ciencia social crítica, ciencia popular o ciencia socialmente útil (sensu Delfino y Rodríguez, 1991) y siguiendo una metodología de investigación-acción participativa (Fals Borda, 2012), desde del equipo de investigación del Instituto Interdisciplinario Puneño (InIP) de la Universidad Nacional de Catamarca (UNCA), hemos venido desarrollando nuestros trabajos de investigación científica en una articulación orgánica con los intereses de las comunidades locales, buscando responder a problemáticas sociales y territoriales concretas, en este caso, los reclamos territoriales y los procesos de reetnización (o subjetivación étnica) y organización comunitaria indígena. En este sentido, y en relación con la coyuntura jurídico-política de la ley nacional 26.160 de emergencia territorial indígena (prorrogada a través de la ley nacional 27.400 y que vence en noviembre del 2021), hemos tratado de dirigir nuestras investigaciones a otorgar pruebas objetivas de la posesión comunitaria ancestral de las tierras en las que habitan las familias comuneras indígenas. Para ello, hemos trabajado en la elaboración de cartografías participativas, registrando mediante Sistemas de Información Geográfica (SIG), los antiguos o antigales y lugares ancestrales de culto (apachetas, antiguos recordatorios en los sitios de deceso, cementerios, tumbas de perros sacrificados y enterrados como psicopompos, salamancas, piedras pintadas, bocas de los cerros o respiraderos, etc.), los hitos geográficos y marcas del paisaje, los usos del espacio y la distribución de los medios de subsistencia (las vegas y pasturas, los yuyos o hierbas medicinales y también de uso culinario, las poblaciones de cardón, los arbustos que se utilizan como leña, como ser la tola, el cuerno, el checal, etc., la paja para los techos o guaya, las canteras de barro para hacer adobe y ollas, la sal, la coipa, los ojos de agua, afloramientos minerales como los de piedra lara con la que se hacen las muyunas, etc.). Así como también los antiguos puestos y estructuras de pastoreo y cría de ganado (corrales, chiqueros, potreros, trancas, arrimos, sentaderos, espantajos, trampas o cárceles de zorro, etc.), las estructuras de cultivo y de riego (rastrojos o corrales de cultivo, melgas, canales, acequias, etc.), los caminos y las apachetas, los mojones-linderos y los límites comunitarios, los abrigos o alojamientos, estructuras de caza como los parapetos o trincheras, las estructuras de almacenamiento o trojas, etcétera, todo lo cual hemos ido registrando en fichas en terreno que luego sistematizamos en una base de datos en FileMaker, junto con los datos posicionales y las fotografías tomadas.

Asimismo, hemos llevado a cabo trabajos etnográficos de entrevista y registro de la memoria y la historia oral, de reconstrucción de los árboles genealógicos, e investigaciones de archivo (registros parroquiales, registros de tributación colonial, censos nacionales, escrituras públicas, etc.), información que en última instancia, utilizamos para la elaboración de informes histórico-antropológicos con lo que esperamos aportar pruebas objetivas para un reconocimiento jurídico-administrativo efectivo de la posesión y la propiedad de los territorios comunitarios por parte de los organismos e instituciones competentes del Estado nacional y provincial. Lo que entendemos como un largo proceso reivindicativo cuya concreción jurídica ideal sería la obtención de títulos de propiedad comunitaria, pero que, al mismo tiempo, tiene que pensarse en el contexto más amplio de los procesos de reetnización y organización comunitaria y supracomunitaria indígena (Unión de Pueblos de la Nación Diaguita), lo que, más allá del reconocimiento estatal, nos regresa a la lucha política por el autogobierno y la autonomía indígenas y la defensa de sus territorios, sus costumbres, su cultura, su modo tradicional de vida. Eso en lo que respecta a la metodología de los relevamientos territoriales y a la estructura general de sentido del proyecto de investigación.

En lo que se refiere más precisamente a este trabajo, puede decirse que se trata de una suerte de radiografía de los derechos de propiedad y posesión de la tierra como también del uso del espacio y la territorialidad andina, en relación con lo cual, me gustaría precisar el concepto de territorialidad que utilizo. En este sentido, entiendo el territorio como un espacio político colectivo, con lo que, si bien la territorialidad puede ser sin ningún género de duda practicada por los individuos, estos no podrían individualmente, ex nihilo, convertir un espacio en territorio. No basta, como pretende Robert Sack (1991), con una simple práctica de control de un espacio, con cerrar un terreno y prohibir el acceso a este, sino que hace falta una organización territorial. Con lo que no puede decirse que una propiedad privada sea un territorio, no tienen que confundirse derechos de propiedad con autoridad: la autoridad es una figura colectiva, pública, no privada. Puede haber autoridades sin territorio, pero no territorios sin autoridades. Por otro lado, la territorialidad también nos remite a una identidad colectiva. Con lo que defino la territorialidad como el conjunto de prácticas culturales, simbólicas y jurídico-políticas que producen y conservan los derechos transgeneracionales de un colectivo humano determinado sobre la tierra, el agua y los seres naturales y culturales de un espacio geográfico también determinado. Prácticas que, por ejemplo, en el caso de las comunidades indígenas que habitan en la Puna, supone el uso y la apropiación del espacio a partir de lo que Henri Lefebvre (2003) consideraba una experiencia originaria del espacio. En el origen de este uso y apropiación están las primeras escrituras o grafías, significaciones, de la sociedad sobre la naturaleza: las sendas y caminos, las marcas, los nombres, las casas, los lugares de caza o de pesca, los lugares de los muertos, en una palabra, los topoi. Es decir, el espacio como espacio usado, según los términos de Santos (2000a), en el que la organización social del espacio responde al valor de uso y no al valor de cambio. Lo que no quita que no haya prácticas de territorialidad que tengan lugar desde experiencias no originarias del espacio, como ser las experiencias abstractas del espacio en el modo de producción capitalista de la vida, en las que se instituye la propiedad contra la apropiación del espacio, conforme la distinción lefebvriana entre apropiación y dominación: “(…) existe un conflicto entre la dominación y la apropiación. Ese conflicto se despliega en el espacio. Hay espacios dominados y espacios apropiados” (Lefebvre, 2003, p. 377).

Por otro lado, el territorio podría entenderse como la objetivación de la territorialidad, la materialización de un estado de derecho (p.ej. instituciones, leyes y disposiciones jurídicas, prácticas de vigilancia, marcas, etc.) en un espacio geográfico determinado, determinándolo: el espacio geográfico, en tanto espacio habitado y transformado, deviene por los procesos de trabajo una segunda naturaleza, por decirlo en términos marxistas, y es en esta segunda naturaleza que se inscribe el conjunto de disposiciones y directrices que buscan delimitar un territorio. Ahora bien, si el espacio es un producto social como se sostiene desde la geografía crítica, la cuestión es cómo se ha producido un espacio determinado, observando los procesos de fragmentación, dislocación, segmentación, especialización y jerarquización del espacio y en función de la cual puede hablarse de desterritorialización o alienación territorial, que no necesariamente tiene que entenderse como destierro. La desterritorialización puede implicar o no el destierro de las poblaciones originarias, el hecho fundamental, estructural, es que se opera un extrañamiento: las relaciones orgánicas entre la comunidad y la naturaleza son intervenidas, regularizadas, por una fuerza extraña, con lo que el estado de derecho preexistente deviene un estado de excepción. Con lo que, contra la idea naturalizada de la propiedad como cosa, se trata, como decía Rosa Congost (2007), antes bien, de pensar en términos derechos de propiedad6, entendiendo que “las relaciones de propiedad son relaciones sociales” (Congost, 2007, p. 148), con lo que hay que “desacralizar el concepto de propiedad de la tierra” (Congost, 2007, p. 31), tratándola como una relación entre sujetos de derecho al interior de un orden jurídico-político determinado en el que tanto los grandes propietarios como los comuneros tienen o practican derechos de propiedad y son justamente estos dos derechos que se traducen en un conflicto territorial. Luego, si la propiedad privada es una propiedad que se conforma a partir de un acto de privación o exclusión, delimitándose una porción de tierra, abroquelándosela jurídicamente en torno a un solo sujeto de derecho, prohibiéndose la práctica en ese espacio de derechos consuetudinarios tradicionales, la gran propiedad no puede afirmarse como propiedad privada sin negar los derechos de propiedad de los comuneros que de hecho habitan en ella, manteniéndoselos en un estado de excepción. En ello está, como diría Marx, su antítesis, su principio de disgregación: los comuneros enterrarán a los terratenientes (Marx y Engels, 2008).

Categorías y usos tradicionales del espacio en la región

La gran propiedad de la hacienda, propiedad indivisa (Faberman y Boixadós, 2015) mantenida por muchos años como tal por su relativa lejanía respecto a las ciudades siendo utilizada como un gran campo de pastaje, con su casco principal en Corral Blanco y una segunda casa patronal en Aguas Calientes, se subdividía en un sistema de arriendos familiares, con linderos delimitados con mayor o menor precisión (marcas e indicios que con los años devinieron, por lo general, objeto de interminables interpretaciones y desacuerdos). Estos, a su vez se podían subarrendar a los agregados, es decir, a otras familias comuneras que se incorporaban a los arriendos amparando determinados sectores en acuerdo con la familia a cargo de la administración general del arriendo. Cabe observar, en este sentido, que el término agregado es una categoría fiscal que se utilizaba corrientemente en antiguo régimen tributario de fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX para designar a los indios sin tierra que se agregaban a las tierras de las comunidades preexistentes y que, al ser empadronados en terrenos libres, podían pasar a ser originarios (Platt, 2016). Lo mismo el término amparo, que es una antigua categoría jurídica del derecho español utilizada en documentos de la época colonial7 y que, sin embargo, en el fondo hace referencia al cuidado o resguardo de la tierra. De ahí que haya sido adoptada y reinterpretada en el contexto de las nuevas reivindicaciones territoriales indígenas, centradas en el reconocimiento de los derechos de la naturaleza, la Santa Tierra Pachamama. Con lo que las relaciones con la tierra y los seres vivientes son concebidas en términos de relaciones simbióticas o de mutualismo propias de un conjunto de vida y no de relaciones de propiedad, es decir, entendiendo la tierra como abrigo y no como mero recurso, por decirlo pensando en los términos de aquél texto de Milton Santos: “Ahora, a fin de siglo, tenemos la cuestión de saber si el territorio continúa siendo abrigo; pero no hay duda de que es un recurso, sobre todo para otros” (Santos, 2000b, p. 90).

Por otro lado, seguían existiendo en la retícula de los arriendos, campos comunarios de uso compartido en los que pastaba la hacienda, distinguiéndoselos de las vegas que son hechas crecer por los mismos comuneros, regándolas por medio de acequias y obturando los cursos de agua con trancas para que inunden los arenales y pedregales y se haga vega. Por consiguiente, estas vegas son objeto de un trabajo y cuidado específico que los exceptúa del ámbito de lo común. Asimismo, también las salinas (Salinas Grandes y Salinas Corralito) seguían siendo de uso común, en las que no sólo las familias de la región van a cosechar la sal cuando cuaja en los meses de octubre o noviembre, sino que también troperos de otras regiones vienen a buscar la sal, cargándola en tropas de burros. Es decir, lo que puede ser entendido como bien común es aquello que no requiere o no ha requerido del concurso del trabajo humano para su crecimiento, florecimiento o maduración y que, por consiguiente, puede ser usufructuado por todos los comuneros en forma racional y con el permiso de quien ampare el lugar, quizás exceptuando determinados elementos que por su escasez se reclama un uso estrictamente familiar (como, por ejemplo, la leña en los lugares donde hay muy poca). Así, por ejemplo, también las vicuñas son concebidas como un bien común a las comunidades, que tiene que ser administrado comunitariamente, aunque durante muchos años fueron objeto de una caza furtiva orquestada por los terratenientes, que no sólo se enriquecieron con el tráfico ilegal de cueros de vicuña, sino que, según testimonios de los comuneros, la familia Pachado habría financiado con ello la compra de las tierras: “don Indalecio le compró la tierra a los García con lo que sacaba vendiendo los cueros” (Entrevista a comunera de Corral Blanco, comunicación personal, 2019). En relación con lo cual, cabe observar que actualmente el cuidado de la vicuña está estipulado en los estatutos indígenas como una obligación comunitaria y, si bien se han venido realizando capturas y esquilas de vicuña anualmente en la región desde el año 2002 (en 1998 se hizo una primera captura, pero sin esquila) por los comuneros que integran una cooperativa, recién en el año 2019 tuvo lugar la primera captura organizada propiamente por las comunidades indígenas. Lo cual retomaba una antigua práctica ancestral, teniendo en cuenta de que hemos registrado en la región representaciones rupestres prehispánicas de escenas del chaku o captura de vicuñas y estructuras de piedra que parecerían ser los restos de antiguas mangas de captura.

Por otro lado, eran frecuentes hasta no hace muchos años en la región, las corridas de burros, en las que se corrían y encerraban los burros de los campos, los que se reproducen sin control alguno en estado silvestre, con lo que en estas corridas se los señala y se los marca, separando algunos para su domesticación. Volviendo, en la hacienda la figura del amparador nos regresa a la idea de aquél que no es dueño, sino que ampara” (Entrevista a comunero de Corral Blanco, comunicación personal, 2018), que cuida que los puestos no se deterioren y se hagan tapera, que los corrales y las pircas no se desplomen, que las vegas no se sequen, que a la hacienda no la diezme el “león” ni “se ponga lanuda” (Entrevista a comunero de Corral Blanco, comunicación personal, 2018), etc., es decir, a aquellas familias que no tienen derechos de propiedad sino solo derechos de uso sobre la tierra a cambio de la obligación de mantenerla en su conjunto funcional (estructuras, hacienda, vegas, etc.) mediante prácticas de control y mantenimiento. Cabe observar también, que la figura del dueño se confunde con la del patrón: el patrón es el dueño y quienes arriendan solo amparan la tierra sin tener títulos de propiedad, con lo que el supuesto título ha permitido a los terratenientes afirmarse con argumentos legalistas como únicos sujetos de derecho, desconociendo los legítimos derechos de posesión de las familias comuneras, lo que puede traducirse como un problema de antropología jurídica, entendiendo ésta como el estudio de la relación entre legalidad y legitimidad (Korsbaek, 2002). Cabe observar en este punto que aún sin pertenecer a un pueblo originario, en términos del derecho posesorio, tienen más derecho aquellas familias campesinas que habitan en el lugar que los propietarios ausentes, incluso si ellos tuvieran en su poder títulos perfectos, que no los tienen. Sin embargo, por desconocimiento de sus derechos y, en razón de estas antiguas estructuras psíquicas y sentido de deuda moral, conformados al interior de las relaciones de dominación personal propia de la estructura patronal de la hacienda, el derecho del supuesto titular de las tierras era tenido en general por absoluto. Como excepción están los casos de algunos comuneros rebeldes que se negaban a pagar el pastaje y de un pleito judicial ante una situación de desalojo, en el que, si bien se reconocen los derechos de posesión de la familia comunera, luego por cuestiones jurídicas técnicas y no por falta de razón (la familia Pachado apela la sentencia y el abogado querellante deja vencer los plazos para responder a la apelación), la familia comunera termina perdiendo el juicio.

Es en este sentido, que ahora en la territorialidad indígena se trata de dejar de utilizar el término de arriendos para hablar entonces de amparos con lo que, jurídicamente, se altera en el fondo al titular de derecho: si los arrendatarios amparaban las tierras del patrón, ahora los comuneros amparan la tierra de la comunidad, con lo que la comunidad viene a desplazar al gran propietario como titular de derecho, y la posesión y propiedad comunitaria a la propiedad privada. Pero, volviendo a lo que respecta a los usos del espacio en la región, puede decirse que están articulados en una dinámica espacial entre las casas y los puestos: mientras que las casas son estructuras habitacionales de ocupación permanente, que por lo general se localizan en el campo o el piedemonte (entre los 3.200 y 3.300 m s.n.m.), los puestos son estructuras habitacionales más pequeñas ocupadas en forma temporal por algunos miembros del grupo familiar, y que por lo general se localizan en los cerros, en la franja altitudinal entre los 3.500 y 4.000 m s.n.m. No obstante, también los hay en los campos (como en el Campo de la Laguna), ya que, de hecho, la localización de los puestos responde a la distribución discontinua de las pasturas en el espacio. Esto se traduce en una especie de trashumancia, desplazamientos estacionales de las personas y los rebaños de llamas (según diversos testimonios, en los meses de invierno se llevarían los rebaños a los puestos de altura mientras que, en los otros meses, la hacienda pastaría en las tierras más bajas) que recuerda el modelo andino de control vertical de pisos ecológicos de Murra (1975). Lo que no quita que los puestos sean visitados en forma regular o esporádica durante los meses en que no están habitados, ya sea para tareas específicas de mantenimiento por las lluvias, o bien, de paso, ya que los comuneros suben con frecuencia a los cerros en busca de animales que faltan (ovejas o cabras que paren en el campo), a buscar leña o plantas medicinales (algunas de las cuales sólo crecen en determinadas franjas altitudinales, como la pupusa, el boldo, la copa-copa, la vira-vira, etc.), o bien durante las salidas a leonar con los perros.

En lo que respecta a las investigaciones arqueológicas e históricas, hemos sostenido la hipótesis de una continuidad ocupacional en la región (Delfino et al., 2019), dado que no solo no se han observado hiatos temporales en la ocupación humana, sino que se observa una continuidad en las prácticas y los usos tradicionales del espacio, que en más de un caso conforman “rugosidades” espaciales específicas, por decirlo en los términos de Santos (2000a, p. 38). En ellas, las estructuras actuales y subactuales se superponen a las antiguas estructuras prehispánicas, reutilizándose espacios habitacionales, estructuras de cultivo y corrales, lo que da lugar también a palimpsestos artefactuales en los que los artefactos son reutilizados (sobre todo los instrumentos de molienda), refuncionalizados, resignificados.

Discusión

Las observaciones etnográficas revelan las contradicciones existentes entre el derecho comunitario y el derecho privado o derecho liberal, que se ve reflejado en las contradicciones en las mismas categorías de pensamiento o las “contradicciones del espacio”, por decirlo en términos de Lefebvre (1976, p. 49), y que hace, justamente, a la complejidad del proceso de reetnización y reorganización comunitaria indígena. Sin desconocer la cuestión de si la comunidad andina no tiene que ser entendida como una institución colonial que habría tenido su origen en “(…) la reducción o común de indios, más tarde llamada comunidad” (Fuenzalida, 1967-1968, p. 95), con lo que si bien la comunidad podría ser entendida una “ficción jurídica colonial y ficción ideológica moderna” (Saignes,1991, p. 93), no hay que desconocer tampoco que en los procesos de etnogénesis tiene lugar una apropiación y resignificación de lo comunitario (o una invención, en términos hobsbawmianos) como proceso en el que las familias campesinas indígenas tratan de superar el estado de disgregación o diseminación para darse una estructura y un objetivo común. Estructuralmente, pues, se trata de la comunión de las familias campesinas en una organización juramentada sobre la base de un nuevo sistema de derecho, el derecho consuetudinario o comunitario (o derecho mayor) que se reivindican como sujeto étnico (pueblo originario) para afirmar no sólo sus derechos culturales, sino también sus derechos políticos y territoriales. En el caso de Laguna Blanca, esto se traduce en el reclamo de las tierras que le han sido enajenadas y el desconocimiento del sistema de arriendo. Y es que estas contradicciones del espacio representan contradicciones jurídicas entre dos sistemas de derecho que, como decía Edward Thompson, llevan a preguntarnos por el origen de la propiedad: “siempre fue un problema explicar los bienes comunales con categorías capitalistas. Había algo molesto en ellos. Su existencia misma inducía a hacer preguntas acerca del origen de la propiedad y acerca del derecho histórico a la tierra” (Thompson, 1995, p. 185).

Resurge aquí, la cuestión antes esbozada de cómo se ha producido el espacio, y qué supone el desplazamiento de una radiografía a una arqueología de los derechos de propiedad, entendiendo, etimológicamente, la arqueología como un hablar sobre los orígenes (de λόγος, habla o discurso y αρχέ, origen). Así, la pregunta thompsoniana por el origen de los derechos de propiedad puede traducirse en los términos de una arqueología del derecho, por utilizar la expresión de Giorgio Agamben (2004), con la que quería dar cuenta de una investigación genealógica de los paradigmas jurídicos. Pero volviendo a nuestro caso, se trata de demostrar con objetividad jurídica, el acto de usurpación en el fondo del proceso de conformación de la gran propiedad, eso que Carl Schmitt (2003) denominaba toma de tierra (Landname), acto jurídico-político originario que está por debajo de las subsiguientes particiones de tierra (Land-Teilungen), lo que en términos benjaminianos podríamos expresar también como una “violencia fundadora de derecho” (Benjamin, 2011, p. 33), y que nos regresa al hecho colonial, a las guerras calchaquíes y la merced de Zapata otorgada a Bartolomé de Castro en 1687, a la compra en 1850 de la Estancia Laguna Blanca a la Sucesión Castro por parte de Juan García, a la compra de tierras por Indalecio Pachado a los García en 1972.

Estudio arqueológico o genealógico que, si bien forma parte de mi investigación sobre el tema, exige un tratamiento específico, sin duda complementario a este trabajo, pero que se desmarca de los objetivos que me he planteado. Con lo que quisiera volver sobre las categorías espaciales y lo usos tradicionales del espacio en la región. Decía que estas reflejan contradicciones del espacio que nos regresan no solo a dos derechos de propiedad sino, en un nivel más profundo, a dos sistemas jurídicos contrapuestos, el derecho común y el derecho privado, y que se encarnan justamente en el conflicto territorial entre los comuneros indígenas y la familia terrateniente. Las categorías con las que los comuneros piensan y conciben el espacio geográfico, experimentan, en el marco jurídico-político de la territorialidad indígena, una crisis de sentido que conlleva a la reapropiación y resignificación étnica de categorías como amparo, y un rechazo en conjunto a las categorías de arriendo, arrendero, pastajero, patrón, que son categorías que representan la relación de dominación propias de la hacienda, del gamonalismo o latifundismo. Sin embargo, desarraigar estas categorías espaciales de los territorios indígenas, significa un largo proceso de trabajo al interior de las comunidades en lo que respecta a la conciencia política indígena, habida cuenta de que algunas de las familias campesinas de la región siguen sujetas todavía al sistema de arriendo, permaneciendo al margen de la organización comunitaria. Asimismo, otros comuneros, libres del yugo patronal, se piensan ahora como propietarios privados al interior de un territorio comunitario, con las contradicciones que eso significa y que se traducen en largas discusiones comunitarias. Esto da cuenta de la complejidad cultural del proceso en el que, no obstante, la asamblea comunitaria se ha ido instituyendo como espacio de resolución de diferencias y conflictos.

Por otro lado, la discusión en torno a lo privado y lo comunitario no se ha limitado al tema de la tierra, sino que se ha extendido también al ganado: todos los animales orejanos, sin señalar ni marcar, eran considerados hasta ahora como propiedad natural de la familia terrateniente, pero actualmente, se ha puesto en cuestión este derecho natural —por así decirlo— de la familia terrateniente. Tras una serie de asambleas en las que se trató el tema, se ha determinado que tanto los burros como llamas y vacas orejanos en territorio indígena tenían que ser considerados como propiedad de la comunidad. Lo que no es una cuestión menor, ya que la relación primera con la tierra es el pastoreo, no sólo porque en el pastaje o yerbaje estaba contenida la relación de sujeción y la cuantificación del pago (el yerbaje anual se calcula sobre la cantidad de cabezas y el tipo de ganado8), sino que también la riqueza y el estatus social de un comunero se mide en ganado. De hecho, en el rupachico o rutichico, rito de pasaje de la primera a la segunda infancia, no solo tiene lugar el corte ritual del pelo, sino que también se le hace entrega al infante su primera llama o cordero, con lo que se lo convierte en comunero, por así decirlo, incluso puede que en otra época no se le diera un nombre definitivo al infante hasta después de ese pasaje ritual.

Cabe agregar aquí, a título de hipótesis, que en la estructura mental de los comuneros el pago al terrateniente aparece como el doble diabólico del pago a la tierra, con lo que el sistema de arriendo, al replicar el modo ancestral de relación con los dioses andinos, produce una imagen ideológica de deuda moral, con lo que el mecanismo de exacción reviste una forma simbólica que encubre el acto de violencia. Por otra parte, se puede observar también aquí que la “reconceptualización jurídica de la tasa como arriendo” (Platt, 2016, p. 83), que tiene lugar con la República, con lo que las estructuras de exacción actuales están calcadas sobre las anteriores y de cuya existencia en la región se puede tener noticia al menos desde el empadronamiento de indios atacameños en la intendencia de Salta a fines del siglo XVIII (AGN, 1793).

En suma, en lo que puede entenderse como el proceso de descomposición del latifundio y reterritorialización indígena, se observan dos lógicas o racionalidades espaciales que todavía coexisten en el espacio: por un lado, los antiguos usos y costumbres comunales ahora reivindicados en una lógica espacial comunitaria y, por otro, una lógica espacial individual, calcada sobre las relaciones de dominación y las antiguas segmentaciones establecidas al interior de la gran propiedad de la hacienda. En esta se conservan aún las categorías espaciales del sistema de arriendo, sumado a la idea de la propiedad privada, la que, por otro lado, también tiene que pensarse como producto de la ruralización, esto es, el proceso de descampesinización que resulta de la progresiva expansión del tejido urbano sobre la periferia rural9. En fin, hay una cita de Mariátegui que creo sintetiza muy bien la fenomenología oscura de la lucha indígena en la región y, a la vez, expresa con claridad el sentido político de esta:

El problema indígena se identifica con el problema de la tierra. La ignorancia, el atraso y la miseria de los indígenas no son sino la consecuencia de su servidumbre. El latifundio feudal mantiene la explotación y la dominación absolutas de las masas indígenas por la clase propietaria. La lucha de los indios contra los gamonales ha estribado invariablemente en la defensa de sus tierras contra la absorción y el despojo. Existe, por tanto, una instintiva y profunda reivindicación indígena: la reivindicación de la tierra (Mariátegui, 2010, p. 81).

Agradecimientos

Esta investigación fue desarrollada gracias a las siguientes fuentes de financiamiento: con fondos propios del Instituto Interdisciplinario Puneño (InIP) de la Universidad Nacional de Catamarca (UNCA); con fondos del Subsidio Cuatrienal otorgado por la Secretaría de Ciencia y Tecnología de la UNCA, Proyecto “Investigaciones arqueológicas y museológicas en la Reserva de Biosfera de Laguna Blanca (Dpto. Belén): aportes a los procesos de re-etnización en la puna catamarqueña”; con fondos del Subsidio bianual otorgado por la Secretaría de Políticas Universitarias (SPU) para el Fortalecimiento de la Ciencia y Técnica en Universidades Nacionales (PFORCYT-UNCA), Proyecto “Universidad y territorios indígenas: relevamiento territorial de la Comunidad Indígena de Corral Blanco (Dpto. Belén - Catamarca)”, Res. N° 690 Exp. N° 2055/2018; y con fondos de mi beca doctoral de Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Aprovecho la oportunidad para expresar también mi agradecimiento más profundo a mi director de tesis doctoral, Daniel Delfino, y a todas aquellas personas del equipo técnico y de las comunidades con los que trabajé conjuntamente en los relevamientos territoriales. Por último, quisiera agradecer también a quienes evaluaron en forma anónima el presente manuscrito y contribuyeron, con sus observaciones y aportes, a su mejoramiento.

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1 De hecho, en los censos nacionales de 1869 y 1895 y en los registros parroquiales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, se registran los siguientes oficios u ocupaciones en la región: en primer lugar, criador/a, ganadero/a, hilandero/a, telera o tejedora, y, muy en segundo lugar, labrador/a o agricultor/a y peón, rótulos asignados a comuneros jóvenes que al parecer no tenían ganado, lo que en la región se traduce en términos de pobreza: ser pobre es no tener hacienda.

2 “(…) el tributo fue reemplazado de facto por el arrendamiento, con lo que aquellos hacendados que aún no eran propietarios de las tierras de sus indios (aunque siempre se presentaban como tales) los despojaron por el acto mismo de cobrarles el arriendo (…)” (Madrazo, 1995, p.191).

3 Con lo que no quiero decir que las relaciones establecidas nos regresen a un régimen feudal, sino que se trata de una forma específica de expropiación y superexplotación de la fuerza de trabajo, que tiene lugar al interior del capitalismo agrario periférico: tanto la servidumbre como la esclavitud han respondido o responden a finalidades capitalistas, pero se valen para la extracción del plusvalor de antiguas estructuras de dominio.

4 “El término gamonalismo no designa solo una categoría social y económica: la de los latifundistas o grandes propietarios agrarios. Designa todo un fenómeno. El gamonalismo no está representado solo por los gamonales propiamente dichos. Comprende una larga jerarquía de funcionarios, intermediarios, agentes, parásitos, etcétera (…) El factor central del fenómeno es la hegemonía de la gran propiedad semifeudal en la política y el mecanismo del Estado” (Mariátegui, 2005, p. 43).

5 Para una discusión en torno al trasfondo jurídico-político de la ley 26.160, véase Pisani, Delfino y Morales Leanza, 2019.

6 “(…) en cualquier investigación sobre una sociedad concreta, situada en cualquier tiempo histórico, es siempre preferible el uso de la expresión derechos de propiedad (…) La expresión derechos de propiedad recuerda constantemente el carácter y el posible carácter plural de los derechos de propiedad” (Congost, 2007, pp. 40-41, énfasis original).

7 “Durante los siglos XVI al XVIII, el amparo y las composiciones de tierras son aplicados a la constitución de propiedad y en situaciones de conflicto. El amparo de tierras operaba en cuestiones litigiosas, instrumento usado por la autoridad colonial para otorgar protección, resguardo o defensa de los terrenos a una persona, comunidad o ayllu, frente a terceros, indígenas o especialmente españoles” (Molina Otárola, 2015, p. 36).

8 Así, por ejemplo, en un recibo de pastaje del año 2005, se observa el siguiente detalle: “En concepto de pastoreo, por animal y por año: 220 ovejas, a $0,80 por cabeza, suma un subtotal de $176; 120 cabras, a $0,80 por cabeza, suma un subtotal de $86; 46 llamas, a $1,20 por cabeza, suma un subtotal de $55,2; un cabalgar, a $12 por cabeza, $12; una vaca, a $2,5 por cabeza, $2,5; la suma de subtotales da un total de $331,7”.

9 “(…) la vida urbana penetra en la vida campesina desposeyéndola de sus elementos tradicionales (…) Los pueblos se ruralizan perdiendo lo específico campesino” (Lefebvre, 1978, p.89).