0000-0001-5610-9011 Lucía Marioni[1]
How and about what is talked at school? Communicative flows and borders in institutional rap arrangements (Paraná, Argentina)
Como e sobre o que se fala na escola? Fluxos comunicativos e fronteiras em arranjos institucionais de rap (Paraná, Argentina)
Me propongo reflexionar, desde una perspectiva sociocomunicacional, sobre prácticas discursivas y no discursivas que hacen a los modos en que el rap es agenciado como estrategia de instituciones escolares y políticas socioeducativas a partir de una investigación etnográfica multisituada en escuelas de la periferia de Paraná, Argentina. Recupero parte de los resultados de una investigación doctoral (cuyo trabajo de campo transcurrió entre 2017 y 2019 en una escuela del oeste de dicha ciudad), donde ubico en primer término las preguntas que movilizan este trabajo y luego los avances de un recorrido en curso (desde 2021, en dos escuelas del suroeste de la misma ciudad), centrado en comprender los modos en que jóvenes agencian políticas de inclusión socioeducativa a través de prácticas culturales musicales.1
Ambos trabajos de campo estuvieron articulados principalmente por la observación participante de distintos espacios de sociabilidad con los grupos de jóvenes dentro y fuera de las escuelas: en los talleres culturales y espacios vinculados a los programas socioeducativos en los que la investigación hace foco. Para el primero de los recorridos, un Centro de Actividades Juveniles (en adelante, CAJ) que formaba parte de una política de la Dirección Nacional de Políticas Socioeducativas del Ministerio de Educación de la Nación;2 y, para el segundo, las actividades relacionadas con dos programas del Consejo Provincial del Niño, el Adolescente y la Familia del Gobierno de la Provincia de Entre Ríos (en adelante, COPNAF): Mejor es Convivir y Jóvenes Protagonistas.3 Asimismo, ambos trabajos de campo incorporaron entrevistas etnográficas con directoras y docentes de las escuelas (nueve entrevistas en total), por un lado, y con responsables de organismos públicos provinciales (cuatro entrevistas) y nacional (dos entrevistas), por otro. Finalmente, también se recurrió a la lectura de documentos escolares (proyectos pedagógicos institucionales de cada una de las escuelas, proyectos redactados por los responsables de las escuelas para su inscripción en los programas gubernamentales y documentos de esos programas: resoluciones, descripciones públicas y material destinado a docentes).
Por la transitoriedad que compone la conceptualización de los sujetos como jóvenes,4 cabe aclarar que pongo en diálogo el trabajo con personas de diferentes generaciones. Asimismo, que se omiten los nombres reales de las personas implicadas, que fueron reemplazados por seudónimos.
Entre 2017 y 2019 transcurrió el primer recorrido al que me referiré, centrado en comprender prácticas culturales musicales de jóvenes que participaban de un CAJ emplazado en una escuela de la zona oeste y su relación con las experiencias e identidades juveniles. En ese momento, empezaban a emerger grupos de rap entre jóvenes de toda la periferia de la ciudad, y en ese CAJ se reunía uno de esos grupos. Desde el inicio de ese trabajo de campo, se había vuelto recurrente una anécdota sobre la primera batalla de freestyle5,6 en la escuela secundaria, que había tenido lugar en 2014. Según las distintas personas que rememoran aquel evento, la competencia había surgido como propuesta de los raperos7 del centro de la ronda: uno de ellos era en ese entonces estudiante y otros dos la habían dejado en tercero. Cuando narran lo que sucedió ese día, parecen volver a ver y escuchar la escena, sentir las vibraciones en las ventanas, los olores del amontonamiento. La relatan como una verdadera fiesta en la que, por primera vez, los y las jóvenes tomaron la escuela. En todas las versiones de la anécdota, la historia termina con Norma, la directora de ese entonces, desconectando el parlante y pidiendo a los gritos (porque ella no tenía micrófono) “que canten pero sin decir malas palabras”.
Tomé nota sobre ese evento tres años después, en 2017, cuando algunos de los jóvenes a los que remitía la anécdota ya se habían alejado del rap y de la escuela; no obstante, otros de ellos seguían y nuevos jóvenes se incorporaban. Eran ocho los que formaban parte activa del grupo de rap, y otros 13 que también asistían a los talleres culturales en el CAJ, pero participaban acompañándolos y arengándolos. Este CAJ funcionaba en la escuela los sábados por la mañana. En el grupo estaban quienes habían interrumpido sus estudios, quienes los sostenían con dificultades y quienes eran estudiantes más estables, al decir del docente-coordinador del espacio. Así, este centro significaba el principal vínculo para algunos con la escuela. Y, aunque a primera vista este vínculo podría ser entendido como precario, resultó significativo, en parte, porque promovió buena parte de su producción cultural: por un lado, ya que les proveyó un nombre, un cobijo institucional y una red de contactos (empezaron a ser conocidos en la ciudad como los raperos de la escuela del oeste y, a partir de ello, convocados a rapear en diferentes eventos organizados por los gobiernos provincial y municipal, instituciones y organizaciones sociales). Por el otro, les permitió acceder a una batería de recursos materiales (un estudio de grabación -la radio escolar-, pasajes y viáticos para diferentes viajes, material para la producción de su primer disco colectivo, etc.).
Transcurridos dos años más -en los que llevé adelante el trabajo de campo dentro y fuera de la institución escolar-, el rap fue tomando mayor importancia tanto en esta como en otras instituciones educativas de la ciudad. En 2019, junto con otros 400 jóvenes más de ocho escuelas públicas de la periferia de la ciudad, los raperos de la escuela del oeste se reunían por primera vez en una actividad cultural -convocada por el gobierno provincial-, a cargo del COPNAF y llevada a cabo junto a organizaciones sociales locales, que a partir de talleres de rap buscaba promover el ejercicio de derechos: el encuentro Rimando Entre Barrios. El proyecto del que partía esta iniciativa sostenía que
la estigmatización territorial, generacional y social que sufren los jóvenes de los barrios populares refuerza los procesos de exclusión social condicionando su ejercicio de ciudadanía y el cumplimiento de derechos, por ello consideramos fundamental el acceso a bienes culturales como el arte y la música como medios posibilitadores de transformación social y subjetiva. (COPNAF, 2019, p. 3)
Con esto, el rap se consolidaba como una fructuosa estrategia de instituciones locales y del gobierno provincial para la intervención con jóvenes y daba forma a algo que llamé escucha institucional del rap (Marioni, 2021), una atención al fenómeno a partir de identificar que “la cosa con los gurises va por el lado del rap” (referente del COPNAF, 50 años, entrevista realizada el 9 de septiembre de 2019). Con ello, se ponía en consonancia con un fenómeno que podemos rastrear en otras ciudades y en relación con programas de inclusión socioeducativa nacionales: el uso del rap por instituciones estatales y de la sociedad civil como herramienta habilitadora de la voz de jóvenes. Expresiones como esta son recurrentes tanto en el trabajo de campo que aquí se analiza como en trabajos y reuniones locales sobre el tema (Massarella, 2017 y 2021; Paolini, 2021, Picech, 2013).
Son vastos los antecedentes en torno al estudio de prácticas y políticas institucionales/estatales atravesadas por una concepción del arte desde su potencialidad transformadora, y recientes aquellos que enfocan en el hip hop y el rap en particular.8 Es posible decir brevemente que esta cuestión tiene como correlato un proceso más amplio de revalorización de la cultura como recurso para el desarrollo y como derecho humano universal (Wright, 1998; Yúdice, 2002), en el que intervienen actores sociales tales como agencias estatales, organismos internacionales, movimientos sociales, organizaciones y grupos comunitarios “desde distintos sentidos y desiguales condiciones de poder” (Infantino, 2016, p. 277).9
Interesan especialmente trabajos como los de Infantino (2008, 2019, 2021) orientados a mostrar formas en que artistas, gestores/as y trabajadores/as culturales de la educación y de políticas públicas disputan una resignificación del rol social y político del arte en tanto herramienta política por la ampliación de derechos en Argentina. Asimismo, el de Merklen (2016), que ofrece una perspectiva sobre los desencuentros y tensiones en la quema de bibliotecas -en Francia, aunque productiva también para nuestros territorios-: allí puede inteligirse un estatus político a hechos usualmente leídos desde el confinamiento a una modalidad de lo social, esto es, la violencia en las clases populares. En el ámbito local, también interesan otras investigaciones que abordan los usos del rap en instituciones educativas como herramienta pedagógica y didáctica (Arias, 2021; Checa Fernández y Arias, 2023), que iluminan modos en que ingresan la interdiscursividad y la creación de imágenes así como analizan los insultos en tanto rituales. Y algunos estudios más recientes sobre los usos de otros dispositivos como son las orquestas infanto-juveniles (Wald, 2011; Fabrizio y Montero, 2013; Avenburg, 2018), entendidas por quienes las modelan como posibilitadoras de acciones en relación con el futuro inmediato y mediato de los sujetos, pero que también se encuentran mediadas por las paradojas de la escuela en torno a la inclusión/exclusión social (Montesinos y Sinisi, 2009).
Entonces, retomando nuestro referente empírico en particular: ¿persiste la condicionalidad que aquella directora de escuela expresara como: “pero sin decir malas palabras” y que seguramente fue dicha también en otras escuelas del país en los últimos años? ¿Cómo se vinculan hoy -en el contexto de esta institucionalización del rap- los códigos propios de lo escolar y los códigos raperos mayormente asociados al mundo juvenil y a la calle en tanto lugar de pertenencia? ¿A qué tipo de tensiones y configuraciones da lugar el encuentro? ¿De qué procesos más amplios da cuenta su relación? A la luz de estas preguntas, intentaré la comprensión -situada- de algunas dinámicas de la escuela, de los sujetos y las condiciones que la hacen en los inicios de siglo XXI.
En cuanto a los usos sociales del rap en términos generales, estos han integrado objetos de estudio en diferentes áreas de conocimiento en Latinoamérica, y gran parte de los análisis acuerdan en identificarlo como una de las expresiones culturales con importante presencia entre jóvenes que viven en contextos de pobreza (Cuenca, 2016; Tosello, 2021; Biaggini, 2023).10 Atravesados por la cuestión de clase y orientados desde lecturas materialistas, desde el ingreso del tema a las ciencias sociales, han primado trabajos que hallan en esas expresiones modos de resistir o contestar a las condiciones materiales de la exclusión social. Se destaca entre ellos la atención a cómo reaccionan los subalternos frente a las estrategias, dispositivos y acciones del poder, y en algunos casos se ha dejado de lado la complejidad de los procesos y prácticas, incluso opacando aquellos que podríamos entender por fuera del binomio dominación-resistencia.11
Por otro lado, buena parte de los análisis sobre la escuela en el contexto de las transformaciones del sistema educativo de las últimas décadas12 se ha centrado en documentar los diversos modos en que aquella perpetúa las desigualdades sociales e incumple la promesa de ascenso social, desde perspectivas guiadas por la teoría de la reproducción (Braslavsky, 1985; Krawczyk, 1987; Filmus, 1988; Neufeld, 1988, entre otros). En cambio, de acuerdo con lo relevado por trabajos como el de Gessaghi (2022), son pocos los que atendieron a los procesos complejos que allí tienen lugar y los singulares y activos modos de estar en la escuela:
en un país cuyo sistema educativo se configuró a partir de las luchas de los sectores medios y populares quienes, muy tempranamente, conquistaron una considerable democratización del acceso a la escuela y resistieron los intentos de institucionalización de trayectos exclusivos para las elites. (p. 8)
Para este trabajo es imprescindible recuperar aquella complejidad, que permita reponer las diferentes dimensiones que hacen a la relación; partiendo de las relaciones de poder y las condiciones materiales de producción y reproducción de la vida social pero procurando no dar por sentado el poder, como una cosa dada y en una dirección, sino, siguiendo a Gramsci (1971), como un proceso de agenciamientos relacionales, una trama contingente y situada. En el mismo sentido, es necesario partir de entender que la producción cultural no guarda una relación simple ni está prefijada de antemano por las estructuras que la contienen. Sino que es el resultado de cómo las personas producen simbólica y materialmente el espacio social del que forman parte, imbricados en condiciones estructurales, pero con determinado grado de autonomía (Semán, 2009a).
Desde esta perspectiva, ni la música rap ni ninguna otra expresión cultural per se pueden ser entendidas como una mera reproducción de determinado orden o pura resistencia a él; sí, en cambio, como capaces de posibilitar particulares y múltiples usos, insertos en una situacionalidad específica y atravesada por condiciones estructurales. En este sentido, ponemos énfasis en su capacidad creativa, más allá -o en medio de- los procesos de hegemonía cultural que las atraviesan (Miguez y Semán, 2006 y Semán, 2009b).
Asimismo, los modos en que directores, docentes y realizadores de la política pública se relacionan con el rap no pueden constituir la simple asimilación de un producto popular por parte de las estructuras hegemónicas; por el contrario, podemos entenderlos como diferentes formas en que los sujetos -aunque limitados institucionalmente pero también con recursos que les vienen de diferentes dimensiones de la vida social y de su formación- se relacionan con la producción cultural propia del espacio social del que participan. Profundizaré en esto más adelante.
La perspectiva de la hegemonía gramsciana nos permite entender los procesos en clave de desigualdad y de relaciones de poder: contemplar no solo la heterogeneidad cultural al interior de los grupos sociales, sino cómo se vive el poder en un contexto dado; cómo se producen, reproducen y contestan ciertos regímenes de poder en la vida cotidiana de los individuos con ciertos márgenes de autonomía. Lo popular, recuperamos esta vez de Fabian (1998), tiene que ver entonces, más que con un lugar (sectores populares), con “momentos de creación”, con los “momentos de libertad” (p. 133).
Finalmente, y con respecto a la escuela, la etnografía educativa latinoamericana (Rockwell y Espeleta, 1985; Neufeld, 1988 y otros) nos propone mover la atención de la reproducción a la producción cultural, especialmente en relación con los modos en que los sujetos se apropian activamente de sus condiciones de vida, y solo crítica, conflictiva y creativamente reproducen las estructuras sociales (Santillán, 1994; Achilli, 2000; Neufeld, 2000; Cragnolino, 2001). Asimismo, esta perspectiva posibilita la comprensión de la escuela como espacio y recurso contradictorio en que -además de ideologías nacionales o internacionales- abrevan heterogéneos modos de concebir y hacer la escuela propios de las comunidades que las habitan. Finalmente, nos proporciona el concepto de experiencias formativas (Rockwell y Espeleta, 1985) para dar cuenta de procesos que exceden los marcos formales de la escolarización y que hacen a las trayectorias vitales de las personas.
Para abordar estas cuestiones en el análisis de los trabajos de campo de los que se ocupa este texto, recurriremos a las elaboraciones que a Grimson (2014) le posibilitan erosionar perspectivas tradicionales pero algunas veces presentes en análisis actuales que asimilan comunicación a transmisión de información. El autor parte de contraponer las categorías de contacto y comprensión como polos analíticos y, entre ellos, inteligir distintos niveles o grados de comunicación.
Por una parte, la idea de contacto, esto es, el hecho de que dos personas o grupos sin ningún código compartido entren en relación, ya sea de modo físico o virtual. Al menos en el momento inicial, con plena ausencia de entendimiento, no hay un proceso de comunicación. (p. 117)
Así, no sólo es posible identificar grados de comunicación entre grupos en principio distantes socioculturalmente sino, sobre todo, advertir las disputas y negociaciones de sentido que la constituyen. Y esto es porque esta perspectiva nos permite entender la comunicación y la cultura en clave de diferencia y en clave de poder y desigualdad. Por un lado, que las diferencias de significación aluden a diferencia cultural, heterogeneidad. Al decir de Grimson (2014), “Las sociedades contemporáneas son constitutivamente heterogéneas. Es decir, la diferencia de códigos se encuentra tanto en la generación como en la interpretación de los procesos simbólicos” (p. 117). Si damos por tierra con la metáfora del archipiélago cultural, de la cultura como internamente homogénea (Grimson, 2014), podemos permitirnos pensar la diferencia como constitutiva de los procesos de comunicación. Esas diferencias pueden estar relacionadas con cuestiones de género, generación, clase, etnicidad, región, religión y otras. Y podemos pensar que, en tanto se comparten algunos códigos, pueden no compartirse otros o, más aún, que pueden existir distintos grados de comprensión de códigos no compartidos. Por otro lado, también podemos analizar las diferencias de interpretación en términos de relaciones de poder y desigualdad puesto que, desde esta perspectiva, comunicación y cultura tienen como dimensión constitutiva la hegemonía: el proceso social que otorga significados consensuales, el proceso de institución de sentido a partir de las relaciones de poder.
Si todo proceso de comunicación tiene lugar cuando hay algo más que mero contacto y algo menos que comprensión plena, es posible a través de ella identificar configuraciones culturales diversas conformadas a partir de fronteras comunicativas, pero también flujos entre ellas. Volveré sobre estas cuestiones en el último apartado, dedicado al análisis, ya que se trata de un esquema teórico que aporta lentes privilegiados para comprender los campos de los que se ocupa este trabajo.
Entre los antecedentes locales más actuales mencionados en la introducción de este texto, se destacan aquellos que hablan de emergencia del rap en el sistema educativo en los últimos años. Ahora bien, una pregunta que no siempre es desandada es cómo se produce esa emergencia, más aún, quiénes la producen (cuestión que podremos responder solamente para el espacio social que aquí estudiamos).
Aquella batalla recuperada del 2014 puede considerarse como la primera expresión rapera encuadrada institucionalmente en la escuela del oeste y una de las primeras a nivel local.13 A partir de esa instancia, los jóvenes que la habían promovido insistieron para que se replicara en otras fiestas y actos escolares, aunque, en principio, sin ningún éxito. Las respuestas que se recuperan ponían en cuestión las posibilidades de adaptar aquel estilo al espacio escolar. “El rap aun no era visto con respeto, decían que éramos unos violentos haciendo quilombo”, reconstruye uno de aquellos jóvenes. “El rap tiene un vocabulario grosero, más ese que se hace en las denominadas batallas, se dicen cosas entre ellos y gana el que dijo algo más fuerte y conmovió al resto con eso”, recupera la directora de ese entonces (directora de la escuela del oeste, 51, entrevista 30 de mayo de 2018). “Y es que eran un par de gurises ahí en el medio de todos, bardeándose. Tenía sentido que no cuadre con la escuela: ‘que fomentan la agresividad’, ‘que no tiene nada de bueno’, ‘que no hablan bien’, ‘que no se comportan’, ‘que encima no se les entiende nada’… todas esas cosas se decían en la escuela”, aporta quien fuera docente y coordinador de aquellos talleres culturales del CAJ.
Sin embargo, aquel coordinador (que también era docente de Ciencias Naturales en la escuela), les propuso que participaran de los talleres de los sábados, y los raperos terminaron incorporándose, tras negociar un espacio institucional para el rap. De acuerdo con lo recuperado por uno de ellos, años después:
Le dijimos al Fabri: “Nosotros venimos, pero a rapear. Nada de andar haciendo otras boludeces. Lo que hacemos es algo serio y queremos hacerlo acá”. Así, de cara, como si fuéramos importantes (entre risas). Pero bue, él insistía, insistía con que vayamos al CAJ. Quería que volvamos a la escuela, aunque sea a boludear los sábados. A nosotros, que éramos unos naides. El Said seguía yendo a la escuela, pero yo ya había abandonado, en tercero había abandonado. Al Uli lo habían echado. Al Adrián no me acuerdo… creo que había dejado también. Después, ya cuando íbamos al CAJ, el Fabri le consiguió volver a la escuela, pero en uno de esos programas especiales; taba grande ya el Adrián. O sea, éramos un bando. Y eso de empezar en el CAJ fue una bomba. Éramos unos gurises, pero alta movida hicimos: rap en la escuela, no en cualquier lado, en la es-cue-la. Ahí que no querían saber nada con nosotros. Salvo el Fabri. Que nos tenía fe. Andá a saber por qué (entre risas). Y bue, empezamos a ir. Porque, aunque costaba levantarse, ahí nos juntábamos, nosotros y con los otros, y rapeábamos y nos escuchaban… Y después se nos fueron abriendo puertas. Hasta nos ayudó a grabar y todo lo que pasó después. Con los otros que vinieron atrás… yo me fui enseguida, porque bueno, la Clara quedó embarazada y me tuve que poner a laburar duro. Pero los otros y los que vinieron después… imaginate que enseñaban a otros a rapear, ¡les daban clase! También armaron el estudio de grabación ahí donde estaba la radio. Y bueno, empezaron a girar por todos lados. (Elías, 25, entrevista del 27 de septiembre de 2022)
Así quedaba establecido un acuerdo en el que raperos y un educador comprometido con la escolarización de los jóvenes de esa comunidad empezaban a hacer rap en la escuela. Para 2017, cuando comenzamos el trabajo de campo, cuatro de aquellos iniciadores se habían desvinculado, aunque otros siete se habían incorporado; y durante los siguientes años, el grupo siguió ampliándose. Tal como recuerda Elías, no solo replicaron en el espacio institucional aquello que hacían en la calle, sino que sostuvieron una formación para otros jóvenes y accedieron a una batería de recursos, como un lugar en la escuela y tecnologías para grabar canciones y hasta un disco colectivo, formación para el uso de esas tecnologías e invitaciones a presentarse en diferentes escenarios de la ciudad y la zona a lo largo de varios años. De este modo, fueron apodados los raperos de la escuela del oeste, con lo cual se materializó la referencia institucional que así se fue construyendo.
En varias ocasiones vi a quienes no eran más estudiantes entrar al establecimiento, sacar llaves de sus bolsillos y abrir la puerta de la radio escolar, bautizada como la sala de grabación. Sin pedir permiso a ningún adulto, sin siquiera anunciarse, sin cumplir con las normas de vestimenta de la institución, Adrián, Sebastián, Hasan y Uriel entraban al espacio, prendían los equipos, buscaban en ellos carpetas de archivos que llevaban sus nombres y que contenían bases de rap o grabaciones suyas en crudo y se ponían a trabajar en nuevas pistas que subirían luego a sus redes sociales. No faltó docente o personal no docente que discutiera estos usos o el ingreso con vestimenta inadecuada.
Con todo esto, mientras aquella escuela formalmente había cortado el vínculo con la mayoría de ellos -con quienes no eran más estudiantes- y los directivos habían dejado de incluir al rap en la agenda institucional central, sí lo hacía en un espacio institucional periférico como era el CAJ, a partir de uno de sus trabajadores -el coordinador- que revinculaba a aquellos jóvenes a la institución. Así, si bien las autoridades reconocían que la relación con los raperos era difícil, habilitaban que se sostuviera a partir de alguien que se comunicaba mejor con ellos.
En la primavera de 2017, aquella escuela volvió a tener una batalla de freestyle como espectáculo principal de los festejos del Día del Estudiante. La había propuesto el coordinador de los talleres, en el contexto de un CAJ impregnado de prácticas raperas, y la llevaron a cabo los ocho raperos que en ese entonces participaban de sus actividades. Días después, reunidos nuevamente en los talleres de los sábados, el coordinador arremetió: “¿Qué pasó el jueves? Ya sé que no estuve, pero me contaron. Los profes se carajearon”.14 Adrián -quien, más que como rapero, se define como el MC15 del grupo, esto es, su líder- se recostó sobre su silla y le respondió distendido: “¿Y de qué esperaban que hable?, ¿de la primavera?”. Así daban inicio a una discusión por media hora porque se habían bardeado por encima de lo tolerable de acuerdo con las reglas de la institución, una vez más.
Empezó una conversación algo acalorada e inmediatamente quedaron trazados dos puntos de vista: el coordinador planteaba que, en vez de haber hecho estilo libre, tendrían que haber cantado canciones del disco que habían grabado en el marco de los talleres; porque en aquel estilo los jóvenes solían incluir groserías y eso era visto como violento por los adultos de la institución. “Ya vimos que el formato batalla en la escuela no va”, dijo. Durante la semana siguiente a aquel acontecimiento, en una conversación improvisada en medio de un pasillo del establecimiento, la profesora de Lengua me dijo:
Ya le dimos varias oportunidades al rap, les dimos cabida en la fiesta del otro día… y antes… los dejamos hacer muchas batallas. Y parece que le gusta a la gurisada, es lo que escuchan. Siempre estamos atentos a hacer cosas que les gusten… para engancharlos, ¿viste? Pero el rap es violento, se dicen de todo, dicen malas palabras. Y no es el contexto. Es que algunos gurises no se ubican. (Gloria, 57, entrevista del 28 de septiembre de 2017)
Aquí importa, para una mayor comprensión, el hecho de que, más allá de las expresiones sobre las llamadas malas palabras, he podido advertir otras acciones paralingüísticas en disputa, que forman parte de la acción comunicativa pero que no son del todo explícitas en lo enunciado por docentes y autoridades institucionales: me refiero a la indumentaria, el uso de los cuerpos y sus despliegues por el espacio. Si bien esos adultos y esas adultas se concentran en denunciar lo más evidente -las malas palabras-, también podemos hacer entrar al análisis las disputas por el volumen al que deben estar los parlantes, o las censuras a transitar libremente por espacios del establecimiento de acuerdo con si está o no tal o cual autoridad (la vicedirectora y la bibliotecaria fueron descriptas como quienes objetaban la vestimenta acorde a la escuela).
Visto así, se nos podría ocurrir decir que el acontecimiento recuperado se explica como cierta falta de adaptación de los códigos raperos a la espacialidad escolar (en esta batalla, pero también en la de 2014). Trayendo elementos de análisis de los estudios clásicos de etnografía del habla -con Dell Hymes (1971)-, podríamos identificarlo como una falta de competencias comunicativas: de un conjunto de habilidades y conocimientos -lingüísticos, sociolingüísticos, pragmáticos y psicolingüísticos- que permiten que los hablantes de una comunidad lingüística puedan entenderse, a partir de manejar las reglas de uso del habla en los diversos contextos sociosituacionales en que se realiza la comunicación verbal de una comunidad. Esto es, entender que cuando un joven bardea en una batalla dentro una fiesta escolar, daría cuenta de cierta incapacidad de interpretar y usar apropiadamente el significado social de las variedades lingüísticas, en relación con las funciones de la lengua y con las suposiciones culturales de la situación de comunicación. Asimismo, podríamos arriesgar que Adrián no entendió que debía hacer referencia a la primavera, que debía usar un lenguaje más formal, que no debía decirle virgen al compañero, que debía evitar palabras que adultos y adultas no comprendieran, como jonrón;16 que no tuvo la capacidad de identificar que debía generar un sano entretenimiento, hacer una canción alusiva a la efeméride, sacarse la gorra, subirse los pantalones para que no se entreviera su ropa interior, dejar en la puerta las cadenas que se cuelga del cuello, hablar más claro, modulando como un locutor.
Ahora bien, aquello que la directora y la docente definen como malas palabras, para ellos, muchas veces son las mejores que pueden usar, y aquellos elementos no discursivos que parecen estar fuera de lugar, como las gorras, cierto estilo desaliñado o las onomatopeyas, también parecen ocupar un lugar prioritario en las puestas en escena. Entre muchos registros, recuperamos que para estos jóvenes “hay cosas que solo se pueden decir con la crudeza que a algunos no les gusta” y que “a veces no hay forma de decir bien la mierda que se vive” (Sebastián, 19, conversación informal, 2 de agosto de 2020). También, que entre ellos “es el de traje y camisa el que da mala espina” (Hasan, 22, improvisación de rap, 2 de agosto de 2020). El punto de vista de los raperos aquel día era que nadie se sentía ofendido al ser bardeado en una batalla, que no es violencia, sino una forma de decir las cosas, diferente a la forma a la que está acostumbrada la directora. Y que aquello que profesores y directora ven como violencia es un juego, que cuenta con reglas:
Las profes se comen el viaje de que somos violentos, pero bardear (en una competencia de freestyle) es parte del juego, siempre es con respeto. A veces bardeamos para mostrar mediocridades del mundo, no para agredir al de enfrente. Y el otro lo sabe, no la pasa mal” (Hasan, 22, conversación informal, 8 de agosto de 2020).
Desde esta perspectiva, no se trata de jóvenes que no entendieron de qué se habla y cómo se habla, cómo se comporta o se viste en la escuela, sino de un modo de hablar, rapear, vestir y actuar ligados a algo propio que se quiere decir. Se trata de cuestiones compartidas entre ellos, aunque no por adultos y adultas de la institución. En aquella ocasión, decía Johan: “Hay una línea de honor que se respeta. Siempre. Ningún rapero pega golpes bajos. Si pega, no es digno de ser considerado rapero”. Pregunté más de una vez cómo reconocer la línea de honor; cómo saber cuándo algo resultaría ofensivo para el oponente y cuándo no. Y en todas las ocasiones me respondieron más o menos lo mismo: “simplemente se sabe”. Entonces, se trata de códigos propios que, podríamos decir con Hymes (1971), importan unas particulares competencias comunicativas, que se saben porque se comparte el ser rapero.
Por otro lado, de acuerdo con lo recuperado, recurren a estos referentes y modos de hablar, rapear, vestir y andar sin desconocer que son desaprobados en aquel contexto. E insisten en hacerlo, a pesar de que con recurrencia han recibido sanciones (como por ejemplo, no ser llamados por determinado tiempo para rapear en eventos escolares o incluso ser interrumpidos en las presentaciones).
Tanto en las expresiones traídas a este texto como en otras situaciones posteriores registradas en nuestro trabajo de campo, han demostrado conocer aquellos códigos escolares y contar con habilidades para usarlos. Una de estas situaciones fue cuando, frente al cierre del Programa Centros de Actividades Juveniles, se presentaron en Dirección para solicitar que se les siguiera dejando usar la sala de radio que habían conquistado como sala de grabación:
Fuimos los tres: Yo, Seba y Hasan. Y les pedimos por favor. Que hacemos cosas buenas, si el disco que salió de ahí fue una bomba. Y siempre cuidamos la consola y todas las cosas. Nunca perdimos la llave. Y todo así, hablando bien, pidiéndole por favor. Hasta me peiné. (Adrián, 21, conversación informal, 3 de noviembre de 2019)
Al parecer, cuentan con aquellas competencias en las que Hymes (1971) agrupaba el conocimiento de normas de comportamiento desde el punto de vista de los miembros de una cultura, en torno a la comprensión de la estructura social, los valores y creencias de la gente y el modo en que asumen que se deben hacer las cosas. Entonces, ¿por qué insisten en hacerlo? ¿por qué la escuela renueva sus invitaciones, a pesar de que aquellos jóvenes no se ubican? ¿Qué es lo que tiene lugar que no podemos explicar desde esas nociones clásicas?
Para ensayar una respuesta, es preciso hacernos otra pregunta: ¿qué es lo que entra al análisis cuando decimos que las competencias se adquieren y se ponen en juego en determinado contexto o cultura? Si partimos de entender la cultura como un repositorio externo a los sujetos y a la interacción social, que provee estructuras, valores, creencias, costumbres, formas y deberes para posibilitar una interacción, solo encontraremos caos en la vinculación de aquellos jóvenes raperos con los y las responsables de la institución educativa. Porque mientras no podemos decir que los primeros desconozcan aquellas estructuras, valores, creencias, costumbres, formas y deberes, tampoco podemos decir que los usen/los pongan en práctica. Visto así, la pregunta instrumental se impondría: si manejan los códigos, ¿por qué no los usan? ¿Cuál es el interés de los raperos en hacer carajear a profesores y directivos? Habiendo, además, muy pocas y simplificadoras hipótesis a la vista: porque son rebeldes, porque no quieren hacerse entender.
No obstante, podemos imaginar que existe cierto grado de comunicación entre jóvenes y aquellos adultos y adultas que los y las congregan cuando, más allá de censuras y demás sanciones, siguen dándoles espacio y recursos escolares porque “queremos que los gurises se expresen, que digan lo que les pasa, para poder construir un vínculo con ellos” (directora de la escuela del oeste, 51, entrevista 30 de mayo de 2018). Esto es una recurrencia que aparece en trabajo de campo de todos estos años, recientemente referido como la conformación de “un espacio de encuentro entre esos gurises y la escuela” por parte de una tallerista y docente:
Ellos hablan haciendo rap. Y podría ser trap o cumbia. Da lo mismo para nosotros. Son todas músicas populares que en general no entran a la escuela. Pero ahora para nosotros sí. Porque ahí salen cosas que de otra forma no te dicen… podría decir que es un puente con ellos. Es una gran herramienta para trabajar con ellos. (tallerista en escuela del suroeste, 39, entrevista 14 de junio de 2023)
Entienden que en el rap las y los jóvenes se expresan, ponen en juego significaciones que pueden ser valiosas desde su punto de vista y operativas/útiles para la institución que trabaja con ellos. Es así que el coordinador de los talleres CAJ que funcionaron hasta 2018 mediaba para que los raperos de esa escuela tuvieran una sala donde grabar sus canciones, escenarios donde cantar, talleres donde enseñar y aprender rap: porque “ahí es donde entendés lo que les pasa”, “porque por ahí quieren hablar pero en la escuela no se generan las condiciones… lo que buscamos es generar las condiciones para que estos chicos puedan decir la palabra propia” (coordinador talleres CAJ, 47, entrevista, 5 de octubre de 2017).
Ya en el contexto en que el rap fuera identificado como un bien cultural estratégico para la intervención institucional con los y las jóvenes de la periferia, tal como lo expresa el proyecto de aquella actividad multitudinaria del COPNAF (Rimando entre Barrios), varias manifestaciones nos llevan a arriesgar que, de alguna u otra manera, la comunicación fluye. En 2019 y frente a la desarticulación del programa CAJ, el Consejo General de Educación diseñó un programa provincial que llevó el nombre ATR (Adolescentes, Tiempo y Recreación), que en sus bases promueve la “realización artística y lúdica a partir de la articulación de espacios disciplinarios con producciones culturales y soportes de interés para los estudiantes, como radio, redes sociales, rap y otras expresiones callejeras” (Proyecto ATR, 2019). En consonancia, el proyecto que redactó la que llamamos aquí “escuela del oeste” para ser incorporado al programa dispuso talleres en los que estudiantes enseñen a rapear a otros, y menciona que estos ocuparán lugares de coordinación rotativos “a medida que vayan adquiriendo flow” (Proyecto pedagógico institucional, escuela del oeste, 2019). En el mismo sentido, ya en el período de educación a distancia enmarcado en el aislamiento social preventivo obligatorio (ASPO) -durante el año 2020-, aquella docente de Lengua y el profesor de Música dicen haber tenido su “mejor experiencia de trabajo en la pandemia” (entrevista a docente, 20 de octubre de 2021), al recurrir a dos audiovisuales del Programa Nacional Seguimos Educando: “¿La poesía vive hoy en el rap? (Secundaria Básica)” y “Poesía, payadores y raperos (Secundaria Orientada)”. Esta iniciativa, de hecho, llevó a la primera a incorporar dentro de su planificación la lectura y la escritura de canciones de rap para abordar poesía. Aunque pareciera un simple cambio, resulta significativo en tanto la selección de textos a trabajar en las aulas es uno de los aspectos clave de la formación docente, puesto que estos conforman la materialidad con la cual las y los estudiantes entrarán en diálogo en su actividad como productores de sentido (Carranza, 2007).
Para el año 2022, identifiqué nueve propuestas socioeducativas en la ciudad que incorporaban el rap como una “herramienta pedagógica”, cinco de ellas emplazadas en escuelas secundarias como espacios extracurriculares, otra en un centro cultural municipal, otra en una asociación vecinal, otra en una iglesia evangélica y otras dos en Residencias Juveniles. Tres de las primeras y las últimas dos, enmarcadas y financiadas por el COPNAF a través del programa Jóvenes Protagonistas, como dispositivos para “la inclusión socioeducativa y el abordaje de situaciones conflictivas” (COPNAF, en línea). Las otras propuestas escolares, en el Área Socioeducativa del Consejo General de Educación (CGE); la del Centro Cultural, por el Área Cultura de la municipalidad; y la que funciona en el centro evangélico, por la propia iglesia.
En todos los casos, identificamos que el rap es concebido como una herramienta dentro de una propuesta de trabajo más horizontal que la que clásicamente asume la dinámica escolar; para conectar con los gurises, para brindarles algo que sea atractivo para ellos y, así, construir intervenciones eficaces y hacer que vuelvan a la escuela. Una tallerista de una de esas escuelas lo describe como
una propuesta abierta que parte de la idea de ver qué hacemos juntos. No bajar línea. Los gurises y las gurisas pueden venir cuando quieran, aunque intentamos que haya continuidad. Porque queremos que los pibes estén en la escuela, que retomen. Y como a muchos les gusta rapear… uno hace beatbox, el otro rapea hace años… hay una piba que la rompe, aunque es media tímida y se va animando de a poco… bueno, te decía, como les gusta rapear, les ofrecemos un espacio para que rapeen. Y mientras tanto, intentamos acercarnos. (Tallerista y docente de una escuela secundaria del norte de la ciudad, 44, entrevistada el 20 de octubre de 2022)
Mientras que en algunas narrativas -especialmente de docentes y trabajadores del CGE- sobresale la idea de continuidad, andamiajes y acompañamiento de las trayectorias, en otras -mayormente de trabajadores del COPNAF- prima una perspectiva terapéutica y un especial interés por el lazo social.
Vos les das lugar, los dejás que sean ellos y salen cosas que en un espacio terapéutico no salen. Hacen catarsis cuando rapean. Nosotros no podemos dejar pasar eso, es oro en polvo […] Y así vamos trabajando, buscando reconstruir o sostener su lazo social, depende cuál sea el caso. (Trabajadora de COPNAF, 59, entrevistada el 1 de junio de 2022)
En todos los casos, sin embargo, además de este valor como medio de esos otros, también encontramos referencias a un interés por comunicarse. Precisamente en esas palabras lo pone aquella tallerista y docente:
Es su forma de expresión, y si queremos comunicarnos con ellos, tenemos que escucharlos rapear. A veces no les entendemos nada, tienen sus propios códigos, pero de a poco la vamos cachando, es cuestión de encontrar lo que tenemos en común. (Tallerista y docente de una escuela secundaria del norte de la ciudad, 44, entrevistada el 20 de octubre de 2022)
Ahora bien, ¿en qué elementos se encuentra lo común? ¿Está constituido de antemano o se conforma en el encuentro? Acá la escuela, como espacio, pero sobre todo como valor, parece ocupar un lugar importante. En la grabación del videoclip para una canción, en uno de esos talleres, mientras tres jóvenes decidían dónde se iba a desarrollar la filmación, quien lo protagonizaba pidió
que se vea un poco la escuela, ahí, la puerta, cuando suena “sigo para adelante, sin contrincante. Tengo mucha iniciativa, no dejaré que me gane la adrenalina. Yo puedo retomar, el fracaso dejar atrás, no reniego de mi vida, pero ahora todo rima”. (registro de trabajo de campo, 12 de junio de 2023)
Son varias las ocasiones en las que las y los jóvenes con quienes intercambié en esos talleres remiten a la escuela y a las instituciones en general como espacios valiosos, no solo en términos prácticos (les brindan espacios y recursos para producir su música), sino como espacios de pertenencia, como aquella institución que -tal como dicen a menudo- les posibilita ser alguien. Sea incorporado desde su socialización primaria, sea construido en el mismo vínculo con esa institución o en ambas, ese valor emerge incluso entre quienes no pueden sostener sus trayectos escolares. “A mí me reconforta esto, mostrar lo que hago en la escuela, cuando ni siquiera estoy pudiendo venir”, dice Kevin en medio de una batalla de freestyle que integraba la grilla de actividades de las Jornadas de Derechos Humanos de una de las escuelas.
En un sentido similar, habitar la escuela gana lugar a completar la trayectoria, egresar, evitar la deserción en el lenguaje institucional. Y es entendido como
que los gurises y las gurisas estén acá, aunque cueste, aunque no vengan de manera sostenida. Porque entendimos también nosotros que estando aprenden… y aprendemos nosotros. La lucha que fue para que hagan una composición literaria el otro día. Ni te imaginás. Nada, todas las hojas en blanco. Y después los ves en el recreo construyendo tremendas narrativas cuando cantan. Bueno, ahí es donde aprendemos nosotros. Y el (taller) Palabras Cruzadas sirve para eso, para encontrar nuevas formas de escribir… incluso sin escribir. Porque ya me retaron que el rap no se escribe. Que es pura oralidad. (Tallerista y docente de una escuela secundaria del norte de la ciudad, 44, entrevistada el 20 de octubre de 2022)
Sin embargo, sigue habiendo tropos, imágenes, expresiones que configuran fronteras entre unos y otros. Uno de ellos es la calle: mientras para los grupos de jóvenes que protagonizan nuestra investigación constituye un lugar de pertenencia y aprendizaje (la calle en sus canciones y sus relatos aparece asociada a la vida compartida con pares, la escuela de la calle, el lugar donde crecieron), para aquellos adultos y adultas constituye -en consonancia con el discurso hegemónico de programas educativos financiados por organismos internacionales y política pública local- el espacio de disvalores como la delincuencia o los consumos problemáticos; y que la inclusión escolar de las y los jóvenes es igual a sacar a las juventudes de la calle y debe ser promovida para contrarrestar esos disvalores, tal como ha sido mencionado en numerosas oportunidades por diferentes personas adultas vinculadas a la institución.
De modo similar, funciona la idea de hacer nada. Estar haciendo nada es una expresión muy frecuente entre las y los jóvenes de la periferia, que paradójicamente usan para referirse a una gran cantidad de momentos que pasan creando canciones, improvisando rimas y proyectando actividades vinculadas a la música rap: “Acá andamos, haciendo nada”, por ejemplo. A su vez, es aquello que dicen en defensa propia frente a los agentes policiales en los registros de rutina: “no estamos haciendo nada”. Aquí, no hacer nada implica no estar haciendo lo que el orden social supone que hacen los jóvenes de sectores populares: cometer un delito, poner en peligro a la sociedad (nos referimos a lo que Misse [2018] ha llamado procesos de sujeción criminal). Por otro lado, es una expresión recurrente en la comunidad educativa. Aunque en este espacio, es usada en la preocupación de que los gurises anden en la calle, sin hacer nada, en relación con el sistema educativo y al mercado laboral. En los tres casos, estar haciendo nada remite al transcurrir de un tiempo, pero de tiempos distintos. Los primeros dos se proponen como un tiempo legítimo, mientras que sobre el segundo, aquel sobre el que las personas adultas entienden qué es hacer nada, se expresa un tiempo ilegítimo, observado con recelo desde instituciones como la escuela y la policía.
Decíamos antes que, de acuerdo con las definiciones clásicas de la etnografía del habla, podemos interpretar que el grupo de jóvenes con quienes realizamos esta investigación sí cuenta con aquellas competencias comunicativas que Hymes (1971) relacionaba con saber “cuándo hablar, cuándo no, y de qué hablar, con quién, cuándo, dónde, en qué forma”, es decir, saber formar enunciados que no solo sean gramaticalmente correctos sino también socialmente apropiados (p. 87). Y sugeríamos que el hecho de que no se adecúen completamente al modo de hablar bien que propone la institución escolar volvía necesarias otras herramientas conceptuales-analíticas para comprender la experiencia.
Especialmente, proponemos acá partir de entender la comunicación como proceso constituido y constituyente de lo cultural y que, por ello, la cultura constituye los mejores lentes desde los cuales es posible entender las prácticas de comunicación (Martín Barbero, 1987). Así es posible destrabar la cuestión instrumental y dar lugar a la complejidad propia de la vida social.
Recurrir al planteamiento de Grimson (2014), tal como referí antes, nos posibilita leer los desacoples en términos de grados de comunicación atravesados por flujos y fronteras. Es así que el bardear en una batalla puede ser interpretado desde perspectivas distintas y -al decir del autor- constituir una frontera comunicativa. Mientras para unos significa violencia y malos modales, para otros puede tener el sentido de un ritual de fraternidad: que “somos hermanos, los hermanos se pueden decir de todo y siguen siendo hermanos, se dicen las cosas de frente, para ayudar al otro, para desahogarse, para lo que sea” (Hasan, 22, registro de campo, 6 de abril de 2018). Asimismo, que los ajenos a una batalla pueden hacerse una vaga idea de que bardear no tiene un sentido violento, aunque no comprender cabalmente su sentido. Es quizás por eso que el coordinador plantee que “estos no tienen ni una pizca de violentos, se dicen cosas porque es parte del rap, viene de la trayectoria del rap en los barrios yanquis, pero estos son todos amigos, es el juego” (coordinador de los talleres CAJ Escuela del oeste, 47, registro de campo, 5 de abril de 2018).
Por otro lado, también podemos analizar las diferencias de interpretación en términos de relaciones de poder y desigualdad. Muchas veces escuché a los raperos aclarar que no se bardean en serio, que es parte del juego. Entonces, ¿por qué no es simplemente admitido como tal? En una ocasión, la docente de Lengua compartió conmigo haber advertido que los y las jóvenes usan frecuentemente la palabra quilombo, aunque con una connotación muy distinta a la que tiene para ella, más laxa. Entonces, ¿por qué le sigue causando escozor escucharla en una batalla? Aquello que significa estar haciendo nada y la calle también puede ser entendido en estos términos: aquello que se muestra como una frontera comunicativa da cuenta de diferencia (anclada en generación y clase) pero, especialmente, permite observar cómo el discurso hegemónico inscribe un sentido y deslegitima otro, esto es, se posa sobre la desigualdad.
Entender la comunicación imbricada en la cultura posibilita hacer entrar al análisis las “sedimentaciones de matrices perceptivas y sentidos comunes que no guardan relación instrumental alguna con un supuesto interés instrumentalmente definido” (Grimson, 2014, p. 120) y que forman parte de aquella institución de sentido. ¿Cómo puede una directora quedarse sin hacer nada frente a un establecimiento tomado por jóvenes -algunos de ellos, ni siquiera estudiantes de la institución-, si dentro de sus funciones está mantener determinado orden, tener determinado control de la institución? ¿Cómo podría una docente integrar a su labor en el aula una batalla, si no solo en su formación profesional sino desde la escuela misma aprendió que en la escuela se debe hablar bien? Desde esta nueva perspectiva, el hablar bien deja de ser una forma externa y universal a ser aprendida para pasar a constituirse como una construcción histórica, en el marco de las relaciones sociales -que son relaciones de poder- en una cultura dada. Pues ¿qué sentido práctico tiene que los estudiantes se saquen la gorra al ingresar la escuela? ¿Qué sentido práctico tiene que la docente de Lengua no deje usar en clase términos como flow porque se trata de una palabra extranjera?
También podemos entender que, en el encuentro entre unos y otros (a partir de los agenciamientos que habilita el rap) va tejiéndose un nuevo consenso de significación, pero que no surge de una simple asimilación de códigos ni remite a una comprensión plena (que, tal como mencionamos antes, es empíricamente irrealizable), sino que da cuenta de movimientos, de una reconfiguración en las negociaciones de sentido, entre lo que significa hablar bien, en los modos de hacer y habitar la escuela, en los modos de aprender.
El análisis me ha permitido explorar flujos y fronteras comunicativas en las prácticas discursivas y no discursivas que hacen a los modos en que el rap es agenciado como estrategia de instituciones y políticas socioeducativas y estas últimas son agenciadas por jóvenes con inserciones escolares precarias a través del rap. Tanto unas como otros posibilitan inteligir, más que una comunicación más o menos asertiva, los modos en que jóvenes de la periferia negocian y se apropian de espacios escolares y políticas, dando lugar a una experiencia particular de lo escolar y a la trasmutación de políticas educativas en políticas culturales que favorecen su producción musical, la habilitación de un espacio de comunicación pública para ellos y ellas y a una legitimación/autorización en el espacio escolar de códigos propios de aquello que en el trabajo de campo es llamado cultura de la calle.
Sin embargo, también que esos flujos y fronteras no son externas, sino que se producen en el encuentro, se modifican producto de la relación, que es una relación social, de poder y son posibilitadoras en alguna u otra medida de una experiencia de comunicación. Que de un lado y del otro de esas fronteras de significación no hay uniformidad; por el contrario, hay diferentes modos en que las heterogeneidades y los conflictos adquieren sentido. Aquí, es posible enlazar con la dimensión política y la elaboración de estrategias en medio de las tensiones de los espacios sociales propios de las periferias que nos aportan los antecedentes recuperados, así como es posible, junto con otros de ellos, la creación de recursos en el cruce de las estrategias tanto institucionales como juveniles. Y es que al mismo tiempo que dividen, las fronteras cohabitan con flujos, son escenarios de experiencias de cruce y organización de la vida a través de ellas (Mezzadra y Neilson, 2017). En todos los acontecimientos y expresiones recuperadas en este trabajo podemos identificar que, en mayor o menor grado, hay circulación de sentido. Y esto ocurre cuando hay algo compartido.
Finalmente, tanto la labor del docente-coordinador de los talleres del CAJ como las diferentes acciones de los demás trabajadores que integraron las distintas etapas de trabajo de campo iluminan procesos de implementación de políticas públicas que muestran cómo estas terminan de tomar forma con las improntas de los trabajadores que están en los últimos eslabones de esos procesos. Próximos trabajos abrevarán en esto, para intentar reponer cómo se hacen realidad las políticas socioeducativas y culturales a partir de cómo las encarnan y modelan los sujetos de la implementación.
Este documento es resultado del financiamiento otorgado por el Estado Nacional, por lo tanto queda sujeto al cumplimiento de la Ley Nº 26.899: CONICET. Plan de investigación categoría asistente período 2022-2023, Argentina: “Políticas de inclusión socioeducativa desde la cultura y procesos de agenciamiento entre jóvenes de la periferia de Paraná (Entre Ríos, Argentina)”.
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[1] Entre los resultados de aquella primera investigación -enmarcada en un trayecto doctoral- se destacan los significativos atravesamientos de las vidas del grupo de jóvenes por políticas que, aun cuando están orientadas a su inclusión socioeducativa de la población en edad escolar de la periferia empobrecida de la ciudad, eran agenciadas por ellos como políticas culturales. Por ello, la segunda investigación buscó centrarse en estos agenciamientos. En ambos recorridos, el enfoque sociocomunicacional y la atención a la dimensión cultural de los procesos devienen en gran parte de mi formación de grado en comunicación social.
[2] Sobre esta política, realizo un análisis en Marioni (2020).
[3] Sobre esta política, realizo un análisis en Marioni (2022).
[4] Se entiende la condición juvenil desde su pluralidad sincrónica y diacrónica (Reguillo, 2001), en la que las edades cronológicas se ponen en juego junto con los roles y tareas asociados a ellas, derechos y obligaciones formal e informalmente atribuidos, contextos específicos de referencia, estereotipos y modos de relacionamiento con otros grupos de edad, al interior de los grupos familiares y sociales y posiciones en relación con la distribución de recursos (Bourdieu, 1990; Gentile, 2017 ). Se entiende juventud como una “noción dinámica, sociohistórica y culturalmente construida, siempre situada y relacional” (Vommaro, 2015, p. 17) y en intersección con otros clivajes, especialmente la clase y el género.
[5] Estilo libre, una modalidad de rap en la que a partir de palabras que funcionan como disparador, quienes cantan improvisan rimas.
[6] En este texto la cursiva es usada para la mención de categorías nativas y para categorías teóricas.
[7] En esa instancia, todos jóvenes varones cis (si bien había mujeres integrantes de aquella socialidad a quienes les interesaba rapear, aquellos obstaculizaban su participación, dándoles lugar solo como quienes acompañaban la música desde el público). En la segunda etapa del trabajo de campo, nos encontramos con jóvenes mujeres que habían logrado participar de las juntadas y otras movidas, aunque nunca desde un lugar protagónico. Se hace referencia a los y las en el caso en que ellas participan de lo observado. El análisis de estas cuestiones desde una perspectiva feminista queda para otros trabajos.
[8] En los últimos años crecieron los espacios de gestión cultural destinados a jóvenes, como el Primer Concurso Nacional de música urbana “Misión Hip Hop”, del Ministerio de Cultura en 2021, o su inclusión en uno de los 15 sectores del Mercado de Industria Culturales Argentinas (MICA). Asimismo, se incrementaron también los materiales, programas y campañas para el tratamiento de diferentes problemáticas sociales desde el rap (otros ejemplos, además de las políticas que aborda mi estudio son el Programa Arte en Barrios, Estilo Libre con Escuela, Programa ATR -gobierno de Buenos Aires-, Educar Rapeando y otros en Portal Aprender, CulturalRap, de la Universidad Nacional de General Sarmiento, entre muchos otros).
[9] Un proceso rastreable desde los últimos treinta años y en el que toma relevancia un conjunto de declaraciones y trabajos producidos en el marco de la UNESCO (UNESCO 1989, 1995, 2001, 2003), cuyos lineamientos versan sobre la necesidad de priorizar la creación de políticas relativas a la cultura en tanto promoción y defensa de la diversidad y la diferencia cultural, valorándola como un recurso para posibles soluciones en torno a problemas de orden económico y político dentro del contexto de la globalización y paliativos a crisis socioeconómicas estructurales (Lacarrieu y Pallini, 2001; Infantino, 2008).
[10] A la vez, remiten a los primeros estudios realizados en la década de los noventa en Estados Unidos, tras lo que se conoció como la edad de oro del hip hop y la irrupción del gangsta rap, un subgénero conformado en torno a reflejar estilos de vida de los jóvenes, especialmente afroamericanos, en barrios periféricos, marginales y atravesados por la violencia.
[11] Sobre esta cuestión, se puede profundizar en Grignon y Passeron (1989).
[12] Especialmente las ligadas al acceso formal de grandes sectores de población al nivel secundario a partir de la obligatoriedad establecida en la ley N° 26.206 de Educación Nacional de 2006.
[13] De hecho, eso era subrayado en presentaciones del grupo en actividades culturales en la ciudad. En una presenciada como parte del trabajo de campo, la locutora que los presentó los definió como como: “un grupo que dio sus primeros pasos al calor de una escuela, cuando eso era impensado en Paraná”.
[16] En el béisbol, deporte practicado masivamente en Estados Unidos, home run refiere a la acción en que el bateador golpea la pelota enviándola fuera del campo, lo que le permite recorrer todas las bases y anotar una carrera. Adaptado gráficamente a “jonrón”, en el contexto de estas letras de rap, los protagonistas de la investigación lo usan para referir a ganar un duelo de rimas o de considerarse ganador en tal o cual experiencia que se relata en ellas.
[17] Doctora en Ciencias Sociales y Licenciada en Comunicación Social (UNER). Investigadora asistente de CONICET en el INES, UNER-CONICET. Docente en la Universidad Nacional del Litoral en grado y posgrado (Área de Investigación) y en la Universidad Nacional de Entre Ríos en posgrado (Procesos culturales latinoamericanos).