0000-0001-8924-0358 Paula Simonetti[1][2][*]
Socio-cultural policies:critical approaches to rethink their sustainability
Políticas socioculturais:perspectivas críticas para repensar sua sustentabilidade
El propósito de este artículo es reflexionar acerca de la sostenibilidad de las políticas socioculturales en términos de su formulación y de su implementación, articulando una serie de hallazgos de investigaciones previas para el caso uruguayo (Simonetti, 2018, 2021) con análisis críticos desarrollados en los últimos años respecto de políticas culturales orientadas a “lo social”. En ese sentido, este trabajo plantea un conjunto de cuestiones dilemáticas, tanto en lo que refiere a las enunciaciones que justifican a este sector de políticas culturales, como respecto de sus implementaciones, dos esferas de problemas que pueden leerse en sus vínculos e iluminarse mutuamente. Aunque las reflexiones refieren al caso de Uruguay, podrían repensarse para otros contextos, dado que gran parte de lo tratado responde a fenómenos internacionales y presiones globales.
Las investigaciones que venimos realizando sobre políticas socioculturales en el caso uruguayo, coincidentes con el ciclo de gobiernos progresistas del Frente Amplio (FA), 2005-2020, tienen un fuerte anclaje empírico en la figura de los y las trabajadoras culturales en “terreno”,1 como talleristas, gestores, mediadoras, técnicos, atendiendo a sus trayectorias, condiciones materiales de labor y representaciones acerca de su acción. Estas figuras intermedias en general son desatendidas o pasadas por alto en los análisis con los que contamos (concentrados sobre todo en las formulaciones y diseños de las políticas, o bien en determinar los efectos o impactos en sus destinatarios), pero ofrecen un anclaje de interés por sus posiciones y acciones de “mediación”, muchas veces en tensión entre las formulaciones de “escritorio” y las complejidades del “territorio”, pero también entre fines artístico-culturales y fines sociales, entre lógicas laborales e institucionales y lógicas militantes. En suma, se trata de actores que son un punto de mira privilegiado para comprender las tensiones, las paradojas y las contradicciones a las que están expuestas estas políticas y cómo pueden garantizar (o no) su sostenibilidad, su arraigo comunitario y su continuidad.
Las investigaciones previas se realizaron en el marco de mis tesis de maestría (2018) y doctorado (2020).2 En la primera, el objetivo fue estudiar el surgimiento y los rasgos de las políticas culturales orientadas hacia sectores vulnerados y organizaciones sociales en el Uruguay desde el 2007 hasta el 2017, en diálogo con los discursos de las agencias internacionales y, sobre todo, explorando las perspectivas de los actores que diseñaron y trabajaron en forma cotidiana con aquellas. A este fin, seleccionamos un conjunto de políticas culturales que mostraban esta orientación hacia lo social y nos concentramos en comprender la perspectiva de un espectro amplio de actores que las diseñan, gestionan y reciben. Nos interesó indagar acerca de los usos diferenciales y nativos de un repertorio de nociones asociadas a estas iniciativas, como “cultura”, “política sociocultural”, “arte”, “derechos culturales”, entre otros, por parte de actores tales como técnicos, coordinadores, directores, gestores, talleristas y docentes. Otro aspecto analizado fue la interacción entre políticas sociales, políticas culturales y diversos actores sociales que se ven involucrados o afectados por ellas. Por último, nos interesó indagar acerca de las experiencias y significados que tienen las políticas culturales para sus destinatarias y destinatarios, entendiéndolas como productoras de subjetividad (Simonetti, 2018).
Por su parte, la investigación doctoral tuvo como objetivo analizar el trabajo cultural que realizan diversos actores sociales en el entramado de políticas socioculturales. De este modo, partimos de la idea de que el análisis de sus perfiles, trayectorias, representaciones, experiencias afectivas, condiciones laborales, permite comprender las dinámicas de uno de los sectores del trabajo cultural menos explorado por las ciencias sociales. Ciertos hallazgos en este ámbito pueden extenderse a la labor de artistas, gestores, gestoras y productores culturales, dado que frecuentemente estos ámbitos dialogan, se superponen o se suceden en las trayectorias de los actores. Además, el enfoque se reveló fértil para realizar una contribución al campo de estudio de las políticas culturales al develarlas en su carácter de prácticas situadas y cotidianas, en una mirada “desde abajo”, concentrada en las representaciones y experiencias cotidianas que allí tienen lugar. Estas investigaciones utilizaron un enfoque socioantropológico que incorporó aportes teóricos y metodológicos de la sociología de la cultura, la sociología del trabajo, la sociología pragmática, la sociología y antropología de las emociones en diálogo estrecho con el material empírico. Se trató de investigaciones principalmente cualitativas, pero también se elaboró una encuesta para relevar dimensiones sociodemográficas del conjunto de actores involucrados. La estrategia de selección de los actores siguió un criterio de maximización de las diferencias (Glaser y Strauss, 1967), que sirvió tanto para captar las heterogeneidades como para evidenciar propiedades comunes en el trabajo cultural en políticas socioculturales (Simonetti, 2021).
En las últimas décadas, a nivel internacional asistimos a una transformación de la noción de cultura en el ámbito de las políticas culturales. La idea de que la cultura es un componente central del desarrollo sustentable, la inclusión social y la apuesta por el “reconocimiento” de la diversidad cultural se ha ido instalando e institucionalizando progresivamente en la agenda de estas políticas. Sus áreas de acción han mutado desde un sentido restringido -la gestión de las bellas artes, el patrimonio y el acceso a “la cultura”- hacia un sentido ampliado que incluye una definición cada vez más abarcadora de cultura. Convenciones, legislaciones y recomendaciones de organismos internacionales, con la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) a la cabeza, proponen lineamientos que buscan generar democratización, descentralización, desarrollo social y diversidad cultural (Bayardo, 2008) a partir de documentos, recomendaciones, convenciones y eventos de alcance transnacional, conferencias intergubernamentales de políticas culturales, informes mundiales de cultura, que han puesto en el centro las nociones de diversidad cultural, o el binomio cultura y desarrollo, que se instalan de modo inequívoco en la agenda de la cooperación cultural intergubernamental.
Las políticas culturales impulsadas por gobiernos regionales en los últimos años muestran la creciente legitimidad de algunos de estos enfoques. En Uruguay, las acciones desarrolladas por los tres gobiernos del Frente Amplio (desde 2005 a 2020) evidencian el crecimiento de programas, la creación de áreas y dispositivos destinados a atender los derechos culturales de los sectores más excluidos de la población. Se inauguran áreas específicas para la “ciudadanía cultural”, que en general se ocupan de poblaciones vulneradas, iniciativas de descentralización cultural en organismos como el Ministerio de Educación y Cultura o el Departamento de Cultura de la Intendencia de Montevideo.3 Según observa Klein (2015), los primeros años de gestión del FA en la Dirección Nacional de Cultura (DNC) estuvieron marcados por líneas prioritarias entre las que destacan la intensificación de la relación de la ciudadanía con los bienes y servicios culturales; la promoción de la democratización del acceso y la producción de los bienes culturales y artísticos; la promoción del desarrollo de las industrias culturales; el fortalecimiento institucional, una nueva institucionalidad de la cultura, la descentralización y la participación ciudadana (Klein, 2015, p. 10). Hugo Achugar, director nacional de Cultura entre 2008 y 2015, señalaba respecto de los cambios impulsados en su gestión:
[…] introdujimos en las políticas públicas del Estado la noción de ciudadanía cultural y de derechos culturales, haciendo que una política pública en cultura no fuera sólo para artistas o para un sector específico, sino para todos. Existía un sector de la ciudadanía que estaba invisibilizado: los reclusos, los pacientes de centros psiquiátricos, los soldados. […] Creo que es un cambio en la concepción de las políticas públicas. (La Diaria, 26 de septiembre de 2014)
Se trata, entonces, de un conjunto de acciones que amplían el espectro históricamente atendido por la política cultural pública (artistas, creadores y públicos de sectores medios) e incorporan como destinatarios a distintos grupos vulnerados. Así, se desarrollan políticas que se dedican a promover el acceso a la producción y el consumo culturales por parte de sectores que se han visto privados de sus derechos culturales, tanto por sus condiciones materiales de existencia como por carecer de la legitimidad social necesaria para su ejercicio (personas privadas de libertad, minorías étnicas, sexuales, población en situación de calle, internos en instituciones de salud mental, población geográficamente alejada de centros urbanos, entre otros).
Es importante señalar que los cambios descritos no agotan su explicación en el marco del contexto nacional y la gestión del FA, sino que se imbrican con transformaciones a nivel internacional en materia de intervención pública en cultura. La aparición de estas políticas resulta contemporánea a los modelos y directivas de organismos y agencias supranacionales como la UNESCO, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y el Banco Mundial (BM), que entienden a la cultura cada vez más como instrumento y recurso para el desarrollo económico, social o humano (Yúdice, 2002).
El conjunto de políticas al que nos referiremos implica una intersección particular entre políticas sociales y culturales, un área que nombramos con la categoría políticas socioculturales. Esta confluencia obliga a pensar nuevas formas de encuentro entre la cuestión social y la cultura, e involucra diversas instituciones y actores. Así, por ejemplo, no solo la Dirección Nacional de Cultura llevó adelante políticas socioculturales, sino que políticas e iniciativas artísticas y culturales se incorporan en diversos programas de otros organismos, especialmente en aquellos dedicados a educación, salud y desarrollo social, como el Ministerio de Desarrollo Social, la Junta Nacional de Drogas y el Instituto Nacional de Rehabilitación, entre otros.
La instalación progresiva en el campo de las políticas culturales de categorías como “participación comunitaria”, “diversidad cultural”, “cultura y desarrollo”, “derechos culturales”, “artes y transformación social” ha acarreado, sin embargo, algunas dificultades cuando observamos cómo se sostienen. Su identificación, comprensión y análisis resultan fundamentales para construir balances que puntualicen ciertos aprendizajes y desafíos de este ciclo de políticas.
En términos generales, la incorporación e institucionalización de iniciativas artísticas y culturales que trabajan con derechos culturales, diversidad cultural, participación, orientadas a sectores excluidos, vulnerados o populares no ha modificado sustancialmente la distribución de recursos en el sector público cultural, cuyo presupuesto (siempre escaso en relación con el que perciben otras áreas) sigue sosteniendo las mismas instituciones. Cabrera (2018) analizó la participación de la cultura en el Presupuesto Nacional considerando la evolución de la asignación y su ejecución desde 1999 a 2018. En su estudio, el autor muestra que “a pesar del crecimiento sostenido de la economía uruguaya durante los últimos quince años […] la asignación presupuestal es muy marginal” (2018, p. 131). En ese sentido, señala que el presupuesto real asignado a la cultura recién hacia el 2014 se igualó al del año 2000, pero luego de eso no se mantuvo y volvió a bajar. Además, afirma que “el total asignado a estos organismos (de cultura) es sumamente marginal con relación al PIB uruguayo y al total del Presupuesto Nacional: tuvo sus mejores registros en el 2000, cuando representó el 0,285% del primero y el 1,22% del segundo” (Cabrera, 2018, p. 156). Sin embargo, observa un cambio paulatino de desconcentración en la gestión presupuestal, iniciado en 2005 e intensificado en 2015, “desde la sede del Ministerio de Educación y Cultura hacia el resto de las unidades ejecutoras que forman parte del núcleo ejecutor de las políticas públicas en cultura” (Cabrera, 2018, p. 131).
En relación con las políticas socioculturales, en otros trabajos (Simonetti, 2019) hemos señalado como característica su dispersión, su escasa articulación y su desarrollo por parte de otras instituciones u organismos, como los dedicados a salud, educación y desarrollo social. Esta situación podría leerse en paralelo con un fenómeno de mayor escala: la vinculación de las políticas culturales a las agendas de otros sectores que detentan legitimidad política y mayores recursos de financiación (Gray, 2008). En general, podemos ver que las políticas culturales de orientación social están -tanto en términos de justificación como en términos de implementación- sostenidas no ya en la transversalización de la cultura (Vich, 2014), sino en una subordinación a las agendas y objetivos de otros sectores. Como advierten algunos analistas (Belfiore, 2002; Gray, 2008), la tendencia se agudiza cuando el sector de las artes y la cultura percibe una amenaza y necesita justificarse a sí mismo y, sobre todo, la necesidad de “invertir” recursos públicos, en función de lo cual se vincula con otras áreas con más recursos o mayor legitimidad en términos de sus “retornos” e “impactos”, como economía, salud o educación. Tales intervenciones políticas pueden conducir a un ‘instrumentalismo defensivo’ (Belfiore, 2012): las artes se ven empujadas a justificar cómo abordan la política sin adoptar necesariamente los valores que la sustentan.
Según las perspectivas más críticas, las artes y la cultura han adoptado, a escala internacional, el lenguaje de los impactos sociales en vínculo indisociable con el problema de la financiación. Entre estas perspectivas, encontramos autores como Belfiore (2002) y Barbalho (2020), quienes plantean que la exigencia y el vocabulario referentes a los impactos económicos y sociales de las artes y la cultura son interdependientes, no excluyentes, y esto generaría las bases para la pérdida del potencial crítico de la cultura.
Tras la adopción de una gramática de los impactos, las evidencias y los retornos socioeconómicos, estas transformaciones en el sector público de las artes y la cultura pueden resultar sintomáticas de una mercantilización cada vez mayor de las políticas públicas. No sorprende que las políticas culturales tengan dificultades para sostenerse sólidamente en este escenario, si adherimos a una concepción de la cultura y las artes como terrenos de disenso, plenos de ambigüedades constitutivas (Texeira Coelho, 2009; Vich, 2014; Barbalho, 2020). En ese sentido, una posible consecuencia del avance de una agenda de “impactos” sociales y económicos en estas áreas es que parecen haber desplazado el debate político y la dimensión necesariamente ideológica (y espinosa) del valor público de la cultura, para adoptar un vocabulario técnico y un campo de problemas en apariencia neutrales, que se hace preguntas predominantemente metodológicas.
En esta dirección, otra dificultad añadida al análisis y a la reflexión es que la mayor parte de los estudios acerca de los impactos sociales de las artes y la cultura están unidos a la agenda de la promoción de las políticas y sus requisitos, y las investigaciones suelen concentrarse en cómo podrían medirse estos impactos positivos, en lugar de preguntarse, como advierten Belfiore y Bennet (2010), si las artes tienen impactos sociales, si se puede esperar que estos impactos sean positivos y, “de manera más general, si las respuestas de las personas a las artes son susceptibles de medición y generalización” (Belfiore y Bennett, 2010, p. 126, mi traducción).4 La situación se agudiza cuando se verifica que el grueso de los estudios acerca de esta clase de políticas culturales están directamente llevados adelante por las instituciones gubernamentales que las promueven o por personas que están involucradas en su gestión (Wald, 2011; Simonetti, 2021).
Una consecuencia que amenaza la continuidad de las políticas socioculturales en su fusión en términos de objetivos y agendas de otros sectores con mayor prioridad en cuanto a la distribución de recursos y mayores grados de legitimidad es que, llevada a sus máximas (pero lógicas) consecuencias, podría contribuir, no a la supervivencia, sino a la desaparición de las políticas culturales como sector específico de políticas públicas (Mangset, 2018). Es decir, pasar fácilmente de ser políticas de supervivencia a políticas de extinción (Belfiore, 2012).
Como señalamos anteriormente, en investigaciones previas (Simonetti, 2019, 2021) hemos tomado como foco de análisis las condiciones laborales, las trayectorias y las representaciones de trabajadores culturales en el área de políticas socioculturales. De este modo, analizamos los rasgos, perfiles y trayectorias, las condiciones de trabajo de los actores, teniendo en cuenta cuestiones tales como las modalidades de contratos, el lugar de desempeño, las poblaciones con las que trabajan, los recursos materiales y los tipos de tareas que realizan. También se indagó en las condiciones subjetivas de su labor, entendidas como los modos de implicación de los sujetos en sus tareas cotidianas, la forma de pensarse como trabajadores y las dimensiones afectivas y emocionales que tiene este trabajo cultural.
Las entrevistas con las y los trabajadores culturales que desarrollan su labor cotidiana en políticas y programas culturales de orientación social revelan que, aunque en apariencia exista un consenso institucional sobre la agenda de inclusión, la relevancia de la participación comunitaria y la importancia de garantizar los derechos culturales de poblaciones vulneradas, cuando se mira cuáles son las condiciones en que estos actores (mediadores, talleristas, gestores, técnicas) efectivamente trabajan, se develan las condiciones precarias, inseguras, de gran incertidumbre laboral, los contratos irregulares con que se vinculan en general a sus instituciones de dependencia, la intermitencia de las contrataciones y los períodos de atraso en los pagos o la inseguridad por la continuidad año a año de las políticas en que se inscriben. De este modo, en la totalidad de las entrevistas, las condiciones laborales fueron descritas como inseguras e inestables. En cuanto al vínculo de contratación, los formatos encontrados exhibían una gran heterogeneidad: desde arreglos “de palabra” hasta contrataciones con vínculos de dependencia directa a instituciones estatales, horas docentes facturadas mediante cooperativas de trabajo artístico o tercerizadas a través de otras asociaciones civiles, con una gama de variantes importante y predominancia del contrato a corto plazo. En ese sentido, varios entrevistados y entrevistadas señalaron experimentar una vivencia que llamamos de “inestabilidad estable”, siguiendo a Pronsato (2014). En palabras de una entrevistada:
a pesar de la inestabilidad, tengo dos trabajos estables, entre comillas, en cuanto a tiempo, hace ocho años que trabajo en dos lugares sin parar, lo que pasa es que la vivencia en esos dos lugares año a año es que no sabemos qué va a pasar el siguiente año. (Entrevista personal, Alejandra, 38 años, tallerista de teatro con población en situación de calle, septiembre 2019)
o como expresaba otra trabajadora, “Todos los diciembres el programa puede caer, así desde hace diez años” (Clara, 32 años, tallerista de literatura en cárceles, setiembre 2019).
Cuando además se presta atención a las motivaciones, los compromisos y, sobre todo, a las trayectorias de estos y estas trabajadoras, se ve que quienes sostienen cotidianamente estas políticas suelen tener una extensa trayectoria militante en lo social y en lo cultural, algo que muchas veces se superpone con su condición de trabajadores asalariados y asalariadas, y tensiona sentidos. La superposición de sentidos entre trabajo y militancia en políticas socioculturales puede estar en la base de condiciones particularmente efectivas de precarización y flexibilización laboral (Simonetti, 2021). Es importante destacar que la centralidad de las actividades de militancia o voluntariado social en las trayectorias ha sido un emergente de nuestro trabajo de campo. Si bien era una dimensión contemplada por la guía de entrevistas, la relevancia que cobró en las narrativas de los actores fue mucho mayor de la que podíamos prever. También estuvo presente en las respuestas a la encuesta antes referida: el 90% de las personas que respondieron habían tenido experiencias de militancia o militaban en la actualidad.
Existe una sensación de alerta entre los y las trabajadoras culturales con respecto a las instituciones que llevan a cabo políticas socioculturales, ya que estas podrían utilizar estos compromisos y la profunda disposición militante que han desarrollado estos sujetos, en virtud de sostener políticas con escasos recursos y frágil proyección.
Pero aun el consenso sobre la legitimidad de esta agenda no resulta tan claro. En las entrevistas y las observaciones en terreno, por regla general, los y las trabajadoras manifestaban hacer esfuerzos continuos para “mostrar” y “demostrar” resultados en organizaciones e instituciones que tienen otras agendas y prioridades y donde se percibe una “subordinación” a fines “realmente importantes”. El esfuerzo permanente por sostener una legitimidad de lo artístico y lo cultural que no está dada en estos ámbitos genera serios degastes físicos y emocionales, y redunda en el sentimiento de una falta de reconocimiento -tanto material como simbólico- que está en la base de la frustración que varios actores expresan.
Una situación conectada con algunos de los procesos sucintamente referidos hasta ahora nos remite a pensar en las consecuencias del “desdoblamiento de agendas” en el interior de las políticas culturales. Existirían, por un lado, las “políticas culturales propiamente dichas”, y por el otro, las políticas socioculturales, a las que muchos refieren como “el pariente pobre” de las primeras. Una trabajadora entrevistada lo ponía en estos términos: “Las políticas socioculturales son de Avenida Italia para acá, de Avenida Italia para allá son políticas culturales”5 (Flavia, gestora cultural, 45 años, septiembre 2019). Vale la pena ilustrar, con dos ejemplos concretos, qué sucede cuando las dos “agendas” se cruzan (o no).
En el año 2016, la Intendencia de Montevideo lanzó la convocatoria a los tradicionales premios literarios “Juan Carlos Onetti”, uno de los dos concursos públicos más importantes a nivel nacional en Letras. Allí anunció la incorporación de menciones especiales (sin premiación en dinero ni en edición) a obras “con abordajes destacables sobre igualdad y estereotipos de género, y por tratamiento de temas de inclusión y diversidad sexual” (IM, 2016). La modificación (que dejaba intocadas las categorías anteriores: premios y menciones) incorporada ese año desató de inmediato la indignación pública de escritores y escritoras, que hicieron circular comunicados de repudio, notas de prensa y un gran revuelo en redes sociales donde, entre otras cuestiones, muchos anunciaron que no se presentarían, además de calificarla como “insulto”, “censura”, “ataque” a la libertad de expresión y hasta de una “política cultural estalinista”. En una nota de La Diaria dedicada a esta polémica, se proponía leer la medida en el marco de la penetración y la presión de agendas de los organismos multilaterales, el “pseudoprogresismo” y lo “políticamente correcto”, que a su vez provocaría un empobrecimiento de la comprensión acerca de cómo es que la literatura (y las artes) “trabaja” realmente con lo social (Platero, La Diaria, 2016). Estamos hablando de una política cultural “propiamente dicha” que se ve cruzada por una agenda muy propia de las acciones con miras a la inclusión social y la diversidad cultural. De hecho, en los llamados y convocatorias a producciones artísticas en el terreno de las políticas socioculturales -cuando existen-, es prácticamente impensable que no se fomenten y prescriban explícitamente los temas a tratar: inclusión, identidades, diversidad, diferencia, etcétera.
El siguiente ejemplo lo ofrece un tallerista de cine que trabaja en el Centro Cultural Urbano, un programa cultural orientado a población en situación de calle en Montevideo, que, consultado en una entrevista acerca del valor de las producciones audiovisuales de los participantes de su taller, nos explicaba:
Lo que sería el espacio público o los debates públicos, en la tv, etc., la cultura es la alta cultura […] No vamos a leer en ningún medio de prensa cosas sobre lo que producimos nosotros. Si se lee algo, en lo que se pone el énfasis de la nota, es en la pata social. Vos no vas a encontrar una crítica de una producción que se hace en este centro cultural, sí podés encontrar una crónica literaria de lo que se hace acá. Y que pondría el énfasis en que son personas en situación de calle y sus problemas, pero no es muy bueno lo que hacen, resaltando la experiencia y no los productos. Entonces ahí hay un problema de qué es lo que se discute y qué es lo que se habla. (Ricardo, 35 años, tallerista de cine, Centro Cultural Urbano, junio de 2017)
De esta manera, la cuestión artística seguiría quedando reservada a producciones de la “alta cultura”, al tiempo que se actualizaría una escisión entre dos mundos: una cultura “de segunda” de la que se ocupan las agendas de desarrollo social y una cultura “de primera” de la que se ocuparían la prensa cultural, la crítica, los premios nacionales, las políticas artísticas. En efecto, esto podría generar una reducción del horizonte y de la imaginación cultural y artística de los sectores a los que se dirigen, pero, sobre todo, perpetuar y profundizar la división entre producciones culturales “de excelencia”, basadas en principios como la “autonomía” y la “libertad de expresión”, y producciones culturales que deben necesariamente ajustarse a determinados parámetros preestablecidos.
La pregunta por quiénes sostienen las políticas socioculturales en terreno y en qué condiciones trabajan esas personas tiene aún otro revés en la cuestión de la participación comunitaria, cuando las políticas se inscriben en territorios habitados por sectores subalternos y precarizados, de quienes se espera y se demanda una activa participación. La “falta” de participación es un leitmotiv en los encuentros entre técnicos y organizaciones sociales que trabajan en políticas sociales y culturales en territorio. Lo que se nombra como “falta” o “fracaso” puede ser sintomático de lo que varios autores han advertido como un traslado de responsabilidades público-estatales, o del pasaje del “control ciudadano” al “do it yourself” (Ruiz-Blanch y Muñoz-Albaladejo, 2019). Se emparenta, asimismo, con aproximaciones más bien románticas a las comunidades, que implican la no consideración de las desigualdades presentes, y la generación de instancias donde la agencia en la toma de decisiones es opaca y lo democrático del proceso peligra cuando el “diálogo” termina privilegiando a quienes ya dominan códigos de un lenguaje especializado -máxime cuando se trabaja en la lógica omnipresente de la elaboración de proyectos a corto plazo-, lo que puede reforzar las desigualdades existentes e invisibilizar la privación de derechos.
A su vez, la transferencia de responsabilidades en este terreno se imbrica con elementos del contexto social, económico y político internacional en que parecen institucionalizarse y legitimarse la agenda de las culturas y las artes en su vínculo con la cuestión social. En Latinoamérica, la progresiva apelación al “recurso” de la cultura coincide con el proceso de focalización de las políticas sociales (Wald, 2011; Pérez de Sierra, 2019) y la redefinición misma de la “cuestión social” que se desplaza desde la discusión de la distribución de la riqueza, desigualdades, trabajo y explotación para pensarse en términos de “nueva pobreza” y “exclusión” (Merklen, 2005). Asistimos a la transformación de políticas de protección (del trabajo) a unas de activación (de las personas, para que logren “salir” de la pobreza), y de políticas universales a focalizadas o focopolíticas (Álvarez Leguizamón, 2005). Desde una perspectiva crítica, puede considerarse que las propuestas que trabajan desde el arte, la cultura y la transformación social encontrarían una nueva legitimidad en el marco de discursos que responsabilizan a los individuos por la pobreza y la exclusión social, con lo que se diluyen las causas estructurales para explicarlas y combatirlas (Simonetti, 2021). Muchas de estas iniciativas necesitarían justificar sus intervenciones en “paradigmas preventivos” que pregonan el arte como un “instrumento” para “ayudar”, “contener”, “asistir”, “salvar”, “incluir” y “gestionar el riesgo social” (Infantino, 2019). Como señala Gabriela Wald, “la reducción de gastos fiscales derivada de la aplicación de recetas neoliberales en la mayoría de los países […] no fue, como muchos creyeron, impedimento para la multiplicación de programas culturales sino su condición de posibilidad” (2011, p. 57).
Por su parte, hay quienes advierten que un cambio de ropajes en el lenguaje de las políticas culturales no significa que se hayan superado antiguas nociones y lógicas de poder, como expresa Santamarina (2013) cuando identifica el desplazamiento de la lógica de la “distinción” a la de la “diferencia”, en relación con el patrimonio inmaterial en el mapa geopolítico de la UNESCO. De este modo, advierte: “si la alta cultura tenía entidad sobrada como motor de selección de lo auténtico, hoy la llamada globalización obliga a salvaguardar las diferencias -‘culturales’- en aras del mercado (2013, p. 265).
En un elocuente documento titulado “Desde el pie, un diagnóstico invertido” (Pérez de Sierra, 2019), vecinos, vecinas, organizaciones y técnicos de una zona relegada y empobrecida de Montevideo6 trabajaron en una evaluación de cómo ha sido vivida la territorialización de políticas sociales y culturales que enfatizan en la participación del territorio, desde hace varios años. De allí surgen cuestiones concretas que iluminan las encrucijadas para la sostenibilidad en los términos que venimos exponiendo. En esa línea, es notable el registro de las sensaciones de enojo, frustración y desgaste de varios y varias vecinas a raíz de una demanda de participación en proyectos sociales y culturales barriales por parte de las autoridades locales, que estiman inconducente, simulada e instrumental. A su vez, emerge con claridad la experiencia de la fragmentación, la competencia entre los propios habitantes, lo que deriva en un ocultamiento del conflicto distributivo (Pérez de Sierra, 2019, p. 40).
En el mismo documento se registra que, bajo el manto de la participación de la sociedad civil, se han producido procesos de privatización, tercerización y desresponsabilización estatal en la gestión, pero también nuevas formas de gobernar a los más pobres a través de lo local. Se trata, reconoce el documento, de una tendencia que en absoluto es nativa, sino que se enmarca en políticas transnacionales a cargo de diversos organismos internacionales (BID, BM, entre otros), que proponen paquetes
de ínfima calidad para los pobres y conlleva también que la racionalidad técnico-burocrática se eleve al rango de vanguardia decisoria, así como una complejidad creciente en los procesos de calibración y sus requerimientos de más dispositivos tecnológicos para contar, identificar, clasificar y controlar a los más pobres. (Pérez de Sierra, 2019, p. 41)
Cuando surgen demandas y necesidades claras desde el territorio organizado, la respuesta que registran los y las vecinas por parte de las autoridades locales y técnicos es: “tienen que presentar un proyecto”. La omnipresente lógica de la presentación y concurso de proyectos parece tener, al menos, dos consecuencias poco deseables. En principio, puede ensanchar la brecha respecto de la profesionalización de técnicos y técnicas de lo social y lo cultural, expertos en la elaboración de proyectos, y también al interior de las comunidades, entre quienes están familiarizados con estos códigos y poseen esos capitales, y quienes no. Por otra parte, se induce a una lógica de enfrentamiento entre los propios habitantes y sus necesidades en la competencia de financiamiento por lo demás acotado y a corto plazo. En ese sentido, surgen ciertas preguntas acuciantes: “¿Es posible pensar derechos vulnerados en clave de proyectos a término? ¿Es que se pueden poner a competir derechos sociales?” (Pérez de Sierra, 2019, p. 42).
En términos generales, el documento da cuenta de la frustración de largo plazo por procesos participativos y de consultas a la comunidad que no tienen retornos concretos, y parece sugerir que, muchas veces, los actores barriales ejercen la indiferencia o incluso el rechazo como espacio de resistencia. En definitiva, resultan amenazas a la sostenibilidad y el arraigo de estas iniciativas porque pueden inducir a proyectar en el corto plazo y con escasos recursos, generar competencia entre distintas necesidades del barrio, reforzar fragmentación interna, al tiempo que estrechar “la imaginación política de lo posible y reivindicable” (Pérez de Sierra, 2019, p. 14).
Por cierto, los problemas de la participación en esta clase de políticas también se relacionan con el desdoblamiento de agenda que planteábamos antes. Como ha advertido, entre otros, Hope (2013), rara vez se espera que los residentes de clases medias y altas desarrollen un “espíritu comunitario”, y el hecho de centrar los proyectos participativos en barrios precarizados supone que la “gente pobre” tiene tiempo libre que necesita ser ocupado. Sin embargo, a menudo, cuanto más precario es el contexto, más ocupada es la vida.
En consonancia con lo anterior, en el año 2022 realizamos desde la Universidad de la República -en el marco de un proyecto de investigación en curso sobre la trayectoria y el estado de situación de políticas e iniciativas culturales comunitarias y territoriales en el Uruguay-, instancias de encuentro e intercambio que involucraron a un centenar de actores del campo.7 El desafío de la participación sociocomunitaria fue un eje central del debate, tal como recogemos en la sistematización realizada (López de la Torre y Simonetti, 2022). De este modo, los actores involucrados identificaron una serie de dificultades en ese sentido: la falta de espacios e infraestructuras accesibles, bien acondicionados y sin costo de alquiler o servicios fijos es una preocupación para colectivos que realizan su actividad de forma voluntaria y para quienes mantener la participación sin costo es central a la propuesta. Aun en situaciones en que se tiene acceso a espacios de trabajo propios o en comodato, se experimenta dificultad en el pago de servicios de luz, agua, alarmas, y en el mantenimiento de infraestructuras edilicias. Los actores hicieron énfasis en el desgaste que implican las gestiones vinculadas a la consecución de financiamiento en clave de elaboración de proyectos y los requisitos de estatutos legales como la personería jurídica u otro tipo de figuras para poder acceder a apoyos. En esa línea, buena parte de los colectivos señalaron las exigencias de los procesos participativos impulsados desde el Estado, que a veces propician situaciones en que estos deben proporcionar su tiempo y energía para coordinar esfuerzos y acuerdos que demoran tiempos excesivos en concretarse, o son incumplidos por parte de agentes estatales, que desgastan y fragmentan a las comunidades. También se señaló el desencuentro frecuente entre las intenciones políticas y las intenciones y necesidades de los barrios. Por otro lado, varias personas pusieron en debate el rol de los y las técnicas en los procesos comunitarios, e identificaron la necesidad de que “escuchen más” y se coloquen en la “retaguardia”, cediendo los lugares de protagonismo a las referentes comunitarias. Esta preocupación está en la base de la posibilidad de generar procesos más auténticamente participativos, como señalamos antes. Asimismo, y en línea con el diagnóstico anteriormente citado (Pérez de la Sierra, 2019), miradas críticas de integrantes de colectivos alertaron sobre la desconsideración en el trato que reciben, como el caso de las reuniones que se pautan en horarios en los que las personas están trabajando y no los fines de semana o los horarios de la tarde-noche, cuando las vecinas voluntarias pueden “ocuparse del barrio”. Los horarios y días para la articulación comunidad-Estado están mayormente pautados para acomodarse a la jornada laboral de técnicas y técnicos, y no viceversa. La dimensión de género cobra relevancia en este terreno, dado que son mayormente mujeres quienes sostienen estos procesos en las bases (López de la Torre y Simonetti, 2022, pp. 13-16). Por ello, algunos colectivos remarcan el valor económico que representa su trabajo voluntario, valor que rara vez se pondera o se mide empíricamente para darle una expresión visible.
Recapitulando, hasta aquí exploramos algunas encrucijadas que enfrentan las políticas socioculturales en términos de sus justificaciones y sus implementaciones: el progresivo abandono de la discusión política sobre el valor público de la cultura en aras del lenguaje aparentemente técnico y neutro de los impactos y retornos; las condiciones de precariedad laboral que atraviesan a las y los trabajadores en terreno; la subordinación del sector artístico-cultural a las agendas sectoriales de otros organismos con mayores recursos y legitimidad; los problemas que genera el desdoblamiento de agendas al interior del sector de las políticas culturales; la transferencia de responsabilidades estatales a los individuos, y especialmente a los sectores populares; las consecuencias de competencia, fragmentación, desgaste, proyección a corto plazo y desigualdades en el interior de las comunidades en los procesos participativos.
Ahora bien, aunque estas cuestiones ciertamente atraviesan a las políticas culturales y en particular a las socioculturales, es preciso tener en cuenta que, tal como afirma Vestheim (2007), el futuro de la democracia cultural no puede ser definido por la vida cultural o por el propio sistema de política cultural, pues depende de lo que suceda con la democracia como sistema político, del cual la política cultural es una parte pequeña. En ese sentido, y máxime en el escenario pospandémico que atravesamos, coincidimos en que las luchas por la democracia y la diversidad culturales adquieren sentido cuando se inscriben en marcos de discusión amplios (Mattelard, 2006) sobre los modelos de desarrollo y el estatus de los bienes públicos comunes en nuestras sociedades.
Agradezco al Dr. Rubens Bayardo y a la Dra. Marina Moguillansky por sus aportes generosos y constantes a la investigación de la que es producto este artículo. Al Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) que permitió el desarrollo de la investigación doctoral a través de una Beca Interna Doctoral (2017-2022). A los equipos de investigación que integro, especialmente: Arte Comunidad y Territorios Organizados (ACTO-Udelar), Núcleo de Estudios en Comunicación y Cultura (NECyC-EIDAES) y Estudios Interdisciplinarios en Artes y Trabajo (EITyA-UBA), por el intercambio continuo y enriquecedor.
El artículo es una versión ampliada y revisada de la intervención de la autora en “Las políticas culturales en América Latina y la cuestión de la sostenibilidad”; XVIII Encontro de Estudos Multidisciplinares em Cultura - ENECULT, Salvador de Bahía, agosto de 2022.
Pronsato, L. (2014). Em equilíbrio precário: O trabalho do profissional da dança em ações socioeducativas (tesis de doctorado). Universidade Estadual de Campinas, Faculdade de Educação, Campinas. Recuperado de http://www.repositorio.unicamp.br/handle/REPOSIP/253909
Simonetti, P. (2021). El trabajo cultural en políticas socio-culturales (tesis de doctorado). Escuela Interdisciplinaria de Altos Estudios Sociales, Universidad Nacional de San Martín, Buenos Aires, Argentina. Recuperado de https://ri.unsam.edu.ar/handle/123456789/1737
Intendencia de Montevideo (IM) (2016). Bases del Concurso Literario Juan Carlos Onetti. Recuperado de https://montevideo.gub.uy/
Platero, S. (2016). “La nueva cenicienta”. La Diaria, 27 de mayo de 2016. Recuperado de https://ladiaria.com.uy/articulo/2016/5/la-nueva-cenicienta/
[1] . Entre 2016 y 2020 realizamos 35 entrevistas en profundidad a trabajadores culturales inscriptos en programas y políticas culturales de orientación social en Montevideo y en Paysandú. La estrategia de selección de los actores siguió un criterio de maximización de las diferencias, dado que los y las trabajadoras entrevistadas trabajaban en políticas diversas, desde disciplinas distintas y con poblaciones también heterogéneas: programas de talleres culturales en cárceles; en barrios populares; centros juveniles; hospitales psiquiátricos y población en situación de calle usuarios del sistema de refugios del Ministerio de Desarrollo Social (MIDES). Las entrevistas se complementaron con observación de campo en talleres y otras actividades socioculturales y el análisis de fuentes, así como la realización de una encuesta
[2] . Radicadas en el Instituto de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de San Martín y realizadas con financiación del CONICET (Beca Interna Doctoral 2017-2022).
[3] . Si bien en esta ocasión no nos concentramos en el período actual, cabe destacar que el reciente cambio de signo del gobierno nacional (con la asunción de Luis Lacalle Pou en 2020) implicó la desaparición de algunos de estos programas, como es el caso del cierre de los Centros MEC, que habían sido insignia de la descentralización cultural en la última década a nivel nacional, al tiempo que parecen reforzarse las políticas y los incentivos a las áreas sectoriales tradicionales de las artes y las industrias creativas, con la atención renovada y la creación de nuevos institutos por área (de Cine, de Letras, de Artes Escénicas). Actualmente, nos encontramos desarrollando una investigación respecto de los cambios introducidos en las políticas culturales del período actual, en el marco del equipo de investigación Arte, Comunidad y Territorios Organizados (Udelar), a través de un proyecto financiado por el Espacio Interdisciplinario (2022).
[4] . En esta línea, como advierten los autores, más que las tan mentadas “políticas basadas en evidencia”, asistimos a la generación de “evidencia basada en políticas”.
[5] . Avenida Italia es una extensa avenida de Montevideo; la entrevistada se refiere a ella como límite territorial entre barrios de sectores populares y barrios de clases medias y medias-altas
[7] . Doce personas provenientes de la academia, 13 personas no afiliadas a ninguna organización o institución pero con trayectoria en el área; 25 personas que representaban a 17 instituciones públicas vinculadas a programas de descentralización cultural e inclusión social, 53 personas que representaban a 45 organizaciones sociales o colectivos. El informe completo puede consultarse en López de la Torre y Simonetti (2022).