Dossier / Artículo Original

Trabajo en común
Formas autóctonas de economía política, desde el interior cordobés

Working together. Native modes of political economy, from inland villages of Córdoba, (Argentina)

Trabalho em comum. Formas autóctones de economia política, desde o interior de Córdoba, (Argentina)

Julieta Quirós1

1 Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Instituto de Antropología de Córdoba, Universidad Nacional de Córdoba.Córdoba, Argentina
ORCID 0000-0003-2977-1012
Correo electrónico: juquiros@hotmail.com

Fecha de recepción: septiembre de 2019
Fecha de Aceptación: marzo de 2020

 

DOI: http://doi.org/10.34096/cas.i51.7960

 

Trabajo en común. Formas autóctonas de economía política, desde el interior cordobés
Cuadernos de Antropología Social, núm. 51, mayo-septiembre, 2020.
Sección de Antropología Social, Instituto de Ciencias. Antropológicas. Universidad de Buenos Aires
Licencia Creative Commons Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 4.0 Internacional.

Resumen

¿Qué es lo que la creatividad política de los pueblos del interior tiene para decirnos de las posibilidades de lo político? ¿Qué es lo que la creatividad económica de la gente tierra adentro tiene para decirnos de la naturaleza y posibilidades de lo económico? Las comisiones vecinales del interior cordobés trabajan. Despliegan incesantes flujos de energía colectiva orientados a (re)producir sus condiciones de existencia y mantener la vida andando. En ese camino, proponemos, ponen en práctica un modelo autóctono de economía política que asigna responsabilidades y derechos diferenciales a la gente y al municipio, a la Sociedad y al Estado local. Estas páginas exploran etnográficamente algunos eventos de esa economía política en su discurrir cotidiano; en particular, los modos en que una serie de procesos de (co)producción de riqueza habilitan la creación de “lo común” como experiencia y modalidad de relación entre personas y entre personas y cosas. Al igual que en otros lugares, en estos pueblos, soberanía económica y autonomía política se producen y traducen recíprocamente, como dos caras de una misma moneda.

Palabras clave: Economías comunitarias; Política colectiva; Estado; Interior rural; Argentina

Abstract

What can the political creativity of inland villages tell us about the possibilities of politics? What can the economic creativity of inland residents tell us about the nature and possibilities of economy? Neighborhood committees in inland Córdoba (Argentina) work. They unfold incessant flows of collective energy for the (re)production of everyday existence. While doing so, we argue, they put into practice a native model of political economy that assigns different rights and responsibilities to the people and the municipality; to society and the local state. Through an ethnographic approach, this article explores this political economy in its daily life: how processes of (co)production of value enable the social creation of common goods and, therefore, of “the common” as an experience and modality of relationship between people, and between people and things. As in other places, in these towns of Argentina, economic sovereignty and political autonomy are reciprocally produced and translated, as if they were two sides of the same coin.

Key words: Community economies; Collective politics; State; Inland villages; Argentina

Resumo

¿O que é que a criatividade política dos povoados do interior tem a nos dizer sobre as possibilidades do político? ¿O que é que a criatividade econômica das populações do interior tem a nos dizer sobre a natureza e possibilidades do econômico? As comissões de vizinhos do interior da Província de Córdoba, Argentina, trabalham. Desenvolvem incessantes fluxos de energia coletiva orientados a (re)produzir suas condições de existência e assim manter a vida andando. Nesse caminho, propormos, eles realizam um modelo autóctone de economia política que atribui responsabilidades e direitos diferenciais ao povo, á prefeitura, á Sociedade e ao Estado local. Este artigo explora etnograficamente alguns eventos dessa economia política na sua dimensão cotidiana; em particular, os modos em que una série de processos de (co)produção de riqueza habilitam a criação do “comum” como experiência e modalidades de relação entre as pessoas e as pessoas com as coisas. Como acontece em outros lugares, e na vida dos povoados, soberania econômica e autonomia política se produzem e traduzem reciprocamente, como as duas faces de una mesma moeda.

Palavras-chave: Economias comunitárias; Política coletiva; Estado; Interior rural; Argentina

Introducción: Embeddedness

En los pueblos chicos, la naturaleza relacional de la vida social se impone de una manera insoslayable. Un simple ejemplo basta para graficarlo: cuando vivís en un pueblo, tu relación con cualquier persona es potencial –y en general, fácticamente– plural; de Marisa Flores puedo decir que es la maestra de mi hijo; pero también que es una de las mamás con quien integro la comisión de madres del club de fútbol de Mollar Viejo; y también que es la mujer de Jorge Aguirre, el carpintero que ha hecho varios trabajos para mi casa.1 La idea de “multiposicionalidad”, acuñada por el sociólogo Luc Boltanski (1973), puede ser útil para describir el fenómeno; sin embargo, el tecnicismo del término no debe oscurecernos lo fundamental, que es la experiencia vivida de las personas. Siguiendo con mi ejemplo: cualquier problema que llegara a presentarse entre Marisa y yo en cualquiera de esos ámbitos –en la escuela, en el club, con el carpintero– inevitablemente repercutirá en los demás. En las sociedades de interconocimiento, las relaciones están complicadamente relacionadas, porque las “posiciones” pueden ser “múltiples”, pero las personas somos una.

La peculiar intensidad que adquieren las interdependencias personales se espeja, entonces, en la que asumen las distintas “esferas” de la vida social. Esto tiene implicancias en la antropología que practicamos (no de ni tampoco en sino) desde los pueblos. Una antropología que, sin que te des cuenta, progresivamente entra en tensión, a veces en colisión, con muchos de los hábitos epistemológicos consagrados por la academia, es decir, aquella que se fabrica desde la metrópoli. En el año 2015, la revista Critique of Anthropology dedicó un dossier especial (vol. 35, num. 3) a reflexionar sobre la decadencia y resurgir de los estudios de comunidad en nuestra disciplina. Allí, la antropóloga norteamericana Liza Grandia (2015) dedica su contribución a analizar los obstáculos que la temporalidad de los pueblos le impusieron al curso de su investigación de campo, y en ese camino aboga, en tiempos del fast-knowledge, por la práctica de una “slow ethnography”. Cuando leí su artículo sentí el alivio que te provoca la identificación: mis problemas no eran solo míos.

Además del ritmo, la antropología desde los pueblos plantea otros desafíos: por ejemplo, pone en jaque –no de manera exclusiva, claro, pero sí particularmente irrebatible– las posibilidades y pertinencias de la “especialización” subdisciplinar. Mis dos primeros años de trabajo de campo en localidades serranas del oeste de la provincia de Córdoba, Argentina, fueron suficientes para que los contornos de mi especialidad en “antropología política” –credencial que había sabido conseguir tras una dedicación etnográfica intensiva (grado, maestría y doctorado) en investigaciones metropolitanas–, empezaran a tornarse difusos. Un día me invitan desde Buenos Aires a disertar en un congreso académico sobre peronismo; acepto gustosa mientras estoy en el corral de la familia Acosta aprendiendo a ordeñar la ubre de las chivas: cuál es la “pauta que conecta” (Bateson, 1972) el peronismo cordobés con la actividad caprina de mis vecinos es algo que todavía no puedo explicar adecuadamente a mi audiencia, pero sé que existe, y es por eso que ambos forman parte de mi proyecto antropológico. La vida de pueblo incomoda la segmentación del conocimiento y despliega, en cambio, un campo indivisible a la manera en que lo representa Tim Ingold (2012, p. 48): una malla enmarañada, dice el autor, de sendas en curso o líneas de interés. Todo muy lindo, pero ocurre que ese enmarañado no es fácilmente reconocido por los estándares de interacción, evaluación y validación del campo académico. “Por algo [les antropólogues clásiques] estudiaban todo”, me dijo una vez mi colega María Inés Fernández Álvarez al escuchar mis dificultades de supervivencia escolar. Con esa reflexión me recordó algo fundamental: el holismo de la antropología clásica –ese que Karl Polanyi (1992) consagró en la noción de embeddedness– no era solo un presupuesto organicista ni tampoco solamente una pretensión de totalidad; resultaba también que, en esos terrenos de pequeña escala, la relacionalidad de la vida social se imponía empíricamente, acaso por el mero hecho de ser distinta de la relacionalidad de la urbe occidental. Y si de antropología se trata, no hay otra que dejarse imponer: no solo en lo que respecta a las preguntas, sino también a la manera de responderlas.

Me interesé en la vida de las comisiones vecinales del interior cordobés cuando estas cuestiones no eran todavía claras para mí; me acerqué a estos espacios colectivos en una doble e inseparable condición: como vecina de las localidades serranas en las que, hace aproximadamente ocho años, hago antropología, y como antropóloga interesada en la vida política de la región del oeste cordobés de la que, hace igual tiempo, me torné vecina por adopción. Con la intuición de que en las agrupaciones vecinales había mucha vida política por conocer, e interesada en descubrir qué clase de política era esa, empecé a acompañarlas etnográficamente primero, y luego a acompañar con ojo etnográfico mi propia implicación vecinal en ellas. Rápidamente, el cotidiano de las comisiones me reveló una política que no solo estaba “incrustada” en otras cosas, sino que “era” ella misma –como lo ha mostrado de forma pionera para diversos contextos la antropología de la política del Brasil (ver en especial Palmeira y Goldman, 1996)– otras cosas. Puntualmente, la etnografía me obligó a dirigir mi atención al enorme flujo de energía social que las comisiones vecinales invierten diariamente en producir y reproducir sus condiciones materiales de existencia; una actividad creativa incesante, orientada a producir recursos de subsistencia y, diría Tim Ingold (2012, p. 19) a "mantener la vida [colectiva] andando". Así, la ‘politicidad’ de las comisiones reveló ser, también, una ‘economicidad’; a tal punto que cuando presenté mis primeras reflexiones sobre este tema en la XII Reunión de Antropología del Mercosur, me di cuenta de que todas las ocasiones en que yo enunciaba “política” o “político” podían sustituirse por los términos “economía” y “económico”. Hice una prueba con la función “Buscar y Reemplazar” del procesador de texto: efectivamente, el significado de las frases se mantenía intacto. De repente, la relacionalidad radical (embebeddness) se me había vuelto sinonimia. ¿Qué había ahí?

No tengo una respuesta concluyente, pero esta pregunta es el camino que anima la escritura de estas páginas. De modo inicial, me llevó desempolvar textos clásicos de antropología económica que no releía desde mi formación de grado; a descubrir un campo de producciones recientes dedicadas a estudiar economías llamadas “ordinarias”, formas de “ganarse la vida” de la gente común (Narotzky y Besnier, 2014; Narotzky, 2015), o lo que el antropólogo Benoit de L’Estoile (2014, p. 72) propone entender, no como “otras economías”, sino como “algo distinto a economía”. Finalmente, y en una suerte de afinidad electiva, di con discusiones de la geografía crítica y la economía feminista interesadas en una política de mapeamiento de “economías diversas”, o más precisamente en lo que las geógrafas J. y K. Gibson-Graham (2008, p. 2) proponen como una “ontología de la diferencia económica” orientada a revertir el capitalocentrismo de nuestras prácticas de conocimiento sobre economía. Estas conversaciones interdisciplinarias fueron al encuentro de un tercer campo: la perspectiva procesual con la que abordo el estudio antropológico de la política vivida; en particular, una antropología política interesada en restituir el carácter políticamente productivo o generativo de las prácticas cotidianas (Quirós, 2011, 2018); perspectiva que, en los últimos años, se vio felizmente contaminada con una lectura y apropiación vernáculas de la “creatividad social” como enfoque etnográfico (Gaztañaga, 2016; véase también Fernández Álvarez, Gaztañaga y Quirós, 2017). Juntando las piezas, entonces, la etnografía en pueblos serranos del interior cordobés me propuso que, en su incesante y cotidiano “arte de existir” (Biehl, 2016, p. 228), los vecinos y sus comisiones despliegan creatividad política y creatividad económica como dos caras de una misma pieza. Estas páginas buscan aportar a la intersección de estos campos de discusión.

El escenario: ruralidades serranas y migración citadina

Estamos al pie de la sierra de los Comechingones, uno de los principales atractivos paisajísticos y turísticos de una amplia región popularmente conocida como Sierras de Córdoba. Al faldeo del cordón montañoso le siguen los valles; nosotros estamos en uno que se llama Traslasierra, lo que quiere decir “atrás de la sierra” desde el punto de vista de Córdoba capital. La geografía de los interiores suele ser instituida por las metrópolis, y este es un caso. Una región de la que históricamente se ha dicho de “difícil acceso” –para llegar o irse hay que cruzar el escarpado “camino de las Altas Cumbres”–: un auténtico interior del interior. A lo largo del valle se asientan los pueblos: parajes, comunas, municipios y ciudades con ethos pueblerino, distribuidos en un corredor de monte nativo que hoy representa una fracción del exiguo 3% de bosques autóctonos que se conservan en toda la provincia de Córdoba. A las localidades emplazadas al pie de la montaña, la preservación de este patrimonio natural les ha valido la identidad de destino turístico: sus arroyos, canales y acequias, pircas de piedra y mate con yuyos componen la típica foto del paisaje serrano. [Fotografía 1]

Fotografía 1
“Paisaje serrano”
Fotografía de la autora

La ruralidad de esta y otras subregiones de las sierras cordobesas no se ajusta al modelo pampeano que domina la fisonomía agraria de la mayor parte del interior de la provincia; tampoco se corresponde con una “economía regional” con identidad claramente definida, como puede ocurrir con zonas reconocidas como “tamberas”, “vitivinícolas” o “cabriteras”. Estamos hablando, como escuché decir a un poblador una vez, de otro interior. Un interior que mixtura producciones agropecuarias regionales (aromáticas, olivo, vid, papa, actividad caprina) con una actividad turística e inmobiliaria en incesante expansión. Históricamente, las familias de tierra adentro se ganaron la vida ensamblando trabajo rural asalariado, trabajo rural golondrina (masculino), agricultura familiar pluriactiva, y la arquetípica recolección y venta de yuyos, hoy revalorizados con el nombre de hierbas aromáticas y medicinales. Sobre el duro trabajo del yuyero se edificó el pilar de la oligarquía local: las familias llamadas acopiadoras. La plusvalía fue históricamente brutal.

En la actualidad, el esquema sigue bastante vigente –el patrón yuyero conserva modalidades contractuales que a uno le hacen concluir que el primer peronismo por acá no pasó2-, pero con más posibilidades de negociación, habilitadas por la expansión del mercado de trabajo en el sector de la construcción y de servicios (desmonte, desmalezamiento, alambrados, apertura de caminos, parquización, servicio doméstico, comercio). Estos sectores se expanden no solo por el creciente proceso de turistificación, sino también por la consolidación, en las últimas dos décadas, de un proceso migratorio peculiar: la afluencia de nuevos habitantes que llegan, desde las grandes ciudades del país (Buenos Aires, Gran Buenos Aires, Córdoba, Rosario, La Plata), a afincarse en los pueblos serranos. Los pobladores nacidos y criados en la región se refieren a estos nuevos vecinos como la gente de afuera; también nos llaman –y me incluyo, pues soy parte de ellos– los llegados o venidos; en ámbitos de intimidad social se nos reserva un mote gracioso: los de afuera somos, básicamente, jipis.

Como es esperable, las relaciones de alteridad entre los de acá y los de afuera constituyen un campo inagotable de reflexión antropológica; también e igualmente, como he propuesto en otras oportunidades (Quirós, 2019), un desafío político en términos de lo que Doreen Massey (2011) llama “geografías de la responsabilidad”: ¿cómo vamos a vivir juntos? Desde esta pregunta he señalado que este peculiar movimiento migratorio –al que las ciencias sociales refieren alternativamente, de acuerdo con el enfoque, como “neorruralismo”, “migración por amenidad” o “contraurbanización” (veáse entre otros Nogué i Font 1988; Moss, 2006; Chevalier, 1981)- debe abordarse en perspectiva geopolítica, en la medida que –al menos en Argentina– redispone, en un nuevo espacio y tiempo, relaciones de clase y geo-metrías de poder históricamente configuradas entre las metrópolis y el interior: en lugar de trabajadores rurales migrando a la urbe y reivindicando su “derecho a la ciudad”, hablamos aquí de clases medias urbanas que migran al campo y reivindican el “derecho a la naturaleza” que no tuvieron.

Los de acá y los de afuera perciben estas y otras diferencias con claridad, y suelen expresarlas en opiniones, juicios y críticas que movilizan en sus interacciones cotidianas. Estas prácticas sociales son un prolífico terreno de reflexión e intervención antropológica, y aquí me voy a detener en una de ellas: las imágenes sociales que unos y otros producen –y se atribuyen recíprocamente– en relación con un asunto de mi interés: la política. A los fines que nos ocupan en estas páginas, y en un ejercicio deliberado de esquematización, propongo plantearlo así:

Estas imágenes de “hipo” e “hiper” politicidad estructuran las formas en que unos y otros se vinculan cotidianamente con los Estados locales, es decir, con los municipios y comunas. Nuevamente para esquematizar, podemos decirlo así: el venido entiende que el nacido y criado tiene una relación de excesiva pasividad con el Estado; o bien porque, desde su punto de vista, “no reclama” al Estado lo que “le corresponde” –esto es, lo que le corresponde al vecino como derecho y al Estado como responsabilidad–; o bien porque, al contrario, “pide” y “espera” (todo, demasiado) del Estado. En contrapartida, el nacido y criado suele considerar que la forma en que el venido interactúa con el Estado es excesivamente beligerante, cuando no prepotente: el venido “exige demasiado” al Estado; por regla, el venido exige.

Entre otras cosas, estos juicios derivan de lo que, valiéndonos de un término de Eduardo Viveiros de Castro (2008), podemos entender como un “equívoco”: es decir, situaciones en que cosas diferentes son llamadas por un mismo nombre. Cuando los de acá y los de afuera refieren al “Estado” –el municipio, la comuna–, por ejemplo, suelen referir a cosas –experiencias– distinto/as. Así, los venidos arribamos de la ciudad con la disposición (perfectamente incorporada) a imaginar un Estado de contornos precisos, contornos que lo separan de ese otro espacio que para nosotros es la “Sociedad”. Para nosotros, el Estado empieza y termina en un lugar (esa línea que separa el barrido de mi patio del barrido público), y de él, ante todo, debe sospecharse. “Lo que le corresponde al Estado” constituye, por tanto, una frase que solemos enunciar y un principio generador de prácticas: en las localidades serranas, la mirada impertérrita de los empleados municipales ante la exigencia con que estos nuevos vecinos pueden llegar a tramitar sus necesidades y demandas (en lo referido a procedimientos burocráticos, servicios públicos, manejo del espacio público, etc.) es una escena que varios de nosotros hemos podido testimoniar.

Mientras tanto, el poblador nacido y criado tiene una experiencia de Estado que yo llamo más “casera”: el Estado no está “allá” donde termina la Sociedad, sino “acá”, donde la Sociedad sigue; es Maricha, la secretaria; Bety, la tesorera; Ofidio, del agua; César, el jefe comunal. Voy a la Comuna a hablar con el César; si no lo encuentro vuelvo al día siguiente o lo veo el domingo en la cancha, que hay partido. Y es con ese Estado que, lejos de la pasividad, la gente nacida y criada despliega lo que me gustaría caracterizar como una intensa actividad. Si tuviera que describirlo en una palabra diría que esa actividad no consiste estrictamente en exigir ni tampoco en pedir cosas al Estado: más bien se trata de (saber) negociar y coproducir diaria –e intensamente– con él. Veamos.

La autogeneración de valor como valor social

La Tina López organiza una rifa para la operación de su hermano en Córdoba capital, ciudad que queda a una distancia de 200 km del pueblo por el sinuoso camino de las Altas Cumbres. El hermano de la Tina tiene turno en hospital público y la familia debe juntar el dinero para cubrir los gastos de estadía en la ciudad durante la internación. Una vez concluida la venta de números de la rifa y hecho el sorteo –que tiene como primer premio un chivo donado por un vecino–, la Tina se presenta ante el intendente del pueblo, le informa de lo recaudado y le pide que el municipio tenga a bien aportar lo que resta para completar el monto requerido por el viaje.

El principio tácito que guía esta secuencia de acciones puede resumirse así: la Tina (pre)asume que debe poner algo de sí (hacer la rifa) para poder solicitar una ayuda al municipio. La generalidad que asume esta regla en el cotidiano de la sociabilidad local me invita a formularla en estos términos: lxs vecinos (la “Sociedad”) presuponen que, para pedir una mano al municipio (el “Estado”), deben realizar antes una inversión energética inicial. A primera vista, esta proposición parece guardar parentesco con los sistemas de reciprocidad y redistribución que hicieron emblema en la etnografía económica clásica: entre otros rasgos, la antropología observó que en esos sistemas el “dar” está “primero”; para recibir, hay antes que dar, y es el dar la acción socialmente habilitante –y políticamente empoderante en ciertos casos– en un flujo de intercambios entre partes. Sin embargo, la dinámica que estamos describiendo mediante el caso de la Tina es un poco diferente: aquí no se trata tanto de dar (a otro/s) para recibir, como de invertir esfuerzo propio –una dosis de aquello que lxs cientistas sociales solemos llamar “autogestión”– para poder convocar el esfuerzo (la ayuda) de los demás. [Fotografía 2 y 3]

  

Fotografía 2 y 3
“Rifas a beneficio”
Fotografías de la autora

Este principio de inversión energética inicial no solo rige las relaciones entre la gente y los estados locales a nivel individual, sino también a nivel colectivo, a través de las comisiones vecinales. En efecto, una de las formas más corrientes y cotidianas en que los vecinos interactúan con los gobiernos comunales o municipales es en su carácter de representantes o miembros de dichas comisiones, es decir, de lo que la ciencia política llamaría “instituciones” u “organizaciones” de la “sociedad civil”: así, en cada localidad serrana podemos encontrar la comisión de la cooperativa eléctrica, la comisión de la/s escuela/s, la comisión de regantes, la comisión del paraje X o Y, la de la iglesia o capilla, la del club de fútbol.

Salvo excepciones, estos espacios vecinales no cuentan con ninguna cuota o contribución monetaria regular de sus partícipes o usuarios: para desarrollar sus funciones necesitan, por tanto, generar recursos. La generación de dinero constituye, de hecho, una preocupación y misión primordial del cotidiano de cualquier comisión vecinal, y el principal modo de llevarla a cabo es emprender, periódicamente, eventos a beneficio, o lo que aquí propongo agrupar bajo el nombre de “eventos o acciones de recaudación”: la comisión de vecinos del Alto organiza una rifa para comprar una heladera para la escuela del paraje; el club de fútbol organiza un locro para cubrir los costos de la revisación médica reglamentaria exigida por la Liga Regional; la academia de danzas folklóricas organiza una pollada para la confección de sus trajes; la comisión de la capilla organiza un bingo para la refacción del techo. Tan generalizada e intensa suele ser esta actividad que uno bien podría decir que ser parte de una comisión vecinal es estar dispuesto a vivir de rifa en rifa y de bingo en bingo.

La difusión de los eventos –o “beneficios”, como también se los llama a veces, aunque hoy es una denominación más bien en desuso– circula en carteles exhibidos en las puertas de los negocios, en las radios locales y, más recientemente, en flyers caseros enviados por guasap. Las comisiones deben estar atentas a la agenda social de eventos de recaudación, de modo de no superponerlos:

–Pasemos la rifa para la primera semana de octubre, si no, nos queda muy encimada con la de los jubilados.

–Pero ahí nos va a quedar pegada al bingo del Día de la Madre que está organizando la escuela. (Fragmento etnográfico, Traslasierra, Septiembre 2016).

Es normal que, a lo largo de un mes promedio, un habitante promedio de la región se encuentre en la posición de vendedor y/o comprador de más de un bingo, rifa o talón. En ciertas épocas del año es común que las personas se sientan sobrecargadas por los compromisos implicados en sus variables relaciones con las instituciones. Como vendedor o promotor de una rifa te puede pasar que ofrezcas un número y tu interlocutor se excuse y explique: “Ay, no, disculpame, ¡esta semana ya le compré a dos sorteos!”. También es común que mujeres y varones –sobre todo aquellos en edad productiva y reproductiva– tengan que correr o sacrificar tiempos de ocio para poder cumplir con las responsabilidades que les tocan en la realización de los eventos. [Fotografía 4 y 5]

  

Fotografía 4 y 5
“Eventos de recaudación”
Fotografías de la autora

La solicitud de ayuda a los gobiernos comunales y municipales forma parte de los repertorios movilizados en la organización de un evento. De acuerdo al principio de “inversión energética inicial” que mencioné arriba, al Estado local suele convocárselo a dar una mano en los siguientes términos: la Cooperadora del Jardín de Infantes de Mollar Viejo organiza un bingo para comprar la estufa; le pide a la Comuna la donación del premio mayor. No le pide la estufa ni le pide la plata; tampoco parte de la plata. Le pide que se sume –con una contribución ajustada a su tamaño, el “primer premio”– al flujo de donaciones que permiten realizar el bingo en tanto evento de recaudación.

Si tuviera que codificar el modo en que estos pedidos funcionan, diría que estados y comisiones vecinales establecen, cotidianamente, diversos arreglos en el seno de un modelo de economía o economía moral, en el sentido que el historiador E. P. Thompson (1995, p.152) dio al término: un sistema de ideas compartidas en torno a las obligaciones económicas que le corresponden a cada actor social en la producción, distribución y usufructo de ciertos bienes socialmente significativos. Lo peculiar –y a diferencia del caso que da cuerpo al concepto de Thompson, por ejemplo– es que la distribución de esas obligaciones no atañe tanto a una división de “clases” sociales, como a lo que se considera responsabilidades diferenciales del municipio y de la gente, es decir, del “Estado” y la “Sociedad”. El principio de inversión energética inicial opera como “garantía” de aquello que es considerado una responsabilidad social por excelencia: para conseguir las cosas, hay que poner trabajo –poner el trabajo socialmente necesario, por ejemplo, para producir un evento de recaudación–. En lo que sigue, me detengo en algunos aspectos de este imperativo.

Trabajo individual y trabajo colectivo en la producción de bienes comunes

La estima social de las comisiones vecinales suele medirse en su capacidad de trabajo: una comisión que “anda bien” es (porque es) una comisión que “trabaja bien”, es decir, mucho. El propio Estado (encarnado en el jefe comunal o intendente, sus secretario/as, encargada/os de área o empleados) participa de ese criterio y evalúa el desempeño –y el merecimiento, por tanto– de las comisiones en función de dicho criterio. Cuando una comisión (de)muestra trabajo, inevitablemente “compromete” al municipio a atender a sus solicitudes de ayuda; también el municipio suele tomar la iniciativa de reconocer el trabajo de una comisión ofreciéndole una mano en algo: el intendente de La Cañada aprecia que la flamante academia de danzas folklóricas haya confeccionado su primera tanda de trajes –algo que, todos saben, ha requerido importantes esfuerzos individuales y colectivos–; a modo de reconocimiento y aliento, ofrece cubrir, desde el municipio, los costos de la confección del estandarte.

La responsabilidad social de trabajar para conseguir recursos suele estar justificada en una ética de la autosuficiencia o, tal vez más exactamente, una ética de la autogeneración: es común escuchar a los vecinos decir que está mal “pedirle todo” al municipio; “lo hacemos nosotros”, suelen proponer y publicitar quienes participan de las comisiones. Se trata de una ética que desborda el ámbito de los espacios colectivos e impregna la atmósfera y socialidad general: “Falta que le pida a la Comuna que le lleve el chico a la escuela”, censuraba una vecina a una madre considerada demasiado manguera (de ayudas del municipio).3 En un análisis etnográfico situado en regiones del interior de Colombia y Panamá, el antropólogo Stephen Gudeman (2013) propone que la idea de “fuerza” o “energía vital” constituye un hilo crucial en la dinámica de las economías rurales vernáculas. Su análisis me inspira a proponer que, en la socialidad serrana, el trabajo ocupa un lugar análogo –y acaso funcionalmente equivalente– a esa fuerza: “Qué guapas estas mujeres”, felicita una vecina a las parrilleras mientras retira su porción de la pollada organizada por la comisión de la escuela. En la región de Traslasierra, ser guapa/o (trabajador/a) es una de las mayores estimas que una persona puede recibir u otorgar, en la medida que el trabajo es considerado y vivido como fuente generativa primordial. El opuesto del guapo no es solo (ni tanto) el vago: es más bien la persona de la que despectivamente suele decirse “no sirve” –"No sirve pa’ bosta"–, porque no genera ni ayuda a generar riqueza.

En este sentido, y en rigor, la expresión “evento de recaudación” que he propuesto aquí es un poco inexacta, pues oscurece los procesos de trabajo que, en todo caso, culminan en un evento o acción singular. Hacer un bingo, por ejemplo, es embarcarse en un proceso de actividades y una sofisticada división de tareas; no se trata solamente del trabajo implicado en “el día” del evento, sino de un proceso previo que involucra habilidades, obligaciones y tiempos individuales: conseguir las donaciones que oficiarán como premios, ocuparse (cada miembro de la comisión) de vender anticipadamente el número mínimo de cartones para garantizar concurrencia al evento, preparar el plato dulce o salado que se vaya a donar a la mesa de comidas que oficiará de cantina el día del evento. Lo mismo podemos decir de la venta de comida: la ganancia de una venta de empanadas no proviene solamente del trabajo puesto en “hacerlas”, sino también del trabajo previo de “buscar precio” en los insumos a fin de “hacer una buena diferencia”; esto suele requerir, entre otras cosas, el trabajo de coordinar compras en distintos lugares, como también trasladarse a la ciudad cabecera del departamento, donde los costos suelen ser más bajos. Las acciones de recaudación constituyen, por tanto, acciones productivas o procesos de producción de riqueza a través del trabajo; una riqueza que primero se expresa en dinero –el dinero libre de gastos que deja un evento– y luego –y en general, de modo bastante inmediato– en la adquisición de los bienes y servicios para los cuales dicho dinero fue producido: trajes, ropa deportiva, infraestructura, mantenimiento, equipamiento, etcétera.

Estos procesos de trabajo tienen la particularidad de ser colectivos: la que trabaja es la comisión. Desde luego, los miembros de una comisión pueden sentir y expresar agradecimiento al intendente, jefe comunal o a un comerciante por su colaboración diferencial –la donación de un premio mayor en un bingo, por ejemplo– en un evento de recaudación; pero lo cierto es que no es algo en lo que se insista; más bien se considera que estos actores dan una mano a la altura de sus posibilidades y de su tamaño económico, como también lo hacen otros vecinos y los propios miembros de la comisión con sus donaciones. Estas últimas suelen resultar de procesos de trabajo individual desplegados silenciosamente en cada hogar: el día anterior a un evento, por ejemplo, es un conjunto de hogares que ponen trabajo y materia prima de sus economías domésticas en pos de producir ciertos bienes (comidas, arreglos florales, cartelería) que habrán de ser donados. Estas donaciones son reconocidas y agradecidas, pero cuidadosamente distinguidas de aquello que se considera trabajar stricto sensu: los miembros de comisión han cumplido con su responsabilidad como tales si y solo si trabajan, es decir, si participan en las instancias de trabajo colectivo implicadas en la producción y realización de los eventos. Solo ese trabajo torna a las personas partícipes legítimos de la acción de recaudación-producción y, por tanto, copropietarias legítimas de lo recaudado-producido. El trabajo colectivo tiene, entonces, una jerarquía singular en cuanto a su capacidad generativa y, por tanto, un papel crucial en la colectivización de la totalidad de la riqueza producida. Dicho de otro modo: el trabajo colectivo produce el carácter común de esa riqueza en la medida que habilita derechos de propiedad común sobre sus productos –dinero “común” a ser convertido en bienes “comunes” de la institución–.

Desde luego, como ocurre en cualquier ámbito colectivo, la vida diaria de las comisiones está atravesada por conflictos y controversias en torno a quién pone qué y cuánto, a quién le corresponde qué, quién trabaja y quién no; quejas y comparaciones que se repiten como mantras, que “ahora la gente no quiere trabajar”, que al final “los que trabajamos somos siempre los mismos”, que al final están “los vivos de siempre”… La producción de lo “colectivo”, y más precisamente de lo “común” –es decir, lo que es de un nosotros y virtualmente en partes iguales para todos nosotros (Harvey, 2012)– es, como bien sabemos, un proceso social siempre problemático, y siempre amenazado por fuerzas centrípetas de diferenciación, individuación, apropiación y expropiación. El análisis etnográfico de estos procesos de diferenciación social queda para próximos trabajos. Aquí me limito a llamar la atención sobre una suerte de pulsión colectivizadora que parece latir en la vida de las comisiones, en virtud de la cual se asigna un valor –en el sentido de importancia (Gaztañaga, 2018)– diferencial a distintos tipos de trabajo: el trabajo hecho con todos durante la preparación y realización de un evento por sobre el trabajo hecho en casa para una donación. [Fotografías 6, 7 y 8]

    

Fotografía 6, 7 y 8
“Comisiones trabajando”
Fotografías de la autora

¿Será que una de las fuentes de las que emana ese valor reside en los efectos de la propia experiencia de hacer en común? Distintos trabajos etnográficos han observado el componente festivo y ritual del trabajo colectivo (Gudeman, 2013) o la mística movilizada en el “hacer juntos” (Fernández Álvarez, 2016). En la vida diaria de las comisiones del interior cordobés, los procesos de trabajo conjunto liberan adrenalina, emoción y disfrute; efervescencia colectiva, diría Durkheim (2012 [1912]); dejan en los cuerpos la huella del placer de hacer y del placer de hacer con otros; se atesoran, también, en una memoria heroica. “Trabajamos lindo”, celebran los miembros de una comisión al terminar el evento. “Qué lindo trabajamos esa vez”, me dice una vecina cuando nos reencontramos pasado casi un año del evento, como si en esa evocación me recordara que, a pesar de no habernos visto desde entonces, un vínculo existe entre nosotras.

Pero creo que hay más. Cuando mi vecina me dice “trabajamos lindo” se refiere a, por lo menos, tres cosas: trabajamos mucho; nos llevamos bien –trabajamos codo a codo, en un “buen clima”–; y tercero, generamos ganancia. El goce de las experiencias de trabajo colectivo no solo emana del proceso de hacer junto con otros, sino también del producto propiamente dicho –materializado en primera instancia en la ganancia, cifra que resulta de lo recaudado en Caja “menos” los gastos. Creo que esa cifra –que, más allá de su dimensión, suele concitar festejos y felicitaciones– sintetiza el sentimiento compartido de empoderamiento o potencia que impregna a las personas y a la atmósfera colectiva después de haber trabajado: la potencia de haber generado autónomamente. Acá también reside el goce –y la ganancia o beneficio, por tanto– de los beneficios.

Autogeneración con Estado: la conversión de bienes públicos en bienes comunes

En este modelo de economía, entonces, a la sociedad le corresponde trabajar, y al Estado, colaborar. Pero esto último no solo quiere decir que el Estado debe atender a los pedidos de colaboración que solicitan las comisiones para un evento de recaudación, sino que de él también se espera que ofrezca a las comisiones vecinales oportunidades para recaudar (producir) fondos. La principal forma en que el Estado cumple esta expectativa u obligación social es invitando a las comisiones a participar de ciertos eventos municipales, en particular de aquellos de mayor envergadura en la vida de los pueblos: los festivales o fiestas, popularmente conocidos como bailes, y por la tercera edad como bailables.

La comuna de Mollar Viejo organiza una celebración para el 1° de Mayo, Día Internacional del Trabajador. Propone una fiesta nocturna, de entrada libre y gratuita, con “esmerada cantina y bufet”, grupo folklórico y grupo bailable. El jefe comunal le ofrece a la Escuelita de Fútbol Infantil hacerse cargo del bufet, lo que quiere decir que el día del evento la comisión de padres de la escuelita debe garantizar la oferta y venta de comida al público, y será propietaria, por tanto, de lo recaudado por brindar este servicio. El jefe comunal ofrece además a la Escuela de Básquet vender los bonos para el gran sorteo de la noche: 5 mil pesos distribuidos en cinco sorteos de mil pesos cada uno. El número se venderá a 5 pesos: lo recaudado de la venta será a beneficio de la Escuela de Básquet para la compra de la red y otros materiales de entrenamiento. Finalmente, la cantina queda a cargo del Estado comunal, lo que quiere decir que la venta y expendio de bebidas correrá por su cuenta, como así también su recaudación –que será, vale señalarlo, la más suculenta–.

Llegado el día del evento, la mesa que oficia de “caja” para la venta de comidas y bebidas constará en rigor de tres cajas distintas, atendidas por tres personas distintas: una correspondiente al bufet, otra a la cantina y otra al sorteo. Un observador externo podría pensar que esta separación responde a un criterio de rubros. Y esa es una parte de la historia: la otra es que responde, también, a una separación de “grupos” a cargo de (la producción y posterior usufructo de) esos rubros; la caja de la comida es atendida por una madre de la comisión de la Escuelita de Fútbol; la de la bebida por la tesorera de la Comuna; la del sorteo por el entrenador de la Escuela de Básquet. El cartel de “caja” en singular encierra, por tanto, un plural que bien puede pasar desapercibido para el observador ajeno. Esta misma división se produce en las bambalinas del evento: la cocina donde se calientan los panchos, el fogón donde se fritan las empanadas y se calienta el locro, son operados por los padres y madres de la Escuelita de Fútbol; mientras la barra de despacho de bebidas, por empleados municipales. Si uno mira el evento desde una visión distanciada, puede ver “una comunidad” trabajando; si acercamos la lupa, verá que esa comunidad guarda una segmentación de colectivos distintos, con funciones –y obligaciones y derechos– claramente diferenciados. [Fotografía 9]

Fotografía 9
“Caja de comidas”
Fotografía de la autora

Durante mucho tiempo, esta diferenciación me pasó desapercibida. Así, en un primer análisis sobre los flujos de favores y ayudas que animan las relaciones entre Estados y comunidad en Mollar Viejo –nombre que suelo dar, cuando escribo, a la localidad de unos 2500 habitantes que es núcleo de mi etnografía–, enuncié: “El club de fútbol está ansioso por que la Comuna concrete, por fin, la iluminación de la cancha; Armando Oviedo, presidente de la comisión, no puede menos que decir ‘Sí, claro’ cuando el jefe comunal le pide una mano para el Festival del Cabrito” (Quirós, 2014). Lo que no consigné entonces, porque lo desconocía, es que esa “mano” no estaba librada a la mera expectativa de que la ayuda de Armando propiciara, más tarde, a modo de contraprestación, la ayuda del jefe comunal para la obra de iluminación de la cancha, sino que se encuadraba en un arreglo muy preciso; Armando Oviedo se hizo cargo del asador en tanto presidente de la comisión del club –función que le significó, entre otras cosas, pasar la noche anterior prácticamente sin dormir para terminar la carneada de los cabritos–. Esta entrega energética –el “Sí claro” dado al jefe– tenía una retribución concisa: la recaudación de la parrilla estaría destinada a la compra de los reflectores de la cancha. Lo que equivale a decir que el trabajo de Armando (junto con su mujer, sus hijos y otros miembros de la comisión del club que en ese momento yo no conocía) produjo esos reflectores.

Observemos este otro caso. La comisión del Club Social y Deportivo del paraje Paso Alto también tiene en su agenda de prioridades hacer la instalación de luz de la cancha. De esta manera podrá organizar un campeonato de verano por las noches, lo cual le garantizará –a través del cobro de entrada y el servicio de bufet– una recaudación suculenta, con la que podrá costear los gastos de los campeonatos de la Liga Regional que se realizarán durante el año. Llega el mes de diciembre: la comuna está organizando una fiesta de inauguración de obra y le pide a la comisión del club que le dé una mano con el evento; puntualmente le pide que se ocupe de la mano de obra (parrilla, bufet, cantina, armado de escenario y sonido) y a cambio le dona una moto 0 KM para sortear el día de la fiesta. Durante las dos semanas previas a la fecha y esa misma noche, la comisión del club suma un total de 1603 números vendidos, a 10 pesos cada uno, lo que supuso la recaudación de una suma de 16.000 pesos.

Vale reparar en los efectos generativos del arreglo. El Estado comunal pidió a una comisión vecinal la mano de obra que precisaba para realizar un evento; a cambio, le ofreció un bien –la moto 0 Km– por el cual realizó un gasto de 10.500 pesos. Podría haber costeado la mano de obra necesaria para el evento usando ese dinero –y probablemente menos– para pagar a esos u otros vecinos y/o empleados municipales las horas trabajadas en el evento. En cualquiera de estos casos, habría transformado un bien público (dinero público) en bienes individuales (dinero para cada trabajador). Con la modalidad de intercambio de trabajo colectivo –de una comisión– por la donación de un bien (la moto) a usufructuar de manera colectiva, el Estado transforma o convierte ese dinero público en un bien común y propiedad común (del club social y deportivo).

Asimismo, ese bien aumenta su valor original por medio del trabajo colectivo incorporado: la realización de una acción de recaudación como el sorteo. La moto valía 10.500 pesos; con la venta de números el club subió esa cifra en más de un 50%. Finalmente, el sorteo de la moto, al atraer una mayor afluencia de público, aumenta la productividad del evento como un todo.

Pero hay más: lo primero que hace la comisión del club con el dinero producido por el sorteo es saldar deudas pendientes y comprar un rollo de 80 metros de cable subterráneo para iniciar la instalación eléctrica. Al enterarse de esta inversión, el jefe comunal (re)acciona favorablemente: le ofrece a la comisión enviar personalmente una nota a la cooperativa eléctrica de la localidad para solicitar la financiación de los postes faltantes para la instalación. El gesto del jefe comunal tiene, al menos, un doble significado: es un reconocimiento estatal a una comisión que muestra ser “guapa” y es una (re)afirmación de los efectos multiplicadores de la ética de la autogeneración.

Los arreglos que comportan conversión de bienes públicos en bienes comunes son corrientes y pueden adoptar otras modalidades. Víctor Pérez alquila un pequeño local a metros de la plaza central de Mollar Viejo, donde atiende, los fines de semana, su negocio de comidas. Hace tiempo que adeuda impuestos municipales y no puede pagarlos. El monto se le acrecentaba. A Víctor le gusta el deporte y es bueno para los deportes. El jefe comunal le ofrece este arreglo: armar una escuelita de vóley para adolescentes en el salón de usos múltiples y que Víctor se desempeñe como entrenador; de cada clase semanal descontarán los impuestos que debe al municipio. La deuda de impuestos comunales de Víctor (un vecino particular) es convertida en el trabajo socialmente necesario para crear un espacio común (la escuela de vóley).

Cada uno de estos arreglos suele estar impregnado de una idea de beneficio mutuo. La convocatoria del municipio a una comisión para trabajar en una fiesta reviste un doble sentido: el de una invitación u oferta del Estado –“te doy el bufet”– como el de un pedido –“te pido que me des una mano con el bufet”. Como invitación, la iniciativa supone un gesto de reconocimiento por parte de la comuna hacia esa comisión, en la medida que la habilita a participar de un proceso de producción de riqueza que, como las fiestas, comportan una capacidad generativa única. Como pedido, constituye una de las tantas instancias cotidianas en que los Estados locales le dicen a la sociedad: yo también te necesito.

Las fiestas municipales: oikonomía y economía política

Comencé este texto hablando de distintos modales y modelos de relación con “el Estado” movilizados cotidianamente por la población llegada y la población nacida y criada. Propuse que ésta última despliega una intensa actividad que consiste en negociar y coproducir con los estados locales. Vimos que lo hace en base a ciertas ideas claras sobre aquello que al Estado “le corresponde”: colaborar con los eventos de recaudación y socializar activamente lo que podemos llamar los medios generativos o medios de producción implicados en sus fiestas –la cantina, el bufet, la entrada, el sorteo–. Un Estado que no socializa los medios de producción de sus fiestas es básicamente un Estado angurriento. Socializar estos medios quiere decir administrarlos como medios comunes, cuidando su debida y equitativa “rotación” entre las comisiones, en lo que constituye un ideal de “justeza” (Boltanski, 2000): “¿Quién tiene la cantina?”, averigua una vecina; “Se la dieron al club, el bufet a la Academia”, comenta otra. De aquí que, salvo contadas excepciones, los eventos organizados por las comunas terminen siendo, en mayor o menor medida, también de la comunidad. [Fotografías 10 y 11]

    

Fotografía 10 y 11
“Fiestas municipales”
Fotografías de la autora

La recurrencia, importancia e incluso vigilancia que cobra esta coproducción de riqueza en las relaciones cotidianas entre comisiones y Estados locales me alienta a pensar la cuestión en términos de una “política de las fiestas”, en un doble sentido de la expresión: las fiestas como política de Estado; y las fiestas como política de lo colectivo, es decir, como modo de ejercicio de poder social. Empiezo por lo primero.

En los pueblos de Traslasierra, uno puede oír a algunos vecinos quejarse de la dedicación puesta por comunas y municipios en la organización de fiestas. La crítica apunta al malgasto y despilfarro de recursos que esos eventos suponen: los gobiernos locales no solamente ponen dinero, sino también trabajo de sus empleados; los críticos consideran que estos recursos –que no siempre se recuperan con la recaudación de los eventos, los cuales muchas veces van a “pérdida”– deberían destinarse a fines más útiles. Por lo general, este es el tipo de vecino preocupado por lo que considera el progreso o evolución del pueblo: obra pública, infraestructura, modernización del Estado, ampliación y mejoramiento de servicios públicos.

En ciertos casos, la crítica desliza, también, una objeción a lo que muchos juzgan como un interés excesivo –una suerte de exceso de “libido” estatal– de algunos intendentes en la organización y realización de fiestas. El jefe comunal de Mollar Viejo, por poner un caso, cultiva una especial dedicación hacia la producción de los eventos comunales: puede vérselo personalmente involucrado en el seguimiento de los detalles de logística y estética y en consolidar un calendario de eventos como “marca registrada” de la localidad. A las emblemáticas Fiestas Patronales o Festival del Cabrito, va agregando nuevas tradiciones: fiesta del Día de la Madre, Día del Niño, Día de la Amistad, fiesta de apertura y cierre de temporada turística, fiesta de carnaval. La preparación y el desarrollo de cada uno de estos eventos suele contar con la presencia enérgica y el trabajo personal del jefe y su gente. En última instancia, este es el corazón de la crítica de los críticos: una cosa es auspiciar un par de fiestas municipales, otra es hacer de las fiestas una política de Estado.

Sin embargo, no todos los vecinos comparten esta visión. Son muchos –sospecho que una mayoría silenciosa– los que defienden las fiestas y bien podrían decir: ¿qué es un pueblo sin sus celebraciones? A diferencia de los críticos –a los que descalifican de amargos–, no ven problema alguno en hacer de las fiestas una política de Estado ni tampoco que los intendentes les den atención personal –al contrario, más bien juzgan que eso hace de sus dirigentes “gente normal”–. Tampoco evalúan las fiestas en términos de su racionalidad económica. Lo que importa de una fiesta no es el tesoro municipal, sino si estuvo linda o no, si el grupo musical fue bueno, si el sonido estuvo bien, si las empanadas estaban sabrosas, si se pasaron o se quedaron cortas de picante, si la porción de carne a la olla estaba bien servida, si los números artísticos salieron lindos. La fiesta es un momento de expectativa y goce, sobre todo para aquellos que están personalmente involucrados en la adrenalina de su producción y en la exigencia de que las cosas “salgan bien”: los empleados municipales, los miembros de las comisiones a cargo de los servicios, los que fueron invitados a tener alguna participación en el escenario.

Como antropóloga, muchas veces me vi tentada a pensar las fiestas como momentos de producción de “comunidad”, Sin embargo, apenas balbuceaba mentalmente esta frase, un mecanismo de autocensura se activaba: me parecía que incurría en un típico cliché de formación. Hoy pienso que la intuición no era desatinada: había algo ahí, y en todo caso el problema era de formulación. Decir que las fiestas hacen comunidad es decir demasiado poco, porque es dar un salto demasiado grande. El punto es: ¿cómo la hacen y qué “comunidad” sería esa? La clave para abordar adecuadamente la cuestión es poner la mirada no tanto en las fiestas en sí, como en lo que hemos recorrido en estas páginas: el proceso de su coproducción.

Las fiestas pueden entenderse como una política de Estado que tiene, entre sus principales rasgos y efectos, el de ser o propiciar una economía de vital importancia para las instituciones sociales: no solo porque contribuye a las condiciones de su reproducción material, sino también porque, por su modalidad de funcionamiento, performa o realiza el carácter común –y no individual, ni tampoco estrictamente público– de la riqueza producida en cada uno de sus espacios (o medios) generativos. Podríamos decir, entonces, que la política de las fiestas es una economía política en un doble sentido del término: en su acepción “clásica”, en tanto sistema de relaciones de producción entre distintas “partes” del cuerpo social; pero también en un sentido divergente, en tanto y en cuanto propician momentos de economía colectiva o de lo que Gibson-Graham entienden como “economía comunitaria”: prácticas que “activamente hacen y comparten los ‘comunes’” (2005, citado en Palomino-Schalscha, 2015, p. 71; véase también Gibson-Graham, 2008). Me gustaría proponer, entonces, que el principal efecto generativo de las fiestas no es exactamente la producción de (sentimiento/s de) “comunidad”, sino más bien la producción material y espiritual de sus partes: las partes comunes, pero múltiples y debidamente diferenciadas (el club, la escuela, el paraje, la academia de folklore, el centro de jubilados, la escuelita de vóley...), del cuerpo social y sus procesos de vida. Economía comunitaria en estado práctico.

Decir, por lo tanto, que las fiestas son toda una política de Estado –o una economía política– no quiere decir tanto que el Estado utiliza las fiestas como medio para hacer política (aunque puede hacerlo, sin duda). Más bien quiere decir que la Sociedad usa al Estado como medio para hacer fiestas, que no es otra cosa que una manera de hacer y rehacer los espacios –las partes– de la vida en común, y esto quiere decir: “lo común” como experiencia y como modalidad de relación entre las personas y entre las personas y las cosas. Con esto, entonces, llego a lo segundo: las fiestas (del Estado) como ejercicio de poder social.

Fue durante la escritura de estas páginas que reparé por primera vez en que, en la vida social de los pueblos serranos, “lo que le corresponde al Estado” es una proposición en plena conformación, como el Estado mismo –al fin y al cabo qué es la creación del Estado sino la creación social de aquello que le correspondeen el doble sentido del término: aquello que le toca en responsabilidad y aquello a lo que tiene derecho–. Digo esto porque las comunas –y también los municipios, que hasta hace poco tiempo fueron comunas– son estados relativamente nuevos: la jurisdicción político-territorial de “comuna” –constituida por la Ley provincial Nro. 8102 en 1991– se erigió sobre las comisiones vecinales preexistentes (la comuna de Mollar Viejo, por poner el caso, era antes una “comisión vecinal” dependiente del municipio vecino de Los Carreros). El órgano de gobierno formalmente establecido para este primer nivel estatal reviste, desde entonces y hasta la actualidad, la figura de “comisión”: en las elecciones comunales compiten candidaturas de “comisiones” y el presidente de la comisión ganadora pasa a constituirse en “presidente o jefe comunal”.

Si, como propuse al inicio, para el nacido y criado el Estado local es una experiencia más “casera”, no es solo porque es un Estado más chico y más cercano; es también porque es una forma-Estado que hace parecido a como se hace en casa. La economía política de los eventos de recaudación y de las fiestas sigue los principios de una economía doméstica vernácula u “oikonomía”, como propone recuperar el antropólogo Benoit de L’Estoile (2014) para referir a las prácticas cotidianas de gobierno del hogar. Una oikonomía que históricamente se ha valido del trueque de bienes y servicios, de intercambios de trabajo por especie y de organización de eventos “a beneficio” de familias y personas en situaciones de apremio o necesidad (enfermedad, accidente, catástrofe natural, invalidez, malaria económica), como también de las partes de la comunidad. La historia económica de este otro interior es la de todos aquellos interiores rurales que estructuralmente han permanecido en los márgenes del mercado de trabajo formal y de los sistemas seguridad social (Contreras Román, Contreras Varas y Pérez Castro, 2017); el trabajo rural pluriactivo y familiar, el acceso irregular a mercados informales de empleo agrícola y no agrícola (trabajo en negro, estacional y golondrina), y las prácticas de economía comunitaria han formado parte del ensamblaje con que estas poblaciones –la Tina López, Armando Oviedo, Víctor Pérez, por mencionar a algunxs de los que han protagonizado estas páginas–, a la manera del bricoleur, han aprendido a lidiar con la discontinuidad de los ingresos monetarios y con la lejanía –cuando no virtual ausencia– de instituciones públicas en materia de servicios y derechos laborales y sociales –de aquí el valor de ser guapo.

A través de su coparticipación en procesos colectivos de generación de valor, por tanto, los Estados locales movilizan y recrean repertorios y saberes desplegados por la comunidad en el arte de ganarse la vida (individual y colectiva). En la historia de la antropología, la pregunta en torno a las posibilidades de relación entre Sociedad y Estado fueron planteadas de una manera temprana y provocadora por Pierre Clastres (1978). Entre otras cosas, Clastres propuso subvertir la fórmula de sociedades “sin Estado” por la de sociedades “contra” el Estado. Al mirar en esta clave la economía política implicada en las relaciones entre comisiones y Estados del interior cordobés, me pregunto si acaso no estaríamos ante una modalidad de sociedad, ni a favor ni contra, sino más bien sobre el Estado; un Estado aminorado que debe subordinarse, a modo de apéndice y de suplemento, a la ética de (auto)generación del cuerpo social. Un cuerpo social que lo mantiene siempre como socio, nunca como dueño ni como único benefactor. “Los actos económicos son significativos no solo por sus efectos materiales sino también por lo que hacen socialmente”, escribe Gudeman (2013, p. 46), y yo propongo especificar ese “socialmente” en un “políticamente”: a través de la ética de autogeneración, el cuerpo social crea y recrea espacios de soberanía económica –los bienes de una institución son comunes y, por tanto, inalienables– y de autonomía política –las comisiones no solo no “piden todo” al municipio, sino que además regulan la magnitud de lo que reciben de él; lo hacemos nosotros, suelen decir sus integrantes, en un gesto de orgullo pero también de resguardo–. Tal vez esta sea una fuente adicional de la que emana el (sobre)valor del trabajo colectivo: esta jerarquía es una manera de salvaguardar esa doble e indisociable soberanía. El “arte de existir” de las comisiones parece consistir en esto.

La tradición antropológica siempre nos ha confrontado con “economías diversas”: para nosotros, la “ontología de la diferencia” –económica o de cualquier otro tipo– por la que otras disciplinas deben abogar enérgicamente constituye una suerte de principio en estado práctico. Esto no quiere decir, sin embargo, que no tengamos que hacer esfuerzos: Eduardo Viveiros de Castro (2015) propone entender la antropología como una teoría-práctica de descolonización permanente del pensamiento, y creo no exagerar si digo que la palabra crucial en esa frase es el “permanente”: porque es cierto que tenemos vocación por la diferencia, pero igualmente cierto es que los monismos trabajan incesantemente para hacerla desaparecer. Como ironiza David Graeber (2018, p. 45), la antropología económica nació contestando las pretensiones universalizantes de la teoría económica occidental, pero eso no significó gran cosa: “cada década ha visto surgir al menos un nuevo intento de volver a situar al individuo maximizador en la teoría antropológica”.

Desde mi punto de vista, resistir esos embates tampoco quiere decir que tengamos que convertirnos en codiciosos cazadores de “otras ontologías” –debemos admitirlo, este tipo de “programa” se ha trivializado en muchas antropologías–. Entiendo que más bien quiere decir que estamos capacitados para dirigir nuestra atención y sensibilidad a reparar que, incluso cuando la gente común hace sus cosas a la manera convencional, también suele estar haciendo otras cosas y de otras maneras. Estas páginas son una forma de ejercitar esa permanencia: en este caso aguzar nuestra escucha hacia el murmullo incesante de maneras autóctonas de (saber) hacer política, economía, y sus lugares en común.

Sobre la autora

Julieta Quirós es antropológa por la Universidad de Buenos Aires y Doctora en Antropología por la Universidad Federal de Río de Janeiro (PPGAS/Museu Nacional); se desempeña como Investigadora Adjunta del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas y como docente en la Maestría de Antropología de la Universidad Nacional de Córdoba.

Financiamiento

Este trabajo vuelca resultados alcanzados en el marco del Proyecto Integral de Investigación, Preservación y Transferencia del Patrimonio del Instituto de Antropología de Córdoba (IDACOR), Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas y Universidad Nacional de Córdoba.

Agradecimientos

La primera versión de este trabajo fue presentada en la XII Reunión de Antropología del Mercosur. Agradezco a Guillermo Quirós las dedicadas conversaciones sobre el borrador; a les coordinadores y participantes del grupo de trabajo “La producción cotidiana de la política colectiva: estudios etnográficos desde América Latina” por sus comentarios; también, y especialmente, la lectura atenta y generosas devoluciones volcadas por les evaluadores anónimos de esta publicación. Aquellas que no he podido incorporar en esta instancia, constituyen valiosos insumos para los futuros desarrollos de este trabajo.

 

Notas

  1. A los fines de preservar la identidad de mis interlocutores, los nombres propios de localidades, personas e instituciones que aparecen a lo largo de estas páginas han sido sustituidos por seudónimos.

  2. Al lector extranjero: nos referimos a la legislación de derechos laborales institutida en Argentina por el gobierno de Juan Domingo Perón desde 1945 en adelante.

  3. Agradezco a unx de lxs evaluadores de este artículo al observar que esta crítica social evidencia que la ética de autogeneración que propongo no es compartida y/o movilizada de manera homogénea por todxs lxs vecinos. Se trata, como propongo, de un modelo que impregna la sociabilidad local, lo cual quiere decir que es puesto a jugar de manera tan constante como situacional. Como señalo más adelante, las controversias y los procesos de diferenciación social implicados en esta ética serán asunto de próximos desdoblamientos de este trabajo.

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