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in memoriam

In Memoriam
Eduardo Enrique Berberián
(1937-2023)


Matías E. Medina*

El 8 de enero de 2023 recibí la llamada telefónica con la noticia de que el Dr. Berberián había fallecido. Muchas cosas pasaron rápido por mi cabeza. Intentaré dejar por escrito algunas de ellas, con foco en donde su vida y la mía se entremezclaron. No voy a hablar de lo que me contaron, sino de lo que viví con él. También aclaro que de ninguna manera intento hacer una reseña de su vida profesional, allende su importante derrotero académico (para esto último sugiero consultar Bixio et al., 2023).

Conocí al Dr. Eduardo Berberián en julio de 1996. Las circunstancias para mí siempre fueron, al menos, poco comunes. En ese entonces, había finalizado la cursada de Fundamentos de Prehistoria, una de las primeras materias de la carrera de Ciencias Antropológicas de la Universidad de Buenos Aires, y tan maravillado estaba con las descripciones de los sitios del Noroeste Argentino que salí de viaje rumbo al norte para conocer la mayor cantidad de sitios arqueológicos que pudiera. La materia me había fascinado y, definitivamente, mi vocación era ser arqueólogo. En Tafí del Valle (Tucumán) terminé cruzándome por pura casualidad con Berberián, uno de los autores que había leído durante la cursada. Yo era un simple estudiante y él un investigador consagrado, así que las piernas me temblaron de los nervios. Él, siempre con una sonrisa y una paciencia que solo pocas veces logré quebrantar, me llevó a conocer una serie de sitios arqueológicos localizados en La Bolsa, a unos pocos kilómetros al norte del pueblo. Fue un recorrido espectacular, casi mágico. En la cima de una loma donde se divisaban estructuras arqueológicas por todo el valle de Tafí, nos sacamos la foto que adjunto (Figura 1). Esa foto es muy importante para mí porque congela el Día 1 en que empezó mi relación con Berberián. Me acuerdo de que, bajando esa loma, le hablé que quería hacer arqueología en las Sierras de Córdoba. Su primer consejo fue que apruebe un par de materias más y que lo busque dentro de unos años. Ahora que lo pienso, capaz que más que consejo, dijo eso para que lo deje tranquilo por un rato.

Y así lo hice en 1999, en pleno Congreso Nacional de Arqueología Argentina. En ese momento, Berberián ya estaba formando un equipo con jóvenes estudiantes, que luego serían excelentes profesionales y compañeros de equipo, como Diego Rivero, Sebastián Pastor y Andrea Recalde. Finalizado el congreso, ya más relajado, me citó en su laboratorio. Me acuerdo de que le comenté que quería hacer mi tesis de licenciatura con los restos faunísticos de Potrero de Garay, un sitio a cielo abierto que él había excavado a inicios de los ´80 y que es un hito en la arqueología de las Sierras de Córdoba. Él se quedó mirándome a los ojos por unos segundos, sin bajar la mirada. Mientras más yo le hablaba del sitio y de la importancia de analizar las faunas desde una perspectiva tafonómica, él más me miraba a los ojos, bien atento. Cuando terminé mi monólogo, me dijo algo así como que “…todo bien con la zooarqueología para una tesis de grado y recibirse, que era muy interesante, pero que el formaba arqueólogos, no especialistas…”. Los especialistas, decía, “…sabían mucho de muy poco y no tenían una visión completa de los procesos, que es lo que realmente nosotros teníamos que estudiar…”. Y claro, él tenía décadas de investigaciones en las Sierras de Córdoba, la pre-cordillera de San Juan, los valles meso-termales de Catamarca, las selvas de Tucumán y el altiplano de Bolivia, con cientos de m2 excavados y secuencias estratigráficas estudiadas, y yo le venía a hablar de amplitud de dieta y de cómo diferenciar huellas de corte de las marcas de dientes que dejan los carnívoros. Aun así, leyó cada uno de mis borradores, y eso que los primeros escritos seguramente eran mamarrachos, con sugerencias oportunas que terminaron de convencerme de que, en el fondo, lo que yo necesitaba para mi formación académica era desarrollar un proyecto de investigación regional, consejo que cambió mi forma de ver la arqueología.

Después de la licenciatura vino la tesis doctoral, con años de largas horas de discusiones y correcciones, en donde, a la par de actuar como director, íbamos al supermercado, cocinaba, retaba y daba consejos que muchas veces poco tenían que ver con la arqueología, sino más bien con la vida. Nunca le podía pasar un archivo de la tesis o manuscrito para que corrigiera desde la computadora. Las correcciones eran presenciales, sobre una hoja impresa y las llenaba de anotaciones, luego ilegibles al momento de pasarlas en limpio. Tenía una paciencia conmigo que era de no creer. Durante parte de este período, Berberián alternaba su vida entre Córdoba y un departamento en Vicente López (Buenos Aires) con vista al Rio de La Plata. Ahí, fingíamos que nos juntábamos a corregir la tesis, cuando en realidad charlábamos durante horas mirando los veleros en el río, hasta que no quedaba otra cosa más que volver al trabajo arqueológico. Cuando leía sobre mis excavaciones, hacía un descanso y se ponía a contar anécdotas sobre los meses que duró la excavación de El Peñoncito (San Juan) o la dureza de los trabajos de campo en las yungas tucumanas, en donde no había parte del cuerpo que no le hayan invadido las garrapatas.

Figura 1. Eduardo E. Berberián y Matías E. Medina en Tafí del Valle (Tucumán), 1996.

Todo lo importante de mi vida me pasó gracias a él. Recibí siempre de él los mejores consejos, tranquilizándome y llevándome a tomar las decisiones correctas. Con el tiempo, creo que me abrió la posibilidad de que fuera su amigo, dejando de ser su discípulo para convertirme en su par, pero eso es algo que recién lo veo ahora en perspectiva. Incluso se integró a nuestra relación mi esposa y luego a mis hijos, tornando aún más difuso los límites entre lo que era trabajo y lo que era amistad. De ese menjunje surgieron cenas y almuerzos que llegaron a ser virtuales en plena pandemia, pero siempre con un Berberián muy atento y divertido. En Córdoba, almorzábamos siempre en un restaurant de comida árabe, con sabores que él decía que lo acercaban a las comidas armenias de su infancia. Ahí, resolvíamos importantísimas presentaciones de informes o pedidos de subsidios. Berberián tenía la capacidad y los años de experiencia acumulada para resolver en cinco minutos toda traba narrativa o burocrática que a mí me tenía entre la espada y la pared.

A fines de noviembre del 2022 lo visité en su departamento. Estaba contento y me hablaba de que había cerrado para viajar a Madrid (España) en abril del 2023, ciudad que amaba y que hasta se quería ir a vivir. Estaba lleno de proyectos. Charlamos sobre el libro de la excavación de El Cadillal (Tucumán), que había logrado terminar durante la pandemia junto con el Dr. Julián Salazar, otro de sus discípulos. Le comenté que estaba empezando a ver materiales de la gruta de Intihuasi (San Luis) que estaban en el Museo de La Plata y él fue directo a su biblioteca para presumirme que tenía el libro del sitio, con dedicatoria firmada por Alberto Rex González. Estuve varias horas, pero no nos alcanzó el tiempo de todo lo que queríamos contarnos. Con 85 años, me acompañó caminando por unas cuadras antes de llegar a la terminal, donde me esperaba un ómnibus para regresar a Buenos Aires. Nos abrazamos unos segundos. No nos dijimos que nos queríamos. No hacía falta. Nunca más lo volví a ver. Solo en una cosa me mintió: él decía que nadie es irremplazable. Pero el lugar que dejó Berberián no lo puedo reemplazar con nada del mundo.

Referencias citadas

» Bixio, B., Heider, G., Medina, M., Pastor, S., Recalde, A., Rivero, D. y Salazar, J. (2023). In memoriam Eduardo Enrique Berberián (1937-2023). Comechingonia. Revista de Arqueología, 27(1), 5-9. https://doi.org/10.37603/2250.7728.v27.n1.40878


* División Arqueología, Facultad de Ciencias Naturales y Museo, Universidad Nacional de La Plata (UNLP) / Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Laboratorio 102, Anexo Museo, Avenidas 122 y 60 (CP B1900FWA), La Plata, Buenos Aires, Argentina. E-mail: paleomedina@gmail.com