ARTÍCULOS
Los significados de la técnica en el ámbito bibliotecario argentino (1940-1960)
The meanings of technique in the argentinean library field (1940-1960)
Javier Planas
Universidad Nacional de La Plata. Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales, CONICET, Argentina | jplanas@fache.unlp.edu.ar / https://orcid.org/0000-0001-5989-1467
Recepción: 10-12-2024
Aceptación: 30-05-2025
DOI: https://doi.org/10.34096/ics.i52.16412
Resumen
El artículo analiza los significados que los bibliotecarios le atribuyeron a la técnica durante las décadas de la profesionalización de la actividad (1940-1960). A partir de un conjunto de documentos, se estudian los sentidos de la técnica y la tecnología en relación con: a) los procedimientos de representación de la información y el poder de coordinación del trabajo bibliotecario; b) la aparatología, lo maquinal y los diferentes soportes documentales; c) la idea de progreso efectivo y esperable; d) las dudas y los temores de los autores del campo. El objetivo que se plantea es comprender los significados que se expresan bajo estos cuatro aspectos, y relacionarlos con la cultura de época que los vio aparecer. Entre otras conclusiones, se observa que los y las bibliotecarias asociaron la técnica con las posibilidades de acceder a un futuro promisorio para la profesión.
Palabras clave: Técnica, Tecnología, Bibliotecología, Documentación, Historia de la Bibliotecología
Abstract
This article analyses the meanings attributed to technology between 1940 and 1960 by librarians. Based on a set of documents, the meanings of technique and technology are studied in relation to: a) the procedures for representing information and the power to coordinate work; b) equipment, machinery and the different documentary supports; c) the idea of effective and expected progress; d) the apprehensions and fears of the authors. The aim is to understand the meanings expressed under these four aspects, and to relate them to the culture of the era in which they emerged. Among other conclusions, it is observed that the librarians associated the technique with the possibilities of accessing a promising future for the profession.
Keywords: Technique, Technology, Librarianship, Documentation, History of Librarianship
Introducción
La historia de la bibliotecología en Argentina es un campo todavía muy fértil para trabajar. Hay, sin embargo, un conjunto de investigaciones ya publicadas y otras en curso que, progresivamente, cubrieron aspectos importantes que permanecían olvidados. Fijado el arco temporal entre las últimas décadas del siglo XIX y la de 1960 —fecha, esta última, indicada como un momento de consolidación de la profesión bibliotecaria y de transformación en las dinámicas disciplinares, tanto a nivel nacional como internacional (Parada, 2009; Linares Columbié, 2021), los aportes bibliográficos dedicados al asunto tomaron dos caminos distintivos, aunque muchas veces entrecruzados. Por un lado, se cuenta con aportes que tienen su acento en lo biográfico, entre los que se pueden destacar los realizados sobre figuras históricamente reconocidas y otras no tanto: Domingo Faustino Sarmiento (Planas, 2023a), Vicente Quesada (Buchbinder, 2018), Paul Groussac (Bruno, 2018), Federico Birabén (Planas, 2023b), Luis Ricardo Fors (Dorta, 2022), Nicanor Sarmiento (Agesta, 2023), Manuel Selva (Parada, 1997, Planas, 2024a), Germán García (López Pascual, 2023), Nicolás Matijevic (López Pascual, 2024), Carlos Víctor Penna (Becco, 1981) y Josefa Sabor (Romanos de Tiratel, 2012). Por otro, están los estudios que privilegiaron lo institucional, sea que se focalicen en una biblioteca o en un conjunto de ellas, o en las oficinas estatales dispuesta para fijar políticas sobre bibliotecas. En esta línea, se destacan los estudios sobre las entidades dedicadas a la gestión de estrategias para bibliotecas populares, tanto a nivel nacional como en el ámbito de la provincia de Buenos Aires (Fiorucci, 2018; Coria, 2017, 2024; Agesta, 2020, 2021; Planas, 2021). A partir de esos dos enfoques generales, se puede observar el modo en que la bibliotecología argentina se construyó muy esforzadamente, entre arrestos individuales y políticas nacionales, entre los saberes elaborados en las rutinas y las prácticas moldeadas por las ideas.
De esas investigaciones se extrae otra constatación fundamental: entre las décadas de 1940 y 1950 comenzó un proceso de profesionalización de la actividad bibliotecaria que modificó la manera de pensar y hacer la biblioteca, y de concebir, asimismo, el área de conocimiento creada sobre ella y las formas de organizar el flujo documental. Fue, esta época, un momento de transición. Un estudio panorámico reciente sobre la cuestión mostró que, si bien la enseñanza regular de la bibliotecología impactó considerablemente en la cantidad de literatura publicada y en las preferencias temáticas de los y las bibliotecarias, en esas producciones convivieron intervenciones propias del amateur y del profesional, ensayos de profundidad con textos meramente informativos (Planas, 2024b). En este bosque bibliográfico tupido y dispar aparece una preocupación que cruza todas o casi todas las especialidades de la bibliotecología en las que abrevaron los y las bibliotecarias: la técnica. Esta suerte de metatema surge a lo largo y ancho del período en trabajos que tratan asuntos muy diversos: la enseñanza de la bibliotecología, la ética profesional, la catalogación, en estudios de caso y, desde luego, entre los primeros intentos de comprender los alcances e incumbencias de la bibliotecología y la documentación, esta última disciplina de creciente interés en los años cincuenta.
Nada de eso era casual. La modernidad es una época de técnica y tecnificación (Mumford, 1971). Todavía más, durante la década de 1930, es decir, en los años inmediatamente anteriores al inicio de la profesionalización bibliotecaria, la cuestión de la técnica, de sus orígenes y de sus lógicas, se había vuelto un tema clave en las ciencias humanas. “La meditación de la técnica” de José Ortega y Gasset (1939), por citar un ejemplo relevante y muy visitado por el mundo intelectual de habla hispana, expresaba una preocupación de época por la difícil relación entre lo social y lo técnico, al tiempo que planteaba una advertencia contra el olvido de las condiciones morales de producción de la técnica moderna y su consecuencia más evidente: la conversión de las personas en un elemento o engranaje de la máquina, una cuestión retratada con ironía en el film Tiempos Modernos, de 1936. Algunos autores del ámbito bibliotecario argentino como Carlos Víctor Penna y Augusto Raúl Cortazar expresaron este filón, pero, en términos generales, el campo se montó sobre un horizonte de expectativas muy distinto: el perfeccionamiento técnico fue percibido como un aspecto fundamental para la disciplina y celebrado como un elemento clave para el futuro de los profesionales.
Planteado el problema de ese modo esquemático y sumario, el artículo busca comprender qué significó la técnica para el ámbito bibliotecario argentino en su fase o momento de profesionalización. Esta cuestión requiere, a su tiempo, responder unas preguntas muy significativas: ¿qué sentidos de la técnica llenaban el horizonte de expectativas augurado por los y las bibliotecarias en las décadas de 1940 y 1950? ¿Era efectivamente la técnica el factor fundamental de la coordinación bibliotecológica moderna? ¿Fue la mecanización de la biblioteca el puente hacia el deseo de progreso para la disciplina? ¿Qué aprehensiones o críticas despertó la tecnificación del ámbito bibliotecario para sus protagonistas?
Delimitaciones conceptuales y metodológicas
Dado que el interés del estudio se focaliza en comprender las significaciones que los y las bibliotecarias le atribuyeron a la técnica en bibliotecología, no se parte de una definición a priori de este término o de otros, como el de máquina, tecnificación o tecnología, y que junto al primero se tratan aquí como una familia de significantes. Lo que se busca, en todo caso, es restituir y comprender el imaginario bibliotecológico que despertó la técnica. Y este imaginario, como parte del imaginario social (Baczko, 1999), está compuesto por representaciones e imágenes del pasado, el presente y el futuro, muchas veces entremezcladas, y que se expresan como ideas, temores y esperanzas. Esto quiere decir, también, que el recorte metodológico operado en este artículo no pretende componer una genealogía conceptual de la técnica en el ámbito bibliotecario, sino más bien conocer las preocupaciones, las insinuaciones y los auspicios que estuvieron presentes entre los actores cuando se la invocó.
En su libro sobre las relaciones entre lo tecnológico y lo imaginario, Daniel Cabrera (2006) plantea que, para interpretar esos vínculos, es imprescindible recapitular y organizar un conjunto de materiales concretos que faciliten el análisis. En esta línea, y para explorar el horizonte de expectativas abierto por la técnica en el ámbito bibliotecario de la Argentina entre las décadas de 1940 y 1950 (un poco antes, un poco después), se procedió a la lectura y detección de artículos clave aparecidos en dos revistas fundamentales de la época: el Boletín de la Comisión Protectora de Bibliotecas Populares y la revista Universidad, de la Universidad Nacional del Litoral. La primera publicación, como mostró Marcela Coria (2024), fue substancial en la formación de un discurso oficial sobre la biblioteca y en la articulación del campo bibliotecario entre los años treinta y cuarenta. Allí las plumas más destacadas de la bibliotecología escribieron para un público amplio y diverso, conformado por las personas involucradas con las bibliotecas populares de la Argentina. Universidad, en cambio, era una revista miscelánea de circulación académica que contó, entre 1939 y 1966, con una entrada denominada “Temas bibliotecarios”. Sus artículos, muchas veces escritos por los mismos autores que publicaron en el Boletín, versaron sobre los más diversos temas de la bibliotecología argentina, pero también pusieron en la agenda tópicos y dilemas del quehacer bibliotecario internacional, al introducir, por ejemplo, traducciones de conferencias y ensayos de autores extranjeros considerados primordiales. Con excepción de los textos que traen novedades sobre la microfilmación, los estudios publicados en ambas revistas no declaran desde su título o en los párrafos iniciales que trataran especialmente la cuestión técnica. Como quedó dicho, este es un metatema que se extiende por las distintas especialidades de la bibliotecología. De manera que el corpus que es objeto de análisis se conformó a partir de la lectura, la detección y la selección de los artículos considerados significativos, es decir, aquellos que tematizaron lo técnico de forma más o menos explícita. Para complementar este material fueron incorporadas algunas monografías, folletos y artículos de otras revistas que tuvieron relevancia en la época, y que a su manera ayudan a entender el clima disciplinar.
De las observaciones sobre la técnica y lo imaginario presentadas por Cabrera (2006), y de la primera aproximación al corpus documental descripto precedentemente, se detectó que, cuando los y las bibliotecarias hablaron de la técnica, lo hicieron guiados por cuatro sentidos fuertes, que aquí serán tratados como variantes de análisis. La primera, se refiere a la técnica como procedimiento y poder de coordinación del trabajo bibliotecario. Es, probablemente, la dimensión más antigua, la que está adherida al origen del campo como disciplina creadora de normas y reglas para representar la información. La segunda está asociada a la aparatología, a lo maquinal y a los diferentes soportes documentales que se expandieron progresivamente durante la primera mitad del siglo XX. La tercera variante analítica se ancla en las dos primeras, pero se relaciona con la idea de progreso efectivo y esperable que toda esa parafernalia técnica despertó. La cuarta y última coordenada nos remite a las aprensiones, las dudas y los temores que algunos autores expresaron con relación al avance de la técnica. Entender los sentidos que se expresan bajo estas variantes es explorar los intersticios de los textos, relacionarlos unos con otros y sumergirlos en la cultura de época que los vio aparecer.
Nuevos comienzos para la biblioteca y la bibliotecología
Una de las marcas indelebles de la literatura histórica sobre las bibliotecas se relaciona con aquello que sus protagonistas entendieron que se estaba por hacer o que se tenía que hacer para salir del ostracismo social en el que permanecían ellos y las instituciones. En el final de la década de 1930 ese sentimiento reapareció con nuevos bríos, debido a la proliferación de la bibliografía científica era percibida por el mundo académico como un drama fundamental. Los y las bibliotecarias vieron en ese fenómeno una nueva oportunidad, quizá la última, para insertarse entre las profesiones de prestigio. Es cierto que el problema no era nuevo: desde la invención de la imprenta el exceso textual fue una permanente preocupación entre sabios y eruditos (Chartier, 2005; Balsamo, 1998). Pero en el siglo XX la aceleración del ritmo de producción puso en entredicho la capacidad técnica del control bibliográfico y, con ello, la tarea misma del intelectual y del científico. No es por otras razones que en esta coyuntura tienen origen los estudios bibliométricos que hoy se consideran clásicos, como la ley de Bradford de 1934 (Ávila Araujo, 2006). Fuera de todo lenguaje matemático o estadístico, en el Congreso Internacional de Bibliotecas y Bibliografía celebrado en 1935 en Madrid, en una intervención ya muy conocida, José Ortega y Gasset se refirió a este asunto al expresar que el saber científico, multiplicado, especializado e ingobernable ya para las facultades humanas, era una creciente amenaza: “está el hombre en peligro de convertirse en esclavo de sus ciencias” (Ortega y Gasset, 1945 [1935], p. 39-40). Ante la dificultad que suponía orientarse entre las muchas lecturas sobre un tema, el autor encomendaba a los bibliotecarios la tarea de crear “una nueva técnica bibliográfica de un automatismo riguroso” (p. 47). Esta idea, simple y poderosa, representó la búsqueda que el campo bibliotecológico internacional y sus actores emprendieron en el nudo del siglo XX.
Aquella intervención de Ortega y Gasset fue publicada de manera parcial y a modo de anticipo en el primer número del Boletín de la Comisión Protectora de Bibliotecas Populares de 1936 (Comisión Protectora, 1936a). La bibliotecología nacional se preparaba en ese mismo año para lo que a la postre fue un movimiento singular y de significación histórica: los contenidos del primer curso oficial a dictarse en 1937 en el Museo Social Argentino estaban tomando forma y fuerza en la cabeza de Manuel Selva (Parada, 1997; Planas, 2024a). La revista Universidad, por su parte, inauguraba en 1939 la sección “Temas bibliotecarios” con la reproducción de un extracto del discurso de Marcel Godet, director de la biblioteca nacional de Suiza, en la undécima sesión del comité internacional de bibliotecas de 1938. Bajo el título de “Biblioteca y Documentación”, los lectores y las lectoras argentinas comenzaban a tener noticias de los dilemas cuasi epistémicos de los que hablaban los expertos. El ensayo, de tono efervescente, explicaba el origen de la documentación y de sus técnicas como el resultado de la expansión de la bibliografía científica, la ineficacia de las grandes bibliotecas decimonónicas para brindar una respuesta y la aparición de nuevos soportes contenedores de información: fotografías, films, microfilms, fonogramas, etc. etc. No es todavía el crepúsculo de Gutenberg, observaba el autor, pero en el firmamento aparecen nuevos astros (Godet, 1939, p. 260). Quizá demasiado confiado en el poder de la tecnología, Godet imaginaba un futuro promisorio para bibliotecarios y documentalistas, a quienes llamaba a la paz entre sus fronteras, justo en el momento en que las hostilidades bélicas crecían en el viejo continente. Mientras tanto, en Argentina, el nombre de la disciplina que tomaba por objeto a las bibliotecas se estaba cuajando: en 1940 Ernesto Gietz sostenía la nominación bibliotecología como la más adecuada y reconocida, en contra de otras posibilidades que habían circulado en el país y que, en parte, mantenían alguna vigencia, como bibliotecosofía, biblioteconomía y bibliotecnia, nombre, este último, empleado por Selva para titular el libro sobre la disciplina basado en sus fichas clase (Selva, 1939). Domingo Buonocore (1942) defendió la posición de Gietz, y de manera progresiva el término bibliotecología se impuso entre pares.
En ese estado de cosas, la técnica aparece entre los autores vernáculos como un elemento ordenador de la bibliotecología y de la biblioteca misma. Por definición, la técnica como procedimiento es procedimiento normalizado, es decir, estable, previsible, reiterativo, estandarizado. Y esto que la técnica garantiza, la normalización, es aquello que está presente en el lenguaje bibliotecario como meta, como ideal. Las resoluciones de los congresos internacionales y nacionales lo atestiguan. Así, por caso, el Boletín publicó por fragmentos y a lo largo de varios números la crónica de las sesiones especiales de aquella reunión de bibliotecarios de Madrid de la que tomó parte Ortega y Gasset. Entre las conclusiones de cada simposio, la revista recogió las mociones declaradas en favor del empleo de normas de catalogación homologadas de manera internacional (Comisión Protectora, 1936b). En la perspectiva de aquellos años, un código de esa naturaleza era clave para la cooperación internacional, en especial, para el intercambio de información en un mundo al que veían cada vez más acuciado por la sobreabundancia. La normalización, en este sentido, era la pieza estándar de una cadena de producción, igualmente útil a escala global y local. En 1942, esas ideas estuvieron presentes en un importante congreso de bibliotecarios desarrollado en Santiago del Estero (Comisión Protectora, 1942). Entre las resoluciones relativas a este punto, la noción de organización técnica era acompañada de un conjunto de términos que, en lo sucesivo, estuvieron presentes en la bibliografía bibliotecológica: moderno, orgánico, metódico, racional, eficiencia y eficacia. No se sabía bien qué cosa o herramienta representaba todo eso e, incluso, se delegaba en una comisión de notables el estudio de las mejores y más consolidadas técnicas a nivel local e internacional; pero la promesa de una renovación completa no se le escapaba a nadie.
El autor que identificó qué herramienta era la adecuada para la Argentina fue Carlos Víctor Penna en Catalogación y clasificación de libros, de 1945. La obra iniciaba una serie de publicaciones sobre bibliotecología que la editorial ACME se proponía llevar adelante para satisfacer la demanda de un público creciente: el bibliotecario. Para Penna, era la oportunidad de darle a la bibliotecología de habla hispana una monografía que fijara un horizonte de entendimiento técnico sobre la base de tres pilares: (a) una discusión bibliográfica sólida y amplia; (b) una interpretación rigurosa del modelo general para la descripción provisto por las Normas para la catalogación de libros de la biblioteca apostólica vaticana y, por último, (c) una cantidad sustantiva de ejemplos de alto valor didáctico. Este esfuerzo era congruente con una interpretación que el autor sostenía en relación con el pasado, el presente y el futuro de las bibliotecas y de la disciplina:
una [época anterior] representa los titubeos propios de los primeros pasos, la otra anuncia un futuro de marcha segura y definida. La primera se apoyaba en la iniciativa personal; la segunda lleva por guía la técnica, el método, la disciplina rectora. Los resultados serán, por lo tanto, diametralmente opuestos (Penna, 1944b)
El consenso técnico reaparece en esta cita como porvenir promisorio, como un elemento indispensable para ordenar, producir y reproducir el campo bibliotecario y sus instituciones. En Penna, pero también en otros autores de la misma época, esa idea está en todo de acuerdo con una noción de biblioteca que, si bien no era demasiado novedosa, en tanto que Federico Birabén ya la había puesto en marcha para el contexto argentino en el 900 (Planas, 2023b), las condiciones tecnológicas de los años cuarenta hacían posible pensar en su efectiva realización. En ese esquema conceptual, entonces, la biblioteca no solo administraba los problemas informativos que su acumulación in situ le permitía resolver; la eficiencia de la nueva biblioteca se medía por la capacidad técnica de disponer al lector frente a todas las respuestas posibles, sea que éstas estuvieran en el país o fuera de él, en un idioma u otro, en forma de libro o bajo cualquier otro formato (Penna, 1944b). Esa entelequia que se llamó acervo bibliográfico mundial solo era alcanzable a través de la mediación de múltiples repertorios referenciales, de cuya progresiva estandarización dependía también la reducción del tiempo socialmente necesario invertido para atender las demandas de información del público.
La promesa técnica era, en el contexto de esa serie de significaciones sobre la biblioteca y su provenir, una promesa de eficiencia y productividad en nada discordante con el tiempo de la sofisticación ingenieril y de la producción en masa de armamentos, vehículos, máquinas, vestimenta, medicamentos y todo tipo de artefactos y herramientas a la que había empujado la Gran Guerra, y a la que la Segunda Guerra Mundial estaba forzando nuevamente (Coriat, 2000). La biblioteca, vista desde dentro, era descripta por los autores del campo como una línea de producción, en forma análoga a la cadena de montaje de cualquier fábrica. Así, por ejemplo, al referirse a la biblioteca de la Unión Industrial Argentina, Federico Finó (1944) enseñaba la manera en que el trabajo en la biblioteca se dividía de forma racional, donde cada bibliotecario tomaba solo una parte del proceso global y, al finalizar el suyo, pasaba el libro a otro compañero para que éste ejecutara la parte que le tocaba, y así hasta concluir: primero, se asentaba el registro inventario, se colocaban los sellos y se pegaban las tarjetas de préstamo; luego, se pasaba el libro a manos del catalogador, que realizaba el asiento bibliográfico según las normas vaticanas en una ficha estándar; seguidamente intervenía el clasificador, que consignaba las posibles entradas temáticas; aparecía luego el multiplicador de fichas, encargado de hacer las entradas secundarias y disponer todo en el catálogo; por último, y en otra parte de la misma biblioteca, la oficina de referencia o servicio documental se ocupaba de adquirir y mantener al día los catálogos de otras bibliotecas afines, y de ofrecer productos informativos específicos y actualizados, como el que se brindaba mediante las carpetas de recortes de diarios. Esta rutina secuencial y potencialmente ilimitada que describió Finó, y que con posterioridad la bibliografía del campo reconoció bajo el concepto de “cadena documental”, representaba en ese entonces el ideal de modernización de la biblioteca.
Una biblioteca así necesitaba de recursos humanos para funcionar. En el plano ideal, estos recursos debían formarse de manera estandarizada, es decir, bajo unas mismas técnicas y mirada disciplinar. Pero esta perspectiva, como la concepción mecánica de la biblioteca, también venía condicionada por el presente bélico del primer lustro de los años cuarenta y, sin duda, por las inquietudes filosóficas algo sombrías que las ciencias humanas presentaron en relación con la tecnificación de la sociedad (Cabrera, 2006). Ciertas reflexiones reflejaron las incertidumbres y los temores presentes en algunos actores del campo. Para Penna (1944b), si la técnica era un factor fundamental en la formación de los bibliotecarios para cumplir con el progreso disciplinar que se auguraba, la instrucción cultural no era menos importante. El contenido de esa instrucción estaba mucho menos claro o desarrollado en el esquema del autor, aunque por las condiciones de posibilidad de las instituciones universitarias en las que se comenzaban a insertar las carreras de bibliotecología de la Argentina, la formación humanística se presentaba como la más adecuada, quizá no tanto por su contenido en sí (filosofía, historia, literatura), estimado en términos de valores espirituales, sino más bien por la “estructura mental” que resultaba de su estudio. En otros términos, Penna imaginaba una preparación metodológica capaz de generar una disposición teórica en los y las bibliotecarias, tan útil contra el peligro que significaba la especialización propiciada por la intensificación en el uso de la técnica, como fructífera para crear nuevas técnicas (“especular con la técnica”). En la sección conceptual de Catalogación y clasificación de libros (1945), texto publicado un año antes en el Boletín (Penna, 1944a), Penna advertía, con un ejemplo cotidiano, la manera en que la técnica podía conducir al automatismo, perjudicando no solo la vida diaria de los y las bibliotecarias, sino también el producto mismo de su labor. Al referirse a la tarea del catalogador, el autor insistió en que el trabajo no consistía simplemente en la transcripción mecánica de la información de la portada de los libros hacia la ficha bibliográfica; obrar de este modo significaba quitarle sentido social a la actividad. Para catalogar bien, sostenía Penna, el paso puramente técnico debía estar precedido de conceptos que no estaban en los códigos de catalogación o en las tablas de clasificación, sino que surgían de la observación y la interpretación social de la comunidad a la que estaba destinado el trabajo y del conocimiento de la política institucional (Penna, 1945, p. 3). En síntesis, el bibliotecario requería herramientas teóricas que le permitieran rehuir de la mecanización, comprender el sentido social de su actividad y cumplir mejor con las demandas de sus lectores.
Por la misma época, y bajo el título de “Ética bibliotecaria”, Germán García presentó una reflexión sobre la técnica, a la que vio como un elemento simplemente inevitable: “la técnica y la mecánica, cuya estilización casi espiritual se corporiza en el ojo mágico, capaz de mover, a la señal de una leve sombra, el más pesado y complicado mecanismo, han penetrado también en la biblioteca” (García, 1943). Para García, lo técnico tenía dos expresiones bien nítidas y distinguibles. Una, exterior y visible, remitía a lo maquinal, que en ese entonces eran los sistemas de poleas o los tubos neumáticos que transportaban los libros de un lado a otro en las grandes bibliotecas del mundo, o bien los aparatos de microfilm. La otra expresión era sutil e invisible, y se definía como la internalización de la técnica en el pensamiento, como una segunda naturaleza o como la naturaleza misma. Hay algo de orteguiano en esta interpretación. Como en el filósofo español, o de la mano de él (si bien no hay cita o referencia textual que pruebe la lectura, el argumento tiene la misma matriz), García apelaba a no perder la conciencia de la técnica, es decir, que esa internalización no hiciera olvidar que la técnica y los productos que ella creaba no venían dados. Esta potencial obnubilación era provocada por las ilusiones de bienestar que generaba la disciplina sobre la base de cierta maduración y algunas concreciones sociales alcanzadas en la mitad del siglo XX, y que según el autor permitieron al bibliotecario hacerse más bibliotecario que en ningún otro momento de la historia, esto es, a especializarse en una actividad y hacerse especialista en un ámbito de conocimiento (García, 1943). Como en Penna, no hay un sentido directamente peyorativo cuando invocan el poder de transformación de la técnica, en rigor, es más bien lo contrario. No obstante, esa sensación de mejora relativa con relación al pasado inmediato que está presente en los dos autores se acompaña de una aprensión, que en el caso de García toma la forma de examen moral de la tarea del bibliotecario en relación con su público, y a cuyo resultado todo lo técnico o metódico debía supeditarse. También como Penna, el lectorado actuaba como una suerte de ancla disciplinar.
Una década después, estas ideas se repiten en un texto de Augusto Raúl Cortazar (1956), pero de forma mucho más nítida, definida y con unos alcances ontológicos que, si bien estaban insinuados en Penna, no terminaban de cristalizar. “Visión sintética de un curso de Introducción a la Bibliotecología” es un trabajo derivado de una conferencia en la que su autor describe los contenidos de la asignatura que fue su invención, y que dictó durante algunos años en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Allí, bajo dos apartados específicos, planteó la cuestión de la técnica en bibliotecología como un nudo central en el desarrollo de las clases. Y es que para Cortazar, si bien es claro que se trataba de una carrera técnica, ello no significaba la ausencia de toda inquietud teórica. La bibliotecología, entonces, aparece tensionada por dos fuerzas que le brindan su sentido idiosincrático: de un lado, la técnica y la experiencia; de otro, la cultura. Las primeras dos son definidas de manera conjunta, siendo la técnica la expresión del modo de hacer y resolver los problemas, y la experiencia la manera de entrar en contacto con los problemas reales. La cultura es una potencia crítica y creativa, es el elemento capaz de fundar teoría para auxiliar a la experiencia; es, también, el camino para construir interpretaciones de la sociedad. Sin la técnica, la bibliotecología es pura especulación, una disciplina alejada de los dilemas de la comunidad; pero sin la fuerza crítica, la técnica produce un efecto nocivo en lo puramente humano, porque en ese resolver de forma independiente, las personas —los y las bibliotecarias— se pueden transformar en un engranaje más dentro de un gran mecanismo, en autómatas dominados por los instrumentos por ellos creados. Otra vez los ecos orteguianos aparecen en este pasaje. Pero, a diferencia de García, Cortazar atribuye la obnubilación a lo maquinal, a lo más visible, que, dicho sea de paso, había crecido sustantivamente en el tránsito que va de 1940 a 1956. Cortazar describió como ningún otro autor del campo bibliotecario argentino el riesgo implícito en la pérdida de conciencia sobre la técnica:
Todo esto es maravilloso [los avances tecnológicos], pero siempre que se muestre “el revés de la trama” y se advierta que tras esos prodigios subyace un hondo problema que halla eco en la voz de los poetas, en las meditaciones de ensayistas (…). Todos nos ponen en guardia sobre el peligro de que el hombre resulte, como un nuevo “aprendiz de brujo”, la víctima, el esclavo de su propio invento. En nuestro caso, sería nefasto que, ante el espejismo de lo mecanizado, el bibliotecario perdiera de vista que toda su creación debe ser puesta al servicio del hombre; que su finalidad es dignificar el espíritu y no subordinar la persona al mecanismo (Cortazar, 1956, p. 10).
Entre el final de la década de 1930 y durante los años cuarenta, la técnica está presente en los textos del campo como elemento indispensable de la profesionalización del bibliotecario, de las bibliotecas y, por lo mismo, de la reputación de la bibliotecología. La significación que los autores le brindaron a lo técnico está casi siempre asociada a una idea de mejora disciplinar, de progreso, de bienestar. Y razones para ello no faltaban: su uso intensivo, alentado por la formación oficial y regular de bibliotecarios y bibliotecarias, hacía pensar en un futuro mucho más auspicioso que el pasado inmediato. Solo unas pocas voces tomaron distancia crítica del fenómeno que presenciaban, sin que ello implicara un llamamiento contra la técnica. Las advertencias fueron graves, pero a picotazos; los planteos redundaron en lo moral y ofrecieron como faro la interpretación de lo social, y más específicamente, del lectorado al que las instituciones estaban destinadas.
Aparatos e ilusiones
La progresiva estandarización de los protocolos y los métodos para la representación de la información y la posibilidad de su intercambio a nivel global no fue, desde luego, la única fuente desde la que brotaba la idea de progreso técnico en el campo bibliotecario entre el final de los treinta y la década de 1940, aunque sí la más gravitante como fuente de inspiración del perfeccionamiento, la jerarquización disciplinar y la coordinación social del trabajo. Una serie de aparatos, nuevos soportes documentales y tecnologías de la comunicación fueron objeto de ilusiones, planes y ciertas concreciones institucionales. A la salida de la segunda posguerra, la parafernalia técnica se vio acompañada y beneficiada por un nuevo sentimiento social de optimismo, basado fundamentalmente en la opulencia económica y el bienestar social que alcanzaron los países desarrollados del mundo capitalista, especialmente Estados Unidos. La revolución tecnológica de este período era notablemente superior en cuanto a su penetración en la vida cotidiana de las personas (Hobsbawm, 2006). Dicho en otras palabras, la investigación científica tenía resultados tangibles en los ciudadanos de a pie. Naturalmente, la distribución social de ese capital era desigual. Pero la confianza en el crecimiento económico y en la tecnología era una aspiración legítima para países como la Argentina, que por ese entonces comenzaron a fortalecer sus instituciones científicas, conforme también a un movimiento internacional propiciado por la UNESCO y otras fundaciones interesadas en la occidentalización del globo (Indart, 2024).
Pero antes de la segunda guerra y durante su curso, dos tecnologías movieron de distinta manera la quietud en la que permanecía el tradicional mundo de los libros y las bibliotecas. Primero fue la radio, que se extendió rápidamente a lo largo y ancho del país en el curso de los años veinte: al inicio como un hito para los aficionados a la técnica (Sarlo, 204); después, como un hecho de masas que modificó la vida pública y privada (Levis, 2009). Los funcionarios de la Comisión Protectora procuraron montarse sobre ese fenómeno comunicacional para difundir el valor de las bibliotecas, del libro y la literatura. En la segunda entrega del Boletín de 1937, un pequeño anuncio titulado “Transmisiones radiotelefónicas” informaba a los lectores de la proximidad de un ciclo dedicado a las bibliotecas populares en la radio del Estado (Comisión Protectora, 1937a). En el número siguiente, una hoja suelta daba cuenta del programa para el mes de agosto: cada domingo, de 20 a 21 horas, saldría al aire un especialista diferente para hablar de los más diversos temas de la cultura y de la bibliotecología (Comisión Protectora, 1937b). Acompañaba esa publicidad un artículo a página completa sobre la cuestión, derivado de la charla inaugural a cargo de Juan Pablo Echagüe, quien interpretaba el fenómeno radial como un momento más en el ciclo del progreso y el cambio, e invitaba a las bibliotecas a incorporar aparatos que permitieran a sus lectores convertirse en radioescuchas (Echagüe, 1937). Esta aspiración nunca se concretó realmente. El uso de la radio en las bibliotecas es bastante menos constatable que, por ejemplo, la organización de funciones de cine. Sin embargo, la idea de Echagüe en relación con la potencialidad de una tecnología y la adaptabilidad de las instituciones al ritmo de las transformaciones técnicas representa un sentido que trasciende los límites de una invención, y que permaneció en el ámbito bibliotecario durante todo el período de la profesionalización e, incluso, mucho más allá de él (Laudano, et. al. 2011).
El segundo aparato que alentó nuevas perspectivas y despertó planes e ilusiones de verdadero cambio fue el microfilm. A diferencia de la radio, cuyo poder residía en la comunicación y el entretenimiento, el microfilm era visto enteramente desde el punto de vista documental. Penna fue otra vez el responsable de interpelar al ámbito bibliotecario. Con la idea de extender su uso en la Argentina, en 1943 presentó en el Boletín un artículo en el que enseñaba cinco ventajas del novedoso soporte: primero, la reducción del 95% del volumen respecto del original; segundo, la película utilizada era ignífuga; tercero, la durabilidad se estimaba en 500 años; cuarto, el costo de la materia prima y de la mano de obra prácticamente se medía por centavos en relación con los precios del papel; quinto, el intercambio documental por fin era posible en todo su potencial, dado el tamaño y el peso de las cintas. Adicionalmente, informaba que las grandes bibliotecas europeas y norteamericanas habían intensificado su empleo. De hecho, la división de fotoduplicación de la Library of Congress había pasado de 450 metros de película en 1938 a 14.770 en 1940. Según se puede leer en la biografía que escribió Becco (1981, p. 10), Penna no solo estuvo interesado en la difusión de la novedad: también coordinó un grupo de trabajo que se ocupó de la microfilmación de los catálogos de las bibliotecas de la Universidad de Buenos Aires. Para esta tarea hizo construir un equipo con una cámara Leica de 35 milímetros armada a semejanza de una máquina que el propio autor importó de los Estados Unidos y que sirvió de modelo. Para completar el proceso, se ocupó también de montar once reproductores con elementos enteramente nacionales. Con todo, el microfilm era una tecnología relativamente sencilla de manejar (como el aparato receptor de radio), susceptible de fabricarse en el país sin necesidad de una gran capacidad instalada, y que permitía al mismo tiempo jugar un poco a inventar y hacer posible el progreso de la profesión, que ahora tenía al alcance de la mano una máquina apta para el intercambio de información local e internacional. Sin embargo, andado el tiempo las proyecciones y los sueños dejaron paso a la realidad: el país no tenía la estructura bibliotecológica de las naciones desarrolladas. Así lo expresó con amargura Emma Linares, que en 1959 escribió un artículo titulado: “Los servicios de microfilm y su utilización en la Argentina” (Linares, 1959). Los lamentos de la autora se referían a las oportunidades perdidas, a la falta de coordinación y al desamparo al que estaban sometidas las políticas documentales: habían pasado casi dos décadas de aquel proyecto de Penna y ninguna institución era responsable de una planificación centralizada y de gran escala. La preocupación principal de Linares estaba en todo de acuerdo con las necesidades del desarrollo científico y tecnológico que marcaron los años cincuenta, y con el papel que los y las bibliotecarias se autoadministraron en ese complejo e intrincado mundo, donde una información obtenida a tiempo era percibida como una oportunidad que el país ganaba frente a sus competidores. En ese contexto, solo la microfilmación era capaz de garantizar el flujo documental, tanto para la recepción de bibliografía como para el envío al exterior de la producción nacional.
Técnica, desarrollo y documentación son claves necesarias para comprender la bibliotecología que se abre con la década de 1950. No hay, ciertamente, un punto de partida indiscutible para ese fenómeno al que los y las bibliotecarias apostaron. Pero, con toda seguridad, es posible sugerir, a modo de referencia conceptual, la publicación de la reseña crítica que Finó escribió en 1953 del texto de Suzane Briet, Qu’ est-ce que la documentation? (1951), un trabajo que puede considerarse clave en la disciplina (Linares Columbié, 2019). Es llamativo que dos de las personalidades más influyentes de la bibliotecología nacional de la segunda mitad del siglo XX, como Josefa Sabor y Roberto Juarroz, no hayan reparado en este trabajo ni en la publicación de su traducción al momento de debatir sobre los alcances disciplinares de la bibliotecología y la documentación en los sesenta (Parada, 2018). El hecho es sensible para la historia bibliotecaria: se trataba de la introducción o la reintroducción de una constelación de ideas que contribuyó a incorporar y contener desde la teoría el horizonte de expectativas de los actores frente a las novedades técnicas y tecnologías que se avecinaban. No cabe duda de que, como quedó dicho, la documentación era una materia que ya estaba insinuada desde hacía tiempo, pero en los cincuenta su frecuencia en el diálogo disciplinar aumentó sensiblemente, hasta convertirse en el primer lustro de la década de 1960 en uno de los temas más transitados, incluso, con sus propios congresos y conferencias (Planas, 2024b).
Finó y Hourcade abrevaron en ese sendero con un trabajo de aliento publicado en Universidad en 1955, cuyo título y tema fue: “El acceso a la información” (Finó y Hourcade, 1955). Los problemas eran los mismos que estaban presentes en los años previos: encontrar precisión en un mundo de sobreabundancia informativa. Entre una cosa y otra estaba la técnica, pero con una diferencia sustancial: la técnica de los años cincuenta estaba en condiciones de asumir la forma de aquel automatismo riguroso del que hablaba Ortega y Gasset en los treinta. Los autores, como otros en su tiempo, procuraron comprender y explicar este fenómeno planteándolo o situándolo en una espiral evolutiva del campo: al principio, fue la normalización de los procedimientos y los protocolos catalográficos y bibliográficos; después, el ajuste de las técnicas documentales, que consistieron en la organización de legajos o colecciones temáticas aptas para retener y recuperar información procedente de una masa variada de tipos de textos —hojas sueltas, artículos, separatas, folletos, literatura gris—, cuyo valor, a diferencia de las décadas precedentes, se elevó hasta considerarse significativo para el trabajo académico; finalmente, había llegado la hora de los procedimientos mecánicos y de la velocidad, que era un sentido social cada vez más codiciado. Según Finó y Hourcade, el ámbito bibliotecario o documental se vio beneficiado por el producto de las investigaciones de otros campos y de la propia guerra, que había acelerado notablemente el cálculo y la precisión. Ahora el problema de la exactitud, la eficiencia y la inmediatez en la obtención de literatura científica tenía un principio de resolución por completo novedoso, esto es, no manual, aunque las aplicaciones en materia de organización y recuperación de información todavía resultaban experimentales. En Francia, donde Finó vivió y trabajó durante aquellos años para la UNESCO, presenció las pruebas que las bibliotecas y los centros de documentación realizaban con fichas perforadas y máquinas selectoras. La antigüedad de esta técnica, ciertamente, se contaba por décadas, pero su empleo matemático había dado un giro notable respecto de lo esperable en términos de resultados: “Los llamados cerebros electrónicos resuelven, en pocos segundos, complejas ecuaciones cuya solución por las solas fuerzas humanas insumiría años de trabajo (Finó y Hourcade, 1955). Si esa potencia era susceptible de aprovecharse para el control de la información científica, entonces había materia tangible desde la que sustentar una nueva ola de ilusiones. En otro artículo publicado en Universidad poco tiempo después, Enrique Kreibohm describía con furor las novedades que Finó le transmitía desde París en una carta, en la que le aseguraba que el “maravilloso mundo de la máquina” ya era una realidad puesta al servicio de la biblioteca (Kreibohm, 1960).
En ese trabajo Kreibohm recogió otras novedades de su tiempo que le llamaron la atención, y que imaginó fructíferas para las bibliotecas y la bibliotecología. Una de ellas se refiere a la Cibernética, a la que define como “la ciencia que estudia la máquina al servicio de la información” (Kreibohm, 1960), y que extrajo de las obras La cibernética: cerebros y máquinas de Wladyslaw Sluckin y Cibernética de Paul Cossa. En lo fundamental, no se había equivocado: esa nueva ciencia, creada por Norbert Wiener unos años antes, ayudó en términos teóricos a sostener ideológicamente el desarrollo de la informática (Levis, 2009), algo similar a lo que aconteció con la documentación en Argentina para absorber los valores atribuidos a la tecnología en el campo. Pero no todo era pura teórica y especulación de lo que iba a o podía pasar: las máquinas electrónicas era una novedad que el Correo de la Unesco ya reportaba. De esta publicación, Kreibohm extrajo un artículo de 1960 que explicaba el funcionamiento de las calculadoras y las placas de memoria, a las que se les atribuía un poder de almacenamiento extraordinario: “En estas condiciones, es posible almacenar los conocimientos de todos los libros de todas las bibliotecas del mundo en un volumen no mayor que el de una caja de cigarros” (citado por Kreibohm, 1960, p. 261). Las ficciones borgeanas o el arduo trabajo que se habían propuestos los bibliógrafos de otros tiempos para reunir todo el saber universal aparecían ahora al alcance de la mano. El texto de Calder que traía esas noticias venía ilustrado con imágenes potentes: una, panorámica, retrataba a once operarias trabajando en boxes individuales, similares a puestos de costura, confeccionado las memorias magnéticas; otra, enseñaba una placa de memoria junto a una caja de fósforos, con la idea de dimensionar el tamaño y a la vez el poder de la tecnología; finalmente, se mostraba una sala de IBM, en la que una sola mujer supervisaba todo el funcionamiento del aparato. En el epígrafe de esta fotografía, se describía la escena: “PODEROSA Y RÁPIDA maquinaria electrónica productora de datos para resolver problemas científicos y de ingeniería” (Calder, 1960). A Kreibohm todo esto le parecía abrumador: si, por un lado, sus reflexiones se deslizaban maravilladas frente a las invenciones, por otro, las noticias de la biblioteca universal le parecían alarmantes. En este sentido, en el futuro de la biblioteca tradicional se asomaban nubes obscuras.
Sin embargo, las advertencias de los autores apenas aparecen insinuadas en los últimos párrafos de sus artículos, como si la imperiosa necesidad de informar sobre los avances tecnológicos y sus posibles usos en las bibliotecas fuera la única dimensión digna de tratamiento. Ese interés es del todo comprensible, en especial, por la volatilidad de los aparatos y las técnicas, y por la rapidez con que unas soluciones reemplazaban a otras, ora por la mejoría en el procedimiento, ora por los costes más bajos de producción. A pedido de Domingo Buonocore, Javier Lasso de la Vega, eminente bibliotecario español, escribe en 1961 para Universidad una extensa reflexión sobre el pasado, el presente y el porvenir de la biblioteca, vista entre el declive de la tradición y el auge del automatismo. Allí aparecen, como en el artículo de Finó y Hourcade, las mil y una invenciones. Todo está comprendido y explicado desde una perspectiva que asume como ámbito natural el desarrollo, y cuya significación social, al tiempo que recuperó elementos olvidados de la ideología del progreso, representó un nuevo sistema de bienestar universal, guiado por la economía capitalista, la democracia occidental y los prodigios técnico (Cabrera, 2006). Sobre esto último, el autor reflexionaba:
Aunque todavía estamos en el período novelesco de las máquinas al servicio de la información, lleno de sorpresas y de opiniones contradictorias, nadie niega que en un futuro, que ha comenzado a ser presente, las máquinas han de intervenir en la mayoría de las funciones que competen al bibliotecario, no sólo en los servicios administrativos, sino también en los técnicos (Lasso de la Vega, 1961, p. 288-289).
Lo novelesco es la inverosimilitud y la incredulidad del espectador frente a lo que era considerado poco tiempo antes como pura ciencia ficción. La galería tecnológica era amplia y variada: máquinas de traducción que pasaban del ruso al inglés a razón de cuarenta palabras por minuto; un sistema llamado Ultrafax que era capaz de transferir a la distancia las más de mil páginas de Lo que el viento se llevó en dos minutos y cuarenta segundo; máquinas para agilizar el trámite del préstamo domiciliario de libros, concebidas desde el principio de la automatización y prescindentes del bibliotecario; transmisiones de datos por televisión mediante canales específicos; los más diversos sistemas de fichas perforadas para almacenar y recuperar información científica. De todo este manantial se valía Lasso de la Vega para enseñarles a sus colegas bibliotecarios que las puertas del mundo de la posguerra también se abrían para ellos, pero a condición de una renovación de competencias y saberes. La bibliotecología y la documentación, a partir de los años sesenta, emprende nuevos proyectos.
Consideraciones finales
Al llegar al final del trabajo, quedan pendientes hacer algunas recapitulaciones y fijar temas susceptibles de próximas indagaciones y debates.
En primer lugar, se procuró aportar un estudio dentro del incipiente ámbito de investigación vinculado con la historia de la bibliotecología de la Argentina. En este sentido, a las investigaciones disponibles, el trabajo presenta un punto de vista diferente, que bien puede relacionarse con la historia de las ideas, pero también con una historia de las sensaciones que mantuvieron los y las bibliotecarias frente a un dilema epocal muy potente en la profesionalización de la disciplina, como lo fue la cuestión técnica. En esta línea, se constató la presencia de un conjunto de imágenes, ilusiones, sentimientos y temores que habitaron el imaginario bibliotecológico de la época, y cuyo sentido general enseña una tendencia más bien celebratoria de la técnica y la tecnología, como instrumentos del progreso y la modernización.
Ahora bien, el sacudón técnico que transitó el campo bibliotecario argentino entre las décadas de 1940 y 1950 coincidió, también, con un movimiento teórico capaz de soportar ese vendaval que prometía ser el futuro inmediato. Principalmente, fueron las alarmas internacionales por la sobreabundancia de información científica y la recepción de la documentación en los años cincuenta lo que promovió entre los y las autoras de la Argentina un sentimiento de potencial bienestar profesional. Ese clímax, sin embargo, se había iniciado con un proceso de tecnificación mucho más elemental y que tenía por objeto la normalización de los protocolos catalográficos para representar la información bibliográfica. Esta parte esencial del funcionamiento de la biblioteca era la pieza clave o el estándar necesario para modernizar la institución a semejanza de una cadena de montaje, tanto desde el punto de vista de la eficacia en los resultados, como de la eficiencia en la coordinación social del trabajo.
La prueba de que esa normalización era fundamental se hizo mucho más visible en el siguiente momento, esto es, cuando los y las bibliotecarias comenzaron a observar los movimientos que, desde otros campos, se hacía en relación con el procesamiento automático de la información. La experiencia del ámbito nacional era muy incipiente: los bibliotecarios apenas habían aprovechado la radio, como medio de difusión, y el microfilm, como tecnología documental. En este punto se comprende mucho mejor el interés bibliotecario por la documentación, que venía a explicar ciertos comportamientos informacionales y a propiciar experimentaciones de alto valor técnico. Así, lo teórico contribuyó a sostener en el campo imaginativo de los actores todas las innovaciones que venían desde el exterior, y que se presentaban con asombro e ilusión. Desde luego, nada esto era ajeno a un contexto general, a un imaginario social proclive a ver en la tecnología un elemento clave en el desarrollo económico y social de la segunda posguerra, en especial, para los países capitalistas.
Es llamativo que la lectura de los textos arroje siempre una idea de aquello que los y las autoras veían en la técnica y en los aparatos, y menos una preocupación por apropiarse y desarrollar tecnologías, a la manera en que el Grupo de Documentación Mecanizada lo hizo o lo intentó hacer durante la segunda mitad de la década de 1965 (Gionco y Silber, 2023). Está lógica se explica, en parte, porque la capacidad instalada requerida para el tratamiento automático de la información era mucho más costosa y sofisticada que, por ejemplo, el montaje de un equipo de microfilm. En cualquier caso, los artículos de la época transmiten novedades, conceptos básicos y, en lo que respecta al interés de esta indagación, expectativas. En esta línea, como quedó dicho, abundaron las posiciones celebratorias. Pero, y aunque de forma tímida, las décadas de 1940 y 1950 vieron emerger una tenue crítica, que más que crítica puede decirse que fue un sentimiento de aprensión frente al avance técnico y tecnológico. Esos reparos, que estaban impregnados de la filosofía orteguiana, advertían sobre las derivas sombrías de la técnica, y, en particular, procuraban levantar la guardia contra el riesgo latente del automatismo, de la conversión de los y las bibliotecarias en un engranaje de una maquinaria llamada biblioteca.
Aún quedan documentos por escrutar e hipótesis por trazar. Pero baste lo expuesto hasta aquí para abrir una deriva en la historia de la bibliotecología y en la historia de las ideas sobre bibliotecas que aborde la imaginación técnica de los bibliotecarios, en sus ilusiones, esperanzas y expectativas. Sirva, también, para añadir al conocimiento sobre la época de la profesionalización de los y las bibliotecarias en la Argentina un conjunto de constataciones que contribuyan al conocimiento sobre la materia.
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