Dossier / Artículo Original

“Yo gano robando”
Un abordaje de los sentidos del trabajo, del dinero y de la vida a partir de las prácticas delictivas

“Earning by stealing”. An approach to the meanings of work, money and life through criminal practices

“Eu ganho roubando”. Uma abordagem dos sentidos do trabalho, do dinheiro e da vida das práticas criminosas

Pablo Figueiro 1

1 Centro de Estudios Sociales de la Economía, Instituto de Altos Estudios Sociales, Universidad Nacional de San Martín, San Martín, Argentina.
ORCiD: 0000-0002-5302-8635
Correo electrónico: pablofigueiro@gmail.com

Fecha de recepción: septiembre de 2019
Fecha de Aceptación: marzo de 2020

 

DOI: http://doi.org/10.34096/cas.i51.6932

 

“Yo gano robando”. Un abordaje de los sentidos del trabajo, del dinero y de la vida a partir de las prácticas delictivas
Cuadernos de Antropología Social, núm. 51, mayo-septiembre, 2020.
Sección de Antropología Social, Instituto de Ciencias. Antropológicas. Universidad de Buenos Aires
Licencia Creative Commons Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 4.0 Internacional.

Resumen

Partiendo de una serie de entrevistas realizadas a personas que se hallan privadas de su libertad por cometer delitos contra la propiedad y contra terceros, este trabajo intenta dar cuenta de las concepciones acerca del trabajo, la vida y el dinero en diversas etapas de sus trayectorias. Para esto, recuperamos tres casos presentados en profundidad para desarrollar los contextos específicos en los cuales emerge una idea de trabajo que puede iluminar sobre las concepciones y experiencias más generales de lo que considera una vida digna. En este sentido, pensar el trabajo desde el punto de vista de quienes han cometido delitos contra la propiedad puede darnos una imagen privilegiada de la realidad del trabajo tal como se les presenta a dichas personas, pero que no es exclusiva de ellas.

Palabras clave: Trabajo; Delito; Vida digna; Dinero; Consumo

Abstract

Through a series of interviews with people deprived of their freedom for committing crimes against property and third parties, this article accounts for notions about work, life and money at various stages of these people’s life trajectories. In order to do so, the paper examines three cases, presented in-depth, to develop the specific contexts that explain the emergence of an idea of work that can shed light on the more general conceptions and experiences of what it is considered a decent life. In this sense, understanding work from the point of view of those who have committed crimes against property gives us privileged insight into the reality of work as it is presented to the participants, but that is not exclusive to them.

Keywords: Work; Crime; Decent life; Money; Consumption

Resumo

Partindo de uma série de entrevistas com pessoas privadas de liberdade por cometerem crimes contra a propriedade e contra terceiros, este trabalho tenta dar conta de concepções sobre o trabalho, a vida e o dinheiro em vários estágios das trajetórias de vida dos entrevistados. Para isso, recuperamos três casos apresentados em profundidade com o intuito de desenvolver os contextos específicos em que surge a ideia de trabalho e ue pode iluminar as concepções e experiências mais gerais do que eles consideram uma vida decente. Nesse sentido, pensar no trabalho desde o ponto de vista daqueles que cometeram crimes contra a propriedade pode nos dar uma imagem privilegiada da realidade do trabalho tal como é apresentada para essas pessoas, mas que não é própria delas.

Palavras chave: Trabalho; Crime; Vida decente; Dinheiro; Consumo

Introducción

La creciente visibilización de lo que, retomando la categoría nativa, se ha denominado economías populares ha puesto en evidencia la necesidad de repensar el concepto de trabajo frente a las múltiples formas y pliegues que no se encuadran en lo que se concebía como equivalente de relación salarial (Chena y Roig, 2017; Gago, 2018). Esto supuso dar cuenta de la heterogeneización de las maneras en que las personas se “ganan la vida”, particularmente en contextos de crisis (Villareal, 2014; Narotzky y Besnier, 2014), así como de la emergencia de nuevos sentidos (siempre en disputa) acerca de lo que se entiende por trabajo, lo que implica una vida digna, las esperanzas a ella asociadas y las estrategias individuales y colectivas para el reconocimiento de dichas actividades como productivas y socialmente valiosas (Fernández Álvarez, 2018). Pensar dicha heterogeneidad requirió poner en cuestión viejas definiciones que mantenían al trabajo industrial como epicentro de la confrontación entre el capital y el trabajo y como estructurador básico de las relaciones sociales, relegando ya sea a la informalidad, a la marginalidad o a la reproducción doméstica al resto de las prácticas económicas (Chena y Roig, 2017; Gago, Cielo y Gachet, 2018).

Sin embargo, esto no supuso una desaparición de la categoría de marginalidad, sino su desplazamiento hacia lo absolutamente abyecto de nuestras sociedades: las prácticas criminales. No se trata de meros ilegalismos tolerados, ni siquiera del intento de ilegalización de prácticas que disputan el sentido de lo público en las economías populares (Perelman, 2018), sino más bien de faltas a valores considerados sagrados que estructuran un conjunto social dado a partir de la figura de lo radicalmente otro –el delincuente– (Tonkonoff, 2013). Esto no supone un ecosistema delimitado dentro del cual se desarrollarían todo tipo de relaciones delictivas frente a un exterior que sería legal. Las múltiples imbricaciones entre lo legal y lo ilegal en las economías y en las finanzas actuales son evidenciadas por relaciones y prácticas que se constituyen en un continuum entre una y otra característica (Ribeiro, 2009; Barbosa, Renoldi y Verissimo, 2013; Gago, 2014; Alba Vega, Ribeiro y Mathews, 2015; Pegoraro, 2015; Renoldi, Álvarez y Maldonado Aranda, 2017).

La reducción de dichas prácticas a la marginalidad –tanto en términos analíticos cuanto morales– supone desconocer que allí también se movilizan representaciones de gran interés para entender dinámicas más amplias de las condiciones de vida y de las desigualdades de grandes sectores sociales que desbordan lo criminal. En este sentido, el objetivo del presente artículo no es indagar las causas sociales del delito, sino mostrar cómo ciertos habitantes del Gran Buenos Aires que han incurrido en prácticas delictivas como principal medio de vida tienen necesariamente concepciones acerca del (y también experiencias de) trabajo, del lugar del dinero y de su gestión en la cotidianidad como forma de ganarse la vida. Esto permite, en primer lugar, desarmar esa realidad que se considera oscura y marginal para mostrar los múltiples vínculos que la anudan a lo que es tenido por central (el trabajo) y mostrar allí también, en segundo lugar, cómo esa centralidad está atravesada por concepciones heterogéneas entre las cuales se hallan las de dichas personas. En otras palabras, pensar el trabajo como forma de vida desde el punto de vista de quienes han cometido delitos contra la propiedad puede darnos una imagen privilegiada de la realidad del trabajo tal como se les presenta a dichas personas pero que no es exclusiva de ellas. En este sentido, no se trata de asimilar las prácticas criminales a una opción más dentro de lo que sería un repertorio de estrategias de las economías populares –algo carente de sustento empírico–, sino de entender los sentidos de una economía que tiene sus características distintivas, pero que además expresa formas de “ganarse la vida” para aquellos y aquellas que la llevan adelante, y en la que también se ponen en juego subjetividades y anhelos que no se comprenden sin, por un lado, la experiencia social de la devaluación del trabajo y de las condiciones bajo las que se efectúa, y, por el otro, sin la inscripción de ideales vinculados a la autonomía y a la elección individual.

En el marco de una investigación centrada en las prácticas económicas delictivas,1 en este trabajo propongo abordar los sentidos del delito en relación con representaciones más amplias acerca de lo justo y de lo injusto, del valor de la propia vida, del lugar de los vínculos afectivos y familiares, de lo que implica una “buena vida” y de los consumos a ella asociados. Para ello me basaré en una primera serie de 15 entrevistas en profundidad realizadas durante el año 2018 y parte de 2019 a personas que se encuentran privadas de su libertad en un penal dependiente del Servicio Penitenciario Bonaerense, cumpliendo condena por diversos delitos contra la propiedad y contra terceros.2 En su mayoría, se trata de delitos violentos que van desde asaltos en la vía pública hasta secuestros extorsivos y robos con utilización de armas de guerra a bancos, camiones blindados, fábricas y empresas comerciales, algunos de los cuales terminaron en lesiones y/u homicidio. Aunque la investigación se interesa especialmente por las prácticas y sentidos económicos, en la medida en que no se trata de una esfera escindida de la vida social (Polanyi, 2007; Dufy y Weber, 2009; Zelizer, 2009) y que parte del objetivo es dar cuenta de las variaciones al interior de las trayectorias, era imperativo no delimitar a priori los contenidos que se tratarían en los encuentros. Por esto, he recurrido a entrevistas abiertas para acceder a los relatos biográficos de los protagonistas, a fin de indagar cómo se conectan las experiencias individuales con los contextos personales y sociales, así como con las realidades sociohistóricas en las que están inmersos (Sautu, 1999; Meccia, 2019). Si, por un lado, esta metodología implica que no nos es posible observar directamente las prácticas y relaciones en los contextos de realización, por el otro permite acceder a las valoraciones que los propios actores dan (si bien retrospectivamente) a sus vínculos con el delito, con el dinero y con el trabajo en diversas etapas de sus trayectorias.

El encuentro con los entrevistados se dio en el marco de un programa educativo que se brinda dentro del penal en cuestión, lo cual me permitió tener un acceso relativamente continuo (y sin la mediación ni la presencia de funcionarios penitenciarios) tanto al lugar cuanto a los informantes. En este sentido, las entrevistas son un momento, privilegiado, de una serie de conversaciones informales que mantuve previa y posteriormente con los entrevistados. La distancia social que separa al entrevistador de sus informantes y lo que esto implica en términos de lograr una conversación “más realista”, así como las particularidades de un espacio en el que las entrevistas se hallan directamente asociadas a instancias policiales, judiciales y psicológicas con repercusiones muy concretas sobre la suerte de los internos, demandaba construir puentes que permitiesen mejores condiciones de felicidad de aquellas. En tanto el objetivo era comprender los puntos de vista de nuestros interlocutores en relación con sus trayectorias y contextos sociales, considero que esto se ha logrado con relativo éxito en la medida en que se han podido establecer momentos de mucha franqueza (hablar de delitos que no han sido punidos, de usos de la violencia, de relatos muy sentidos de sus historias familiares) que facilitaron lo que Pierre Bourdieu denominó un ejercicio espiritual (2013). Esto supuso una disciplina continua por controlar las propias categorías morales, que a veces entraban en tensión con los contenidos y las formas de los relatos, pero también el ejercicio inverso de no ceder la tentación de celebrar lo que podría parecer a primera vista como una hazaña épica o de caer en la conmiseración con la que muy habitualmente se habla de los sectores populares. Consciente de esa tensión, y dado que el objetivo aquí es acotado, he dejado de lado las caracterizaciones más espectaculares de los relatos (especialmente los referidos a los hechos delictivos mismos) para centrarme en los puntos de vista que, como dije, siempre han sido los más abyectos socialmente.

Pero esto no supone privilegiar una mirada centrada simplemente en el actor. Si la delincuencia aparece como lo totalmente otro de la sociedad –y en esta medida es posible retomar la figura del mito del delincuente (Tonkonoff, 2018) como estructurador de un orden social que invisibiliza bajo un manto de anormalidad, irracionalidad y violencia prácticas que no son necesariamente homogéneas–, quisiera mostrar parte de esas singularidades sin desconocer, al mismo tiempo, la relación que mantienen con espacios sociales muy concretos y con representaciones sociales más amplias. Para esto me centraré en tres casos que, sin la intención de que sean representativos, expresan muy bien la combinación, indisoluble, entre la singularidad y las regularidades del mundo social, entre la capacidad de agencia y las dimensiones sociales, económicas y culturales en las que están arraigadas.

Por último, debe subrayarse que el delito atraviesa todo el campo social y que no es para nada privativo de los sectores populares. Como se ha dicho ya largamente (Sutherland, 1999; Foucault, 2002; Misse, 2007; Tonkonoff, 2013; Pegoraro, 2015), la justicia penal actúa selectivamente dejando por fuera toda una serie de delitos no punidos que tienen consecuencias sociales más graves que las de los ilegalismos populares. Si nos detenemos en los delitos cometidos mayormente por personas provenientes de dichos sectores, se debe a que es justamente allí donde las aspiraciones más parecen rebelarse contra los condicionamientos sociales, donde más se combinan distintos tipos de desigualdades (económicas, culturales, territoriales y simbólicas) y donde más se evidencian las condiciones precarias del trabajo con las que entran en tensión.

“¿Todo tiene que ser así?”

Miguel tenía 34 años al momento de la entrevista y hacía cuatro años y cinco meses que se encontraba detenido. Como casi todos los entrevistados, es oriundo de los barrios más relegados que circundan a la unidad penitenciaria. La cercanía no solo es geográfica, sino que además el penal forma parte del universo de los futuros posibles más realistas para los jóvenes que allí habitan, junto con otras alternativas como el cirujeo y la venta callejera (Auyero y Berti, 2013). Aunque Miguel me cuenta que empezó a delinquir a los 13 años, es el único entrevistado que conoció el trabajo industrial y el único que intercalaba de manera más o menos regular las actividades delictivas con el trabajo legal,3 ya sea en una fábrica, o como albañil, remisero o fletero. No obstante, la mayoría de sus experiencias laborales siempre fueron en condiciones de precariedad, ya sea por la baja remuneración, la ausencia de registro o las características insalubres de las instalaciones. La importancia del relato radica en su excepcionalidad. A diferencia de otras épocas en las que el trabajo legal tenía una mayor presencia y preeminencia moral entre quienes incurrían en el delito, lo cual se evidenciaba en los diferentes usos que se hacían del dinero obtenido por ambos medios (para el sostenimiento del hogar y la reproducción, por un lado, y para los “vicios”, por el otro –Zelizer, 2011; Kessler, 2013–), en la actualidad, el trabajo legal parece casi inexistente más allá de experiencias muy episódicas y sumamente informales. Esto hace que ni siquiera logre constituirse como una referencia relevante frente a otras opciones. Sin embargo, Miguel tuvo una experiencia sostenida como trabajador desde los 20 años, a la par que continuó desarrollando una trayectoria delictiva (robo de autos, “secuestros express”, “rallys delictivos”, extorsiones, “entraderas” a casas, asaltos a fábricas y, en su última etapa, robos a dealers –vendedores de droga–), lo cual nos permite acceder a una comparación contemporánea de ambos registros y las valoraciones y expectativas asociadas a ellos.

Pablo: ¿Y a qué te dedicabas afuera?

Miguel: ¿Afuera? Últimamente estaba trabajando.

P: ¿Qué hacías?

M: Trabajaba en una fábrica metalúrgica y, bueno, estaba de operario. Operaba las máquinas, poliuretano expandible, pintura en polvo, todo eso. [...] No es que tenía un puesto, así como se dice, fijo. Es como un aprendiz, así, que te enseñan en la fábrica, te van poniendo en diferentes lugares.

P: ¿Y ahí cuánto estuviste?

M: Y, ahí estuve trabajando más de un año. Y anterior a eso, también, trabajaba en prácticamente lo mismo, nada más que esta tenía arenadoras, y se arenaba con arena y, bueno, pintura en polvo. No era… no pagaban bien….

P: ¿No pagaban bien?

M: No, no era… estuve como dos años en la arenadora en polvo, trabajando por… no sé…. Llevo cuatro años y cinco meses detenido, te estoy hablando de hace un par de años, creo que me pagaban 13 pesos, 14 pesos la hora. No era mucho. 13 pesos, algo así. Y era en negro y no había, no había… las horas extras no te las pagaban doble, te pagaban común, y bueno… un trabajo así, era un trabajo pero no estaba en blanco. El otro sí, estaba en blanco pero era lo mismo. Bastante insalubre. (Entrevista a Miguel, Unidad Penitenciaria, 12/12/2018).

El relato de Miguel ofrece un desarrollo que irá desde las condiciones de trabajo puntuales por las que ha pasado, casi descriptivas, para mostrar cada vez más una visión crítica del mundo laboral tal como se le ofrece de manera más realista. Aunque sabe que su falta de credenciales educativas no le permitía encontrar puestos más atractivos, desde su experiencia (que es personal, familiar y social), la realidad del trabajo es en su juicio en cierta manera inhumana, y desprovista de las recompensas materiales que le permitirían tener un estilo de vida que, sin grandes lujos, considera no obstante como “normal”.

Porque en parte, viste, te sentís como, como esclavizado con estar 14 horas dentro de una fábrica, de las 7 de la mañana hasta las 8 de la noche, estar metido en una fábrica, la he pasado. No es que no la pasé o que uno no supiese qué es un trabajo. O sea, lo hice. Aguantarte la bardeada del patrón, que tenés que producir esto, que si no produce tanto vos no estás rindiendo, que te voy a echar a la mierda, y bueno… [...]. Porque tampoco el ser humano no es una máquina, es una persona, no podés someterla ahí, tener que estar 14 horas parado en una máquina. No se puede. […] He trabajado en lugares donde no tenía ni baño, tenía que ir y hacer las necesidades en un tacho. ¿Entendés? (Entrevista a Miguel, Unidad Penitenciaria, 12/12/2018).

Al principio vos decís ‘uh, conseguí un trabajo, está rebueno’, ¿viste? Y después cuando te pagan y te dan dos mangos, y vos mirás así y esos dos mangos lo tenés que agarrar y lo tenés que partir en cuarenta pedazos… es como que vos mirás y decís, ‘¿cómo hago? con esto yo no puedo comprarle zapatillas a mi compañera, no puedo comprarme zapatillas yo, no puedo comprar electrodomésticos’. (Entrevista a Miguel, Unidad Penitenciaria, 12/12/2018).

Miguel ofrece de esta manera una visión crítica de sus experiencias laborales en diferentes planos relacionados entre sí. Por un lado, se trata de las condiciones muchas veces precarias y extenuantes del trabajo industrial, sumadas a la disciplina propia de los requerimientos de productividad y a la conocida conflictividad entre el capital y el trabajo en contextos de fuerte precarización y heterogeneización, como es el caso del Gran Buenos Aires (Eguía, 2015; Salvia, Fachal y Robles, 2018). Por otro lado, este esfuerzo no se corresponde con el salario que Miguel esperaría para cubrir los gastos que le parecen como normales para una vida digna. Sin embargo, en su relato se combina una crítica que va más allá de las condiciones laborales y salariales. Sin ser secundarias, no se trata únicamente de la baja remuneración o de la ausencia de instalaciones sanitarias adecuadas, sino que confluye un cuestionamiento al proyecto de vida que ofrece el trabajo industrial y a las (des)esperanzas asociadas a dicho proyecto. Se trata, en definitiva, de disposiciones subjetivas que se niegan a corresponderse con la organización fordista del trabajo (Coriat, 1993).

M: Una pregunta que yo me hice cuando recién había empezado (creo que fue uno de los primeros trabajos), cuando empecé a trabajar en una fábrica de cocina, y había cosas que no entendía, había matrices, todo eso, que había que sacar y colocar, y cortes… había cosas que hacer y llamo al que era el encargado, que no me acuerdo el nombre ahora; pero lo llamo y le digo que quería entender cómo era esa máquina, y él me decía ‘bueno, mirá, yo acá te voy a explicar, todas las máquinas que están acá, vas a pasar por todas, y vas a aprender’. Y bue, entre la charla, le digo: ‘¿y usted, le digo, hace cuántos años que hace esto?’, le digo yo. Y agarra y me dice: ‘yo hace 20 años que estoy acá adentro’. Y cuando me dijo 20 años, para mí fue como que se me vino el mundo abajo, ¿entendés? Porque pensé, ‘¡faa!, 20 años trabajando en esta fábrica, (yo ya recién,creo que llevaba seis meses trabajando ahí), y digo, y este hombre hace 20 años que está acá adentro metido’, digo yo. ‘Pobre hombre, no debe saber ni lo que es la vida. Porque está todo el día ahí, ¿no…?’. Me imaginé en todo eso, me empecé a… me trabajó la mente y hasta aún ahora, que tengo 34 años, no me olvido de lo que me dijo, en que fue estar adentro de una fábrica. Y así empecé a notar, y yo tenía un padrastro y le preguntaba: ‘¿y cuánto años llevás [en la fábrica]?’, ‘no, yo llevo, ahora dentro de poco, veintipico de años voy a llevar trabajando’, y le entregaban una medallita así, y yo decía ‘¡faaa!’[…].

P: ¿Y vos no te veías haciendo ese recorrido? ¿Veinte años o 30 años en un lugar?

M: No, no me lo veía porque no… en realidad no le veía, no le veía el fruto, te digo la verdad, es como que no… o no sé cuál sería el fruto o cuándo sería el fruto que puede llegar a darte trabajar 20 años en un lugar y, es más, él murió trabajando 25 años adentro de esa fábrica; terminó de trabajar, se jubiló y murió. No fue mucho lo que él… le apareció un cáncer, una persona sana, que no bebía alcohol, no tomaba, nada; apareció un cáncer y murió. En tres meses lo consumió. Y bueno, notar cosas así, ver gente que trabajaba, que se rompe el lomo siempre trabajando y al final nunca es feliz, no tiene placeres, no disfruta un montón de cosas, tienen un carácter repodrido. Ese es el trabajador, lo común, verlo salir del trabajo, terminar y verlo ahí tomando una cerveza en la esquina y pensar y decir ‘faaa... ¿Toda la vida va a ser así? ¿Todos los lunes, todos los viernes, el sanguchito adentro de un tapper?’. Me llevaba un sánguche, yo pensaba ‘¿todo tiene que ser así?’. O sea, tiene que haber otra forma. Igual continué, porque, con esa vida delictiva y progresando cada vez más en lo que es lo delictivo, para ganar más. (Entrevista a Miguel, Unidad Penitenciaria, 12/12/2018).

Me permito transcribir este fragmento porque muestra inigualablemente una crítica desde abajo al formato y a la disciplina del trabajo industrial, que al mismo tiempo esboza una concepción de lo que debería ser la vida y el lugar del trabajo en ella. Como dije, no se intenta ensayar aquí una explicación del delito a partir de las oportunidades y condiciones laborales. De hecho, la trayectoria delictiva de Miguel comenzó bastante antes de su ingreso al mercado de trabajo. Sin embargo, esto no impugna que se trate de una visión legítima de las expectativas de lo que podría esperar de una vida. La crítica de Miguel no se dirige al capitalismo y ni siquiera pone en cuestión la legitimidad de los puntos de vista de sus empleadores (“esa gente tendrá sus razones [de] por qué tiene su empresa, por qué quiere enriquecerse a costillas de uno”). Se dirige, principalmente, hacia el proyecto de vida que ofrece el trabajo industrial: el encierro en la fábrica, la inmovilidad física, pero también, y especialmente, la inmovilidad de un horizonte de expectativas que aparece como ruinoso. “Ese es el trabajador... ¿Toda la vida va a ser así?”. Esta pregunta, salida de su boca, no era meramente retórica, sino que en su recuerdo actualizaba un interrogante vital que continúa haciéndose y que, a la sazón, me lo hacía a mí. La seguridad que puede dar un trabajo relativamente estable no alcanza para responderlo. El ejemplo del padrastro (empleado formalizado) aparece como la confirmación de un sinsentido en ese modelo de vida: no hay disfrute, no hay lugar para los placeres, y el reconocimiento otorgado en la forma de una “medallita” aparece como una farsa frente a la muerte que sobrevino para cerrar lo que la inexistencia simbólica (al menos para Miguel) había decretado desde antes. Como se verá, la economía delictiva está estrechamente ligada a una idea de disfrute y de recompensas que son al mismo tiempo materiales y simbólicas.

El dinero obtenido por el delito va cambiando de significación a lo largo de las etapas vitales por las que atraviesan los entrevistados. La confluencia entre la desvalorización del trabajo como brújula moral de las prácticas sociales y la emergencia de otras fuentes de valorización (como ciertos consumos, pasar más tiempo con la familia y el sentimiento de una mayor autonomía) refuerzan una idea del dinero proveniente del delito como bueno independientemente de su origen, lo cual lo indiferencia en relación con otros dineros (Zelizer, 2011). No obstante, las diferenciaciones no desaparecen, pero estas ya no son sincrónicas, sino diacrónicas, en la medida en que provienen más de las relaciones sociales que se valorizan y privilegian, y de las diversas circunstancias (salud, deudas, situación ante la justicia), que de los orígenes de dicho dinero. Al igual que la mayoría de los entrevistados, la juventud aparece como un período en el que el dinero tiene finalidades de consumo rápido, compartido y visible, lo cual permite formas de inclusión y jerarquización mediante objetos y prácticas que son valorados socialmente (especialmente la ropa y las salidas). En relación con sus inicios en el delito robando autos, Miguel relata:

M:Te estoy hablando cuando tenía 13, 14 años, te daban 600 pesos por un auto. No te daban mucho. Pero era plata. Para nosotros, que éramos chicos, era plata.

P: Claro. ¿Por qué, en qué la usaban?

M: Y, la gastábamos en baile, en jodas, en ropa; todavía en drogas no porque no estaba metido en la droga. Más adelante fue eso. (Entrevista a Miguel, Unidad Penitenciaria, 12/12/2018).

M: Y… de chico… si no tenía yo esa plata no, no… no eras parte de nada. No eras parte de ese circuito de decir, te dice algo, ‘vamos a comer’ o ‘vamos para acá’ o ‘vamos al shopping’ o ‘vamos a hacer algo’ y no podías ser parte de nada. Si no tenías plata no era que alguien iba a venir y te iba a decir ‘sí, vení, te pagamos todo y andá’. No. No había esa posibilidad. (Entrevista a Miguel, Unidad Penitenciaria, 12/12/2018).

Estas formas de consumo, por lo común censuradas socialmente y caracterizadas como irracionales y sospechosas cuando son realizadas por las clases populares (incluso en sectores muy bien remunerados, como el petrolero –Grimson y Baeza, 2016– o el futbolístico –Damo, 2008–), presentan ciertas características distintivas tendientes a reforzar la imagen del “pibe chorro” (como la manera de portar cierta indumentaria y su hipervisibilización). Sin embargo, más allá de estas especificidades, no se distancian demasiado de los consumos y aspiraciones que presentan jóvenes de sectores populares sin relación con el delito (Figueiro, 2013), especialmente en lo que atañe a las salidas y a darse ciertos gustos que en general se hallan vedados en la cotidianidad. Pero a estos consumos iniciales, debemos agregar las transformaciones que se suceden a medida en que avanzan en sus trayectorias, particularmente cuando tienen hijos. Si los estudios sociales del dinero han mostrado que la distinción entre el mundo del interés y del cálculo, por un lado, y el de los afectos y las relaciones personales, por otro, no es tajante sino que implica múltiples puentes y compromisos que conectan las esferas del mercado y de la intimidad (Journet, 2005; Zelizer, 2009; Lazeuch, 2012), la conformación de relaciones familiares estables (especialmente las filiales) aparece como una forma de “racionalización” de la economía basada en los afectos. Miguel se encontraba en pareja desde los 18 años con la misma persona, con quien tuvo a sus dos hijas, de 13 y 5 años en el momento de la entrevista.

P: [Ya cuando estabas en pareja y tuviste familia] ¿en qué pensabas cuando salías a robar?

M: En tener la plata. En poder tener la plata y poder llegar a, con esa plata, poder llegar a comprar algo, ir juntandolá, guardandolá [sic] poder comprar un auto, invertirla, comprar una moto, venderla, comprar una camioneta y venderla.

P: Ya no era el gasto así medio alocado.

M: No, no, porque ya se vuelve como más racional. O sea, uno piensa de otra manera, porque está pensando en su familia. Ya no piensa en uno mismo, no es un adolescente y deja de ver las cosas de esa manera. […] Guardaba y invertía. Guardaba y invertía. Guardaba y invertía [sic]. No, no.. ya le daba otro fin. Y ahorraba, ahorraba para las vacaciones, para todo, para que tengan todo mis hijas, mi compañera y para que la casa tenga todo. Para que no falte absolutamente nada. Y se hacía así.

P: ¿Llegaste a estar bien económicamente?

M: ¿Económicamente? Sí, sí, sí. Gracias a Dios, sí.

P: ¿Y las inversiones, qué hacías?¿Qué comprabas? ¿Vehículos?

M: Claro, compraba vehículos.

P: ¿Pero para ponerlos a laburar?

M: No, no, para venderlos. Los vendía. Buscaba aquel que lo quería comprar, compraba más barato, lo compraba más barato y lo hacía arreglar, le ponía lo que le faltaba y lo vendía. Y mientras tanto tenía mi trabajito en una fábrica, si no había fábrica trabajaba con remís, si no había remís hacía flete. Siempre me la rebuscaba. […]

P: ¿Y hacías distinción entre lo que ganabas por el trabajo y lo que ganabas por el delito?

M: No, iba todo al mismo lugar. Iba todo dedicado, si tenía que ir a las vacaciones, la plata para las vacaciones, la plata para pagar las deudas, la plata para pagar lo que se debía, para juntar… siempre así.

P: ¿Tenías muchas deudas?

M: Y, a veces sí. A veces se te van juntando los créditos o cosas así, se van juntando, a veces hay que pedir plata prestada.

P: ¿Créditos dónde sacaban?

M: Créditos sacábamos en mueblerías, en esos lugares.

P: ¿En dónde? Ah, en mueblerías, en negocios.

M: Claro, en negocios, todas esas cosas. Lo que más priorizábamos también, una de las cosas que más priorizábamos siempre era tener la comida de todos los días, que la criatura esté bien, que tenga todo, que no le falte nada, que mi compañera tenga todo y que la casa esté bien en orden. Y después, bueno, a lo último nos fijábamos en las vacaciones, en los lugares donde íbamos a ir, a dónde íbamos a salir, cómo lo íbamos a pasar y todas esas cosas. (Entrevista a Miguel, Unidad Penitenciaria, 12/12/2018).

Lejos de la imagen oscura y patológica del delincuente, el relato de Miguel muestra las preocupaciones cotidianas que podrían ser las de cualquier trabajador o trabajadora: la comida, el pago de deudas, tener la casa “en orden”, las vacaciones en familia. No se trata de justificar un accionar delictivo, sino de visibilizar cómo Miguel también tiene un sentido de la vida digna y cómo ensambla prácticas heterogéneas (trabajo legal, delito, inversiones por cuenta propia) para conseguirla. Aunque los usos del dinero vayan variando, en el fondo se trata de la misma concepción acerca de su importancia para lograr objetivos que no necesariamente son materiales, sino que apuntan al desarrollo gozoso de la vida en contraposición a la visión ascética del trabajador como sinónimo de inmovilidad y de impotencia.

M: Y, los placeres de decir bueno, ¿por esto vale la pena? Era ver a tu familia bien, de poder estar sentado en un lugar comiendo, de poder darle el cariño que ellas necesitan, la libertad que uno tenía en ese momento compartirla con ella, con mi familia; nada, comer un buen asado, no eran mucho los requisitos para poder sentirte bien. Tener un peso en el bolsillo, que la plata siempre es lo más importante, en esos momentos vos sin plata no podés hacer nada. Nadie te va a decir, ‘sí, pasá acá al restauran, sentate y comé gratis y andate a tu casa vos y toda tu familia’. Y poder sacarlos, que conozcan otros lugares, ver otros lugares, otras cosas. Y eso. De hecho, cuando salga, pienso, pienso eso, en trabajar y buscar un trabajo que no me ate, que no me tenga muy atado y que me permita disfrutar a mi familia. (Entrevista a Miguel, Unidad Penitenciaria, 12/12/2018).

Pero la crítica que vimos con Miguel al proyecto de vida del trabajador no queda en mera negatividad, sino que además nos ofrece una visión positiva de lo que debería ser un trabajo que refuerza la imagen de una vida no estancada y con mayor autonomía. En este sentido, no se trata de una negación del trabajo, sino de formas de ganarse la vida que posibiliten, al mismo tiempo, un desarrollo personal.

M: Pero después, el tema de la paga, te van a pagar siempre lo mismo y te van a bicicletear hasta de acá a la China para no pagarte dos pesos más. ¿Entendés? Y bueno, así me iba esforzando, así iba tratando de sobrevivir. Porque eso no es vivir, yo creo que vivir es otra cosa.

P: ¿Qué sería?

M: Y, vivir sería un trabajo digno, que te paguen lo que te tienen que pagar, que se te respete y se te cuide como trabajador, que se te den los elementos necesarios para tu trabajo y que vos te sientas conforme y que te den la capacidad o el lugar para que vos puedas estudiar y puedas mejorar y no permanecer 20 años en un mismo puesto. O 15 años o 10 años. Sino que vos te puedas capacitar estudiando y te brinden la posibilidad de que vos puedas estudiar y puedas ascender a otro trabajo mejor y ese trabajo mejor te ayude a que vos te profesionalices en otro trabajo. Y encuentres lo que te guste en la vida y lo que te hace feliz. Pero, bueno, muy pocos pueden hacer eso, la mayoría de los trabajos son en negro, y los que tienen esa posibilidad por ahí no lo hacen o no lo ponen en práctica. A mí me gustaría que sea así. (Entrevista a Miguel, Unidad Penitenciaria, 12/12/2018).

Movilidad, progreso, desarrollo personal, búsqueda de felicidad, son todos tópicos que ya son bien conocidos entre los estudios sobre las formas contemporáneas de subjetivación (Boltanski y Chiapello, 2011; Gago, 2014; Bröckling, 2015; Fridman, 2019). En este sentido, no se trata simplemente de una discursividad que iría ganando pregnancia entre diversos sectores sociales, sino de maneras de comprender y comprenderse, de valorizar y valorizarse que se articulan con formas institucionales concretas de gestión del trabajo, de las finanzas y de la propia vida. Pero la paradoja es que mientras en los sectores en los que la posibilidad de confirmación de dichas aspiraciones aparece como una realización personal, entre quienes se hallan más alejados de las condiciones necesarias para su cumplimiento se vivencia como frustración.

“Yo gano robando”

La experiencia laboral de los padres como espejo de las propias expectativas también fue importante para Marcelo. Con 28 años al momento de entrevistarlo, recuerda, como Miguel, haber cometido sus primeros delitos muy joven, a los 12 años. Proveniente de un barrio estigmatizado del Gran Buenos Aires (Kessler, 2012), hijo de padres trabajadores y con once hermanos, el trabajo legal aparecerá de manera constante en su relato como una actividad honrada y rigurosa, pero retrospectivamente y sirviéndole de contrapunto a su propia trayectoria en el delito. En este caso, su relación con el mundo laboral estuvo mediada casi exclusivamente por su experiencia familiar. Su padre había sido trabajador en una empresa de servicios públicos hasta su jubilación, mientras que su madre, tras haber sido trabajadora fuera del hogar, terminó dedicándose a las tareas domésticas a medida que llegaban más hijos. Como en el caso de Miguel, supo desde chico lo que implicaba el trabajo de sus padres (asalariado y doméstico), pero también las jornadas largas y lo exiguo de los pagos, frente a lo cual el delito aparecía como forma de inclusión mediante el consumo, pero también de salir de las privaciones (absolutas y relativas) que estaban indisolublemente ligadas al sentido del trabajo.

Marcelo: Yo en un momento también llegué a pensar así, también ¿qué era? Robar para que llegue el viernes y que me vean adentro de un baile con una ropa de marca, las últimas zapatillas y un trago, y aparentar, querer aparentar algo. Y no veía que en mi casa había necesidades de pagar impuestos, ayudar a un hermano, una hermana. ¡Mi viejo! Mi viejo nunca… no le preguntaba ‘¿pá, te alcanzó para tus remedios?’. Porque mi viejo venía y era, uh, cuando éramos más chicos nosotros íbamos a comprar la olla de comida, teníamos que caminar como seis, siete cuadras. Mi viejo nos daba la plata, la olla y nos íbamos entre tres, cuatro hermanos agarrando una olla grande y teníamos que traer. Y yo me quejaba, encima: ‘No, pa, pero porque yo quiero comer dos platos’. Y cuando hablaba de valores, principios. Mi viejo me decía: ‘si vos te comés dos platos, tu hermana no come o tu hermano más chico no come’. ‘No, pero yo quiero dos platos’. (Entrevista a Marcelo, Unidad Penitenciaria, 9/4/2018).

Aunque no aparezca la crítica de la manera en que la planteaba Miguel –y si bien Marcelo realiza una revalorización póstuma de la figura del trabajador (que es también la de su padre, ya fallecido)–, no obstante, comparten un trasfondo común: la realidad del trabajo tal y como aparece o apareció en un momento para estos jóvenes no ofrece las recompensas materiales y simbólicas de lo que se espera de la vida. Atar la moral del trabajo a la reproducción de las necesidades básicas es una concepción miserabilista que, contrariamente a todo lo que se promueve como ideal de vida, no logra conseguir adhesiones más allá de la coerción sorda de las relaciones económicas (Marx, 2012). Sin embargo, esta misma coerción se muestra insuficiente en la medida en que ni siquiera se reconoce aquí como legítima (es decir, retomando la expresión de Marx, fundada sobre lo que aparece como “leyes de la naturaleza” del mercado). Lo que se pone en juego, finalmente, es el valor social del trabajador que se había sometido a esas mismas “leyes”, y del cual la experiencia familiar ofrece el punto de comparación más próximo y, por eso, del que más se intenta escapar.

Entendido en términos amplios, el valor implica no solamente una referencia cuantitativa sino además cualitativa, en la medida en que el valor económico no puede ser desvinculado del valor social (Boltanski y Thévenot, 1991; Orléan, 2011; Graeber, 2018; Wilkis y Figueiro, 2020). En este sentido, el valor es aquello que otorga potencia social, es decir, capacidad de actuar sobre el orden social porque encuentra los recursos y la confirmación de su legitimidad en ese mismo orden. De esta forma, todo ocurre como si la figura del trabajador (que, acaso como la del delincuente, también sea un mito, pero no por eso está desprovisto de realidad y de eficacia) sufriera una devaluación de su capital moral (Bourdieu, 2009; Wilkis, 2015); es decir, del reconocimiento de ciertas características que se apreciaban como virtudes (tales como la honorabilidad, la respetabilidad y la laboriosidad), para fugarse hacia otras prácticas y otras concepciones del trabajo que brindan mayores oportunidades de poder, legitimidad y de realización personal.4

P: ¿Y cómo veías al laburante?

M: No como mi enemigo, pero como que era inferior. Consideraba yo que era inferior. Siendo mi familia la mayoría laburantes.

P: ¿Por qué considerabas?

M: Y, porque yo veía esa parte, pero no del laburo que correspondería, decir ‘che, mirá, esta persona labura… mi viejo, 14, 16 horas y lo hace por nosotros’. No, decía: ‘–Mirá, el chabón labura 16 horas y la plata no le alcanza y yo quería comer dos platos, no pude, entonces, ¿qué voy a laburar como papá, ma?, si… mirá, la plata no alcanza para comer’‘–Marcelo, callate la boca’, y yo cobraba, pero bueno. (Entrevista a Marcelo, Unidad Penitenciaria, 9/4/2018).

A diferencia de Miguel, Marcelo conoció el trabajo legal solo ocasionalmente. A los 16 años se mudó con una joven que se oponía a su actividad delictiva, por lo que empezó una corta vida laboral como forma de llevarle tranquilidad a su pareja, actividad que duró, junto con la relación, un corto tiempo. Se trató de lo que se conoce como una “pantalla”: mostrarles a ella, a familiares y vecinos que iba por el camino correcto, que no era un delincuente. Su por entonces cuñado lo había llevado a trabajar a un taller mecánico, donde recuerda que planificaba por teléfono y a hurtadillas sus robos. Si en Miguel había una indiferenciación entre el dinero proveniente del delito y el del trabajo, con Marcelo se observa una diferenciación, pero en este caso inversa, y que corresponde con la depreciación de la figura del trabajador como alguien inferior.

P: ¿Y diferenciabas el uso de esa plata? ¿La que venía del choreo [robo] y la que venía del laburo [trabajo]?

M: En el momento no. Es más, creo que cuidaba más por ahí la del choreo que la que era con el sacrificio.

P: Ah, ¿sí? ¿Por qué?

M: Porque yo daba cuenta –o sea, tengo tiros en el cuerpo– y que en el momento uno que va a robar arriesga su vida. No con ánimo de justificar nada…

P: ¿Esa guita [dinero] tiene otro peso?

M: Y, para mí sí, pero porque lo veía de ese lado. […] Porque yo decía ‘a mí no me importa si yo laburando no gano. Yo gano robando’. Por ahí venía mi cuñado y me decía a fin de mes ‘tomá, Marcelo’. ‘Metetela en el orto, si en dos días agarré…’. El sábado me iba tres días, me iba a Entre Ríos, me iba a Santa Fe, a San Luis, Corrientes… una porque tengo familiares, y otra porque aparte, la plata, como decíamos nosotros, cuando uno es pendejo [joven], te quema en el bolsillo, porque sabés que está también la que podés decir ‘viene de arriba’. Viene de arriba pero vos pusiste en riesgo tu vida. Tu vida, la de otra persona que pudo estar ahí y surgió un enfrentamiento o algo y… o sea, yo voy a robar… hoy estoy con un homicidio en ocasión de robo. Yo voy a robar pero no voy a matar, y sin embargo…. (Entrevista a Marcelo, Unidad Penitenciaria, 9/4/2018).

La representación de un “dinero fácil” que, por eso mismo, sería objeto de malgasto, es relativizada por Marcelo: que “venga de arriba” no equivale a un dinero absolutamente gratuito y desprovisto de valor. Aunque esto es algo que también se va aprendiendo sobre la marcha de una trayectoria que generalmente va in crescendo en riesgos (pero también en los conocimientos de cómo minimizarlos), las situaciones van forzando a tener en cuenta, de manera muchas veces temprana, que “el dinero nunca es de uno” (como me dijo otro entrevistado), que nunca es gratuito y que lo que se pone en juego en primer lugar, y de manera directa, en esta forma de ganarse la vida es la vida misma. En este sentido, lo que puede parecer un derroche (“quema en el bolsillo”) no se vincula a un dinero desprovisto de valor. Sucede que lo que cambia es el régimen a partir del cual se valoriza dicho dinero. El dinero del delito, especialmente en la juventud, vale porque permite compensar ciertas privaciones, pero además porque evidencia una potencia delictiva que a su vez debe visibilizarse en sus consumos. Estos, al ser públicos y ritualizados, se constituyen en instancias decisivas para clasificar y jerarquizar a quienes acceden o no a ellos (Douglas e Isherwood, 1990).

M: Cuando más tenés es cuando el estereotipo ese de pibe chorro se lo ve con frecuencia con plata, con moto, con coche, con ropa que los demás no pueden acceder y todas las semanas vas renovándolo, porque eso también, el mueble tiene que estar renovado todas las semanas, si no, no pertenecés a ese estatus.

P: O sea que no es solamente renovar la pilcha, es renovarla a cada rato.

M: Una vez por semana mínimo. Por eso de querer aparentar algo, ¿entendés? (Entrevista a Marcelo, Unidad Penitenciaria, 9/4/2018).

Aun cuando se trata de una economía que en sí misma no puede proveer mucha planificación más allá de la organización del delito mismo, y que está sujeta a una multiplicidad de imponderables, sin poder calcular con exactitud las ganancias que obtendrán ni ser propietarios legales de bienes inmuebles o que requieran una justificación impositiva (autos, motos, etc.), bajo condiciones de mucho riesgo y desprovistos de cualquier marco institucional formal de administración del dinero, estas personas no obstante presentan formas razonables de utilización de él. Aunque varios de los entrevistados lograron comprar casas, lotes y autos (y hasta veleros), ya sea sin que medie ningún comprobante legal o poniendo como testaferros a familiares, la mayoría realiza una administración del dinero que prioriza ciertas categorías que, como vimos con Miguel, se vinculan en determinada etapa de la vida con el mantenimiento del hogar. El resto dependerá, entre otros factores, de las características particulares de los hechos delictivos a los que se dediquen y la frecuencia con que los cometan. Un asalto a un banco planificado durante meses, en caso de resultar exitoso, puede significar una suma abultada de dinero que podrá ser administrada también durante meses. En el caso de acciones menos planificadas, pero que por eso mismo pueden realizarse con una mayor frecuencia, los marcos temporales de calculabilidad mantienen como horizonte una periodicidad más acotada. Aunque Marcelo no tiene hijos, también priorizaba el gasto constante del alquiler de su vivienda para luego destinar el remanente (“cuando es poco”) a consumos más rápidos y efímeros. En consonancia con las características de una economía del día a día, podía proyectar ingresos más o menos constantes de dinero robado sin preocuparse por cuánto tiempo le duraría el efectivo obtenido hoy.

P: Y vos volvías de un laburo [un hecho delictivo], ¿y qué hacías con la guita?

M: No, primero, o sea, cuando estaba solo primero era el alquiler, y después lo que me quedaba creo que lo… Porque hay veces que vos vas y te dicen, en una entrega: ‘mirá que hay 60 lucas [sesenta mil], ¿cuántos van? ¿Tres? Bueno, 20 para cada uno’. Y capaz que vas, sale bien, todo, pero cuando vas a hacer la astilla [el reparto] hay 12, 13. No te sirve para nada; bueno, pero para el alquiler sí. Bueno, ‘esta es tuya, esta es tuya, chau’. Y la que queda, porque mayormente, cuando es poco, hay que quemarla, no sirve, entonces te vas, o salís con la mina que sale con vos o te fuiste a comprar más ropa.

P: Ah, ¿sí? ¿Si es poco se quema?

M: Yo le decía así, ‘vamos a quemarla, si mañana vamos de vuelta, pero mañana vamos un par más’, o sea, tenés todo una mentalidad, un lenguaje ‘naa, vamos a delirarla, vamos a delirarla si mañana vamos de vuelta y mañana va a salir bien, mañana vamos a ir a buscar la que hoy no estaba, la vamos a traer mañana’. Y mañana íbamos. Y por ahí la traíamos y por ahí no. Pero mayormente, o sea, ese pequeño grado de conciencia lo tenía, que sabía que tenía que asegurarme el techo. (Entrevista a Marcelo, Unidad Penitenciaria, 9/4/2018).

Sin embargo, el alquiler no era lo único que Marcelo tenía en cuenta en el manejo de sus finanzas. Como parte del buen saber de su “oficio”, entre los múltiples imponderables se hallaba ser detenido por la policía, frente a lo cual tener una reserva de dinero podía ser acaso el último recurso. Esto muestra, de paso, una ambivalencia del Estado que no se limita a las zonas más marginalizadas (Sobering y Auyero, 2019), desde el momento en que, a diferencia del tráfico de drogas, los delitos contra la propiedad no tienen la misma lógica territorializada. Se trata más bien una actividad nómade, pasible de ser interceptada en cualquiera de las zonas en las que se realiza, las cuales, si bien no son necesariamente las más favorecidas, son en general las que cuentan con mayores oportunidades delictivas (Kessler, 2014).

Yo me dejaba plata en mi casa. Siempre uno una reserva por ahí llevaba, porque… hoy no sé si es tan así. Pero yo, ponele, desde que empecé [en el] 96, 97 hasta el 2005, vos mayormente, y ha pasado, era arreglar ahí en el momento [con la policía]. Hasta coheteado [baleado]. Hasta coheteado en una comisaría y el taquero [comisario]: ‘bueno, dale, antes que entren los testigos y la máquina, ¿qué tenés? Andá a buscar a alguno, llamá a un familiar. ¿Cuánto tenés? ¿50? ¿20? ¿15? ¿Cuánto tenés? ¿Qué tenés, uno encima? Dale.’ Y tenías que sacarte todo. ‘Y bueno, dame una hora’, y bueno. ‘Fíjate ahí, cámbiate, lávate acá, apretate ahí, después te arreglás por ahí’. ‘O si no, no me la traés vos, vos sabés lo que pasa. Y si no mandalo a fulano que me traiga la…’. Y arreglabas y te ibas. (Entrevista a Marcelo, Unidad Penitenciaria, 9/4/2018).

“No sabía lo que era tocar una olla”

A Micaela la entrevisté cuando tenía 24 años y hacía más de seis que se encontraba detenida, a excepción de un período de tres meses en libertad a los 21, luego de los cuales fue nuevamente encarcelada tras cometer nuevos delitos. También ella ubica el inicio de su actividad delictiva de muy joven, a los 11 años. Aquellos primeros pasos estuvieron mediados por un grupo de jóvenes de mayor edad con el que se juntaba y al que acompañaba a delinquir en moto, aunque luego empezó a especializarse en el robo de locales comerciales y casas particulares junto a un compañero: “nunca éramos más. Él piloteaba [manejaba] y yo bajaba y le daba”. A los 16 años fue madre, mientras iba a la escuela, momento en el que dejó el delito por un tiempo para dedicarse al cuidado de su hijo. Sin embargo, luego de un año lo retomó hasta que finalmente fue detenida a los 18. Definió su actividad delictiva como “un choreo de capricho”.

Micaela: Y, mirá, cuando yo tenía 11 años, me fui a vivir con mi vieja y hasta los 11 años me crió mi abuela. Y mi abuela me malcrió hasta donde no tenía. Y de repente, mi vieja no me malcriaba, y no tenía nada para darme. Y ya estaba acostumbrada a la pizza, al delivery, a las cosas caras. Y mi vieja nada que ver, lo contrario. Entonces yo empecé a robar porque mi vieja cocinaba guiso, y yo quería pedirme una pizza y tomar una Coca-Cola.

P: Con mucha muzzarela.

M: ¿Entendés? Con doble muzzarela, y así. Y empecé por eso, para comprarme la comida que a mí me gustaba, la comida que no me daba mi vieja, y siempre me gustó estar bien vestida y, más que nada por eso. Más que nada por eso, porque droga, yo no me drogaba, así que… lo único que fumaba era porro, así que lo único que compraba era porro y nada más. (Entrevista a Micaela, Unidad Penitenciaria, 14/5/2019).

A diferencia de otros entrevistados, el punto de vista de Micaela no hace hincapié en el grupo de pares como factor explicativo, sino en dos cuestiones relacionadas que nos interesan particularmente: la privación relativa que percibía respecto de un estilo de vida interrumpido (los “caprichos”), sumada al sentimiento de independencia que le brindaba el delito. Este último punto, como veremos, es de gran importancia en este caso, dado que el delito tal como lo practicaba Micaela (y justamente por ser mujer en un universo mayoritariamente masculino) generaba gran reconocimiento entre sus pares, a la vez que le permitía una independencia económica que reforzaba su autonomía material y simbólica frente a las dependencias masculinas.5 En este sentido, el estilo de vida al que aspiraba también era parte de lo que entiende por autonomía, puesto que era lo que le permitía “ser quien era”. Los objetos y prácticas de consumo no son un añadido a la concepción que tenemos de nosotros mismos, sino que son sus soportes (Belk, 1988; Schouten, 1991).

M: Mi astilla la usaba yo para mí, siempre.

P: ¿Y se dividían siempre igual, con tu compañero? ¿50 y 50?

M: Sí, sí, sí, por supuesto, sí, sí. La mitad. La mitad de todo. Y, nada, quizás usábamos algo en común para bueno, también, o sea, salida de joda, iba a bailar; te hablo un poco más grande, tipo 13, 14. Ya iba a bailar y me lo gastaba en joda… mucho en joda. Mucho.

P: ¿Eras así de invitar?

M: ¿Sabés que sí? Me encanta, o sea, invitar… no me gusta la mina que entra al baile y el tipo tiene que venir a invitarle un trago, por ejemplo. Yo entro y lo compro, o sea, mi independencia. Entonces es como que salir de lo normal, que es… entran las pibas sin un mango y se van re borrachas porque se juntaron con tres, cuatro pibes y yo no, era al revés. Y cuando tenía porro siempre llegaba a la esquina y estaban todos los pibes, y yo sacaba el porro. Entonces había como otro respeto, ¿entendés? O sea, es diferente, cuando vos llegás a la esquina y sacás un porro y lo armás vos y lo invitás vos, es diferente el respeto a cuando llegás y el pibe te quiere invitar a fumar porro, te tenés que dejar chamuyar, o te quiere chamuyar, ¿entendés? Entonces el respeto era otro, y la relación en el barrio era otra.

P: ¿Y en qué veías la diferencia?

M: En el respeto.

P: ¿Concretamente qué pasaba?

M: Concretamente, cuando no dependés, o sea, cuando vos sos una piba que tiene plata, que roba, o sea, en ese, en ese sentido, el respeto es otro, no dependés de nadie. Entonces es como que no te hace falta el chamuyo, ¿entendés?, no te hace falta estar con nadie. (Entrevista a Micaela, Unidad Penitenciaria, 14/5/2019).

Si bien el inicio de la trayectoria de la mayoría de los entrevistados podría caracterizarse como hedonista, el relato de Micaela hace un fuerte hincapié en una autonomía que es del orden de lo material, pero en cuanto permite establecer relaciones más igualitarias y de “respeto”, especialmente con los varones. Como en el caso de las trabajadoras sexuales (Puglia, 2018), el dinero y la actividad misma son aquí resignificados en términos de dicha autonomía. La potencia social de la ganancia es más que el simple poder de compra que dicha ganancia habilita, puesto que permite revalorizarse al interior de un sistema de intercambios materiales, simbólicos y sexuales en el que la mujer se halla generalmente subordinada.

Aunque, como veremos, nunca trabajó en forma legal más allá de un fallido intento, esto no es inmediatamente imputable a una ausencia objetiva de oportunidades, incluso relativamente más atractivas. A diferencia de Marcelo, Micaela cuenta que ella no veía con inferioridad a los trabajadores. Rodeada de familiares “profesionales”, el trabajo no era tanto un camino que no reportase ganancias o que no permitiera “una buena vida”, cuanto una actividad que simplemente “no era para ella”.

M: Siempre lo vi bien [al trabajador] porque… no para mí, pero para los demás sí, porque mi familia está llena de profesionales. Mi tío labura en AFA, mi abuelo en el [Ministerio] de Salud […], mi tío laburaba en Edenor, mi tía es martillera pública, o sea… todos profesionales. [...] Así que tengo todos profesionales en mi familia; no me pasa eso de que “el gil laburante”, no. No porque sería recaradura, ¿entendés? O sea, nací, me crié viendo cómo se hace la buena vida laburando, y de repente la ovejita negra, ¿entendés? Así que no.

P: Pero igual lo veías bien para vos.

M: ¿El delito?

P: Sí.

M: Sí, sí, sí, por supuesto. Era el camino que yo adopté para… dije ‘no quiero que me ayude nadie, no nada, yo hago mi camino sola’, y así lo hice. (Entrevista a Micaela, Unidad Penitenciaria, 14/5/2019).

Así que nada, la plata era básicamente para, para mí. Y cuando nació mi hijo, yo tenía 16 años, dejé un tiempo de robar, que sino yo sabía que… o sea, sabés que en algún momento, tarde o temprano la suerte se termina, así que dejé un tiempo, y ahí lo mantenía el padre, al nene. Yo me mantenía yo. Pero el padre lo mantenía al nene. Y quise laburar y no, no me salió. […] No me salió. No, es como que mucho esfuerzo y poca plata.

P: ¿Qué laburos veías o llegaste a conseguir?

M: No llegué a conseguir. O sea, estuve un día o dos en [se ríe] la municipalidad y… no.

P: No era lo tuyo.

M: No. No, no, no. Ahora mi pensamiento cambió, yo te… en el momento que te digo esto, estoy pensando como cuando tenía 17 años. Y hoy, 24 años….

P: ¿Qué sentías en ese momento, ese día que estuviste en la municipalidad?

M: Y, que era parte del mundo normal, que, o sea, en realidad estaba haciendo lo que correspondía pero no era mi mundo. En ese momento yo pensaba que lo que estaba haciendo, el delito, estaba bien, o sea, ese era mi mundo, en ese momento. Era como que si yo hacía otra cosa, ya no pertenecía. Así que me quedé con el delito. Siempre. Y hoy con 24 años, no, ya está. (Entrevista a Micaela, Unidad Penitenciaria, 14/5/2019).

Con un spinozismo práctico, no definirá al delito en términos morales absolutos, sino como algo que era bueno para ella porque su mundo (es decir, su experiencia práctica con la vida cotidiana) había sido en buena medida el delito y lo que este le había permitido. En cuanto es nuestro espacio social el que en gran medida nos constituye, abandonar dicho espacio implica dejar de lado parte de nuestra historia, conjuntamente con todos los privilegios, potencialidades y afectos que supone (y también sus riesgos), es decir, “dejar de pertenecer” a aquello que ayudó a ser quienes somos y, de esta manera, dejar de ser en parte uno mismo:

Imaginate que yo en el momento que cambio de pensamiento, también tengo que cambiar de amigos. ¿Entendés? Ya no me puedo juntar con el que toma merca en la esquina, ¿entendés? No te digo que me voy a ir del barrio, pero sí voy a manejarme de otra forma, y en otros lados, con otra gente. (Entrevista a Micaela, Unidad Penitenciaria, 14/5/2019).

En contraposición, el trabajo legal aparece como una opción que no le despertaba ninguna motivación frente a las recompensas del ilegalismo. Pero el dinero obtenido por esas vías le permitía mantener un estilo de vida y una independencia que iba más allá de lo económico. Micaela es muy consciente de que las ganancias provistas por el delito eran muy superiores a las que podía obtener en un trabajo en relación con los capitales que podía exhibir (conocimiento, experiencia, etc.) y al esfuerzo requerido. Pero entre aquellas recompensas también se hallaba la experiencia vital misma que, bajo la forma de “adrenalina”, aparece comúnmente como un goce mediado por un aprendizaje socializado: “Siempre fue por gusto. Ponele que en parte por necesidad, y en parte por gusto. ¿Entendés? Era la adrenalina. No tenía nada que ver con el miedo en ese momento, ni se acercaba” (Entrevista a Micaela, Unidad Penitenciaria, 14/5/2019).

Pero cuando choreaba con Santino ya era todo para Santino. Todo para él. Ponele que yo me quedaba con un 30 por ciento, Santino tenía casi todo. Siempre.

P: ¿Sacabas buena plata?

M: Y sí, depende los locales, sí. 30, 40 mil pesos.

P: ¿De tu astilla [de tu parte]? O sea, ¿para vos?

M: No, en total.

P: Mm. Ta, igual en ese año era…

M: No, sí, sí, era muchísima plata. Si, sí, la verdad que sí. [...] Sí. Llegué a alquilar, con Santino. Llegué a alquilar. Comprarme… me equipé el departamento. Lo equipé, me compré un DVD, un equipo de música, me había comprado un plasma porque en ese momento habían salido los plasmas. Me compré de todo, Santino estaba lleno de juguetes y tenía un año y medio [se ríe] y, nada, no sabía lo que era tocar una olla. (Entrevista a Micaela, Unidad Penitenciaria, 14/5/2019).

La llegada de su hijo aparece nuevamente aquí como un hito que marca una modificación en los usos del dinero. No obstante, tampoco se relegan totalmente los principios bajo los cuales evaluaba su concepción de autonomía. Si el bienestar filial pasa a ser prioritario y la utilización del dinero se racionaliza desde el punto de vista del mantenimiento de un hogar, el dinero mismo no es observado desde una lógica del sacrificio sino en función de mantener y extender las comodidades que le permitía antes y su concepción de autonomía. De hecho, Micaela deja en claro que fue el padre de su hijo (con el que nunca convivió) quien se hizo cargo económicamente de él luego de su nacimiento (previo a que ella volviera a las actividades delictivas), en tanto que ella se mantenía “sola”.

La referencia a la olla es elocuente. Ninguno de los entrevistados varones realizó jamás una mención a las tareas domésticas. La compra de una casa para los hijos, el amueblamiento de esta, el pago de colegios privados, llevar a la familia de vacaciones, todo ello surgió como parte de lo que asumían como deberes paternos, pero las actividades vinculadas a la reproducción de la vida familiar simplemente eran pasadas por alto. En cambio, con la expresión de Micaela, emerge el destino social del cual su accionar delictivo le permitía escapar.

Coda

Antes de encender el grabador, mientras le explicaba a Micaela que la entrevista era anónima y que su nombre iba a ser modificado, me sorprendió diciéndome que ella no tenía problema en que lo conservara. No se trató de una forma de mostrarme cortesía por medio de una indiferencia simulada, sino que además expresó su voluntad de que no fuese cambiado por uno de fantasía. “No me gustaría ser otra persona”, me aclaró. Ante mi desconcierto, le expliqué que era parte del deber profesional y que es una especie de norma no escrita de la academia, una forma de salvaguardar la confidencialidad y la confianza brindada. Pero a Micaela pareció no importarle el formalismo, y me replicó que era parte de su identidad. Más allá del problema ético que esto supone, lo que interesa especialmente es la dignidad que le otorgaba a su pasado delictivo. No hubo vergüenza ni prurito en Micaela por contarme parte de su vida, incluso desde el interior de una cárcel. Asimismo, como vimos, no buscaba justificar su accionar por criterios como la necesidad o el sufrimiento, sino simplemente por cierta forma de consumo y por la independencia que le brindaba. Robar, para Micaela, no era un problema, aunque sí las consecuencias. Tampoco lo era para poder pedir comida por delivery o para ir a bailar sin tener que dejarse “chamuyar”. Esto no significa que no sepa que robar está mal, pero ese era “su mundo”. Lo que su relato muestra de manera ejemplar, pero que encontramos en los otros casos retomados, es la positividad del delito: ser delincuente es aquí obrar de acuerdo con lo que uno desea y no refiere necesariamente a un acto desesperado, sin elección y casi obligado de alguien que no tuvo otra alternativa. Por el contrario, se observa, paradójicamente, la capacidad de agencia de personas que comúnmente son pensadas desde la negatividad, ya sea como desertores escolares, faltos de experiencia, con déficits cognitivos o como inempleables (Chaves, 2005; Gutiérrez y Assusa, 2016). Para estas personas, el delito era una forma de vivir de acuerdo con aspiraciones, relaciones e imaginarios que, si bien fueron variando a lo largo de sus trayectorias, no dejaban de ser sus buenas razones para cometer ilícitos, pero también para conjugarlo con otras actividades legales, como Miguel.

Sin embargo, esto no equivale a restaurar un fundamento individualista de las prácticas. Nuestros entrevistados no nos dan pistas tanto de una conciencia prístina cuanto de las valorizaciones y jerarquizaciones que operan en el mundo social, en sus márgenes geográficos, pero no necesariamente en los márgenes sociales. En este sentido, interesó ver cómo se tramitan determinados imperativos sociales en contextos sociales y culturales particulares. Una de esas valorizaciones es la del individuo mismo, lo cual no implica su existencia primera sino un proceso de individuación que presenta características definidas pero con diversos recursos y modulaciones en diferentes espacios sociales (Araujo y Martuccelli, 2010). Querer comer dos platos, ganar robando, mostrarse con ropa nueva o pedir comida por delivery implican una idea de individuo que se constituye en esos mismos actos por los que reclama. La autonomía, no estar anclado, no depender de un patrón, pero tampoco de un hombre, son formas de pensar y sentir la vida que también son solidarias de las maneras en que se ganaron la vida (material y simbólicamente), en contextos que combinaban gran precarización con nuevas fuentes de jerarquización, de individuación, pero también de producción y reproducción de vínculos, a partir del consumo.

El delito como forma de ganarse la vida puede ser pensado como una metáfora: por un lado, es la manera en que nuestros entrevistados accedían al dinero que les permitía cubrir sus necesidades y placeres. Pero por otro, y en la medida misma en que no era una mera cuestión de reproducción ni de privaciones, era también la forma de constituirse como sujetos singulares y potentes para, desde ahí, relacionarse (jerarquizándose o igualándose) con otros significativos. En este sentido, la mediación del mercado como forma de acceso a una variedad de consumos se constituye en la prueba (socialmente estructurada –Martuccelli, 2010–) que da cuenta de dicha potencia, que es delictiva y económica. Si el dinero del delito ya no se diferencia en sus usos de otros tipos de dinero es porque la vida del delito se valoriza frente a lo que aparece como socialmente devaluado: la vida del trabajador, y no solamente su trabajo o su salario. Pero una de las claves de dicha valorización (no la única) es que se efectúa mediante el gasto. Es fundamentalmente mediante el consumo que se revaloriza la decisión, la autonomía y al mismo tiempo la obligación de “darse el gusto” (Figueiro, 2013), frente a lo cual el trabajo (no como categoría abstracta, sino bajo las condiciones en que mayoritariamente se les presenta) aparece como impotente.

Al mismo tiempo, esto no supone un individualismo hedonista e irracional. Las variaciones en la gestión del dinero muestran a su vez cómo en esas formas de ganarse la vida también entran cálculos a futuro, inversiones y prioridades, especialmente cuando se trata de la familia. Lejos del oscuro manto de irracionalidad, el manejo del dinero se ajusta a las características de una actividad que en sí misma es de gran incertidumbre y que carece de la mayoría de los recursos institucionales, materiales y técnicos que constituyen marcos de calculabilidad a largo plazo, pero lo cual no quita que dicho manejo sea razonable. Al ser una economía que se maneja en efectivo, las situaciones particulares que atraviesen son cruciales para comprender cómo el dinero puede destinarse a diversos gastos, bajo la expectativa de que, o bien habrá un próximo “golpe”, o bien se estará detenido o muerto y ya no podrá disfrutarse de lo conseguido. Esto no supone que solo se piense en el presente, sino más bien que se tiende a prever situaciones futuras según la situación inmediatamente presente, como por ejemplo, la vivienda familiar. Si el dinero se tiene hoy, es preciso invertirlo, compartirlo o destruirlo hoy.

Sobre el autor

Pablo Figueiro es Doctor en Sociología y se desempeña como profesor investigador en el Instituto de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de San Martín, donde actualmente dirige el Centro de Estudios Sociales de la Economía. Sus temas de investigación se centran en las prácticas económicas, el consumo y la sociología del dinero.

 

Notas

  1. La misma forma parte del proyecto colectivo PRI 06/19 UNSAM (2019-2021): “Abordajes socioantropológicos de mercados y prácticas económicas informales, ilegales y criminales en la Argentina contemporánea”.

  2. Por razones éticas y legales, no brindaremos detalles sobre la ubicación exacta de la Unidad Penal en cuestión. Todos los nombres propios han sido modificados para preservar la identidad y la confianza de nuestros entrevistados.

  3. Al hablar de trabajo legal, me refiero a actividades que no están ilegalizadas para quienes las ejercen. Esta aclaración se debe a que muchas actividades laborales se hallan en la más absoluta ilegalidad en cuanto a los cumplimientos del empleador.

  4. Retomo la idea de Durkheim –frecuentemente olvidada por quienes no han visto en él más que a un sociólogo del orden– de que no alcanza con que los contratos sean verbalmente consentidos para que sean obligatorios. Es preciso en primer lugar que sean justos, es decir, que los servicios intercambiados tengan un valor social equivalente. Esta equivalencia no se fundamenta en una objetividad económica conmensurable, como en el caso de las teorías del valor trabajo, sino en el mérito social que se les atribuye a las tareas y a los esfuerzos requeridos. Por otra parte, esto es condición de posibilidad para que el desarrollo de la división del trabajo social corra en paralelo con el desarrollo de la personalidad individual, lo que exige que la asignación de posiciones en esa división no sea coactiva. (Véase Durkheim (1985, libro tercero).

  5. Al hablar del “delito tal como lo practicaba Micaela” me refiero a que era bajo los esquemas del delito apreciado como masculino (con armas, “apretando” gente). Yo mismo había replicado los imaginarios habituales en torno al delito femenino al preguntarle si era “mechera” (mujeres que hurtan ropa en los comercios de indumentaria), frente a lo cual me respondió categóricamente: “No, no, no. ¡De caño! [a mano armada]” (Entrevista a Micaela, Unidad Penitenciaria, 14/5/2019).

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