0000-0003-3464-2995 Andrea Jimena Villagrán[1]
The Ways of Requesting and Networks of Life Reproduction. Multitemporal ethnographic vignettes situated in a locality of the Calchaquí Valley in Salta, Argentina
Os modos de pedir e as tramas da reprodução da vida. Vinhetas etnográficas multitemporais situadas em uma localidade do Vale Calchaquí da província de Salta, Argentina
Este artículo busca contribuir a la reflexión acerca del vínculo entre política y sectores populares a partir de una exploración etnográfica multitemporal, que relaciona pasado y presente a través de la pregunta por las continuidades y transformaciones en las formas de acceso a los recursos y bienes imprescindibles para la reproducción de la vida, e indaga acerca de las relaciones y arreglos sociales implicados en ello. Esa inquietud pone en diálogo dos temas, que han sido abordados de modo independiente: la reestructuración de una actividad productiva central para la economía regional y las condiciones de posibilidad que modulan el proceso de formación de estatalidad y su expansión territorial. En ese sentido, sostenemos que la desarticulación del sistema de trabajo residencial, sobre el que se estructuraba la organización del trabajo en las fincas de producción vitivinícola, y que sustentaba la compleja configuración de interdependencias entre patrones y peones hasta los años setenta, es un aspecto insoslayable para comprender el modo en que se forma estatalidad, se expande su trama y se prefiguran aspectos sustantivos de las dinámicas actuales, en una localidad de la región del Valle Calchaquí, en la provincia de Salta, norte de Argentina. En el abordaje, la descripción e indagación de situaciones ubicadas en diferentes recortes temporales recupera instancias de un amplio recorrido de investigación, articulando el estudio de distintos momentos específicos entre los años setentas y el presente, para la comprensión de un proceso de mayor duración y alcance temporal que implica al pasado y al presente.
Este procedimiento se afirma en una estrategia metodológica que complementa el trabajo de campo antropológico propiamente dicho y el trabajo de y con archivos, de reconstrucción sobre la base de documentos diversos, inconexos y discontinuos de la administración municipal y un voluminoso expediente judicial, materiales relevados a lo largo de diez años de trabajo de campo en Animaná (departamento San Carlos, región Valles Calchaquíes, norte de Argentina), a partir de la interacción con diversos actores y agentes institucionales. Así también, se consultaron distintos tipos de fuentes documentales alojadas en repositorios públicos y privados de la provincia de Salta y de la localidad de Cafayate, cabecera del departamento homónimo y principal ciudad del Valle Calchaquí. Cafayate se encuentra a 180 km de distancia de la capital de la provincia; el departamento tiene una población de 17.829 habitantes (INDEC, 2022), y allí se concentran los principales servicios públicos y privados de la zona: hospital público de mediana complejidad, instituciones de educación superior no universitaria y anexos de la Universidad Nacional de Salta, sedes sindicales, sucursal del banco Macro, oficina de correos, estación terminal de ómnibus, supermercados, farmacias y comercios varios. Animaná es uno de los tres municipios del Depto. San Carlos (7798 habitantes, INDEC, 2022), se sitúa a 15 km de Cafayate; y la dinámica cotidiana de su población está integrada a la de Cafayate, hacia donde la gente se desplaza para trabajar, estudiar, aprovisionarse y realizar trámites. Los registros de observación y entrevistas realizadas en las oficinas municipales de Animaná, en julio y diciembre de 2019 y en febrero de 2020, conforman los materiales fundamentales puestos en juego en este trabajo. Las conversaciones con empleados/as de las oficinas municipales, así como con pobladores/as que asistían a realizar trámites o peticiones posibilitó adentrarnos en esa dinámica cotidiana e identificar los modos de vinculación que allí tienen lugar, las solicitudes y arreglos que circulan y tornar significativas las formas de pedir y de entregar envueltas alrededor de las “asistencias” y “ayudas”.
El punto de partida del análisis propuesto es la inflexión que marca, en los años setenta, el desmontaje de un aspecto estructurante del modo tradicional de acceso a la tierra y la vivienda, de organización del trabajo y de ordenamiento de los vínculos interpersonales en las fincas vitivinícolas de la región del Valle Calchaquí. La desarticulación progresiva del sistema de trabajo residencial, del entramado de vinculaciones recíprocas entre patrones y peones,1 reconfigura la organización y reproducción de la vida, lo cual genera una ruptura con las actividades productivas agrícolas y ganaderas al promover la expulsión de las tierras y viviendas concedidas como parte del “arreglo” de trabajo. Algunas familias residentes consiguieron relocalizarse prontamente en el pueblo de Animaná, a través de la intervención del primer programa estatal de viviendas sociales, de 1982. Otras terminaron de “salir” de la finca al cabo de treinta años.
Este proceso de reestructuración habilita y a la vez modula la formación de la trama de estatalidad local, en tanto se va tornando necesaria la implementación de acciones y políticas públicas que intervengan para el acceso a bienes o recursos, a la reproducción de la vida de los pobladores (Narotzky, 2004),2 al aseguro de ciertas condiciones de bienestar y al cumplimiento de derechos laborales.3
Analizar la inflexión en la que el ordenamiento “tradicional” empieza a desarticularse y el modo en que se reconfiguran las relaciones históricas de poder y de largo arraigo en ese espacio de los Valles Calchaquíes contribuye a las discusiones sobre un campo temático poco abordado, pero que reconoce ciertas preocupaciones en los inicios de la antropología social en Argentina. Estas giran en torno a las estructuras sociales, de poder y las asimetrías en el mundo rural, las formas de dependencia y subordinación, y delinean una agenda aún abierta.
En los años setentas, la región Noroeste de Argentina ocupó un lugar privilegiado en el programa de investigaciones interesado en las relaciones de poder y dominación, las formas de producción, trabajo y aprovisionamiento y la explotación en los procesos de articulación social y desarrollo del capitalismo en zonas “periféricas”. Se realizaron investigaciones en distintas provincias, que habilitaron las discusiones acerca de las formas de patronazgo y clientelismo, las redes de relaciones y obligaciones mutuas que integraban lo económico, lo cultural y lo político en transformaciones a distintas escalas. Esther Hermitte y Carlos Herrán (1970) analizaron el patronazgo y el cooperativismo en los Valles Calchaquíes catamarqueños. Hebe Vessuri (2011), en el contexto de las fincas de producción de algodón y explotación forestal en Santiago del Estero, estudió las nociones de igualdad, la jerarquía y los compromisos entre capataces, peones y patrones. Así también, Vessuri (1977) analizó las transformaciones estructurales en las comunidades de obreros rurales y productores de caña de azúcar en Tucumán y su relación con los “elementos que condicionan la conciencia de clases”, interrogando la organización de la producción y las relaciones sociales en vínculo con la “evolución” de los procesos de desarrollo capitalista y de concentración de la propiedad de la tierra.
Luis Maria Gatti (1975) estudió la finca Luracatao, ubicada en los Valles Calchaquíes salteños, y la identificó como un caso de articulación entre los sistemas de hacienda y plantación a través de la circulación de la fuerza de trabajo entre la finca y el ingenio azucarero San Martín del Tabacal (Orán). Los pobladores de la finca Luracatao pagaban entonces el arriendo por medio de la prestación de trabajo estacional en la zafra del ingenio azucarero, cuyo propietario era también el dueño de la finca.
Esas preocupaciones y estos abordajes que tuvieron relevancia en la década de 1970 constituyen lo que Rosana Guber y Germán Soprano (2003) definieron como “el tramo perdido” de la antropología argentina. En esa afirmación instan a recuperar el vínculo con esta línea que marcó un camino de estudio en el cual se concedía un lugar destacado al patronazgo y clientelismo como nudo de todas las relaciones sociales. La dictadura militar, el exilio de una generación y la redefinición de prioridades en los programas de la disciplina con el retorno democrático imposibilitaron la continuidad en el desarrollo de estos temas.
Algunas aristas de aquellas inquietudes se actualizaron a partir de los debates suscitados por las transformaciones estructurales de la Argentina de los noventa, la explosión del desempleo y la pobreza y su asociación con el “clientelismo político” como tema de agenda pública y mediática. En tales discusiones, a diferencia de los estudios de los setenta, el foco de interés se coloca sobre las periferias del espacio urbano, signadas por la exclusión o la marginalidad. Esos debates, ordenados en torno al binomio “política - pobreza” (Masson, 2002), dieron cuenta del solapamiento del tratamiento del clientelismo, entre su condición de categoría nativa, categoría conceptual y fenómeno social.
Los planteos involucrados desbordaron el campo académico y se integraron como marcos interpretativos y valorativos en cierto sentido común. Es frecuente identificar, en la prensa o en discursos públicos, valoraciones de acuerdo con las cuales se sobreentiende que las cadenas de dependencia y coacción interpersonal atribuidas al clientelismo constituyen deformaciones, vicios o un lastre pre moderno.
La proyección de ese juicio a las pretensiones explicativas de sentido común sobre la política en los márgenes geográficos del territorio nacional tuvo como efecto la identificación de las provincias del extremo norte del país con los resabios del clientelismo, el patronazgo y el caudillismo. Ello desde la asociación con las formas tradicionales de la política, en las cuales las herencias del pasado no habrían sido superadas ni removidas, perdurables por la fuerza ordenadora de los vínculos de interdependencia personal y el peso de las redes familiares, de las implicancias del parentesco en las dinámicas del poder y las distribuciones de prebendas. Es recurrente la apelación a nociones como feudos, regímenes oligárquicos, clanes, linajes y dinastías para referirse a estos y sugerir su anacronismo. La concentración de las decisiones y privilegios en grupos de poder reducidos sería propia de esa política con un predominio de los arreglos informales por sobre los modos institucionales, las garantías legales y el resguardo de derechos. Todo ello encontraría tierra fértil en la singularidad de sociedades desiguales, arrasadas por la pobreza “endémica”. En la convergencia de las asociaciones emerge una imagen singular del clientelismo, constituida en torno al binomio pobreza-tradición, desde la valoración de “atraso” como unidad de sentido que la distancia de la imagen proyectada para el clientelismo en los entornos y periferias urbanas.
En las imágenes que circulan a través de discursos públicos, en folletería y propagandas de promoción turística, en productos culturales folklorizados, sobre el espacio de los Valles Calchaquíes salteños se exalta la asociación entre belleza natural, paisaje y el atributo invaluable de haberse resguardado del paso del tiempo y de la historia. Desde distintas voces y perspectivas que se pretenden críticas desde los discursos circulantes en los medios de comunicación, producciones académicas, dirigencias sociales y sindicales, las fincas calchaquíes se asocian a la supervivencia de relaciones de poder y dominación que se adjetivan como “tradicionales” a la vez que sus componentes distintivos contendrían rasgos de paternalismo, personalismo, “despotismo”, resabios “clientelares” y de patronazgo. Los peones son inmediatamente comparados con “vasallos” y “siervos”, y los patrones con “señores feudales”, homologías y valoraciones que se anudan bajo una particular noción de “tradición” y pasado vivo.
En ese sentido, por ejemplo, desde la perspectiva de una destacada figura intelectual, emblemática de los estudios folklóricos de mediados del siglo XX en el Valle Calchaquí “la vida patriarcal de los feudos montañeses” constituía un ejemplo del modo en que “la tradición sobrevive soterradamente en nuestra vida contemporánea” (Cortazar, 1963, p. 135). En esos “feudos” convivían señores, señoras, peones, capataces y sirvientas, “afincados”, “arrenderos” y “puesteros”, que definían “un conglomerado sociológico y económico”(Cortazar, 1949, pp. 94 y 95).4 En un sentido similar, en un estudio de orientación socioantropológica localizado al extremo sur de los Valles Calchaquíes salteños, Élida Sonzogni (1968, p. 5) advirtió sobre “la distancia social entre quienes se ubicaban en el extremo superior y en el inferior”, fenómeno al que definió como “estratificación”. Característica distintiva de Cafayate, esta se explicaba a partir de la concentración de la propiedad de la tierra y era un síntoma de la resistencia de esa sociedad a los procesos de cambio modernizante.
Hasta los años setenta, cuando empieza a desarticularse el sistema de trabajo residencial en los Valles Calchaquíes, el ingreso a las fincas habilitaba el acceso al trabajo y a la vivienda, situación sobre la cual se había organizado la producción vitivinícola desde inicios del siglo XX. Hacia mediados de esa centuria, Animaná tenía alrededor de 600 habitantes, cuyo sustento derivaba del cultivo de vid y de la elaboración de vinos. En 1983, una de las dos fincas de la localidad cambió de titularidad y pasó a denominarse Animaná SA. Al igual que la mayoría de las productoras viñateras de la región, esa unidad se organizaba con un sector de cultivo de viñas o parras, una edificación principal llamada sala, la casa de los patrones, instalaciones para la elaboración del vino (fábrica), y área de estacionamiento del vino (bodega). En el sector sin cultivos se asentaban los ranchos de los peones y sus familias y también potreros y granjas de animales.
Como espacio social, la finca conjugaba distintas modalidades de jerarquización y diferenciación (Villagrán, 2014 y 2019a), relativas a las actividades y posiciones de cada quien, las diferencias entre el trabajo de surco -entre las viñas- como peón y las tareas en la bodega, jerarquizadas y mejor remuneradas, cuyos trabajadores se diferenciaban como obreros. La condición de los trabajadores podía ser permanente o temporaria, ello ligado al ritmo estacional que marcaban las tareas de poda, riego, atado y desbrote, o la cosecha, que se realizaba entre febrero y marzo, que demandaba mayor trabajo y mano de obra externa a la finca.
La entrada, el ingreso a este espacio, se realizaba a través de un arreglo de palabra entre hombres, un acuerdo entre el jefe de familia y el propietario de la finca. La petición de trabajo y vivienda se hacía verbalmente, y la concesión de estos suponía una suerte de contrato informal, ciertos derechos y obligaciones tácitos, que vinculan a las partes en términos de patrón-peón y, simultáneamente, como empleador/trabajador. El patrón, según recuerdan extrabajadores y peones de esta finca, ejercía un celoso control de cuerpo presente sobre su territorio, lo recorría en toda su extensión haciendo un reconocimiento efectivo de sus dominios: visitaba las casas, huertos y corrales con gran frecuencia. Eso le confería una impronta personalizada a los vínculos, abonados en el trato cotidiano. El hecho de que patrones y peones habitaran en un mismo predio, aunque fuera en sectores diferenciados, creaba una especie de cercanía desde la jerarquía, que recreaba a diario las posiciones y roles de cada quien en ese entramado.
La trama entre “los patrones” y “los peones” puede pensarse en los términos de una configuración (Elías, 1996), en tanto relaciones de interdependencia a la vez recíprocas y asimétricas.5 Estas involucran compromisos y obligaciones en las cuales, si bien las posiciones que ocupan los agentes son específicas a esa configuración, también se inscriben en procesos sociales de cambio. En la propuesta de Scott (1985), tales relaciones de dependencia se fundan en la disparidad de riqueza, poder y estatus de las partes -entre terratenientes y arrendatarios-. La noción moral de equilibrio que regula los intercambios entre las partes supone su percepción como legítimos o como explotación -legitimidad que, por tanto, no tendría un carácter estable.
Señalamos que la entrada a la finca como trabajador residente habilitaba el derecho a recibir de parte de los patrones, en “concesión” o “préstamo”, una vivienda y una pequeña parcela de tierra, que las familias destinaban a la siembra y también a crianza de animales de granja, actividades que aseguraban el acceso a diversos alimentos -verduras y huevos, fundamentalmente- y complementaban el salario. En caso de necesidad, o si conseguían tener un excedente, ello podía ser intercambiado o comercializado.
Si bien en los relatos y percepciones sobre la vida en la finca es común la afirmación de que por “la vivienda no se pagaba nada”, en Villagrán (2019a) sugerí que los peones reconocían realizar tareas fuera de su trabajo específico por las que no recibían remuneración alguna -tales como reparaciones de instalaciones de la bodega o en la casa de los patrones, limpieza de canales de riego, desmalezado o mantenimiento de potreros-. A la vez que también hacían entregas de productos, derivados del huerto o del pequeño corral anexo a las viviendas, como frutas, quesos y huevo. Las familias a quienes se les había concedido permiso de crianza de ganado estaban obligadas a la entrega de una proporción de animales. En términos generales, las entregas desde los peones a los patrones tenían gran imprecisión y variabilidad (Villagrán, 2014). Estas concesiones, los préstamos o permisos que los patrones hacían creaban en las familias una especie de situación de deuda que habilitaba a pedir mientras obligaba moralmente a retribuir. Las familias entregaban tiempo de trabajo además de productos -como quesos, dulces de frutas o pasas de frutas- a modo de compensación por el uso de tierra y vivienda. Cuando eran convocados a cumplir tareas, sus miembros debían acudir; eso sucedía sobre todo con las hijas jóvenes de las familias residentes, quienes realizaban servicio doméstico en la casa de los patrones o colaboraban con las tareas de poda, cosecha o clasificación de frutos sin recibir remuneración. En un momento importante del calendario agrícola, al finalizar la recolección de los frutos, durante la vendimia, los patrones organizaban un gran festejo con el que agasajaban a sus trabajadores; allí dispensan comida y bebida abundante, además de garantizar diversión con la música y el baile. Ese acontecimiento, como hemos sugerido en trabajos anteriores, ocupaba un lugar central en el sostenimiento de los engranajes de funcionamiento de esa trama, en el reforzamiento de los vínculos (Villagrán y López, 2017). Esa celebración constituía una ocasión sustantiva de actualización de los compromisos interpersonales, reafirmaba el lugar y posición de cada quien en ese ordenamiento y permitía mantener vigentes los derechos y obligaciones que los unían y entrelazan. Especialmente, se ponía en juego allí el enaltecimiento de los patrones, que en ese acto de dar podían ser reconocidos como generosos, bondadosos o caritativos, y así lograban sostener su prestigio o estima social y reforzar la imagen de “buenos patrones” (Villagrán y López 2017, p. 236).
En virtud de tales observaciones, en Villagrán (2014) y Villagrán y López (2017), recuperamos la propuesta de Mauss (2010 [1925]) y sostuvimos que las interrelaciones entre patrones y peones tenían lugar sobre la base de intercambios personalizados de diverso carácter, que articulaban de un modo muy complejo distintas formas de dar, recibir y devolver sostenidas a lo largo del tiempo, que implicaban momentos y situaciones específicos y diferenciados de entrega y devolución, así como la circulación de bienes de variada naturaleza en sentidos diversos. La red que envolvía a esos intercambios, en una especie de reciprocidad negativa (Lomnitz, 2005), se afirmaba sobre la contracción de derechos, y principalmente de obligaciones morales recíprocas. Las deudas, como las entiende Sigaud (1996), desempeñaban una función sustantiva en el sostenimiento de los vínculos, podían operar como una forma de coerción moral, que proyectaba los vínculos transgeneracionalmente, involucrando a padres, hijos y nietos mediante la herencia o transferencia de permisos, compromisos o deudas.
En la finca a la que aquí nos referimos, vivían alrededor de 30 familias, había 30 trabajadores de carácter permanente y 60 temporarios en el momento en que les solicitan salir y relocalizarse. Algunos exresidentes sostienen que el estímulo a la salida respondió a la necesidad de incrementar y expandir las superficies cultivadas, de optimizar el uso de la tierra, de transformar en productivas áreas antes consideradas no aptas. Desde otras miradas, la expansión de los cultivos operó solo como un justificativo para cortar un tipo de relación sostenida por décadas y generaciones. La ruptura coincidió con el cambio en la titularidad de la finca y bodega y con las concepciones sobre la producción y el trabajo que introdujeron los nuevos encargados y administradores. La muerte del patrón, en 1975, los conflictos familiares y las disputas judiciales por la herencia y sucesión -que ya venían expresándose en años previos- aceleraron transformaciones sobre la base del desconocimiento de los acuerdos y compromisos que habían sostenido la trama de la vida dentro de la finca.
Junto con ello, una serie de factores contextuales presionan para el desmontaje del sistema de las fincas y el cumplimiento de los derechos laborales de los trabajadores vitivinícolas. Desde fines de los años sesenta, empiezan a adquirir visibilidad pública y apoyo las denuncias sindicales a la par de la organización política creciente de los trabajadores, tanto de los ámbitos urbanos como rurales de Salta. El Sindicato de Obreros y Empleados Vitivinícolas (SOEV) de Cafayate, con sede en Animaná, ya contaba con personería gremial desde 1968. Se posiciona como un canal legalmente habilitado para representar los intereses de los trabajadores, invocar sus derechos, efectuar denuncias públicas, demandas legales y negociaciones ante el “Estado”, a propósito de un suceso ocurrido en julio de 1972, que inicia como un “pleito laboral” tras las interrupción del pago a los empleados de la finca y bodega Animaná y pronto adquiere la magnitud de una pueblada, recordada como el “Animanazo”.6
Ese suceso crítico es relatado por exresidentes en la finca como la antesala del advenimiento de grandes cambios, como el inicio de la etapa en la cual comenzaron a pedirles a las familias que “salieran” de la finca. En las conversaciones mantenidas con el personal que por entonces realizaba trabajo administrativo en aquella unidad productiva, y también sobre la base de la revisión del expediente judicial7 que reúne la causa por usurpación que los propietarios de Animaná S.A. realizaron contra siete familias que se rehusaron a “salir”, que origina el juicio de desalojo en 2003, se aludió a que hubo reiteradas peticiones verbales antes de que se radicara la denuncia formal y de que se enviara, en 1999, la intimación por escrito. Al recibir esa solicitud formal, según narran en el expediente los acusados, las personas respondieron por escrito que hablarían personalmente con “el patrón” para extender el permiso de permanencia. Ese incidente, que sugiere un desajuste entre comunicaciones que remiten a códigos y lenguajes diferentes, parece advertir un desfase entre universos significativos. Aparentemente, para las familias residentes aún tenía vigencia el acuerdo -el compromiso- que había regulado el vínculo con los patrones por tres generaciones sucesivas. Pero, desde la otra parte, para los propietarios dominiales, el proceso estaba colocado en el circuito de la justicia formal, donde las peticiones personales ya no estaban habilitadas. La comunicación a través del código de los compromisos implícitos, con arraigo en las obligaciones morales, había perdido efecto, sentido y capacidad normativa. Desde la perspectiva de los patrones-propietarios no había posibilidad de reestablecer acuerdos ni conceder pedidos, y la permanencia de las familias constituía un delito contra la propiedad privada, razón por la que solicitaban el inmediato desalojo.
Antes de iniciar el proceso judicial, la estrategia patronal fue desalentar la permanencia obstaculizando el acceso al agua de riego, con lo cual se anuló la posibilidad de mantener cultivos para el consumo familiar. También prohibieron la crianza de animales, con lo que se limitaba el desarrollo de la economía de subsistencia complementaria al salario. Ante la solicitud de “salir”, las familias residentes ofrecieron tres tipos de respuestas: algunas acataron inmediatamente la solicitud, otras extendieron la permanencia transitoriamente, hasta encontrar a dónde reubicarse, y las restantes se resistieron a “salir” (Villagrán, 2019). Para quienes cuyo sustento dependía exclusivamente del salario del trabajo vitivinícola, la salida no era una elección sino una obligación, dado que desoír o demorar traería represalias. El temor a ser “echados” reunía la posibilidad del despido -en su carácter de trabajadores-, y la expulsión en la condición de residentes implicaba quedarse a la vez sin trabajo y sin un lugar para vivir. Las familias que realizaban distintas actividades complementarias al salario priorizaron el acceso a la tierra, mantener sus animales (cabras principalmente) y el cerco con verduras. En esos casos, la permanencia tensó las relaciones y produjo un quiebre con los patrones.
En ese sentido, podemos dialogar con Palmeira (2009 [1977]), quien, para el caso de los ingenios azucareros brasileños contemporáneos a las fincas, sostuvo que al entrar a los ingenios en condición de residentes, los moradores ingresaban no solo a un espacio sino, por sobre todo, a relaciones sociales. Se ubicaban en posiciones específicas dentro de una trama, se involucraban en una red de obligaciones y derechos, a la vez que en un círculo coercitivo. En tales términos, y estableciendo cierto paralelismo, entrar a la finca demarcaba el ingreso a relaciones sociales específicas, por ende, salir constituía y evidenciaba la redefinición o bien la ruptura de un tipo vínculo, y de los códigos, valores y obligaciones atadas a estos. Así, en este caso, implicará moverse de la condición de peón (trabajador residente) y reposicionarse en otro espacio como obrero de la vid. La expulsión de la finca fuerza la relocalización, y esa reubicación habilita tanto como impulsa la progresiva diferenciación de los ámbitos del vivir y del trabajar; emergen así nuevas posiciones y roles,8 con la consecuente reconfiguración de los vínculos sociales. Ese proceso, para las familias, significa además la pérdida del acceso a las parcelas de tierra, la imposibilidad de realizar actividades de base campesina y la desarticulación de las estrategias económicas de reproducción de la vida. Concomitantemente, distintas necesidades que estaban cubiertas mediante la crianza de animales y del huerto empiezan a evidenciarse como no resueltas. El acceso al alimento dependerá de la disponibilidad de dinero casi exclusivamente, en un contexto donde, según las denuncias realizadas por los dirigentes sindicales vitivinícolas, se pagaban míseros salarios. Tal como planteamos en trabajos previos (Villagrán, 2019a), en 1968 ya circulaban comunicados de la Delegación Regional Salta de la Central General de Trabajadores en relación con el Sindicato de Obreros y Empleados Vitivinícolas Cafayate, donde se daba a conocer públicamente el incumplimiento de la legislación laboral y social por parte del sector patronal de bodegas y viñedos en Cafayate y San Carlos. En diciembre de 1970, el entonces secretario general del SOEV brindó una conferencia de prensa en el local de la Confederación General del Trabajo (CGT) Salta, en la que denunció “la violación de los derechos laborales y la explotación de los trabajadores en los Valles Calchaquíes” en distintas fincas y bodegas. Los incumplimientos se manifestaban respecto de los montos salariales, la duración de la jornada laboral, los aportes jubilatorios y la cobertura de salud.
En esos años, en la región se desplegaban distintos aspectos contenidos en la reestructuración productiva de la vitivinicultura, a la que algunos autores definieron como una primera modernización. En la finca Animaná, particularmente, se introdujeron innovaciones en el sistema de riego, se apostó a la ampliación de los volúmenes de producción de vino y a la expansión de las superficies cultivadas con vid, y se incentivó la mecanización de procesos antes realizados manualmente; cambios que conllevaron a la reducción de la contratación de mano de obra.
Esa situación de cambio ha sido vivida con malestar, muchas mujeres lo recuerdan como el detonante que las condujo al trabajo fuera del ámbito doméstico y de las actividades productivas campesinas. Ante esas circunstancias fue que se emplearon como lavanderas, cocineras, niñeras o para realizar tareas de limpieza en casas de familia. Para las mujeres que aún viven en Animaná y que eran muy jóvenes entonces, esos tiempos estuvieron marcados por la necesidad. Incluso por contraste, se evoca a la vida en las fincas con un halo de nostalgia, porque allí se accedía a lo que se necesitaba, porque era posible la ayuda mutua y la solidaridad entre familias. Es compartida la apreciación acerca de que fuera de la finca hacía falta dinero para todo.
En esa dirección, la expulsión de las fincas y la relocalización en el pueblo, al inhabilitar el aprovisionamiento primario conducen a una mayor dependencia del salario. La acentuación de esas nuevas necesidades redefine el rol y lugar de las mujeres en la economía familiar, en relación con el sustento. Señalamos anteriormente que el acuerdo de trabajo residencial implicaba un arreglo personal entre hombres, patrones y peones (eran los hombres quienes solicitaban trabajo, tierra y vivienda) pero implícitamente ello involucraba, comprometía y ponía a disposición la capacidad de trabajo de todo el grupo familiar. En ese contexto, las mujeres eran convocadas a realizar distintas tareas como compensación por el acceso a vivienda y tierra de la familia, y contribuían de esa forma al pago de los compromisos y obligaciones. Comúnmente era bajo la forma de servicios personales-domésticos en las casas de los patrones y como cosecheras en la temporada de la vendimia.
Con la radicación en el pueblo y la insuficiencia del salario del “peón” para cubrir las necesidades familiares, las mujeres buscaron alternativas para contribuir con dinero. Es también desde esa posición y lugar que se aproximaron al circuito de la solicitud de “ayudas” estatales y entablaron tempranamente vínculos con la municipalidad. Transitan esos espacios en su carácter de madres y abuelas, principalmente, a partir del rol de cuidadoras y de la responsabilidad de proveedoras.
La primera intervención estatal visible y que impacta directamente sobre las condiciones de vida en la población de Animaná es la provisión de bienes durables e investidos de una valoración especial, las casas de material que representan la posibilidad de una casa propia. El Estado, en los años setenta y ochenta, fue asentándose a nivel municipal a través de la ejecución de sucesivas acciones de políticas públicas. Así como también se fue identificando con un actor o ámbito de resolución de “problemas”.9 En los reacomodos que provoca la desarticulación del sistema tradicional de vida, emergen nuevas necesidades a la vez que sucede un desplazamiento de la figura del patrón como único canal de acceso a la provisión de casa y trabajo.
Una celebración representa a nivel local un hito fundante y referencia los orígenes del pueblo de Animaná. Se trata del festejo, en 1969, de la Fiesta Provincial de la Vendimia, organizada por iniciativa del Club Sportivo Animaná. Según consta en algunos registros y circula en folletería local, esta celebración se llevó a cabo con la participación de gran parte de los habitantes del pueblo y de comunidades vecinas, bajo un formato de “vendimia popular”, que inauguró un tipo de festejo abierto y participativo, muy diferente de los que se realizaban dentro de las fincas.
Esta celebración se integra en el proceso formativo del pueblo de Animaná, que se desenvolvió en sucesivas etapas, con impulsos y presiones derivadas de las expulsiones de las familias residentes. Las nuevas formas de habitar el espacio asociadas al entorno urbano, en ese sentido, objetivan y condensan las múltiples transformaciones implicadas en la desintegración del modo de vida anclado a las fincas, a la vez que son inescindibles de las acciones mediante las cuales se va materializando localmente el “Estado”, como es el caso de las políticas de viviendas sociales. En tal dirección, entendemos, que el “Estado”, en tanto configuración específica de poder y formación histórico-social, va realizándose en un ritmo continuo conforme las prácticas sociales se llevan a cabo (Elías, 2006). Es por ello que son las acciones gubernamentales concretas -como las políticas de vivienda- las que inauguran su presencia en el territorio, a través de estructuras estatizadas de acción e intervención diaria en la vida social (Souza Lima, 2002, 2012). Estas intervenciones y la malla a través de la que se extienden y penetran en las diferentes dimensiones y ámbitos de lo cotidiano muestran la dinámica expansiva, y la integración del “Estado” en procesos sociales complejos en el curso mismo de la vida social que referencian formas de acción social y tipos de relaciones (Balbi y Boivin, 2008).
Diversos programas provinciales de vivienda de la época se enmarcan en el Instituto Provincial de la Vivienda (IPV), creado en 1973 mediante la ley N° 4805 como iniciativa del entonces gobernador, Miguel Ragone. El respaldo de esa creación fueron una serie de informes y estudios diagnósticos realizados sobre la zona en los años sesenta desde dependencias gubernamentales que identificaban las problemáticas y necesidades de la población en términos habitacionales, con la visión de luego dar respuestas a través de políticas públicas específicas. En el caso de la localidad de Cafayate, el primer barrio construido con intervención estatal, mediante el Banco Hipotecario Nacional, remite a 1972. La construcción del primer barrio de Animaná, sin embargo, es un caso particularmente significativo,10 porque se trata de una iniciativa enteramente municipal que involucra la construcción de 16 viviendas, que fueron adjudicadas en 1982. Posteriormente se conformaron dos barrios más, el barrio de 24 viviendas llamado Murga, que se llevó adelante entre el Instituto Provincial de la Vivienda y Desarrollo Urbano y el Fondo Nacional de la Vivienda (Resolución Reglamentaria N 132/89 IPDUV aporte FONAVI) y, en 1991, el Barrio Juan Pablo II.
La tramitación del acceso a estas viviendas sociales del barrio municipal se iniciaba con la instancia de presentación de una solicitud en las oficinas del municipio, y la correspondiente adjudicación se efectuó a través de la firma de un convenio entre la municipalidad y cada beneficiario, que remite a la Resolución Municipal N° 13/1982, lo que implicó un compromiso de pago de cuotas a treinta años.
El formulario de solicitud debía completarse con información personal y del grupo familiar peticionante, donde se declaraban ocupación, ingresos y situación habitacional -tipo de vivienda en la que residían, ubicación y condición de acceso-. Es sugerente que todos los solicitantes declararon hacer uso de una vivienda “prestada”, perteneciente a Los Parrales SA -firma comercial con la que se identificaba a la bodega y finca (luego denominada Animaná SA)-. En muchos casos, los únicos bienes reconocidos como propios del grupo familiar fueron vacas, cabras y caballos. Describen las viviendas ocupadas como construcciones de adobe, con techo de barro y caña, sin pisos ni baños.
En contraste con las viviendas ocupadas en la finca, se destacan las condiciones de higiene y habitabilidad de esas casas ubicadas en el pueblo, su adecuación a las normas y materiales tipificados por el IPV. El detalle de estas descripciones enfatiza el tipo y carácter diferencial de las viviendas: ranchos dispersos -en la finca-, y casas de material con revoque, techo de losa, provistas con sanitarios y acceso a servicios en el pueblo. Junto con ello, también cambió la condición posesoria: en un caso se trata de un préstamo informal -mediante acuerdo verbal-, y en el otro, de una adjudicación legal -a través de convenio escrito-. Esta nueva modalidad de acceso a la vivienda implica también su explícita monetarización, puesto que el pago mensual de cuotas en dinero es la condición para la cancelación de la deuda con el municipio para la posterior adquisición de la propiedad y su titularización. En este sentido, la construcción del barrio municipal inaugura una rutina de procedimientos institucionales y administrativos para el acceso a bienes y recursos -bajo la forma de políticas públicas-, investidos estos de un carácter novedoso en el horizonte de las experiencias vividas. Para muchas de las familias, esa solicitud constituye una primera presentación que tiene como interlocutor y destinatario al municipio-intendencia. En los recorridos e historias personales y familiares previas, el medio habitual para la obtención de vivienda había sido a través de concesiones particulares realizadas por los patrones. Por tanto, esta forma de acceso que habilitan las viviendas sociales conlleva la vinculación directa con un actor antes no identificado, no reconocido desde la función de provisión y la prestación de “ayudas”. Al posibilitarse la asociación del municipio con ese rol, se generan condiciones propicias para la definición de un lugar social específico y de una idea acerca de este, ligada a la facultad de prestar ayudas ante ciertos problemas, suplir carencias o necesidades. En los relatos de quienes accedieron a esas viviendas sociales se hace expresa referencia a que consiguieron las casas a través de “la muni”.
Ese lugar social que va tomando “la muni” en relación con la vida de las personas se expresa también en la geografía del pueblo. La municipalidad tiene un edificio de tamaño considerable, ubicado en el núcleo del diseño y trazado urbano, frente a la plaza principal, alrededor de la cual se contornea algo así como un radio de “lo público” -un centro que agrupa las instituciones estatales: destacamento policial, instituciones educativas y centro de salud-.
Así, la creación del municipio y su estructura institucional, como unidad administrativa y de gobierno, y su imagen e incidencia en la vida de los pobladores son procesos imbricados a la conformación del pueblo -un conjunto de 20 manzanas aproximadamente, situadas al margen derecho de la ruta provincial N 40, que colinda al sur, al este y al oeste con fincas, ubicadas a una distancia no mayor de 400 metros-.
A partir de la reconstrucción de las primeras intervenciones estatales significativas sobre la población de Animaná en los años setenta, en el contexto de la desarticulación del sistema de las fincas, y mediante la sostenida observación de ciertos rasgos y dinámicas de la vida cotidiana que resultaron llamativas, a partir del año 2010, cuando empecé a realizar trabajo de campo en Animaná, fui orientado el interés hacia la relación entre pobladores y municipio y sobre el lugar o la presencia de las políticas municipales en la vida de las personas, por las formas de vinculación entre pobladores y gobierno municipal. En los primeros viajes a esta localidad y a partir de un conocimiento acumulado a partir de las indagaciones de literatura disponible sobre estudios realizados en las vecinas localidades de Cafayate y San Carlos, la comparación fue un ejercicio imprescindible para poder ir precisando las preguntas. A primera vista, Animaná parecía haberse mantenido al margen de un proceso de cambios acelerados implicados en la reconversión productiva de la vitivinicultura de los años noventa. Uno de los rasgos sobresalientes de ese giro en Cafayate fue el cambio de propiedad de antiguas fincas y bodegas a grupos empresariales del país o del extranjero. Con las ventas se redefinieron las formas de organización del trabajo y la producción y se incorporaron preceptos “modernizadores” que condujeron a la expulsión definitiva de familias que habían logrado permanecer como residentes en las fincas. Estos cambios incidieron sobre la estructura de propiedad y también favorecieron la concentración y valorización económica de la tierra (Villagrán, 2013 y 2019b). Junto con ello, tal como sugerimos en otros trabajos, el proceso de reconversión a nivel productivo y de comercialización del vino implicó, además, el desarrollo de nuevas estrategias empresariales del sector vitivinícola y la inserción de Cafayate y la región en un circuito de turismo internacional, promovido por las políticas gubernamentales provinciales. Otro aspecto implicado en ese giro de reconversión, diversificación y expansión de la vitivinicultura fue el surgimiento y multiplicación de los emprendimientos inmobiliarios-turísticos-vitivinícolas en Cafayate (Villagrán, 2013; Vázquez y Aguilar, 2015).
En un escenario donde se produce el pasaje de un modelo centrado en la cantidad a otro donde predomina la calidad, orientado a la exportación de vinos de alta gama, la finca y bodega Animaná sostuvieron como principal producto un vino económico, envasado en tetra brik y de comercialización regional.
En la inflexión que involucra este pasaje de un modelo a otro, se evidencia estadísticamente un salto exponencial en el incremento de la desocupación registrada en los censos del Instituto Nacional de Estadística y Censos (INDEC), tanto en los departamentos de Cafayate como en San Carlos. Para el caso de Cafayate, la tasa de desocupación asciende de 8,5 en 1991 a 23,2 en 2001. En San Carlos crece de 0,8 en 1991 a 23,1 en 2001.11 En el censo posterior, en 2010, se revierte este proceso y las cifras se colocan próximas a los años noventa, en el marco de la reconfiguración de la expansión de la nueva vitivinicultura asociada a la actividad turística. En ese nuevo escenario que se abre, tal como pudimos constatar en un relevamiento realizado entre 2019 y 2020, la reproducción de la vida se resuelve a partir de la complementación de distintas estrategias económicas, fuentes de ingreso y formas de aprovisionamiento, entre las cuales los recursos y ayudas estatales cumplen un destacado lugar (Villagrán, Navallo y Dimarco, 2023).
Para algunos agentes estatales locales, es en esos tiempos de malestar que se evidencian las alzas de la desocupación, y cuando se origina una especie de “asistencialismo”12 entre el Estado municipal y los pobladores, refiriéndose con ello al momento durante el cual se amplían y diversifican las “ayudas” y asistencias. En el escenario del pasado cercano, y a partir de un censo realizado por el entonces recién asumido intendente de Animaná, en 2016, se contabilizó una población de 1700 habitantes y 350 familias. Sobre ellos alrededor del 10% recibía el beneficio de la Asignación Universal por Hijo (AUH) y la población desocupada representaba el 37,7%. El municipio, con una planta permanente de 50 empleados y 120 beneficiarios de un programa municipal de entrenamiento laboral, era por entonces el primer empleador local. La finca Animaná sostenía por entonces 20 trabajadores/as permanentes, y se situaba como el principal demandante privado de mano de obra. De la información consignada se presupone que, al encontrarnos con un importante volumen de población local desempleada, las políticas sociales estatales de contención de las necesidades cumplían un rol destacado.
La presencia estatal se expresaba también en la infraestructura del pueblo. Un primer conjunto de edificios, que se remonta a las instituciones creadas en los setenta, se sitúa en las inmediaciones de la plaza principal. A una distancia de 400 metros, en torno al Centro de Integración Comunitaria se nuclea un segundo conjunto de edificaciones, que datan de 2015. Este espacio se construyó en el marco de una iniciativa del Ministerio de Desarrollo Social de la Nación, y se gestiona entre los gobiernos municipal, provincial y nacional, ámbito desde el cual se implementan distintos planes y programas que se dirigen al refuerzo alimentario y también promueve deportes y actividades comunitarias o recreativas.
En distintas oportunidades, desde 2010 en adelante, visité las oficinas municipales para realizar consultas y pedir información. Luego de varios días consecutivos de circulación por ese espacio, advertí un gran movimiento en los pasillos que conducían hacia una oficina principal. Cuando solicité acceder a una entrevista con el intendente, me acerqué a la experiencia de la “espera” que realizan en ese pasillo, a diario, las personas que por allí circulan mientras aguardan ser recibidas. Según me dijeron, ese cuadro se repetía una o dos veces a la semana, de acuerdo con los días en que el intendente tuviera disponibilidad para “recibir” a la gente. La presencia era notable durante las dos o tres primeras horas de la mañana. Quienes esperaban eran exclusivamente mujeres, quienes señalaban que concurrían temprano porque luego ya no podían hacerlo, por las tareas de la casa, porque tenían que cocinar y recibir a los chicos que regresaban de la escuela.
Las conversaciones con quienes “esperaban” han sido particularmente significativas, como vía de acercamiento a las motivaciones, necesidades y expectativas que conducían a las personas a estar allí. De las conversaciones en la antesala quedaba en claro que esa concurrencia era bastante rutinaria, pese a que las presentes se esforzaban por demostrar que estaban allí excepcionalmente. Señalaban que no les gustaba tener que ir ahí a pedir, que no querían molestar, pero que las situaciones y apremios las forzaban. También, junto con ello, las mujeres enfatizaban en la importancia de transmitir personalmente el pedido que debían hacer.
Según pudimos observar, y también por los comentarios circulantes, las entrevistas eran un espacio donde se hacían verbalmente, y cara a cara con el intendente, ciertas solicitudes -en algunos casos, las personas ingresaban a la oficina munidos de algún documento, con papeles, folios o carpetas-. Entre los casos presenciados podemos señalar la solicitud de “ayuda” para acceso a asesoramiento legal. Puntualmente se pedía al intendente que autorizara el asesoramiento del abogado del municipio para la resolución de una situación de detención policial. La madre de la persona detenida argumentaba no tener a quien más acudir. Otra de las peticiones se dirigía a conseguir “ayuda” económica del municipio para solventar los gastos de traslado a Salta, cobertura de pasajes y alojamiento para una joven que debía realizar los trámites de admisión en la escuela de cadetes de la Policía de la provincia. Junto con estas, otro tipo de ayudas particulares se solicitaban a través de la instancia de entrevista personal.
Estas solicitudes, y el modo de realizarlas, según observamos, funcionan a la par de otros canales y circuitos. En las conversaciones con funcionarios y con el personal de la Secretaría de Desarrollo Social del municipio, se refirieron a un tipo de prestaciones a las que denominan de “asistencia crítica”, cuya modalidad de acceso es diferente a las “ayudas”. Tales asistencias, con un mayor grado de formalidad, consisten en la provisión mensual de bienes puntuales: medicamentos a enfermos crónicos -tema que es particularmente sensible porque en el pueblo no cuentan con una farmacia- y la colaboración con el tratamiento de niños/as que tienen necesidades especiales y/o discapacidades. También comprende la entrega de bolsones con mercadería, leche o harina y la cobertura de sepelio en caso de decesos. Estas asistencias se administran a través de un registro, y para el acceso se solicitan documentaciones específicas. Otra modalidad reviste la forma de una bolsa de empleo, técnicamente lo definen como un programa de entrenamiento laboral para personas desempleadas. Estas reciben una remuneración y realizan diferentes tareas vinculadas a los servicios -limpieza de calles, mantenimiento de parques, plazas, riego, recolección de residuos, refacción de edificios, etcetera-. Las “becas” de educación habilitan la cobertura de gastos de transporte o alojamiento para quienes tienen que radicarse en Salta u otra provincia para realizar estudios superiores, universitarios o no universitarios. Una de las formas en las que se presenta esa ayuda es mediante el pago parcial del alquiler de una casa, que funciona como una residencia para los/as estudiantes de Animaná radicados en esa ciudad.
En ese mismo orden se ubican las asistencias ligadas a la Secretaría de Obras Públicas, que tiene a su cargo no solo las gestiones implicadas en la solicitud, tramitación y adjudicación de viviendas, sino las distintas acciones involucradas en el mantenimiento, refacción y acondicionamiento de las casas particulares. En ese sentido, nos comentaban que el municipio “asiste” tanto con materiales de construcción como poniendo a disposición mano de obra.
Este acercamiento a los tipos de prestaciones que dispensa el gobierno municipal, bajo la modalidad de asistencias o ayudas, posibilitó advertir que estas a su vez se corresponden con dos tipos de trabajos diferenciados que se asignan al área de desarrollo social. Uno definido por el propio personal como “técnico”, y otro de carácter “político”; uno de perfil profesional, que involucra las gestiones institucionales y un conjunto de procedimientos formales para su asignación y sostenimiento, mientras que el otro involucra aspectos y funciones adjudicadas al terreno de “lo político”. En ello se engloban las labores de mayor exposición con la comunidad, la negociación y resolución diaria de la relación entre las demandas, expectativas, compromisos y las posibilidades, capacidades y recursos para dar respuestas a estas. Este aspecto se torna especialmente significativo, en tanto, al igual que la Secretaria de Gobierno, una profesional de Desarrollo Social, encontraba dificultades al moverse en ese terreno que rozaba lo “político”, puesto que desde su perspectiva, existe un supuesto de trasfondo por detrás de las acciones de las personas que concurren a las oficinas municipales, que conlleva consecuencias sobre sus actuaciones como profesional que condicionan el trabajo técnico de asistencia: “La gente cree que (como municipio) tenemos la obligación de dar todo lo que piden”, la “gente está acostumbrada a que le den” y cuando no les dan se enojan, hablan mal, te miran mal.
Esta aseveración ganaba especial relevancia en relación con las consideraciones respecto de la importancia de realizar personalmente los pedidos al intendente, sin mediación de otros funcionarios. Esa apreciación contenía una valoración respecto a que el cara a cara era la manera apropiada de hacer las peticiones. A la vez que tal modalidad parecía ofrecer mayores probabilidades de respuesta positiva a las demandas realizadas. Suponía ello comprometer en persona a quien debía dar las respuestas -atendiendo a las peticiones- y, a la vez, se sugería -y esto quedaba entredicho- que era un mecanismo de resguardo para mantener bajo reserva las solicitudes. En un pueblo pequeño -donde todos se conocen, e incluso muchos están emparentados entre sí, donde a diario se cruzan, encuentran y conversan en los mismos espacios-, la información circula rápidamente bajo la forma de rumores o chismes. Los juicios y las opiniones de unos y otros parecen tener una fuerza y poder suficientes para moldear acciones y elecciones. Las aprobaciones o desaprobaciones públicas también se juegan en las “habladurías”.13
En las charlas de la antesala, en el pasillo de la intendencia, cada una de las personas evitaba decir en voz alta y abiertamente qué estaba haciendo allí y en qué consistía su solicitud. Aquellos con quienes tuve oportunidad de conversar señalaron que era mejor que la gente no supiera a qué iban a la municipalidad, para que no anduvieran “hablando”. Esto hacía que en la sala de espera se percibiera cierta tensión e incomodidad. Las mujeres se observaban mutuamente e intercambiaban algunas palabras en medio de silencios prolongados.
Ese recelo y la cautela por hacer las solicitudes en privado habilitan distintas lecturas. Pueden sugerir un mecanismo para evitar que trascienda públicamente lo que se acuerde en el marco de una instancia de trato individual. También se torna significativo que el Intendente otorgara un lugar específico en su agenda de actividades semanales a esta acción rutinaria de “recibir” a las peticionantes, que habilitara ese espacio de encuentro personal y que se mostrara dispuesto a que las solicitudes se hicieran de ese modo, cara a cara, con cada quien y en una entrevista en privado. Este gesto, que bien podría ser destacado o merituado como un comportamiento excepcional, parecía ser tomado por los presentes como el cumplimiento de una especie de comportamiento esperado. En cierto modo, en ese encuentro rutinario se generaba un acercamiento con la gente que, mientras contribuía al enaltecimiento de la imagen del intendente -mostrándolo próximo y dispuesto a cumplir con las obligaciones y compromisos-, permitía simultáneamente actualizar su vínculo con cada uno de los y las pobladores/as y viceversa.
Esta dimensión de los vínculos, compromisos y dependencias interpersonales en el sentido de lo que plantea Bezerra (1999), si bien no es exclusiva de espacios rurales/pequeños/”tradicionales”, se vuelve sustantiva en los procesos y las dinámicas de las prácticas de gobierno y la gestión estatal en unidades administrativas de escala municipal -al implicar poblaciones/comunidades pequeñas-. En estas, la cercanía y proximidad física, las relaciones de vecindad, parentesco, amistad-enemistad y también las “deudas”, compromisos políticos y las obligaciones personales adquieren un peso singular en virtud de su densidad histórica, de la fuerza moduladora de la configuración de poder entre patrones y peones y de la experiencia del sistema de las fincas, de su ruptura y desarticulación.
Planteamos que las formas interpersonales de acceso a lo necesario para reproducir la vida se sostuvieron y resignificaron, y han sido largamente experimentadas como una forma válida y conocida. Con base en arreglos y acuerdos tácitos y explícitos, a la definición de derechos y obligaciones mutuas, esas formas gestadas en el ámbito de las fincas donde regulaban el vínculo entre patrones y peones se proyectaron hacia un nuevo ámbito. En ese sentido, la finca desplaza su modelo vincular desde la experiencia vivida, desde lo aprendido, modula y permea el entramado de la estatalidad municipal.
En la dinámica de la gestión municipal, el rol político se identifica con la labor de minimizar la distancia entre las solicitudes y entregas, evitar o mitigar el desajuste entre las expectativas y las respuestas del municipio (del intendente). Destacamos que la rutinización de la acción de recibir las peticiones individuales por parte del intendente, mientras robustece su imagen -al demostrar voluntad de dar, predisposición a responder a las solicitudes y evitar así malestares o disconformidades-, refuerza y actualiza el vínculo entre las partes. Señalamos que, desde la perspectiva de algunos agentes municipales, esa malla intrincada, de acuerdos, compromisos, deudas y obligaciones mutuas, donde circulan las peticiones y las ayudas en términos individuales -que son constitutivas de los vínculos- presionan, condicionan y permean el ejercicio técnico de la “asistencia” -las pretensiones de políticas estandarizadas, normalizadas, despersonalizadas, sujetas a los procedimientos administrativos y sus formas-. Ese desajuste entre los mecanismos formalizados que marcan los circuitos de las solicitudes de “asistencia” y el de petición de “ayudas” se canaliza institucionalmente a la vez que habilita la existencia en paralelo de dos procedimientos y vías, que suponen lógicas, sentidos y que involucran, también, evaluaciones, cálculos y objetivos diferenciados. Así, en el esquema pragmático del área de desarrollo social, del trabajo profesional y técnico, las asistencias se realizan en una oficina mientras que la gestión de las “ayudas”, la labor política, queda en manos, o bien del intendente o de la Secretaria de Gobierno.
En la apuesta por restituir la densidad histórica a esas tramas y dinámicas cotidianas hoy observables, sugerimos que la desarticulación del sistema de trabajo residencial que conlleva la relocalización en el pueblo de las familias antes residentes en la finca implica un conjunto de transformaciones. Estas se manifiestan en la desestructuración de un modo de reproducción de la vida de acuerdo con el cual las necesidades elementales de las familias se cubrían mediante la complementación del ingreso monetario, que aportaba el salario (de quien trabajaba en finca), con los distintos productos derivados de las actividades de base campesina (de los árboles frutales, la siembra y la pequeña granja que daba acceso a carne, leche y huevos). La relocalización en el pueblo, en las viviendas del entorno urbano, inhabilita ese aprovisionamiento primario, lo que genera cada vez mayor dependencia del salario. Las nuevas necesidades redefinen el rol y lugar de las mujeres en la economía familiar, en relación con el sustento. Señalamos que el acuerdo del trabajo residencial implicaba un arreglo personal entre hombres, patrones y peones (eran los hombres quienes solicitaban trabajo, tierra y vivienda), aunque implícitamente ello involucraba, comprometía y ponía a disposición la capacidad de trabajo del grupo familiar. Las mujeres eran convocadas a realizar distintas tareas como compensación por el acceso a vivienda y tierra de la familia. Comúnmente era bajo la forma de servicios personales-domésticos en las casas de los patrones y como cosecheras en la temporada de la vendimia. Con la relocalización en el pueblo y la insuficiencia del salario del “peón” para cubrir las necesidades, quedan expuestas a buscar alternativas, y proveer de dinero, y lo hacen vendiendo productos, comida o empleándose para tareas domésticas. Desde esa posición y lugar se tornan las principales peticionantes de las ayudas en el municipio.
En la reconstrucción del espacio de las interacciones cotidianas en los pasillos del edificio municipal, señalamos que se trata de un ámbito donde circulan fundamentalmente mujeres, quienes piden distintos tipos de ayudas en tanto madres y abuelas, principalmente, a partir del rol de proveedoras y cuidadoras. Y las peticiones se hacen recreando un modo personalizado de pedir, conocido y experimentado en las fincas, que sin embargo, se extiende fuera de estas y modela la vinculación entre nuevos actores, situados en posiciones y roles también diferentes.
Las formas en las que se hace Estado hoy, a partir de esas prácticas y acciones cotidianas que se mueven dentro del círculo denso, no pueden comprenderse escindidas del proceso histórico formativo de la malla localizada de estatalidad en ese espacio, ni disociadas de lo que transmite la experiencia del modelo vincular de las interdependencias de la finca. Ese modelo, desde la ruptura, tensión y desarticulación, conserva parte de su vigencia como modo aprehendido, válido y efectivo que limita, contornea, tensiona y permea otros modos posibles. Modos que, en su ejercicio simultáneo, remiten también a las rutinas y formas de la otra política, la “gestión” a una escala diferente y en otra trama, la negociación y disputa en el espacio de las políticas provinciales o nacionales.
Alvarez Leguizamón, S. (2008). La producción de la pobreza masiva y su persistencia en el pensamiento social latinoamericano. En A. D. Cimadamore y A. D. Cattani (Coords). Producción de pobreza y desigualdad en América Latina (pp. 79-122) Bogotá: Colección CLACSO-CROP. Recuperado de https://biblioteca-repositorio.clacso.edu.ar/bitstream/CLACSO/13405/1/cattani.pdf
Hermitte, E. y Herrán, C. (2020[1970]). ¿Patronazgo o cooperativismo? Obstáculos a la modificación del sistema de interacción social en una comunidad del noroeste argentino. En R. Guber y L. Ferrero (Eds), Antropologías hechas en la Argentina Vol. I (pp. 463-487). Montevideo: Asociación Latinoamericana de Antropología. Recuperado de https://asociacionlatinoamericanadeantropologia.net/portal/antropologias-hechas-en-argentina/
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Villagrán, A y Milana, M.P. (2023). Entre el trazado de caminos carreteros y el intento de expropiación de tierras: la producción de regiones en los modos de hacer política provincial durante los años 60s y 70s en Salta. Ponencia presentada en el Coloquio de la Red Interdisciplinaria de estudios en culturas y regiones (REICRE). Instituto de Investigaciones en Ciencias Sociales y Humanidades (UNLP -CONICET), 1 y 2 de junio, La Plata.
Instituto Nacional de Estadística y Censos de la República Argentina (INDEC). Censo Nacional de Población, Hogares y Viviendas, 2022. Resultados definitivos, Provincia de Salta. Recuperado de https://www.indec.gob.ar › cuadros › poblacion
[1] En otros trabajos, la temporalidad de esos procesos ha sido especialmente tematizada, enfocando en el vínculo pasado-presente y en los modos singulares de ordenar el tiempo, significar los momentos e interpretar los procesos (Villagrán, 2014).
[2] Aquí retomamos el planteo superador de la dicotomía entre producción y reproducción, en la apuesta por diferenciar tipos y formas de reproducción social que desbordan la noción reduccionista de reproducción de la fuerza de trabajo, para considerar la experiencia vivida, el carácter histórico y situado de esta.
[3] En trabajos anteriores sugerimos la centralidad que tienen los informes diagnósticos estatales de los años cincuenta y sesenta como instrumentos imprescindibles del proceso de reconocimiento público de ciertos temas como problemas sociales. En ese reconocimiento se habilitan los objetos y modalidades de intervención a partir de la planificación regionalizada como modo de hacer Estado (Villagrán, 2019a y Villagrán y Milana, 2023).
[5] Aún limitadas por sus presupuestos normativos y valorativos, las propuestas de Gellner (1985), quien desde su conceptualización asocia el patronazgo a una forma de poder que se prolongará más allá de la desaparición del propio sistema, como un estilo y un clima moral dados por el carácter específico de cada relación clientelar, y Wolf (1999), que las entiende en términos de relaciones que abarcan múltiples facetas y revisten distintas formas, según las circunstancias de las que se trate, habilitan preguntas que permiten complejizar la noción de bloque patrón-cliente.
[6] Como vía de resolución de un proceso de reclamo laboral que se origina en el incumplimiento del pago de los salarios a los trabajadores de la Finca y Bodega Animaná, el Instituto de Promoción Social asume el compromiso de pago a los trabajadores, y pone a disposición fondos de las arcas públicas para la cancelación de la deuda. La vía formal fue la concesión de un préstamo a los propietarios, quienes entonces manifestaron voluntad de pago pero argumentaron no disponer del dinero por encontrarse con problemas legales (con un juicio sucesorio). Con la suscripción del acta-acuerdo ante la Dirección General de Trabajo y el Ministerio Bienestar Social de la Provincia, y mediante la cual se logra el pago de los salarios adeudados, se corona una resolución exitosa del conflicto. El sindicato adquiere así cierto reconocimiento público y confiabilidad frente a los trabajadores, como actor a través del cual encaminar el tratamiento de los problemas emanados del incumplimiento de la patronal. Ver Villagrán (2014; 2019a) y Villagran y López (2016).
[7] Se trata del expediente N° 71163/03, conformado por dos cuerpos y un total de 386 folios. Se caratula como Juicio de Desalojo, tiene como autor a Animaná SA, y como demandados a distintas personas cuya identidad preservamos. Está radicado en el Juzgado en lo Civil y Comercial de Primera Instancia y Nominación de la provincia de Salta.
[8] Tal es así que las familias que se resisten a salir de la finca redefinen sus posiciones y adscripciones a partir de la conformación de un sujeto colectivo, de su organización como comunidad indígena diaguita, que adquiere personería jurídica en 2003 y reclaman derechos de propiedad sobre esas tierras.
[9] En la resolución del conflicto laboral implicado en el “Animanazo” de 1972, la intervención estatal es clave, no solo porque media la entonces dirección de Trabajo y Bienestar Social del gobierno de la provincia, sino porque los fondos para saldar la deuda salarial con los trabajadores provinieron de las arcas públicas. Sin embargo, no quedó registro de ello en las memorias sobre aquel gran suceso (Villagrán y López, 2016 y Villagrán, 2019a).
[10] Esto ha sido desarrollado en profundidad en Villagrán (2019a).
[12] Esta denominación se emplea también en los estudios sobre las políticas sociales en Argentina y se la sitúa en referencia a los años noventa, en relación con “la acelerada configuración de un nuevo modelo de Estado y de gestión de lo social que transformó notablemente la institucionalidad de la protección social de la mano de las políticas de convertibilidad (Soldano, 2016, p. 37). Es a partir de 1996 que se implementan “programas estatales de asistencia al desempleo” y de otorgamiento de ayudas económicas (Manzano, 2013). Álvarez Leguizamón (2008) plantea, en esa dirección, que en los noventa se materializaron diferentes dispositivos de intervención para el “ataque” a la pobreza, como la focalización, las políticas compensatorias, también denominadas “de desarrollo social”, por medio de la provisión de mínimos biológicos para satisfacer necesidades básicas. Ese arte de gobernar novedoso, que la autora denomina “focopolítica”, es promovido por los organismos internacionales. Álvarez Leguizamón sostiene que las políticas sociales nacionales en Argentina, inscriptas en ese paradigma, promueven paradojalmente el acceso a mínimos biológicos, que viabilizan por medio de la provisión estatal de servicios y/o “paquetes” básicos para los pobres -la vida en los límites de la subsistencia.
[13] Distintos estudios antropológicos indagaron acerca de la dimensión de sociabilidad que representa el chisme y en cómo opera a la manera de un potente recurso. Así también apuntaron al poder constructivo y regulatorio del chisme y del rumor, que involucran aspectos de la vida pública o privada de las personas para producir realidades sociales, guiar conductas, herir reputaciones o producir acusaciones, impugnar o elevar imágenes sociales. Sus funciones operan de modo diferente si se trata de sujetos posicionados en condición simétrica o mediante jerarquías. Sobre ello ver, entre otros, Fonseca (2004) y Fasano (2006).