0000-0001-7817-3460 Hernán Schiaffini[1][*]
Contributions for a history of the “indigenous community” in the northwest of Chubut, Argentina
Contribuições para uma história da “comunidade indígena” no noroeste de Chubut, Argentina
Partimos de una constatación: hasta mediados de la década de 1980, el término “comunidad” no se utilizaba comúnmente en Chubut para referirse a las formas políticas indígenas, ni al paraje o al lugar de residencia de las familias indígenas ni a un sujeto de derecho colectivo.
De hecho, hallamos entre las páginas de La Chispa, un periódico anarquista que Osvaldo Bayer dirigió en Esquel entre 1958 y 1959, el tratamiento, investigación y denuncia de un conflicto territorial acontecido en Cushamen, una de las zonas de mayor población originaria de la provincia. En ninguna de sus páginas, el autor hace referencia a una “comunidad”.
Treinta y ocho años más tarde, en 1996, el entonces presidente Carlos S. Menem aterrizó en el mismo lugar para anunciar un “Plan de regulación de tierras fiscales” que implicó la mensura de varios territorios “comunitarios”. En ese marco, el diario El Oeste de esas fechas habló profusamente de “comunidades”: contabilizamos 48 apariciones de esa palabra en un plazo de 14 días alrededor de la visita presidencial (Schiaffini, 2020).
La primera aparición del término en los diarios del noroeste del Chubut la encontramos en 1985, en el marco de la sanción de la ley 23.302. Hoy en día “comunidad” es una palabra que cualquier persona vinculada al mundo indígena utiliza como parte de su vocabulario.
¿Qué fenómenos se sucedieron entre fines de la década de 1950 y mediados de la de 1980 para que se articulara la aparición de dicho término? ¿Qué procesos posibilitaron la constitución del significante comunidad para referirse a una porción del mundo indígena? ¿Es posible historizar la noción de comunidad en la región noroeste del Chubut?
Vamos a sostener que entre 1958 y 1996 se produjeron en la región chubutense (como parte de la Patagonia y dentro de la formación económico-social argentina) transformaciones en las dimensiones económicas, políticas, legales y demográficas cuya repercusión en la configuración de nuevas experiencias y acumulaciones sociales, posibilitaron la emergencia de la “comunidad” en tanto forma político-jurídica.
Una de las diferencias, entonces, entre los hechos de 1958 y los de 1996 es que en medio se configuró a la “comunidad” mapuche como entidad político-jurídica. Vamos a sugerir que el acontecimiento (Braudel, 1968) de la visita presidencial está inmerso en el marco de una coyuntura signada por la constitución de la “comunidad” mapuche como síntesis de los diversos procesos de acumulación social activos en esos territorios.
Nuestra metodología se apoya en tres patas: la indagación documental y hemerográfica, que nos permite fechar las apariciones/ausencias del término “comunidad” en la prensa local; la revisión de datos censales y bibliografía sobre historia de la Patagonia; y el análisis de casos etnográficos descritos en diferentes trabajos académicos, algunos de autoría propia. El cruce de estos tres aspectos nos permitirá sostener la hipótesis enunciada.
Entre 1958 y 1959 Osvaldo Bayer vivió en la ciudad de Esquel, contratado por Luis Feldman Josim1 para trabajar en el Esquel, un diario local. Pero Bayer rompió rápidamente con el editor para pasar a imprimir su propio periódico: La Chispa, un medio abiertamente anarquista y que se declaraba “Contra el latifundio- Contra el hambre- Contra la injusticia”.
La Chispa tuvo ocho números quincenales, varios de los cuales siguieron un conflicto de tierras en la localidad de Cushamen, donde un grupo de comerciantes de Esquel intentó apropiarse de un predio en manos de una familia indígena. La Dirección Nacional de Tierras reconocía a Rafael Nahuelquir, descendiente directo de Miguel Ñancuche Nahuelquir (líder a quien el Estado reconociera las 125.000 hectáreas de la Colonia Cushamen en 1884) la titularidad del lugar. Fallecido Rafael Nahuelquir, el predio quedaba en sucesión para su viuda y sus hijos, algunos menores de edad. Mediante una intervención fraudulenta en la sucesión del terreno, los comerciantes y el tasador pedían ejecutar un desalojo para cobrar supuestas deudas que los pobladores sostenían con ellos.
Si bien se podría decir mucho sobre este caso, aquí nos interesa que el propio Osvaldo Bayer, desde un medio independiente de izquierda anarquista, que toma este caso con objeto de denunciar los atropellos que sufre la población indígena2 y sigue la secuencia durante varios números, no utiliza en ningún momento el término comunidad para referirse a Cushamen, ni la palabra mapuche para designar a los pobladores del lugar. Se habla de “tribu”, de “familia aborigen”, de “colonia”; no de “comunidad mapuche”.
En octubre de 1996, el entonces presidente Carlos Menem aterrizó en un helicóptero en la Comuna Rural de Cushamen. Al descender lo esperaba “una comitiva de un centenar de jinetes mapuche” que lo acompañaron al galope hasta el palco, donde se desarrolló un acto con discursos, entrega de presentes y anuncios de regulación territorial. Los diarios nacionales de la época describen así el momento:
Montado sobre un caballo criollo tordillo llamado Pehuén, el jefe de Estado ingresó a Cushamen escoltado por un centenar de jinetes mapuche portadores de la Bandera Nacional y la de ese pueblo aborigen que lleva los colores azul, blanco y amarillo con una reproducción de una flecha negra en el centro. […]
El presidente compartió el palco con el anciano mapuche Demetrio Miranda, quien pronunció un breve discurso en su lengua.
Menem dijo estar contento de volver al país real que me vio nacer (sic) y expresó: en 1989, cuando llegamos al gobierno, la Argentina estaba en el puesto número cien en el concierto de las naciones del mundo y en 1996 ya está en el puesto diecisiete. Este presidente quiere prometer que cuando termine su mandato el país estará, como en 1995, entre las diez mejores naciones de la Tierra.
Durante el acto, se firmaron varios convenios. Entre ellos el que pondrá en marcha la verificación de ocupación de tierras en las colonias aborígenes para proceder a la mesura de los lotes fiscales y entregar los títulos de propiedad. (Diario La Nación, 26-10-1996)
Por su parte, el enviado de Clarín narraba:
BARILOCHE (Enviado especial). Carlos Menem llegó ayer al galope al pueblo mapuche de Cushamen, montando un caballo blanco y envuelto en un poncho tehuelche. Marchaba al frente de un centenar de jinetes indios que habían ido a buscarlo al pie del helicóptero. En Cushamen, Menem fue recibido con el rango de “cacique mayor” y los ancianos de la tribu rezaron al Padre Grande, Füta Chao, para que el Presidente “se llene de sabiduría y reciba la fuerza mapuche”. Menem y los mapuche estaban locos de contentos. El Presidente, porque tantos halagos le hacían olvidar, al menos por un rato, la pelea con el ex ministro Domingo Cavallo y otras noticias que lo tienen preocupado y con pocas ganas de hablar con los periodistas. Y los indios, porque a partir del mediodía de ayer se convirtieron en dueños legales de las tierras que ocupan desde siempre. (Clarín, 26-10-1996)
La visita del presidente había sido preparada con varias semanas de antelación y la prensa local hacía referencia a ella al menos desde veinticinco días antes:
El acto estuvo marcado por una serie de escenificaciones (Ramos y Rodríguez, 1998), algunas de las cuales estuvieron incluso alejadas del palco central. El diario El Oeste señalaba en su edición del 26 de octubre que los mapuche, tras haber realizado una ceremonia la madrugada del 25 “a la antigua usanza de sus antepasados”, también enterraron medio trawil 3 en la sede de una cooperativa mapuche, con la intención de entregar la otra mitad como obsequio al presidente.
El motivo de la visita oficial fue el anuncio de un plan de regulación de tierras fiscales que implicaría la mensura y entrega de títulos para los pobladores de la zona. La iniciativa estaba a cargo del Ministerio de Desarrollo Social, y su titular en ese momento, Eduardo Amadeo, estuvo presente en el acto, al igual que el gobernador de la provincia, Carlos Maestro (de la Unión Cívica Radical).
Como parte del evento se preparó la asistencia de ciudadanos chubutenses de distintas ciudades. Los periódicos de los días previos señalan las diferentes convocatorias para llegar al lugar. Organizaciones políticas y sociales aportaron medios de transporte desde distancias en ocasiones superiores a los 600 o 1000 kilómetros, como para quienes provenían de Trelew o de Comodoro Rivadavia. Personalmente, llegué a vivir a Esquel en diciembre de 1996, siendo un adolescente, y todavía se hablaba de la visita del presidente y de los colectivos que habían salido desde allí, distante a unos 150 kilómetros de Cushamen.
La nota disonante la dio la Organización de Comunidades Mapuche-Tehuelche “11 de Octubre” que, creada pocos años atrás en la ciudad de Esquel, se trasladó a Cushamen a expresar su rechazo a la visita de Menem, en franca desventaja numérica.
En la época en que Menem visitó Cushamen, la antropología argentina estaba profundizando sus estudios sobre las poblaciones mapuche, en un contexto de marcos teóricos renovados y orientaciones científicas que intentaban romper con las tradiciones instaladas durante la dictadura militar.4
Los problemas vinculados a la identidad étnica, las luchas territoriales, los procesos de construcción de “aboriginalidad” y los conflictos asociados a los reclamos mapuche se desarrollaron ampliamente desde entonces. Los trabajos señeros, desarrollados fundamentalmente en Neuquén y Río Negro, fueron llevados adelante por Alejandro Balazote y Juan Carlos Radovich (1995), así como por Claudia Briones en el mismo lapso (Olivera y Briones, 1987; Briones, 1994, 1996).
También se desarrollaron espacios de investigación relevantes en universidades patagónicas. Entre ellos contamos los representados por Mónica Bendini y Pedro Tsakoumagkos (1993) así como Bendini, Tsakoumagkos y Nogués (2005). También los de Díaz (1997) y Díaz y Alonso (1997). Estos últimos tuvieron lugar en Neuquén, y estuvieron fuertemente orientados al análisis de los procesos productivos agropecuarios y la pequeña ganadería “criancera” y trashumante los primeros; más cercanos a las problemáticas de la educación intercultural bilingüe los segundos.
A finales de la década de 1990 y comienzos de los 2000, importantes aportes realizados por autores como Ana Ramos (2010) y Walter Delrio (2005a, 2005b) ampliaron estos avances no solo en la escala geográfica (puesto que focalizaron su atención en la provincia del Chubut, hasta entonces muy poco estudiada), sino también en cuanto a las temáticas abordadas: los lazos de parentesco y su participación en la construcción de identidades comunes, o los casos históricos de reasentamiento protagonizados por los colectivos indígenas después de los procesos genocidas llevados adelante por el Estado argentino.
En los últimos años, varios trabajos han enriquecido estos desarrollos de la mano del crecimiento de algunos equipos de investigación en Río Negro, Neuquén y Chubut. Entre ellos debemos mencionar, en la costa chubutense, a Vezub y Mazzalay (2016), Vezub y de Jong (2019) y Pérez (2015), dedicados al análisis de fuentes históricas y testimonios actuales; y en la cordillera rionegrina a Kropff (2005), Pérez (2018) e Iñigo Carrera (2020), tanto en cuestiones vinculadas a la historia de las formaciones políticas como también a las dinámicas actuales de conflicto territorial. Desde Buenos Aires, Valverde (2013), Trentini (2012) y Lenton (2005, 2010) han avanzado en distintas direcciones en torno de las políticas públicas, los parques nacionales y los conflictos territoriales.
En el ámbito de los estudios sobre las “comunidades” indígenas, Cañuqueo (2015) y Cañuqueo, Kropff y Pérez (2015) han abordado procesos de “comunalización” desde la perspectiva de Brow (1990) y las influencias de las políticas estatales de reconocimiento. Tozzini (2006, 2010) analizó procesos de autoidentificación en el marco de conflictos territoriales y burocracias estatales. Por su parte, Briones y Ramos (2016) han compilado un relevante libro en torno de las dinámicas del parentesco y la política en la construcción de identidades grupales.
Por nuestro lado avanzamos en la caracterización conceptual y concreta de la “comunidad mapuche” (Schiaffini, 2017a, 2017b), donde planteamos que la comunidad se estructuraba a la manera de un significante flotante: era un elemento que permitía la sutura de una serie de dimensiones simbólicas. El significante comunidad se convertía así en el elemento que mantenía unidos, por lo menos, al parentesco, el trabajo, el autogobierno, la territorialidad y la ritualidad colectiva. Y los contenidos que asumía (y asume) la comunidad, los asumía como producto de las pujas y disputas internas y externas en que se constituía.
Desde nuestra perspectiva, entonces, la comunidad indígena es un significante que designa a un entramado suprafamiliar que articula las dimensiones propias de la reproducción de la vida cotidiana con las instituciones del mercado y el Estado. A la vez, funciona como un dispositivo de identificación (Laclau, 2013) que, además de construir los límites imaginarios de un otros/nosotros, interpela y resulta interpelado en términos legales y políticos.
Esta formulación, que sostenemos, requería ser históricamente situada y puesta en relación con los contextos en que se desarrolló. La comunidad no es una entidad omnipresente ni ahistórica, sino que se corresponde con el desarrollo de determinados procesos sociales que era necesario periodizar. Publicamos este intento en la revista Pilquén (2020), donde pudimos demostrar que en el noroeste de Chubut al menos, el uso del término “comunidad” era virtualmente inexistente en la prensa hasta bien entrada la década de 1980. Y de hecho, la multiplicación de dicho término (así como la desaparición de otras denominaciones previas) se producía, hacia mediados de la década de 1990, muy vinculada a la visita presidencial con la que abríamos este artículo. Ello no quiere decir que antes de la adopción del término “comunidad” no existieran entramados colectivos que viabilizaban los vínculos suprafamiliares, pero sí que posiblemente tuvieran características y condiciones de funcionamiento diferentes de las que podemos observar hoy en día.
La transformación de las formas políticas de las poblaciones originarias de la Patagonia se configuró en una interacción constante con el resto de los grupos sociales con los que convivieron y conviven, a menudo en el marco de relaciones asimétricas y desiguales. En este apartado daremos cuenta, muy sintéticamente, de los principales cambios en torno de la organización política que atravesaron estas formaciones sociales indígenas en los siglos XIX y XX.
En sus relaciones con las formaciones estatales (incas, ibéricas o criollas), las poblaciones originarias de la Patagonia mantuvieron una posición soberana (Bechis, 2010a) anclada en el control territorial y la toma autónoma de decisiones.
La estructura social de estos grupos, caracterizada por la segmentalidad y la desconcentración política, hacía que los diferentes segmentos que la componían se comportaran de manera relativamente independiente los unos respecto de los otros. Cada fracción era libre de asociarse o de establecer alianzas con otros grupos indígenas o criollos, sin que una autoridad superior pudiera impedírselo u ordenárselo, al menos formalmente. Tal característica se observó, por ejemplo, durante el llamado “período de Organización Nacional” (1852-1880), en el cual las diferentes parcialidades indígenas ordenaron parte de sus acciones sobre la base de sus alianzas con Rosas, Urquiza y las diferentes disputas de las guerras civiles criollas (Bechis, 2010b). Es el momento en que el Estado criollo se refiere a las formaciones políticas indígenas como “indios aliados” o como “indios salvajes”, de acuerdo con las perspectivas estratégicas.
Tal situación fue conceptualizada por Bechis (2010a) como parte de los “efectos sesgantes de las situaciones secundarias”: en contacto con una formación estatal, las unidades no estatales tienden a “tribalizarse” y a ubicarse en una posición periférica respecto del centro, desde donde emanan las tendencias y procesos predominantes que organizan ese tiempo y espacio.
Sostenemos la necesidad de tener siempre en mente el carácter de la situación secundaria de los procesos políticos, económicos, sociales e ideológicos que se van sucediendo en la historia de estos pueblos indígenas. [...] Sabemos que las sociedades araucanas y pampeanas estuvieron expuestas durante cuatro siglos a las influencias directas e indirectas sucesivas de los incas, los españoles y los criollos, todas sociedades estatales; mientras que las sociedades indígenas que nos ocupan fueron sociedades sin estado. (Bechis, 2010a, p. 53)
Pero esas dos características, soberanía política y situación secundaria, fueron abruptamente trastocadas tras la consolidación de la burguesía porteña: una vez saldadas sus disputas internas (con los caudillos provinciales y con sus propias líneas intestinas) y abiertos los mercados para la exportación de carnes congeladas, la “Generación del ‘80” concentró sus esfuerzos en la expansión territorial, la consolidación fronteriza y la modernización del Estado (Viñas, 2008; Halperin Donghi, 1980). Tal proceso se expresó, en las relaciones interétnicas en la Patagonia, en las “Campañas al Desierto”, inicio de un proceso que no se agotó en el ejercicio bélico sino que incluyó el manejo de la población doblegada mediante desplazamientos forzosos, deportación a campos de concentración y trabajo y el asentamiento de dispositivos permanentes de población y control policial en los territorios anexados (Mases, 2010; Nagy y Papazian, 2011; Pérez 2018).
Como ha demostrado Delrio (2005a, 2005b), los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX estuvieron marcados por los procesos de “retorno” y reasentamiento de las poblaciones indígenas en el territorio enajenado que encontraron después de la expropiación sufrida. Esto implicó muchas veces el arribo a territorios que antes no se habitaban, o se habitaban de otros modos y ahora se encontraban sujetos al control de agentes nuevos, como las policías fronterizas u otras personificaciones estatales (Pérez, 2018). En estos marcos, el Estado dialoga con “los caciques y su gente” y entrega tierras (solo en algunos casos) en calidad de reserva aborigen o colonia aborigen.
En paralelo, el desarrollo del polo económico de Punta Arenas imprimió desde el sur una fuerte impronta al territorio. Al funcionar como el único paso natural oceánico entre el Atlántico y el Pacífico, la región se tornó un eje económico muy dinámico vinculado al tránsito comercial, la pesca ballenera y la industria naviera. Las ovejas entraron por Punta Arenas a la Patagonia austral de la mano de compañías exportadoras e importadoras que rápidamente se harían de enormes extensiones de tierra en Santa Cruz y expandirían sus negocios a Chubut y Río Negro. Hasta la apertura del canal de Panamá, en 1914, todo el comercio mundial interoceánico tenía que pasar por Punta Arenas.
La crisis de Wall Street de 1929 fue otro factor que provocó transformaciones en las dinámicas productivas patagónicas. La disminución de los precios de los productos agropecuarios fue extrema, lo cual generó durante años grandes pérdidas incluso a empresas de gran escala (Minieri, 2006). También llevó a la ruina a muchas de las familias mapuche que se habían reasentado tras las campañas militares. La década de 1930 es recordada como una de gran crisis y pobreza en la memoria de los crianceros rurales (Delrio, 2005b; Schiaffini, 2017c).
Como respuesta el gobierno nacional, durante la década de 1930, se propuso y ejecutó la instalación de puestos aduaneros en la frontera cordillerana. Ello llevó a una profunda reorientación territorial, pues las aduanas cortaron antiguos circuitos comerciales transcordilleranos, forzando la salida de la producción hacia la costa atlántica o el norte pampeano. Este proceso se acompañó de una precaria integración ferroviaria (Navarro Floria, 1999). A partir de la década de 1950, junto con el proceso político-administrativo de provincialización, se transformarían estas condiciones de la mano de grandes obras de infraestructura y la consolidación de enclaves extractivo-productivos.
De modo que en el lapso de unas pocas décadas se trastocaron brutalmente las relaciones interétnicas entre los colectivos indígenas y los criollos. Si aun en los momentos en que las unidades originarias sostenían posiciones de relativa autonomía y soberanía estaban sujetas a las dinámicas que enmarcaban sus vínculos con organizaciones sociales más vastas, su inmersión en dichas dinámicas se tornaría mucho más pronunciada después de la desarticulación social y territorial sufrida a fines del XIX.
La formación económico-social argentina se caracteriza, al menos desde la segunda mitad del siglo XX, por tender a la progresiva desaparición de productores rurales, lo que en los censos agropecuarios se mide a través de la disminución en el número de establecimientos agropecuarios (EAP).
Año | 1960 | 1988 | 2002 | 2018 |
Número de EAP | 471.756 | 421.221 | 333.533 | 250.881 |
[i] Fuente: elaboración propia sobre datos de Slutzky (2011) y Censo Nacional Agropecuario 2018.
Tales guarismos adquieren en la Patagonia características específicas. En la historia reciente de los territorios patagónicos coinciden dos transformaciones en los planos político y económico hacia la misma fecha. Por un lado, la provincialización de los territorios nacionales (en Chubut, entre 1955 y 1958). Por el otro, la reestructuración de la economía local, con la entrada en crisis de la producción lanera, que comenzaría un ciclo decadente del que no podría recuperarse.
Navarro Floria lo pone en estos términos:
Sin abandonar del todo las tradicionales actividades agropecuarias, que como ya vimos continuaron ocupando la inmensa mayoría del suelo patagónico y una porción rápidamente decreciente de la mano de obra, la década del ‘60 marcó un punto de inflexión en la economía regional, relacionado con la aparición, en el primer plano nacional y mundial, de la cuestión energética. […]
Desde entonces, la ganadería ovina fue un sector en permanente crisis y en búsqueda de alternativas como, fundamentalmente, el aprovechamiento comercial de la carne. (Navarro Floria 1999, p. 229)
Al mismo tiempo, la región patagónica comenzó a crecer demográficamente con tasas superiores a la media nacional y su población se concentró en ciertas ciudades, lo que complementó el despoblamiento rural con el crecimiento desproporcionado de algunas urbes cruciales por su función económica o administrativa.
Neuquén pasó de 110.000 habitantes en 1960 hasta casi 400.000 en 1991; Río Negro, de unos 200.000 a más de medio millón; Chubut, de 140.000 a 360.000; Santa Cruz, de 53.000 a 160.000; Tierra del Fuego, de apenas 11.000 a 70.000. Este crecimiento cuantitativo no fue parejo, sino que reforzó concentraciones regionales y locales […]
La distribución de la población no desmiente sino que confirma la imagen de una región con poca cohesión interna y producto, más bien, de una suma de enclaves: político-administrativos, en las capitales provinciales; petroleros, en Cutral Co-Plaza y Huincul (45.000 habitantes) o en Comodoro Rivadavia (124.000); industriales, en Trelew (78.000) o en Río Grande (40.000); turísticos, como en San Carlos de Bariloche, la mayor ciudad rionegrina (78.000 habitantes). (Navarro Floria, 1999, p. 241)
De modo que al debilitamiento progresivo del sector agropecuario se suma la aparición de nuevos sectores dinámicos de la economía, junto con el crecimiento del empleo estatal y los servicios, lo que dio pie a la matriz que configura el producto bruto geográfico de regiones como el Chubut.5
En dicho contexto, las realidades indígenas atraviesan las tendencias que a nivel global marcan el pulso de todo el territorio. Lo que para algunos productores puede representar una disminución de sus recursos, para otros significa lisa y llanamente la quiebra o la necesidad de buscar ingresos extraprediales para complementar lo obtenido en las tareas rurales.
Si desde la década de 1960 ya se percibían esas presiones, en los años siguientes, las cosas no harían más que empeorar. Una vez más se verifica cómo los procesos internacionales, vinculados a mercados globales y tensiones geopolíticas, producen efectos concretos incluso en los más alejados parajes:
La rápida decadencia del stock ovino patagónico -de 75 millones de cabezas a principios de siglo, a 20 millones tras las grandes nevadas de los ‘80- y de la zafra -200.000 toneladas de lana a fines de los ‘60 a menos de la mitad en los ‘90- se aceleró en los años ’80. Durante esa década el stock ovino descendió 50% en el Neuquén, 30% en Río Negro, 20% en Chubut, 35% en Santa Cruz, 10% en Tierra del Fuego […] La Argentina pasó de contar con el 7% del stock mundial en 1945 al 2% medio siglo después. En este marco internacional desfavorable para el comercio de lana, el golpe de gracia lo dio el derrumbe económico de los países de Europa del Este en 1989, que dejaron de comprar provocando una gran acumulación de stock. Con el crecimiento paralelo de la producción china, los precios de la lana sufrieron una nueva caída a la mitad. […]
La consecuencia social más saliente de la crisis de la actividad ganadera en la Patagonia es el estancamiento -y en algunos casos la disminución absoluta- de la población rural en el área cordillerana de Río Negro y el Neuquén, en la Línea Sur rionegrina y en la meseta patagónica en general, y la migración de buena parte de esa población a los centros urbanos de la región, en condiciones de vida poco favorables. (Navarro Floria, 1999, p. 230)
Las transformaciones acontecidas en toda la región patagónica en los años del siglo XX se suman a los procesos acumulados en las décadas anteriores y reposicionan y constituyen nuevos sujetos sociales. En la segunda mitad del siglo XX, lo que parece primar es la decadencia de la producción agropecuaria y la migración hacia los centros urbanos (y debido a ello, el incremento de experiencias vinculadas a nuevos empleos, nuevas realidades y nuevos modos de organización). Años más tarde, los censos de 2001 y 2010 revelarían que más del ochenta por ciento de quienes se autoidentificaban mapuche residían en grandes centros urbanos.
En dicho contexto, entre fines de 1960 y 1970 se produjeron las primeras experiencias de organización etnopolítica bajo estas nuevas modalidades, no solo en la Patagonia sino en varios puntos del país. Estas articulaban identidades de diversos orígenes:
Pese al reiterado y sostenido esfuerzo de control por parte del Estado -tanto durante el gobierno militar como durante el gobierno peronista- de todo lo que se relacionara con la ingeniería social, estos años vieron también el surgimiento de las primeras organizaciones indígenas de afirmación y reivindicación étnica pública, en un nivel suprafamiliar, supracomunitario y, en varios casos, reuniendo representaciones de diferentes Pueblos. Así, por ejemplo, en 1968 se fundó el Centro Indígena en Buenos Aires; en 1970 se formó la Confederación Indígena Neuquina; en 1973, la Federación Indígena del Chaco y la de Tucumán; y en 1975, la Asociación Indígena de la República Argentina y su retoño -en los confines de la década y ya en dictadura- el Centro Kolla, ambos en Buenos Aires. (Lenton, 2010, pp. 71-72)
Es decir, el surgimiento de las organizaciones políticas indígenas y mapuche se correlaciona temporalmente con las transformaciones pos 1960 en la Patagonia, con la mayor incorporación de la experiencia urbana y la inclusión de formas de la política institucional, sindical y eclesiástica que intervenían en la constitución de una agenda renovada de reclamos indígenas. En las décadas siguientes, la construcción de nuevas organizaciones, como los Centros Mapuche o el Consejo Asesor Indígena (Kropff, 2005; Radovich, 2014) o el crecimiento de la Confederación Mapuche de Neuquén, aglutinarían tales reivindicaciones. Algunas de esas experiencias se sintetizarían en la ley 23.302.
Si en los “tiempos soberanos” de los pueblos originarios de la Patagonia se sostenían relaciones desde una “posición secundaria” con el Estado y los centros de poder, en la segunda mitad del siglo XX aparece una población indígena fuertemente subsumida a las dinámicas del capital y los diseños de la política estatal, que aprovecha las herramientas que la nueva situación pueda ofrecer para ampliar sus espacios de acción y reivindicación.
Y es recién en este contexto y a partir de la década de 1980 que la idea de “comunidad” (aborigen, indígena o mapuche) se constituirá en una de estas herramientas.
Construyendo una suerte de arqueología de la noción de “comunidad” aplicada al mundo indígena, Diana Lenton encuentra a fines de la década de 1950 la introducción de dicho término en los discursos de gestión estatal:
Por ejemplo, el discurso desarrollista de la segunda mitad del siglo XX focaliza especialmente en la posibilidad de modernizar al indio, abundando en imágenes comunes al discurso progresista liberal de mediados del siglo XIX. En cambio, el concepto de comunidad aborigen -sancionado junto con la ley 23.302 hoy vigente- aparece en el discurso político por primera vez en 1957 (C.N.C. 1957, t. 2: 849), coincidiendo con el momento en que el mismo concepto deviene “gubernamental” como resultado de su aplicación como término técnico por la Sociología estadounidense. (Rose, 1999, p. 175)
La incidencia del paradigma de community studies -y su correlato en ubicuas instituciones gubernamentales de Desarrollo de Comunidades, que tuvieron su momento de auge local entre 1966 y 1973- no sólo atravesó todo el esquema de la política indigenista nacional sino que se hizo irreversible, reformulando y fortaleciendo así los parámetros territorializadores que el desarrollismo tomó en préstamo del positivismo decimonónico. (Lenton, 2005, pp. 28-29)
Sin embargo, para que tal palabra permease las instituciones estatales y se difundiera luego en el sentido común y el pensamiento cotidiano, tendrían que pasar décadas. Para la fecha en que aparecía “comunidad aborigen” en tanto discurso gubernamental, en Chubut Osvaldo Bayer hablaba de “los aborígenes de Cushamen”.
Ese caso, que hoy podría visualizarse o difundirse, desde algunos sectores, como un conflicto territorial atravesado por “ocupaciones ancestrales”, tradiciones, cosmovisiones y hasta ontologías alternas, no era conceptualizado de tal modo ni siquiera por aquellos órganos de prensa que supuestamente tendrían las mayores simpatías por sus reclamos y demandas. Es dable pensar que no era posible nominar de tal manera las realidades indígenas de esa época. El nudo que conjunta la “comunidad” con lo “étnico” o “lo mapuche” no estaba, aún, atado.
Ello no quiere decir que previamente no existieran diferentes tipos de organizaciones colectivas indígenas, basadas en identificaciones distintas y ancladas en mecanismos de reciprocidad, redistribución o lazos familiares y laborales. Pero no se llamaban, ni siquiera a sí mismas, comunidad.
Ya lo hemos adelantado, pero volvemos a mencionarlo. En la prensa local del noroeste del Chubut, la palabra “comunidad” aparece recién hacia 1985, en ocasión de la sanción de la ley 23.302. Hasta ese momento, en casi sesenta años de prensa local, no se había llamado de tal modo a ningún tipo de organización indígena. Pero a partir de ese momento hasta la actualidad comunidad se convertiría en el término más utilizado por la prensa para referirse a “lo indígena”: con un pico de utilizaciones en 1996 (de hecho, la propia agenda protocolar presidencial parece impulsar su uso), se estableció como la manera “normal” de designar a distintas fracciones de un colectivo indígena (Schiaffini, 2020). La comunidad pareciera establecerse, así, como la forma que asume “lo étnico” en el período neoliberal y posdictatorial en la Argentina.
La aparición de los nuevos términos viene acompañada de muchas otras dimensiones, además de aquellos procesos de orden estructural e histórico que son su origen y que hemos reseñado. Existe una serie de dispositivos legales, administrativos y políticos que tienen carácter performativo y que son parte del proceso de construcción de la comunidad mapuche.
Desde lo legal, en primera instancia debemos destacar la sanción de la ley 23.302, que además de su carácter nacional, de reconocer por primera vez a las comunidades aborígenes y de ordenar la creación del Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI), recuperó y cristalizó como regulación formal las construcciones y acumulaciones protagonizadas por las organizaciones etnopolíticas indígenas desde la década de 1970 (Lenton, 2010; Radovich, 2014) al punto que algunos de sus redactores habían participado de dichas experiencias.
Esta ley fue acompañada, en algunos ámbitos provinciales, por “leyes integrales” de “protección del aborigen” (por ejemplo, en Río Negro, la 2287) que en ocasiones tuvieron mucha influencia en el desarrollo de organizaciones locales.
El Convenio 169 de la OIT, firmado en 1989 y refrendado con rango constitucional en la Argentina unos años más tarde, hizo referencia a los pueblos indígenas y tribales, así como puso en cuestión la problemática de la consulta informada.
La reforma constitucional de 1994 fue otro hito al respecto, por cuanto garantizó ciertos reconocimientos y avanzó en la cuestión de las “tierras aptas y suficientes”. En el caso puntual del Chubut, también se reformó la constitución provincial en 1994, que en su artículo 34 pasó a reconocer ciertos derechos a las “comunidades indígenas” existentes en la provincia, así como la “posesión y propiedad comunitaria de las tierras que tradicionalmente ocupan”.
Desde este punto de vista, la comunidad se constituyó -desde el Estado en sus dimensiones jurídico-legales formales- como un sujeto susceptible de interpelación y destinatario de políticas públicas.
Tal es el contexto de la visita del entonces presidente Menem a Cushamen. El “Plan de regulación de tierras fiscales” que Menem vino a promocionar implicó una precaria e incompleta ejecución de lo que las leyes internacionales, nacionales y provinciales mandaban.6 Ello supuso la mensura de los territorios reclamados por varios de los parajes que conforman Cushamen (entre ellos, Napal, Millanahuel, Cushamen Centro, Vuelta del Río, Costa del Lepá, de acuerdo con el diario El Oeste del 24 de octubre de 1996). Y esta puesta en acto presidencial tuvo como centro de su operación la figura de la comunidad, incluso aunque no estaba completamente consolidada como entidad entre los habitantes de los parajes a quienes se delineó como sus miembros.
También es necesario señalar que estos reconocimientos de orden formal entraban, a partir de allí, en una dinámica muchas veces confusa en torno de su ejecución en el marco de las instituciones específicas y los organismos de aplicación. Ello se tradujo en una escasa (y en ocasiones nula) concreción respecto de reparaciones, restituciones territoriales o mejoras puntuales en las condiciones de vida de poblaciones como las de Cushamen. En muchas ocasiones, pese a que el entramado jurídico lo permitía, las provincias se abstuvieron de entregar títulos de propiedad comunitarios. Por ejemplo, cuando se consultan los pedidos realizados al Instituto Autárquico de Colonización y Fomento Rural (IAC) -el órgano oficial que se ocupa de las tierras fiscales en Chubut-, vemos que de 82 trámites de comunidades indígenas que trató entre 1998 y 2009, solo seis obtuvieron títulos comunitarios.7 Los demás fueron entregados en calidad de propiedad individual.
Si en 1959 no había “comunidades” en Cushamen, hoy hay 16. Y todas ellas se conformaron formalmente después de la mitad de la década del noventa. Vuelta del Río, en 1997. Las demás, a partir de 2002, y algunas recién en 2015.
Ocampo (2017) registró parte de los procesos que llevaron a estas conformaciones. El punto de partida, según señala, es el convenio que Menem había ido a firmar a Cushamen.
En el año 1996, a través de la ley provincial 4223, se firma el convenio entre el Gobierno de Chubut y el Ministerio de Desarrollo Social de la Nación, el cual destina fondos para la ejecución de un programa de mensuras. El mismo queda a cargo del Instituto de Colonización y Fomento Rural de Chubut, el cual inicia a partir del año 1998, reuniones y asambleas en diferentes parajes de Colonia Cushamen, para la información sobre el programa. La estrategia propuesta por el organismo fue que a través de estas reuniones y asambleas con los vecinos instalados en los parajes, se establecieran los límites de los mismos y se promoviera la creación de comunidades mapuche-tehuelches como forma organizativa para formalizar posteriormente la entrega de tierras, siendo los límites del paraje reconocidos como límites de las comunidades. (Ocampo, 2017, p. 80)
Y algunos participantes recuerdan así las reuniones organizadas por el IAC:
Nos reunieron en la Escuela No 59 de Fofocahuel, pobladores de esta comunidad con autoridades del IAC y otros funcionarios, para hacernos saber que se iba a llevar a cabo el relevamiento de límites de los lotes que ocupa cada poblador de estas comunidades aborigen de la Colonia Pastoril Cushamen, siendo la cantidad de 200 lotes de 625 ha cada uno. Se nos pide nombrar un delegado y un suplente por paraje para servir de mediador en lo que se refiere al relevamiento y acuerdo de límites. En diciembre se realizó el trabajo sin ningún inconveniente, quedando a la espera de la mensura. En septiembre del año 2002 se hacen presentes personal del IAC, de Esquel, informándonos que tenemos que formar la Comunidad o Comisión aborigen, para gestionar la Personería Jurídica, para ser reconocidos como comunidad aborigen Fofocahuel y así obtener el título de propiedad (Ocampo, 2017, p. 123).
Es decir, existe por parte del Estado una necesidad formal de entregar las tierras y la comunidad se convierte en el sujeto destinatario de tales maniobras. Pero debe ser delineada: hay que aunar los límites del paraje con la antigüedad del poblamiento y los lazos de parentesco; hay que elegir delegado y representantes.
Al mismo tiempo, mientras en algunos casos queda claro que la acción del IAC fue el punto de partida para la conformación de la forma comunitaria, también se revela claramente la necesidad de obtener cierta seguridad en torno de la propiedad de los predios por parte de las familias que los habitaban:
vinieron los del IAC, y nos empezamos a reunir. Con la idea de reunirse para poder solicitar el título ese, así que ahí empezamos a ir. Empezaron a poner empeño los otros y no nos quedaba a nosotros otra que tratar de juntarnos.
Yo fui a una reunión que hicieron los del IAC, ahí en la escuela de Fofo, ahí se tiró algunos rumores que se podía trabajar así en comunidad. Ahí se comenzó la comunidad más o menos para juntarse. (Ocampo, 2017, p. 124)
lo que más beneficio era que para conseguir los títulos de las tierras de las familias, casi más interés entramos por eso para regularizar el tema de tierras. Y eran más accesibles, o se podía tener un título comunitario, o haciendo comunidad iba a tener más beneficio, o sea, al juntarse en grupo ya tenes más fuerza, para conseguir cosas... (Ocampo, 2017, p. 125).
Pero la construcción de una “comunidad” no es exclusivamente una obra estatal ni solamente el fruto de políticas públicas o de diseños jurídico-formales. En muchas ocasiones, lograr el reconocimiento como comunidad es resultado de luchas, reclamos y estrategias autónomas.
En Chubut, en 2001, por ejemplo, el paraje Alto Río Corinto se conformó como “comunidad Huisca-Antieco” tras la defensa de su territorio frente a exploraciones mineras. De hecho, el reconocimiento de la comunidad (y de su territorio) fue la manera de destrabar la toma de las oficinas del IAC en Esquel y de la Casa del Chubut en Buenos Aires.
Hay parajes en Río Negro y Chubut que se han constituido como comunidades en el marco de demandas judiciales y disputas territoriales. Las propias experiencias de los habitantes de Cushamen que hemos citado revelan que el significante “comunidad” es apropiado como una herramienta que promete -aun aunque luego no cumpla- el acceso a garantías largamente reclamadas.
Trentini (2012) describió el caso de la Comunidad Maliqueo en el Parque Nacional Nahuel Huapi, que se constituyó como tal en el marco de un conflicto por las negociaciones de comanejo propuestas por la Administración de Parques Nacionales. Tozzini (2006, 2010) hizo lo propio sobre disputas territoriales en Lago Puelo y El Hoyo: la comunidad pasó a ser un actor en esas demandas. Valverde (2013) también lo ha puesto en evidencia: la formación de comunidades aparece como una forma de luchar política y judicialmente en el marco de variadas confrontaciones, por lo general vinculadas a lo territorial. Hemos contribuido (2020) a la difusión del conflicto de la comunidad Buenuleo, cerca de Bariloche,8 señalando las articulaciones entre los procesos históricos y las formas políticas en el desarrollo de identidades colectivas. También a analizar estos procesos en el marco de las acciones directas de recuperación territorial (2019).
Posiblemente debamos distinguir entre dos dimensiones: por un lado, la conformación de comunidades como un fenómeno concreto, donde la construcción de esta figura jurídico-política se articula con los procesos y las condiciones locales y pasa a formar parte de las disputas inmediatas. Por el otro, la sanción de la noción misma de comunidad, que es un proceso mucho más general y abstracto, que construye en los imaginarios y las representaciones una figura a la vez fantasmal y efectiva que se apoya en dispositivos legales. Una vez constituida -transitoria e históricamente- la figura de la comunidad, se producen diferentes luchas y disputas para acceder a tal estatus, luchas que posiblemente desplacen dicha noción hacia otras coordenadas.
Y es que la comunidad, lejos de ser una mera etiqueta o un instrumento oportunista, viene a condensar experiencias históricas atravesadas, no solo en las vinculaciones con el Estado y las instituciones específicas, sino en la vida cotidiana del campo y la ciudad, los viajes, la familia, la espiritualidad, el trabajo y los vínculos con los vecinos.
Debido a ello sostenemos que la comunidad no es meramente una construcción estatal ni solamente una forma jurídica. Es también un significante que designa entramados políticos-laborales-rituales-territoriales-parentales tanto en áreas rurales como urbanas. Allí, el solapamiento de las diferentes dimensiones de la vida cotidiana posibilita la emergencia o la aparición de un nudo que enlaza los vínculos sociales en la dimensión suprafamiliar (Schiaffini, 2017a, 2017b, 2020).
Si el significante comunidad aparece inicialmente como el nombre de una figura jurídica acuñada por el Estado (como respuesta a demandas organizadas y a procesos de acumulación social y política indígena), progresivamente adopta también la capacidad de representar ese entramado suprafamiliar de vínculos sociales que lo antecede.
Tal entidad suprafamiliar tuvo, históricamente, otras dinámicas y otros nombres, así como ha funcionado en el marco de otros contextos. Pero actualmente, fruto de las dinámicas políticas y las confrontaciones sostenidas, se cristaliza en los términos “comunidad” y su tránsito progresivo hacia el concepto de lof y la construcción del sujeto pueblo mapuche.
Desde mediados del siglo XIX, las formas políticas indígenas fueron mencionas por el Estado como indios “aliados” o “salvajes”. Con la disrupción producida por las llamadas “Campañas al desierto”, comenzarían las menciones a los caciques y su gente en el marco de los procesos de desplazamiento y reasentamiento. Y también las referencias a las “colonias” y “reservas” aborígenes.
Si en las décadas previas a 1960 los colectivos indígenas eran interpelados (y también se denominaban a sí mismos) con los nombres de “reserva” o “colonia”, las identidades del “paraje”, el “poblador” o la “junta vecinal” se difundirían en las décadas siguientes. Y a partir de 1980 emergería la “comunidad” como la identidad política que definiría “lo indígena” en un contexto de despoblamiento rural, crisis ganadera, crecimiento urbano, reestructuración productiva hacia industrias de enclave y a la vez revitalización jurídico-política en el marco del alfosinismo posdictatorial.
Debido a ello, sostenemos que el significante “comunidad” viene a nominar, en un período de tiempo determinado, una suerte de torsión, de pliegue, de nudo, en el que se entrelazan (y cristalizan temporalmente) subjetividades, afectividades, identificaciones, procesos laborales, defensas territoriales, ejercicios ceremoniales, decisiones colectivas y trayectorias familiares. Pero también diseños jurídicos, reconocimientos formales y políticas públicas que requieren un interlocutor y lo delinean en torno de la “comunidad aborigen”. Así, la comunidad sintetiza el entramado local suprafamiliar en sus confrontaciones internas y externas y en sus vínculos con la legalidad estatal a la que está subsumido y que, en parte, lo ha constituido.
De la misma manera, la “comunidad” recupera y aplica experiencias de lucha, aprendizajes históricos y formas y estrategias políticas previas. La articulación de las emisiones estatales con las experiencias indígenas en el noroeste del Chubut hacia las décadas de 1980 y 1990 genera, en el contexto sociohistórico que hemos reseñado, la forma político-jurídica de la “comunidad”. De tal modo, el significante “comunidad” sutura un conjunto de experiencias sociales -múltiples, diversas, multívocas y polisémicas- que articulan las construcciones y acumulaciones indígenas y no indígenas.
Como tal, la comunidad se inserta en las pujas y disputas presentes en cada contexto local, pero a la vez funciona como uno de los índices del estado del poder en la conflictividad rural y territorial patagónica.
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[1] . Feldman Josim fue también fundador del diario La Jornada de Trelew en 1954. La Jornada aún se edita y es uno de los diarios más importantes de la provincia. Forma parte del Multimedios Jornada.
[2] . Además de esta vocación de denuncia, es evidente que los artículos de Bayer tienen la intención de dañar políticamente la imagen de los comerciantes y el legislador denunciado, socios políticos de quien lo había despedido del Esquel. Una vez más, la cuestión indígena aparece atravesada por confrontaciones múltiples.
[4] . Como veremos más adelante, la renovación académica de la antropología tras la dictadura y la emergencia del significante “comunidad indígena” son contemporáneos.
[5] . Aun al tratarse de la mayor provincia productora de lanas y la que más cantidad de hacienda ovina sostiene en el país, el sector agropecuario del Chubut apenas representaba en 2011 un 2,1% del producto geográfico bruto.
[6] . En simultáneo, la legislatura chubutense había sancionado la ley 4223 (hoy Ley XXVI N.º 887), que aprobaba un convenio para la transferencia de fondos destinados a la inspección y mensura de los predios involucrados en el Plan de regulación territorial que impulsaba la Secretaría de Desarrollo Social de la nación y que Menem anunció tras descender de su tordillo.