Dossier - artículo original
“Cuando Sergio te toma una foto” Fotografías y política de las miradas en clases universitarias de Antropología

“When Sergio takes a photo of you”: Photographs and politics of gaze in university Anthropology classrooms

“Quando o Sergio tira uma foto sua”: Fotografias e política do olhar nas aulas de Antropologia na universidade

“Cuando Sergio te toma una foto” Fotografías y política de las miradas en clases universitarias de Antropología.
Cuadernos de antropología social, vol.  no. 60, (71- 91 pp.), May-Nov, 2024, doi: 10.34096/cas.i60.14547. ISSN: 1850-275X
Universidad de Buenos Aires. Facultad de Filosofía y Letras. Instituto de Ciencias Antropológicas. Sección de Antropología Social


Introducción

En este artículo indagamos las formas que adoptan y los efectos que producen las miradas que desarrollan en sus interacciones profesores/as y cursantes durante las clases de la materia Antropología Social y Cultural de la carrera de Trabajo Social de la Universidad Nacional de José C. Paz (UNPAZ), localizada en el noroeste del conurbano bonaerense, uno de los distritos más densos y desiguales de la Argentina.1 El trabajo expone resultados parciales de dos proyectos de investigación desarrollados entre 2016 y 20202 en los que nos propusimos conocer qué significa la experiencia de transformarse en “estudiantes universitarios/as” para los grupos de personas que asisten a la UNPAZ3 -universidad pública creada en 2009-, en su mayoría, primera generación de aspirantes a alcanzar un título superior profesional. Con el objeto de captar la forma en la que estas/os actores actúan, hablan y se desenvuelven en este mundo social al que se acercan y con cuyos agentes principales (otros cursantes, profesores/as, personal administrativo, etc.) se comunican e interactúan, optamos por realizar una investigación etnográfica (Hammersley y Atkinson, 1994) cuyo trabajo de campo se realizó en diferentes lugares dentro del edificio de la universidad -aulas, pasillos, oficinas, etc.- así como en situaciones específicas (clases, exámenes, reuniones, etc.) y lugares fuera de la universidad (casas particulares y espacios públicos). El artículo reúne datos producidos principalmente a partir del trabajo de campo realizado en clases desarrolladas durante los meses de abril y noviembre del año 2019 en las que participaron como equipo docente Laura y Sergio, dos de los tres autores de este trabajo, junto con Adriana, integrante del proyecto. Participaban cursando la materia 70 personas, distribuidas en dos cursos. Laura, profesora a cargo, Adriana, auxiliar docente que cursaba su último año de la carrera de Trabajo Social, y Sergio hicieron trabajo de campo al mismo tiempo que daban las clases. La otra autora, Diana, participó en la elaboración de datos y resultados, a partir de lo documentado en las clases.

Desempeñar el doble papel -de etnógrafos y docentes- durante las clases exigió a quienes integraban el equipo docente forjar una relación clara, fluida y con algún grado de confianza para familiarizarse con la experiencia universitaria de los/as cursantes. Extrañamiento y familiarización fueron herramientas básicas para el despliegue de la reflexividad (Bourdieu, 2003; Hidalgo, 2006; Guber, 2014) en toda la investigación. Por eso fue decisivo hacer conscientes las categorías y prácticas desde las cuales definimos y nos desempeñamos en las diferentes situaciones de interacción con nuestros interlocutores/cursantes de la materia, mientras dictamos las clases y desarrollamos nuestro trabajo de campo. Además de la observación participante de 30 clases (120 horas, aproximadamente), las notas de campo correspondientes (unas 160 páginas) y los registros grabados de las reuniones dedicadas a la lectura y el análisis de lo documentado, el equipo aceptó la sugerencia de Sergio, que es fotógrafo, de tomar registros fotográficos durante las clases. Las 950 fotos recopiladas buscaban captar con inmediatez gestos, movimientos y acciones y documentar en imágenes situaciones de interacción entre los/as actores y con los objetos. Para ello, la cámara del celular fue el mejor medio tecnológico del que se disponía. Parte del trabajo de campo fue la elicitación fotográfica (Kurchnir, 2018; Ayala y Koch, 2019; Álvarez-Barrio y Mesías-Lema, 2022) por parte de estudiantes y del propio equipo de investigación. La fotografía surgió como un objeto con agencia, casi un actor más (Wright, 2004, 2008; Mitchell, 2014; Gell, 2016), que nos permitió problematizar las clases de Antropología con los/as cursantes e identificar algunos fenómenos que vinculamos al proceso de constitución de ese mundo al que llamamos “clase”. Teníamos, en un plano, la tarea de dar clases de Antropología, cuyo programa incluía historia y contexto de diferentes tradiciones disciplinares, y prácticas etnográficas que consistían en hacer entrevistas, observación participante y registros de campo en los propios entornos sociales. Y en otro plano, investigar en qué consisten estas clases universitarias de Antropología desde el punto de vista de los/as cursantes. La yuxtaposición de estos dos planos durante el trabajo de campo -emparentada a las reflexiones de Ingold (2018) sobre educación y antropología- generó las condiciones para que emergiera la importancia del mirar y las miradas (Simmel, 1927; Le Breton, 1999) componiendo relaciones de poder (Epele, 2007) que, como veremos más adelante, se entrelazan conflictivamente y ponen en evidencia que la dimensión política (Abélès, 2004) es constitutiva de las interacciones en la clase (Achilli, 2016) universitaria de Antropología.

Fue un trabajo agotador, al decir de Roberto Da Matta (2004), de exotización de un mundo familiar, habitado por hechos inesperados y situaciones incómodas que exigieron nuestra permanente explicitación de expectativas presupuestas, como se verá en el próximo apartado a partir del relato de un incidente de campo (Guber, 1996) en el que los estudiantes llaman la atención acerca de la intervención de los registros fotográficos en las clases. En la sección siguiente desarrollamos de manera sintética antecedentes y conceptos, que articulan etnografía, educación y fotografía, con los que intentamos comprender esa situación de campo. A continuación, exponemos los datos utilizando evidencias etnográficas relatadas como anécdotas que organizamos en cinco apartados para mostrar cómo operan y se relacionan las fotografías y las miradas, desde distintas perspectivas, para dar sentido a lo que sucede en las clases. En cada apartado reconstruimos minuciosamente la dimensión política y constitutiva de las miradas. En el cierre, presentamos las primeras conclusiones y posibles proyecciones de la investigación.

Anécdota de campo: malestar en la clase

En las reuniones de investigación, muchas veces, nos sorprendimos poniendo en común problemas administrativos de la materia, señalando momentos tensos que habíamos percibido en el dictado de la clases; debatimos sobre las formas de evaluación que usábamos, Sergio compartía su opinión sobre cada clase; a veces, “mirando” los registros fotográficos, compartimos pareceres sobre la disposición de los/as cursantes, si se veían “atentos/as”, “dispersos/as”, “preocupados/as” y/o “perdidos/as”.

Poco tiempo después de iniciadas las clases, Adriana se acercó al equipo y nos dijo que los/as cursantes le habían hecho llegar un “meme” que hablaba, en tono jocoso, de las fotos que Sergio tomaba en el aula. El meme había sido confeccionado por los/as cursantes y circulaba entre ellos/as a través del grupo de WhatsApp que los vinculaba. Luego había pasado al celular de Adriana y ella, con autorización previa del grupo, nos lo comunicó (Figura 1).

Figura 1

Meme elaborado y circulado por estudiantes en grupos de WhatsApp (Anónimo)

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Fue de este modo que nos enteramos de que una de nuestras actividades, el registro fotográfico, inquietaba a los/as cursantes. Ellos/as no nos hablaron directamente de su incomodidad. Elaboraron un objeto que aludía a su molestia; lo circularon entre ellos/as y, lentamente, fueron abriendo el círculo hasta incluir a Adriana, estudiante avanzada e integrante del equipo de investigación; finalmente, a través de ella, nos entregaron este objeto que nos hacía llegar un mensaje extrañamente cifrado y siguiendo una forma de comunicación inesperada. Por la fotografía ingresamos, nosotros y los/as cursantes, al mundo de las imágenes y de las miradas, y a su valor fundamental para la investigación etnográfica de la vida en la clase y de los grupos y las formas de acción recíproca que la constituyen. Como veremos enseguida, los registros fotográficos -etnográfica y reflexivamente analizados- son relevantes, además, para dilucidar aspectos performativos del proceso de enseñanza de la antropología.

Los registros fotográficos en el aula: antecedentes y conceptos

La importancia que este meme y los registros fotográficos estaban cobrando para entablar relaciones significativas con los/as cursantes de nuestra materia, no pensábamos que se debiera a que la imagen nos permitiera producir mejores “datos” etnográficos sobre perspectivas o temas que codificaran lo que sucedía desde diversas perspectivas en la clase, ocultas para el/a etnógrafo/a ocupado/a en las notas de campo y las categorías nativas cifradas por el lenguaje. A diferencia de otras experiencias de indagación de la interacción entre el uso de imágenes y procesos educativos (Meo y Debenigno, 2011; Augustowsky, 2017; Padawer, 2017; Álvarez-Barrio y Mesías-Lema, 2022), el meme y la preocupación de los/as cursantes no apuntaban a reponer una diversidad en el plano de la significación que la imagen viniera a exhumar, reponiendo narrativas o actores/as relevantes que colaborarían para completar un cuadro etnográfico más detallado de la clase y de sus componentes.

En un primer momento, pensamos que los/as cursantes querían inquirir sobre el modo en que aparecían representados/as en nuestros registros. Mostrarles las imágenes sería una manera de que ellos/as accedieran a las formas particulares en que los/as interpretábamos en las imágenes. Pero los/as cursantes no pidieron directamente ver las fotografías. En su lugar, crearon y nos hicieron llegar un objeto visual que contenía tres imágenes diferentes de una misma mujer, con distinto aspecto en cada recuadro y con un texto que describía lo que Sergio hacía en el aula. Según Rosana Guber, en la investigación etnográfica, “la reflexividad es la capacidad social de crear el orden del que se habla” (2014, p. 22). El meme entonces hacía, al menos, dos cosas: nos informaba que ellos/as sabían que los/as mirábamos y nos advertía que ellos/as nos miraban y eran capaces, como nosotros/as, de registrar visual y lingüísticamente nuestras acciones. Había una decisión de nuestros/as cursantes e interlocutores/as para situarse, con mucho esfuerzo, de manera recíproca en el plano del registro de las múltiples acciones que tenían lugar en la clase. Nos preguntamos ¿qué estaban haciendo los registros fotográficos con la clase de Antropología? ¿Qué estaba haciendo la etnografía con los/as cursantes?

Nos dimos cuenta de que al meme, entregado a nosotros/as de manera pautada y diferenciada, había que responderle con una forma de acción recíproca y equivalente.

Fotografía y miradas en la clase

La forma que adoptó nuestra devolución a este desafío estudiantil se describirá más adelante; ahora importa destacar esto: fue en este preciso momento cuando comenzamos a identificar, etnográfica y reflexivamente, una de las acciones centrales de la constitución del mundo que los sujetos que habitan las aulas y las clases universitarias coconstruyen de manera recíproca, imperceptible y cotidiana. La mirada, una de las formas de acción recíproca entre las personas y los grupos sociales, es un elemento fundante de la forma social llamada clase; en la mirada -y en las diferentes maneras en que se organiza y manifiesta- se realiza una parte no menor de la constitución de la existencia de “estudiantes” y “profesores/as”, y en ella se entreteje una parte de la miríada de acciones recíprocas y desiguales que le dan existencia a la clase, ese mundo del que estudiantes y profesores/as son, a la vez, causa y efecto. Proceso que nos recuerda la producción de alumnos en escuelas primarias, estudiado por Milstein y Mendes (2017) al reconstruir prácticas pedagógicas incidentales que inscriben en el cuerpo nociones de tiempo y espacio.

Para relacionarnos e interactuar de manera significativa con las nociones y principios de acción con los cuales los/as cursantes veían y actuaban en la clase, en nuestro trabajo de campo aceptamos la interpelación que nos dirigieron nuestros/as interlocutores/as. ¿Qué significa la acción de mirar para los diversos agentes que componen un salón de clases mientras se dicta y se toma una clase de Antropología? Elena Achilli ha destacado que el proceso de enseñanza de la antropología implica no solo una selección de qué y cómo enseñar, sino el despliegue de relaciones sociales e interacciones que coconstruyen a los sujetos comprometidos en los procesos de enseñar y aprender. En esas situaciones, “la circulación de las palabras, los gestos, las miradas pueden visibilizar, invisibilizar, legitimar, deslegitimar y generar diversas situaciones en una delicada trama” (Achilli, 2016, p. 20, cursivas nuestras). La mirada interesa aquí por la eventual función que afecta la dinámica de la clase, por eso la autora enfoca las “prácticas docentes” y su lugar diferencial en el aula. En nuestro caso, problematizar etnográfica y reflexivamente la mirada a partir de la interrogación y elicitación de nuestros registros fotográficos derivó en su conceptualización como herramienta de constitución del mundo y de los actores que implica la clase.

En su clásico estudio sobre la escuela como construcción social, Elsie Rockwell y Justa Ezpeleta señalan que, al vivir su vida, al realizar su trabajo, un sujeto “emprende diversas actividades […] pero esas actividades son a la vez constitutivas de este mundo” (Rockwell y Ezpeleta, 1983, p. 10). Las acciones particulares de los sujetos, señalan las autoras, “conforman ‘mundos’ que para otros sujetos son los ‘mundos dados’” (Rockwell y Ezpeleta, 1983, p. 10).

En el dictado de la materia y en nuestro trabajo de campo, nosotros/as mirábamos a la clase; tomábamos registros de campo y registros fotográficos. Pero nuestros/as cursantes también nos miraban y tomaban notas de lo que decíamos y hacíamos. El mirar de los/as cursantes había producido un objeto particular, el meme; el nuestro, ¿qué objetos producía? Los más evidentes eran los registros fotográficos reunidos en el celular y la computadora de Sergio.

¿Por qué considerar las imágenes como objetos? Es que, como señalan Berger y Mohr, la “fotografía, irrefutable en tanto que evidencia, pero débil en significado, cobra significación mediante las palabras” (Berger y Mhor, 1997, p. 92). Las palabras, como complemento, se agregarían al hecho irrefutable de la imagen. Pero ¿un hecho de qué orden? Como objeto vinculado a la cultura material, la fotografía es capaz de evocar, como reliquia, “cierta corporalidad y materialidad que forman parte de su identidad”, señala Wright (2004, p. 74) para hablar de su experiencia de elicitación fotográfica entre las poblaciones de las islas Salomón en el Pacífico. Lo que está en juego, dice el autor, no es la capacidad de representación de la fotografía, sino la posibilidad de movilizar conexiones físicas, corporales y materiales; haciendo presente y palpable, por su intermedio, a las personas ausentes (ancestros) (Wright, 2008, p. 80). Se trata, como propone Gell, de “estudiar el dominio en que los ‘objetos’ se funden con las ‘personas’ a causa de las relaciones sociales entre las personas y las cosas, y entre las personas y otras personas por medio de las cosas” (2016, p. 45). Haciendo un juego con la denominación de “cuasi agentes” que les adjudica a las imágenes, Mitchell señala que como “las personas, las imágenes no saben lo que quieren; tienen que ser ayudadas a recordarlo a través del diálogo con otros” (Mitchell, 2014, p. 21). Nos concentramos en el fotógrafo que “tomó” las imágenes, la elicitación en nuestro caso permitió identificar qué tipo de relación había facilitado el registro fotográfico entre nosotros/as, en tanto profesores/as e investigadores/as, y nuestros/as cursantes-interlocutores/as en el trabajo de campo.

En consonancia con otras experiencias basadas en recursos visuales (Kurchnir, 2018; Ayala y Koch, 2019), registramos el proceso de elicitación que hizo Sergio e incorporamos las notas que surgieron de ello al material de campo colectado. El análisis de las imágenes, al ser consideradas estas como objetos y cuasi personas, nos condujo a abordar, no el qué de las fotografías, sino el acto performativo y reflexivo del mirar a otros/as y ser mirados/as en una clase. Es que, como propuso Simmel, “los ojos desempeñan una función sociológica particular: el enlace y acción recíproca de los individuos que se miran mutuamente” (1927, p. 261). Esta reciprocidad visual, afirma Mitchell, “no es meramente un subproducto de la realidad social, sino un constituyente activo de ella. La visión es tan importante como el lenguaje en mediar relaciones sociales, y no es reducible al lenguaje, al ‘signo’ o al discurso” (2014, p. 22). Teniendo en cuenta la pregunta que emergió del malestar expresado por los/as cursantes a través del meme, reparamos en las diferentes prácticas de mirar que estaban comprometidas en la clase de Antropología. Señala María Epele que las acciones que componen el mirar involucran prácticas constitutivas de los cuerpos, que miran y son visualizados; es en esa misma actividad que se vuelven materia con agencia, propiamente persona (Epele, 2007).

Mirar involucra una actividad de todo el organismo en un determinado medio, que demanda una participación activa entre el/a perceptor/a y el entorno. Siguiendo a Gibson, señala Ingold “la percepción visual jamás puede ser desinteresada o puramente contemplativa […]. Lo que vemos es inseparable de cómo vemos; y cómo vemos está, siempre, dado en función de la actividad práctica en la cual estamos actualmente participando” (2008, p. 19). Nuestros registros de campo y fotográficos anudaron en sí ambientes, personas, movimientos, cosas y cuerpos, que eran instituidos en la práctica del mirar en tanto que profesores/as e investigadores/as. Pero esas acciones no eran dependientes solo de nuestros planes, nuestros interlocutores/as problematizaron en el campo nuestro desempeño. La fotografía -entretejiendo los mundos de la clase y de la investigación, los de la enseñanza y los de la etnografía (Ingold, 2018)- nos proveyó de herramientas con las cuales entender cómo profesores/as y cursantes crean el mundo del que son causa y resultado. Elicitando la fotografía entramos en el “mirar”, interrogamos sus formas, y advertimos los modos en que las personas, unidas a objetos mediadores, fueron creados en su operación.

Advertimos que la dinámica del mirar en el aula está estructurada de forma recíproca, compleja y desigual; una política de las miradas entre “estudiantes” y “profesores/as”. Centrada en la lógica de los actores/as, esa política reclama la atención al poder, entendido como “acción sobre las acciones”, a la delimitación de un espacio asociado a diversas identidades o, mejor, categorías de interacción, y a las representaciones emergentes de esas interacciones recíprocas (Abélès, 2004). La política de las miradas define formas de acción problemáticas que, en la clase, intentan ser modeladas al servicio de la creación de una jerarquía particular; que establece -aunque sea idealmente- un dominio para el ejercicio de la autoridad, y que produce un serie de categorizaciones al respecto. Esta política de las miradas colabora en la gestación de un mundo particular, hecho de conflictos y tensiones: una forma social más general a la que, siguiendo a Simmel (1986, p. 31), llamamos la clase. Hecha de procesos microscópicos, en apariencia insignificantes y mínimos, de repetición continua, la clase, aprehendida desde la política de las miradas, no define acabadamente, como señaló Simmel (1927, p. 261), formas explícitamente reconocibles (formas objetivas), sino que estas deben ser aprehendidas de manera indirecta, a través de los conflictos que puede desatar. El abordaje etnográfico y reflexivo nos ha provisto de las mejores herramientas para dar con la poderosa consistencia de la política de las miradas en la clase de Antropología.

En las siguientes secciones mostramos en detalle la forma en la que se nos hizo evidente la política de las miradas de docentes y de estudiantes, y su interjuego tenso, y referimos a una tercera forma a la que llamamos “mirar juntos/as”.

Las miradas del/de la docente en la clase

Bien avanzado nuestro trabajo de campo, en noviembre de 2019, los/as estudiantes y nosotros/as terminamos agotado/as la clase del día. Habíamos entregado las consignas de una evaluación en la que solicitamos buscar en sus alrededores una situación, grupo social o práctica que pudiera ser abordada como ejemplo de alteridad. Cuando leímos en voz alta cada una de las indicaciones, nos dimos cuenta de que el tiempo era demasiado corto para que los/as cursantes pudieran dar cuenta de lo solicitado. En dos semanas debían hacer un pequeño ejercicio de observación participante o entrevista, relacionar con algunos de los conceptos de la materia (cultura, etnocentrismo, familia o parentesco), escribir un informe describiendo las técnicas usadas y presentarlo oralmente a la clase. Los/as cursantes se manifestaron con un silencio rotundo. En el filo de la hora, ofrecimos una clase de consulta en horario a determinar por ellos/as; los/as vimos irse a algunos/as, cabizbajos/as. En sus notas de campo de este día, Laura registró:

un parcial nada que ver, que dejó atónito a los estudiantes y que tuve que traducir y de paso hacer un repaso. Sergio hacía registros [fotográficos] mientras yo explicaba. Después del parcial [de explicar las consignas] fuimos a un café a tomar algo y conversar de la jornada. Y miramos las fotos. Yo, cansada, ya no hacía campo, trataba de entender por qué había armado un parcial tan malo y reponer mi ánimo. Ver la cara de los/as estudiantes me afligía aún más pero la conversación que teníamos con Sergio, en parte me aliviaba. Hablamos con Sergio de los alumnos, los miramos en las fotos. Detectamos a algunos, cómo les va, si ponen atención, si hablan. La reacción de los estudiantes a las consignas del parcial 2. Miramos fotos y repasamos el desempeño de cada estudiante; el trabajo docente hecho por mí en los instrumentos de evaluación y el uso de la distancia/proximidad física como instrumento de creación de una relación docente-alumno/a.

Sergio: ‘Sonia, una señora a la que se le caen las cosas cuando se va a sentar […]. Analizar la torpeza en ubicarse en los asientos revela una nebulosa. Torpeza en distribuir mal los elementos en el pupitre habla de un posicionamiento de ‘estoy perdido en la materia’. Puso abajo la bolsa y sobre la bolsa escribía. No pisa firme’.

Con Sergio repasamos las caras, los comentarios que se hacían unos a otros los estudiantes mientras daba las consignas del segundo parcial. Nombraba alumnos, citaba lo que decían (‘me perdí’, por ejemplo), interpretaba sus caras (como de estar perdidos, no entendían nada), y con eso me decía que los estudiantes habían recibido un impacto con las consignas. Me dijo el tiempo que le dediqué a esa actividad, pasar las consignas. Y yo le expliqué que todo ese tiempo no me había tomado. Una hora y media. Que una parte había sido de repaso de los contenidos que entraban al parcial y eso no era ‘consigna’. Nombrábamos personas por sus nombres y mirábamos sus actitudes. Sus historias. Si habían participado, qué notas tenían, si alguna se dormía en clases. Quiénes me preocupaban, indicaba algunas alumnas en las fotos. Ahí me di cuenta que hacíamos ‘trabajo de docente’, en ese mismo momento. Comentando la clase, armábamos una idea de mi performance, como profesora, y la de los estudiantes. Y en ese armado de la performance mía y la de ellos, anticipábamos necesidades que podían aparecer. Por ejemplo: precisaban ya las consignas en la mano los alumnos, la semana siguiente repasaríamos las consignas. Detectábamos qué clase de actividad le demandaría resolver esas consignas propuestas. Por ejemplo Sergio dijo, le proponés un acto creativo a los estudiantes. Sí, le dije. Ellos deben ver a otros, verse a sí mismos, describir eso que ven, relacionar con un concepto y escribir. Y entonces ahí viendo qué está implicado en las consignas veo que debo ser más relajada con la nota. Le dije a Sergio voy a ser muy flexible con las notas. Armamos una clase de consulta para saldar dudas la próxima clase. Me dijo Sergio, ‘eso los va a tranquilizar’. (Cuaderno de campo Laura, 2019)

Hay mucha información en este registro. Una organización del proceso de evaluación interesante, porque vincula los contenidos vistos en la materia con una actividad práctica asociada al entorno inmediato de la universidad y de los/as cursantes. En ese momento, fruto de la elicitación fotográfica practicada de manera irreflexiva, emergieron estímulos, basados en el intercambio entre profesores, para adecuar la evaluación al grado de exigencia comprometido. Las fotografías aproximaban a los/as cursantes a nosotros/as, sus profesores/as; mirarlas nos hizo sentir responsables por su desempeño en la evaluación propuesta; por eso resolvimos tener en cuenta el error organizativo y ajustar la evaluación. En tanto investigadores/as, nos dimos cuenta, a la vez, de que estábamos practicando algo familiar. Traer a nuestra memoria a los/as cursantes era ponerlos en el foco de la “mirada docente”, y situarlos en unas coordenadas que nos permitían construir elementos con los cuales evaluarlos/as de manera contextualizada. Los registros fotográficos actuaban como poderosos agentes de mediación entre los/as cursantes y nosotros/as, “profesores/as”; creaban un espacio para pensar la relación que teníamos con ellos/as. Los registros nos permitieron, en fin, constituir nuestro objeto de interrogación, cómo las miradas constituyen las relaciones entre actores en la clase.

Con palabras que hilvanamos a su alrededor, esos artefactos, como parte de la cultura material (de la clase) (Wright, 2004, 2008), iban cobrando, paradójicamente, formas cuasi humanas: al mirar las fotos, nombrábamos a los actores. Los rostros que aparecían bajo una luz y un ángulo particular, conformando una escena junto con otros, cobraban caracteres nítidamente individualizados, sin recortar a cada individuo. A la vez, esos registros no disociaban a los/as cursantes del contacto y la relación que mantenían con nosotros/as. Nos mostraban, especialmente a Laura, que tomaba de manera central del rol de profesora.

Mirando esas imágenes fuimos logrando acercarnos cada vez más a “cómo los ojos del otro tocan el rostro de manera metonímica y alcanzan al sujeto en su totalidad” (Le Breton 1999, p. 195) y esa relación profesora-cursantes era objetivada, examinada, críticamente considerada y reflexivamente interrogada.

Esta anécdota, que reúne en sí, de manera indistinguible, eventos de una clase de Antropología y eventos de un trabajo de campo con estudiantes universitarios/as, nos condujo a problematizar una práctica regular en la clase. De manera más particular, las imágenes operaron en nosotras/os como agentes integrados a redes de interacción con otros objetos/agentes (el bolso, cuaderno y lápiz de Sonia) y con humanos/as. Dichas imágenes, por su notable despliegue material, activaron amplificando o transformando una práctica peculiar muy corriente en el oficio de la enseñanza en general, la práctica del “mirar docente”, la que hace del/a “estudiante” su objeto de atención y conocimiento. El mirar y las miradas de los/as profesores/as, apoyados en diversos artefactos que le dan sustento en la interacción, tiene un efecto performativo claro, colabora en la constitución de la condición de estudiante. Es que la práctica del mirar no es una acción sin consecuencias. Como comportamiento “natural”, es mirando al mundo que nos integramos a él, dándoles forma a los agentes con los que interactuamos (Simmel, 1927; Le Breton, 1999). En sus interacciones durante la clase, el/a profesor/a, mirando al “estudiante”, colabora en la formación de esa categoría y condición de existencia universitaria. Nos preguntarnos: ¿cómo es la práctica del mirar docente? ¿Es de un solo tipo o admite variaciones? ¿A través de qué formas produce su poderoso efecto performativo? ¿Esa práctica está embebida en otras performances que le dan sustento?

¿Para qué estás ahí?: descubriendo la política de las miradas

En uno de los ejercicios de elicitación que realizamos, Sergio se concentró en un registro que seleccionó de un álbum formado especialmente para la elicitación fotográfica (Figura 2). Señaló que en el registro “había” un grupo de estudiantes “haciendo un gran esfuerzo por entender lo que dice la docente”. Dijo “ese esfuerzo se ve en sus miradas, hacen un esfuerzo por fijar sus miradas, fijar la atención en el docente. La atención es impresionante”. Laura, que coordinaba estos encuentros, preguntó por qué para “entender” algo que decía un/a profesor/a era necesario “mirarlo/a”. Mencionó ejemplos de situaciones en las que se podía prestar atención a un/a expositor/a sin tenerlo/a frente a los ojos, ¿qué pasaba en esas situaciones? Sergio contestó cada una de las preguntas que formulamos y que parecían, en principio, redundantes, instigantes o inapropiadas. A partir de sus respuestas, advertimos que una parte del trabajo docente es mirar a los/as estudiantes en una clase y, a la vez, exigir reciprocidad al respecto. Sergio establecía una relación de necesidad lógica entre las acciones de “entender” y “mirar” (fijamente o no) al/a profesor/a por parte de los/as cursantes. La acción de mirar en estas categorizaciones se presentaba como equivalente a la de “poner atención”. Cuando desatamos estos y otros nudos de significación, siempre usando la fotografía como objeto mediador y agente de nuestra reflexión, Laura preguntó a Sergio: “¿Para un/a profesor/a es importante que mientras habla y expone los temas de la clase los/as estudiantes lo/a miren? Sí -respondió. Si no, ¿para qué estás ahí?”.

Figura 2

Registro fotográfico mirado y descrito por Sergio.

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Autor: Sergio Litrenta

A partir de este ejercicio, buscamos otros registros de campo y hallamos una nota de campo de Sergio que decía que en sus registros fotográficos había una “forma de mirar […] permeada por un filtro cognitivo y de experiencias propias que me construyeron como profesor”. La fotografía y su elicitación nos permitieron iluminar los dominios desde los cuales nos hacíamos presentes en la investigación y en la clase. El trabajo de campo nos conducía a aceptar las preguntas que nos dirigían los/as cursantes, nos obligaba a desnaturalizar el mundo de la clase que habitamos junto a ellos/as como profesores; pero fue la enseñanza de la antropología el terreno que posibilitó esta ebullición etnográfica y permitió construir las herramientas necesarias para esa tarea de exotización y autoobjetivación (Bourdieu, 2003) que emprendimos ellos/as y nosotros/as.

Una buena clase comienza con los/as estudiantes mirando atentos/as a su profesora y, eventualmente, con esta mirando atenta a sus estudiantes. Este día aprendimos que un/a docente entiende que, para aprender, los/as cursantes deben centrar la mirada en él/ella.

En otras etapas de nuestro trabajo de campo nos hemos cruzado con experiencias de estudiantes que han vivido esta exigencia por parte de sus profesores/as. Lisandro, un estudiante que trabajó con Laura realizando registros de su experiencia estudiantil entre 2016 y 2018, se interesó en señalar este aspecto en su primer registro. En aquel momento, 2016, tenía 37 años, cursaba materias de segundo y tercer año. En su registro señalaba:

Mi experiencia más insólita en los tres años que estoy cursando en UNPAZ la vivencié este año cursando la materia XX en el primer cuatrimestre con el/a profesor/a XX […] cuando [el/a profesor/a ] estaba explicando las condiciones del parcial un compañero de aproximadamente 30 años estaba escribiendo y […] [el/a] profeso[r/a] le dice: “Cuando yo hablo no tenés que escribir”, a todo esto el compañero dejó de escribir y se quedó mirando la carpeta donde estaba escribiendo ante lo cual el/a profesora le dice: “Cuando yo hablo me tenés que mirar a la cara”. En otra clase como estaba prohibido tener el celular sobre la mesa y menos atender una llamada o contestar un mensaje, empezó a preguntarle a otro compañero por qué estaba con el celular, ante lo cual la compañera le dijo que tenía hijos chicos y que tenía que atender el celular.

No pasó lo mismo con otra compañera que le dijo al/a profesor/a: “Yo a usted no le tengo que contar nada de mi vida, si estoy peliada [sic] con mi marido si tengo hijos, etc.”. (Registro de campo, Lisandro, 2016)

La demanda de atención no solo se presenta como una práctica y un saber asociados a un oficio particular. Traducida en una práctica del mirar que se hace sentir sobre el estudiante, involucra una política de las miradas, que enlaza la gestión y control del cuerpo y los movimientos estudiantiles reales o potenciales en el aula. Claro, hay resistencias a esta política de control porque es evidente que la mirada no es la única práctica corporal a partir de la cual se produce el aprendizaje o el conocimiento. Pero esa aspiración a monopolizar la atención estudiantil no queda en un ideal frustrado por la resistencia y voluntad individual de algunos/as estudiantes; su propia existencia, como aspiración, produce efectos. ¿Cuáles? Hemos podido identificar modalidades de miradas en clase por parte de la profesora y cómo de esas varias acciones se derivan formas de categorización de estudiantes, técnicas de organización del tiempo de una clase, modos de conocimiento que, en conjunto, crean las realidades sobre las cuales los/as estudiantes diseñan modos de intervenir en las formas de categorizar, las técnicas de organización y los modos de conocimiento.

Mirar el aula en plenitud

Sergio documentó su trabajo de elicitación en dos registros de cinco páginas cada uno, que nos introdujeron en ese espacio “cotidiano y habitual” que es el aula para los/as profesores/as. Uno, titulado “Esos primeros registros” (de julio de 2020), y otro, “Sergio UNPAZ, 28 de agosto de 2020”, en los que describió la práctica del mirar docente para relatarnos esa acción que lentamente íbamos desnaturalizando. Allí advertimos que, para un/a profesor/a, el aula y la clase -distinguidas y sobrepuestas- son como un organismo vivo con partes y ritmos complejos, interconectados; ambas precisan tareas de “composición”, que corren por cuenta de quien conduce ese mundo, el/la profesor/a.Del buen arreglo, delicada constitución y sensible disposición de las diferentes tareas, necesidades, movimientos, objetos, lugares y caracteres humanos disímiles que se reúnen en un “aula” y que hacen posible una “clase”, depende el tipo de autoridad que pueda exhibir un/a docente respecto del grupo del que es parte, junto con los/as estudiantes a quienes debe dirigir. El documento habla de que, en su papel de profesor, Sergio puede “mirar la plenitud del aula”, donde todo es movimiento entre los/as estudiantes, el/a profesor/a, los “materiales” con que cada uno/a trabaja (pizarrón, pupitres, fotocopias, etc.). Mirar en plenitud ese mundo, sin embargo, permite advertir sus riesgos: la tendencia a la clausura y esa sensación de que el aula es un “mundo cerrado”. Lo que se mira, el tipo de categorización de los/as estudiantes que aquí interesa distinguir y lo que sucede bajo este encuadre amplio del “aula”, se diferencia de otro recorte que puede hacer un/a docente respecto de la “clase”. “Mirar el fondo” es advertir los climas que generan las interacciones entre profesores/as, cosas, actividades y diferentes estudiantes, distinguido especialmente por las emociones que los atraviesan. Si en una clase todo es movimiento, no es lo mismo componer el aula que disponer la clase; no es lo mismo mirar la plenitud del aula que mirar el fondo de una clase. Sergio en su texto dice:

para un profesor un aula está compuestas por estudiantes, a veces sentados prestando atención, otras veces algunos, levantados hablando, copiando lo que el docente ha escrito en el pizarrón, levantando la voz para que se pueda escuchar lo que pregunta, el docente fijo en el pizarrón o caminando entre los pupitres acercándose a quien tiene una determinada duda o mirándolo fijo mientras da su explicación de un tema específico. […] Me focalizo en la mirada, en qué puede mirar un profesor, porque es a través de ella como si fuera un monitor de televisión, donde uno puede observar el aula en plenitud, se le pueden escapar detalles, por ejemplo en un examen la utilización de un machete para copiarse, o que saquen una foto y no ser percibida o el extravío de un objeto. Quiénes son dentro del alumnado más capaces, más comprometidos, amigables, y quiénes son irrespetuosos o como se lo llama en la jerga “vagos”, o “revoltosos” por pelearse mucho.

Paradójicamente, es en este plano general donde pueden perderse de vista movimientos veloces y subrepticios del estudiantado (trampas e ilícitos), un/a profesor/a, atento/a y entrenado/a, puede recorrer el aula desde el pizarrón al corazón de los pupitres y a la vez enfocar el primer plano de sus estudiantes, los “rostros”. Y en este primerísimo primer plano, mirando fijo a un/a estudiante, explica un tema específico. Es este “travelling” visual, entre el pizarrón y el rostro, el que posibilita la producción de una primera clasificación tipológica del estudiantado que los distingue y jerarquiza (desde los más “capaces” a los “vagos” y “revoltosos”). En una de las reuniones del equipo de investigación, Sergio contaba:

Un profesor dice que puede clasificar “caras”, puede decir “la cara que puso [alguien]”; a éste le importa; a éste, no; éste no entiende nada. Hay una lectura de los rostros desde el profesor. Cuando los alumnos no miran al docente no lo escuchan. Y para probar si con esa mirada [puesta] en otro lado oye, se le pregunta “¿qué dije recién?”. “No vas a aprender si no prestas atención a lo que digo”. (nota de campo Sergio)

Es en esta aproximación donde se puede evaluar la clase de interacción que hay, si la hubiera, entre el/la estudiante, el/la profesor/a y el “desarrollo de las consignas en sus materiales (cuaderno, carpeta). Componer la clase pareciera que es construir ambientes de trabajo diferenciados que incluyen la interacción adecuada con objetos específicos que constituyen el papel de cada quien: el/a docente con su pizarrón y demás utensilios (escritorio o mesa, distinguida de la de sus estudiantes); los/as estudiantes con sus “pupitres” y “materiales de trabajo” estableciendo mediaciones entre sí, con el tema de trabajo y con el/la profesor/a, que supervisa con su mirar “en plenitud”. Objetos, personas, cuerpos ensamblados en un espacio, el aula, que es percibida por el/a profesor como “su” medioambiente natural, a partir del cual puede desplazarse y producir, idealmente hablando, “imágenes plenas”, primera forma que adopta esta “política de la mirada docente” (Figura 3).

Figura 3

Mirar el aula en plenitud.

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Autor: Sergio Litrenta

Mirar el fondo [de una clase]

Mirar el fondo de una clase pareciera ser una práctica de la mirada de otro orden, que demandaría, como en el caso de la clase en la que fueron presentadas las aciagas consignas de la evaluación parcial, una especial sensibilidad al humor presente, que es percibido, a veces, como una “olla a presión”. Siguiendo el texto producido por Sergio, hay un trabajo en la conformación de unidades sociales más amplias que el individuo, sus rostros o reacciones personales. Pero a la vez, en lugar de indagar en la normativa, las consignas, el trabajo sobre los contenidos o las explicaciones, la práctica del mirar docente examina climas y estados de ánimo, buscando componer situaciones de interacción que no generen una presión que el grupo no pueda soportar. Lo que aquí se mueve no son los cuerpos, como en el caso de la composición del aula; en una clase se ponen en juego los afectos, los estados de ánimo, las necesidades biológicas (el cansancio, el hambre, las necesidades fisiológicas), etc. Las preferencias inconscientes y no expresadas por estudiantes y por el mismo docente son puestas sobre su propia mirada atenta y reflexiva.

Cuando un docente mira como es mi caso, miro el fondo, quiénes se sientan [con quiénes], o quiénes están siempre solos, si los materiales de trabajo se llevan, se suministra fotocopias para que nadie quede excluido. El aula a veces la veo como una olla a presión y según esa caracterización se derivan los intentos de componer tanta la clase como la propia aula. Si salimos al patio un rato de recreo a tomar sol, si pueden tomar mates mientras estamos trabajando en la resolución de un cuestionario; cuántas veces te piden ir al baño y limitar eso en lo posible, y no quedar desautorizado en el caso de una discusión con algún estudiante belicoso. Es decir, que también clasificamos en el aula, aunque no lo digamos o no lo hagamos explícito entre esas fronteras de moral y ética, los hay más preferidos (buenos y malos; responsables-vagos; problemáticos-de buen carácter) sin llegar a la discriminación o exclusión o violencia verbal. (Registro de campo Sergio, 2020)

Y agrega en otro lugar “también en mi caso veo, quiénes colaboran con quiénes, cuán agotados pueden estar por el tema y permitir un mini recreo dentro del aula”. La mirada al fondo está atenta a los ritmos de los estados de ánimo y de los cuerpos; el movimiento está en el fondo de las personas y de sus cuerpos. Un profesor administra cuándo es hora de un recreo no programado; cuándo es momento para salir a “tomar sol” al patio; cuándo es hora de autorizar la aparición de algo caliente sobre las mesas para que los cuerpos entumecidos, y quizá hambrientos, entren en calor con un mate “mientras se resuelve un cuestionario”; y cuándo es hora de relajar el control prolongado sobre la actividad de los esfínteres de estudiantes, limitando menos los permisos para “ir al baño”.

El alimento que se ingiere; el control del ritmo y número de las excretas; el control de la temperatura corporal; el ritmo de la actividad; el cansancio y el hartazgo, todos elementos que se estiman con esta mirada al fondo. Pero no es solo esto. La mirada, además, está atenta al fondo invisible que compone unidades reales o virtuales, más o menos consolidadas, en el aula, y que pueden llevar a grupos de estudiantes a moverse como un conjunto, quizá sin prestar atención ni mirar al profesor. Mientras que la mirada en plenitud es normativa y está centrada en los contenidos y clasificación más externa del estudiantado; la mirada al fondo que practica el profesorado está concentrada en la determinación del punto exacto en el que las fuerzas del grupo están por rendirse a la impotencia, al agotamiento, al frío, el hambre o la rabia y su efecto visible, la organización de un acto expreso de resistencia al profesor. En este tipo de práctica docente, la mirada tiene por objeto componer ritmos de trabajo con apertura de espacios en los que la atención estudiantil no esté concentrada en el profesor, el pizarrón o el tema de trabajo. La atención no puede mantenerse por períodos prolongados de tiempo. Es preciso que ese ritmo incluya una apertura a las necesidades de otro tipo de movimiento, esparcimiento, interacción libre entre pares. Como organismo vivo, hecho de cosas y gente, la clase precisa lapsos de interrupción y descanso en los que el movimiento se libere de la mirada docente.

La mirada al fondo vertebra la dimensión propiamente política del profesorado, con su conocimiento detallado de las posibilidades de monopolización de la energía social y biológica de estudiantes, y del punto exacto de su agotamiento y/o punto de efervescencia. Cuánto y hasta dónde exigir; cómo y por cuánto tiempo descomprimir la exigencia y el control, son preguntas que no tienen respuesta predeterminada, es fruto del mutuo trabajo de interconexión entre estudiantes y profesores/as. Por eso es importante saber quiénes son los estudiantes que forman grupos de trabajo; quiénes se inclinan por la indiferencia y dan vueltas solos por la clase; quiénes son los belicosos, que asociados con los que trabajan en grupo o, peor, con los solitarios, pueden dar por finalizada la autoridad de un profesor que no sabe mirar “su fondo”. Un profesor también tiene su propio fondo y parte de su trabajo es observarlo y registrarlo. También debe conocer y, si es necesario moderar, sus “preferencias” por esos “vagos”, “problemáticos” o, directamente, “malos” estudiantes; que no llevan ni fotocopias ni materiales para trabajar. El profesor le provee los objetos que los rescatan del límite en el que se ponen a sí mismos. Sin materiales en la mano no se es, a la vista de un profesor que sabe mirar su clase, plenamente un estudiante. Desde la perspectiva de los registros de la elicitación fotográfica que examinamos, si se permitiera en una clase esa situación, no estaríamos frente a un verdadero “profesor”, el que se hace responsable de su grupo de estudiantes. Profesores/as y estudiantes emergen como sujetos, ensamblados a objetos, envueltos en el ambiente que genera esa forma social llamada clase; sus cuerpos implicados en movimientos externos e internos, constituidos por una política de las miradas que desigualmente producen juntos.

Mirar juntos/as: otra política de las miradas

Desde la perspectiva docente, la atención de los/as estudiantes, sus prácticas visuales, ligadas a la disposición de sus cuerpos y los movimientos y actividades que realizan en el aula, lejos de ser rasgos que los/as definen propiamente, constituyen -cuando logran algún grado de “éxito”- una dimensión central de la autoridad del/de la docente en el aula. La relatividad de la producción de los/as estudiantes, según es imaginada por la política de las miradas de profesores/as, puede advertirse en el registro que escribió una estudiante e investigadora que era parte del equipo en 2016. Trataba de la descripción de un día en que rindió un parcial de una materia de segundo año. Era una mañana de invierno y las aulas, casi siempre sin calefacción, grandes y casi vacías, porque la mayoría de las estudiantes no se había presentado a la evaluación, la hacían temblar de frío, pero también, sentía miedo a las preguntas que le tomarían. Ese día, el profesor “dictó las preguntas y entre todas [las estudiantes] nos miramos. Algunas se sonrieron y negaron con la cabeza. ‘No sé nada’ entendí de ellas”. Aquí el “todas” es un colectivo que excluye al profesor; mirarse y comunicarse sin palabras, con un solo “golpe de vista” produce, o se imagina que puede producir, una comunión. Más adelante, el registro continúa así:

Levanté la vista y vi a cada una en su pequeño mundo. Miraban el techo, sacudían el liquid paper, una y otra vez. El profesor se nos unía con su propio mundo. Comía uvas, una tras otra. Tal vez nosotras sufriendo y él, viéndonos. Me recordó al César y su pulgar, bueno o malo. Aprobando o desaprobando. El aula 210 era mi circo romano acaso. Contesté. Todo y lo que pude. Todo lo que recordé se fue escrito en esas dos hojitas. ¿El pulgar subiría o bajaría? Había que esperar ¿Y las otras 7? Salimos del parcial y reímos. De las uvas, de los zapatos, de nuestras caras varias durante el parcial, de ser 8 de casi 20. A pesar de todos los nervios, ya estaba. Y reímos. (Registro de campo Adriana, 2016)

No tenemos espacio en este texto para detenernos en el análisis minucioso que este registro amerita. Nos interesa, en cambio, destacar apenas algunos elementos que nos permitan especificar, por contraste, la distinción de la práctica de este modo de mirar respecto de las descritas anteriormente. Los/as estudiantes en la clase pueden mirar en dos planos diferentes: primero, el mirar vincula al/a la estudiante individualmente al profesor/a; segundo, las prácticas del mirar lo/a unen a un colectivo, el grupo de estudiantes que cursan una materia. A la vez, esa mirada mancomunada, que permitiría a este colectivo “entenderse” sin palabras, admite que este, autodenominado en este registro como “todos/as los/as estudiantes”, entramados entre sí, mire de ese modo al/a docente. Esta mirada grupal sobre un solo objetivo no está al alcance de un/a profesor sobre su clase; en cambio, lo específico de su arte es, como lo señaló Michel Foucault en sus estudios sobre el panóptico, mirar de una sola vez a un colectivo y a los individuos (Foucault, 1989).

Para los/as estudiantes, la mancomunidad en su práctica de mirarse entre sí y mirar al/a docente admitiría, en determinadas circunstancias, sentar las bases para organizar una acción grupal de “todos” en el aula con respecto al profesorado. Por ejemplo, para lograr su atención y/o la eventual consideración de sus planteos en tanto que colectivo de estudiantes, constituido como sujeto para sí mismo. Es decir, da lugar a la eventual emergencia de las temidas “discusiones” de los estudiantes “belicosos” o “problemáticos” a los que se referían los registros de Sergio. Así, parece que la política de las miradas que une y distingue a profesores/as y estudiantes revela dos fuerzas que constituyen este mundo frágil y fugaz que compone una clase: por un lado, la imposición de la autoridad docente, por medio del monopolio de la atención (mirada, cuerpo y movimiento) estudiantil; por otro, la organización de los/as estudiantes como un agrupamiento capaz de intervenir en la “composición” de los ritmos, trabajos, objetos, movimientos y atenciones que amerita una clase, relativizando así, el lugar central del/a profesor/a en el aula. En estas situaciones, las cosas manipuladas, las “dos hojitas”, el trabajo dedicado a la escritura, el liquid paper, las sillas y bancos y el aula 210, intervienen y le dan sentido a este reconocimiento mutuo entre “estudiantes”. Una buena parte del significado de la categoría “estudiante” corre por cuenta de este movimiento que puede comenzar con ese “mirarse entre todos/as”, que empieza con un gesto y movimiento corporal total; y ese entenderse sin palabras, reconocerse como integrantes de una misma categoría, y que actúa en su propio nombre frente a un otro que es diferente, y se le opone, el/la profesor/a.

Volvamos a la anécdota del segundo apartado del artículo. Enseñando antropología e investigando el sentido de la categoría “estudiante universitario/a” en el aula, hacíamos registros fotográficos de las clases. Esto provocó malestar entre los/as cursantes. Que los/as profesores/as “te tomen fotos” no es muy habitual para los/as cursantes de una clase. La política del mirar docente, conocida por ellos/as, permite a los/as estudiantes prever formas de interacción recíproca, incluso cuando lo que desean es manifestar un conflicto en la clase. Las fotografías que les tomaba Sergio revelaban una manera de mirar ajena a la clase, esa forma social conocida por ellos/as. Los registros habían sido anunciados y explicados por nosotros/as como parte de una investigación antropológica, pero ¿cómo y, sobre todo, para qué, mira un/a antropólogo/a a un grupo de cursantes reunidos en una clase?

Este interrogante fundamental de nuestros/as cursantes transformados/as en interlocutores/as nos desafió e invitó a pensar la política de la mirada que les propusimos, la que se yuxtapone y se diferencia de la política de las miradas de profesores/as. En lugar de organizar una demanda, fabricaron con sus dedos, sobre las pantallas de sus celulares, performativamente, el objeto que les preocupaba. El meme que nos dieron interrogaba ¿cómo era el campo de reciprocidad visual que organizaba nuestra investigación? ¿Qué posibilidades admitía? ¿Cómo eran los objetos a los que daba lugar? Con el meme nos dijeron que entre ellos/as y nosotros/as había un orden pautadamente diferenciado: a causa de las jerarquías que nos separaban, ellos/as no podían darnos en las manos, o, mejor, mandarnos a nuestros celulares personales, el meme, pero sí podía hacerlo la ayudante alumna. Era un objeto visual cortés y serio que, en reciprocidad, demandaba otro equivalente de nuestra parte.

Muchas veces la práctica de la enseñanza de la antropología y el trabajo de campo antropológico no da tiempo para fundamentar conceptualmente las respuestas que damos a las interpelaciones que recibimos por parte de nuestros/as interlocutores/as, menos en situaciones como las que detallamos aquí. Después de pensar y discutir -y sin tener muy en claro por qué-, decidimos responder al meme con sendas exposiciones de registros fotográficos abiertos para que, proyectadas sobre una pared del aula, pudiéramos “mirar juntos/as” imágenes en las que aparecían ellos/as y nosotros/as en diferentes escenas de la cotidianeidad de las clases. Miraron con interés y agrado las fotografías. Nos pidieron volver a pasar las imágenes varias veces y así lo hicimos. Viendo lo que sucedía en la muestra, nos dimos cuenta de que el ciclo de intercambio de objetos visuales que desató el trabajo de campo nos llevó a considerar al meme como una de las formas de producción material de conocimientos y comunicación propias de nuestros/as interlocutores/as, dignas de ser recepcionadas, reconocidas y respondidas en sus propios términos.

Algunos/as estudiantes se emocionaron al ver que “habían logrado sostener su cursada y aprobar la materia”; dijeron que eso era fruto del “gran esfuerzo que hacían sus familias para que ellas estuvieran aquí”. Más allá de la política de las miradas que hemos reseñado en otros acápites, aquí estábamos -estudiantes y profesores/as, investigadores/as e interlocutores- relacionándonos de nuevas maneras a través de los registros fotográficos. Era un modo que trascendía las dicotomías y los parámetros normativos del mirar de profesores/as; se emparentaba en parte con el “mirarse entre todos/as” mancomunado, propio de estudiantes, pero se orientaba en otro sentido. Después de meses de cursada, la acción de mirar juntos los registros nos constituía en un nuevo grupo, el que existía como cuasi objeto colectivo reflejado en la pared y el que, además, se encontraba en el/a otro/a mirándose a los ojos, se emocionaba, pensaba, producía registros y conocimiento expreso sobre su propia experiencia universitaria, individual y colectiva. Como señalara Haraway, la mirada constituyó entre nosotros/as “efectos de conexión, de encarnación y de responsabilidad” (Haraway, 1999, p. 122).

Pensar y producir juntos/as objetos, sueños, proyectos y conocimiento social es un propósito asociado a los abordajes basados en la “colaboración” (Rappaport, 2007) que han tenido desarrollo en la antropología de la educación (Milstein, Clemente y Guerrero, 2019). Reconocer a los/as otros/as como nuestros contemporáneos (coevalness), como propone Johannes Fabian (1983), implica, según Milstein (2010, pp. 6-7) en el ámbito de la etnografía educativa con niño/as como coinvestigadores/as, la posibilidad de experimentar una praxis etnográfica en la cual la persona que sabe no reclama ascendencia sobre otras (los/as niños/as u otros/as) que, también, saben, entienden, razonan, conocen. “Mirar juntos” ha sido nuestra propia manera de hallar formas etnográficas y reflexivas, mientras enseñábamos antropología e investigábamos la clase como forma social, de dialogar y colaborar en la producción de conocimiento con estudiantes universitarios/as en José C. Paz.

Reflexiones finales

El registro fotográfico, la elicitación y los ejercicios de reflexividad a que esta dio lugar transformaron las clases de antropología aquí analizadas en un espacio de experimentación etnográfica, donde todos/as nos vimos obligados/as a exotizar nuestras acciones y posiciones naturalizadas. A la vez, las prácticas etnográficas que eran parte de la enseñanza de la antropología que poníamos en acto en el aula, lejos de ocupar el lugar de contenidos (instalados en un programa y una bibliografía) disociados de las formas sociales que constituían como tal la clase, operaron como instrumentos de producción de conocimiento reflexivo de ese mismo lugar, tanto para nosotros/as como para nuestros estudiantes. Un conocimiento incómodo (Singleton, Gillette, Burman y Blanes, 2022), como es usual en antropología, pero basado en la colaboración y la participación (Corsin, 2004) de nuestros/as estudiantes como interlocutores/as válidos/as. El meme producido por la política reflexiva del mirar estudiantil y las muestras de las fotografías con que devolvimos ese gesto cortés, cerrando un año de intenso trabajo de campo, son prueba suficiente de ello.

La relación sustantiva entre etnografía, educación y fotografía ha cruzado nuestro trabajo pues esa conexión facilita la objetivación de las dimensiones comprometidas en el proceso de enseñanza de la antropología en clases universitarias. Practicadas de manera reflexiva, la enseñanza de la antropología y la investigación antropológica no son asuntos disociados, por el contrario, mantienen vasos comunicantes fértiles para la producción de conocimiento relevante. La enseñanza presupone la práctica aguda de la observación participante y la reflexividad (Mills y Spencer, 2011). La dimensión material -en nuestro caso, el meme y los registros fotográficos- conectaron de manera reflexiva la investigación con la enseñanza. Buena parte de nuestras horas están abocadas a la enseñanza de la disciplina; cuando entramos a las aulas, no dejamos afuera nuestras reflexiones ni los problemas de investigación que nos preocupan; entran con nosotros/as a la clase de antropología (Coleman, 2011; Ingold, 2018).

Los/as estudiantes que dialogan con nosotros/as en las clases pueden ser, como muchos de nuestros colegas, interlocutores/as serios, agudos y críticos. El asunto es si podemos y queremos “mirarlos/as” en el aula por fuera de la política de las miradas docentes más frecuentes en las aulas, la que hace hincapié en la autoridad (mirar en plenitud) y el control (mirar el fondo), como hemos mostrado con abundante detalle en este texto. No es menor el hecho de que, como se afirma en este texto, una de las formas de constituir el mundo corra por cuenta de la política de las miradas en la que nos comprometemos junto con otros/as. La clase, como forma social, según nos han enseñado nuestros/as interlocutores/as de la Universidad Nacional de José C. Paz, admite la potente alternativa de “mirar” el mundo y, mirándolo, mirar(nos) juntos/as, para constituir un lugar donde todos/as son bienvenidos/as. Mirar de otro modo no es posible si no objetivamos reflexivamente nuestras maneras más comunes y más insidiosas de hacerlo. La etnografía del proceso de enseñanza de la antropología puede mostrar esa interacción entre docentes y estudiantes en esa forma social que es una clase y, como señalan Sinisi, Cerletti y Rúa (2016, p. 37), puede ser introducida como elemento organizador de esa práctica.


Agradecimientos:

Agradecemos a los/as estudiantes que a lo largo de estos años de atención mutua, consciente y expresa han hecho inteligible, en parte, los fundamentos en los que se enraíza la vida cotidiana de las instituciones universitarias en las que vivimos y trabajamos hace décadas. A la SECYT y al Instituto de Estudios Sociales en Condiciones de Desigualdad (IESCODE) de la UNPAZ, porque es allí donde se alojan nuestras actividades de investigación y una parte del estímulo para el trabajo. A nuestras familias, que nos dan aliento y sostén para seguir conociendo más y mejor el mundo del que somos parte.

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Notas:

[1] El partido de José C. Paz se encuentra localizado en el noroeste del conurbano bonaerense, limita con los partidos de Moreno, Pilar, San Miguel y Malvinas Argentinas. Su población actual es de 323.918 personas, que viven en casi 100 mil hogares (INDEC, 2023). En estas áreas, un cuarto de la población mayor de 20 años cuenta con la escuela secundaria terminada (Rofman, González Carvajal y Anzoategui, 2010, p. 149). Aunque el número de personas que trabajan es elevado en las unidades domésticas, no por ello el nivel de ingresos es más alto comparado con otros partidos de la zona (San Miguel o Moreno) (Suárez y Palma Arce, 2010).

[2] Los proyectos fueron “Clase social y etnicidad en la primera generación de estudiantes universitarios en la UNPAZ” (15/2015) y “Aprendiendo a ser ‘estudiante de Trabajo Social’ en la UNPAZ: producción social del estudiantado y colaboración en la producción de conocimiento” (A29/18).

[3] Según los datos provenientes de una encuesta aplicada por este equipo en 2019 entre estudiantes de Trabajo Social de la universidad analizada, la franja etaria predominante (35%) estaba entre los 18 y los 33 años, cuyo egreso de la escuela secundaria se había producido entre 2010 y 2018. La inmensa mayoría trabajaba como cuentapropista o en una relación de dependencia. El tipo de trabajo era informal y precario, solo 1/5 de los/as estudiantes trabaja en empleos en blanco. Casi todos/as ocupaban una parte del tiempo (más de siete horas) en estas actividades. La mayoría realizaba trabajos no calificados. Se trataba de personas que nacieron y vivían en esa región del conurbano bonaerense y que asistían a la universidad en su zona de residencia (Zapata, 2017, 2020).

Financiamiento:

[4] Financiamiento: Las investigaciones de las que provienen los datos fueron realizadas con financiamiento de la Secretaría de Ciencia y Tecnología (SECYT) a través del Instituto de Estudios Sociales en Contextos de Desigualdades (IESCODE), de la Universidad Nacional de José C. Paz (UNPAZ) entre los años 2016 y 2024 en los proyectos que se detallan a continuación, en los que los/as autores/as se desempeñaron como integrantes, directoras y/o codirectoras sucesivamente. “Clase social y etnicidad en la primera generación de estudiantes universitarios en la UNPAZ” (15/2015); “Aprendiendo a ser ‘estudiante de Trabajo Social’ en la UNPAZ: producción social del estudiantado y colaboración en la producción de conocimiento” (A29/18); “Criar y estudiar en la virtualidad. Universitaries con niñes a cargo, en contextos desiguales” (B017/2021); y “Entre la casa y la universidad: (des) arreglos en la organización de la vida doméstica de estudiantes universitarias/os de Trabajo Social de la UNPAZ” (B40/2023).