Dossier - Artículo invitado
Una universidad para el bien común

Uma universidade para o bem comum

A university for the common good

 
Una universidad para el bien común.
Cuadernos de antropología social, vol.  no. 60, (19- 48 pp.), May-Nov, 2024, doi: 10.34096/cas.i60.16117. ISSN: 1850-275X
Universidad de Buenos Aires. Facultad de Filosofía y Letras. Instituto de Ciencias Antropológicas. Sección de Antropología Social


La antropología y la universidad por-venir

El hogar de la antropología siempre ha sido la universidad. Y esto no es solo porque las universidades sean el lugar donde la mayoría de los antropólogos1 profesionales encuentran empleo. La antropología y la universidad están unidas de un modo más fundamental, que radica históricamente en un compromiso común con la universalidad: la universalidad de la humanidad y la universalidad del conocimiento. Al menos desde la Europa del siglo XVIII y los albores de la Ilustración, la institución de la universidad se ha basado en una determinada visión de la unicidad de la humanidad. Los humanos -se suponía- podemos conocer el mundo y a nosotros mismos como ningún otro animal. Los demás animales, incapaces de desprenderse de las condiciones de su existencia en el mundo, no pueden conocer las cosas por lo que son. Solo los humanos pueden trascender esas condiciones: pueden salir de la naturaleza, verla objetivamente, desde fuera, y verse también a sí mismos, reflejados en su espejo. O al menos, los seres humanos más ilustrados y civilizados pueden hacerlo. Otros, los pertenecientes a las llamadas “naciones salvajes” que los viajes de exploración liderados por los europeos estaban descubriendo alrededor del mundo, parecían seguir regodeándose en la ignorancia de su verdadera condición, sumidos en costumbres y supersticiones, viviendo vidas que eran poco mejores -y a veces peores- que las de los animales. Sin embargo, también ellos, a diferencia de los animales, estaban dotados de mentes de igual capacidad que las de los seres humanos de cualquier lugar, y por tanto -de nuevo a diferencia de los animales- podían ser educados. Podían ser elevados del salvajismo a la civilización. Era la tarea específica de la academia llevar a cabo esta misión educativa. Para los pensadores de la Ilustración, la universidad representaba la cúspide de la civilización, la vanguardia que arrastraría al resto de la humanidad a su paso, difundiendo la luz del aprendizaje a todas las naciones y liberando a sus pueblos de la ignorancia, la pobreza y la subyugación.

Eran ideales nobles. Pueden haber sido paternalistas y etnocéntricos, pero honorables al fin, sustentados en un compromiso con el bien común. Las universidades eran instituciones progresistas, y sus legítimas aspiraciones estaban respaldadas por la convicción del potencial humano compartido. Y la antropología, en la medida en que se aferraba a los mismos ideales, era una disciplina progresista. Sin embargo, es innegable que las universidades -y con ellas la antropología- también fueron responsables de inventar y reforzar la condición de salvajismo, por no decir cómplices de los mismos regímenes de opresión colonial de los que ofrecían liberación, aunque solo fuera para unos pocos privilegiados. Gran parte de la historia de la antropología del siglo XX se vio atrapada en los dilemas derivados de su deseo de admitir a todas las naciones o culturas en la “familia del hombre”, al tiempo que continuaba siendo sierva de un régimen colonial que sometía a quienes estaban bajo su yugo a la represión, la violencia y la brutalidad. Con su tradición de trabajo de campo a largo plazo, los antropólogos se vieron expuestos a estos dilemas en un grado que no sintieron los practicantes de otras disciplinas. Basándose en la experiencia de primera mano de la vida real entre las poblaciones subalternas, han sido uno de los agentes más vociferantes de la crítica poscolonial de la modernidad “occidental”. Durante un tiempo, esta crítica llegó prácticamente a definir la disciplina, enfrentándola a un sistema académico que seguía afirmando en principio, y aplicando en la práctica, sus pretensiones de inteligencia superior. En efecto, ninguna disciplina ha hecho más que la antropología, en las últimas décadas, por sacar a la luz las relaciones de poder que sustentan las jerarquías de conocimiento establecidas, o por cuestionar las pretensiones de razón universal y objetividad empírica en las que se basan. Al dedicar gran parte de su energía a cuestionar la legitimidad de estas jerarquías y a demostrar la fuerza y la integridad de las formas de conocimiento arraigadas en diversas prácticas de la vida cotidiana, la antropología se ha convertido tal vez en la disciplina académica más estridentemente antiacadémica. Al socavar los cimientos de la modernidad, parece decidida a derribar las mismas torres de marfil en las que una vez se sintió cómodamente instalada.

Hoy, sin embargo, estamos viviendo un momento trascendental en la historia de la universidad. Después de unos tres siglos, el modelo de producción de conocimiento académico de la Ilustración está al borde del colapso, si es que no se ha derrumbado ya, junto con los poderes otrora hegemónicos que lo sustentaban. Y como suele ocurrir en tales momentos, lejos de llegar a un acuerdo que abra a otras formas de conocer y de ser, y a voces antes silenciadas o suprimidas, estamos presenciando todo lo contrario, con el surgimiento por todos lados de fundamentalismos cerrados y moralistas, ya sean religiosos, políticos o económicos -de la Iglesia, del Estado o del mercado-. Juntos, estos movimientos suponen una amenaza sin precedentes para la democracia futura y la coexistencia pacífica. Las universidades, sin embargo, están haciendo muy poco en la actualidad para hacer frente a esta amenaza. Acosadas por liderazgos débiles y complacientes, son un blanco fácil para la toma de poder hostil, ya sea por parte de organizaciones sectarias que pretenden difundir sus propias versiones particulares del fanatismo y la intolerancia, regímenes militaristas o totalitarios decididos a acabar con la investigación crítica, o empresas multinacionales comprometidas con las doctrinas del neoliberalismo. Para resistir a estos desafíos, las universidades necesitan redefinir su propósito. No hay vuelta atrás a una versión rosada del pasado -a una época dorada imaginaria de erudición mimada-. Las universidades ya no pueden refugiarse en apelaciones egoístas a una inmunidad académica que ha dejado de tener tracción más allá de sus muros, ni pueden rendirse a las fuerzas profundamente antidemocráticas que ponen en peligro su propia existencia.

Sin embargo, hay pocos indicios de que los regímenes de gestión que se han arrogado la tarea de controlar nuestras universidades tengan algo más que la más mínima idea de lo que está en juego. Hasta ahora, los dirigentes universitarios han fracasado estrepitosamente a la hora de abordar la cuestión de para qué son las universidades, con la profundidad y la seriedad que merece. En lugar de ello, han asistido impasibles al vaciamiento de la misión educativa que las universidades heredaron de la Ilustración, hasta el punto de que ahora sobrevive solo de nombre, blasonada en logotipos de marcas o inscrita en fatuas declaraciones de principios. Mi propia institución fue una de tantas cuando, hace unos años, eligió la “iluminación” como marca con la que esperaba llegar a los mercados de todo el mundo. Con esta sola palabra, la ilustración se ponía a la venta; ¡se podía comprar aquí! En esta visión miope de lo que se llama “el sector” -entendido como una operación comercial lucrativa llevada a cabo en mercados nacionales e internacionales-, la enseñanza se indexa por la satisfacción de los estudiantes y la futura empleabilidad, la investigación por la innovación y el potencial comercial.2 Estos burdos índices de rango y productividad no tienen nada que ver con la educación democrática, y tienen todo que ver con la reproducción de la economía del conocimiento, junto con la privación de derechos y la desigualdad que inevitablemente trae consigo. Hace tiempo que es obvio para todos, excepto para la clase empresarial, que este modelo de negocio de la educación superior es insostenible. En su forma actual, de hecho, las universidades están tan condenadas al colapso como los poderes que las mantienen a flote. ¿Sería mejor, entonces, abandonarlas a su suerte?

Yo pienso que no.3 Creo que la necesidad de las universidades en el mundo actual es mayor que nunca. Las necesitamos para reunir a personas de todas las edades y de todas las naciones, a través de sus múltiples diferencias, y las necesitamos como lugares donde estas diferencias puedan expresarse y debatirse en un espíritu ecuménico de tolerancia, justicia y compañerismo. Ningún propósito es más importante, y no existe actualmente ninguna institución, aparte de la universidad, con la capacidad para llevarlo a cabo. Además, para ninguna otra disciplina este propósito está ya tan profundamente inscrito en su constitución como para la antropología. Porque las cualidades fundamentales de la antropología -generosidad, apertura, comparación y criticidad- son precisamente las que se requieren para delinear el propósito educativo de la universidad del futuro. Una vez más, como en el apogeo de la Ilustración, las fortunas de la antropología y de la universidad se encuentran inextricablemente unidas. Sin embargo, para que la antropología desarrolle todo su potencial, debe pasar de la otredad a la juntedad,4 de manera que hagamos presentes a aquellos con quienes estudiamos, para que podamos aprender de ellos, debatir con ellos e incluso discrepar con ellos -tal como ellos pueden aprender de nosotros, debatir con nosotros y discrepar con nosotros-. Esa es la manera de forjar un mundo sostenible con lugar para todos. El futuro de la antropología, en definitiva, no es otro que el futuro de la universidad. En las secciones siguientes, esbozaré algunos de los principios clave en los que se basará este futuro. Estos incluyen la libertad, la decolonialidad, la multiversalidad de las formas de conocer, el unísono de la curiosidad y la atención, la búsqueda de la verdad, el amor al estudio y el nomadismo disciplinario. Concluyo retomando la idea de la educación como comunar [commoning].5 ¿Cómo puede la universidad del futuro servir al bien común? ¿Cómo puede sanar la ruptura entre educación y democracia?

Sobre la libertad académica

La cuestión de la libertad tiene una enorme importancia para la educación, ya sea en la escuela o en la universidad. Se trata, sin embargo, de una libertad vacía que solo puede asegurarse sometiendo el mundo en el que se ejerce al gobierno de la necesidad mecánica. La consecuencia es inevitable, en tanto que la libertad se defina, como se hace en los discursos de la mayoría, por su oposición a la predeterminación. Es esta oposición la que lleva a la gente de la Cultura, cuyo mantra es la “libertad de expresión”, en los campos del arte y la literatura, por ejemplo, a imaginar que el comportamiento de otras personas está determinado culturalmente, la que lleva a los científicos a imaginar que los indígenas están atados a las cadenas de la tradición, y la que lleva a los pedagogos a suponer que los niños todavía están presos de pulsiones instintivas. En todos los casos, la libertad puede configurarse solo para algunos, sobre la base del cautiverio para otros. Esta es la libertad de la volición. En su articulación moderna, ha adquirido el carácter de un derecho, o de una facultad, a ser ejercido por los individuos -ya sea singular o colectivamente- en defensa de sus intereses. Aplicada a la sociedad en general, conduce a la fatídica equiparación de la libertad democrática con la voluntad del pueblo, una especie de totalización que, al convertir la diferencia en identidad, solo admite a una mayoría que se autoidentifica como igual, mientras que deja fuera de los límites a todos los que no lo hacen. Aplicada más estrechamente a la universidad, sin embargo, conduce a la percepción de sus académicos como un grupo de interés, una élite erudita, celosa en la protección de derechos y privilegios exclusivos, fundados en una pretensión de superioridad intelectual y negados a la gente menor, incluidos los estudiantes, a los que se considera como meros receptores o beneficiarios del aprendizaje.6 No es de extrañar que los llamamientos a la libertad académica formulados en estos términos tengan poco eco en una sociedad más amplia que desconfía de toda forma de elitismo y de pretensión de superioridad intelectual.

Asimismo, en su apropiación por la universidad moderna, el concepto de libertad ha sido efectivamente eviscerado. Como vimos en el capítulo 3, el verdadero significado del concepto no reside en lo que uno tiene, sino en lo que uno es. La libertad real no es una propiedad, sino un modo de existencia -una forma de ser que está fundamentalmente abierta a los demás, y a la diferencia, en lugar de circunscrita por la identidad de intereses preexistentes. Mientras que la identidad solo puede conducir al anquilosamiento y, en última instancia, a la fragmentación, la diferencia es la clave para la continuidad y la renovación social. Esa clave7 es la libertad real. La libertad real no promete inmunidad. No ofrece protección ni escondite alguno. Al contrario, es una forma de exposición. En palabras del filósofo de la educación Hans Schildermans, significa “exponerse a los riesgos de comienzos siempre emergentes sin la seguridad de puntos finales fijos” (Schildermans, 2021, p. 24). La verdadera libertad de la erudición se basa en la disposición a renunciar a la comodidad de las posiciones establecidas, a adentrarse en lo desconocido, donde los resultados son inciertos y los destinos aún inexplorados. Esta es la libertad de los comunes.8 Lejos de basar su legitimidad en la premisa de una desigualdad original de la inteligencia, la verdadera libertad asume por defecto que el intelecto es una cualidad igualmente intrínseca a cualquier ser que lleve su vida en lugar de meramente vivirla, es decir, a cualquier ser para el que la vida equivalga a una educación. Y si esto es lo que significa vivir una vida humana, entonces la libertad debe ser igualmente inherente a la condición humana. Es la libertad de hacerse [to become]. Una vida plenamente humana solo puede ser una vida libre para hacerse, para estar siempre abierta a la diferencia. En este sentido, no puede haber distinción, en principio, entre la libertad intrínseca a una vida de estudio y la que es inherente a cualquier otra práctica de llevar la vida; la primera solo difiere en la medida en que es una intensificación de la segunda. La libertad del estudioso, en este sentido, es ejemplar.

Es inevitable, entonces, que la libertad real se vea fatalmente comprometida por una postura académica que coloca al profesor en un pedestal, por encima y en contra del estudiante, uno presuntamente erudito, y el otro, ignorante. Tal vez la idea misma de libertad académica sea una contradicción en sí misma, ya que al proyectar el estado de ignorancia sobre sus estudiantes y designarse a sí mismo para la tarea de elevarlo, el profesor disminuye no solo la libertad de los estudiantes, sino también la suya propia. En lo que Paulo Freire -filósofo, educador y defensor de los oprimidos- llamó el modelo “bancario” de pedagogía, el estudiante se somete a que su mente inicialmente vacía se llene de conocimientos, solo para visitar la misma ignorancia en la generación siguiente. El ciclo solo puede romperse cambiando el modelo, del bancario a lo que Freire llama “problematización” (Freire, 2005, pp. 71-86).9 Con el modelo de problematización, el conocimiento no se deposita como dinero en el banco, sino que es creado y recreado conjuntamente por estudiantes y profesores que trabajan juntos, en diálogo. Nótese que problematizar, para Freire, no es resolver problemas. Pues se trata de problemas reales que, como vimos en el capítulo 3, no contienen ya sus soluciones. La resolución de problemas se cierra en callejones sin salida, el planteamiento de problemas se abre a un nuevo comienzo, a la posibilidad inherente de llevar la vida. En su diálogo continuo de ir yendo juntos, o lo que llamaríamos correspondencia, profesores y estudiantes enseñan y son enseñados. O, como dice Freire, en lugar de profesores y estudiantes hay “profesores-estudiantes y estudiantes-profesores” (Freire, 2005, p. 80). Esto significa renunciar a la postura académica en favor de una postura de compañerismo. En esta última postura, como recordarán del capítulo 2, en lugar de que profesores y alumnos se enfrenten cara a cara, todos se orientan en la misma dirección. Solo entre compañeros la educación puede ser una práctica de verdadera libertad.

De hecho, la libertad no es nada si no se realiza en la práctica. Esto -la práctica de la libertad- yace en el corazón del manifiesto de Freire para una pedagogía del oprimido: es el medio “por el que los hombres y las mujeres abordan crítica y creativamente la realidad y descubren cómo participar en la transformación de su mundo” (Freire, 2005, p. 34)10. Pero no se trata de una libertad volitiva, sino de hábito. No reside en un ejercicio de la voluntad, sino en un acto de amor. Al igual que no puede haber libertad sin diálogo, según Freire, no puede haber diálogo “si no hay un amor profundo por el mundo y su gente” (Freire, 2005, p. 89). Se trata del mismo amor mundi, amor por el mundo, que Hannah Arendt consideraba una condición previa para una educación responsable. Pero el amor no viene dado, sino que recae en nosotros, como seres sensibles y responsables, como una tarea. Y como toda tarea, hay que emprenderla. Todo acto de amor, dice Freire, demuestra un compromiso con la causa de la libertad, o la liberación. La libertad, entonces, es una causa en la que tenemos que trabajar continuamente. No nos viene más servida en bandeja que nuestra propia humanidad. Como dijo John Dewey hace un siglo, la libertad “no es una posesión original ni un don. Es algo que hay que conseguir, que hay que forjar” (Dewey, 1964, p. 156).11 Esta conquista es un trabajo de amor. Es el trabajo de la educación, y su laboratorio -donde es más intenso- es, o debería ser, la universidad.

Decolonialidad

Históricamente, los encuentros con la academia occidental no han resultado bien para los pueblos indígenas del mundo. Ni tampoco han resultado bien para los propios académicos. Como nos enseña Freire, no solo las víctimas del robo pierden algo de su capacidad para vivir una vida plenamente humana, sino también quienes vienen a robar (Freire, 2005, p. 44). En estos encuentros, quizá a ninguna disciplina le haya ido peor que a la antropología. Gracias a su propensión a agrupar a otras culturas en casos de comparación, los antropólogos son “popularmente percibidos por el mundo indígena como el epítome de todo lo que está mal con los académicos” (Smith, 1999, p. 67). Así escribe Linda Tuhiwai Smith, y como especialista en educación indígena, ella misma de ascendencia maorí, habla por experiencia propia. Sea justa o injusta la percepción, no se puede negar la connivencia de la antropología con las campañas de opresión colonial, lanzadas desde los centros metropolitanos de Europa, las cuales han llevado miseria e indigencia a naciones antaño prósperas. Los antropólogos académicos adscritos a estas campañas, y a menudo financiados por ellas, se aprovechaban de la generosidad de los nativos para extraer la información que buscaban, solo para cortar y huir cuando sus maletas estaban llenas. A sus ojos, otras formas de conocer y de ser no eran más que ‘creencias’ y ‘prácticas’ maduras para su recolección, las cuales, una vez cosechadas, proporcionarían materia prima para el molino de la comparación y la generalización, rellenando una narrativa universal, de progreso y civilización, que pertenece exclusivamente a la ciencia. Al establecer su propia epistemología como medida de todas las demás, la academia privaría sistemáticamente a las personas de la posibilidad de conocerse a sí mismas y al mundo en sus propios términos, una privación que equivale a lo que el sociólogo Boaventura de Sousa Santos denomina ‘epistemicidio’ (De Sousa Santos, 2016). La cuestión que se nos plantea hoy es si, en principio o en la práctica, tanto la universidad en su conjunto como la antropología en particular, pueden librarse de la destructividad epistemicida del pasado colonial. ¿Puede la universidad -puede la antropología- ser ‘decolonizada’?

Se ha acumulado una inmensa literatura en torno a esta cuestión, a la que no puedo hacerle justicia aquí.12 Mi objetivo más limitado es argumentar, tal vez de forma contraintuitiva, que la antropología no avanzará en la causa de la decolonialidad retocando el plan de estudios, como para admitir una mayor diversidad de voces, a menos o hasta que tenga la confianza de hablar con una voz -o mejor, múltiples voces- propia. Estas voces estarían informadas e influidas por lo que han aprendido de las conversaciones con otros, pero serían antropológicas de todos modos. Serán voces, sin embargo, no de aserción, proposición y mando, sino de solicitud, invitando a otros a responder a su vez. Estas no son voces de razón sino de capacidad de respuesta. Es precisamente en su cultivo de tales voces, como vimos en el capítulo 4, que la antropología-como-educación difiere de la etnografía. Mientras que la etnografía agrupa a personas, como representantes de un ethnos, para escribir sobre ellas, la antropología se une con ellos en una pesquisa colaborativa sobre las condiciones y posibilidades de la vida. Irónicamente, sin embargo, es la antropología, no la etnografía, la que ha soportado el peso de la crítica poscolonial. ¿Podría ser, entonces, que bajo el manto de la etnografía, la antropología haya seguido colonizando bajo otro nombre? Mientras que palabras como “salvaje” y “primitivo” han sido exorcizadas desde hace mucho tiempo de la disciplina, “etnografía” no lo ha sido, y la tenaz adhesión de la antropología al término dice mucho sobre sus artificiosos intentos de vigilar las fronteras de la academia y excluir las voces de los etnografiados de su sagrado territorio. Ya hemos visto, en el caso del arte, cómo el afán de poner las cosas hechas o creadas en contexto neutraliza la fuerza de su presencia. De manera más general, como muestra el antropólogo Stuart McLean, el efecto de reducir la antropología a la etnografía es sofocar las cuestiones de ontología al confinarlas dentro de los horizontes explicativos o interpretativos de la “sociedad”, la “cultura” o la “historia” (McLean, 2017, pp. 147-155).

Una antropología-como-educación genuinamente decolonial necesitará recurrir a sus cuatro cualidades definitorias: generosidad, apertura, comparación y criticidad. Sin embargo, es una falsa generosidad la que se rebaja a abrazar la sabiduría indígena reservándose para sí la superioridad moral e intelectual.13 Es una falsa apertura que pretende purgar el currículum de todos los restos de colonialidad tóxica mientras sigue prescribiendo el contenido del aprendizaje y sus resultados. Es una falsa comparación que no comienza -como implica la etimología del término- en la paridad de las voces que conversan, sino en el empaquetamiento de cada voz en un ‘caso’, para ser visto junto a otros en términos impuestos desde arriba.14 Y es una falsa criticidad que clava sus posiciones en el mástil de la crítica, enorgulleciéndose de haber sustituido las ideologías desacreditadas del pasado por doctrinas propias. De hecho, hay un cierto estilo de discurso en la teoría crítica que se aferra a estas cuatro falsedades. Una de las principales tácticas empleadas por los teóricos de esta persuasión es formular sus argumentos en un lenguaje tan abstruso que excluye a cualquier lector que aún no esté iniciado en sus códigos o familiarizado con sus puntos de referencia. Esta literatura no ha perdido nada del elitismo intelectual que es la tarjeta de presentación de los académicos. Y deja la ligera sospecha, como señala Smith, de que su verdadero objetivo es reinscribir y reautorizar los privilegios de los académicos no indígenas mientras que deja afuera a los pueblos indígenas (Smith, 1999, p. 24). Esta táctica excluyente no es dominio de una única disciplina, y menos aún de la antropología, sino que está integrada en el modelo académico de producción y difusión del conocimiento. Pero ¿podría la antropología, la más antiacadémica de las disciplinas -al haber creado voces propias que son verdaderamente generosas, abiertas, comparativas y críticas-, ser el trampolín para decolonizar la academia en su conjunto?

La decolonialidad, vale notarlo, no es lo mismo que la poscolonialidad. “La crítica y teoría poscolonial”, según el semiólogo Walter Mignolo, “es un proyecto de transformación académica”. Su promesa es la emancipación. Pero la decolonialidad, sostiene Mignolo, discurre por un cauce totalmente diferente. Es un proyecto de ‘desprendimiento’ y su promesa es la liberación (Mignolo, 2007, p. 452). Para visualizar la distinción, ayuda adoptar la imagen de Michel Serres, a la que ya aludimos en el capítulo 3, del río que discurre entre sus orillas (Serres, 1997, p. 5). En una orilla se encuentra lo que Mignolo llama la ‘retórica de la modernidad’; en la otra, la ‘lógica de la colonialidad’. Ambas se implican mutuamente; una es inconcebible sin la otra. El movimiento poscolonial consistiría en trascender la división tendiendo un puente entre ambas. Decolonizar, sin embargo, es nadar con la corriente del río mismo. O, como muestra Serres, es habitar el medio. El poscolonialismo está en clave mayor, forma parte del gran relato histórico con sus fases de antes y después. La emancipación que promete es un estado por alcanzar. Pero la decolonización está en clave menor. No tiene un destino final, sino que continúa perpetuamente. Como dice Schildermans, la decolonización “no se sitúa al final, sino en el núcleo del proceso educativo” (Schildermans, 2021, p. 6, énfasis en el original). La libertad que busca es siempre un trabajo en curso. Pero precisamente por esta razón, la propia palabra no es del todo adecuada. Porque evoca una operación de purificación, como si lo colonial fuera una mancha que hay que quitar, dejando una hoja limpia. Quizá funcione mejor el concepto de desprendimiento de Mignolo, que sugiere un desacoplamiento del proceso educativo de la rueda de molino de la modernidad y la colonialidad a la que ha estado atado hasta ahora, dejando así al profesor-estudiante y a los estudiantes-profesores en la libertad, como diría Rancière, de hacer poesía juntos (Rancière, 1991, p. 65). Devuelve la educación a la vida.

Universidad, pluriversidad, multiversidad

El historiador y teórico político Achille Mbembe, en sus reflexiones sobre la decolonización de la universidad, afirma que “al final del proceso decolonizador, ya no tendremos una universidad. Tendremos una pluriversidad”. ¿Qué es entonces, se pregunta, una pluriversidad (Mbembe, 2016, pp. 36-37)? No es lo mismo que la universidad multiplicada, de tal manera que engendre réplicas de sí misma en todo el mundo. Tampoco es una invención del modelo empresarial de enseñanza superior, que situaría a cada institución como un centro en una red comercial extendida globalmente. La respuesta de Mbembe es que el pluriversalismo señala una apertura a la ‘diversidad epistémica’. Se trata de hacer una lectura horizontal de las formas de conocer en lugar de clasificarlas verticalmente, situándolas a la par en un diálogo entre iguales, en lugar de subsumirlas bajo una pretensión de universalidad, consagrada en la ciencia y el humanismo de la Ilustración europea, que las supera a todas. En este punto, Mbembe se hace eco de De Sousa Santos, para quien el modelo de producción de conocimiento de la Ilustración equivale a una ‘monocultura’ excluyente y epistemicida, cuya imposición conduce al desgaste o la muerte de cualquier otra forma de conocimiento que no esté a la altura de sus estándares. La universidad del futuro, para De Sousa Santos, debería en cambio, “cultivar ecologías de saberes y todas las ecologías de prácticas que permiten” (De Sousa Santos, 2024, p. 176). Pluriversalidad, pues representa la diversidad de saberes y la ecología de relaciones entre ellos, frente a la universalidad de la monocultura académica. Esto no significa renunciar por completo a la universalidad, sino que implica una universalidad de otro tipo, relacional más que racional.15 Mignolo avanza un punto de vista similar en su argumentación, haciéndose eco del llamamiento del movimiento zapatista en Chiapas (México) a la pluriversalidad como ‘proyecto universal que conduce a un mundo en el que coexistirán muchos mundos’. Este mundo, prosigue Mignolo, solo puede construirse mediante la colaboración entre los habitantes de estos muchos-mundos-en-uno, a condición de que las diferencias nunca se planteen en términos de más o menos grados de humanidad.16

La idea del pluriverso, sin embargo, como compendio de ‘universo pluralista’, tiene una procedencia muy anterior, y se remonta a una serie de conferencias homónimas pronunciadas en la Universidad de Oxford, en 1908, por el pionero del pragmatismo filosófico, William James. A diferencia del universo monista de las ciencias físicas, concebido como una totalidad exterior omnicomprensiva y completa en sí misma, el universo pluralista -o lo que James denominó ‘multiverso’ para abreviar- es simultáneamente uno y muchos, singular y plural, por la razón de que su unicidad está siempre en curso, nunca completa. Está “entrelazado”, dice James, “no redondeado y cerrado” (James, 2012, p. 170). Independientemente del elemento o tema que se elija abordar, a cualquier escala o nivel de exclusividad o inclusividad, siempre hay un desbordamiento de relaciones. Nada “lo incluye todo, ni domina sobre todo”. El multiverso jamesiano es como un texto tejido a partir de líneas múltiples y siempre en extensión, que se escribe a sí mismo perpetuamente. Ninguna línea está terminada; cualquiera que sea el punto que haya alcanzado, siempre puede ir más allá. “La palabra ‘y’ aparece después de cada frase”, continúa James. “Siempre se escapa algo” (James, 2012, p. 167).17 En este tejido, como hemos visto, reside el principio de lo común, de ir yendo juntos en la diferencia. No es de extrañar que Dewey, discípulo de James, situara este principio en el centro de su concepto de educación. Porque, como muestra Dewey, es sobre todo en el devenir de la educación -de llevar la vida- donde se desarrolla el hacer común [commoning]. ¿Podría entonces la universidad por-venir ser un lugar de lo común [commoning]? ¿Podría ser una multiversidad?18

En la práctica, las palabras ‘multiverso’ y ‘pluriverso’ son casi sinónimas. Podemos utilizarlas, no obstante, para marcar un contraste sutil pero significativo entre el pragmatismo de James y Dewey, por un lado, y los enfoques de la decolonización de académicos como Mignolo, De Sousa Santos y Mbembe, por otro.19 En pocas palabras, mientras que el pluriverso es ‘muchos-en-uno’, el multiverso es ‘uno-en-muchos’. El pluriverso nos ofrece un mundo ya dividido en muchos mundos, y el proyecto consiste en dar cabida a todos ellos, en pie de igualdad. De más está decir que esto dista mucho de la clásica apelación a la diversidad cultural, que reduciría las tradiciones epistémicas a compendios de creencias y prácticas a ser depositadas en los compartimentos prefabricados de la mente humana universal. Los muchos mundos del pluriverso decolonial no son ‘culturas’ que cuelgan como retratos en la galería de la variación humana, cuyos habitantes miran vacíos desde dentro de sus marcos. En el pluriverso, la gente ha erupcionado de sus lienzos a la plenitud de la vida real; una vez liberados, no hay forma de volver a dejarlos pintados ahí dentro. Pero para que haya mundos en plural, cada uno debe ser, no obstante, su propio reino, con sus propias formas de conocer y hacer, distinguibles de los demás, del mismo modo que, por ejemplo, distinguimos habitualmente una lengua de otra. Si, como dice Mbembe, “colonialismo rima con monolingüismo”, entonces decolonialidad rima con lo multilingual (Mbembe, 2016, p. 36). La tarea de crear el pluriverso -de hacer que muchos mundos coexistan fructíferamente- equivale, por tanto, a la tarea de traducir, de llevar el significado “a través” de mundo a mundo, de idioma a idioma. Por supuesto, ninguna traducción puede ser perfecta. Es siempre una especie de costura que une realidades divergentes y a menudo inconmensurables, como las piezas de un patchwork,20 a través de bordes ásperos, desparejados y a veces superpuestos. Pero es en el acto mismo de coser donde se encuentra la obra creativa de la pluriversalidad.21

En el multiverso, en cambio, no hay mundos en plural. Solo hay un mundo. No es el ‘mundo único’ hiperconectado del capitalismo internacional o las telecomunicaciones.22 Tampoco es el mundo único de la inteligencia artificial, con su promesa de traducción instantánea y sin fisuras a todos los idiomas conocidos. En un mundo así, en el que las cosas y las palabras se disuelven en la moneda líquida de la economía global de las mercancías y la información, toda diferencia real -toda variación cualitativa- queda inmediatamente sofocada o borrada. La propia extensión de la vida, su deseo de salir o extenderse, es sofocada. La unicidad del multiverso, sin embargo, se basa precisamente en el principio opuesto, de extensión y diferenciación infinitas. “El mundo único”, como escribe el filósofo Alain Badiou, “es precisamente el lugar donde existe un conjunto ilimitado de diferencias” (Badiou, 2008, p. 39). Es un plural singular, unido más que dividido por la diferencia.23 Su unicidad no se fabrica cosiendo piezas a la manera del patchwork. Más bien se teje, como una malla. Las líneas de la malla, como voces en una conversación, están en algunos lugares densamente anudadas, pero también envían cabos sueltos en busca de otras líneas con las que enredarse (Ingold, 2011, p. 91). Pero los nudos no tienen bordes. El trabajo de la multiversalidad no se desarrolla en los bordes, sino en los intersticios, en el medio. Es el trabajo de la diferenciación intersticial. Aquí, la conversación viene antes que la traducción, la diferenciación antes que la diversidad. Las lenguas del multiverso, lejos de haberse fusionado ya en ámbitos discursivos distintos, están siempre “hablándose” [‘languaging’], en continua formación dentro de las conversaciones de la vida.24 Y para la antropología, este mundo único, que se abre en medio de la diferenciación, en toda su riqueza y profundidad, es su lugar de estudio. Este mundo único es la multiversidad de la antropología.

Buscar, y buscar de nuevo25

Ninguna palabra ha ensuciado más el nombre de la antropología, entre los pueblos indígenas del mundo, que ‘investigación’. Desde el punto de vista de los colonizados, como atestigua Smith, la palabra “está inextricablemente ligada al imperialismo europeo y al colonialismo” (Smith, 1999, p. 1). No se puede eludir el hecho de que en siglos pasados, la investigación antropológica, supuestamente en beneficio de la humanidad en su conjunto, ha servido para encubrir algunos de los abusos más atroces del poder colonial sobre las poblaciones nativas que eran objeto de investigación científica. Se ha pesado, medido, probado y examinado a personas a la fuerza; se han profanado conocimientos sagrados, se han robado objetos preciosos y se han saqueado tumbas ancestrales, todo ello en nombre de la ciencia. Sin embargo, es injusto responsabilizar a la propia palabra de los abusos cometidos en su nombre. En lugar de condenar de plano el concepto de investigación, ¿no sería mejor rescatarlo del descrédito en el que ha caído, recuperando algo de su significado original? Este es, literalmente, buscar y volver a buscar.26 La investigación es una segunda búsqueda. En esto, lo que era una respuesta en la primera búsqueda se convierte en una pregunta en la segunda. Y así sucesivamente: cada búsqueda duplica lo que se ha hecho antes y, al mismo tiempo, es una intervención original que a su vez invita a duplicarlo. Es como recorrer el mismo camino o tocar la misma pieza musical una y otra vez. Ningún paseo, ninguna interpretación, puede ser idéntica a la anterior. Cada paso es un nuevo comienzo. O, retomando una útil distinción de Gilles Deleuze y Félix Guattari, la investigación no es un proceso de iteración, sino de itinerancia (Deleuze y Guattari, 2004, p. 410). Continúa, como la vida, sin encerrarse en las soluciones, sino abriéndose siempre a nuevos horizontes.

Donde hay investigación, hay método. Ya hemos observado, en el capítulo 4, cómo el método, especialmente cuando se reformula como metodología, funciona como un aparato para inmunizar a los investigadores de cualquier infección derivada del contacto afectivo con el objeto de investigación que pudiera comprometer la objetividad de sus resultados. Pero si el significado de la investigación se ha corrompido por su asimilación a un modelo colonial de extracción, ¿podría haber ocurrido lo mismo con el método? Quizá, en el fondo, investigación y método signifiquen casi lo mismo. Etimológicamente, después de todo, ‘método’ viene del griego clásico meta, que significa ‘más allá’, más hodos, que significa ‘camino’. El método significa, pues, ‘el camino más allá’. ¿No es precisamente la segunda búsqueda, la re-búsqueda, que va más allá de la primera?27 Así entendidos, el método y la investigación se combinan para plantear un enigma de la siguiente forma: ¿qué se supera continuamente a sí mismo, en un movimiento que desanda el camino ya recorrido mientras se dirige hacia lo desconocido? La respuesta es, por supuesto, la vida. Literalmente, pues la investigación es un método de llevar la vida. Como tal, se caracteriza por dos cualidades esenciales y estrechamente relacionadas: la atención y la curiosidad. Que estén relacionados no es sorprendente, ya que ambos derivan de la misma raíz latina, curare.28 Pero donde la curiosidad es el deseo que siempre va hacia delante, buscando un camino más allá, la atención [care] se inclina hacia atrás, protegiendo las cosas y las personas que siguen la estela de la curiosidad. Sentimos curiosidad por seguir la suerte de quienes conocemos y queremos, ya que nos preocupamos por su bienestar. Sentimos curiosidad por conocer las costumbres de nuestros antepasados para poder cuidar mejor de nuestros descendientes. Y sentimos curiosidad por saber cómo será el futuro, porque nos importa que, cuando nos hayamos ido, el mundo que dejamos atrás sea habitable para las generaciones venideras. Curiosidad y atención [care], en resumen, son dos caras de la misma moneda.

Considerada así, como una práctica de curiosidad y atención, la investigación no es una operación técnica, una cosa en particular que se hace en la vida, durante tantas horas al día. Tampoco implica la aplicación rigurosa de la metodología, bajo la apariencia de protocolos operativos indiferentes a lo que se estudia, y por quién. Es más bien un compromiso de llevar la vida de forma generosa, abierta, comparativa y crítica. No es que haya una entrega final a la luz. Siempre a la sombra de la iluminación, la investigación está incansablemente en clave menor. La investigación intensa y concentrada, como dice el filósofo de la educación Tyson Lewis, tiene una cualidad infernal: “sin una dirección clara, sin una metodología clara, sin un final a la vista, vamos dando tumbos en busca de nuevas pistas” (Lewis, 2011, p. 592). ¡Los investigadores29 son almas ansiosas! Pero también son esperanzados, ya que, como tarea itinerante de experimentación paciente, la investigación convierte cada cierre en una apertura, cada aparente punto final en un nuevo comienzo. Cada vez que aprendemos algo nuevo, como subraya Schildermans, se plantea la cuestión de “¿cómo aprender de nuevo..., cómo transformar las relaciones que mantenemos con el mundo que habitamos y lo nuevo que se ha aprendido de forma reflexiva e inventiva?” (Schildermans, 2021, pp. 57-58, énfasis en el original). Se trata de introducir cosas nuevas en las formas viejas, y de renovarlas en el proceso. Sin aniquilar el pasado ni darlo por sentado, la investigación en este sentido es la garante de que la vida puede seguir adelante, de su continuidad. Y por esta razón, es una responsabilidad primordial de los vivos. Pero incluso, como cada generación eventualmente debe dar paso a la siguiente, y como las vidas se superponen, la continuidad depende de que cada una desempeñe su papel en el establecimiento de las condiciones de desarrollo para sus sucesoras. Por eso no puede haber investigación sin enseñanza.

Todo estudio, como ha insistido Rancière, es investigación, y toda investigación se desarrolla necesariamente bajo el ojo siempre vigilante de un maestro o profesor. “El maestro”, dice Rancière, “es el que mantiene al investigador en su ruta, la que solo él está siguiendo y continúa siguiendo” (Rancière, 1991, p. 33). Tanto la enseñanza como la investigación son, pues, prácticas de educación, y ambas están inextricablemente unidas del mismo modo que para Dewey, como vimos en el capítulo 1, las generaciones mayores y las más jóvenes contribuyen a la formación de la otra. La enseñanza es el don que la generación de más edad ofrece a la más joven -el don que no posee- en devolución diferida del don que recibió de sus mayores. Así es como se continúan la vida y el conocimiento. Y es por ello que la investigación, como la producción de nuevos conocimientos, no puede oponerse a la enseñanza como su difusión. Esta oposición pertenece al lenguaje de la explicación. En este lenguaje, la investigación es lo primero, y solo sus productos acabados, sus resultados, son transmitidos por el profesor. Aquí, profesor y alumnos se enfrentan cara a cara, en la postura académica. La educación de los estudiantes, en esta postura, es un añadido a la investigación, a menudo percibida por los propios investigadores como una tarea inoportuna y una distracción de sus preocupaciones principales. “Mi labor docente”, se queja el académico frustrado, “¡no me deja tiempo para la investigación!”. Reconocer, sin embargo, que la investigación es algo que profesores y estudiantes hacen juntos, en una postura de compañerismo, hace que estas quejas carezcan de sentido. Pues la investigación no precede a la enseñanza como producción para la difusión. Surge bajo los ojos de la enseñanza solo para convertirse en esos ojos, permitiendo que una nueva generación comience bajo su mirada. Cuando decimos -como nos gusta hacer, y con razón- que nuestra enseñanza está ‘guiada por la investigación’, no significa que nuestros estudiantes reciban sus conocimientos de primera y no de segunda mano. Significa, más bien, que profesor y estudiantes están juntos inmersos como compañeros de viaje en un entorno. En palabras de Wilhelm von Humboldt, pilar de la Ilustración radical alemana del siglo XVIII y arquitecto de su universidad modelo, “el profesor ya no existe por el bien del estudiante; ambos existen por el bien del aprendizaje” (citado en Gare, 2023).

La verdad más allá de los hechos

¿Qué busca entonces la investigación con tanta asiduidad? La respuesta que propongo es la verdad. Con esto no me refiero a hechos en vez de fantasías. Es un gran error confundir la búsqueda de la verdad con el establecimiento de hechos objetivos, como lo es expulsar a los reinos de la fantasía todo lo que no puede establecerse de ese modo. Porque mientras que tanto los hechos como la fantasía nos obligan a cortar todos los lazos con el mundo, la llamada de la verdad exige nuestra participación plena y sin reservas. Exige que reconozcamos lo que le debemos al mundo por nuestra propia existencia y formación, como seres vivos dentro de él, así como lo que el mundo nos debe a nosotros. La verdad, pues, reside en esta relación de deuda mutua: es el unísono de la experiencia y la imaginación en un mundo para el que estamos vivos y que está vivo para nosotros. Es cierto que este unísono puede adoptar diferentes formas, según la doctrina o la filosofía de un erudito [scholar]. Lo que es la verdad para un físico puede no ser lo que es para un teólogo, un antropólogo o un músico. No obstante, la búsqueda de la verdad es común a todos. Se trata de intentar hacer las cosas bien: empírica, intelectual, ética y estéticamente. Emprender una búsqueda de este tipo no es como entrar en un laberinto o lanzarse a la caza de un tesoro, donde el objeto del deseo ya está ahí, listo y esperando, si tan solo uno pudiera encontrarlo. La verdad es una aspiración: es lo que buscamos alcanzar, lo que anhelamos, pero que siempre se nos escapa de las manos. Cuanto más nos acercamos a ella, más se aleja del horizonte de la conceptualización. La búsqueda de la verdad, por tanto, no dará respuestas definitivas, ni es ese su propósito. Se trata más bien de suspender todo prejuicio o presuposición, de convertir toda certeza en interrogante. ¿Cree que ya conoce la respuesta? Seguro que no. ¡Busque de nuevo, y de nuevo, y de nuevo!

Este es el momento de volver a mi discusión, en el capítulo 4, sobre la distinción entre observación y objetividad. Tenemos razón al decir que no puede haber hechos sin observación. Pero creo que nos equivocamos al suponer que la observación se detiene en la objetividad. Porque para observar, no basta con mirar las cosas. Tenemos que unirnos a ellas y seguirlas. Eso, como hemos visto, es lo que significa observar: seguir atentamente -ya sea mirando, escuchando o sintiendo- lo que alguien o algo más está haciendo. Y es precisamente tal como la observación va más allá de la objetivación que la verdad va más allá de los hechos. El hecho nos detiene y nos cierra el paso. ‘Así son las cosas’, nos dice; ‘¡no sigas adelante!’. Pero aunque los hechos de un caso se hayan establecido de forma incontrovertible, su verdad sigue viva. No se trata de sugerir que la verdad se esconde detrás de los hechos, exigiendo una inteligencia superior armada con herramientas teóricas capaces de romper las apariencias superficiales o los espejos ideológicos que nos engañan al resto de nosotros haciéndonos creer que ya podemos distinguir la realidad de la ilusión.30 Tampoco se trata de sugerir que la verdad reside en los hechos, como una especie de esencia insondable que se nos oculta para siempre. Se trata más bien de insistir en que lo que se nos aparece, en un primer momento, como obstáculos, resulta ser, cuando buscamos de nuevo -es decir, en nuestra re-búsqueda31-, aperturas que nos dejan entrar. Y donde el hecho nos lleva, nosotros seguimos. ‘Ven con nosotros’, nos dice. Este es el punto de nuestras observaciones en el que las cosas o las personas con las que estudiamos empiezan a enseñarnos a observar. Al permitirnos estar en su presencia en lugar de mantenerlas a distancia -es decir, al atender a ellas-, descubrimos que también guían nuestra atención. Al atender a estos modos, también les respondemos, como ellos nos responden a nosotros. La investigación se convierte así en una práctica de correspondencia, de curiosidad y atención [care]. Es un trabajo de amor.

En nuestra actual situación global, sin embargo, idealizar la investigación como la búsqueda de la verdad, basada en la curiosidad y la atención, puede sonar soñador, incluso nostálgico. Puede que haya habido un tiempo en el que las universidades hayan sido lugares de reunión, en los que profesores y estudiantes se reunían, como maestros y aprendices, en torno a los materiales y las técnicas de su oficio académico. Así era la universitas magistrorum et scholarium de la Edad Media europea (Wernick, 2006, p. 558; Schildermans, 2021, pp. 29, 38-39). La enseñanza, el aprendizaje y la investigación, en la medida en que pudieran distinguirse, habrían sido todos aspectos de la erudición. Pero esta época ya no existe. Aunque en ocasiones especiales el catedrático asuma el manto de erudito, vistiéndose con toga y birrete y escupiendo latín de un libreto, sabe muy bien que en la nueva república de la academia, es una farsa anacrónica. Los que se aferran a una vida de erudición son tratados como fósiles de una época pasada, en el mejor de los casos con indiferencia, en el peor con desprecio. Para tener éxito en la academia, hay que ser reconocido como ‘jugador’ en un juego competitivo y elaborado, cuyas reglas y recompensas vienen dictadas por los Estados y las corporaciones. En el Reino Unido, estas reglas y recompensas se establecen en la documentación que acompaña a un plan nacional de auditoría y evaluación, conocido como el ‘Research Excellence Framework’ (REF). El marco define como investigación todo aquello que responda a las necesidades del comercio, la industria o el sector público, en la medida en que conduzca a “conocimientos nuevos o sustancialmente mejorados… materiales, dispositivos, productos y procesos”.32 Tanto en la academia como en la industria, el eslogan ‘nuevo y mejorado’ debe ir unido a cualquier propuesta, si se quiere atraer fondos de inversión, y a cualquier producto, si se quiere que tenga éxito posteriormente en el mercado.

En este nuevo y valiente mundo de la evaluación de la investigación, la erudición ha sido relegada a la función servil de apoyo a la investigación, personificada por tareas tan pesadas como la compilación de diccionarios, ediciones críticas, catálogos y bases de datos. En cuanto a la verdad, en los cientos de páginas de documentación de la REF, la palabra no aparece ni una sola vez. La verdadera investigación, se nos dice, consiste en la producción de conocimientos, cuyo valor debe medirse por su novedad y no por ninguna apelación a la verdad. La mayor parte de la investigación financiada hoy en día implica la extracción de grandes cantidades de ‘datos’, y su procesamiento mediante programas en ‘productos’ que -en su aplicación potencial- podrían tener un ‘impacto’. En la economía neoliberal del conocimiento, el cambio y la innovación son lo único que importa, ya que en un mercado global con una competencia cada vez más intensa por unos beneficios cada vez menores, solo lo nuevo vende. Una investigación excelente, en el brutal lenguaje del capitalismo corporativo, impulsa la innovación, y la innovación aumenta los beneficios.33 Es cierto que gran parte de la investigación que se lleva a cabo en la academia no está orientada a una aplicación inmediata. Se dice que está impulsada por la curiosidad, o ‘cielo azul’.34 Los científicos han defendido a capa y espada su derecho a llevar a cabo investigaciones ‘cielo azul’ [investigación básica], aunque sea con un gasto público considerable, señalando una y otra vez descubrimientos derivados que, solo mucho tiempo después de haberse realizado, resultaron ser tan beneficiosos en la práctica que ahora dependemos de ellos para nuestra vida cotidiana. Pero en el país de la academia, la curiosidad se ha divorciado de la atención, la libertad de la responsabilidad. Como importador neto de servicios, los ingresos del mundo académico proceden de sus exportaciones de conocimiento, pero se deja en manos de quienes compran el conocimiento determinar cómo debe aplicarse, si para construir bombas, curar enfermedades o manipular los mercados. ¿Por qué debería importarles a los científicos?

Esta actitud, muy extendida entre los profesionales de las llamadas disciplinas STEM, revela que la noble apelación al cielo azul [investigación básica] es poco más que una cortina de humo para ocultar la abyecta rendición de la ciencia al modelo de mercado de producción de conocimiento. Se trata de una defensa de intereses particulares cada vez más concentrados en manos de una élite científica mundial que, en connivencia con las corporaciones a las que sirve, trata al resto del mundo -incluida la inmensa mayoría de su población humana, cada vez más empobrecida y aparentemente desechable- como poco más que una reserva para la extracción de datos. ¿Y qué pasa con la investigación que no es de ‘cielo azul’? El peculiar lenguaje de la política científica solo deja dos opciones. Puede estar ‘orientada a la práctica’ u ‘orientada a los problemas’. Se supone que la investigación orientada a la práctica da lugar a nuevas creaciones, como obras de arte, arquitectura o diseño. Se supone que la investigación orientada a la resolución de problemas aplica los conocimientos existentes a la aportación de soluciones. Pero cabe preguntarse, sin embargo, ¿qué investigación no es práctica en su implementación? ¿O qué actividades académicas no son creativas? También cabe preguntarse si alguno de los problemas que se nos pide que resolvamos tiene realmente una solución oculta en su interior. Los problemas reales, como vimos en el capítulo 3, siempre superan a sus soluciones, y nunca se disuelven con ellas. En este exceso, y no en la novedad de los llamados ‘entregables’ que surgen por el camino, reside la auténtica creatividad de la investigación. En la búsqueda de la verdad, la investigación consiste tanto en descubrir preguntas en la práctica como en responderlas mediante la práctica, y la primera desborda continuamente a la segunda. La verdadera investigación, en resumen, no está orientada a la práctica ni orientada a los problemas. Más bien, las prácticas y los problemas se engendran mutuamente, como el huevo y la gallina, en el proceso educativo de llevar la vida.

Amateurs y profesionales35

El erudito para quien la búsqueda de la verdad es una labor de amor es un amateur, en el sentido estricto de la palabra. En la cuarta de su serie de conferencias Reith de la BBC, Representations of the Intellectual [Representaciones del Intelectual], pronunciada en 1993, el teórico literario Edward Said caracterizó el ‘amateurismo’ como el deseo de estudiar un tema por amor a él, motivado no por el lucro o la recompensa, sino por un sentido de atención y afecto, implicación personal y responsabilidad.36 El amateur encuentra en el estudio una forma de vida, no el medio para hacer carrera; pero de la misma manera, es una forma que no puede disociarse de su forma de vivir en el mundo. Esta es la vida intelectual -una vida que encierra la promesa de una genuina transformación. Pero en nuestros tiempos, Said advirtió, esta vida está cada vez más amenazada, sobre todo por la actitud contraria, que él denominó ‘profesionalismo’. Es una actitud, dijo a su audiencia, que consiste en pensar en tu trabajo como

algo que haces para ganarte la vida, entre las nueve y las cinco, con un ojo puesto en el reloj, y otro en lo que se considera un comportamiento profesional adecuado -no agitar el barco, no salirte de los paradigmas o límites aceptados, hacerte vendible y, sobre todo, presentable, por tanto, incontrovertible y apolítico y ‘objetivo’. (Said, 1994, p. 74)

Ser profesional, según esta caracterización, es tratar el propio trabajo como un pasaporte para el ascenso, a través de una serie de hitos o logros como los que suelen registrarse en un currículum vitae. Este avance, con las credenciales que lo acompañan, autoriza al profesional a pronunciarse sobre asuntos ‘objetivamente’, con una autoridad que se niega a la gente corriente. Se convierte en un experto. “Para ser un experto”, señala Said, “tienes que estar certificado por las autoridades competentes; te enseñan a hablar el idioma correcto, a citar las autoridades correctas, a mantener el territorio correcto” (Said, 1994, p. 77). Y la experticia, prosigue, gravita inevitablemente hacia el poder.

No siempre ha sido así. Hubo un tiempo en que ejercer una profesión significaba responder a una vocación, que a menudo exigía una iniciación prolongada y abstemia. Los profesionales eran vistos como custodios del conocimiento público en ámbitos como la teología, el derecho y la medicina, encargados de su aplicación juiciosa para el bien común. Sin embargo, en las últimas tres o cuatro décadas, el significado del profesionalismo ha cambiado hasta hacerse irreconocible. No es casualidad que este periodo coincida con el auge del currículum vitae hasta convertirse en la omnipresente herramienta de autopromoción que es hoy. El profesional es ahora un experto técnico, valorado y remunerado por los servicios que ofrece, independientemente de las intenciones de sus clientes. El sociólogo Steven Brint ha caracterizado este cambio como una transición de la tutela social a la experticia desvinculada (Brint, 1994). Particularmente en el Reino Unido, pero en menor medida en otros países, esta transición está asociada a la captura de las profesiones por un régimen de la llamada ‘Nueva Gestión Pública’ (NGP), dedicada a los principios de competitividad y rentabilidad en la prestación de servicios basada en el mercado (Evetts, 2011, pp. 412-413). Con la NGP, el profesionalismo no solo se fomenta, sino que se impone mediante mecanismos impersonales de auditoría y control de calidad, fijación de objetivos y revisión del rendimiento. En la universidad, el personal se encuentra con que todos los aspectos de su actividad están sujetos a un monitoreo obligatorio: se mide la investigación, se evalúa la enseñanza, se calcula la carga de trabajo administrativo, se cronometran las horas y se tasa el desarrollo profesional. Estos procedimientos de vigilancia están concebidos para socavar la cooperación y la colegialidad disolviendo la confianza en la que se basan, y para crear en su lugar un clima de oportunidad y amenaza en el que se deja a los individuos que se las arreglen como puedan.37 No dejan ningún refugio para el erudito que sigue estando motivado por la atención y la responsabilidad más que por la ventaja personal, que está llamado a estudiar como forma de vida, y que sigue valorando el conocimiento por su contribución al bien común. Para muchos de ellos, la profesión ya no les proporciona el refugio y el apoyo que necesitan para seguir su vocación. ¿Deben entonces volver a ser amateurs?

A medida que ha ido cambiando el significado de la profesión, también lo ha hecho el estatus del amateur, aunque se le ha prestado mucha menos atención. En un importante estudio sobre el profesionalismo, por ejemplo, el sociólogo Eliot Freidson menciona el amateurismo solo de pasada, haciendo referencia a sus connotaciones ‘caballerescas’ en la época victoriana -un índice más de la posesión de los medios privados para sostener el propio trabajo que de cualquier falta de competencia (Freidson, 2001, p. 110, fn. 5). Algunos de los más grandes científicos y filósofos de la época eran de hecho ‘caballeros eruditos’, y amateurs en este sentido. Pero a medida que aumentaba el valor del profesionalismo, disminuía el del amateurismo, que se asociaba cada vez más con el trabajo sin discernimiento de quienes no tenían ni la oportunidad ni la inclinación de prestarle toda su atención. El erudito recién profesionalizado se referiría a su homólogo amateur con cierto desdén, como un mero ‘aficionado’ o ‘diletante’ (Freidson, 2001, p. 114). Sin embargo, al leer a Said, es como si las tornas hubieran cambiado una vez más. Ahora son los profesionales quienes son denigrados, nada menos que por los autoproclamados abanderados de la auténtica erudición. Las universidades, dicen estos últimos, están actualmente pobladas de expertos académicos en estrechos campos de especialización, pero los verdaderos intelectuales escasean, trabajan más fuera de las universidades que dentro de ellas. Mientras estos intelectuales públicos asumen “la ardua tarea de aportar ideas al conjunto de la sociedad”, se mofa el teórico literario Terry Eagleton, “los académicos se pasan la vida investigando cuestiones tan trascendentales como el sistema vaginal de la pulga”.38

Para no ser demasiado quisquilloso, Eagleton es un intelectual snob. Para que la apelación al amateurismo no desemboque en este tipo de esnobismo, es importante recordar -con Said- que incluso el intelectual-como-amateur es humano y, como todos los humanos, está “sujeto en y por una sociedad, no importa cuán libre y abierta sea la sociedad, no importa cuán bohemio sea el individuo” (Said, 1994, p. 69). El trabajo intelectual, para el aficionado, no se limita a las deliberaciones de una gran mente, alejada de la sociedad, sino que forma parte de un proceso vital que se desarrolla en una matriz de relaciones con quienes comparten su entusiasmo, y con los seres, cosas o temas que captan su atención. ¿Quién puede decir que la estudiante anónima39 cuya investigación doctoral sobre el sistema vaginal de la pulga señala Eagleton para ridiculizar, no podría haber sido una verdadera amateur en este sentido? Su indagación podría haber sido impulsada por una pasión por la vida de los insectos, tal vez incluso por la comprensión de que el destino reproductivo de los insectos tiene enormes consecuencias para el futuro mismo de la vida en este planeta. El estudio habría implicado una observación precisa y cercana de un modo de existencia tan diferente del nuestro que habría ampliado los límites de la imaginación. Y no se habría emprendido simplemente con la intención de mostrar un dominio de la técnica en la recopilación y análisis de datos, sino con un espíritu de humildad ante las infinitas maravillas del mundo viviente. Podría haber estado impulsado, de hecho, por el mismo amor mundi, amor por el mundo, que infunde todo estudio amateur. Pero en la medida en que también se realizaba como un deber y se dedicaba al bien común, el estudio podría igualmente haberse llevado a cabo en cumplimiento de una vocación -y en ese sentido, profesionalmente-. En este ejemplo, como en otros, los amateurs -siempre que puedan realizar su trabajo en un ambiente de confianza y compañerismo- pueden ser profesionales, y los profesionales, amateurs. Hoy en día, sin embargo, esta atmósfera se ha evaporado en gran medida, lo que ha llevado al amateurismo y al profesionalismo a una tensión irreconciliable.

Puede haber pocos estudiosos hoy en día lo suficientemente afortunados como para haber conseguido empleo en instituciones académicas, y no padecer en mayor o menor medida de una condición comúnmente conocida como el ‘síndrome del impostor’. Su principal síntoma es la sensación de no estar en absoluto cualificado para pronunciarte sobre los temas para los que has sido nombrado. ¡Tal vez haya habido un error, y tu nombre se haya mezclado con el de otra persona de la lista! Ya sea dando una clase a estudiantes o exponiendo en una conferencia, todo es una farsa, y eres cómplice de ella. En retrospectiva, sin embargo, me parece que el impostor es en realidad un amateur vestido de profesional, y que el síndrome es en sí mismo un producto de la forma en que un traje que una vez se había asumido como accesorio de la erudición, se ha convertido en un uniforme decorado con la insignia de la experiencia, reduciendo el trabajo de toda una vida, de ese modo, a un currículum vitae. Esta reducción revela la magnitud de la disparidad entre el tipo de estudio que avanza a lo largo de un modo de vida, con un espíritu de apertura y atención a los seres y cosas que acompaña en el camino, y el que se empeña en pedir cuentas a esos seres y cosas -literalmente, para escribirlos-, inscribiendo cada anotación sucesiva en una lista acumulativa. He caracterizado al primero como estudio amateur. Pero el segundo traza la trayectoria del profesional de carrera, experto en su campo, para quien el trabajo está separado de la vida en lugar de ser su forma de vivirla. El trabajo del amateur solo puede contarse como historia, como biografía. Es una historia que se enlaza, se desvía, da vueltas, entretejiéndose entre acontecimientos históricos, sin empezar ni terminar en ningún lugar en particular. Al igual que la vida que narra, la historia continúa. Pero el currículum vitae del profesional es un catálogo de elementos, como las entradas de un libro de cuentas, que suman un total de carrera. Esta tensión, entre la obra de una vida y su currículum vitae, y experimentada como el síndrome del impostor, no podría ser más aguda que en la disciplina de la antropología. Este es el momento, pues, de volver sobre ello.

Disciplina: ¿tienda de campaña o silo?

En su práctica característica de la observación participante, los antropólogos son aficionados por excelencia. Abriéndose a otras vidas con espíritu de compañerismo, no pretenden tener un conocimiento superior. Al contrario, están allí para aprender. En cuanto regresan del campo a la universidad, sin embargo, se espera de ellos que se pronuncien con autoridad sobre los temas de su investigación, proporcionando el contexto interpretativo y el análisis fundamentado necesarios para hacer que otras vidas sean inteligibles para sus colegas especialistas, estudiantes o lectores legos. En este punto, el antiguo antropólogo aficionado se convierte en etnógrafo profesional. Pero ¿tiene que ser así? ¿Debe sacrificarse inevitablemente el amateurismo de la antropología en el altar del profesionalismo etnográfico? Tal vez, en lugar de pensar en la etnografía como el todo y el fin de la producción de conocimiento antropológico, podríamos pensar en estos productos profesionales -el interminable flujo de publicaciones etnográficas- como el precio que tenemos que pagar a las instituciones que apoyan nuestro trabajo, con el fin de preservar la integridad de la labor antropológica como una indagación amateur sobre la vida misma. En lugar de pretender ser profesionales bajo el manto de la etnografía, ¿no haríamos mejor en ensalzar los beneficios de la observación participante como una práctica amateur potencialmente disponible, no solo para la antropología, sino para casi cualquier línea de estudio concebible? Su gran virtud reside en las posibilidades que ofrece para abrirse al mundo que nos rodea, y aprender de él. En ello reside el verdadero valor de la erudición.

El estudiante amateur es un erudito. Y el erudito es aquel que disfruta del derecho a recorrer [roam]: a pensar más allá del pensamiento; a conocer más allá del conocimiento; a alinear tanto el pensamiento como el conocimiento con un proceso de vida cuya cualidad permanente es que se supera a sí mismo perpetuamente. Hay método en esto -en la esperanza y la expectativa de que, dondequiera que estés, hay un lugar más allá al que puedes ir. Pero también hay limitaciones, no en el sentido de estar encajonado, sino en el sentido literal del entrelazamiento de tu propio camino con los caminos de los demás. El erudito amateur, como hemos visto, no une las cosas, sino que se une con ellas, observando, escuchando, buscando cosas como un perro que sigue el rastro. Y lejos de dar por zanjado el asunto, siempre está a la caza de posibles hilos que seguir. Al igual que su colega, el detective, es una experta40 en cabos sueltos. Hay satisfacción al atarlos juntos en los intersticios de un nudo. Pero la belleza del nudo radica precisamente en el hecho de que no está delimitado, ni contenido, sino que se mantiene en su lugar gracias al sentimiento interno mutuo-hacia-el-otro, o a la solidaridad, de sus componentes lineales. Y la línea de la erudita se encuentra adentro entre ellos, al menos durante un tiempo, hasta que se vaya a otras partes, en busca de otras líneas, procedentes de otros nudos, con las que enlazar. Pero a pesar de sus inclinaciones nómadas -ese impulso irresistible a deambular que llamamos curiosidad-, nuestra erudita sigue necesitando un hogar, o al menos un lugar de cobijo, que le proporcione la soledad necesaria para pensar, para escribir, acaso para soñar, sabiendo que no está sola. Ese hogar es su disciplina.

Esta disciplina podría compararse con una tienda de campaña, una estructura relativamente insustancial que proporciona cierta protección a sus practicantes-habitantes, pero tan poco aislada del mundo exterior que nunca pierden el contacto con él. La tienda antropológica, en comparación con las de la mayoría de las demás disciplinas, es endeble, está débilmente atada, y es vulnerable a las corrientes cruzadas de los tiempos turbulentos. No obstante, una carpa disciplinaria tan ligera tiene la gran ventaja de que se puede llevar fácilmente en tus recorridos, y montarla donde se quiera, cerca de lo que se quiera estudiar. Viajando ligero, el erudito nómada puede aparecer en cualquier sitio. Pero corre constantemente el riesgo de ser detenido por invadir el terreno de alguna profesión más vigilada. Muchas disciplinas bien establecidas, tras haber abandonado hace tiempo sus inclinaciones nómadas y haberse asentado, se han convertido en feudos ricos y poderosos que ejercen un monopolio en sus respectivos terrenos, defendiendo celosamente sus fronteras con gruesos muros de ‘teoría’ impenetrable redactada en un código accesible solo a los iniciados, y manteniendo fuera a quienes carecen de cualificación profesional para entrar. Su hogar, cada vez en mayor medida, es su castillo. Para los internos, desplazarse significa cruzar fronteras, negociar tratados y llegar a acuerdos interdisciplinarios. Todo el mundo está de acuerdo hoy en día en la necesidad de tales acuerdos. Sin duda, los retos del mundo contemporáneo son de tal magnitud y complejidad que ninguna disciplina puede abordarlos por sí sola. La colaboración interdisciplinar, por tanto, es vital. Pero también lo es la necesidad de un santuario disciplinar. ¿Cómo pueden conciliarse ambas?

Un informe sobre el tema, encargado recientemente por la Academia Británica, aconsejaba lo siguiente:

Recomendamos que los investigadores traten de desarrollar un hogar académico, una base segura desde la que llevar a cabo IDR [investigación interdisciplinar]. Un hogar académico consiste en aquellos elementos críticos que permiten a los investigadores labrarse una carrera, incluyendo la experticia en métodos básicos; un conjunto de publicaciones dentro de un área disciplinar; la capacidad de impartir cursos básicos en una disciplina; y redes profesionales forjadas mediante la asistencia a congresos. (2016, p. 9)41

Los términos en que se formula esta recomendación no pueden ser más reveladores de un mundo académico tan sedentarizado que ha perdido por completo el contacto con sus orígenes nómadas. La disciplina es un hogar, pero la base es segura. No es una base, sin embargo, desde la que aventurarse en la vida, sino una sobre la que construir una carrera. ¿Y cómo hacerlo? Afianzando tus cualificaciones técnicas como experto en tu disciplina, difundiendo los conocimientos que la sustentan y sobre los que reclama el monopolio, acumulando un historial de publicaciones y estableciendo una red de contactos con compañeros profesionales. Y trabajar en red, por supuesto, es todo lo contrario de ir yendo con otros, o de recoger cabos sueltos. Se trata de construir constelaciones. La conferencia académica no es lugar para espíritus errantes. Es un lugar para encontrarse con las estrellas.

Pero no siempre se habla de la base disciplinar con tanto respeto. Hoy en día es frecuente oír comparar las disciplinas con silos. El hogar, a los ojos de muchos, se ha convertido en un búnker, excavado en la tierra, con sus muros reforzados para resistir los embates del exterior. No se puede negar que el impulso hacia la profesionalización ha animado a muchas disciplinas a atrincherarse, la mayoría de las veces bajo el nombre de un departamento. No obstante, la metáfora del silo es utilizada con menos frecuencia por los habitantes de a pie que por la nueva generación de gerentes corporativos cuya captura de la academia ha anunciado la fase más reciente de su profesionalización. Hace poco se oyó a un gerente de mi propia institución decir que los departamentos, incluido el mío, ‘ya no sirven para su propósito en el siglo XXI’. ¿Para propósito de quién? me pregunté. La realidad es que los departamentos nunca han sido las divisiones amuralladas de un todo mayor que su nombre sugiere, sino comunidades de práctica, unidas por el hecho de hablar el mismo lenguaje disciplinario y enseñar a los mismos estudiantes. Para los gerentes, sin embargo, la coherencia de las comunidades disciplinarias no es una virtud, sino una amenaza.42 En su modelo de la llamada ‘gestión en línea’, la academia no se teje a partir de vías de indagación, sino que se estructura mediante líneas de control que funcionan de arriba hacia abajo. Las disciplinas, como barones rebeldes, amenazan ese control. Y la forma de hacer frente a esa amenaza, a ojos de los altos directivos, es utilizar la supuesta osificación de las disciplinas, su mentalidad de silo, como pretexto para su disolución. Hay que fusionarlas en grandes conglomerados multidisciplinarios en los que se rompan los lazos de comunidad, y la colegialidad dé paso a la conformidad.

Sin embargo, estos conglomerados, de los cuales los más grandes y poderosos enarbolan la bandera de STEM, pertenecen a la universidad corporativa de la economía global del conocimiento. En esta universidad, todas las divisiones de la cultura disciplinaria se disolverán en la monocultura del mundo único [one-world world]. Una futura universidad de alcance multiversal -dedicada, como he argumentado, a la erudición en la búsqueda de la verdad- procedería de forma muy distinta. Aunque no sería más tolerante con el rígido enclaustramiento disciplinario, su inclinación sería sustituir el mosaico de campos de estudio por una malla ilimitada y siempre ampliada de líneas de interés. Mientras que la codiciada interdisciplinariedad de STEM, o incluso STEAM, es exclusiva del cuadro de élite de investigadores que han sido admitidos en sus palacios de cristal, las comunidades de campamentos de la multiversidad están abiertas a todos los que deseen unirse a la conversación. Aquí, por citar un bello experimento emprendido por el educador médico Roger Kneebone, el cirujano puede encontrarse con el titiritero, el pescador, el tejedor, el bordador y el artista textil. Todos ellos, maestros en sus respectivos oficios, comparten un interés por las líneas, los nudos y las puntadas, o lo que Kneebone denomina “gestión del hilo” (Kneebone, 2020, pp. 253-8). ¿Qué podrían aprender de compartir su experiencia? La conversación entre disciplinas, en un experimento como este, funciona a lo largo más que a lo ancho, con un espíritu de paciencia más que con la expectativa de un rendimiento inmediato. Y es en esto, sobre todo, donde encontramos el camino de la antropología.

El bien común43

En octubre de 2015, con un grupo de miembros de la Universidad de Aberdeen lanzamos una campaña para reivindicar la universidad como lugar de estudio, basado en los principios fundamentales de libertad, confianza, educación y comunidad. Dedicamos mucha atención a los significados de estos cuatro términos, y gran parte del debate que siguió se refleja en las páginas precedentes. Terminamos presentando nuestro diseño de la universidad del futuro en forma de manifiesto.44 En los párrafos siguientes, vuelvo sobre la cuestión clave de para qué está la universidad, de su propósito, a la luz de los principios enunciados en él. No hay mejor punto de partida que la visión de los fundadores de nuestras antiguas universidades. Al igual que nosotros deberíamos aspirar a hacer hoy, ellos -en su propia época- intentaban establecer algo para lo que no existían precedentes. En el año 1495, William Elphinstone, obispo de Aberdeen y canciller de Escocia, declaró su ambición de “fundar una universidad, que estaría abierta a todos y dedicada a la búsqueda de la verdad al servicio de los demás”.45 Esta ambición debería ser también la nuestra, y difícilmente podría expresarse de forma más sucinta. Sin embargo es traicionada, en todos los aspectos, por el modelo empresarial contemporáneo de enseñanza superior. Ya he mostrado cómo el principio de la educación como búsqueda de la verdad ha sido derrotado por un énfasis exclusivo en la novedad, en la investigación, y en la banca, en la enseñanza y el aprendizaje. Ha llegado el momento de pasar a los otros dos componentes de la ambición del obispo Elphinstone, a saber, la ‘apertura a todos’ y el ‘servicio a los demás’.

Estos principios de apertura y servicio están inextricablemente unidos. Se suman a lo que, al encabezar este capítulo, llamo ‘el bien común’. Una universidad que está abierta a todos, y de servicio a los demás, es una universidad para el bien común. Permítanme, en primer lugar, aclarar lo que no quiero decir con esto. No apelo al ‘hombre común’ -el sujeto humano universal- dotado por la naturaleza de un conjunto de intereses desde el principio, cuya mejora fue el proyecto de la Ilustración. Para explicar lo que quiero decir vuelvo a Dewey, en cuya idea de la libertad, como algo que hay que ‘forjar’, ya nos hemos detenido. Esto se consigue a través de un proceso de hacer lo común [commoning], en el que participantes con diferentes experiencias y perspectivas buscan un mínimo de afinidad que les permita a la vez llevar sus vidas juntos y seguir sus propios caminos (Dewey, 1966, p. 4). Una universidad, pues, debería ser un lugar de lo común [commoning]. ¿Cuál es entonces el ‘bien’ al que contribuye el hacer lo común [commoning]? No es una mercancía, ni siquiera un conjunto de mercancías. No es lo mismo que ‘bienes’. Las fábricas producen bienes, pero las universidades no son fábricas. Los bienes están terminados; las universidades, en cambio, son -o deberían ser- lugares de renovación. Y el bien común no es otra cosa que la renovación perpetua. En su reciente libro Reimagining Britain [Reimaginando Gran Bretaña], el arzobispo de Canterbury Justin Welby lo describe así: “El bien común -y todos los valores y prácticas que engloba- no es algo legislado u ordenado, sino la suma de innumerables acciones pequeñas y grandes de cada participante en la sociedad” (Welby, 2018, p. 236). En este sentido, no es otra cosa que la vida social misma, la creación continua de personas en comunidad. Somos tú y yo y todos los demás, en nuestras relaciones mutuas. O, en pocas palabras, es el mundo que habitamos.

Decir que las universidades sirven al bien común es insistir en que deberían desempeñar un papel esencial en la renovación social. Es un papel, sin embargo, del que las universidades actuales han abdicado en gran medida. En cambio, se han erigido en proveedoras de productos de conocimiento, para el gobierno, el comercio y la industria, y de servicios, en la forma de entrenamiento y cualificación para su clientela estudiantil.46 Y del mismo modo que el bien común se distingue del suministro de bienes, una cosa es actuar en servicio de los demás, y otra muy distinta prestar servicios a los demás: el primero se basa en la generosidad, en dar lo que debemos por nuestra formación como participantes en un mundo social; el segundo se basa en el contrato, en prestar servicios a cambio de una remuneración. Es fácil pasar por alto estas ambigüedades en la comprensión de lo que significa servir, o confundir el bien con los bienes, como hacen habitualmente las universidades en sus declaraciones de principios. Pueden declarar que su objetivo es transformar el mundo, al tiempo que se jactan de los millones ganados en subvenciones y contratos, y de su éxito a la hora de conseguir empleos bien remunerados para sus graduados. Pero por mucho que se disimule, no se puede ocultar el hecho de que los principios y la jactancia están en flagrante contradicción. Las universidades no pueden funcionar como empresas rentables y servir al bien común al mismo tiempo. Optar por lo primero es renunciar a cualquier compromiso con lo segundo. Entonces, ¿cuál será?

En su haber, las universidades pueden señalar esfuerzos reales por abrir sus puertas a los estudiantes de entornos más pobres, por darles oportunidades de las que nunca disfrutaron sus padres y abuelos, y por encaminar a muchos de ellos hacia la distinción en sus carreras. Suena perverso -de hecho, francamente elitista- argumentar que no corresponde a las universidades actuar como agentes de movilidad social, o ayudar a los estudiantes que parten de una situación de desventaja. Pero esto es precisamente lo que propongo. Como instituciones cuyo propósito educativo se sustenta en el servicio al bien común, las universidades deberían aspirar a permitir que cualquiera que se sienta atraído por los estudios académicos acepte esta vocación, independientemente de su riqueza o procedencia. Lo que no deberían hacer, sin embargo, es presentar este estudio como un medio para alcanzar un fin, en concreto, situar a quienes lo emprenden en una posición ventajosa, o elevarlos en la escala de los logros, en una meritocracia que sitúe a los altamente educados en la cima, con los puestos más poderosos, los mejores ingresos y los estilos de vida más envidiables. Porque si ese fuera el propósito de la educación superior, entonces su pretensión de trabajar por el bien común sería una farsa. Solo serviría al bien de aquellos que fueran lo suficientemente afortunados para triunfar en ella.

El problema radica en las suposiciones subyacentes que, tal vez inadvertidamente, se introducen cada vez que utilizamos palabras como ‘desventaja’ o ‘movilidad’. Estas palabras evocan una sociedad competitiva en la que inevitablemente a unos les va mejor y a otros peor. Y cuando las mismas palabras se utilizan para enmarcar las políticas de educación superior, no pueden evitar reproducir las mismas jerarquías que las universidades se comprometen a superar. La movilidad ascendente permite a algunos llegar a la cima, pero no aplana el paisaje. Al contrario, alcanzar las alturas solo afirma el gradiente. Habrá ganadores y perdedores. Esto no es servir al bien común. Es reservar sus beneficios para algunos a expensas de otros. Los cínicos, por supuesto, argumentarán que los ideales que he presentado -de cumplir una vocación, y de servicio a los demás- están bien para aquellos cuya propia prosperidad está asegurada de otro modo. Para aquellos que carecen de los medios, seguramente siguen siendo una quimera. ¿Cómo puede la idea de una universidad abierta a todos y al servicio de los demás tener alguna tracción más allá de una clase adinerada, si en la práctica solo está abierta a individuos que pueden permitirse estudiar en ella? Esta objeción, sin embargo, solo subraya la importancia de proporcionar niveles adecuados de apoyo público a los estudiantes que lo necesiten, precisamente por la contribución al bien común que sus estudios les permitirán hacer. Sin duda, es preferible que los fondos públicos se utilicen para permitir que quienes sienten un ardiente deseo de estudiar puedan cumplir su vocación, en lugar de subvencionar la movilidad ascendente de quienes no lo sienten, y cuyo único interés en la educación superior es obtener las cualificaciones que les abrirían las puertas a un empleo comparativamente bien remunerado.

Educación y democracia

Para muchos, esta preferencia será sin duda una píldora difícil de tragar. La mayoría de los políticos y decisores políticos, al menos en sus declaraciones públicas, dan por sentado no solo que la gran mayoría de los estudiantes acceden a la universidad expresamente para mejorar sus perspectivas de empleo, sino también que es totalmente correcto que lo hagan. Este es un punto de vista, además, que resuena poderosamente entre los miembros del público, cuya educación de sus propios hijos está en juego. Y explica, al menos en parte, la profunda antipatía hacia la educación universitaria, rayana en el desprecio, que está muy extendida entre los muchos que se han quedado atrás en la carrera hacia la cima, y a los que se ha hecho sentir que sobran en el nuevo y reluciente mundo de la globalización corporativa. Se trata de personas, cabe señalar, que también defienden a ultranza la democracia. Su idea de democracia, como voluntad del pueblo, puede estar peligrosamente deformada, pero en su diagnóstico de la educación superior no se equivocan. Se percibe como un sistema diseñado para producir una élite cosmopolita que se ha desvivido por acaparar todas las ventajas para sí misma, y a cuyas ambiciones globales se les ha permitido pisotear el arraigado sentido de pertenencia de la gente a un lugar, una comunidad y una nación. De hecho, la corrupción de la democracia bajo la bandera del populismo es en parte una reacción contra la globalización de la enseñanza superior, de la que esta última debe asumir su parte de culpa. Esta ruptura entre democracia y educación ya está desgarrando nuestras sociedades. Es vital que encontremos la manera de sanarla. Y la mejor manera de hacerlo, sugiero, es volviendo a la idea, tomada de Dewey, de ambas, la educación y la democracia, como obra del hacer común [commoning].

Esto es insistir, por una parte, en que la democracia no consiste en la imposición deliberada de la regla de la mayoría, con exclusión de todos los demás intereses, sino en una búsqueda incesante de afinidades, de formas de ir yendo juntos en la diferencia. Y, por otra parte, es insistir en que la educación no es una puerta de acceso a las altas esferas de la sociedad, sino una forma de llevar la vida en la que las generaciones, incluso cuando se solapan, pueden contribuir a la formación permanente de las demás. En una entrevista reciente tras el estreno de su película Peterloo, que documenta los acontecimientos que tuvieron lugar en la ciudad de Manchester hace dos siglos con la violenta represión de una protesta para exigir la reforma de la representación parlamentaria, el director Mike Leigh observó que las personas que se reunieron aquel día “tenían hambre de educación y hambre de voto”.47 Sabían que la educación y la democracia van de la mano, como bases gemelas del florecimiento humano. Pero hoy en día, prosigue Leigh, las personas que se sienten igual de oprimidas son a la vez apáticas a la educación y no se molestan en votar. ¿Por qué, se preguntaba, es eso? No puede haber demostración más dramática de la necesidad de reconectar educación y democracia, sobre la base de que el compromiso de ambas es con el bien común. No le corresponde a la educación mantener las ruedas de la economía girando ni a la democracia proteger sus intereses creados. Entonces, ¿por qué debería la gente participar en el proceso democrático? ¿Y por qué deberían ir a estudiar a una universidad?

Deberían hacerlo, como insinuó Leigh, porque tienen hambre. Esta hambre no es de ascenso o promoción. No se satisface comiendo en una mesa más alta. Es hambre de disfrutar de una vida que es rica, plena y generosa, vivida en libertad y convivencia. El tiempo significa algo diferente aquí. Se ha discutido mucho sobre la duración de una carrera de grado. ¿Deberían ser cuatro o tres años, o incluso dos? El incentivo, para quienes ven en la educación el medio para alcanzar un fin, siempre ha sido comprimir el tiempo que lleva, para reducir costes y aumentar la eficiencia. ¿Y si aplicáramos la misma lógica a las vidas humanas? ¿Por qué duran tanto? ¿No sería mucho más barato y eficiente acabar con ellas más rápidamente? Estas preguntas son, por supuesto, absurdas, pero no lo son menos que medir la duración de la escolaridad [scholarship] en años. Alinear el estudio con la vida, más que con la preparación para una carrera, es reconocer que continúa como lo hace la vida. No dejamos de estudiar, como tampoco dejamos de envejecer. La educación se trata de maduración, no de matriculación. Así pues, la universidad debería estar abierta, durante cualquier periodo de tiempo y en cualquier momento de la vida, a todos los que tienen hambre de aprender. Pero cualquier indicio de ventaja o desventaja, cualquier idea de estatus relativo y movilidad, debe suspenderse en las puertas. No tiene nada que hacer dentro. Ni siquiera deberíamos oír hablar de ello. Porque la universidad es un lugar de libertad, donde las fuerzas estructurantes de la sociedad deberían dejarse de lado, o al menos mantenerse en suspenso.48

Con esto vuelvo, por último, a la ambición fundacional de que la universidad debería estar abierta a todos. Esto no significa en absoluto que deba disolverse en un ‘espacio urbano global’ virtual, inundado de datos y mediado por la interactividad de la alta tecnología.49 Por el contrario, si la universidad va a ser un lugar de encuentro, entonces su apertura debe dirigirse principalmente a quienes viven en los alrededores, en lo que podríamos llamar la región. Por región no me refiero a un nivel de administración intermedio entre el municipio y el Estado, o de una escala entre lo local y lo global, sino a un campo de vida y actividad territorialmente ilimitado y multiversal, dentro del cual existen, no obstante, nudos de concentración. La universidad es un nudo de este tipo, una concentración de la vida intelectual de la región.50 Sin negar que las universidades y sus académicos están, y deberían estar, en continuo diálogo entre sí, sin restricciones por barreras políticas y administrativas, insisto en que la región es, no obstante, la sangre vital de la universidad, la fuente misma de su vitalidad. No se trata solo de divulgación -de ofrecer al público, o a los escolares, una mirada ocasional entre bastidores, o de aportar un poco de cultura local para dar lustre a la marca de la universidad-. Se trata de fomentar una erudición que respire el aire de la región, de sus gentes y su historia, memoria, comunidades y medio ambiente. Esto es lo que hace que cada universidad sea diferente en su carácter y modus operandi, incluso en sus lenguas y costumbres.

Sin esta diferenciación, la educación superior se convertiría en el asunto anodino, monótono y estandarizado que es cada vez más hoy en día. Sin duda, el efecto más pernicioso de tal estandarización es el auge de los rankings globales, en los que las universidades compiten por una posición en una escala que opone la eminencia a la afiliación regional. Cuanto más alto está la universidad, más desconectada está de su entorno, y más comprometida con el servicio a una élite corporativa internacional. Las instituciones mejor clasificadas del mundo se enorgullecen de su cosmopolitismo, de la total desvinculación del conocimiento que producen de cualquier sentido de lugar y del desarraigo y la movilidad de los cuerpos de su personal y su estudiantado. Al igual que las urbanizaciones cerradas, sus campus están rigurosamente aislados del contacto con el mundo exterior, y el acceso está cuidadosamente controlado. En cambio, muchas instituciones situadas en puestos bajos de la escala, aunque a menudo mal financiadas y despreciadas por sus arrogantes superiores, están realmente inmersas en sus entornos cívicos, y se dedican a enriquecer las vidas de todos los que las rodean. Puede que sus investigaciones no aparezcan en las revistas internacionales mejor rankeadas, y que su personal y sus estudiantes no estén en condiciones de emular el estilo de vida trotamundos y emisor de carbono de sus colegas de alto vuelo. Para estas instituciones, la medida de la distinción no reside en la eminencia mundial, sino en el servicio a sus regiones. Y solo gracias a los cimientos que han sentado podemos esperar construir universidades para el futuro, dedicadas al bien común.

Coda

Comencé este capítulo cuestionando el propósito de la universidad, y ahora concluiré con él. Para William Elphinstone, como recordarán, debía estar abierta a todos, dedicada a la búsqueda de la verdad al servicio de los demás. Cuando mis colegas de Aberdeen y yo nos dispusimos a redactar nuestro manifiesto para reivindicar la misma universidad que Elphinstone había fundado hacía más de quinientos años, tuvimos que definir una vez más su propósito de una manera adecuada a nuestros tiempos, en defensa de la democracia, la coexistencia pacífica y el florecimiento humano. Estoy orgulloso de la formulación a la que llegamos:

El principal objetivo cívico de la universidad, en una sociedad democrática, es educar a las futuras generaciones de ciudadanos y forjar el conocimiento necesario para sostener un mundo justo y próspero. La universidad es un lugar donde personas íntegras, de todas las naciones, se reúnen para aprender a pensar, y a pensar profundamente, sobre la naturaleza de las cosas, sobre las formas en que vivimos, sobre la verdad y la justicia, la paz y los conflictos, la libertad y la responsabilidad, la distribución de la riqueza, la salud y la sostenibilidad, la belleza y la virtud. Aprenden a sopesar estos pensamientos con la evidencia de la experiencia, y a traducirlos en políticas y prácticas, sistemas de derecho y gobernanza, así como en grandes obras de ciencia, literatura y arte. Estas cosas son los fundamentos de la vida civilizada. Nuestra universidad será un lugar en el que puedan ser incubadas y nutridas. (RoU, 2016, p. 5)

Esto es lo que significa construir una universidad para el bien común. Aunque su compromiso es fundamentalmente humanista, no se trata del humanismo de la Ilustración, con su creencia en la universalidad del progreso. El propósito es más bien de sostener un mundo en el que haya lugar para todos y para todo, ahora y siempre. Así como la vida da lugar a más vida, la educación -como siempre sostuvo Dewey- da lugar a más educación, en un proceso que no conoce fin (Dewey, 1966, p. 68). En este proceso, la humanidad no es un estado a alcanzar; más bien, humanizar es una tarea a realizar, la tarea de llevar la vida (Ingold, 2015, pp. 115-119). Consiste en el trabajo incesante e intergeneracional de recrearnos a nosotros mismos, unos a otros y al mundo que nos rodea, en el entorno de nuestra existencia común. Para estar a la altura de esta tarea, necesitaremos un nuevo humanismo. Su nombre es antropología.


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Notas:

[1] Nota de la traducción [en adelante, NT]: muchos de los términos que utiliza el autor, tales como “anthropologists” en este caso, son neutros en cuanto al género en inglés. Hemos optado por traducirlos en masculino para facilitar la lectura en español pero, vale aclarar, sin restar por ello importancia a los esfuerzos contemporáneos por visibilizar las diversidades y desigualdades de género (también expresadas en el lenguaje). En aquellos pasajes donde el autor hace marcaciones distintivas que aluden al género, se indicará con nota de traducción.

[2] Shore y Wright (2015) ofrecen una revisión, desde una perspectiva antropológica, de cómo estos índices de rango juegan en la educación superior contemporánea.

[3] En esto, estoy de acuerdo con Hans Schildermans, quien concluye un estudio reciente con la idea de que “podría valer la pena no deshacerse de la institución de la universidad… En cambio, lo que podría ser necesario es otro modo de habitar la institución de la universidad” (Schildermans 2021, p. 139, énfasis en el original).

[4] En el original, la frase es “… it must switch from othering to togethering”. “Togethering” es una palabra que crea el autor a partir del adverbio y adjetivo “together”, que significa juntos/as. Optamos por traducirlo como “juntedad” entendiendo que es la forma que más se adecúa al concepto que busca transmitir (NT).

[5] De un modo similar al término anterior, “commoning” es una palabra que introduce el autor a partir del adjetivo y sustantivo “common” (común), y la terminación “-ing” (gerundio), que denota acción. A lo largo del texto, lo traducimos como “comunar”, “común”, y/o como “hacer común” o “el hacer de lo común” (este último, en el caso del resumen inicial). Con esta palabra y otras que presenten singularidades específicas, indicamos entre corchetes el término original para preservar su textualidad y facilitar la comprensión (NT).

[6] Como observan la pedagoga Anne Pirrie y la pedagoga musical Kari Manum, estos derechos y privilegios incluyen una licencia para ofender (Pirrie y Manum, 2024).

[7] El término que utiliza en inglés es “key”, que significa llave, clave y/o tecla, lo cual permite un juego de palabras que se pierde en este caso en español (NT).

[8] La palabra en el original es “undercommons”, que también puede traducirse como “subcomunes” o los “comunes de abajo” (NT).

[9] La Pedagogía del oprimido de Freire se publicó por primera vez en 1970.

[10] Este pasaje es una cita del ‘Prólogo’ de Richard Shaull a la edición del 30º aniversario.

[11] Fragmento de ‘Individualidad y experiencia’, publicado en 1926 por Dewey (1964, p. 156).

[12] Para una revisión particularmente esclarecedora, ver Gopal (2021).

[13] Como sostiene Freire (2005, p. 18), “cualquier intento de ‘suavizar’ el poder del opresor en deferencia a la debilidad del oprimido casi siempre se manifiesta en forma de falsa generosidad”.

[14] Sobre el significado de la comparación, véase Stengers (2011) y Schildermans (2021, p. 93).

[15] Las ‘ontologías relacionales’, explica el antropólogo Arturo Escobar, “son aquellas que evitan las divisiones entre naturaleza y cultura, individuo y comunidad, y entre nosotros y ellos, que son fundamentales para la ontología moderna”. Mientras que “la ontología moderna presupone la existencia de Un Mundo-un universo”, con las ontologías relacionales, afirma Escobar, “el mundo es siempre múltiple, un pluriverso” (Escobar, 2011, p. 139).

[16] Parafraseado de Mignolo (2007, p. 499).

[17] Esta cita y la anterior proceden de James (2012, p. 167).

[18] De hecho, el término ‘multiversidad’ fue acuñado por Clark Kerr, entonces rector de la Universidad de California, en 1963, pero en un sentido totalmente distinto: para denotar un emplazamiento corporativo de producción educativa masiva, “con sus múltiples programas de licenciatura, escuelas profesionales y de posgrado, una investigación médica y científica cada vez más prominente y parques industriales” (Wernick, 2006, p. 561). En su manifiesto por lo poshumano, Rosi Braidotti habla elogiosamente de la ‘multi-versidad’, con un espíritu muy similar, como “el lugar donde la tecnología y la metafísica se encuentran, con consecuencias explosivas pero también estimulantes... La multi-versidad contemporánea se enfrenta tanto a las exigencias de un mercado laboral competitivo, como a la cultura global y al mundo corporativo, al tiempo que persigue sus misiones centenarias de excelencia científica y ciudadanía ilustrada” (Braidotti, 2013, pp. 179-180).

[19] Los teóricos de la decolonización parecen haber dado con la idea del pluriverso de forma bastante independiente. No he encontrado pruebas de que se hayan inspirado en los escritos de James.

[20]Patchwork” surge de las palabras “parche” o “retazo” (patch) y “trabajo” (work), y refiere a una manera de hacer paños a partir de coser fragmentos de diferentes telas (NT).

[21] Los antropólogos Mario Blaser y Marisol de la Cadena (2017, pp. 191-192) acuñan el término uncommoning para referirse a la atención a la diferencia, o ‘equívoco controlado’, que se produce al traducir realidades inconmensurables.

[22] La expresión ‘mundo único’ fue acuñada por el sociólogo John Law. Él llama a la alternativa -lo que ve como un mosaico irregular de muchos mundos en uno- el ‘fractiverso’ (Law, 2015).

[23] Sobre esta idea del plural singular, véase Nancy (2000).

[24] Sobre la idea de ‘languaging’, véase Phipps (2007, p. 12).

[25] La inspiración original para esta sección surgió de un diálogo con Judith Winter. Véase Ingold y Winter (2016).

[26] La frase original es “to search and search again”. En inglés, “search” significa buscar, y “research”, investigar. A partir de esto, el autor hace un juego de palabras que se pierde en la traducción al español, dado que buscar e investigar son vocablos con mayores diferencias que “search” y “research” (NT).

[27] Continúa el mismo juego de palabras indicado en la nota anterior, entre “search” y “re-search” (NT).

[28] Las palabras que utiliza en el original son “care and curiosity”. “Care” puede traducirse como “cuidado” y como “atención”. En este caso, optamos por la segunda pues se adecúa mejor al sentido de su argumentación, pero vale aclararlo dado que la asociación que establece con la raíz latina, “curare”, tiene relación más estrecha con la otra acepción, “cuidado” (NT).

[29] En el original utiliza la palabra “scholars”, como en muchos otros pasajes del texto, que se puede traducir como académicos, estudiosos, eruditos, investigadores. Hemos alternado estas opciones de traducción al español según el sentido de la argumentación (NT).

[30] Didier Fassin, por ejemplo, distingue la verdad de la realidad precisamente en estos términos. La realidad, escribe, es lo que existe o ha sucedido, pero lo que es verdadero “hay que recuperarlo del engaño o la convención. La realidad es horizontal, existe en la superficie del hecho. La verdad es vertical, se descubre en las profundidades de la indagación” (Fassin, 2014, p. 41).

[31] Retoma el juego de palabras señalado en las notas anteriores: re-search en el original (en alusión a “research”: investigación) (NT).

[32] REF 2019/01 Guidance on Submissions [Orientación para Presentaciones], enero 2019, página 90, Anexo C§2, disponible en https://2021.ref.ac.uk/media/1447/ref-2019_01-guidance-on-submissions.pdf, consultado el 28 de julio de 2024.

[33] Sobre la mercantilización de la investigación, véase Radder (2012).

[34] La alusión a la investigación “blue-sky” en inglés refiere a la investigación “básica”, por contraste a la “aplicada” (NT).

[35] Esta sección se basa en gran medida en mi artículo ‘Elogio de los amateurs’ (Ingold, 2020a).

[36] Said (1994). La cuarta conferencia se tituló ‘Profesionales y amateurs’.

[37] Lorenz (2012) ofrece un análisis fulminante del impacto corrosivo de la Nueva Gestión Pública en la educación universitaria.

[38] Eagleton (2008). Unos años después de que me trasladara a la Universidad de Aberdeen, Eagleton fue invitado a dar una conferencia y yo fui a escucharlo. Los académicos universitarios, dijo a su abarrotada audiencia, no son intelectuales como él, sino meros técnicos. Recuerdo haberme sentido indignado por la pura arrogancia de su comentario y por la timidez con que fue recibido.

[39] El uso del femenino en este caso es textual del original, y, entendemos, lo utiliza de modo inclusivo (NT).

[40] El autor utiliza el femenino en este caso (que el inglés obliga a usar como pronombre “he” o “she”), entendemos que, al igual que en el caso anterior, es una opción inclusiva en cuanto a la cuestión de género (NT).

[41] Crossing Paths: Interdisciplinary Institutions, Careers, Education and Applications, London: British Academy, 2016, p. 9. Recuperado de https://www.thebritishacademy.ac.uk/documents/213/crossing-paths.pdf, se accedió el 29 de agosto de 2020.

[42] Como escribe Braidotti, siguiendo a Menand (1996), “dado que las disciplinas no son entidades atemporales, sino formaciones discursivas históricamente contingentes, su de-segregación no es en sí misma una fuente de ansiedad para los académicos… Es, sin embargo, un gran dolor de cabeza para los administradores” (Braidotti 2013, p. 177).

[43] Esta sección y la siguiente se basan en gran medida en mi artículo ‘On building a university for the common Good’ (Ingold, 2020b).

[44] RoU (2016). El texto completo del manifiesto puede consultarse en https://reclaimingouruniversity.wordpress.com/ Para un debate crítico, véase Schapera (2024, pp. 129-131).

[45] Este pronunciamiento, ciertamente algo apócrifo, se reproduce en el sitio web de la Universidad de Aberdeen, en https://www.abdn.ac.uk/about/history/#panel453

[46] Para un resumen sucinto de esta evolución, véase Wernick (2006, p. 562).

[47] El texto de la entrevista se encuentra disponible en https://newint.org/features/2018/11/01/interview-mike-leigh.

[48] Sobre la idea de suspensión, véase Masschelein y Simons (2013). Significa dejar de lado todas aquellas normas que sitúan a los estudiantes, por ejemplo, en un determinado peldaño de la escala social, o que les imponen expectativas de éxito en sus futuras carreras. “Es esta suspensión”, sostienen Masschelein y Simons, “lo que infunde igualdad a lo escolar desde el principio” (2013, p. 35). Están hablando de la escuela (scholè), como un lugar y un tiempo de verdadera libertad. Pero su argumento se aplica igualmente a la universidad.

[49] Como propone, por ejemplo, Braidotti (2013, p. 179).

[50] La “educación superior”, como sostiene Roussell, “en realidad tiene lugar en un nivel regional de especificidad dentro del mesocosmos de un campus universitario, sus alrededores y su fenotipo ampliado de redes ecológicas (sociales, digitales, políticas, etc.)” (Roussell, 2016, pp. 146-147).

Nota de los coordinadores del dossier:

[51] El texto que se presenta a continuación es la traducción de un escrito que generosamente ha compartido con nosotros Tim Ingold tras nuestra invitación a enviar una colaboración para este dossier. Se trata del quinto capítulo -aún inédito- de su próximo libro, titulado Old Ways, New People: Anthropology and/as Education, que será publicado próximamente por Routledge. Este último consiste, a su vez, en una versión revisada y ampliada de su libro Anthropology and/as Education (New York: Routledge, 2018), publicado en español bajo el título Llevando la vida: antropología y educación (Santiago de Chile: Universidad Alberto Hurtado Ediciones, 2022). Como se leerá a lo largo del escrito, hemos decidido incluir sus alusiones a otros capítulos del mismo libro (presentes en el original en inglés), para respetar la textualidad de la obra y como invitación a continuar la lectura y a abrir los diálogos a los que sus aportes convocan.