0000-0003-4252-530X Carla Villalta[1][2][*]
Conocí a Anyeli hace dos años. Tenía 19 y había vivido durante 13 en diferentes “hogares convivenciales”, separada de su familia y con vinculaciones esporádicas con ella. A lo largo del grupo focal en el que participó, se rio y lloró casi por partes iguales. Contó que en una de esas instituciones la medicaban tanto que solo dormía el día entero. También que había renunciado al empleo que le habían conseguido, porque terminaba la larga jornada laboral muy cansada, ya que tenía que limpiar una casa, cuidar a un niño pequeño, y le pagaban muy poco. Por esa razón, en la institución se habían enojado mucho y le decían que era una vaga que no iba a poder progresar. A la par, contaba que la “tía” de uno de esos hogares le había enseñado un montón de cosas, por ejemplo, a organizarse en la casa y a cocinar, y que había sido ella quien le había mostrado su legajo y ayudado a vincularse con una de sus hermanas, que residía en otra institución. En su narrativa, en aquello que resaltaba de su tránsito institucional, ponía de manifiesto distintos elementos que le permitían componer una evaluación moral de lo que había sido su experiencia en ese campo de instituciones en las que el cuidado y la protección se imbrican de manera compleja con el control y/o la punición.
Historias parecidas a la de Anyeli pueblan el campo de instituciones destinado a la protección de derechos de niños, niñas y adolescentes. En ellas, en las regularidades y singularidades que presentan, se pueden apreciar los rastros de las intervenciones que los y las agentes de distintos organismos han desarrollado y las marcas de las decisiones que fueron tomando. Decisiones inspiradas en diferentes saberes, en lo normado por los corpus legales, en modelos idealizados acerca de la familia, la infancia, la adolescencia y sus derechos, y en las que talla con fuerza la combinación tensa y a veces contradictoria entre horizontes teóricos e imponderables prácticos, o bien entre lo ideal, lo real y lo posible.
También en este tipo de historias se puede observar nítidamente una dualidad característica de las medidas que se adoptan en este campo institucional compuesto por una diversidad de agentes y organismos -tales como juzgados, organismos de protección de derechos, hogares convivenciales e institutos, entre otros- que actualmente deben honrar un “enfoque de derechos”.1 La protección y el control, el cuidado y la disciplina, la integración y la punición se presentan imbricados, revestidos muchas veces de un lenguaje moral, y otras tantas de valores cargados emocionalmente en los que predomina el ideal de “hacer el bien” (Vianna, 2010; Villalta, 2012).
Auscultar este tipo de intervenciones sobre la infancia, la adolescencia y sus familias para comprenderlas, explicarlas y dotarlas de densidad histórica y analítica; no verlas como aplicaciones mecánicas de lo pautado en la normativa ni interpretarlas como producto exclusivo de la voluntad de control o de la perversidad de algunos para pasar rápidamente a explicarlas bajo el prisma de la “institución total”, son algunas de las características centrales de una lectura etnográfica comenzada en nuestro país y en la región hace al menos una veintena de años (Fonseca y Cardarello, 2005; Fonseca y Schuch, 2009; Villalta, 2013). Se trata de una indagación antropológica sobre las medidas y acciones que se desarrollan en aquel campo institucional que niños, niñas y adolescentes, como Anyeli, recorren en ocasiones a lo largo de muchos años, y en el que sus familias son alternativamente ayudadas, juzgadas, apuntaladas o culpabilizadas. Niños/as y familias provenientes de los sectores más vulnerables y vulnerabilizados de la población que se transforman, eventualmente y de manera fragmentaria y discontinua (Grinberg, 2016), en acreedores de distintas intervenciones que idealmente apuntan a lograr el bienestar o bien a restituir sus “derechos vulnerados”.
Estas indagaciones, junto con las desarrolladas por investigadores e investigadoras de otras disciplinas han dado dinamismo a un campo de estudios así como a una particular línea de indagación en nuestra disciplina. Una antropología política y jurídica de las intervenciones estatales sobre los niños, niñas y adolescentes que, antes que dirigir la mirada al Estado como aparato de control o a sus políticas públicas, trate de comprender las particularidades de un Estado heterogéneo, inscriptas en la larga duración, que está en continuo movimiento a partir de las disputas y conflictos que tienen a sus burocracias como arena, y también mediante la acción política y el activismo de grupos sociales diversos que demandan “derechos” y “justicia” (Tiscornia, Pita, Villalta, Sarrabayrouse, Oliveira y Martínez, 2010). Una perspectiva analítica que, nutrida del fructífero diálogo con investigadoras del campo de la etnografía de la niñez (Hecht y Szulc, 2006; Szulc y Cohn, 2012), de la antropología de la educación (Santillán, 2013; Novaro, Santillán, Padawer y Cerletti, 2017), también de la disciplina histórica (Cosse, 2006; Zapiola, 2007; Lionetti y Míguez, 2010; Stagno, 2010) y del campo de estudios sociales de la infancia y la juventud (Guemureman, 2011; Llobet, 2011), permitió analizar y problematizar los procesos de producción social e institucional de la infancia y la adolescencia. Para ello, estas investigaciones tanto indagaron como etnografiaron las categorías clasificatorias que se fueron cimentando y que habilitaron la actuación de distintos agentes institucionales (Vianna, 2008; Schuch, 2009); así como los repertorios morales y emocionales que legitiman y permiten tornar deseable la intervención o bien trazar los contornos de lo intolerable en relación con los niños/as y adolescentes (Grinberg, 2010; Vianna, 2010; Bittencourt Ribeiro, 2012). También en tales estudios se documentó y analizó, de diversas maneras, la distancia y extrañeza de clase que predominan en algunas de las interacciones entre agentes institucionales y niños, niñas, adolescentes y familias y que conducen a la reprobación y sanción de sus conductas o bien a un paternalismo y relativismo cultural que no cuestiona ni pone en tensión los fundamentos y condiciones de reproducción de la desigualdad social (Fonseca, 1998; Colangelo, 2014; Barna, 2015). Todo ello condujo a complejizar los estudios pioneros en este campo de estudios que ponían el acento en la marcada distinción entre niños y “menores”, para examinar más detenidamente los procesos de diferenciación social que han permitido y aún permiten establecer y desarrollar medidas diversas y circuitos de intervención heterogéneos de acuerdo con qué tipo de niños o de niñas se trate y según cómo sea la familia de la que provengan. Procesos de diferenciación social en los que los factores socioeconómicos de la desigualdad se intersectan complejamente con las relaciones generacionales y etarias, con el género, la etnia y la clase social.
De este modo, las diferentes indagaciones que se han efectuado posibilitaron interrogarse sobre las condiciones sociales, las relaciones de poder y los valores morales que informan las racionalidades burocráticas en las que reposan y anidan los diferentes sentidos dados a la “protección” y a la “vigilancia” de niños, niñas y adolescentes. Ahora bien, estos sentidos no son invariables ni homogéneos, sino que se encuentran tensionados y en disputa, y dan forma a las intervenciones sociales e institucionales que tienen como destinatarios a determinados sujetos que, como Anyeli, son o pueden ser clasificados como niños/as “sin cuidados parentales”, en “situación de riesgo”, con “derechos vulnerados” o bien como “adolescentes en conflicto con la ley penal” o “presuntos infractores”, y son así construidos como sujetos de protección, de cuidado y/o de punición. Se trata de clasificaciones que tienen un carácter performático, actúan recortando la mirada, y pueden llegar a reificar a los grupos sociales así referidos y etiquetados (Fonseca y Cardarello, 2005). En tanto categorías resultan, en muchos casos, de la difusión de determinadas grillas de inteligibilidad que provienen y se expanden por la acción de organismos y organizaciones nacionales e internacionales de distinta envergadura que desarrollan recomendaciones, directrices, lineamientos, y que son recreadas, utilizadas, promovidas o disputadas en sus sentidos por distintos actores locales que las usan estratégicamente para visibilizar distintas temáticas (Fonseca y Cardarello, 2005; Merry, 2011; Tissera Luna, 2014).
En este contexto de análisis, mi interés en este trabajo es reseñar, brevemente, algunas de las características más marcadas y persistentes de las acciones que se desarrollan en este campo institucional y que, de un modo u otro, han sido examinadas por las diferentes investigaciones desarrolladas sobre estas temáticas en nuestra región. Por un lado, la familiarización y maternalización que predomina en muchas de las intervenciones sobre la infancia y la adolescencia. Por otro, la individualización y psicologización que colabora en definir situaciones y que pauta las características de muchas de las medidas que se implementan. A partir de esta selección, que no tiene pretensiones de exhaustividad, entiendo que es posible conocer el dinamismo de un campo de estudios que, en los últimos años, se ha orientado a descifrar y comprender los rasgos más salientes de un tipo de intervención que conjuga, de manera tensa, la asistencia y la represión, y la ayuda y el control. Intervenciones que hacen a las formas de administración de la infancia y sus familias que son desarrolladas por diferentes agentes estatales, judiciales y/o de organizaciones sociales que se relacionan de manera cotidiana y que, a partir de las relaciones que entablan y de los conflictos que protagonizan, construyen un particular entramado y un particular objeto de intervención.
Es sabido que la infancia como categoría histórica y cultural dista de ser un “descriptor aproblemático” (Cosse, Llobet, Villalta y Zapiola, 2011). Antes bien, como ha sido trabajado extensamente por diferentes autores (Varela, 1986; Jenks, 1996; Colangelo, 2005; Szulc y Cohn, 2012), es resultado de procesos histórico-sociales, culturales, económicos y políticos en cuyo marco distintos poderes y saberes han disputado diferentes nociones acerca de qué es ser niño o niña. En ese proceso, la hegemonía de un conjunto de ideas que convoca particulares sentimientos; la emergencia y legitimación de un conjunto de saberes cuya pretensión fue y es explicar la “naturaleza infantil” (Colangelo, 2011) y la creación de un conjunto de instituciones para el gobierno y encauzamiento de los niños y niñas, contribuyeron en producir las categorías a partir de las cuales actualmente se recorta y define a la infancia y adolescencia. Categorías que, si bien no son fijas ni invariantes, han tenido la pretensión de totalizar la experiencia infantil; han contribuido a invisibilizar las diferentes realidades que transitan los niños, las niñas y los adolescentes; y han homogeneizado e intentado estabilizar un único sentido de ser niño o niña por la vía de naturalizar una mirada cronológica del ciclo vital, para la cual las edades son hitos transparentes y unívocos.
Ese recorte, claro está, no es neutral. Se trata, como señaló acertadamente Adelaida Colangelo (2005), de un fenómeno político. Las edades son tanto marcadores cronológicos como experiencias subjetivas, pero a la vez, y fundamentalmente desde el siglo XX en adelante, funcionan como categorías organizativas aparentemente objetivas que sirven para estructurar instituciones y reorganizar relaciones de poder y jerarquías. La edad funge así como criterio clave para organizar expectativas, metas y obligaciones de los individuos, en tanto se la vincula a desarrollos cognitivos, emocionales y psicológicos diferenciales, y es una categoría organizadora de la vida social, ya que a ella se liga todo un sistema de jerarquías y derechos, con consecuencias legales diferenciales (Mintz, 2008).
Ahora bien, al hablar de infancia y adolescencia durante largo tiempo ha predominado una idea ligada a la incompletitud. En efecto, la concepción hegemónica y “occidental” de la infancia y de la adolescencia es la de un período separado de la vida, una fase que requiere protección y preparación para el momento en el que se alcancen la racionalidad y la completitud: la edad adulta. Desde esta lente, niños y niñas son vistos ante todo como “seres en formación”, como adultos-que-aún-no-lo-son o individuos en potencial, que requieren de cuidados especialmente adaptados y suministrados por adultos específicos (Fonseca, 1998; Szulc y Cohn, 2012). Esta premisa, reforzada por las ideas de indefensión, de tabula rasa y maleabilidad propias del “paradigma de la socialización” (Pavez Soto, 2012),2 ha conducido a interpretar a la familia, o mejor dicho a un determinado tipo de familia, como el ambiente necesario para una adecuada formación de los individuos. Por ello, se ha planteado que la invención de la “naturaleza infantil” confinó a los niños a una serie de instituciones presentadas como espacios naturales para su educación, crianza y protección. Así, en paralelo al largo proceso de “individualización del niño” (Gélis, 1991) que luego derivó en el de “sacralización” o “entronización de la infancia” (Zelizer, 1994; Cosse, 2010) fue cobrando vigor un proceso de familiarización de la vida, que condujo a considerar a la familia como responsable casi exclusiva de la situación social y la protección de sus miembros (Donzelot, 1990). De allí, tal como nos enseñan los y las historiadoras, los innumerables esfuerzos y el empeño puesto en moralizar y normalizar a las familias, por medio de una serie de mecanismos y procedimientos -que variaron según el estrato social al que se dirigían-,3 en los que el derecho, la medicina, la educación y la asistencia social jugaron un papel central (Nari, 2004). Se trató de sostenidos esfuerzos que, en América Latina, tuvieron por resultado la construcción de un rígido modelo normativo de familia, jerárquico y conservador, que intentó imponerse y ordenar aquello que solo era visto -con extrañeza de clase- como “desórdenes familiares” o incluso como patologías o anormalidades (Cosse, 2019). Por ello, el análisis de los procesos de construcción de la infancia como problema social -y los diferentes aspectos ligados a ella: la mortalidad infantil, el abandono, la deserción escolar, la filiación ilegítima, el trabajo infantil, la delincuencia juvenil, entre otros- permiten, por un lado, visibilizar los procesos de formación de la subordinación generacional y de género así como el modo de operar de las jerarquías sociales (Milanich, 2009). Por otro lado, posibilita examinar la recíproca construcción entre la preocupación por la infancia y un “imaginario familiarista” que contribuyó al proceso de naturalización de la familia nuclear como una pieza estratégica y necesaria de un determinado orden social, fundado en jerarquías de sexo y edad (Rojas Novoa, 2017). Una nuclearización de la familia que produjo una progresiva demarcación entre los dominios de lo público y lo privado, y colocó a la familia en el idealizado lugar de los afectos y del amor gratuito entre madres, padres e hijos (Bourdieu, 1998).
Por ello, la individualización del niño y la familiarización del cuidado pueden ser vistos como partes integrantes de un largo y conflictivo proceso que fue cimentando determinadas coordenadas conceptuales para pensar a la infancia y adolescencia. Estas coordenadas han dado lugar a persistentes claves de lectura que, no obstante sus variaciones históricas y contextuales, aún pueden encontrarse en este campo institucional.
Además, sabemos que esa familiarización de los “problemas sociales”, por la cual la familia es recortada como responsable primaria de los “déficits” de sus miembros -en particular de sus niños y niñas- fue acompañada de la naturalización de las funciones y pautas de comportamiento asignadas a sus miembros. Una distribución diferencial de roles y actividades basadas en una división sexual de tareas o bien en una división binaria por género que fue configurando relaciones jerárquicas y estereotipadas dentro de la familia. Ello porque este proceso de naturalización de una determinada forma de familia convergió con el de “maternalización de las mujeres” (Nari, 2004) y la naturalización de ese vínculo condujo a postular una visión idealizada y prescriptiva de los deberes maternos.4 Valores tales como la abnegación, el sacrificio, el desinterés, el compromiso, y el de fidelidad a los hijos antes que a la pareja constituyen -aun con matices- parámetros de evaluación de la calidad del vínculo materno-filial. Un vínculo que tiende a ser pensado de manera abstracta e ideal, y que, al ser construido en tanto universal y absoluto, más allá de que se examinen y tengan en cuenta las condiciones de pobreza estructural que atraviesan muchas mujeres que son madres, actúa invisibilizando o bien secundarizando las condiciones materiales en las que esa “disposición amorosa maternal” debe desplegarse (Villalta, Gesteira y Graziano, 2019).
Este proceso de maternalización de las mujeres ha conducido a una feminización del cuidado. El “cuidado” -las tareas domésticas y la asistencia a los sujetos más dependientes de un hogar, los niños/as, los ancianos/as- es considerado una actividad predominantemente femenina, cuestión que se encuentra reforzada por el ideario maternal y se tornó uno de los nudos críticos en la construcción social del género (Faur, 2014). De este modo, aun cuando actualmente una gran parte de las mujeres no se encuentra subsumida al ámbito doméstico ni consiente con ese ideal de moralidad materna, tal como el “modelo de la domesticidad” instaurado a principios del siglo XX postulaba (Cosse, 2010), el cuidado -incluso el provisto por actores comunitarios, estatales e incluso por el mercado- se encuentra estructurado en una clave generizada que delega en las mujeres la mayor parte de la responsabilidad en función de su organización y provisión (Comas D’Argemir, 2018).
Estos procesos, que no han sido unidireccionales y que aquí describo muy brevemente aun a riesgo de abstraer muchas de sus especificidades dadas por los contextos locales y por las diversas formas de resistencia e impugnación que suscitaron, han contribuido a conformar claves de lectura y matrices interpretativas que son lentes perdurables en el campo institucional de protección de la infancia y la adolescencia. Además, han contribuido a conformar instituciones, esto es, relaciones sociales y formas de vivir esas relaciones, en tanto se hallan inscriptas en el orden de lo imaginario (Godelier, 1993).
A su vez, tal como ha sido señalado por Fonseca y Schuch (2009), esas particulares lentes se intersectan de manera compleja y contradictoria con los postulados normativos de los instrumentos jurídicos internacionales de derechos humanos. Estos tratados consideran e interpelan a la familia como el “ámbito natural” en el que tienen que crecer y desarrollarse los niños y como la responsable primaria en la garantía del acceso a sus derechos. En paralelo, la familia ha sido considerada como dispositivo estratégico y sitio privilegiado de intervención para las políticas antipobreza desplegadas en los procesos de neoliberalización que tuvieron lugar en la región (Llobet, 2009).
Por otro lado, aunque en paralelo, las acciones desplegadas por el activismo de los derechos de los niños, niñas y adolescentes, que en América Latina coincidieron con los años de las posdictaduras (Fonseca, 2004; Grinberg, 2013), también revalorizaron a “la familia” -fundamentalmente a la familia de origen- como el lugar en el que todos los niños y niñas deben crecer sin intervenciones abusivas o arbitrarias. Desde esos momentos en adelante se denunciaron e impugnaron las acciones que operaban una política del “transplante” basada en separar a los niños/as de su medio familiar cuando era considerado nocivo, inmoral o riesgoso, con el objetivo de insertarlos en otras familias -“normales”, “bien constituidas”- para que pudieran crecer. Esas pretensiones “salvacionistas” que legitimaban la extinción total de los vínculos de origen de los niños/as, y la completa modificación de su posición genealógica (Villalta, 2012) fueron duramente cuestionadas y para ello fue construido el “derecho a la convivencia familiar y comunitaria”.5
Así, en un largo derrotero -conflictivo y disputado-, el valor de la familia biológica, de la no separación de los niños de su familia de origen y también el tópico de la “desinstitucionalización” -por el cual se combatieron las macroinstituciones para el alojamiento de niños/as y adolescentes- se fue reconfigurando paulatinamente este campo institucional y, al calor de diferentes debates y conflictos, se fueron reorientando intereses, recursos y preocupaciones. De este modo, nuevas “narrativas hegemónicas” se fueron construyendo y sedimentando (Fonseca y Schuch, 2009) y la imposición abierta y la coacción, construidas como arquetipo de las antiguas modalidades de intervención amparadas en la “doctrina de la situación irregular”, cedieron el paso al convencimiento, el aconsejamiento (Lugones, 2012), las sugerencias y las actas-acuerdo (Grinberg, 2008; Barna, 2015; Pérez Álvarez, 2020; Larrea, 2021).
Ahora bien, en esta reconfiguración que tiene como imperativos la “escucha del niño”, la “no separación de su familia de origen” y la “no institucionalización por motivos socioeconómicos”, las políticas de protección de derechos cada vez más se han concentrado en la regulación de las prácticas familiares de cuidado y crianza (Grinberg, 2010; Barna, 2015; Magistris, 2016). Así, en un proceso altamente generizado y enclasado, las racionalizaciones que han acompañado a estas políticas de protección de derechos colaboraron en enmascarar u opacar la desigualdad estructural y las situaciones de injusticia social, mediante la definición y construcción de “situaciones de vulneración de derechos” para las que fácilmente puede recortarse y encontrarse un responsable. Así, en muchos casos, la protección termina operando por la vía de la moralización de las desigualdades sociales, y las iniciativas que se desarrollan y son privilegiadas resultan altamente individualizadas. De este modo, cuando los familiares de los niños/as no modifican sus comportamientos, no se comprometen, persisten en actitudes que se consideran dañinas, y no se puede componer con ellas un orden familiar medianamente aceptable (Villalta y Ciordia, 2011), se tienden a oponer los derechos de los niños/as a los de su familia de origen, o más específicamente a los de sus madres.
De hecho, tal como han documentado diferentes etnografías, el trabajo de “fortalecimiento familiar”, la centralidad del “trabajo con la familia” -como se plantea habitualmente en este campo de instituciones (Grinberg, 2016)- así como el pretendido trabajo de “revinculación familiar” no solo se transforman en las estrategias centrales y privilegiadas en el accionar de los distintos organismos de protección de derechos -aun cuando se dispongan de muy escasos y poco diversificados recursos para ello-, sino que también casi con exclusividad se dirigen a la madre de los niños y niñas. De este modo, “apuntalar a la madre”, “enseñarle a ser mamá”, generar en la madre una disposición para el cuidado adecuado, o bien, en términos más actuales, “empoderar a la mamá”, son estrategias que los y las agentes institucionales mencionan de continuo y se esfuerzan en llevar adelante. Tales agentes, como ha analizado Barna (2015), se encuentran atravesados/as por precarizaciones diversas. Además, el trabajo con niños, niñas y familias en situaciones de desigualdad estructural los lleva a recrear particulares sentidos con los que dotan a su tarea, entre los que predominan los componentes de afectividad, compromiso y angustia (Llobet y Villalta, 2019), y ello, entre otras cosas, los conduce a metaforizar en términos bélicos su trabajo cotidiano y a hacer uso recurrente de la elocuente expresión “estar en la trinchera”. Así, muchos y muchas de ellos/as, movidos por un compromiso político y militante con la causa de los derechos de los niños y niñas, intentan acciones y elaboran estrategias de abordaje diversas. No obstante, en muchas ocasiones, su mirada pareciera permanecer atada a una visión idealizada de infancia o de familia, y así quedan envueltos en dilemas morales de difícil resolución, que además les generan fuertes dosis de desazón y frustración. La idea de que “a esa familia se le dio todo” e igual la intervención fracasó, o bien el hecho de sentirse estafados, defraudados o engañados por el o la adolescente en cuestión, o por la familia que no les cuenta toda la verdad o bien les “miente descaradamente”, son sensaciones recurrentes en este ámbito institucional.
Las acciones que se despliegan tienen así un claro sesgo pedagógico y moralizador, y si bien no comparten ya el ideario maternal de principios de siglo XX, se caracterizan, no obstante, por postular una serie de conductas y de demostraciones de afecto que las madres deben desarrollar en relación con sus hijos para ser consideradas como tales. Si no los cumplen, si los cumplen parcialmente o si sus comportamientos divergen en demasía de las expectativas institucionales, las mujeres/madres serán clasificadas como “cómplices” o “encubridoras”, “pasivas”, “negligentes”. Además, en muchos casos, las niñas como Anyeli no solo han sido separadas de su medio familiar porque, en última instancia, su madre no resultaba una garantía para proveer cuidado y brindar protección; sino que también en los ámbitos institucionales en donde crecen y son “protegidas” son preparadas para cumplir con las expectativas de género que, por su clase social y su experiencia de vida, se tiene de ellas.
Por otra parte, en muchos de esos lugares -llamados hogares convivenciales o casas de abrigo- se desarrollan variedad de microprácticas tendientes a menoscabar la autoridad materna y/o a fragilizar el vínculo con la familia de origen (Ciordia y Villalta, 2012), proceso que ha sido estudiado como dekinning (Fonseca, 2011) y que ha contribuido a la producción de niños y niñas adoptables (Leinaweaver, 2009; Ciordia, 2014). Se despliegan así una serie de microviolencias, basadas en regímenes de género (Rodríguez Gustá, 2008), que son legitimadas a partir de determinadas imágenes sobre las cualidades y relaciones de los géneros y la clase social.
Familiarización y maternalización se conjugan así, de manera tensa, contradictoria a veces, pero muchas más veces complementaria, con otra operación presente en las prácticas desplegadas en este campo institucional: la individualización y psicologización.
Si la familia -nuclear, conyugal, cerrada sobre sí misma, corresidente, heterosexual- fue transformada en el locus por excelencia para la crianza de los niños/as, y para su adecuado crecimiento y desarrollo, hacia mediados del siglo XX -a partir de la emergencia de un modelo psicologizado de crianza (Cosse, 2010; Macchioli, 2003)- también fue considerada responsable principal del bienestar psi de niños y niñas. En efecto, la estabilidad familiar, el desarrollo de adecuados roles parentales y los postulados de la “teoría del apego” (Bowlby, 1982 citado en Hays, 1997) fueron tópicos centrales de un discurso que, haciendo hincapié en la adecuada estructuración psíquica del niño buscaba, a la par que generar bienestar, economizar intervenciones, evitando los “males” que esos sujetos padecerían y/o protagonizarían en su adultez.
Los discursos sobre la crianza, como plantea Marcela Borinsky (2005), viraron desde el determinismo biológico -para el cual las conductas y patologías infantiles eran producto de la herencia- a un determinismo psicológico según el cual las conductas, los trastornos y enfermedades de los niños eran producto de conflictos psicológicos en los cuales los padres -y en particular la madre- cumplían un papel central. Un movimiento que, no obstante, como advierte Isabella Cosse (2010), impulsó cambios más bien discretos en la normatividad familiar, y el mandato maternal fue reconfigurado en lugar de abiertamente impugnado.
Así, la aspiración a la modernización ligada a lo psi (Cosse, 2010) contribuyó a que la psicologización de las intervenciones sociales sobre la infancia y la adolescencia se desplegara en diferentes áreas y planos. El saber experto que prometía elucidar la “no transparencia infantil” y venía al auxilio de educadores, maestras, juristas, y de madres y padres -que buscaban los conocimientos que asegurarían el buen desarrollo de los hijos- extendió diversas claves conceptuales que terminaron siendo parte del sentido común de este campo institucional (Llobet, 2013).
Esta cuestión incidió fuertemente en la construcción del valor de la “buena crianza” que, tal como han mostrado distintas etnografías desarrolladas en diferentes lugares institucionales y contextos locales y regionales -desde salas de neonatología y hospitales, hasta hogares convivenciales y servicios de protección de derechos-, se liga de manera idealizada al ejercicio de una parentalidad intensiva, emocionalmente envolvente, centrada enteramente en el niño y orientada por especialistas (Barna, 2015; Colangelo, 2015; Grinberg, 2016; Amorim, Alves, Baía y Silva, 2017; Papadaki, 2017; Larrea, 2021).
En buena medida, los paradigmas interpretativos basados en un saber psi refinaron y especificaron la lente para las evaluaciones y ponderaciones realizadas sobre la calidad de los vínculos en los que están insertos niños y niñas. Asimismo, según el planteo de Valeria Llobet (2013) -quien retoma los postulados de Nikolas Rose (1999) y de Nancy Fraser (1989)-, la psicologización permitió despolitizar problemas sociales y recrear lecturas reduccionistas y deterministas al considerar, por ejemplo, al delito adolescente como un “síntoma”, y opacar en tal interpretación las condiciones sociales, culturales, materiales y a las redes de relaciones sociales y de poder en las que los adolescentes infractores o en conflicto con la ley penal están insertos. Una psicologización que, hacia fines de la década de 1990, llevaba a decir a los agentes de los juzgados nacionales de menores -tal como referían en la indagación etnográfica que realicé allí (Villalta, 2004)- que los jueces se transformaban en “juezólogos” porque no eran ni jueces ni psicólogos.
A la par de la diseminación de esta particular grilla de inteligibilidad, hacia fines del siglo XX -como señalaron Fonseca y Schuch (2009)-, se asistió a una progresiva individualización de la discusión sobre los derechos de los niños. Así, como plantean las autoras, si los Congresos Panamericanos del Niño promovieron la creación de un aparato estatal de atención a los niños y sus familias, hacia fines del siglo, la tríada Estado-familia-infancia pasa a ser sustituida por un foco en el niño como “sujeto de derechos” y por la internacionalización de la idea de “infancia universal”. Un proceso que ha universalizado los derechos de niños/as y adolescentes, pero no las condiciones para el acceso a esos derechos. Y ello redundó en la profundización de una lente individualista e individualizada que permitió la proliferación de diferentes culpabilizaciones. Principalmente, hacia la familia de los niños, cuestión que -como advirtieron Fonseca y Cardarello (2005)- se verifica en el paso del registro burocrático de “problemas socioeconómicos” como uno de los principales motivos de intervención, hacia la categoría de “padres negligentes” para dar cuenta de las razones de esas mismas intervenciones. De tal manera, como Julieta Grinberg (2010) ha analizado para nuestro contexto local, las situaciones de vulneración de derechos se recortan en tanto omisiones o faltas de los/as progenitores/as y tienden a ser leídas a través de la lente del “maltrato infantil”.6 Una categoría expansiva y maleable usada para englobar una diversidad de situaciones y que, al tener la capacidad de enfocar y construir a un “niño/a víctima”, condensa y amplifica la particular emocionalidad ligada a la infancia -el estupor, la indignación, la abyección que generan determinados malos tratos hacia los niños/as- y es propicia al proceso de individualización de los problemas sociales.
Así, tal como diferentes investigaciones relativas a las dinámicas cotidianas del campo institucional destinado a la protección de derechos de los niños, niñas y adolescentes, el foco se coloca sobre las familias, obviando los contextos que constriñen o condicionan el desempeño de la parentalidad y que afectan las posibilidades reales de cumplir con los roles y expectativas socialmente asignados (Villalta y Llobet, 2019; Villalta y Herrera, 2020). La familia termina siendo principio explicativo y razón de la intervención, y también causa y consecuencia de ella (Villalta, 2004; Medan, Llobet y Villalta, 2019).
Esta lógica, con variantes y matices, también puede ser identificada en las acciones institucionales orientadas a lograr la “responsabilización” adolescente e incluso en aquellas estrategias que ponen en primer lugar el valor de la “autonomía progresiva”. Por un lado, porque en las intervenciones destinadas a tratar con adolescentes infractores o presuntos infractores prevalece la idea de una “transformación subjetiva” (Schuch, 2009; Llobet, 2013; Medan, 2017). Así la individualización en la interpretación de los problemas o conflictos en los que están insertos los adolescentes y la responsabilización como meta de las estrategias de abordaje nortean las intervenciones, aun cuando las acciones desplegadas operan de maneras imperfectas y dialogan de manera tensa con el ideal del management de sí (Rose, 1999), en tanto se imbrican de maneras complejas con tradiciones institucionales, rutinas burocráticas y expectativas tradicionales asociadas a los y las jóvenes y a su “buen comportamiento”. Así, las acciones que se despliegan -orientadas a que los y las adolescentes logren una transformación de sí, generen un “proyecto de vida”, sean “responsables” y se “empoderen” para gerenciar sus propios destinos- aparecen recubiertas de matices locales, como ha sido documentado etnográficamente, y en algunos casos son objeto de impugnación y de negociación y en otros están movidas por lógicas punitivizantes e inquisitivas.
Como ha demostrado Florencia Graziano (2017), en el ámbito de la justicia nacional de menores, los pequeños juicios de los que son acreedores los y las adolescentes se basan en evaluaciones morales, expectativas sociales y categorizaciones de larga data que son activadas de manera estratégica por las agentes institucionales y que varían situacionalmente. Así se desarrollan acciones motivadas por la pretensión de lograr una “escenificación del cambio” y de conseguir una “docilidad estratégica” que permita componer una resolución de la causa judicial. Estas acciones, si bien divergen de las apuestas a la “autonomía juvenil” preconizadas por los discursos más novedosos, son, no obstante, soluciones individualizadas en las que el cambio a lograr reposa, en última instancia, en la capacidad individual de los y las jóvenes para conseguirlo. Se trata de intervenciones orientadas por una “pedadogía de la conversión” (Das y Poole, 2008) que contiene un fuerte tono correctivo.
Esta individualización también resulta evidente en el caso de las políticas de acompañamiento del egreso y “transición hacia la vida autónoma” de adolescentes y jóvenes que han vivido durante mucho tiempo en instituciones convivenciales. De hecho, al analizar las prácticas que se desarrollan en muchos de esos dispositivos se observa la prevalencia de una lente moralizante y disciplinante que, por ejemplo, considera a la educación solo como una obligación que tiene por meta formar a los jóvenes para empleos de baja jerarquía, y que se encuentra atravesada por una particular perspectiva de género, ya que en algunos “hogares convivenciales” para las jóvenes -tal como nos contaban Anyeli y otras adolescentes- aun actualmente la expectativa es que sean empleadas domésticas o niñeras. Una lente individualizante que hace reposar la posibilidad de tener un “buen egreso” -esto es, de que el o la adolescente cuando cumple 18 años pueda desenvolverse exitosamente de manera autónoma sin tener que recurrir a la institución- en las condiciones subjetivas y en la capacidad individual de los/as jóvenes y eventualmente de sus referentes (Villalta y Borzese, 2020).
A su vez, resulta interesante notar que esos procesos de individualización en la interpretación de los problemas sociales también incrementaron las evaluaciones signadas por la lógica de “persecución del culpable” (Villalta, 2013). Y así, tal como ha planteado Schuch (2009), se caracterizan por depositar en los agentes individuales que conforman las políticas y los dispositivos jurídico-burocráticos destinados a la infancia y la adolescencia, la culpa por el “fracaso” o el “éxito” de las intervenciones. De este modo, al despolitizar y opacar las condiciones estructurales, los modos de gestión de la infancia y la adolescencia enfatizan cada vez más la relación personal con los y las adolescentes que exige el compromiso personal y la disposición emotiva de los agentes institucionales. Un compromiso que es esencial y que muchas veces hace la diferencia, fundamentalmente para los niños/as y adolescentes que son obligados a recorrer este campo institucional, pero que no debería quedar atado solo a la voluntad de una “tía” de la institución que trate bien a las y los jóvenes o les enseñe su legajo.
La familiarización y la maternalización de la gestión de la infancia, tanto como la individualización y psicologización de las intervenciones aquí descritas son algunos de los rasgos centrales y persistentes que ha sido posible identificar en diferentes dinámicas cotidianas de intervención institucional estudiadas y etnografiadas en los últimos años por investigadores e investigadoras de nuestra disciplina. Tales rasgos, que son construcciones analíticas para nombrar y conceptualizar algunas de las regularidades más evidentes en este campo institucional, no deberían servir para clausurar la indagación y la explicación mediante el recurso de rotular sin más lo que allí acontece. En otras palabras, si la maternalización y la psicologización, tanto como la individualización y familiarización, son características persistentes que han operado reordenando intervenciones y construyendo objetos y problemas a ser abordados, identificarlas no nos exime de continuar interpelando y problematizando las formas locales en las que se presentan, las coloraciones y contornos específicos que adquieren y las razones de su existencia y las condiciones profundas de su perdurabilidad. Por otro lado, si bien se trata de rasgos que permiten apreciar la profundidad histórica de determinados esquemas conceptuales que aun actualmente son usados por diferentes agentes institucionales para aprehender y construir el objeto de su intervención, no agotan la diversidad de sentidos, valores y categorizaciones que tales agentes ponen en juego en cada una de sus estrategias de intervención y que se imbrican de diferentes maneras con el quehacer institucional y con las claves de lectura que en cada momento sociohistórico y al calor de las demandas, cuestionamientos y denuncias que vierten distintos actores sociales y políticos, se construyen respecto de los problemas asociados a la infancia “desamparada”, “pobre”, “desprotegida” o con sus “derechos vulnerados”.
En efecto, a partir del estudio de las formas de regulación estatal del parentesco, la familia y la niñez, de las maneras en que esas regulaciones fueron impugnadas o abiertamente contestadas, y de la descripción densa y situada de las interacciones producidas entre agentes institucionales diversos y niños, niñas, adolescentes y sus familiares se ha conformado un potente campo de estudios que ha permitido deshomogeneizar las visiones monolíticas acerca del Estado y de sus instituciones, retomando para ello diferentes aportes de la antropología política (Tiscornia, 2004; Muzzopappa y Villalta, 2011). Estudios realizados desde un enfoque etnográfico que también se han caracterizado por desarmar una serie de a prioris teóricos que, usados de manera banal, conducían a encorsetar y esquematizar la complejidad de la realidad social, antes que a explicarla y comprenderla.
Por ello, esta síntesis de algunas de las principales características de este campo de intervenciones, lejos de tener por objetivo presentar una lectura reduccionista de los procesos que tienen lugar en él, buscó ofrecer un panorama de las principales contribuciones que en los últimos años han permitido construir coordenadas conceptuales y metodológicas que resultan esenciales para continuar construyendo conocimiento crítico sobre las dinámicas de intervención estatal en el campo del parentesco, la infancia, la adolescencia y la familia. Un campo de estudios que, mirado en perspectiva, permite advertir la potencia de un trabajo comenzado hace muchos años orientado a interrogar lo evidente, documentar lo no dicho y problematizar las condiciones sociales que hacen posible la perpetuación de injusticias, de tratos arbitrarios, de categorías estigmatizantes y de decisiones que -amparadas en una retórica de hacer el bien- redundaron y redundan en dosis variables de sufrimiento. Este trabajo ha permitido hurgar en los modos de racionalización de las relaciones de poder que dan vida a este particular dominio de intervenciones sociales e institucionales para procurar iluminar el revés de la trama, y entablar así diálogos con quienes lo construyen día a día y se esfuerzan por transformarlo a fin de ampliar y efectivizar los derechos que son reconocidos a todos los niños, niñas y adolescentes.
Agradezco a Virginia Manzano, Cecilia Benedetti, Julieta Grinberg y María Florencia Graziano por la invitación para escribir en este dossier.
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[1] . Este campo institucional —como construcción analítica (Bourdieu y Wacquant, 2005)— comparte contornos, pero también desborda a aquello conocido en la actualidad como “Sistema de Protección Integral de Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes”, que es, ante todo, una construcción normativa pautada en la Ley Nacional N° 26.061 (2005). En tal sistema, los organismos administrativos locales de protección de derechos son idealmente su boca de entrada y sus dinamizadores, y se encuentran facultados para tomar las medidas de protección y de protección excepcional de derechos (separación de niños/as de su medio familiar) que hasta hace 15 años adoptaba el Poder Judicial por medio de sus juzgados de familia o de menores, según la jurisdicción. Los hogares convivenciales forman parte también de este campo institucional, y son variados y heterogéneos. En su mayoría se trata de entidades privadas (organizaciones sociales, no gubernamentales y/o eclesiales) que mantienen convenios con los estados locales. Según el último relevamiento oficial de 2017, 8384 niños/as y adolescentes vivían en ese tipo de dispositivos residenciales y 1364 en dispositivos de tipo familiar, como familia de acogimiento (SENAF/UNICEF, 2018). Vinculado a ese sistema, aunque en ocasiones menos de lo que algunos/as agentes y activistas querrían, se encuentra el campo penal juvenil (Medina, 2019), constituido por los organismos específicos que se encargan de la persecución y reproche penal de los adolescentes punibles acusados de la comisión de un delito, y de la administración de las medidas que la justicia ordena y que constituyen su tratamiento. Tal como hemos planteado en otros trabajos (Villalta, 2013), es posible considerar analíticamente a todos estos dispositivos jurídico-burocráticos como parte de un mismo campo institucional, aun cuando cada uno tenga especificidades que lo distinguen y singularizan.
[2] . En este paradigma, niñas y niños son vistos como “receptáculos” vacíos que solo reciben las enseñanzas del adulto que tiene por función “domesticar” o controlar una naturaleza que se asemeja a la “salvaje”. Este enfoque alimentó los discursos escolarizantes y civilizatorios que acentúan la falta y la irracionalidad infantil. Así, desde una perspectiva funcionalista, se generó un estereotipo generacional que inferioriza a los niños/as, los coloca en una posición de marcada subordinación, y los considera solo como receptores pasivos y meros reproductores del orden social. La sociología y la antropología de la niñez, por el contrario, han problematizado y cuestionado estas premisas y demostraron que niños y niñas en contextos histórico-políticos particulares e insertos en diferentes redes de relaciones sociales y de poder despliegan diferentes formas de vivir sus infancias, y en ese proceso tanto se reproduce cuanto se transforma el orden social (Pávez Soto, 2012). Por ello, la socialización puede ser considerada como bidireccional y no solo unidireccional desde la persona adulta hacia las niñas y los niños.
[3] . En su célebre obra, Jacques Donzelot plantea que, en el caso francés, ese proceso se diferenció en términos de clase social. Para las familias burguesas, se impulsó una alianza estratégica del médico con las madres centrada en la calidad de la crianza y la producción de niños saludables. Para las clases populares, el disciplinamiento promovió campañas de legalización de los matrimonios, enfatizó la necesidad del cuidado materno y desarrolló estrategias de nuclearización de la vivienda.
[4] . Esta maternalización por la cual el Estado interpelaba a las mujeres casi exclusivamente como madres, también dio origen al denominado “maternalismo político”, por el cual los activismos de mujeres demandaron mayores derechos y lugares en la esfera pública (Nari, 2004).
[5] . Las formas que revistió la violencia sobre los niños y niñas, hijos/as de los desaparecidos y presos políticos, desarrollada por el terrorismo de Estado durante la última dictadura militar argentina fue un tema que hemos trabajado extensamente en nuestro equipo de investigación. Las formas extraordinarias que asumió esa violencia posibilitaron analizar las tramas burocráticas preexistentes en las que se asentó (Villalta, 2012, 2018) y también las tramas generadas por el activismo y la acción política que posibilitaron construir a la apropiación criminal de niños en un “acontecimiento político” (Villalta, 2010; Regueiro, 2013). Asimismo, los efectos de esa violencia permitieron profundizar el análisis sobre las tensiones en las que se realiza la inscripción burocrática de la filiación en contextos de violencia estatal (Martínez, 2004, 2010). Mientras que los análisis sobre la construcción del “derecho a la identidad” de los niños/as y sobre los modos en que la labor desplegada por Abuelas sensibilizó a la sociedad, permitieron etnografiar el surgimiento de activistas por el derecho a conocer los orígenes (Gesteira, 2014, 2016).
[6] . La noción de “maltrato”, como ha dicho Grinberg (2010), resulta sumamente elástica, tanto que también ha sido utilizada para procurar visibilizar vulneraciones de derechos que hasta hace unos años no eran connotadas como tales. Así, por ejemplo, en 2019, el Consejo de Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires organizó una jornada de discusión para debatir el tema del derecho a la identidad en la gestión de la adopción de niños en la actualidad a la que fui invitada a dar una conferencia. La forma en que eligieron titular la jornada no dejó de sorprenderme y en cierta medida inquietarme: “Ocultamiento en la adopción, apropiación y sustracción de la identidad como formas del maltrato infanto-juvenil”.
[7] Financial disclosure Este trabajo se desarrolló con el financiamiento de la Secretaría de Ciencia y Técnica de la Universidad de Buenos Aires, UBACyT 20020170100527BA, “Burocracias y derechos: activismo jurídico-político en el campo institucional de administración de la infancia, la familia y el parentesco”, Grupos Consolidados, Período 2018-2021, del cual soy directora, y como parte de mis tareas de investigadora de la CIC de Conicet.