Dossier - Artículo Original
Lo que los beneficios deben a los derechos. Lenguajes y autopercepciones de clase en un grupo de trabajadores de la industria alimentaria

What benefits owe to rights. Class languages and self-perceptions in a group of food industry workers

O que as prestações devem aos direitos. Linguagens de classe e auto-percepções de um grupo de trabalhadores da indústria alimentar

 
Lo que los beneficios deben a los derechos. Lenguajes y autopercepciones de clase en un grupo de trabajadores de la industria alimentaria.
Cuadernos de antropología social, vol.  no. 58, (53- 67 pp.), May-Nov, 2023, doi: 10.34096/cas.i58.13038. ISSN: 1850-275X
Universidad de Buenos Aires. Facultad de Filosofía y Letras. Instituto de Ciencias Antropológicas. Sección de Antropología Social


Introducción

A mediados de 2022 comenzamos a explorar los modos de implicación política y las autoidentificaciones de clase que conviven entre los y las habitantes de Villa Argentina, un “barrio jardín” edificado a comienzos del siglo XX para albergar al personal de Cervecería y Maltería Quilmes (CMQ), propiedad de la familia Bemberg. En lo reciente, como resultado de la concentración del capital y las transformaciones urbanas en el orden global, este barrio situado en el municipio de Quilmes (sector sur del conurbano bonaerense) experimentó un fuerte y acelerado proceso de cambio. Poco después de haber sido declarado Patrimonio Histórico por el Concejo Deliberante quilmeño (2012), la multinacional y actual propietaria CMQ puso en venta la totalidad de los 290 inmuebles que componen la villa (2016). En otra ocasión (Merenson, 2022), describimos y analizamos las formas en que las y los vecinos, devenidos propietarios de las viviendas que habían alquilado por décadas a la empresa, se vieron confrontados con el cierre de un largo ciclo marcado el por fin de un modo de gestión (asociado al “tiempo de los Bemberg”) y el inicio de una nueva relación con “el Estado”, señalada por el estatus patrimonial del barrio.

En un comienzo, nuestro trabajo de campo siguió una red compuesta por familias residentes en la villa. El común denominador entre ellas era que, al menos, uno de sus integrantes era o había sido empleado administrativo o jerárquico de CMQ. La posición laboral en la firma guiaba nuestros contactos con otras familias. Esto era un dato en sí mismo: aun cuando la venta de las propiedades en la villa había “mezclado” empleados administrativos, personal jerárquico, obreros de la planta, y sumado incluso a “nuevos vecinos” no vinculados a CMQ, la fragmentación en el barrio resultaba patente. Todo indicaba que, parafraseando a Ribeiro Thomaz (2010), los empleados administrativos se relacionaban con los empleados administrativos, el personal jerárquico con el personal jerárquico, y así sucesivamente. Esto, apuntábamos, era un dato en sí mismo porque si bien todas las categorías ocupacionales mencionadas coinciden en la descripción de Villa Argentina como un “barrio de clase media”, no parecía ser la clase, ni tampoco los ingresos, aquello que orientaba las interacciones entre quienes los obreros agrupan bajo la expresión “fuera de convenio” colectivo de trabajo.

En síntesis, sabíamos que, entre muchas otras cuestiones, la venta de las propiedades en la villa había implicado, en algunos casos, el arribo, y en otros, el establecimiento como propietarios, de un grupo de operarios de la planta; pero ninguno de nuestros contactos nos conducía hacia ellos. Decidimos entonces visitar la sede del sindicato que los reúne, situada a muy pocos metros de la fábrica y a unas pocas cuadras de la villa. Nuestra intención era muy básica, presentar nuestra investigación y solicitar la posibilidad de ser puestas en contacto con trabajadores propietarios y residentes en el barrio. El azar hizo que N, el secretario general del sindicato, escuchara nuestra presentación en la “mesa de entradas” y se acercara para interiorizarse sobre el tema. Sumamente amable y pragmático, fue directo al punto: “¿cuántos necesitás?”. Su pregunta nos sorprendió y solo atinamos a ensayar por respuesta un tímido “no sé, los que quieran…”. Al cabo de unas semanas y luego de algunos intercambios de mensajes por WhatsApp en los que explicitamos los temas sobre los que deseábamos conversar, N reunió en la sede del sindicato a siete trabajadores. Estos, además del sexo (masculino), la edad (35-45 años) y la antigüedad en la fábrica (15-20 años), compartían el hecho de haber comprado su “primera casa” en Villa Argentina. N estuvo presente y participó activamente de la entrevista, al igual que Sebastián, un joven integrante de la comisión directiva del sindicato. En principio, ambos parecían “estar ahí” para oficiar de anfitriones y monitorear que cumpliésemos con nuestra palabra -“no hacer preguntas sobre cuestiones políticas”-; sin embargo, y al cabo de unas horas, esta primera impresión se fue modificando. Sus intervenciones marcaron la agenda de la conversación y atestiguaron el rol crucial que había cumplido el sindicato en el acceso a la vivienda, pero fundamentalmente hicieron del encuentro una suerte de “balance”, una pedagogía de la acción sindical cuyos destinatarios eran los obreros presentes, más las visitantes.1 Dejar que ello sucediera fue la mejor decisión que pudimos tomar, y su resultado da origen a las reflexiones que guían este artículo.

La investigación sobre estructura y clases sociales en Argentina cuenta con una extensa tradición que no es posible reseñar aquí. En función de nuestro argumento, nos limitaremos a indicar que, en las últimas dos décadas, se constata su revitalización a la luz de las transformaciones registradas para el ciclo posneoliberal. Entre ellas, la recuperación del sector industrial, particularmente en las ramas que ampliaron su capacidad productiva entre fines de la década de 1990 y comienzos de los años 2000 (la industria de alimentos y bebidas, entre ellas) y la reducción de la distancia (en términos de ingreso) entre los estratos inferiores de la clase media y la clase obrera calificada, especialmente aquella con mayor nivel de sindicalización (Benza, Iuliano, Álvarez Leguizamón y Pinedo, 2016; Kessler, 2016; Rodríguez de la Fuente, 2020). Solo en parte -y como en otros países de la región- esta última consideración condujo a postular la existencia de una “clase media emergente”, hoy jaqueada en virtud de la “inconsistencia” o de la fragilidad de las mejoras en las condiciones materiales y estilos de vida previamente alcanzados (Güemes y Paramio, 2020; Álvarez-Rivadulla, Bogliaccini, Queirolo, y Rossel, 2022). Todo ello cristaliza en la percepción de amplios sectores de trabajadores formales empobrecidos y, en su marco, de obreros asalariados que (¿en consecuencia?) autoadscriben a las clases medias. Esto ocurre en un contexto en el que la autoidentificación de clase en el país se concentra crecientemente desde 2018 en el segmento “clase media baja”, y no ya en el de “clase media”.2

Iniciado el nuevo mileno, en el horizonte del análisis de la desigualdad social, los estudios etnográficos se concentraron mayormente, tal como sugiere el minucioso estado de la cuestión elaborado por Benza et al. (2016), en la vida social y política de los “sectores populares” urbanos, así como en el vínculo de interdependencia con el Estado. En esta línea -salvo algunas excepciones, entre ellas el estudio de Manzano (2002) sobre los trabajadores metalúrgicos- la presencia, relación y/o peso relativo de los obreros industriales no siempre resulta evidente. A la “revitalización corporativa y la debilidad política del sindicalismo” (Semán y Curto, 2016, p. 159) del periodo posneoliberal, siguieron abordajes que incorporaron claves analíticas para dar cuenta de las estrategias de organización y movilización político-laboral de nuevos actores (véase la síntesis elaborada por De la O, Soul, y Vogelmann, 2020). Sin embargo, entre las investigaciones que procuraron indagar en “el trabajo y los trabajadores en contextos fabriles” (Palermo, 2015, p. 13), son menos aquellas que han observado las transformaciones que acompañaron a las mediaciones que, como los sindicatos, fueron consideradas cruciales en la conformación de las identidades de clase (Nash, 2008).

En lo reciente, algunos trabajos retornaron y aportaron estimulantes análisis del mundo sindical. A partir de la exploración del encadenamiento de categorías nativas -“militancia”, “contención”, “familia”- en los dos sindicatos que reúnen a los empleados públicos, Lazar indagó la tensión en el mantenimiento de los “privilegios” y la resistencia al capital (Lazar, 2019, p. 29). Su trabajo coloca en el ámbito de la “contención” las “ayudas” brindadas por los delegados gremiales a las y los afiliados a la hora de “acceder al cuidado y los beneficios” asociados a la ciudadanía social (2019, p. 193). Por su parte, Palermo y Ventrici (2020) abordaron la fuerza de trabajo que se produce y reproduce en Mercado Libre, uno de los “unicornios” de origen nacional, para analizar las complejidades de la organización gremial entre “trabajadores de un nuevo tipo”. Esta forma, señalan, suma -y no impugna- la filosofía empresarial y privilegia la lógica pragmática al discurso “clasista o tradicionalmente ‘político’” (2020, pp. 50-51). Aun cuando en principio se trata de sectores y colectivos distintos -incluso antagónicos- del que abordamos aquí, ambas investigaciones se detienen en las transformaciones recientes en el lenguaje sindical que, como veremos, resultan emparentadas con aquello que observamos en el centenario sindicato cervecero.3

Este artículo se propone explorar transiciones y desplazamientos en el lenguaje sindical y su articulación con las autopercepciones de clase. Lenguaje, acción y experiencia son términos que leemos y empleamos aquí thompsonianamente, en tanto nos permiten dar cuenta de un proceso histórico que intenta problematizar y no confundir las clases con las relaciones sociales de producción y, en el mismo movimiento, restituir la idea de sujeto (cf. Thompson, 1997). Entendemos “lenguaje” en un sentido amplio que, en el sentir, decir y hacer, alude a “procesos de subjetivación en marcha” que vuelven palpables los conflictos (Briones, 2020, p. 51). Como apunta Rubinich, estos procesos de subjetivación no son una abstracción, “se trata de memoria, de experiencias, de prácticas concretas” (2022, p. 141). Analizaremos entonces esta articulación (lenguaje sindical-autoidentificación de clase) con dos propósitos: comprender los hechos sociales que la configuran y dinamizan, y reflexionar, aunque sea brevemente, sobre los modos en que nuestras expectativas o idealizaciones -políticas, intelectuales, académicas- pueden resultar en limitaciones a la hora de captar, no solo la coyuntura, sino también la genealogía de las profundas transformaciones experimentadas por el mundo popular.

“Estar en el techo propio”

En el marco de la crisis de 2001, CMQ dejó de pertenecer al Grupo Bemberg para fusionarse con el “coloso brasileño” de bebidas AmBev. Poco después fue adquirida totalmente por AB InBev. El desembarco de esta multinacional -que actualmente es la mayor productora de cerveza a nivel mundial- marcó el inicio de una serie de grandes y sostenidas transformaciones que incluyó la diversificación de los procesos de producción y organización del trabajo. También, en 2019, implicó la concreción de la dilatada decisión de poner a la venta la totalidad de las propiedades que componen Villa Argentina. Entre sus vecinos y vecinas pudimos escuchar distintas explicaciones y argumentaciones en torno a las razones de esta decisión, pero básicamente todas parecían confluir en un mismo punto: para la “ideología” o “cultura empresarial” de la nueva firma, la villa representaba un gasto completamente innecesario y anacrónico.

La venta de los inmuebles se organizó en tres etapas. En la primera, las propiedades fueron ofrecidas a un valor preferencial (entre un 20% y 30% por debajo de su valor en el mercado) a quienes estaban habitándolas, en su gran mayoría actuales o exempleados de CMQ que hasta entonces las alquilaban. Para iniciar el proceso de compra, los interesados debían efectuar una seña y, al cabo de tres meses, concretar la operación. En una segunda etapa, las propiedades que no resultaron señadas por sus inquilinos se ofertaron bajo las mismas condiciones al conjunto de trabajadores de CMQ. Estos debían completar un formulario indicando el número de la casa que deseaban adquirir. En caso de que hubiese más de un interesado en la misma, la situación se resolvía por sorteo. Finalmente, en una tercera etapa, los inmuebles que no fueron adquiridos en las dos anteriores -ya una pequeña cantidad- quedaron librados al mercado. CMQ delegó todas las operaciones en una tradicional inmobiliaria quilmeña.

Convocado por la empresa y puesto al tanto de esta “oportunidad”, el sindicato cervecero estableció un criterio para la participación de sus afiliados: apoyaría en el proceso de compra a quienes aún no eran propietarios. Lo haría de diversas formas: negociando la extensión de plazos, monitoreando a la inmobiliaria para que concretara la venta de las propiedades seleccionadas por los trabajadores y, de ser necesario, allanando el camino para la concreción de créditos hipotecarios por parte de distintas entidades bancarias. De este modo, la decisión de la empresa de desprenderse de la villa fue leída por la dirigencia sindical como una oportunidad para conseguir un “beneficio” que se dispuso a administrar e, idealmente, a capitalizar. Su resultado, anticipamos parcialmente, fue el acceso a la primera vivienda para algunos de los afiliados e implicó, entre otras cuestiones y al menos para quienes participaron de la entrevista, nuevos modos de informar sus posiciones en la estructura social.

La flamante condición de propietarios explica buena parte del clima distendido y amable, incluso alegre, en el que transcurrió nuestra conversación con los trabajadores de CMQ en la sede sindical. Haber accedido a la “casa propia”, sin embargo, no parecía ser un logro en sí mismo; lo que le otorgaba suma relevancia era la ubicación y las características atribuidas al barrio en el que habían conseguido hacerlo. “El privilegio que tenemos es que en la cuadra siguiente tenemos el trabajo […] yo venía de trabajar en Capital, zona norte, colectivo, tren, subte… con el tráfico, con los paros”, decía Emiliano.4 “Estoy a dos cuadras [de la fábrica], es una locura hermosa. Estoy acá nomás, yo antes tardaba una hora para ir, para venir”, sumaba Javier. “Salir del trabajo y en cinco minutos estar en tu casa no tiene precio. Es impagable. […] Y además afianzado al lugar de uno mismo, donde uno trabaja, uno vive, uno es esto. Uno es Quilmes”, se conmovía Ignacio. “Me levanto tres y media. Yo entro a las cuatro de la mañana. Cuatro menos cuarto ya estoy adentro de la fábrica […] es una bendición. A las trece salgo, trece y cuarto ya estoy bañado en mi casa”, sacaba cuentas Ángel provocando la risa del resto de sus compañeros y vecinos presentes.

No solo la proximidad entre la casa y el trabajo -que la literatura sobre “sistemas de fábrica con villa obrera” apuntó como estrategia de sujeción y explotación de la mano de obra (Neiburg, 1988, entre otros)- daba sentido a la adquisición de la propiedad. A ello contribuía, como ya mencionamos, el entorno del barrio: “Estás como en el campo, pero a cinco minutos del centro. Es una quinta, por así decirlo, el silencio, la tranquilidad…”, describía Ignacio. A ello, agregaba, su valoración de la villa como “una vecindad armónica”, argumentada en las instancias que reúnen a las y los vecinos, por ejemplo, en virtud de su decoración para las fiestas navideñas y, más recientemente, para Halloween. Antes de la venta, era la empresa la que se ocupaba de sostener y financiar estas celebraciones que no son habituales en otros barrios de la zona. Ahora, afirmaban los obreros, “somos los vecinos los que nos pusimos al hombro esta tradición”.

Aquello que resultaba destacado del barrio no solo se basaba en la propia experiencia de habitarlo, también dependía de su reconocimiento por parte de otros: se trata de un barrio bien ponderado y reputado, “uno de los más lindos de Quilmes”, en el que “es común ver gente sacando fotos”. Esto es lo que permitía a Emiliano afirmar que ellos y sus familias viven “en un lugar importantísimo”, cuestión que el resto confirmaba sumando el dato de la reciente condición patrimonial de Villa Argentina. En cualquier caso, el acceso a la vivienda como una forma de acumulación, un activo económico que podría emplearse ante una coyuntura crítica, o como parte de una inversión asociada a un proyecto de reproducción biológica y social presente en la literatura5 no fueron temas de esta conversación; tampoco lo fue la exaltación de los propios méritos y esfuerzos para acceder a ella. El “privilegio” que para este grupo de trabajadores supone tener una propiedad inmueble en Villa Argentina tampoco fue producto de un logro personal, y menos aún de un golpe de suerte. En todos los casos, la actuación sindical resultó crucial puesto que, para alcanzar la “casa propia”, como decía Leandro, también “hubo que luchar”.

Los beneficios (también) se conquistan

“Hicimos un poco de lío. Hay que contar, hay que contar…”, provocaba a sus compañeros Leandro, el más joven entre ellos y el único que definió Villa Argentina como un “barrio de clase obrera”. Fue entonces que la condición de trabajadores sindicalizados reveló su peso, y el término nativo “beneficio” mostró su densidad en diálogo con otro no enunciado explícitamente: “derecho”. Poco antes de iniciar el proceso de venta de los inmuebles, según comenzaron por explicarnos, la empresa subió el valor de los alquileres. “De pasar de ser algo simbólico, [pasaron] a cobrarnos cifras exorbitantes”. Ante esta situación, decía Leonardo, “nosotros vinimos a nuestros defensores, el sindicato. Y ahí se metió el sindicato, y la empresa no quería que se meta el sindicato, y se metió, o lo metimos a la fuerza”. Esta acción marcó el inicio de un largo periodo en el que, de acuerdo con todos los presentes, se buscó desgastarlos, hacer que los trabajadores desistieran de la compra de las propiedades para poder ponerlas a la venta al precio del mercado, de modo tal que tanto la empresa como la inmobiliaria pudiesen obtener una mayor rentabilidad por ellas. Una sucesión irónica de “malos entendidos” o de “errores involuntarios” dominaba sus relatos demostrándolos conocedores de la dinámica del capital al que parecían saber confrontar individual y colectivamente. En el primer caso, adelantándose a cualquier paso que pudiese dar la inmobiliaria: si alguno de los trabajadores era citado a las 10 de la mañana, a las 9 estaba allí. En el segundo, haciendo de los incumplimientos de la empresa una prenda de negociación: si la empresa no entregaba los planos de las propiedades en el plazo estipulado y eso retrasaba las operaciones inmobiliarias, el sindicato renegociaba los plazos y la cotización del valor del dólar fijado para la transacción.

En cualquier caso, concluía Ignacio, quien sumaba la mayor antigüedad en la fábrica (20 años), “sin el sindicato no se podría haber hecho. Nos pasaban por arriba”. En ese preciso momento, la sonrisa y la mirada brillante de N dirigida hacia nosotras indicaba que esas eran las palabras que deseaba escuchar, y quería que escucháramos también. Sin embargo, no se trataba, o no solamente, de destacar su protagonismo ante las visitantes, sino de constatar que los trabajadores presentes comprendían que el logro alcanzado era el resultado del diálogo, el acuerdo y el compromiso de las partes, por oposición al conflicto abierto y la denuncia pública. En este punto, la coda del proceso estaba destinada a los trabajadores presentes. “Nosotros”, comenzó a explayarse N,

nos habíamos juntado, habíamos acordado […] Había un grupo [de vecinos] que, por ahí, iba a [manifestarse a] la municipalidad […] y [eso] en definitiva quedó en nada. Y nosotros concretamos, nos sentamos acá en la mesa […] Nosotros lo que dijimos fue ‘la gente que nosotros tenemos, vos la tenés que respetar’ […] Si tenemos un problema, pongámoslo en la mesa y hasta que no lo solucionemos no nos vayamos de acá, porque eso es lo que necesitan los muchachos. Los muchachos no necesitan salir a la calle, los desgastás, necesitan que nos desgastemos nosotros, vos como gerente y yo como gremio.

Este modo de actuar, es decir, de hacer a “la posibilidad que los muchachos tengan su casa” en palabras de N, es parte de una lectura y reflexión que excede ampliamente el caso de la venta de la villa. Se inscribe en la memoria de un sector para el cual la confrontación abierta había dejado paso a amargas derrotas. N, que ingresó a la fábrica en 1986 y dirige el sindicato desde comienzos de los 2000, estaba allí para recordarlo y transmitirlo. Su intervención sintetizaba el curso de distintas transformaciones entrelazadas que hoy informan, no solo cambios en la lucha sindical, sino también nuevas experiencias de clase. Vale detenernos en su trayectoria que, en parte, explica cómo la obtención de “beneficios” se enlaza con las luchas en el “lenguaje de los derechos” (Sigaud, 2004).

Antes que luchar o defender los derechos de los trabajadores, N entiende que su tarea es “velar por el bienestar de los compañeros”, un término que, en su reflexión, alude a la posibilidad de alcanzar bienes y servicios que permitirían crecientes grados de realización personal y social. Su lectura utilitarista del “bienestar” resulta indisociable del proceso de agudización de las desigualdades intracategoriales (cf. Fitorussi y Rosanvallon, 1997) en las que N construyó su liderazgo sindical; una época que describió como “muy salvaje” en distintos sentidos que vale desplegar. “Salvaje”, por el esfuerzo físico que implicaba: era un trabajo “muy pesado, y vos tenías la posibilidad de tomar la cerveza en cualquier lado, imaginate a 40 grados de calor en la botillería”; “salvaje”, también por la vertiginosa transformación del proceso de producción: “de golpe y porrazo nos pusieron la computadora. Nosotros pensábamos, ‘apretamos acá y vuela todo’ […] y tuvimos que aprender”; “salvaje”, por último, por la política sindical en los primeros años de la restauración democrática. Sus primeros años en la fábrica lo encontraron en plena lucha contra el “Plan Austral”, encabezada por otro obrero cervecero al frente de la CGT: el emblemático Saúl Ubaldini. N llegó a conocer a quien, conmovido hasta las lágrimas cuando hablaba desde un palco, condujo 13 huelgas generales durante el gobierno de Raúl Alfonsín. Hoy, las fotos de Ubaldini no integran el panteón del salón principal del sindicato, presidido por las imágenes de Eva y Juan Domingo Perón en su traje militar; pueblan en cambio las paredes de la habitación contigua en que se exponen los numerosos trofeos obtenidos en distintos eventos deportivos. En ellas se lo ve recibiendo distinciones, mezclado entre grupos de compañeros sonrientes.

Durante la década de 1990, N experimentó cómo, en sus palabras, “la tecnología y Menem medio que nos hizo pomada”. A partir de 1993, la desocupación en el país se multiplicó, y en mayo de 1995 llegó al 18% de la Población Económicamente Activa (PEA) urbana: los sindicatos vieron disminuir su plantilla de afiliación, perdieron capacidad de reclutamiento y representación (cf. Palomino, 2000). El sindicato cervecero en que N comenzaba a perfilarse como dirigente no fue una excepción. Los tiempos habían cambiado y la reestructuración neoliberal arrojaba un sindicalismo debilitado en sus funciones tradicionales, transformado en proveedor de bienes y servicios (Murillo, 1997) y “una estructura del sentir en torno al trabajo vertebrada por la percepción de la subsistencia y la precarización” (Manzano, 2002, p. 86). Sin embargo, no era esta la idea que N deseaba transmitir a los jóvenes trabajadores presentes. Lo que buscó, en cambio, fue remarcar la ausencia de solidaridad pública entre pares cuando la conflictividad desbordaba los propios consensos, para establecer así los límites de las demandas y las acciones:

Yo muchas veces les digo a ellos [en referencia a los trabajadores presentes], cuando hacemos asambleas: nosotros cuando estamos del portón [de la fábrica] para adentro podemos discutir todo lo que sea, sin faltarnos el respeto [...] Ahora, cuando estamos del portón para afuera, estamos en el horno, ya [...] Por eso nosotros cuidamos mucho, nos quedó de la época de la reestructuración que, de golpe y porrazo, la empresa sacó 112 muchachos. Pero, ¿sabés qué? Había 112 en la calle y 200 adentro que decían ‘bueno, que arreglen esto y se vayan’ […] Me quedó para toda la vida eso. Entonces, yo no quiero que eso le pase a ningún compañero mío de esta camada que tenemos. Que entiendan que sí, hay que discutir algunas cosas, pero tampoco llegar a un extremo.

N asumió la conducción del sindicato en los primeros años de este siglo, casi al mismo tiempo en que AB InBev adquirió CMQ. Su gestión -y el ingreso a la fábrica de la mayoría de los trabajadores entrevistados- coincide con el periodo menos conflictivo en términos de movilización sindical desde 1983 (cf. Palomino, 2000). Desde entonces, el sindicato se movilizó con contundencia en dos ocasiones: en 2014 y 2015, ante la convocatoria de la CGT que tuvo como punto central el “impuesto a las ganancias” que abarcaba a todos los presentes al momento de la entrevista.

“Velar por el bienestar de los compañeros”, entonces, tal vez sea el epítome más certero que dejó en N la opción estratégica por la “supervivencia organizativa” (Murillo, 1997) ante las reformas estructurales de los años 1990. Un aprendizaje que, a su vez, se remonta y emparenta con el “pragmatismo institucional” adoptado por parte del sindicalismo a partir de la proscripción del peronismo (James, 1988), aunque claramente su motor ya no sea el mismo. Hoy, ganar autonomía respecto de la movilización de las bases indica que los sindicatos ya no son “instituciones portadoras de fuerza política per se”, pero alude al proceso social que los contiene, signado por el reescalamiento de las ideas de “causa” o “bien común” (Rubinich, 2022, p. 47). Esto último permite comprender el modo en que N incorpora el lenguaje y los objetivos productivos del capital para explicar y establecer los márgenes de acción sindical, así como su forma de establecer la distinción entre identificación y pertenencia:

Empezamos a aprender cuál era el “negocio”, entre comillas, nuestro. Tenemos que tener calidad, eficiencia, seguridad y volumen […] La cantidad de volumen que nosotros metamos es la cantidad de gente que nosotros vamos a tener […] Nosotros no somos socios de la empresa, tenemos sentido de pertenencia. Discutir vamos a discutir siempre con ellos, [pero eso] no quiere decir que sean enemigos nuestros

Desplegar el propio “negocio” basado en los estándares empresariales (calidad, eficiencia, seguridad y volumen) en pos de la obtención de un rédito acerca su posición a la del “nuevo sindicalismo” asociado a valores de modernización y globalización observados, por ejemplo, en la organización gremial de trabajadores de grandes cadenas de supermercados (Abal Medina, 2014). En este mismo sentido, el lenguaje de N no parece muy distinto al constatado por Palermo y Ventrici (2020) para la Unión Informática, que reúne a quienes trabajan en plataformas de e-commerce. Lo destacable es que, en la perspectiva de estos últimos, muy posiblemente N encarne la figura paradigmática del gremialista y el estilo sindical que repudian y estigmatizan. Sin embargo, existe un punto en el que efectivamente la tradición gremial que encarna N introduce una distinción nada menor: entender el “negocio nuestro” supone incorporar y compartir un criterio común sedimentado que restituye una experiencia histórica. La definición de ese criterio es la que emparenta la conquista de un “beneficio” con el “lenguaje de los derechos” (Sigaud, 2004) y, ambos, con una sensibilidad fraguada en una “memoria de clase” (Bauman, 2011). Regresemos a la sede sindical para observarlo.

Cuando la conversación iba mediando, el balance general de las operaciones inmobiliarias que habían concretado los trabajadores presentes parecía explicarse como un “gran negocio”. De hecho, yo misma lo enuncié de ese modo. Ganada la batalla a la inmobiliaria y a la empresa que buscó desgastarlos, sorteadas las ansiedades e incertidumbres de un valor del dólar en alza sobre el fin del gobierno de Mauricio Macri, todos los presentes, al fin de cuentas, habían logrado comprar su casa en un barrio hermoso, cuya ubicación resultaba inmejorable, por un valor muy por debajo de lo que establecía el mercado. Complejizar esta lectura fue tarea de Sebastián, el joven integrante de la comisión directiva del sindicato, que tomó la palabra para reencauzar contundentemente el sentido del balance en curso. En la que fue su única intervención de la tarde, señaló:

Uno lo ve desde un punto de vista y dice “uh, fue un negocio”. Y no, no fue un negocio, acá los que obtuvieron un beneficio fueron los compañeros que tenían prioridad, porque no tenían casa. Yo, cuando se dio eso [la venta de las propiedades en Villa Argentina], no me metí. Los compañeros que tenían sus casas no se metieron, por más que… “uh, es un negocio…”. No, la prioridad es de los compañeros [que no eran propietarios].

De este modo, la mediación y el lenguaje sindical se reconfiguran y relanzan. La gestión de un “beneficio” se encuentra -en el consenso que supuso establecer una “prioridad”- con las bases que cimentaron los rasgos diacríticos de la sociedad de movilidad ascendente, aun cuando esto no implicara que el “individualismo pragmático” (Rubinich, 2022) profesado en otras dimensiones de la vida gremial obliterase la “lucha por [otros] derechos”. Por ello, en el transcurso de la conversación, aun cuando no fue mencionada en ningún momento, no era completa la ausencia de la noción de “derecho”; tampoco operaba como una mera sustitución o de una suerte de sinonimia. Más bien, en el establecimiento de un vínculo creativo entre “derecho” y “beneficio”, nociones que forman parte del lenguaje sindical desde hace larga data,6 se configura la agencia sindical, se reflejan las derrotas y se imprimen las conquistas que impulsaron las autoidentificaciones de clase que pudimos registrar aquella tarde.

“Hoy, nosotros somos clase media”

Sobre el final de nuestra conversación, preguntamos a todos los presentes cómo describirían Villa Argentina. Las respuestas acusaron cierta heterogeneidad controlada que se extiende a las autoidentificaciones de clase ensayadas para sí mismos. Salvo Leandro, que fue el primero en tomar la palabra para definir a la villa como “un barrio de clase obrera”, el resto desestimó esta tipologización y apeló a variaciones de “clase media”: “clase media no te diría acomodada, pero con ciertos privilegios”, dijo Emiliano; “clase media con ventajas”, propuso Javier.

“Beneficio”, “ventajas”, “privilegios” resultan términos que aluden a un contexto y a relaciones que colocan en el horizonte comparativo la condición de trabajadores formales “bien pagos”. Tener un “empleo fijo”, como abundaba Javier, los sitúa en un segmento comparativamente afortunado que, a su vez, condiciona las posibilidades de encauzar demandas y comunicar expectativas: “el famoso ‘vos laburás en Quilmes, ¿de qué te quejas?’” que mencionaba para ejemplificarlo opera como frontera, al mismo tiempo en que contribuye a situar la eficacia pedagógica del conflicto laboral desplegada por N durante la conversación.

Si, como explica Bauman a partir de su lectura de Thompson (1989), la clase nació del conflicto social y “la percepción de clase nació del discurso sobre el conflicto” (2011, p. 52), podemos preguntarnos qué dimensiones estructuran dicho conflicto, al menos en el transcurso de aquella conversación. Fue Guillermo quien ensayó una posible respuesta:

Al haber tanta desigualdad social, laboral, hoy nosotros somos clase media, laburantes que todos los días nos levantamos… Pagamos impuesto a las ganancias, pero quizás hay gente que tiene un laburo mucho más precario, y te ven a vos como si estuvieras en otra posición, pero porque están desfasados de la ideología. No porque vos estés… [o seamos] potentados ni mucho menos.

Guillermo explicaba la incongruencia entre ocupación, ingresos, posición y autoidentificación de clase tomando en consideración tanto el proceso de polarización social entre las clases -“la retracción del empleo industrial, el incremento de la precariedad y la inestabilidad laboral, del desempleo y la pobreza” (Kessler, 2016, p. 20)-, como los efectos de su estatalización vía la política fiscal: más allá de los juicios que puedan caber, verse alcanzado por el “impuesto a las ganancias” era un criterio válido para indicar la pertenencia de clase. Se trata de un criterio compartido, que no es privativo de obreros como Guillermo, sino que se extiende a otros y otras vecinas de la villa que describen el barrio como “de clase media”. Claudia, quien ingresó a CMQ en 2001 como secretaria gerencial y lleva casi el mismo tiempo residiendo en Villa Argentina, decía:

Vos pensá que los operarios pueden ganar mucho mejor que un junior o un profesional. Sí, de hecho, mi hermano […] que entró [a CMQ] después que yo, en la parte de los procesos […] Por supuesto son horarios rotativos, tenés cosas que por ahí no cualquiera acepta […] Pero en un momento mi hermano ganaba mucho más que yo. ¡Pagaba ganancias! ¡Eh, flaco! [risas] Pero claro, los chicos están sindicalizados, el trabajo del operario es muy bien reconocido, entonces no es que acá [en Villa Argentina] vas a ver una diferencia social porque el tipo es un operario. No existe eso. (Claudia, entrevista, julio de 2022)

Habitar esta posición no es una tarea sencilla. Acceder y disfrutar de “beneficios”, “ventajas” y “privilegios” es parte de una lucha colectiva, y mantenerlos, una tarea cotidiana que no siempre resulta efectiva o reconocida como tal. Es en este punto que, como señala Dickey (2012), la autoidentificación de clase radica también en la persuasión y su validez ante otros. “Cuando alguien sube una foto del barrio en las redes”, decía Emiliano, “y hacen comentarios del barrio, ‘el barrio está venido abajo, no lo mantienen’, por ahí la gente no sabe lo que cuesta tener bien la casa o pasar una buena pintura”. Sus casas no son las que se encuentran mejor conservadas o refaccionadas, tampoco las que exhiben los mejores jardines. Los trabajadores, propietarios en la villa, viven este registro a conciencia: los beneficios también recuerdan la fragilidad. “Hoy, nosotros somos clase media”.

A modo de cierre. Derechos, beneficios y agencia en el mundo popular

Quiero destinar este último apartado a situar y expandir, siempre parcialmente, la articulación que busqué explorar en términos etnográficos a lo largo de este artículo. Para ello resulta sugerente sintetizar el devenir de la premisa arendtiana -“derecho a tener derechos”- que ha guiado en buena medida la sociología argentina producida desde los años de la transición democrática. Como horizonte ético, esta premisa permitió captar los procesos de construcción de ciudadanía “por abajo” que en los años 1980 mostraban novedades estimulantes, entre ellas la vitalidad y heterogeneidad de los movimientos sociales que ganaban las calles. En su especificidad sindical, la literatura advertía que el fin de la última dictadura traía consigo la expansión de las funciones gremiales tradicionales. Esto contemplaba las transformaciones en la dimensión y composición de la clase obrera (cf. Palomino, 1989), a la vez que mostraba el terreno cedido por sus otrora proyectos de transformación social (Calderón y Jelin, 1987).

A lo largo de la década de 1990, el “derecho a tener derechos” acusó el recibo de la creciente segmentación, polarización y desigualdad social que caracterizó a la reconversión neoliberal (Minujin y Kessler, 1995) y fue leída crecientemente en el prisma de las “políticas de las identidades” que procuraron rúbricas, estrategias y formas de inclusión (Segato, 2007). El inicio del nuevo siglo diversificó su alcance en las políticas que pugnaron por la ampliación de reconocimiento. Al mismo tiempo, salvo algunas excepciones registradas entre otros por Pereyra (2008), la literatura coincidía en apuntar la pérdida de su densidad en el mundo sindical. En su marco, el declive de las funciones tradicionales derivadas de una agenda en la que la centralidad de la clase fue estructurante y el modelo “business union” (Palomino, 2000) cobraba primacía, resultó explorado melancólicamente (cf. Traverso, 2018).

La frustración de las expectativas políticas, intelectuales y académicas antepuestas a lo que los actores despliegan como recursos genuinos probablemente haya condicionado las posibilidades de elaborar interpretaciones que pudiesen dar cuenta de las profundas transformaciones del mundo del trabajo en curso (Soul, 2018; Moriconi, 2023). Desde comienzos de este siglo, es posible que estemos observando “agencia” allí donde las ciencias sociales recuperan la esperanza y reafirman su convicción emancipadora: la tuvieron -y tienen- algunos segmentos de los sectores populares que enfrentaron de innumerables formas creativas “las crisis” económicas y políticas, pero no necesariamente los obreros y sus sindicatos, cuyas estrategias son generalmente dispuestas para argumentar las imputaciones sobre “entreguismo” o “crisis de representación”. Es posible que esto último, más que dar cuenta de las experiencias de los actores, ilumine nuestras propias limitaciones a la hora de comprenderlas.7

Hace casi dos décadas, Sigaud (2004) demostraba la forma en que el “lenguaje de los derechos” no era opuesto sino tributario del “lenguaje de los sentimientos” asociado a la tradición; indicaba que su empleo podía leerse como parte de las conquistas de la modernidad, pero también como compensación ante la pérdida de los mecanismos de protección que hasta los años 1970 dominaron en los ingenios azucareros del nordeste brasileño. Provocativamente, su etnografía describía y analizaba “tudo o que o direito deve à honra” (Sigaud, 2004, p. 152). Hoy su trabajo constituye un faro, particularmente por su llamado a reponer la sociogénesis de los conflictos, a “interrogar sobre as propriedades sociais dos indivíduos envolvidos e a história de suas relações para reinscrever os fatos relevantes do direito em quadros sociais mais amplos” (Sigaud, 2004, p. 155). En este punto, podríamos decir, su análisis es crucial porque entre otras cuestiones atiende “las discontinuidades y las dialécticas de las progresiones y de las regresiones en el proceso social” (Thompson, 1997, p. 27).

Este artículo se propuso seguir este camino explorando transiciones y desplazamientos en el lenguaje sindical y su articulación con las autopercepciones de clase a partir de una extensa y profunda conversación con un grupo de trabajadores de la industria alimentaria. Intentamos señalar que “beneficios” y “derechos” no necesariamente aluden a dimensiones o tareas gremiales distintas, como lo fueron en otros tiempos en que el horizonte de la movilidad social ascendente y la “ciudadanía social” transformaba a los primeros en una serie de activas secretarías en el organigrama sindical. “Beneficios” (y sus términos asociados, “ventajas”, “privilegios”) no se oponen a “los derechos”; constituyen el terreno en el que estos últimos se relanzan en un contexto de agudización de las desigualdades intracategoriales y de un marcado retroceso del poder político sectorial. Advertir este contexto, sin embargo, no debería autorizarnos a ver en los “beneficios” (por los que también “hay que luchar”) un saldo degradado de épocas mejores, sino la agencia que supone presionar por su articulación. Esto es: “colocar un derecho allí donde hay un beneficio” potencial, tal como indica el hecho de consensuar que el sindicato apoyaría en la compra de las propiedades en venta a los afilados que aún no eran propietarios.

El acceso a la primera vivienda propia como tópico del complejo proceso de efectiva movilidad social ascendente que vivió el país por casi un siglo no encontró a nuestros interlocutores en un tiempo de “propagación de una sensibilidad igualitaria” (Rubinich, 2022, p. 11), sino en el marco del surgimiento de nuevas sensibilidades, algunas incluso contrarias en su espíritu. Esto, que gravita actualmente en sus autopercepciones de clase, y que el lenguaje sindical logró captar con contundencia, es crucial para comprender la articulación que nos propusimos abordar. En principio porque confronta las operaciones y mediaciones que hoy componen las lecturas de la estructura social en tanto formación histórica desde la perspectiva de un sujeto que ha sido protagonista de su propia transformación. Luego, porque nos permite revisar algunos de los términos que hoy están presentes en la conversación pública y resultan connotados negativamente en muchas ocasiones: “beneficio”, “ventaja” y “privilegio” son algunos de ellos.


Agradecimientos

Agradezco al Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas y a la Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica de Argentina . Pablo Semán y Luciana Turrin realizaron una lectura atenta y generosa del borrador de este artículo por la que estoy sumamente agradecida. Desde ya no son responsables de los errores, que corren por mi cuenta.

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Notas:

[1] Luciana Turrin, estudiante de la Licenciatura en Antropología Social de la UNSAM, acompañó como observadora la realización de la entrevista.

[2] La observación surge de los datos aportados por Latinobarómetro: de 2011 a 2018, la autoadscripción mayoritaria para Argentina era “clase media”. En 2018, esta representaba el 36,4%, y en 2020, el 26,8%; en tanto “clase media baja” representaba el 37,5% (2018) y 40,35 % (2020) y, “clase baja”, el 20,3% (2018) y 22,7% (2020).

[3] La opción por no incluir una reseña o historia institucional del sindicato es deliberada. Esta, a los fines de nuestro argumento, se verá tramada en sus aspectos significativos a lo largo del artículo.

[4] Salvo indicación en lo contrario, todos los pasajes citados en el artículo corresponden a la misma entrevista, realizada el día 9 de noviembre de 2022. En todos los casos, el énfasis me pertenece.

[5] En Rodríguez de la Fuente (2020) puede hallarse un sólido estado de la cuestión al respecto.

[6] De acuerdo con Lazar (2019) y su revisión de la literatura, “derecho” y “beneficio” en el sindicalismo argentino diferencian aquello que se encuadra en la ley vigente o potencial (hacer cumplir o conquistar un derecho) y aquello que, sin ser objeto de la existencia o demanda de una regulación específica, contribuye al bienestar integral de las y los trabajadores.

[7] Agradezco a Pablo Semán esta observación.

Notas

[8] Financiamiento: El artículo es parte de la investigación financiada por el Consejo de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) y la Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica de Argentina a través del PICT 2017-1767.