ARTÍCULOS

Una retórica para las bibliotecas obreras. La cultura bibliotecaria socialista en transformación (Argentina, 1908-1920)

A rhetoric for workers’ libraries. Socialist library culture in transformation (Argentina, 1908-1920)

Javier Planas

Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales, CONICET-Universidad Nacional de La Plata, Argentina |  planasjavier@yahoo.com.ar / https://orcid.org/0000-0001-5989-1467

Recepción: 24/02/22

Aprobación: 30 Mayo 2022


Resumen: Se presenta un estudio sobre la cultura bibliotecaria del socialismo en la Argentina durante la década de 1910. Dos puntos de análisis estructuran el ensayo: (a) los mensajes transmitidos desde La Vanguardia sobre las bibliotecas en general; (b) los artículos que el mismo periódico publicó sobre la Biblioteca Obrera en particular. Se constata que la intensidad y la constancia del tema crearon una retórica bibliotecaria de tono contestatario, dentro de la cual la Biblioteca Obrera sirvió como ejemplificación de las buenas prácticas y del horizonte por alcanzar. Se concluye que esa prédica transmitió una idea de biblioteca que aglutinó a los militantes de la lectura bajo una misma perspectiva y los alentó a formar nuevas y mejores experiencias.

Palabras clave: Historia de las bibliotecas, Bibliotecas obreras, Cultura bibliotecaria, Argentina.

Abstract: A study is presented on the library culture of socialism in Argentina (1910-1920). It analyses: (a) the messages transmitted from La Vanguardia about libraries in general; (b) the articles that the same newspaper published about the Biblioteca Obrera in particular. It is shown that the intensity and constancy of the theme created a critical library rhetoric, within which the Biblioteca Obrera exemplified good practices and the horizon to be followed. It is concluded that this preaching transmitted an idea of a library that brought together the militants of reading under the same perspective and encouraged them to form new and better experiences.

Keywords: History of libraries, Workers’ libraries, Library culture, Argentina.


Bibliotecas obreras y socialistas en la Argentina

Aún no es del todo claro cómo las pequeñas bibliotecas obreras de la Argentina formadas en el final del siglo XIX y la apertura del XX se transformaron con el paso de los años hasta casi mezclarse y confundirse con las bibliotecas populares una vez iniciado el período de entreguerras, momento historiográfico mucho mejor estudiado. Aquellos comienzos fueron difíciles: las primeras organizaciones eran modestas, de vida irregular; sus colecciones no superaban los quinientos ejemplares y estaban orientadas, principalmente, a sostener la formación de doctrina. En otras palabras, su constitución vino a reunir un conjunto de lecturas no disponibles en otras bibliotecas. Socialistas y anarquistas se lanzaron entonces a la conquista de ese espacio y a la búsqueda de más y más lectores y lectoras. Pero, sin lugar a duda, fueron los socialistas quienes mejores niveles de institucionalización les dieron a las bibliotecas, que se incorporaron así a la red de entidades que el partido dispuso para la formación obrera: editoriales, escuelas, asociaciones de recreos infantiles y centros de extensión universitaria. Todo, instituido bajo un mismo principio: la creencia en el valor de la lectura y de la ciencia como basamento de la emancipación del proletariado.

Hasta la coyuntura del Centenario (1910), ese panorama se mantuvo relativamente estable, sin grandes saltos cuantitativos ni cualitativos. Y si bien la acumulación de experiencias contribuyó a formar un conjunto de conocimientos prácticos sobre la instrucción y la divulgación cultural, la falta de recursos fue un motivo apremiante para las personas que intentaron desenvolver este tipo de iniciativas. Pero dos acontecimientos vinieron a marcar un punto de inflexión. El primero es de carácter general: se refiere a las resoluciones que en 1910 se tomaron en el IX Congreso del Partido Socialista, y que favorecieron los acercamientos y las buenas relaciones con algunas agencias del Estado y sus políticas. Esa adhesión, sin embargo, no significó la pérdida del tono contestatario que los militantes sostuvieron con relación con ciertos direccionamientos ideológicos o instrumentaciones específicas (Barrancos, 1991). El segundo hecho es propio del campo bibliotecario, y alude a la restitución de la ley 419 de fomento a las bibliotecas populares y a la posibilidad que a partir de allí se abrió para que una asociación pudiera obtener subvenciones para la compra de libros bajo ciertos requisitos. La casi simultánea concurrencia de estos dos eventos propició una instancia novedosa para quienes se abocaron a las bibliotecas, y dentro de la cual debieron sopesar, por un lado, el deseo de contar con el apoyo gubernamental para ampliar los horizontes de sus influencias y, por otro, las sospechas que recaían sobre el mecanismo legal de subvenciones, que exigía conceder el poder legítimo de inspección a los funcionarios a cargo de la conducción del Estado, cuyos discursos y prácticas eran visiblemente hostiles hacia las culturas de izquierda. Este dilema fue percibido por Nicolás Tripaldi (1997) en un ensayo panorámico sobre la cuestión que lleva más de dos décadas de su publicación, pero cuyo valor heurístico aún no fue agotado. La hipótesis del autor buscaba rastrear los elementos específicamente bibliotecológicos que el socialismo adoptó, a partir de ese momento, para iniciar un proceso lento y a veces conflictivo de trasformación de sus bibliotecas, que involucró el aumento y la diversificación de las colecciones, la modernización de las técnicas bibliotecarias y, alejándose de las sospechas, la creación de lazos de solidaridad con el Estado para potenciar las fuentes de financiamiento.

Guiada por esa clave de lectura, esta investigación comenzó por el estudio del expediente generado por la Comisión Protectora de Bibliotecas Populares para la Biblioteca Obrera, la primera institución de este tipo que se fundó en Argentina, y de indudable valor simbólico para las demás entidades del partido (Tripaldi, 1996). La existencia de esa carpeta significaba un inicio promisorio: esas fojas, todavía inexploradas, potencialmente podían ofrecer respuestas a los cómos y los porqués del acercamiento de los socialistas a las políticas públicas sobre bibliotecas. Las expectativas eran grandes: las preguntas para un primer ensayo habían quedado fijadas sobre esos documentos. Pero, con el avance del trabajo, las cartas, las listas de libros y los presupuestos que testimonian los intercambios producidos entre ambas instituciones comenzaron a dejar sabor a poco: no había casi nada de singular; las notas que iban y venían eran igual de burocráticas que las mantenidas por la Comisión Protectora con otros cientos de bibliotecas. Esta suerte de normalización de las relaciones hacía pensar que el vínculo con esta agencia estatal fue menos conflictivo de lo que se creía. Hubo que recorrer otros caminos para encontrar el soporte bibliotecológico que contuvo la serie de modificaciones que alteraron o reencauzaron la cultura de biblioteca promovida por los socialistas durante la década de 1910. Fue imprescindible, entonces, dar un segundo paso metodológico y relevar día por día, mes a mes y año por año las novedades que aparecieron en La Vanguardia sobre la cuestión bibliotecaria. Bajo ese criterio general se formó un archivo, abundante y diverso, con pistas nuevas y hallazgos por interpretar. Pero lo interesante surgió al yuxtaponer las dos fuentes documentales (el expediente de la Comisión Protectora y los artículos del periódico), porque en ese momento cobró fuerza una idea complementaria a la hipótesis de Tripaldi de la cual partimos, y que se puede formular así: durante la década de 1910 la retórica bibliotecaria desplegada desde La Vanguardia no albergó contenidos de carácter técnico, esto es, aspectos relativos a cómo las bibliotecas incorporaron, por ejemplo, el uso del Sistema de Clasificación Decimal Universal —que fue objeto de otros textos y de otros emprendimientos del partido—; tampoco incorporó alusiones a los eventuales vínculos entre las bibliotecas obreras y la Comisión Protectora. Pero, al recapitular cada mensaje, al reparar en la intensidad y la constancia que devuelve una mirada de conjunto, se vislumbra una prédica que apeló a la Biblioteca Obrera como ejemplificación de las buenas prácticas, como un modelo de referencia tangible en las amplias fronteras de un discurso de todo crítico, contestatario, que buscó y consiguió aglutinar a los militantes de la lectura bajo una idea de biblioteca, cuyas expresiones se hicieron tangibles en la multiplicación de experiencias, y que a su tiempo reingresaron a esa retórica a través de la misma prensa para estimular y alentar nuevos emprendimientos.

Bajo esos puntos cardinales y esos materiales parte este ensayo. Al finalizar el recorrido, se debería poder alcanzar una comprensión más clara de lo que significaron las bibliotecas obreras y socialistas para las personas que se involucraron con ellas, que abrieron sus puertas cada día, resolvieron sus problemas, se ocuparon de sus cuentas, de llevar sus estadísticas y, desde luego, de poner un libro en la mano de los lectores.

Al inicio, las desconfianzas

El 17 de abril de 1911, desde las oficinas de la Comisión Protectora, partió una misiva dirigida hacia la Biblioteca Obrera, invitándola a tomar parte de las subvenciones que el Estado nacional ofrecía para la compra de libros. El primer paso en la relación estaba dado. Pero la junta administradora de la biblioteca mantenía una duda razonable respecto de las condiciones y el alcance del decreto reglamentario, que obligaba a la asociación a someterse a la inspección gubernamental, y esto no solo en lo relativo a las condiciones del local, los horarios de apertura y otros aspectos formales y organizativos, sino también al “carácter y naturaleza de las obras destinadas a formar la biblioteca…” (Ministerio de Justicia e Instrucción Pública, 1908: 9). Duda razonable porque, con toda probabilidad, la Comisión Protectora remitió a la Biblioteca Obrera el folleto de difusión de 1908, que contenía, además del texto de la ley 419 y el citado decreto, un mensaje que proponía combatir las doctrinas que se suponían contrarias al orden institucional de la Argentina y a la argentinidad misma, en clara referencia a la introducción de las lecturas de izquierda que durante las décadas anteriores habían ganado su público y sus militantes. Los socialistas respondieron a la invitación solicitando las aclaraciones del caso, pues consideraban inaceptable que una entidad externa juzgara el contenido de sus estantes. El 28 de abril de 1911, apenas un día después de haber recibido la consulta, el secretario de la Comisión Protectora, Lino Acosta, simplemente apunto en el reverso: “visto lo manifestado en la nota precedente, archívese” (Comisión Nacional de Bibliotecas Populares, exp. 51-B-11, 1911-1919).

Esa no fue, sin embargo, la primera vez que el socialismo se plantaba frente al mensaje oficial que acompañó el relanzamiento de la ley nacional de protección a las bibliotecas populares. En ese mismo 1908, más exactamente el 22 de julio, las páginas de La Vanguardia sirvieron para expresar la preocupación del partido a través de un sugestivo artículo titulado:"Abajo las bibliotecas!". Su autor, luego de citar inextenso los tres párrafos centrales de la argumentación del ejecutivo contra las “tendencias disolventes” que perturbaban el orden nacional —y que ahora utilizaban a las bibliotecas como herramientas de tenaz difusión, según las mismas declaraciones—, achacaba la falta de móviles elevados para hacer uso del tesoro en la propagación de las bibliotecas: “…nada de fomento de aprendizaje científico; nada de la divulgación del pensamiento nuevo”. Pero, más que lamentar esta ausencia, el articulista enseñaba una rebeldía contra un sistema que veía en ciernes:

No pudiendo matar a sablazos las ideas, quieren destruir las bibliotecas, y con el pretexto de cortar “prédicas disolventes” enristrará sus lanzas contra los libros del proletariado.

El gobierno quiere formar un criterio popular a su agrado, olvidando que ese criterio popular no se orienta con decretos ni con iniquidades (…).

Seguramente, consumarán la iniquidad. Pero no será posible que el gobierno impida que “eso se disuelva”, porque “eso” [el orden establecido], lo que tanto pretende cuidar, está cayendo ya por sí mismo, a pedazos (La Vanguardia, 22 de julio de 1908).

Las dudas que gravitaban en los dirigentes de la Biblioteca Obrera sobre la nueva política bibliotecaria estaban instaladas desde el comienzo. Pero, tras el estado de sitio de 1910 y el asalto al local del centro socialista de la calle México 2070, en cuyo segundo piso estaba ubicada por entonces la biblioteca, las incertidumbres crecieron en diferentes direcciones: ¿cómo confiar en un gobierno que se tomaba la molestia de invitar a la institución a formar parte de una medida de instrucción popular cuando, apenas un años atrás, ese mismo gobierno se había mantenido como un espectador privilegiado cuando las turbas de “patrioteros” destruyeron y saquearon los locales del partido, amparados por el ojo policial y el estado de excepción que sirvió para sofocar con violencia la protesta obrera en medio de las celebraciones del Centenario? Durante los meses de agosto y septiembre de 1910 La Vanguardia dedicó varias entregas a narrar los ataques del 14 y 15 de mayo de ese año en su propio local, en las seccionales del partido de la capital y del interior. Pese a la pérdida de muebles y papeles de los gremios y mutuales que funcionaban en México 2070, la biblioteca no sufrió pérdidas, aunque sus puertas estuvieron cerradas hasta agosto de ese año. Todavía en 1915, una mordaz nota publicada en la tapa de La Vanguardia del 9 de agosto, titulada: “Los libros del centenario”, recordaba con nostalgia el modo en que los tomos de distintas bibliotecas obreras con menos suerte habían quedado destrozados y dispersos por las calles de Buenos Aires. Pero no todo se había perdido:

(…) la casualidad nos ha brindado una satisfacción (…). Muchos libros quedaron salvados. ¿Quién los salvó? La misma horda; la misma policía. Depositados en la sección orden social, pasaron ahí los años como instrumentos de delito o como elemento histórico (…). Pero esos libros estorbaban, sin duda, y fue menester darles ubicación nueva. ¿Cuál? Recientemente se creó en el departamento central [de policía] una biblioteca, bastante bien provista, que está abierta al público (…). Bien: en sus estantes se encuentran, desde hace algunos días, los libros del asalto, los históricos libros del año del centenario.

Registramos el acontecimiento con viva complacencia. No diremos que ello basta para redimir a la policía, pero sí a aminorar su culpa. ¡La policía es menos bárbara de lo que creíamos! (La Vanguardia, 9 de agosto de 1915)

Al volver a ese abril de 1911 en el que la Comisión Protectora intentó tomar contacto con la Biblioteca Obrera, se comprende mucho mejor la sospecha sostenida por la junta directiva. La atmósfera no era nada favorable. Por otro lado, la entidad estatal estaba sujeta a sus propios problemas (Agesta, 2021; Planas, 2021): el presupuesto precariamente definido, la estructura burocrática endeble y los cambios en la plana ejecutiva no propiciaron la continuidad de la gestión iniciada. Recién a partir de 1914 pudo alcanzar una estabilidad relativa. En los años que siguieron, lejos de constituirse en los hechos como una herramienta contra las culturas de izquierda —que desde luego nunca fomentó— o en una entidad con simples fines dirigistas, la Comisión Protectora se transformó en una institución de carácter más bien reformista, encajando de ese modo en las políticas que un sector de la élite dirigente llevó adelante durante el entresiglos (Zimmermann, 1995). Su influencia entre las bibliotecas populares creció de forma sostenida, y para 1915 ya había entrado en relaciones con varias bibliotecas dependientes del Partido Socialista o administradas por militantes identificados con él.

Si bien la Comisión Protectora elaboró un discurso refractario de las izquierdas (Tripaldi, 2002; Planas, 2019), en la práctica, en la gestión cotidiana de las subvenciones y las inspecciones, construyó relaciones más bien amigables con las bibliotecas obreras, y solo excepcionalmente, del mismo modo que sucedía con cualquier biblioteca, entraron en conflicto (Agesta, 2019; Fiebelkorn, 2018). Esta aproximación fue posible porque, de forma paralela al crecimiento institucional de la Comisión Protectora, muchas de las bibliotecas vinculadas al socialismo asumieron una orientación que las acercó a las regulaciones estatales. En el caso de la Biblioteca Obrera, por ejemplo, los estatutos de la entidad fueron discutidos y modificados en 1914 para solicitar la personería jurídica y obtener a través de ella el subsidio en dinero efectivo que aportaba el Congreso de la Nación (La Vanguardia, 1 de septiembre de 1914). Y si bien no todos los miembros de la entidad estuvieron de acuerdo con la medida, aduciendo que la subvención “desmedraba el carácter genuinamente popular de la institución” (La Vanguardia, 25 de septiembre de 1918), la asamblea general de socios aprobó por mayoría ese cambio. En cuanto al funcionamiento, nada la diferenciaba de las bibliotecas populares que apoyaba la Comisión Protectora: mantenía un espacio estable, contaba con un elenco de socios, prestaba libros a domicilio y estaba abierta a todo el público de lunes a viernes entre las ocho y las diez de la noche, y los feriados, por la tarde. La adhesión a las políticas estatales se visualizó de forma inmediata en el considerable aumento del volumen de sus colecciones, que pasó de 5.368 ejemplares en 1914 a casi el doble dos años después (Tripaldi, 1995).

Disponer de las subvenciones oficiales fue un estímulo fundamental para todas las bibliotecas, obreras o populares, cuyos recursos históricamente fueron más bien magros. Aun la Biblioteca Obrera, que contaba con generosas contribuciones de particulares y de allegados al partido desde su fundación en el final del siglo XIX, no podía dejar pasar sin análisis previo la posibilidad de obtener ese apoyo. La proximidad con el Estado que la biblioteca cultivó durante la segunda mitad de la década de 1910 es, en todo caso, un aspecto dentro de un conjunto de elementos que permiten apreciar una transformación en la forma de producir las bibliotecas en la cultura del socialismo.

Una idea de biblioteca

Las bibliotecas obreras, en especial las que fomentó el socialismo, contribuyeron a renovar de forma sustancial la cultura de biblioteca de la Argentina, que había comenzado en 1870 con la emergencia y profusión de las bibliotecas populares bajo la poderosa influencia de Domingo Faustino Sarmiento. Entre el final de la década de 1890 y los primeros siete u ocho años del novecientos, esa renovación tuvo dos claves principales. La primera, refiere a la selección de obras: las bibliotecas obreras se caracterizaron por servir de soporte material al repertorio de las izquierdas, de muy escasa circulación en los espacios tradicionales (Tarcus, 2013). Esta marca se mantuvo en el tiempo, diferenciándose de ese modo de las bibliotecas populares, en cuyos catálogos es realmente difícil encontrar vestigios del pensamiento socialista o anarquista durante el entresiglos. La segunda, y que desde luego atañe a la peculiaridad del fondo bibliográfico, remite a la delimitación de un nuevo lectorado, que fue definido a partir de una noción de clase coherente con el andamiaje teórico del socialismo. La idea de lo obrero demarcaba un área social concreta y novedosa, con sus valores y sentidos culturales distintivos, y a la que el partido buscaba darle consistencia política. Desde este punto de vista, la biblioteca era un elemento estratégico que, al inicio, sirvió para el estudio de las vanguardias militantes y, sucesivamente, para introducir a contingentes más amplios del proletariado en la prédica de las izquierdas. Junto a estas dos claves de diferenciación aparece una tercera, que cobra especial visibilidad en el espacio público al incrementarse el número de establecimientos a partir de 1910: las bibliotecas del socialismo tuvieron los nombres de sus referentes teóricos y políticos, de sus mártires y de las mujeres ligadas al partido. Hasta ese entonces, las bibliotecas populares eran llamadas por la ciudad o el pueblo donde se radicaban (Biblioteca Popular de Chascomús, Biblioteca Popular de Azul, etc.). Con posterioridad, fue frecuente que tomaran el nombre de los próceres nacionales, con la más obvia referencia a Sarmiento, pero también aparece Alberdi, Avellaneda, Belgrano, Mitre, Rivadavia. Las bibliotecas obreras, si bien no prescindieron de esa tradición, llevaron el nombre de Carlos Marx, Federico Engels, Augusto Bebel o Juan Juarés. Las bibliotecas Alberto de Diego y Vicente de Tomaso fueron bautizadas así en homenaje a dos militantes asesinados mientras realizaban actividades de propaganda. Entre las mujeres, Mariana Chertkoff, Raquel Camaña y Teresa Mauli pueden citarse como ejemplos. Finalmente, también fueron empleados nombres alegóricos a las causas o los valores de la izquierda: Sol de la Humanidad, La Lucha, Humanidad y Cultura, Antorcha de la Verdad, entre otros.

Así como las bibliotecas obreras introdujeron novedades en el panorama bibliotecario argentino, ellas mismas fueron transformadas al ingresar al campo de la lectura pública y luchar por una posición. Ángel Giménez, alto dirigente del Partido Socialista y uno de los referentes de la cuestión bibliotecaria, dejó en 1918 una frase que puede brindar una idea clara de este proceso y de los horizontes renovados que durante la década del diez se esperaba para las bibliotecas: “…hay que mejorar las bibliotecas, seleccionar sus libros, organizarlas poniéndolas en condiciones de servir, no solo para los afiliados, sino también para el pueblo en general” (Giménez, 1918: 4). El folleto en el que Giménez demandaba ese cambio, titulado Nuestras Bibliotecas Socialistas, es un testimonio tangible de la aparición y la extensión de una prédica vinculada a las bibliotecas, que las ponderó como espacios de formación de la conciencia de clase de los trabajadores, a la vez que las constituyó como un signo de diferenciación simbólica en el campo de la política, frente a las prácticas del mercado y de la iglesia; incluso, de otras bibliotecas. Esta retórica bibliotecaria contribuyó, además, con la intensificación de las estrategias y las técnicas implementadas para perfeccionar el funcionamiento de las entidades, sin cuya mejoría esa retórica y esos valores que la biblioteca encarnaban carecían de sustento.

La Vanguardia ofrece una cantidad abrumadora de información sobre las bibliotecas durante el período examinado. Si bien es cierto que la modernización de su imprenta en 1912 y el ingreso de nuevos recursos posibilitaron la duplicación de las páginas y, con ello, la incorporación de nuevas secciones o la ampliación de las ya conocidas (Bounuome, 2016), el incremento de la visibilidad de las bibliotecas en el periódico estuvo vinculado al crecimiento del número de las entidades radicadas en Buenos Aires —según el propio Giménez, unas 32 para 1918— y a la intensidad con la que remitieron a la redacción del diario los avisos de sus actividades. En algunos años en particular, casi no hay día en el que no se vea un anuncio sobre una conferencia en tal o cual entidad. La Biblioteca Obrera gozó, en este contexto, de un lugar privilegiado, bien por su significación histórica, su envergadura institucional o su constante desarrollo. En conjunto, la creciente presencia bibliotecaria en el diario motivó la publicación de dos artículos dedicados a brindar un panorama. El primero, destinado a las entidades de la Capital Federal, salió el 24 de febrero de 1916 a doble página; el segundo, referido a las bibliotecas de las provincias, contó con dos entregas a página completa, aparecidas el 31 de marzo y el 6 de abril del mismo año. Antes que el citado folleto de Giménez, estos extensos trabajos (unas 12.000 palabras en total), ilustrados profusamente con fotografías de las entidades, conforman un hito en las expresiones bibliotecológicas de las izquierdas.

“Las bibliotecas obreras y socialistas de Buenos Aires” y “Las bibliotecas obreras y socialistas de las provincias”, firmados por José A. Mouchet (1916, 1916a, 1916b), son textos que requieren una lectura de conjunto. Las tres entregas que conforman esas dos unidades siguen la misma estructura: primero, un fragmento ensayístico, en el que el autor narra el origen de las bibliotecas y la manera en que estas instituciones pueden contribuir con la emancipación del proletariado; segundo, un pasaje más bien descriptivo, en el que brinda detalles de las entidades: historia, estadísticas de préstamo, cantidad de volúmenes, actividades de extensión, nombre de los integrantes de las comisiones directivas, etc. Finalmente, en el primer artículo y en el último se agrega una nómina de las bibliotecas relevadas (en total, resultaron 14 en las provincias y 24 en Buenos Aires). El tono empleado por Mouchet en el trabajo recupera los relieves épicos de los discursos habitualmente utilizados por las izquierdas, y esto no solo es tangible en las imágenes y en las metáforas a las que suele apelar; también es sensible a la comprensión de la cuestión bibliotecaria, a la que sumerge en la milenaria lucha entre los opresores y los oprimidos:

Arrojad luz, dice el espíritu de los nuevos tiempos, en la inteligencia de las masas sociales irredentas que sostiene sobre sus espaldas la pesada máquina del régimen capitalista, y luego oiréis crujir las piezas indispensables a su funcionamiento… (Mouchet, 1916).

El registro es notablemente diferente al que, con posterioridad, utilizó Giménez, y que hasta este momento era el único que la bibliografía sobre el tema había tratado en algunas pocas, pero valiosas aproximaciones (Tripaldi, 1997, 2000; Sik, 2016). No se trataba, sin embargo, de visiones antagónicas: en ambos autores las bibliotecas fueron instancias de formación obrera y popular, dentro de un programa de trasformación social progresivo de mayor alcance. En el caso de Mouchet, y tal vez por haberse publicado en La Vanguardia, la retórica requirió una fuerza de seducción especial; mientras que el estudio de Giménez tuvo un propósito y un desarrollo eminentemente pedagógico: brindar instrucciones de buenas prácticas a los dirigentes de las bibliotecas socialistas. En todo caso, entre una intervención y otra, lo que se obtiene es un efecto de complementariedad. Y es que, si el folleto de Giménez privilegió la faz didáctica e instrumental; el ensayo de Mouchet procuró alentar un modo de vivenciar la biblioteca en relación con una mirada crítica del mundo y del futuro.

En el relato, los orígenes de las bibliotecas obreras se unen al del propio Partido Socialista, y a la voluntad que tuvieron sus miembros por compensar las inequidades culturales. El capitalismo, recuerda Mouchet, propicia un tipo de división del trabajo que no se sustenta en la habilidad o la capacidad natural de las personas para desenvolver un arte o una ciencia, sino más bien en la posesión de fortuna, es decir, en las relaciones de propiedad: quiénes la disponen, puede escoger; los demás, se ven forzados, antes o después, a pasar sus días en la fábrica. En la desigual distribución de los bienes simbólicos, la biblioteca constituía una ayuda para la formación intelectual de los trabajadores, por cuanto su propósito era administrar de forma gratuita los medios, esto es, los libros, tendientes a equiparar dichas desigualdades. Pero, más específicamente, se requería que esos espacios y el conjunto de lecturas que los conformaban contribuyeran a desarrollar entre las masas de obreros la conciencia del lugar que ocupaban en la historia.

Al apelar, como resulta evidente, a la simplificación de algunas categorías generales de la teoría marxista para inscribir allí la cuestión bibliotecaria, Mouchet no solo realizó un trabajo interpretativo original en el incipiente campo bibliotecario argentino, también dispuso una fuerza retórica que buscaba aglutinar y alentar a los militantes socialistas a dar una batalla en este plano, por cuanto el cambio social respondía a la transformación en las ideas y las representaciones, tanto como a la modificación de las condiciones sociales de producción. Esa renovación del imaginario social a la que podían contribuir las bibliotecas requería una paciente tarea educativa del proletariado en el conocimiento de los medios adecuados para encauzar su lucha de clase hacia la emancipación (Mouchet, 1916). La burguesía, sostenía el autor, hizo posible la revolución de 1789 porque controlaba la producción material de la vida, pero también porque construyó una ciencia sobre la que asentar su domino. Así, el concepto y el lugar relativo de los procesos educativos se tornaban claves. No hay, en este caso, nada muy novedoso: como advirtió Dora Barrancos (1996), el socialismo de este período valoró la educación como creencia y como potencia transformadora. Mouchet solo recuperaba estas dimensiones para situar el trabajo más específico de las bibliotecas, que era desde luego el de la acumulación libresca, pero que en los nuevos tiempos también era el de la extensión, definida como un saber de divulgación permanente de las artes y la ciencia.

La posición que asumió Mouchet adquiere una dimensión simbólica más específica cuando la aprehensión de la biblioteca obrera representa un signo de diferenciación entre las tradicionales prácticas de la política criolla y las nuevas maneras de hacer del partido:

Mientras los socialistas, nuestros compañeros de causa, en la provincia agitan la idea económicosocial, los otros (los oligarcas de los feudos mediterráneos), luchan contra la civilización y el progreso, huyen de la luz y se guarecen, como búhos, en las tinieblas (…), y en vez de presentar hombres e ideas a la luz del sol donde mejor brillan las virtudes ciudadanas, calumnian al pensamiento y a la acción electoral con fines egoístas y personales por medios indígenas, como ser la taba, el carlón, el asado con cuero (Mouchet, 1916a).

Ese juego de oposición entre la luz y la sombra era frecuente en La Vanguardia; la novedad, en todo caso, fue la modulación que adquirió su formulación como prédica bibliotecaria en las páginas de ese y otros diarios socialistas (Martocci, 2013). En 1920 un artículo amplificó esa resonancia al cargar contra una biblioteca popular inaugurada en el barrio de Mataderos de la Capital Federal, cuyos fundadores dieron en llamar “Hipólito Irigoyen”. Solo un acto de servilismo justificaba, para el articulista, ese título: Irigoyen no era digno de una biblioteca: se trataba de una figura sin ningún mérito literario, sin obra, cuya única prosa conocida era la que usaba en los telegramas para sus correligionarios. Su nombre equivalía al de “Omar, el destructor de Alejandría… Aunque Omar no fuese del régimen, quién sabe si no tenía alma de radical…” (La Vanguardia, 3 de agosto de 1920). El autor, desde luego, exageraba. Pero su tono debió tener algún impacto entre los lectores, porque otras dos veces continuó el hilo del trabajo, hasta rematar el asunto con la inclusión de un diálogo entre dos amigos, en el que uno se mostraba preocupado por los libros de esa biblioteca, en vista de que el bibliotecario que estaba al frente, el negro Vázquez, era analfabeto. En la novelesca escena, el otro lo tranquilizaba de este modo: “el imaginario inconveniente que pudiera suponer el tal bibliotecario no se produce, pues en el mueble se guardan cuatro tabas, cinco facones y cuatro ponchos. Tal el caudal bibliográfico!” (La Vanguardia, 1 de septiembre de 1920). El negro Vázquez, parece, era un feroz caudillo radical del barrio.

La Iglesia Católica, contendiente histórico del socialismo, también encontró su momento entre los textos sobre bibliotecas que aparecieron en La Vanguardia. En el caso que sirve de ejemplo, el diario apoyó a la biblioteca socialista del pago de Junín contra la campaña de difamación que, según la crónica, el párroco de la localidad había iniciado contra la entidad en las páginas del periódico local, acusándola de tener en sus estantes más botellas que libros (una denuncia que, como se vio, los propios socialistas le atribuían a los radicales). En el descargo, los miembros de la comisión directiva invitaron a las autoridades y al pueblo en general a presentarse a la biblioteca y comprobar que la realidad era muy diferente, y exigían, por otro lado, que los funcionarios nacionales enviaran un agente para examinar la institución y librarla, por fin, de tales calumnias. Días más tarde la biblioteca consiguió lo que buscaba: Miguel Rodríguez, presidente de la Comisión Protectora, declinó la posibilidad de comisionar un inspector porque no encontraban cargos que ameritaran iniciar una investigación (La Vanguardia, 10 y 24 de mayo de 1919).

Algunos dardos también encontraron su blanco en el más estrecho ámbito bibliotecario. No podían faltar, como ya lo habían hecho los anarquistas (Sik, 2018), las críticas a la conducción de la Biblioteca Nacional: en 1908, se acusó a Paul Groussac (“viejo déspota”, como se lo llamaba) de reducir a la mitad el sueldo de los empleados (La Vanguardia, 5-6 de octubre de 1908); algo similar sucedió en 1915, cuando el diario lo denunció por no pagar los estipendios de los ordenanzas que trabajaban en doble turno para ampliar los horarios de la biblioteca (La Vanguardia, 10 de junio de 1915), y en 1916, precisamente, se lo culpó por rehusar la posibilidad de abrir las puertas por la mañana, aduciendo razones burocráticas para no hacerlo (La Vanguardia, 5 de febrero de 1916). La Biblioteca del Municipio de Buenos Aires también recibió su dosis: debido a las quejas recibidas en la redacción de La Vanguardia por parte de varias lectoras, sus periodistas le exigieron al director de la institución que procurase formar a sus empleados en las artes de la bibliografía y en las más elementales normas de civilidad para prestar servicios al público (La Vanguardia, 27 de abril y 1 de mayo de 1917). Finalmente, hasta algunas bibliotecas populares fueron objeto de crítica. En marzo de 1916 la crónica de una estafa presentaba a los miembros de una comisión directiva como los principales cómplices de los allegados al dirigente conservador Alberto Barceló, por prestar el nombre y el prestigio de la biblioteca para auspiciar una kermés que, en los hechos, no resultó otra cosa que un antro de juegos en los que se “desplumaba” a los ingenuos que habían asistido de buena fe (La Vanguardia, 21 de marzo de 1916).

La figura de la biblioteca también funcionó como una instancia de diferenciación con respecto al infinito y multiforme mercado literario, probablemente una de las preocupaciones más importantes entre las organizaciones culturales (Barrancos, 1991). En tiempos en que el ámbito bibliotecario se producía de forma más bien artesanal, sin los grandes consensos técnicos que van a identificar al campo y a la disciplina en los años posteriores, la definición de lectura adquirió un notable consenso entre quienes se posicionaron al frente de los discursos sobre estas instituciones —incluso, los argumentos principales fueron compartidos con las posturas estatales, con la obvia excepción del fondo cultural que caracterizó a las izquierdas—. Los criterios de discernimiento entre los buenos y los malos libros fueron puestos sucesivamente en la esfera pública en La Vanguardia. La elección, por ejemplo, de la publicación de ciertas novelas de tintes realistas, como Nacha Regules, de Manuel Gálvez, o el propio catálogo de libros editados por el diario y difundido entre sus páginas, brindaban un contexto general de las elecciones consideradas correctas. En el interior de ese universo, personalidades como Giménez, Roberto Giusti o Enrique Dickmann, entre otros oradores menos conocidos, brindaron conferencias específicas en las bibliotecas sobre la selección de libros (La Vanguardia, 16 y 28 de agosto de 1917; 29 de agosto y 11 de diciembre de 1918; 27 de junio de 1920). Esta prédica partía de un mismo y declarado supuesto: la incapacidad de los lectores y las lectoras para escoger los libros adecuados. De allí, entonces, se explicaba que las preferencias del gran público declinaran por las novelas sentimentales o las intrigas de los malos policiales, que por aquel entonces inundaban las calles de Buenos Aires. Ni que decir de los libros abiertamente eróticos: en 1913 un aviso celebró la incautación en la aduana y la posterior quema de un lote de Placeres voluptuosos, por considerar que la obra atentaba contra la moral y las buenas costumbres (La Vanguardia, 10 de octubre de 1913). La aprobación del hecho, sin embargo, estaba ubicada en el terreno de la excepción. Giménez recordó, siempre que tuvo la ocasión de hacerlo, las enseñanzas de Sarmiento respecto de la baja literatura: más inmoral que los peores libros son el alcohol y los entretenimientos malsanos. Pero, cuando se estaba ante la oportunidad de escoger los títulos, había que hacer valer la chance. En la conferencia: “Lo que debemos leer”, Dickmann brindó un ABC sobre este tema para los oyentes de Biblioteca del Pueblo (La Vanguardia, 11 de diciembre de 1918). Según la reconstrucción que realizó el cronista del diario, el autor recomendó cinco niveles de lectura: el primero, conformado por aquellas ciencias relativas a la comprensión económica y social del mundo (geografía, sociología, economía política, etc.); el segundo, integrado por las lecturas que clarificaban el lugar de nuestro planeta en el cosmos; el tercero, compuesto por los saberes, como la biología, que ayudaban a entender los orígenes de la humanidad, al tiempo que despejaban los mitos teológicos de la imaginación; el cuarto, formado por el conocimiento técnico para el perfeccionamiento de los oficios; finalmente, las expresiones artísticas de los grandes autores de la literatura para cultivar el espíritu.

Como se puede observar, la noción de biblioteca promovida por el socialismo en La Vanguardia cobró densidad durante la década de 1910 a partir de esa discursividad constante y progresivamente creciente que, aunque dispersa, cubrió sentidos de diferentes órdenes. Un texto como el de Mouchet, por ejemplo, situó la biblioteca en la cosmovisión del socialismo y le dio el tono contestatario que le era característico; los artículos, las crónicas y el producto de las conferencias aparecidas en el diario demarcaron ciertos límites, a veces políticos, a veces morales y en ocasiones específicamente bibliotecarios. Con el correr de los días, esa noción contribuyó a crear un sentimiento de biblioteca entre los militantes, cuyas expresiones tangibles habrá que rastrear en cada caso para percibir sus distintas manifestaciones, reingresadas con posterioridad a la misma prensa para servir al efecto convencimiento sobre el valor de la lectura.

La Biblioteca Obrera, expresión de una idea

En 1920, en los preparativos de los comicios municipales, una visita periodística al centro de Villa Devoto exaltó la calidad de la biblioteca por sobre el trabajo electoral en curso: las joyas del local eran sus dos amplios armarios, repletos cada uno de libros, y acompañados a su alrededor por un panteón propio: los retratos de Emilio Frugoni, Tolstoi, Sarmiento, Liebknecht, y los bustos de Marx, Juarés y Henry George. Pero, más que la biblioteca, el orgullo de este espacio era el bibliotecario:

Un compañero muy joven, espigado y excelente trabajador, que hace todas las noches 40 cuadras a pie para cumplir con sus funciones de bibliotecario, nos contesta algunas preguntas:

—¿Cuántos volúmenes tiene?

—Unos mil.

—¿Los libros se los llevan a domicilio?

—Sí, compañero. Excepto algunos, como, por ejemplo, “El hombre y la Tierra”, de Eliseo Reclus.

—¿Son muchos los lectores?

—Todos los afiliados.

—Cuáles son los autores preferidos?

—Víctor Hugo, Emilio Zola, Gorki, como novelistas. Darwin, Marx y Justo, como científicos (La Vanguardia, 17 de octubre de 1920).

Al mes siguiente, en la misma sección (“Viendo trabajar a nuestros centros”), el periodista y el fotógrafo visitaron la Biblioteca Obrera, a la que presentaron luego como el ideal de las instituciones de su tipo: “…digna cúpula de este rosario de pequeñas bibliotecas, orgullo y nervio de todos nuestros centros” (La Vanguardia, 18 de noviembre de 1920). En el año veinte, la afirmación hacía justicia respecto de la imagen que los socialistas mantenía de la entidad: la Biblioteca Obrera condensó todo aquello que puede identificarse con las estrategias, las técnicas y las prácticas administrativas instrumentadas para mejorar el funcionamiento de las bibliotecas, y que en el paso de 1910 a 1920 la transformó en una de las más importante de la Argentina. La constancia y la voluntad de quienes participaron de su conducción contribuyó, de ese modo, a renovar y modelar las aspiraciones de los militantes que en cada barrio de Buenos Aires o en las localidades del interior del país se involucraron con las bibliotecas, estuvieran formalmente o no vinculadas al partido.

Un buen punto de partida para examinar cómo la Biblioteca Obrera se convirtió en esa “digna cúpula” puede fijarse el 18 de junio de 1915: esta es la fecha del primer pedido de libros a la Comisión Protectora. Pasaron cuatro años desde que se frustró el contacto inicial ya descripto. El mundo era bien diferente entonces. El cisma producido por la Primera Guerra Mundial agitaba la agenda cotidiana de la prensa argentina, la charla en los cafés y las reflexiones intelectuales. La víspera de las primeras elecciones a presidente de la república bajo las nuevas garantías que ofrecía la ley Sáez Peña de voto universal, secreto y obligatorio caldeaba el ambiente político. Pero nada de esto parece estar presente en los intercambios que mantuvieron las dos entidades, que se ciñó a lo estrictamente burocrático. Las mutuas sospechas iniciales habían quedado atrás. Durante los cuatro años que siguieron, la Biblioteca Obrera compró a través de la Comisión Protectora unos 552 volúmenes, aunque, en rigor, fueron algunos más, ya que el detalle del séptimo y último pedido, el del 31 de enero de 1919, no consta en el expediente. Durante ese mismo lapso, la biblioteca remitió con cierta regularidad las planillas trimestrales de carácter informativo: lo hizo dos veces en 1915 y 1916; tres en 1917, y en otras dos oportunidades en 1918 y 1919 (Comisión Nacional de Bibliotecas Populares, exp. 51-B-11, 1911-1919). Quizá por esta razón la Comisión Protectora decidió no hacer ninguna inspección in situ —al menos, no hay testimonio de ello hasta el momento—. Esas descripciones le bastaban para formarse una idea del progreso de la biblioteca en cuanto a los volúmenes incorporados, al flujo de recursos financieros, a la cantidad y el tipo de libros consultados y al número de lectores atendidos.

Esta clase de información también era publicada en La Vanguardia con puntualidad. Las estadísticas correspondientes a los años 1910 a 1915 aparecieron de forma semestral, pero de allí en adelante, a partir de una reforma en el estatuto realizada en febrero de 1917, salieron con periodicidad anual. Independientemente de ello, aunque con cierta irregularidad, se presentaron resúmenes mensuales. Con todo, y pese a que este conjunto de avisos no fue exactamente homogéneo en cuanto a su contenido, su presencia pública brindó a los lectores del diario una idea general del crecimiento de la entidad y de la perseverancia de trabajo de quienes la sostuvieron. En 1917, con motivo del veinte aniversario de la biblioteca y de una campaña de asociación, un extenso artículo de tapa mostraba la siguiente información (Tabla 1):

Tabla 1
Movimientos estadísticos de la Biblioteca Obrera 18871917
Movimiento de la biblioteca
Años Mov. de socios Caudal bibliográfico Mov. de libros
1897 54 300 178
1898 40 550 490
1899 58 851 1137
1900 58 1265 1398
1901 77 1835 1706
1902 88 2152 2198
1903 87 2478 2731
1904 89 2844 2433
1905 82 3149 2125
1906 110 3701 4111
1907 128 4138 3459
1908 109 4315 2861
1909 93 4436 2204
1910 95 4721 3248
1911 123 5248 3191
1912 132 6181 3700
1913 99 6773 3924
1914 109 8034 6720
1915 99 9327 8493
1916 124 9955 9602
1917 167 10000 ***
La Vanguardia, 24 de septiembre de 1917.

Para la Biblioteca Obrera, como para cualquier otra organización de su tipo, el crecimiento cuantitativo de la colección constituía, inicialmente, la base de una buena administración: se trataba de un valor que, en sí mismo, otorgaba prestigio a las instituciones —la idea procedía, en buena medida, de los altos costos para aumentar el fondo bibliográfico—. Como quedó dicho, a partir de los años 1914-1915, momento en el que la biblioteca obtuvo la personería jurídica y fue auxiliada por el Congreso de la Nación y la Comisión Protectora, sus posibilidades de compra aumentaron. Tanto o más significativo, sin embargo, fue el material ingresado por donación: según los once registros trimestrales de la Biblioteca Obrera disponibles en la Comisión Protectora para el período 1915-1919, de los 1.709 ejemplares consignados en el rubro adquisiciones, el 38,7% habían entrado por compra, el 61% por donación y apenas el 0,3% a través del canje (Comisión Nacional de Bibliotecas Populares, exp. 51-B-11, 1911-1919). Los informes publicados en La Vanguardia, correspondientes a los años 1911, 1914, 1916-1918, y el primer semestre de 1915, corroboran estas proporciones con algunas leves variantes: 45,5% para las incorporaciones por compra y 54,5% para para las donaciones, sobre un total aproximado de 3.327 volúmenes (La Vanguardia, 7-8 de agosto de 1911; 14 de febrero de 1912; 1 de septiembre de 1914; 23 de enero y 19 de julio de 1915; 4 de marzo de 1917; 22 de marzo de 1918). Esta fotografía permite concluir que el legado de libros a través de particulares o instituciones de gobierno no fue el producto de la casualidad. A la mesa de entrada de la Comisión Protectora, por ejemplo, llegaron solicitudes desde los muchos establecimientos ligados al partido. El 12 de agosto de 1915 la Biblioteca Obrera acusó recibo por el envío de un cajón con 222 volúmenes, 5 mapas históricos de la República Argentina, 36 planos topográficos del Río Uruguay y 4 fotografías (Comisión Nacional de Bibliotecas Populares, exp. 51-B-11, 1911-1919). Pero donde más insistieron los bibliotecarios del partido fue entre su propio público. Y tanto parecen haber machacado con esta prédica que hasta el propio Giménez advirtió: “Pedir libros es la primera preocupación, y no se deja institución o persona conocida a la que no se la acose con pedidos de esta índole” (1918: 16). Dos años antes, en una nota aparecida en La Vanguardia el 17 de enero de 1916 sobre las actividades de la Sociedad Luz, de la que Giménez era responsable, el cronista señaló que la entidad invitaba a participar al lector con el envío de donaciones y libros, pero “recomendando especialmente que sean seleccionados y no se haga remisión de las cosas inútiles de las bibliotecas particulares, limpiando los estantes de obras que no tienen objeto alguno o son muestra de mala literatura” (La Vanguardia, 17 de enero de 1916). Todavía en 1932, al publicar Nuestras bibliotecas obreras, el autor insistía en la misma idea y casi en los mismos términos que en el pasado: “¡Cuidado! ¡Mucho Cuidado con las donaciones!” (1932: 64).

Al recibir libros de forma indiscriminada las bibliotecas perdían cierta autonomía en el proceso de elección, especialmente aquellas instituciones más pequeñas, necesitadas en general de aumentar el fondo bibliográfico aun a costa de obras poco consideradas. La Biblioteca Obrera, en cambio, exhibió con orgullo en sus balances la lista de donantes. Pero, mucho más interesante que este inventario, fue su proyecto de conservación de la cultura obrera lanzado a mediados de 1917 desde las páginas de La Vanguardia, en la que se solicitaban colaboraciones para crear la colección “Movimiento Obrero”, cuyo criterio de selección buscaban recuperar todo tipo de impresos (periódicos, revistas, estatutos, folletos, catálogos, reglamentos, manifiestos) o manuscritos, en cualquier idioma, que tematizaran la cuestión obrera desde el punto de vista económico, político, ideológico, mutualista y cooperativista (La Vanguardia, 9 de agosto de 1917). Con esa ambición partió desde la Biblioteca Obrera una circular dirigida a los centros socialistas del país, con el expreso pedido de recuperar la documentación relativa al movimiento de la clase trabajadora en el ámbito local, junto con el nombre y la dirección postal de las sociedades gremiales, culturales y periódicos afines a la cuestión obrera de las inmediaciones, y remitir todo a la sede de la biblioteca en Capital Federal (La Vanguardia, 19 de agosto de 1917). En los días posteriores se informó sobre la recepción de algunas obras, pero sin mayores detalles. Tampoco se publicó, hasta donde fue posible constatar, un catálogo específico de esta colección. La idea parece haberse diluido con el correr del tiempo o, al menos, dejada en un segundo plano en relación con otras actividades que demandaron mucha energía de la comisión directiva, como lo fue la recaudación de fondos para el local propio.

La necesidad de contar con una nueva sede se debió, entre otras cosas, a ese incesante crecimiento de las estanterías que marcaban las estadísticas. Cualitativamente, y tal como lo demostró Nicolás Tripaldi (1995) al estudiar el catálogo que la Biblioteca Obrera publicó en 1914, el elenco bibliográfico reunido en el final del siglo XIX tuvo algunas modificaciones con el paso de los años. Entre ellas, la más significativa fue el cambio en las proporciones de las dos áreas más importantes: las obras literarias pasaron de representar el 35,6% de la colección al 41,2%, mientras que las ciencias sociales experimentaron una ligera baja: del 29% al 22,6%. Esa preeminencia de la literatura no significó, desde luego, un descuido de las disciplinas científicas por las que tanto insistieron los militantes de la lectura: sumadas a las sociales, las ciencias puras y aplicadas, la historia y la geografía, ocuparon un lugar preponderante en el catálogo. Esta idea tiene un principio de corroboración al tomar como referencia los seis pedidos de libros que la biblioteca realizó a la Comisión Protectora durante el segundo lustro de la década de 1910. Ordenadas cada una de las obras según las categorías provistas por el Sistema de Clasificación Decimal Universal empleado por la propia institución durante aquellos años, se obtiene el siguiente cuadro: literatura, 24%; ciencias aplicadas, 23%; historia y geografía, 16%; ciencias sociales, 14%; ciencias puras, 10%; filosofía, 6%; bellas artes, 5%; filología, 3%; religión, 1% (Comisión Nacional de Bibliotecas Populares, exp. 51-B-11, 1911-1919).

Las colecciones de las bibliotecas obreras sin duda respaldaron el énfasis cientificista y sociológico de los cursos de formación de las entidades culturales del socialismo, tal como los desarrolló, por ejemplo, la Sociedad Luz (Barrancos, 1996), así como también el discurso público sobre la lectura desplegado por sus actores centrales. Este énfasis no pudo ir contra voluntad del lectorado, que prefirió siempre la literatura. Una autora muy maltratada como Carlota Braemé, cuyas obras Giménez calificó de triviales, era también la escritora con mayor cantidad de títulos en el catálogo de 1914. La contradicción es solo aparente: quienes administraron las bibliotecas entendían que la literatura, del cielo al infierno, era indispensable para aumentar día a día el número de lectores y potenciales socios. Y este conocimiento no era simplemente una sensación cotidiana; se trataba de un saber estadístico creado con el paso de los años. En las memorias publicadas en La Vanguardia durante la década de 1910 (7-8 de agosto de 1911; 14 de febrero de 1912; 1 de septiembre de 1914; 23 de enero y 19 de julio de 1915; 4 de marzo de 1917; 22 de marzo de 1918), sobre un total de 23.693 préstamo a domicilio computados, la literatura se llevó el 56%, y muy atrás se ubicaban las ciencias sociales y puras, con 11% cada una, historia y geografía con 9%, filosofía y ciencias aplicadas con 5%, y las restantes áreas apenas alcanzaban el 1% cada una (obras generales, religión, filología y bellas artes). Los mismos patrones se pueden observar si se toma como referencia la información que surge de las planillas pasadas a la Comisión Protectora entre 1915 y 1919. Respecto de los registros de uso de los libros in situ, no se dispone de testimonios discriminados por categorías, pero, probablemente, las disciplinas científicas y humanísticas hayan gozado de mejores porcentajes que los expresados en la circulación domiciliaria, debido a que la sala de lectura se brindaba mejor para la bibliografía de estudio: “Y sentados, numerosos ciudadanos leyendo, concentrados y en silencio. El fogonazo del ‘maestro Lavalle’ les molestó más que agradó”, tal la descripción del cronista de La Vanguardia sobre los hábitos en la Biblioteca Obrera durante su visita en noviembre 1920.

La fotografía que dejó ese fogonazo (Imagen 1), y otras dos que fueron publicadas en el diario durante el segundo lustro de la década de 1910, deja ver una sala longitudinal: en el centro, una extensa mesa, con sillas a los lados y lámparas que cuelgan del techo; sobre las paredes, los armarios repletos de libros, y a un costado, una pequeña escalera de madera para alcanzar los estantes más altos; al fondo, una biblioteca más y un retrato que parece ser de Sarmiento, aunque no se distingue del todo. En otra parte, aunque no se ve en las imágenes, un pequeño cuadro con el acta de fundación de 1897. Desde ese lejano comienzo, la biblioteca se había mudado de la planta alta hacia la baja en 1911, y en 1914 consiguió anexar una pieza más. Al ganar espacio, se pobló progresivamente de estanterías y mesas, y se hicieron varias obras de infraestructura: en 1918, por ejemplo, la pared divisoria de las habitaciones fue derribada, se renovó el sistema de iluminación y se incorporaron nuevas estufas, entre otras remodelaciones menores.

Sala de la Biblioteca Obrera. Fuente: La Vanguardia, 18 de noviembre de 1920
Imagen 1
Sala de la Biblioteca Obrera. Fuente: La Vanguardia, 18 de noviembre de 1920

Pero la sede de calle México quedaba chica, y el costo del alquiler, como para cualquier otra institución de su tipo, fue un peso demasiado importante en el balance. Al contrastar los ingresos y los egresos de la muestra de informes trimestrales pasados a la Comisión Protectora (los que aparecen en La Vanguardia son bastante más irregulares en este rubro), se puede obtener una idea del fino equilibro de las cuentas, en términos generales, y de la alta proporción de recursos que insumía la renta del local (Tabla 2):

Tabla 2
Muestra de balances trimestrales de la Biblioteca Obrera (elaboración propia)
Biblioteca Obrera
Año Período informado Ingresos Subtotal Gastos Subtotal Neto
Propios Nación Otros Compra Muebles, útiles, servicios Sueldo Alquiler General, obras, fondos de reserva
1915 1er trimestre 219,2 441 0 660,2 301,05 76,5 90 150 64,9 682,45 -22,25
4to trimestre 193,45 0 0 193,45 46,65 116,25 90 100 75 427,9 -234,45
1916 2do trimestre 219,85 294 0 513,85 148,9 16,5 135 150 54,4 504,8 9,05
3er trimestre 226,9 0 103,2 330,1 7,5 19,5 135 150 49,17 361,17 -31,07
1917 1er trimestre 277,85 588 0 865,85 289,8 69,8 135 150 71,85 716,45 149,4
2do trimestre 271,85 0 0 271,85 0 0 90 100 180,75 370,75 -98,9
4to trimestre 427,95 470,4 0 898,35 136 64 135 200 55,28 590,28 308,07
1918 3er trimestre 401 0 5 406 0 4 135 150 68,77 357,77 48,23
4to trimestre 365,05 294 297,75 956,8 0 149 135 150 325 759 197,8
1919 1er trimestre 508,75 294 7 809,75 112 0 135 150 107,4 504,4 305,35
2do trimestre 342 0 0 342 80 202 180 150 844,1 1456,1 -1114,1
Total 3453,9 2381,4 412,95 6248,2 1121,9 717,55 1395 1600 1896,6 6731,1 -482,87
Comisión Nacional de Bibliotecas Populares, exp. 51-B-11, 1911-1919

Con la idea de contribuir a subsanar los problemas de contabilidad, pero fundamentalmente para encontrar un espacio propio e independiente, en 1918 se lanzó una tenaz campaña pública de colocación de bonos por unos $20.000, que se estimaban suficientes para adquirir una propiedad en las cercanías de la sede de calle México y acondicionarla. Entre ese año y 1920, cuando se logra obtener la suma proyectada, La Vanguardia siguió de manera constante la evolución del programa: al inicio, publicó el sistema de adquisición de bonos, junto con su valor y los eventuales beneficios (21 de enero de 1918); luego, actualizó con regularidad los montos alcanzados y la nómina de compradores (22 de marzo, 20 de mayo, 25 de septiembre de 1918; 30 de enero y 6 de agosto de 1919); por último, informó de los festivales que la biblioteca organizó en el Teatro Apolo, el Palais de Glace y el Pabellón de las Rosas, de las excursiones al Tigre y de varias proyecciones cinematográficas; todo, con el objeto de juntar fondos (11 de septiembre de 1918; 7 de febrero, 2 de marzo, 17 de agosto de 1919; 19 de septiembre de 1920). En el final de 1919, con casi la totalidad del dinero recaudado, los miembros de la Biblioteca Obrera, reunidos en asamblea extraordinaria, aprobaron la propuesta de Dickmann: la institución se asociaría con La Casa del Pueblo en un único proyecto de construcción (24 de noviembre de 1919), finalmente materializado 1927.

La firma de ese acuerdo marca simbólicamente un punto de referencia. Los cimientos de una cultura de biblioteca transformada estaban creados. La Biblioteca Obrera había servido de representación de ese proceso que tuvo lugar en la década de 1910, a través de su constante desarrollo y de la publicidad que La Vanguardia hizo de ese crecimiento. No fue la única institución que intervino en la estimulación del sentimiento de confianza depositado en la búsqueda de nuevos horizontes: otras bibliotecas obreras participaron de esa apuesta y de esa escenificación, aunque con menos presencia. También la Comisión de Fomento de las Bibliotecas del Partido Socialista tuvo su papel a partir de 1917, al procurar reunir con cierta periodicidad a los bibliotecarios, en general, de la capital, para discutir temas eminentemente técnicos. De la mano de Giménez, esta comisión también sirvió como centro de canje de libros, para confeccionar listas de obras recomendadas o facilitar, a precios módicos, fichas para el catálogo, papeletas de préstamos, libros inventarios, etiquetas, cajas y otros materiales de librería imprescindibles para el trabajo diario (los avisos se multiplican desde 1917; algunos ejemplos se pueden encontrar en: La Vanguardia, 24 de noviembre de 1917; 6 de enero y 3 de diciembre de 1918; 24 de agosto, 10 de octubre de 1919; 20 de diciembre de 1920). La década de 1920 abrió un tiempo en el que esos modos de percibir y hacer la biblioteca se iban a poner a prueba. En un plano específico, con la emergencia del Partido Comunista de la Argentina, surgido de la ruptura del Partido Socialista en el final de la Primera Guerra Mundial, el mapa bibliotecario de las izquierdas se redefinió progresivamente, conservando las modalidades y las estrategias empleadas para la captación de público, pero diferenciándose sustancialmente en cuanto al contenido de los mensajes transmitidos por los simpatizantes de un partido y otro (Camarero, 2007; Piemonte, 2020). Desde una perspectiva más amplia, todas las bibliotecas con vocación pública debieron agudizar y sincronizar sus prácticas de difusión de la lectura en relación con las potentes producciones culturales de la radio y el cine, y más específicamente, con las ediciones de libros que empresas como Claridad o Tor hicieron circular de forma masiva a precios populares (De Diego, 2015). Otra vez, nuevos comienzos.

Pruebas y conjeturas

Al llegar al último punto de este ensayo, se espera haber cumplido con ese propósito general de partida: alcanzar una comprensión más clara de lo que significaron las bibliotecas obreras y socialistas para las personas que se involucraron con estas entidades. En cierta medida, el vasto archivo elaborado para la ocasión brindó algunos buenos resultados. Metodológicamente, al abrevar de nuevas fuentes, como el expediente generado por la Comisión Protectora para la Biblioteca Obrera, o seleccionar pasajes inexplorados de otras ya conocidas, como los avisos y los artículos publicados en La Vanguardia, se consiguen refrescar los puntos de contacto con ese pasado que se procura interpretar. Y conocer otros documentos nunca puede ser una mala noticia. Pero luego resulta que hay que darles un sentido, al amparo de uno o varios supuestos inmediatos, y cuya fuerza resultante encamine las cosas hacia ese lugar específico y más complejo, el de entender qué significaron las bibliotecas para las personas. El archivo analizado no brinda una imagen total —y a la que presumiblemente nunca se llegue aun cuando se escruten todos los vestigios posibles—, pero ciertamente su contenido deja, a golpe de vista, algunas ideas iniciales que se pueden recapitular.

La primera sensación que deja este recorrido es la de una efectiva mutación en el modo en que el socialismo concibió las bibliotecas. Este cambio de perspectiva no es una cuestión que se explique con solo mirar al interior del partido; se trata, en todo caso, de una modificación que estuvo asociada a otras de carácter político e institucional de mayor alcance, como las que supusieron la apertura electoral en 1916. Pero hay cierta especificidad en el campo bibliotecario que posibilitó ese pasaje que va de la desconfianza que retuvieron durante muchos años los militantes de la lectura respecto de las políticas estatales hacia un tipo de relación lo suficientemente amigable como para usufructuar las subvenciones del tesoro nacional. La práctica de la Comisión Protectora tuvo mucho que ver en esto, porque si bien esta entidad se montó sobre un discurso que hostilizó las lecturas de izquierda, en la práctica administrativa mantuvo el mismo tono y las mismas formas que utilizaba con todas las bibliotecas populares. Se tiene la sensación, además, que esta alineación con el Estado, junto con la búsqueda de más y más público, promovieron en el socialismo la manifestación de una retórica sobre las bibliotecas que las cargó de un tono contestario para, entre otras cosas, mantener una identificación con aquello que le era propio a una biblioteca obrera: su misión dentro de una teoría general acerca de cómo funcionaba la sociedad y cómo la lectura podía contribuir con la emancipación del proletariado. Esas cosas dichas sobre las bibliotecas se acumularon y, al intensificarse, promovieron un sentimiento de biblioteca, que fue el que movilizó la fundación de los establecimientos que Mouchet o Giménez exhibieron con orgullo en sus respectivos conteos. Una tercera sensación deja este recorrido, y es una relacionada con la persistencia con la que La Vanguardia mostró a la Biblioteca Obrera. Pareciera que, además de alentar a los simpatizantes de las bibliotecas con algunas notas mordaces y denuncias de todo tiempo, también debieron predicar con el ejemplo. Y la Biblioteca Obrera era el modelo exitoso, la referencia por excelencia y una prueba de lo que se podía hacer. Un lector del diario no iba a encontrar en esos artículos cómo catalogar un libro o de qué manera ordenar el préstamo a domicilio, pero sí podía hallar en esas páginas una fuente de inspiración y, lateralmente, tomar conocimiento del esfuerzo que significaba hacer crecer una institución. Esta saga bibliotecaria no contuvo esa modulación crítica, en buena medida porque narró un recorrido institucional propio, que era un horizonte para todos.

Al meditar sobre este panorama general, aunque situado en la ciudad de Buenos Aires, se puede sostener que una parte de las lógicas que ayudaron a conformar las bibliotecas obreras resultan ahora un poco más nítidas. Por lo mismo, se está en una mejor posición para percibir las piezas faltantes. Habrá que escribir esa historia desde otros ángulos para adentrarse más en ese mundo, para comprender entonces que la carta enviada por la Biblioteca Obrera a la Comisión Protectora solicitándole explicaciones sobre los alcances del decreto reglamentario es, estrictamente, un sentimiento de desconfianza, luego canalizado por un impulso y convertido en correspondencia. Aunque no se cuente con una prueba directa, ese hecho singular significó para quienes trabajaban en la biblioteca varias conversaciones, expectativas por la eventual respuesta y especulaciones de todo tipo. Otro acontecimiento, ahora de distinto tenor: los textos de Mouchet. Hay un nivel de significación comprobable, tangible: la interpretación que el autor realizó de la misión de las bibliotecas obreras en el contexto de una comprensión del mundo ligada a la lucha del socialismo, a la libertad del proletariado, a la teoría marxista. Su posición devuelve un pensamiento, que es también un sentimiento sobre esas bibliotecas que estudió y trató de aglutinar en una tradición y en un porvenir. Y hay otra capa de la significación: la de los bibliotecarios y los allegados a los centros obreros de los que se habla en el artículo, que debieron preparar y enviar una breve crónica de la biblioteca, recibir al fotógrafo en el local (el pedido de La Vanguardia fue expreso) y seguramente apaciguar la ansiedad por la publicación del trabajo, al que luego pudieron leer en conjunto y, quizá, sentirse contenidos en ese discurso contestatario que definió Mouchet. Esta suerte de hojaldre de la significación se puede extender a cada suceso constatado: una denuncia, una recomendación literaria, una estadística de lectores, una solicitud de donaciones, una obra de infraestructura, un balance contable, el aviso de una reunión, el préstamo de un libro, una conferencia de Dickmann. ¿Qué significaron las bibliotecas obreras para las personas que las hicieron? Todo eso que es palpable y todo aquello de lo que no es posible presentar una prueba, pero que sin embargo es legítimo deducir e imaginar con fidelidad.

Fuentes Primarias

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La Vanguardia

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“Una Kermes...”, La Vanguardia, Buenos Aires, 21 de marzo de 1916.

“Biblioteca del municipio: personal incorrecto”, La Vanguardia, Buenos Aires, 27 de abril de 1917;

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“Biblioteca Obrera: a las agrupaciones gremiales, políticas, mutuales y cooperativistas”, La Vanguardia, Buenos Aires, 9 de agosto de 1917.

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“Comisión de fomento de las bibliotecas del Partido Socialista”, La Vanguardia, Buenos Aires, 24 de noviembre de 1917.

“Comisión de fomento de las bibliotecas del Partido Socialista”, La Vanguardia, Buenos Aires, 6 de enero de 1918.

“Biblioteca Obrera: por la adquisición de un local propio”, La Vanguardia, Buenos Aires, 21 de enero de 1918.

“Biblioteca Obrera: su XX año de existencia. Informe presentado a la última asamblea ordinaria”, La Vanguardia, Buenos Aires, 22 de marzo de 1918.

“Biblioteca Obrera: casa propia”, La Vanguardia, Buenos Aires, 5 de mayo de 1918.

“Biblioteca Ciencia y Democracia”, La Vanguardia, Buenos Aires, 29 de agosto de 1918.

“Biblioteca Obrera, festival cinematográfico”, La Vanguardia, Buenos Aires, 11 de septiembre de 1918.

“Biblioteca Obrera. 1897 – Septiembre – 1918. La obra realizada en sus XXI años de vida – Su caudal bibliográfico – Movimiento de libros – La casa propia: estado actual de la suscripción”, La Vanguardia, Buenos Aires, 25 de septiembre de 1918.

"Comisión de fomento de las bibliotecas del Partido Socialista: concurso entre las bibliotecas de la Capital Federal”, La Vanguardia, Buenos Aires, 3 de diciembre de 1918.

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“Biblioteca Obrera: ¡14.000 $!”, La Vanguardia, 30 de enero de 1919.

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“Biblioteca Obrera: Festival en la piscina del Pabellón de las Rosas”, La Vanguardia, Buenos Aires, 2 de marzo de 1919.

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“Biblioteca del Centro Socialista”, La Vanguardia, Buenos Aires, 24 de mayo de 1919.

“Biblioteca Obrera. Proyecto casa propia: hacia el triunfo. 17.000 pesos suscriptos”, La Vanguardia, Buenos Aires, 6 de agosto de 1919.

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