ARTÍCULO DOSSIER
No hay dacalapata (carne), no hay reducción. La fuga de los indios de San Ignacio de los Tobas a comienzos del siglo XIX

There is no dacalapata (meat), there is no reduction. The Indian escape from San Ignacio de los Tobas at the beginning of the 19th century

 
No hay dacalapata (carne), no hay reducción. La fuga de los indios de San Ignacio de los Tobas a comienzos del siglo XIX.
Memoria americana, vol. 29 no. 2, (50- 76 pp.), Jul-Dec, 2021, doi: . ISSN: 1851-3751
Instituto de Ciencias Antropológicas, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires.


Introducción

Entrada la noche del 29 de junio de 1808, fray Juan José Ortiz, doctrinero de la reducción de San Ignacio de indios Tobas, ubicada en la frontera oriental de San Salvador de Jujuy, pudo ver cómo el cacique gobernador lideraba la fuga de los indígenas del pueblo. Se iban al Chaco. Llevaban bastante caballada, propia y ajena, y huían casi todos. Ese era el dato alarmante. Como estaba solo no se atrevió a salir. Tampoco podía hacer mucho más que convencerlos para que se quedasen, pero su capacidad de persuasión se había visto minada por años de pobreza extrema, promesas que no había podido cumplir, y la ruptura de sus vínculos con poderosos personajes de la zona y la intendencia. Esperaría al día siguiente y escribiría al comandante del fuerte de Ledesma, a la vez que haría seguir el rastro.

José Suárez del Valle atendió los pedidos del religioso y se comunicó con el Comandante General de Armas. Rápidamente consiguieron fusiles, pólvora, piedras de chispa y ocho hombres que salieron tras los indios. Quince días después, la mayoría de ellos regresaba al pueblo y el cacique Feliciano Xuárez marchaba preso a Salta. Ortiz llevaba trece años al cuidado de la reducción y, para entonces, había pedido su retiro.

El episodio que relatamos es el desenlace de una historia que tiene al cura y a los indígenas por protagonistas y que, con algunas diferencias o por motivos distintos, podía repetirse en otras reducciones del chaco saltojujeño. A fines de precisarla en el tiempo, marcamos su comienzo en septiembre de 1803. Entonces, un nuevo reglamento de fronteras suprimió la ración de tres reses semanales que recibían los tobas y que resultaba clave para el sostenimiento de los párvulos, los viejos y los inválidos. El hecho desató una crisis de difícil resolución en San Ignacio.1

En este trabajo intentaremos dar cuenta de las razones que pudieron conducir a los indios a abandonar el pueblo. Consideramos que la fuga -o la amenaza de recurrir a ella- era una estrategia que éstos podían poner en juego para hacer valer sus condiciones cuando querían modificar alguna situación adversa, torcer la voluntad de los hispanocriollos o dejar sin efecto una decisión que los perjudicara.

Para organizar la investigación que emprendimos y exponer sus resultados, recurrimos a una conferencia de Martha Bechis (2005), que se apoya en la teoría del drama o teoría de la confrontación. En ella, la autora construyó una explicación de la compleja relación entre Juan Manuel de Rosas -gobernador de la provincia de Buenos Aires- y los boroganos, cuyo final fue la destrucción de la agrupación indígena trascordillerana, en 1834.2

Bechis afirma que la teoría del drama es una herramienta metodológica que permite entender un episodio histórico aparentemente intrascendente, cuyos sentidos profundos están relacionados con un proceso más amplio del que forma parte y en el que se carga de significados y relaciones. A este último, dice la autora, se lo puede llamar “drama”. Aquí el drama se define como un proceso histórico aislable analíticamente. En su interior, los acontecimientos se suceden y se van relacionando entre sí, dando lugar a escenas o episodios. A su vez, cualquier episodio contiene cruces con otro u otros, en algún o algunos puntos del tiempo que toma en desarrollarse. De manera que en el drama que seleccionemos para el análisis, advierte, habremos de ubicar no sólo el episodio que le corresponda sino también todos los que encontremos en el mismo, o en otros dramas, y con los que percibamos alguna relación lo más directa posible. Bechis asegura que un drama, o un episodio suyo, llega a ser parte de otro drama si posee elementos que enriquezcan a este último, con el que se cruzan como un episodio más. Como investigadores, tendremos que seleccionar los dramas, los episodios y los cruces que resulten significativos para nuestro trabajo.

La autora destaca que cada episodio es considerado de manera diferente por los actores implicados. Las condiciones en las que están inmersos los participantes influyen en ello, y ejercen presión para que alguno o todos intenten modificar la percepción que el otro puede tener de la situación, de sus causas, del eventual desencadenamiento de un conflicto o de sus consecuencias, y también transformar el accionar de los demás. Además, en esta dinámica sucede que los actores se modifican a sí mismos, cambian sus consideraciones, e incluso alteran o varían esas circunstancias en las que están inmersos. La teoría del drama plantea que, a veces, es posible zanjar las diferencias entre ellos de manera cordial, pero no siempre sucede. En efecto las partes pueden tener discordancias profundas, que las conducen a definir un conjunto de requisitos mínimos para llegar a un desenlace armónico o determinar qué acciones unilaterales adoptarán en caso de que tales requisitos no sean tenidos en cuenta por los otros. Si no se consigue arribar a una solución se plantea una confrontación que, con frecuencia, deviene en conflicto. Entonces, puede iniciarse un nuevo episodio dramático que, tal vez, incluya actores adicionales, sobre todo si es interrumpido por otros factores.

Como se verá a lo largo del trabajo, la no resolución de los conflictos levanta la expectativa de episodios extensos porque quiebra situaciones que demandan un final. Es importante arribar a un desenlace sin interrupción, ya que ningún episodio puede resolverse satisfactoriamente si permanentemente surgen hechos inesperados. Para ello es deseable que exista un “cierre informativo”; es decir, que no se abran continuamente nuevas brechas o se sucedan acontecimientos imprevistos. Si esto ocurre, se retorna a una etapa inicial dando principio a un nuevo episodio.3

Con este abordaje como punto de partida, plantearemos un drama al que llamamos “principal”, que es el de la convivencia y la confrontación entre indígenas e hispanocriollos, la crónica inestabilidad y vulnerabilidad de la frontera tucumano-salteña, y la permanente exigüidad de recursos del ramo de sisa para hacer frente a dichos gastos. Dentro del drama principal aislamos dos episodios: uno es la supresión de las raciones a San Ignacio y el otro, la fuga que hacen los tobas de la reducción; aunque fue necesario extendernos en el tiempo para desarrollar sus antecedentes y contextualizarlos. No existe entre ellos una conexión causal explícita en la documentación. Sin embargo, sostenemos que hay una relación de este tipo, avalada por la crisis que ocasiona el primero de éstos y que funciona casi como detonante del último. Además, recortamos otro drama: el de las haciendas, San Ignacio de los Tobas, los hacendados, el doctrinero y los indios. Este último se cruza con el drama principal en innumerables ocasiones, tanto que podríamos considerarlo, también, una parte de aquel. En su interior seleccionamos un episodio, al que titulamos “las malas conductas de fray Ortiz”, que sigue cronológicamente a la supresión de las raciones y la intercepta y contribuye, en parte, a dar cuenta de las razones que motivaron a los indígenas a abandonar la reducción. Dicho episodio interrumpe el devenir del primero, aportando nueva información y retardando su resolución.

El trabajo se cierra con la huida de la mayoría de los tobas de San Ignacio. Mostraremos su conexión con los episodios mencionados y se verá cómo todos ellos cobran dimensión y sentido, dentro de los dramas que los incluyen y a partir de éstos. A su vez, los cruces y las interacciones puestos en juego darán cuenta de las relaciones de causalidad existentes entre los episodios que seleccionamos en los diferentes dramas.

El artículo resulta de una investigación apoyada en cuatro expedientes, algunos de los cuales no tienen aparente vinculación entre sí. Los dos primeros fueron iniciados por fray Ortiz para lograr la restitución de las raciones al pueblo. Otro se generó a partir de la denuncia realizada por un influyente personaje de la frontera y la intendencia -Diego José de Pueyrredón-, sobre las conductas del doctrinero de San Ignacio. El último es el de la fuga de los indígenas, a finales de junio de 1808. La lectura de la documentación nos permitió reconstruir los acontecimientos y la teoría del drama proporcionó un marco que hizo posible el análisis, la explicación de los fenómenos que nos ocupan, y la construcción de la argumentación.

El drama principal: la convivencia y la confrontación, la vulnerabilidad de la frontera y la exigüidad de recursos destinados a su mantenimiento

Al este de las ciudades que los españoles fundaron en la gobernación del Tucumán y de los espacios ocupados en sus inmediaciones había grupos indígenas con los que se establecieron relaciones cambiantes. Los más alejados, habitantes del interior chaqueño, eran los guaycurúes entre los que se contaban los tobas, junto a mocovíes y abipones. Con ellos solían recordarse los vínculos hostiles. Las fuentes los mencionan como los enemigos más tenaces y crueles de esas fronteras.

Durante el siglo XVII, sus incursiones se hicieron sentir con creciente violencia. Entonces los españoles elaboraron una estrategia que combinó modalidades defensivas y ofensivas. Por un lado, construyeron fuertes-presidios que pretendían proteger a las poblaciones del asedio indígena. En todos se congregaban soldados pagos, sostenidos por los cabildos, que convivían con los mantenidos por la gobernación o las autoridades virreinales, y presidiarios (Paz y Sica, 2017). Durante la época de lluvias, cuando los ataques indígenas recrudecían, esos hombres eran asistidos por milicianos de las ciudades. En 1739, se creó el cuerpo de “partidarios”: una fuerza rentada, dedicada exclusivamente al cuidado de la frontera. Se pretendía disminuir el peso de la defensa realizada por los particulares pero el objetivo no siempre se logró. La fuente proveedora de recursos era el Ramo de Sisa, cuya administración conflictiva y fraudulenta lo hizo insuficiente para cubrir los gastos a que estaba destinado.4 Así, fuertes y piquetes estuvieron crónicamente en mal estado, casi sin armas y bastimentos para la defensa; la tropa partidaria carecía de entrenamiento militar y las quejas sobre su insubordinación eran frecuentes; las pagas y raciones de los soldados llegaban tarde y mal, por lo que el número de efectivos resultó siempre escaso. Simultáneamente, se llevaron a cabo “entradas” al Chaco que pretendían intimidar a los indios ante la imagen del ejército y alejarlos de los espacios ocupados por los hispanocriollos. Pocas veces se alcanzaron resultados efectivos.

Sumadas a los fuertes y las “entradas”, las reducciones fueron piezas clave para la penetración española en territorio indígena. Inicialmente a cargo de la orden jesuita, las misiones se erigían cerca de los primeros -o viceversa-, que agregaban a sus funciones la de vigilar a los indios asentados en ellas, a la vez que la de protegerlas o socorrerlas si sufrían alguna agresión. Además, los aborígenes podían recibir armas, e incluso adiestramiento militar para contribuir a la defensa y sumarse a las incursiones al Chaco. La primera fue San Juan Bautista de Balbuena, integrada por grupos lule e inmediata al fuerte homónimo. En 1735, se edificó San José de Petacas, para vilelas, en jurisdicción de Santiago del Estero. A ellas siguieron San Esteban de Miraflores -para vilelas, lules y tonocotés-, en jurisdicción de Salta; San Ignacio de indios Tobas, en Jujuy; Nuestra Señora de la Concepción -de abipones-, en términos de Santiago del Estero; y Nuestra Señora del Buen Consejo de Ortega -para omoampas-, en Salta (Vitar, 1997).

Para asegurar su manutención, en las reducciones se criaban vacas de las que se obtenía carne, sebo y cueros. Estos productos se vendían en Chile y Buenos Aires; sobre todo desde que en 1748 se incrementó su exportación por el puerto atlántico. El sebo y algunos animales, en cambio, se destinaban al Alto Perú. Las misiones casi no poseían mulas pero los particulares arrendaron sus pastos para engordarlas, lo que dejaba un ingreso adicional a la economía de dichos pueblos. Además, algunas reducciones tuvieron talleres de carpintería, herrerías, almonas de jabón y telares -aunque a veces hubiera que recurrir a peones o indios viejos para enseñar a los neófitos a trabajar en ellos. En ocasiones se arrendaron sus terrenos pagándose, incluso, en forma de trabajo y evitando contratar peones o capataces. Por último, los indios conservaron sus hábitos de caza, pesca y recolección, los que proporcionaban una entrada complementaria de alimentos, y mantuvieron intercambios comerciales con los grupos autónomos y con los hispanocriollos (Gullón Abao, 1993; Santamaría y Peire, 1993; Teruel y Santamaría, 1994; Santamaría, 1995; Vitar, 1997). La estadía en las reducciones se incorporó a las prácticas sociales indígenas, y entrar y salir de los pueblos formó parte de los movimientos estacionales (Mata, 2005).

Los aportes privados también fueron un rubro de relativa importancia en el sostenimiento de las misiones. Estos podían ser en dinero o donaciones de bienes, animales y propiedades. Con el paso del tiempo, el ramo de sisa se sumó para asegurar la supervivencia de los pueblos -aun cuando tuviera cada vez menos ingresos y más destinos.5

Sin embargo, a comienzos de 1767 -y por razones que exceden lo planteado hasta aquí- se produjo la expulsión de los jesuitas. El hecho suponía una enorme alteración para la diplomacia, ya que estos habían aportado su propia fuente de pacificación a las relaciones interétnicas (Lázaro Ávila, 1999). Además, los indígenas de las reducciones operaban como mediadores con los indios del interior chaquense y los pueblos contribuyeron a la protección de la frontera con un costo menor al que hubiera implicado sostener más fuertes y soldados partidarios. Por esta razón, las viejas misiones no desaparecieron sino que quedaron en manos de administradores civiles que se ocuparían de las denominadas temporalidades, o bienes comunes de los indios, mientras la instrucción religiosa se confiaba a los franciscanos.

Lo cierto es que el proyecto evangelizador no dio los resultados esperados, y económicamente la situación de las reducciones nunca fue buena (Gullón Abao, 1993). Para colmo, los administradores civiles expoliaron gran parte de sus recursos y secuestraron numerosos bienes. Así que los gobernadores e intendentes propusieron diferentes normativas y reformas. Se intentó dejar la administración temporal en manos religiosas nuevamente pero la situación de los pueblos empeoró. Promediando el siglo XVIII se procedió, incluso, a la agregación de las reducciones: los indios de Petacas, por ejemplo, se sumaron a Ortega y los de Macapillo a Miraflores. Quienes estaban ávidos de nuevas tierras observaron complacientemente cómo se producían estas unificaciones y traslados que, a la postre, les permitieron comprarlas, pese a que inicialmente estuviera prohibido.

Para entonces, los emplazamientos militares se acordonaban de norte a sur desde el Fuerte Nuestra Señora de los Dolores del Río Negro y Nuestra Señora del Rosario de Ledesma, en jurisdicción de Jujuy; San Bernardo, Santa Bárbara y San Fernando del Río del Valle, en términos de Salta; San Luis de Pitos, dependiendo de Tucumán; y San Felipe del valle del Tunillar y el fortín Tres Cruces, en Santiago del Estero. Pero como dijimos, pocas veces fueron útiles para detener las incursiones indígenas. Además de estar mal armados y con fuerzas menos preparadas, los separaban considerables distancias que permitían a los indios cruzar con relativa facilidad.

Como resultado del proceso descrito, las fronteras habían avanzado poco. Así que con los indígenas debía intentarse una estrategia alternativa, más aún, cuando los recursos invertidos en el sostenimiento de los fuertes no podían continuar multiplicándose (Paz y Sica, 2017). Durante la segunda mitad del siglo XVIII, fue imponiéndose la idea de “pacificación” de los indios, que no relegaba totalmente las intenciones evangelizadoras pero incorporaba la firma de tratados con algunos caciques.6 Como resultado de largas negociaciones y atendiendo a los pedidos de vejoces y mataguayos, en 1779 se fundó la reducción Nuestra Señora de las Angustias de Zenta -en términos de Jujuy y próxima al fuerte San Andrés, que se construyó cerca suyo-; y en 1780, los salteños erigieron dos pueblos en el interior del Chaco -Nuestra Señora de los dolores y Santiago de Lacangayé (para mocovíes) y San Bernardo el Vértiz (de tobas)- que, por su ubicación, dependieron de Buenos Aires.

En parte gracias a esa política de negociación y tratados, la ocupación del espacio adquirió relativa estabilidad. Cuando la frontera gozaba de cierta calma, los particulares se adelantaban convirtiéndose las haciendas en piezas clave para la consolidación del avance hacia el Chaco (Paz y Sica, 2017). Dichos establecimientos se dedicaron mayormente a la cría de ganado vacuno e invernada de mulares, aunque también comenzaron a experimentar con el cultivo de la caña de azúcar.

Detrás suyo se corrieron los fuertes. El de San Andrés y el de Río Negro, por ejemplo, quedaron a espaldas del Fuerte Pizarro. Algo semejante sucedió con el Fuerte del Río del Valle, que primero trasladó sus hombres y armamentos al de San Bernardo y, al comenzar el siglo XIX, mudó de lugar, convirtiéndose en uno de los más adentrados en el Chaco (Acevedo, 1965). Pero otra vez, el estado de abandono y la progresiva decadencia en que se hallaron, los hizo poco menos que inútiles para la función que debían desempeñar.

La política de fronteras desarrollada hasta aquí, se condensó en la fundación de San Ramón Nonato de la Nueva Orán, en 1794. Ubicada cerca de Nuestra Señora de las Angustias de Zenta y del Fuerte Pizarro, la corona promovió la instalación de población estable dispuesta a las tareas de defensa, a la que se le repartieron tierras para fomentar su arraigo y mantenimiento (Paz y Sica, 2017). Los problemas con los indígenas y los doctrineros de la reducción inmediata, no obstante, fueron permanentes. El pueblo de indios mataguayos y vejoces fue trasladado al paraje de Zaldúa, pero debió volver a su emplazamiento original y los conflictos recrudecieron.

Con el cambio de siglo, los ataques indígenas no disminuyeron. En 1803, los tobas del Pilcomayo asolaron las estancias vecinas al Fuerte del Río del Valle. Con ellos se habían coaligado grupos de matacos, algunos vejoces y otros de una familia a la que llamaban “ciegos”. Tres años después tuvo lugar una nueva invasión, y en 1807 otra contra la frontera de Salta y Santiago del Estero. Se proyectaron campañas de escarmiento, pero nada se hizo (Acevedo, 1965). En estado ruinoso, los fuertes sólo contribuyeron a la formación de partidas que llevaron a cabo persecuciones puntuales.

Las reducciones, entretanto, tuvieron prácticamente una función defensiva, en parte porque los grupos autónomos conservaban vínculos de parentesco con los indígenas reducidos. Pero además, fueron proveedoras de mano de obra para los establecimientos productivos de la frontera y las obras públicas de las ciudades.

Mapa

Algunas reducciones y fuertes del Chaco hacia fines del siglo XVIII.

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San Ignacio de indios Tobas

San Ignacio de los Tobas se fundó el 29 de mayo de 1756. En su creación participaron el teniente gobernador de Jujuy, Francisco de Acevey; el Padre Superior de Misiones, Pedro Juan Andreu, y Pedro Antonio Artíguez -su compañero-, ambos de la orden jesuita. Los caciques Marini y Tesodi hicieron lo propio por parte de los indígenas, que reunían un total de “doscientas doce almas”.7

La reducción se ubicó, inicialmente, “dentro de los términos y linderos del río Sora, por la parte del norte; por la del sur, el monte que llaman del Saladillo, por la del oriente el río Grande, y por la del poniente las lomas y cuchillas” inmediatas al presidio de Ledesma.8 Posteriormente, fue trasladada a las inmediaciones de ese río. Estuvo a cargo de la Compañía de Jesús hasta su expulsión y, tras ella, corrió la misma suerte que el resto de las viejas misiones; sobre todo, en el orden material. Una parte de los indios se dispersó por el Chaco, mezclándose con los grupos autónomos, y las tierras abandonadas fueron ocupadas por invernadas anuales de mulas (Acevedo, 1965). Los franciscanos la tomaron tras un período de descuido y algunos naturales regresaron, pero estos religiosos no tuvieron mejor suerte que sus predecesores.

Recurriendo a datos de José Jolís, Daniel Santamaría (1995) afirma que al momento de expulsión de los jesuitas San Ignacio contaba con una población de 600 matacos y tobas, y cierto número de ganado. Cuando el gobernador Gregorio de Matorras la visitó en 1771, quedaban 332 indios, repartidos entre 160 varones y 172 mujeres y casi nada de los animales existentes en 1768. La iglesia estaba destruida, la acequia que conducía el agua arruinada y los indígenas habían huido a los montes en busca de comida (Teruel et al., 2007). Transcurridos ocho años, el panorama no había cambiado. Su sucesor, Andrés Mestre, la recorrió y dejó precisas instrucciones para el arreglo y la administración del pueblo -tareas en la que debían empeñarse los doctrineros. Ordenó, a su vez, establecer una estancia con dos mil cabezas de ganado, que no sólo serviría “para el socorro de estos neófitos sino también para la manutención de la tropa partidaria que guarnece los fuertes de esta frontera”.9 Por último, debía construirse la iglesia, pues seguía sin haber ninguna. Ana Teruel (1994) señala que, hacia 1780, en San Ignacio se cultivaba caña de azúcar, trigo y otros cereales, pero ni la estancia ni las sementeras prosperaron.

Las haciendas cercanas, entretanto, presionaban sobre los terrenos de la reducción o entraban en ellos. El doctrinero Juan José Ortiz, quien se hizo cargo de ésta en 1795, decía que tras la expulsión de los jesuitas, “se perdieron todos los papeles” que acreditaban los linderos del pueblo. Entonces “los comandantes y personas poderosas fueron pidiendo merced de tierras inmediatas a San Ignacio y de las asignadas en la merced de ella, la cual no aparecía”. Tal asidero tenían las protestas del fraile que en 1791, el comandante del fuerte de Ledesma, Carlos Sevilla, solicitó permiso al gobernador Ramón García de León y Pizarro para adquirir los terrenos de la reducción que rodeaban aquel presidio. La operación fue autorizada el 1 de agosto de 1792 y Sevilla obtuvo una extensión equivalente a la mitad del pueblo, a cambio de 50 yeguas, 50 ovejas, 5 fanegas de trigo, 5 de maíz y 150 cabezas de ganado vacuno.10 En el año 1800, Ortiz consiguió por casualidad “un testimonio de la merced de esta reducción” y resultó que “hay algunos intrusos dentro de los terrenos y dichos linderos” y que se trataba de gente importante.11 “La hacienda de San Lorenzo [decía] está en medio de los linderos de esta reducción. Han entrado en ella sin la menor intervención de los doctrineros”. Así, los indios padecían el continuo despojo de sus tierras y cuando él lo denunciaba, agregaba, sólo servía “para cobrar una enemiga capital, como la tiene la viuda de Zegada y Don Diego José de Pueyrredón”, que para entonces era Alcalde de Primer Voto de Jujuy, además de “una persona poderosa y de mucho séquito en aquella frontera, donde había sido comandante”.12

Quienes codiciaban las tierras del pueblo justificaban la operación alegando la falta de producción de esas enormes extensiones de fértiles campos y la escasez -casi ausencia- de cabezas de ganado criadas en él. Y es que, en efecto, la subsistencia de San Ignacio no era muy diferente a la del resto de las reducciones, aunque parecía más pobre que otras. Por eso, Gerónimo de Matorras propuso que los tobas recibieran una dotación semanal de tres reses sufragadas por el ramo de sisa para el mantenimiento de párvulos, ancianos e inválidos, el cura y quienes se ocuparan de su servicio y el del pueblo. Una Real Orden aprobó esta decisión el 5 de septiembre de 1779. El resto, varones y mujeres capaces de trabajar, se conchababan en los establecimientos productivos cercanos a cambio de un salario que era “sisado” por el doctrinero.

Pese a que se hicieron reiterados esfuerzos normativos por regular las costumbres de los indios y organizar su prestación laboral, los resultados no fueron los esperados. Los indígenas entraban y salían de San Ignacio para ir a los montes en busca de sustento, sin que el doctrinero pudiera impedirlo, y sin consultarlo; concurrían a trabajar sin respetar los turnos que procuraban establecer el cura y las autoridades, sobre todo cuando las haciendas demandaban más mano de obra y, a veces, escapaban al Chaco en lugar de regresar a la reducción. Hubo momentos en que el fraile se encontraba solo en el pueblo, apenas acompañado por quienes no se conchababan. Hay episodios de otros dramas que ilustran con elocuencia algunas de las cuestiones que venimos mencionando.

Un episodio del drama principal: la supresión de las raciones en San Ignacio

Veinte años después de que la Real Orden aprobara el suministro de tres reses para San Ignacio, el gobernador Rafael de la Luz visitó el pueblo. La cantidad de indios había aumentado y el abasto dispuesto por Matorras era insuficiente “para mantener siquiera a los necesitados inválidos, e incapaces de trabajar”.13 Así que el intendente ofreció “en pública comunidad aumento de dos reses más cuando se verificase la reunión de la reducción de Macapillo a la de Miraflores”.14 Para ello, los indios debían conchabarse y desprenderse “de la mitad” de su salario. Con ese dinero se comprarían animales para formar un rodeo, cuyas primeras inversiones serían “en ganado vacuno de cría, yeguas y ovejas”.15 Pero la unificación se produjo y el aumento de reses no llegó. Los indios trabajaron en haciendas y cañaverales, y Ortiz les retuvo sólo un peso de los cuatro mensuales que ganaban, “viendo que [descontarles lo acordado] era tiranizarlos, y que no les alcanzaba para mantener, y vestir a sus hijos y mujeres”. Según el fraile, los indios lo permitían “por la esperanza del aumento de raciones que les prometió el Señor Gobernador, con que siempre los arrostraba y persuadía”.16 Martín de Otero -dueño de la hacienda de San Pedro y capitán de milicias- explicaba que él mismo determinó pagarles “sus cuatro pesos por entero y aumentarles uno para la reducción a fin de que trabajasen con gusto”. Pero esta estrategia no resultó, “porque decían que si no les daba en propia mano los cinco pesos no querían trabajar y se iban”, así que se vio obligado a ceder y pagarles su salario entero. Otero suponía que lo mismo habría sucedido en las demás haciendas.17 El fraile, por su parte, logró formar un pequeño rodeo de comunidad que llegó a contar con algo más de 360 cabezas.

Las raciones eran muy importantes para el sostenimiento de San Ignacio. Al garantizar la alimentación de los desvalidos, permitían su permanencia en el pueblo mientras los más jóvenes salían de él. El cura explicaba que “las chinas huérfanas de adentro, los enfermos y párvulos […] son los que sostienen la reducción, porque los grandes vuelven a su amor”.18

Sin embargo, el 18 de septiembre de 1803, un nuevo “reglamento de frontera” suprimió las remesas de animales, alegando la insuficiencia del ramo de sisa para sostener los crecientes rubros a que se destinaban sus fondos.19 Dos meses después, el doctrinero inició una vasta secuencia de peticiones que dio lugar a la intervención de diferentes autoridades, a fin de resolver qué se haría con los indios de San Ignacio. Los reclamos del religioso duraron cuatro años, hasta que incluso el fraile amenazó con abandonar la reducción.

En sus cartas al gobernador y al fiscal protector general de naturales, el cura reiteraba incansablemente que San Ignacio tenía una doble función defensiva y que no era conveniente librarla a su suerte. De un lado, frente a otras agrupaciones: “por el solo nombre de tobas que tiene esta reducción, las demás naciones no se atreven a llegar a ella”.20 Pero también frente a otras parcialidades de la misma agrupación: “los tobas de Lacangayé [decía] han dejado de perseguir esta provincia, de modo que por temor de que los cristianos hagan daño a estos de la reducción, los del Chaco no quieren hacerlo a los cristianos de esta frontera”.21 La situación de los fuertes le daba aún más importancia al pueblo:

Los indios se ríen del estado en que están los fuertes, [sostenía]. Ellos bien conocen que en cualquiera invasión de los matacos, ninguno de estos fuertes de Ledesma y Santa Bárbara podría […] hacerles resistencia si no se valen de los tobas y estos así lo vociferan.22

Luego agregaba que gracias a ellos, las propiedades hispanocriollas gozaban de relativa estabilidad.

En un primer momento, la supresión de las raciones provocó revuelo dentro del pueblo. Los indígenas, explicaba el fraile,

viendo que sus necesidades recrecían, que su salario era menor que el de los otros peones, que su trabajo no les sufragaba para mantenerse, y que lejos de conseguir el aumento de las raciones ofrecidas, se les quitó las tres con que aliviaban a los ancianos, enfermos y párvulos, […] dijeron que no querían conchabarse si les habían de retener el peso.23

Contaba que aquellos se supusieron engañados al “sisarles el peso y no aumentarles la ración, y antes por el contrario quitarles la que tenían”.24 “Todos a una voz -continuaba- decían: si no hay raciones, no hay conchabo; esto es, que ya no querían dejar el peso de sus conchabos”. Si los niños y los inválidos no tenían qué comer, los hacendados no contarían con sus brazos. “Escríbele, Padre, al rey -cuenta Ortiz que le pedían- que no tenemos qué comer; para estar así mejor estábamos en el Chaco”. El religioso intentó persuadirlos de cultivar las tierras, y se dedicó con ellos y algunos peones a formar un rastrojo, “pero a lo mejor me desampararon por atender a sus familias para buscarles el alimento en la caza, pesca o meleada”. Ortiz explicaba que debía concederles licencia para ello porque lo mismo harían si no se las daba.25

El cese en las remesas semanales de vacunos implicó, en lo inmediato, un incremento en la circulación de los indígenas. Ello traía consigo el peligro de que desamparasen San Ignacio, y de que robaran y causaran desórdenes en las inmediaciones. Martín de Otero informaba que había grupos de indios meleando, cazando y pescando “en esta mi estancia […] y aunque sé los daños que me están haciendo, los sufro a fin de que no se remonten más y ganen el Chaco”.26 Eduardo Salas -alcalde pedáneo del Río Negro- agregaba que Otero se había visto “en la precisión de despoblar el lugar y retirar sus ganados a una serranía por los continuos daños de estos indios”. Y es que los indígenas, decía, mataban “lo que ha habido dentro de los corrales, y lo que ha estado atado en los árboles cuando los camperos han andado en busca de carne para mantener a los peones que trabajan en las haciendas de cañaverales”.27

Otero procuró convencerlos de que fuesen a conchabarse, pero “me salieron con que no querían porque el Padre los engañaba con el cuento de las raciones”.28 Para colmo, no había manera de sujetarlos. En los primeros tiempos de la reducción, esta contaba con un piquete de doce hombres del fuerte de Ledesma para asistirla. Luego se lo trasladó a ese punto y quedaron dos soldados en el pueblo para dar parte de sus ocurrencias. “Después quedó sólo un soldado, el que también se quitó cuando el nuevo arreglo de fronteras”.29 Hacia 1807, el doctrinero se encontraba “solo en aquel despoblado”.30 Todavía más, Ortiz tampoco podía pedir auxilio al comandante del fuerte de Ledesma, “que carece aún del preciso para defenderse y que antes lo mendiga de los pocos peones que podemos con grande trabajo conseguir los hacendados para nuestras faenas y labores”, agregaba el dueño de la hacienda Ledesma, José Ramírez Ovejero.31 Y el cura aclaraba que en sus manos “no estaba sujetarlos de otro modo sino con trabajos y persuasiones”.32 Mientras tanto, quienes quedaban en la reducción iban consumiendo los animales que había conseguido el Padre con el peso de los conchabos.

Más temprano que tarde, repetía en cada nota el doctrinero, el rodeo de comunidad tocaría su fin, porque “viendo yo los lastimosos clamores de estos infelices […] condescendí en dejarles cobrar por entero su escaso salario, porque no perdieran el amor al trabajo con la poca utilidad que de él sacaban”. De este modo, “los enfermos, párvulos, viudas y ancianos han ido consumiendo el poco ganado que se juntó”. El cura agregaba que no podía privarles de matar las reses, “porque si no matan una o dos en la reducción, en el monte lo verifican duplicadamente y con desorden; y luego me dan en el rostro con que son suyas, y que su trabajo les ha costado”. Según Ortiz, los animales se habrían consumido antes de diciembre y con ellos concluiría San Ignacio.

Para 1807, el cura y vicario del Río Negro informaba “que aquella reducción de tobas está en estado de despoblarse” ya que dudaba que contara con “veinte cabezas de ganado”.33 Tres años antes habían “apostatado algunos indios”, y para cuando escribió Marcos Ramírez Ovejero otros comenzaron “a profugar y ganar el Chaco” sin que pudiera atrapárselos a tiempo, por no contar el fraile con soldado que lo asistiese; o, por lo menos, avisar al fuerte para que fuesen castigados.34 En este contexto, tres indios huidos de San Ignacio -Antonio Abajeño, Mariano Tonedai e Ignacio Pitolargo- “se han incorporado con los infieles matacos”. Desde allí “están convocando a los tobas que ganen el chaco, que ellos los ayudarán”. El doctrinero agregaba que se hallaban resentidos “por el engaño que les parece han sufrido” y en el que también lo culpaban a él, creyendo que les mentía y que no se había ocupado de conseguir la restitución de las raciones.35 El cura pidió “una partida de ocho o diez soldados mandados por un cabo” al Comandante de Ledesma, a fin de “perseguirlos con tesón”. Sin embargo, Suárez del Valle no pudo asistirlo porque solo contaba con tres hombres para resguardo de aquel puesto. El piquete de Santa Bárbara tampoco podía auxiliarlo, pues “sólo conserva la memoria de haber sido en su fundación un antemural de grande defensiva”.36

Todo esto sucedía en un contexto de enorme tensión e inestabilidad en la frontera de Jujuy y Salta, al que se acoplaba una formidable sequía que azotó la primera década del siglo XIX (Santamaría, 1995). Circulaban rumores de invasión y se producían ataques, robos y algunas muertes. Las autoridades de los fuertes daban cuenta de posibles alianzas entre grupos reducidos y del interior chaqueño, que incluían también a quienes se suponían amigos -como los matacos que residían cerca de los fuertes y trabajaban en haciendas y cañaverales. Silvia Ratto (2013) sostiene que, para la época, la relativa estabilidad alcanzada mostraba signos de fuerte descomposición y que las amenazas no parecían limitarse a levantamientos puntuales, con móviles concretos y circunscriptos a un ámbito reducido. Así que el abandono de la reducción suponía un peligro inminente y por todos conocido: “coaligados con naciones enemigas”, sólo aguardarían “el menor descuido, para reiterar sus pasadas hostilidades en las fronteras y sus haciendas, ciertamente expuestas al mayor desastre”.37

De aquí es que es tan necesaria la provisión de carne para estos indios -afirmaba Martín de Otero-, porque ello es cierto que teniéndolos contentos, tenemos otros tantos soldados para auxiliar las armas católicas […], tenemos a los tobas infieles sus parientes y hermanos quietos y sosegados en el Chaco, y una especie de antemural contra los matacos fronterizos por el miedo que a los tobas tienen.38

Y el doctrinero de San Ignacio afirmaba que “el ahorro del ramo de sisa de unas cuantas reses semanales se convertirá en ingentes gastos para arracionar tropas y mejor fortificar los fuertes”.39

Entonces, cuando el fraile jugó su última carta y avisó que pasado el mes de noviembre se retiraría al convento, “porque ya para entonces no habrá ganado alguno con que socorrer a los infelices, enfermos y párvulos y viejos que o perecerán de hambre o se remontarán”, la junta provincial de real hacienda resolvió hacer una entrega extraordinaria de 800 cabezas de ganado para el sostenimiento del pueblo: 300 serían compradas y las otras 500 se traerían de la reducción de Ortega. Regresaron algunos indígenas, excepto los coaligados con los matacos.

Este episodio se cruza con otro de otro drama, que será referido a continuación. En medio del conflicto desatado con los tobas de San Ignacio algunos hacendados, convocados por el virrey y el fiscal protector general de naturales para dar cuenta del comportamiento del doctrinero y la veracidad de sus denuncias, lo acusaron de tener una relajada conducta, entregarse al juego y al alcohol, y de malos tratos con los indios.

Drama 2: las haciendas, la reducción, los hacendados, los indios y el doctrinero

Promediando el siglo XVIII, las haciendas que circundaban la reducción de San Ignacio habían comenzado a experimentar con el cultivo de la caña de azúcar. Además de este último producto, de su aprovechamiento podía obtenerse miel, chancaca y aguardiente. Hacia 1778, un influyente comerciante, militar, funcionario y propietario de Jujuy, Gregorio de Zegada, ya tenía cañaverales en sus establecimientos del valle del río San Francisco. Aunque no siempre resultaron exitosos, sus intentos fueron pioneros en aclimatar cultivos tropicales en esa zona (Peirotti, 2014).40

Algunas de las unidades productivas más importantes para la época analizada, eran “San Pedro” -propiedad de Martín de Otero-; “San Lorenzo” -de María Mercedes Rubianes, esposa de Zegada-; “Sora-Cerro Colorado” -establecida sobre una merced entregada al último y unida administrativamente a San Lorenzo; “Ledesma”, fundada en las tierras que Carlos Sevilla compró a San Ignacio, parte de la cual fue adquirida por Diego José de Pueyrredón -yerno de Zegada-; “Santa Bárbara”, erigida en una merced que recibió el Coronel Francisco Robles; “Río Negro”, propiedad de Gregorio de Zegada, administrada por Rubianes y Pueyrredón tras su muerte; y “San Lucas”, cuyo dueño era Ventura Marquiegui (Teruel, 1994: 235).

Para ser propietario en la frontera se precisaban vinculaciones políticas, económicas y militares. El dinero contante y sonante era un requisito a considerar pero no resultaba suficiente. La compra de las tierras constituía sólo una forma posible de acceder a ellas y habitualmente requería de conexiones, que contribuyeran a resolver conflictos por títulos o lindes; sobre todo, cuando se trataba de terrenos realengos o de las viejas misiones. Un modo habitual de adueñarse de las tierras era solicitarlas en merced, para lo que había que prestar un servicio al rey. Los comandantes de los fuertes, por su parte, solían explotar los terrenos aledaños y, con el tiempo, se adueñaban de éstos, legalizándolos después por composición, como parece haber sido el caso de Gregorio de Zegada con la hacienda del “Río Negro” (Peirotti, 2014).

Gracias a las posiciones que ocupaban y las relaciones que tejieron, los hacendados también pudieron obtener mano de obra para trabajar en sus cañaverales: soldados de los fuertes, pobladores de los alrededores, indígenas que conservaban su autonomía o bien procedían de las reducciones, por ejemplo (Gullón Abao, 1993; Santamaría y Peire, 1993; Teruel y Santamaría, 1994). Las tareas desarrolladas entre marzo y septiembre eran las que demandaban la mayor cantidad de brazos. Hasta julio se ocupaban en las labores de rastrojos, ya fuera en el desmonte y surqueo de la tierra o en el último deshierbe. Desde entonces se procedía a la molienda, momento en que se trabajaba puertas adentro para la transformación de la caña en azúcar y se contrataban mujeres y niños. En octubre la necesidad de mano de obra se reducía (Gullón Abao, 1993). El conchabo de los tobas de la reducción era fundamental para la prosperidad de las haciendas y, como se señaló, también para la propia supervivencia del pueblo (Teruel, 1994).

Todos los indios e indias desde los siete u ocho años y hasta los sesenta, excepto los jóvenes destinados a la escuela y la música o al aprendizaje de oficios mecánicos, se conchababan en los establecimientos cercanos a cambio de un salario que era “sisado” por el doctrinero y destinado a aumentar los fondos de comunidad. Tan habitual era el trabajo indígena en dichos establecimientos y tan desorganizada estaba la práctica en San Ignacio que en 1796, el gobernador Ramón García de León y Pizarro dictó reglas tendientes a ordenarla. García Pizarro dictaminó, entre otros puntos, que los indios se alternaran de a ocho, a fin de no descuidar las labores necesarias de la reducción y que también se turnaran los capataces; que ningún neófito pudiera irse sin licencia del cura, y que tuvieran que regresar cada uno o dos meses para que Ortiz los instruyera en la fe -aunque los mayordomos de las haciendas tendrían que ocuparse de hacer rezar a quienes concurrieran a ellas.41

Tres años después, Rafael de la Luz la derogó para imponer una nueva. El ahora gobernador intendente establecía, entre otras cuestiones, que de todos los naturales capaces de conchabo haría el cura doctrinero cuatro partes: “la una para que quede en el pueblo trabajando […] para la comunidad; la otra para que trabaje en la Hacienda inmediata de Ledesma; la otra para la del Río Negro; y la otra que subdividirá en las Haciendas de San Pedro, y San Lucas”. También se ocupaba de que se evitara la unión de tobas y matacos en San Lorenzo, y que los primeros reemplazaran a los segundos cuando estos no fueran al conchabo, entendiéndose ello para el tiempo de cosecha, “pero en el de deshierbe [entre los meses de enero y febrero] que se sabe no vienen matacos, se sacarán diez personas de la hacienda del Río Negro, y otras diez de la de Ledesma para el auxilio de la de San Lorenzo”. Por último, dejaba que la duración de los turnos quedase a criterio del doctrinero y establecía que los caciques le presentaran a éste la mita individual de los indios que se ausentarían a las haciendas.42

Pese a todos los esfuerzos por regular y organizar esas tareas, la letra no siempre encontró traducción en la práctica. Los indígenas entraban y salían de San Ignacio para melear, pescar y cazar sin que el cura pudiera impedirlo y sin consultarlo. Tampoco respetaban los turnos al momento de concurrir a trabajar. En tiempos de la molienda, cuando se precisaban más brazos, “efectivamente salen todos, unos para conchabarse y otros para beber guarapo, dejando al Padre solo al cuidado de los ranchos”, decía Martín de Otero.43 En su informe, dejaba advertir otra inconducta habitual en los neófitos de San Ignacio: se entregaban a la bebida, práctica que estaba prohibida dentro de las haciendas, así como la venta de aguardiente a los naturales. De igual modo, entraban en contacto y en “tratos ilícitos con los peones y aún con los matacos” a quienes las chinas, decía Salas, “eran muy afectas”.44 Finalmente, en ocasiones escapaban al Chaco antes de terminar el conchabo, a veces aliándose con grupos no reducidos y robando en las propiedades de la frontera en su retirada.

Así que en 1808, el gobernador interino José de Medeiros dictó una nueva ordenanza “para el mejor arreglo, subsistencia y adelantamiento de San Ignacio”, que constaba de veintiocho artículos. En los relativos al trabajo indígena se prohibía, bajo pena de azotes, que saliesen de la reducción sin permiso o se dispersasen por los montes al conchabarse; y se reiteraba que esto se hiciera por turnos en grupos mensuales, y que el doctrinero se encargara de la parte de la paga mandada a retener para fondos del pueblo. Esta vez se ordenaba que los tobas de San Ignacio no fuesen a trabajar a Ledesma y San Lorenzo en tiempos en que hubiese “infieles” en ellas, ni pasasen a las márgenes del río Grande o la región del Palmar (Acevedo, 1965: 375).

En parte, la acumulación de disposiciones donde los artículos se repetían como si su sola insistencia sirviese para hacerlos efectivos, o se modificaban en aras de mejorar lo que se percibía como caótico, nos habla de sus incumplimientos. Sin embargo, la escasa paga, la explotación y los malos tratos a que eran sometidos varones, mujeres y niños por parte de los mayordomos, es otra cara igualmente importante del conchabo (Teruel, 1994).

Además de Martín de Otero, los hacendados que quizás más vínculo tuvieron con San Ignacio -tanto con los indígenas como con Fray Ortiz- fueron Diego José de Pueyrredón y, en menor medida, su suegra, María Mercedes Rubianes. Algunas de sus propiedades lindaban con la reducción, como la de San Lorenzo, la del Río Negro y la de Ledesma. Diego José también se sirvió del trabajo de los tobas para las labores en sus establecimientos y los de Rubianes, y su vínculo con el doctrinero parece haber sido bueno en un principio.45

La relación, sin embargo, se deterioró por motivos que no conocemos con exactitud. Según Suárez del Valle fue “por asuntos de competencia privativos al ministerio del Reverendo y por otros que contemplo del quehacer siempre propios del celo y cuidado de la reducción”.46 El vicario foráneo de Jujuy, Manuel José de Leanis, entretanto, suponía que la enemistad podía tener su origen en que Ortiz no lo había servido “con su persona, indios, etc., a la medida de su interés”.47 El propio Ortiz, por su parte, atribuía el rencor a sus denuncias sobre la ocupación de tierras de San Ignacio, pero también contaba que Diego José de Pueyrredón “me ha prometido con grandes amenazas que me ha de destruir desde que impedí que metiesen una boyada en un potrerillo que tienen los indios para asegurar sus yeguas; y desde que amonesté en el púlpito algunos vicios que con escándalo observé en su hacienda”.48

Un episodio del drama 2: las malas conductas de fray Ortiz

Mientras el religioso reclamaba la restitución de las tres reses semanales, el fiscal protector general de naturales solicitaba al gobernador intendente y al cabildo de Salta un informe sobre la situación de San Ignacio y el comportamiento de Fray Ortiz. Desde este último se pidió noticia a los hacendados, los comandantes de milicia o de los fuertes, al cura vicario del Río Negro, al vicario foráneo de Jujuy y al cabildo de dicha ciudad. La sala capitular de Jujuy coincidió con lo expuesto por todos los consultados acerca de la importancia de la reducción y la necesidad de racionar a los tobas, pero agregó “que aquellos neófitos están generalmente quejosos y descontentos con su cura”.49 Entre quienes firmaban estaba Diego José de Pueyrredón, para entonces alcalde de primer voto de aquella plaza. Este había denunciado las quejas que, alegaba, recibió del cacique y los indios sobre el doctrinero.

Así que el protector general consideró que, además de la supresión de las raciones, otros motivos “concurrían a la decadencia de la reducción” siendo el principal “el irregular procedimiento de dicho cura con los indios por su descompuesta y relajada conducta”. Ello dio lugar a nuevos informes que acreditaran que el doctrinero era “celoso y benemérito”, como lo había calificado el gobernador, en franca contradicción con lo expuesto por Pueyrredón.50

En su notificación particular a José Medeiros, Diego José contaba que a finales de agosto de 1807 se había entrevistado con Mariano Barroso y Pablo la Rosa -tobas del pueblo-, “el uno cubierto de sangre y con una herida considerable en un brazo, lamentándose de que aquel padre se la había hecho en uno de sus frecuentes transportes de embriaguez”, y el otro “relacionando golpes, palos y malos tratamientos hechos en las mismas circunstancias”. También habló con el cacique Feliciano Xuárez, que le dio

a entender que estaba resuelto a profugar de su reducción y presentarse a VS [el gobernador] para representarle que ya eran tan repetidas (mejor diré habituales) las embriagueces del Padre Cura, y los excesos que ejecutaba en ellas que no le podían sufrir, y que tanto por esta razón como por el abandono del pueblo, ya por el vicio del juego a que está torpemente entregado, y a que sin asco practica con la canalla, ya por haberse encargado del curato del Río Negro, ya finalmente por andarse de hacienda en hacienda, estaban los indios dispersos y desordenados, aborrecían el pueblo y la comunicación de su cura.

Agregaba que Xuárez se había quejado porque “por el solo motivo de haberle negado al Padre una vaca suya para que la matase, le corrió este a palos por todo el pueblo” y relató otras “muchas y muy feas cosas”.51 Meses después, la sala capitular de Salta comisionó a Hermenegildo González Hoyos para que procediese a la justificación de los hechos. Hoyos convocó a comparecer al comandante de Ledesma, al vicario foráneo de Jujuy, a ciertos personajes vinculados a las haciendas en que trabajaban los tobas y también, a algunos indios de San Ignacio.

Entre los indígenas que declararon ante Medeiros, se hallaban Feliciano Xuárez, Francisco Solano Beloqui -alcalde de la reducción-, Benito Cadenoqui y Pablo la Rosa -también alcalde del pueblo. Todos se quejaron de que el cura era “delicado” o “bravo” y que castigaba a los indios, razón por la cual querían que se mudase de doctrinero. Dos de ellos alegaron que lo hacía en estado de ebriedad; otros, que sabían que bebía pero nunca lo habían visto en esa situación. Cadenoqui agregó que no les daba el sebo ni la grasa de las reses que se mataban, que les escaseaba la carne y que, entre otras, esta era una razón por la que pedían que el cura se fuese. El cacique gobernador de San Ignacio, por su parte, dijo que era cierto haberle expuesto a Pueyrredón lo agraviado que se sentía por el religioso, que lo había

maltratado a garrotazos, quitándole el bastón, uniforme y demás muebles de su casa, deducido todo de la embriaguez que lo poseía, hasta el extremo de andar en cuatro pies, y de haber sido preciso conducirlo con la gente del declarante al cuarto de su habitación52

Sin embargo, Xuárez advertía que jamás había dicho que “estaba por profugar de la reducción, ni menos de venir a representarlo al Sr. Gobernador”, y que el resto de los dichos que le había atribuido Pueyrredón eran falsos.53 La declaración del cacique entroncaba, directamente, con la crisis de subsistencia que produjo la supresión de las raciones dentro de San Ignacio.

Según informaba el hacendado Martín de Otero,

este indio Feliciano prevalido de la necesidad de la reducción en todo el tiempo que han faltado las raciones, se hizo dueño del ganado que adquirieron los indios con el peso de los conchabos”, [tanto que] las pocas reses que se mataban en los casos de necesidad, habían de ser a su elección.

Pero como al escasear el alimento, los indígenas se dispersaban por el monte en su búsqueda, sucedió una vez que Ortiz mandó a Feliciano a buscarlos. Lejos de cumplir con su tarea, el cacique “se quedó emborrachándose con ellos en las meleadas”. Durante los quince días que Feliciano y los otros demoraron en volver, “no se había muerto res alguna en la reducción y ya estrechaba la necesidad del Reverendo Padre como de los viejos y párvulos”. Así que el religioso acordó matar una vaca con la madre de Feliciano. A su regreso, el cacique se enojó, porque “el Padre había hecho matar no estando él”. Cuenta Otero que el fraile lo reprendió, “diciéndole que él, que lo había puesto de cacique interino le podía quitar el mando y dar parte al gobierno pues no le correspondía el mando a él sino a otro menor, nieto del cacique Tesodi: y en efecto le hizo entregar la casaca y el bastón”.54

Ortiz retuvo ambos símbolos de mando hasta el día siguiente, en que se los devolvió a Feliciano “conociéndolo humillado”. Nótense las diferencias entre la declaración de Otero y el propio cacique, quien inscribió el hecho en una escena descalificatoria para el doctrinero, a quien acusaba de estar bebido al punto de arrastrarse en cuatro pies y que tuvieran que conducirlo hasta su habitación. Otero agregaba que, desde entonces, “ha andado quejoso este indio, y aliándose con otros atribuyendo al Padre la falta de raciones, sin quererle creer que las estaba solicitando”.55

Para el propietario de la hacienda de San Pedro, merecía destacarse el empeño con que Fray Ortiz había luchado por la restitución del envío semanal de ganado. Sostenía que su interrupción se traducía en la necesidad que atravesaba San Ignacio, y en la consiguiente falta de elementos con que el doctrinero podría atraer y sujetar a los tobas. A ello se añadía el difícil vínculo entre el cura y Feliciano, cuyo nombramiento era responsabilidad del primero. El religioso había otorgado a Xuárez el lugar de su progenitor -Pedro-, nombrándolo “mandón” y “creyendo que cuando no mejor, lo haría como su padre y ha resultado que ha hecho más malo”.56 De esto mismo se quejaba el comandante del fuerte de Ledesma, quien observaba que a la sombra de su cacicazgo, Xuárez permitía “amancebamientos, robos, muertes” y que los indios se llevaran a las chinas “al objeto de un ilícito comercio”.57

La difícil relación entre Ortiz y Feliciano encontraba eco en Diego José de Pueyrredón. Su experiencia como hacendado y comandante de la frontera le había dado años de trato con los indios. José Suárez del Valle informaba que cuando Pueyrredón visitó Ledesma por última vez, con motivo de su venta a José Ramírez Ovejero, “noté que el cacique Don Feliciano Xuárez con otros, personándose a ver a dicho Don Diego se estaban quejando contra su cura”.58 El comandante desconocía el contenido de los dichos pero podía dar fe de que “desde ese día desampararon todos la reducción yéndose a los montes y costas del río”. Según denunciaba Suárez, era pública la voz entre los vecinos del Río Negro “que los indios habían dicho se retiraban al Chaco siempre que no hubiese raciones de carne para sus alimentos” y que hacía “tanto tiempo se hallaban engañados y entretenidos por su cura doctrinero”.59

El comandante de Ledesma alegaba que “la fuga que hicieron los indios en aquel entonces” le resultó sospechosa, habiendo notado “la amistad tan estrecha que a los principios de mi arribo a esta comandancia […] tenía el RP con el Sr. Don Diego”. Tan extraña le parecía la situación, porque “los indios vociferaban expresiones sopladas sin duda por algún director”; y habían dicho, además, “que no había cómo ni esperanza de remedio sobre los alimentos”, información con la que ellos no tenían manera de contar si no era por influjos de un tercero. Así que para el comandante de Ledesma, el hecho no podía ser sino efecto “de la enemiga que conserva el Sr. Don Diego con el RP”, que había “dado margen y envalentonado a los indios para poner en planta una operación increíble”. Otero también atribuía

algún influjo superior a la comprensión de los indios, que ellos no niegan pero no comprenden de dónde les venga el origen y cuando creen que es de la amistad con ellos, en realidad proviene de la emulada pasión, encono y enemistad con que se ha procurado difamar [a fray Ortiz] para que se les quite60

En síntesis, Pueyrredón había sabido aprovechar un contexto crítico para tomar revancha con el doctrinero. Aun cuando la causa de su mutua rivalidad fuera cualquiera de las ya mencionadas -o todas juntas-, lo cierto es que el primero sabía que el hambre no tenía espera, que la restitución de las tres reses semanales era prácticamente inviable y que Feliciano no era un líder fácil de persuadir para el fraile. Así que aprovechó el contexto para intentar poner a su favor la voluntad del cacique con quien, podemos suponer, Diego José tenía una estrecha vinculación. Logrando su fuga, ponía en el horizonte la amenaza del desamparo de aquella frontera; inquietando a los indios contra el religioso y encendiendo en ellos la demanda de su reemplazo transformaba su interés en el reclamo de los tobas y, finalmente, utilizando la fuga en articulación con el pedido de cambio de cura, hacía una jugada que hubiera podido resultar.

El último en comparecer ante Medeiros fue el alcalde del pueblo, Pablo la Rosa, que según Pueyrredón acompañaba a Barroso cuando se entrevistaron con él. La Rosa declaró que presenció y escuchó las quejas de Barroso a Don Diego, pero que nunca había visto los hechos denunciados por el último. Y cuando le fue preguntado si desde su destino habían ido directamente a Salta, si se habían detenido en alguna parte y habían recibido influjo de alguna persona o cohecho, la Rosa puso en evidencia que los argumentos de Otero y de Suárez no estaban lejos de la verdad. Explicó que al salir de San Ignacio, el doctrinero les había pedido que “dijesen al gobernador que él era hombre bueno y que jamás los maltrataba en cosa alguna”, pero de camino a la capital de la intendencia, pasaron por Jujuy. Allí volvieron a encontrarse con Pueyrredón, “quien después de darles dos pesos para los cuatro, les dijo a todos que declarasen los malos tratamientos que les infería su cura y que pidiesen otro”.61

Otro episodio clave del drama principal: la fuga de los indios de San Ignacio

En la mañana del 1 de julio de 1808, Fray Ortiz escribió al comandante del Fuerte de Ledesma que, la noche anterior, Xuárez había logrado “profugarse con la mayor parte de los neófitos de esta reducción”.62 La alarma se extendió por las haciendas cercanas. El mayordomo de San Lorenzo advertía que un indio que había llegado al establecimiento pretendía convocar a los demás para aprontarse y pelear con los cristianos, alegando que vendría gente del Chaco a la invasión. El encargado de la hacienda de Rubianes suponía que los indios de allí estaban aliados con los de San Pedro y Ledesma (Ratto, 2013). El capitán de milicias y propietario de la hacienda de San Pedro, entretanto, informó haberse enterado por un tal Diego Barroso que, en un encuentro que el último había tenido con Pablo la Rosa, el indio le dijo que “de huida se iba al Chaco con Feliciano, porque les habían llevado a Salta los muchachos y unas chinas”. Y aún más, Pablito -como le decían a La Rosa- le contó a su deudor “que los indios que se hallaban en esta de la reducción de Zenta, también estaban si se irían o no, pero que este año no había de haber molienda de caña en ninguna hacienda”.63

Tomando nota de todo, Suárez del Valle dio los correspondientes partes al gobierno y a la comandancia principal. Además, “reclamó a estas inmediatas haciendas el necesario auxilio a fin de precaver la internación al Chaco de los indios fugitivos”. Martín de Otero debía despacharle “diez hombres de su satisfacción al mando de un cabo”. Suárez se movería hacia la “loma del sausalito” y suplicaba que también se lo socorriese “con armas, caballos y algunas piedras de chispa”, porque sólo contaba con cinco fusiles útiles. A su vez, trataría de velar “sobre las operaciones de los infieles que en la actualidad se hallan en las haciendas de esta frontera”.64

El comandante general de armas, José Francisco Tineo, informó de todo al gobernador y en esa oportunidad, y sin dilaciones, la Junta de Real Hacienda aprobó cada una de las erogaciones que acarreaban las solicitudes puestas en juego. Las mismas recaerían sobre el ramo de sisa. El ministro contador procedería a las compras y se ocuparía de los pagos a quienes se movilizara.

Los peores presagios se habían concretado: los tobas huyeron de San Ignacio. A diferencia de las salidas temporales que acostumbraban hacer para cazar o melear, sobre todo desde que se suprimieron las raciones, esta vez el cacique consumó la fuga y lo hizo “con casi todos los neófitos de la reducción”, explicaba Ortiz, y en un contexto de alarma en la frontera. Recordemos que se temía la convocatoria -al parecer, efectiva- de las agrupaciones autónomas para atacar las haciendas. El cura llevaba años advirtiendo sobre esta posibilidad. La pregunta que nos importa ahora es por qué se fueron los indios.

Edberto Acevedo (1965) encuentra la respuesta en los dichos de Pablo la Rosa a Barroso: que se iban con Feliciano porque les habían llevado a Salta los muchachos y unas chinas. Según el autor, ello era resultado de la última ordenanza de José de Medeiros, dictada en abril de 1808. En su penúltimo artículo, la normativa disponía que diez o doce niños debían ser dedicados al aprendizaje de oficios, dándolos en encargo a personas de la capital, y que los más aptos de los huérfanos irían, también, a Salta para aprender música y cánticos de iglesia y poder luego ayudar al doctrinero en la misa. Dice Acevedo que los tobas no estaban dispuestos a verse tan constreñidos por esta reglamentación y terminarían alzándose. Ratto (2013) agrega que, según Ortiz, la medida había sido aceptada con gusto por los indios, pero que Feliciano los había convencido de que a todos los iban a llevar a Salta para venderlos y esclavizarlos como lo habían hecho con los jóvenes, logrando sublevarlos. No obstante, por tentadora que resulte la relación directa entre la letra de la ordenanza y las razones expuestas por Pablito o el mismo Ortiz, no nos parece que pueda dar cuenta de los hechos.

Nuestro argumento es que el crónico pero creciente estado de decadencia de San Ignacio permite explicar el abandono del pueblo. A su vez, el progresivo deterioro de la reducción de tobas parece conectarse ineludiblemente con la supresión de las raciones y acelerarse tras ella. Interrumpido el suministro de tres reses semanales para alimentación de quienes no podían concurrir a trabajar, se incrementó la dispersión por los montes en busca de sustento y los que permanecieron en San Ignacio comenzaron a consumir el ganado que el religioso había reunido con el peso retenido en los conchabos de un año. Además, sin la corta dotación de tres reses semanales los indios redujeron los conchabos al mínimo. Sólo iban a trabajar “en los tiempos de la cosecha de caña”, decía Martín de Otero. Y en ese caso, eran todavía más las bocas a alimentar dentro de la reducción. El hambre sólo podía paliarse permitiendo la salida de los hombres jóvenes o habilitando la matanza de los animales del rodeo comunitario. Así, cuando llegó noviembre de 1807 no quedaban en el pueblo más de veinte cabezas entre vacas y bueyes, y ya habían empezado a irse al Chaco varios indígenas. Al paso que se producían las matanzas, exponía incansablemente el doctrinero, el ganado se acabaría antes de que terminara el año y entonces, el pueblo.

A esto se sumaba la difícil relación entre Ortiz y Feliciano, que para algunos resultaba clave a la hora de dar cuenta de la insubordinación de los neófitos al religioso. El cacique no era fácil de convencer y para Fray Ortiz era muy difícil persuadir a los indígenas sin contar con su acompañamiento.65 A su vez, el malestar de Xuárez con el fraile era estimulado por Diego José de Pueyrredón. Este último, aprovechaba el hambre y el descontento general que ello producía para alentar a los indios a abandonar la reducción, internarse en el Chaco y recomendarles que reclamaran un cambio de doctrinero.

En ese contexto, el peligro para la frontera era tangible. El desolado estado de los fuertes empeoraba el cuadro. Fue entonces que los ministros principales de Real Hacienda acordaron hacer una entrega excepcional de 800 animales. Durante el mes de diciembre se mandaron primero 120 y luego 180 cabezas. Algunos indios retornaron a San Ignacio, pero no sabemos qué sucedió con las 500 reses que debían traerse de Ortega. Podemos suponer, en cambio, que las condiciones de la reducción no mejoraron y que la posibilidad de un nuevo incumplimiento de lo prometido, motivó la fuga. Lo cierto es que ni el cura ni los tobas participaron en esa decisión, que fue tomada unilateralmente en Jujuy. Cuando la noticia llegó al doctrinero, Ortiz ya había pedido su retiro al convento. La cantidad de cabezas ofrecida permitiría paliar el hambre y sostener la reducción hasta que llegara el momento de dejarla. Tras cinco años de pedir la restitución de las raciones a las autoridades hispanocriollas y pelear la permanencia en el pueblo y el conchabo en las haciendas con los indígenas, la entrega excepcional de ganado pareció ser la mejor opción hasta el momento, aunque no fuese la de su preferencia. Los tobas, en cambio, nunca terminaron de aceptarla.

Aquí elegimos atender otro indicio que ofrecen los dichos de Pablo la Rosa. El alcalde de San Ignacio le contó a Barroso que los indios de Zenta que estaban en esa frontera -Ledesma- también dudaban entre irse o permanecer. El denominador común que tenían ambos pueblos era la percepción de raciones. También los vejoces y mataguayos de Zenta se habían visto despojados del envío semanal. Si las raciones eran la contraparte del conchabo, si “no habiendo dacalapata, que en su idioma quiere decir carne, no hay reducción” -como explicó Suárez del Valle a Tomás de Arrigunaga-, todos se irían al Chaco.66 Además de desamparar aquella parte de la frontera, no habría molienda en ninguna hacienda. De este modo, se tensaba la negociación y se evaluaba el impacto del accionar indígena sobre los hispanocriollos. La inmediatez temporal del episodio de la huida con los otros episodios referidos y esta última parte de los argumentos de La Rosa nos permitieron pensar que Feliciano -quien a la sazón quizás ya no pudiera decidir cuántas y cuáles de las reses recibidas se sacrificarían para el consumo- condujo a la mayoría de los indígenas de San Ignacio a marcharse al Chaco.

Pese a todo, los fuertes casi abandonados, los comandantes antes impotentes, y el ramo de sisa exhausto, pudieron dar una rápida respuesta. Así que el 16 de julio de 1808, Suárez del Valle y Otero notificaron a Tineo que lograron “la detención de los indios tobas, que habían profugado de la reducción de San Ignacio, el que volviesen a ella todos, menos el alcalde Pablo de la Rosa, y Solano, que aún permanecían en el monte; la prisión del indio Feliciano […] y la quietud y sosiego de aquella frontera”. Escoltado por ocho de los milicianos y un cabo veterano que envió Otero, el cacique fue puesto a disposición del gobernador intendente.67

Probablemente haya vuelto a San Ignacio más temprano que tarde. Todos conocían la importancia defensiva que tenían las reducciones y, en este sentido, no convenía retener a Xuárez. El cabildo de Salta elaboraba una síntesis de los informes recibidos para dar acabada cuenta de ello al fiscal protector general de naturales.

La utilidad de la reducción en el lugar en que se halla -comunicaba-, que es una conocida defensa de estas ciudades […], tanto que se puede decir sin hipérbole, que los tobas así montaraces y descarriados de la reducción, son más útiles a la defensa de la frontera, que los fuertes en el estado en que se hallan68

Los indios sabían esto y, a veces, utilizaban el abandono de los pueblos y las fugas masivas como mecanismo para forzar la voluntad de los hispanocriollos. En marzo de 1793, Feliciano había liderado otra huida. Cuando Carlos Sevilla -entonces comandante del fuerte de Ledesma- mandó a buscarlos, la respuesta fue que no querían al Padre, que no les gustaba y querían otro. Aun más, daban nombre y apellido: pedían a Fray Eusebio de Victoria, que estaba en Córdoba. Seis días después, Sevilla envió por ellos nuevamente ahora avisándoles que el gobernador los perdonaba y que si volvían, les iban a cambiar el cura, que ya habían dado parte a éste para que no regresase a San Ignacio. Fray Eusebio de Victoria tomó posesión de la doctrina el 6 de enero de 1794 y fue reemplazado por Juan José Ortiz poco más de un año después. Tal vez la relación con Feliciano no haya sido buena desde el principio pero no volvieron a registrarse amenazas de deserción casi total de la reducción hasta los hechos que llevamos expuestos. Nótese que Diego José de Pueyrredón los alentó a pedir que se les quitara el religioso, seguramente contando con este antecedente.

Conclusiones

El trabajo que presentamos transcurre en un escenario: la frontera chaqueña de Jujuy a comienzos del siglo XIX. Se centra en la reducción de San Ignacio de los Tobas pero transita entre los fuertes y haciendas que la rodeaban. Tiene, también, un tiempo al que marcamos a partir de dos episodios, aunque debimos extendernos para dar cuenta de algunos antecedentes de los hechos analizados. Ubicamos su inicio en 1803, con el nuevo reglamento de fronteras que puso fin al envío de tres reses semanales que recibía el pueblo desde 1779, y su final en 1808, con el frustrado intento de fuga y abandono de la reducción por parte de los tobas.

Para organizar nuestra investigación y exponer sus resultados recurrimos a una conferencia de Martha Bechis, donde la autora plantea la relación entre Rosas y los boroganos recurriendo a la teoría del drama o de la confrontación y lanalizándola en términos de “dramas” y “episodios”. Nos apropiamos de esta herramienta metodológica, y de sus conceptos clave, y explicamos que puede definirse al drama como un proceso histórico aislable analíticamente. En su interior, dice Bechis, los acontecimientos se suceden y entrelazan formando escenas o episodios. Estos últimos se cargan de significados y vinculaciones, se explican y adquieren sentidos profundos dentro del drama del que forman parte. A su vez, se cruzan con otros episodios y otros dramas que guardan una relación directa con ellos.

El artículo tiene un drama principal: es el encuentro -en ocasiones, traducido en enfrentamiento- entre ambas sociedades, la inestabilidad de la frontera y la crónica exigüidad de recursos destinados a sostenerla. Dentro suyo, recortamos un primer episodio: el de la supresión de las raciones de carne a San Ignacio de los Tobas. El hecho originó una crisis de subsistencia en la reducción, cuyos niveles de tensión fueron en aumento. Al principio, los indios culparon al doctrinero que, rápidamente, debió convencerlos de su inocencia y mostrarles que él también se veía perjudicado, y que se ocuparía en lograr la restitución de las reses destinadas al mantenimiento de quienes no concurrían al conchabo. Tales eran las intenciones últimas del religioso y de los tobas. Las autoridades de Jujuy y de Salta, entretanto, pretendían que los indígenas produjeran para su subsistencia, aliviando de gastos al real erario. La documentación consultada nos permite suponer que Ortiz compartía este punto de vista pero conocía a los tobas y sabía que su reclamo era legítimo, a la vez que sabía cuáles eran los límites de su posición para convencerlos del trabajo en las sementeras del pueblo y las haciendas -y la imposibilidad de forzarlos a ello. Así, cada una de las partes tenía su propia percepción del asunto y sus preferencias para arribar a una solución.

Entonces el doctrinero inició una larga e insistente secuencia de misivas, a distintas autoridades, que llegó al fiscal protector general de naturales y al virrey. Los tobas, por su parte, rechazaron la retención del peso de su salario y después se negaron a conchabarse, dispersándose por los montes en busca de alimento. El abandono de las haciendas y de la reducción iba acompañado, muchas veces, de robos y desórdenes en las inmediaciones.

Transcurridos algunos años y viendo que no se restituía el envío semanal de ganado volvieron a desconfiar del religioso. La situación se agravó por la difícil relación existente entre el doctrinero y el cacique gobernador de San Ignacio. Feliciano Xuárez amenazaba con la huida masiva al Chaco y el desamparo del pueblo y la frontera en un contexto de creciente tensión. En los hechos, algunos indios lo hicieron. De esa manera los tobas ejercieron una presión que impactó en las pretensiones hispanocriollas, modificándolas. Parecía cada vez más difícil zanjar cordialmente las diferencias entre las partes y se planteaba con claridad una abierta confrontación entre ellas.

En ese momento, el fiscal protector general de naturales y el virrey pidieron al cabildo de Salta un informe sobre la situación de San Ignacio y la veracidad de los dichos del doctrinero. El comandante de Ledesma, autoridades religiosas y reconocidos hacendados de la zona, avalaron la realidad de los reclamos del fraile y las dificultades que se le presentaban para cumplir con las expectativas de los capitulares jujeños y los ministros de real hacienda. Sin embargo, uno de ellos, Diego José de Pueyrredón, introdujo información diferente e inició un episodio que se cruza con el que expusimos hasta aquí. En él aparecen nuevos elementos relativos a las costumbres y conductas del doctrinero, pero también a su relación con algunos personajes poderosos de la frontera y la intendencia. La confrontación abierta en torno a la supresión de las raciones se vio ahora suspendida, para atender a la resolución del caso iniciado con las denuncias de Pueyrredón. De esta manera, entraban en tensión el tiempo -comparativamente lento- de las autoridades hispanocriollas, con la urgencia que experimentaban el cura y los indios.

Por eso planteamos un segundo drama, dentro del que ubicamos el episodio abierto con las acusaciones contra el Padre: el de las haciendas, la reducción, los hacendados, el doctrinero y los indígenas. Aquí se ponen en juego las interacciones que se daban entre, dentro y a partir del trabajo de los tobas en los establecimientos productivos. Se evidencian, en consecuencia, los vínculos que los propietarios trazaban con el cura de San Ignacio y con el cacique gobernador del pueblo. En su interior, el episodio que titulamos “las malas conductas de fray Ortiz” contribuye a dar cuenta de las razones que condujeron a los indígenas a abandonar la reducción. Su desarrollo pone en evidencia, también, los intentos de Pueyrredón para manipular la voluntad del cacique principal, instándolo a huir del pueblo con sus seguidores y pedir el cambio de doctrinero. Así, a la crisis de subsistencia que produjo la falta de abasto de ganado dentro de San Ignacio se sumó la hostilidad entre Ortiz y Diego José, con todas sus implicancias. Pueyrredón pretendía mantener la extensión de sus propiedades dentro de los lindes de la reducción y disponer libremente de la mano de obra indígena, expectativas que obstruían las quejas del doctrinero y su accionar al frente del pueblo. De ahí sus movimientos para lograr su reemplazo, ya acusándolo formalmente ante el gobernador, ya predisponiendo a los indios en su contra.

El último acto es la huida de los tobas. Aquí mostramos la relación existente entre todos los episodios. Sostuvimos que la fuga -o la amenaza de recurrir a ella- a veces era una estrategia que los indios ponían en juego cuando querían modificar alguna situación adversa, torcer la voluntad de los hispanocriollos o presionarlos para dejar sin efecto alguna decisión que los perjudicara. Alentados o no por personajes influyentes, abandonar el pueblo fue la acción final de los indígenas. Irse al Chaco no siempre era la mejor opción, pero podía dar resultados satisfactorios. Lo cierto es que un movimiento extremo, como ese, debía sostenerse en el tiempo para que existiesen expectativas de resolución de la confrontación en los términos esperados por los indios. Una acción irreversible, destinada a torcer definitivamente la voluntad del otro y obligarlo a ceder en sus preferencias, sostiene la teoría del drama, debe mantenerse hasta el final del episodio (Howard et al., 1993).

La huida masiva de la reducción no arrojó los resultados esperados por los tobas. No volvieron las raciones ni les cambiaron de doctrinero, al menos hasta que el retiro de fray Ortiz fue aceptado y se lo relevó. Sin embargo, los hispanocriollos, que hasta aquí parecían observar cómo el pueblo se deterioraba progresivamente y los indios iban retirándose al Chaco en pequeños grupos, debieron replantearse la jugada y pasar a la acción rápidamente. Los tobas, entretanto, pusieron de manifiesto que conocían muy bien las debilidades del blanco y sabían cómo desafiar sus estrategias. En definitiva, la frontera era eso: un espacio construido en base a una cotidiana, compleja y siempre difícil negociación, donde muchas veces los indígenas marcaban los tiempos y las formas de proceder. Quizás, por eso, todos los actores sabían que así no terminaban las cosas.

Fuentes documentales citadas

Archivo General de la Nación (AGN),

AGN, Interior, Sala IX, Leg. 30-1-8, Leg. 2656 y Leg. 30-8-2.

AGN, Hacienda, Sala IX, Leg. 34-4-3.

AGN, Criminales, Sala IX, Leg. 32-7-1.

Archivo de los Tribunales de Jujuy (ATJ),

ATJ, Leg. 1973, año 1791.

Archivo del Obispado de Jujuy (AOJ),

AOJ, Caja 26, Leg. 1.


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Notas

[1] Utilizaremos alternativamente el nombre de San Ignacio de los Tobas, San Ignacio de indios Tobas o San Ignacio para referirnos a la reducción/ pueblo en cuestión.

[2] Vale la pena advertir que para abordar el estudio del mismo problema, Bechis (2000) se valió con anterioridad del concepto de “drama social”, de Víctor Turner. Esta vez, en cambio, recurrió a una estrategia distinta que, sin modificar su interpretación previa, le permitió pensar y exponer los hechos de una manera diferente. La teoría del drama nació en la década de 1990 como herramienta ideada para investigar e interpretar situaciones específicas a través del análisis de las interacciones humanas. Derivada de la teoría de juegos y pretendiendo enriquecerla, su propuesta general es que en determinados contextos se producen encuentros y negociaciones entre actores, durante los cuales estos hacen elecciones y toman decisiones, a veces orientadas por una racionalidad que busca poner medios al servicio de sus fines -como propone la teoría de juegos- y muchas otras, guiadas por emociones o pretensiones de autorrealización -como viene a plantear la teoría del drama. Tales procesos pueden concluir con un acuerdo o devenir en un conflicto o confrontación entre las partes y se los denomina “episodios”. Un “drama” debe entenderse, así, como una sucesión de episodios que nunca es lineal: los dramas tienen estructuras arborescentes. Para la teoría del drama, los personajes o actores intervinientes pueden ser de distintos niveles: individuos que se suponen dotados de libertad, grupos, firmas, departamentos o naciones. Utilizada en economía, algunas áreas de la psicología o el management -por ejemplo-, la teoría del drama parte de una situación presente e intenta proyectar resultados a futuro, construyendo modelos que permitan elaborar hipótesis sobre los comportamientos y las decisiones de los participantes y las posibles consecuencias de éstos. Bechis invirtió esa temporalidad, utilizándola para interpretar episodios históricos y convirtiéndola en un instrumento interesante para pensar el pasado. Para más información, véase Howard et al, (1993).

[3] Sobre la estructura de los episodios dentro de un drama, específicamente una conceptualización ver Autor desconocido (2002).

[4] La sisa era un impuesto que se pagaba sobre determinados productos que circulaban por la provincia rumbo a Perú o Chile. Desde 1766, cuando Juan Manuel Campero dio el paso inicial, varios gobernadores e intendentes procuraron establecer nuevos reglamentos o modificaciones tendientes a regular las entradas y la distribución de dicho arbitrio así como para a evitar los abusos que se cometían en su administración, sin obtener los efectos buscados (Gullón Abao, 1993).

[5] El 12 de febrero de 1764 una Real Cédula le otorgó doce mil pesos de dichos fondos a las reducciones.

[6] El caso paradigmático es el acuerdo celebrado entre Gerónimo de Matorras, el cacique Paikín y otros jefes tobas y mocovíes, en el paraje llamado Lacangayé, a orillas del Bermejo medio, en julio de 1776. Sobre el tema, puede verse Lázaro Ávila (1999); Nesis (2008) y Cutrera (2019).

[7] AOJ, Caja 26, Leg. 1, Acta de fundación de la reducción de San Ignacio. Fuerte de Ledesma, 29/5/1756. La ortografía de los documentos que se citan fue modificada, no así su puntuación.

[8] AOJ, Caja 26, Leg. 1, Acta de fundación de la reducción de San Ignacio. Fuerte de Ledesma, 29/5/1756.

[9] Para entonces, San Ignacio reunía 383 indios que, divididos en partes casi iguales, seguían a los caciques Tesodi y de Santiago Quimadini. Las citas textuales y la información consignada se encuentran en AGN, Interior, Sala IX, Leg. 30-1-8, Exp. 12, Expediente de visitas practicadas en la frontera de Salta y Jujuy por Don Andrés Mestre, 1779.

[10] ATJ, Leg. 1973, año 1791. Expediente para la compra de las tierras entre los ríos de Ledesma, y Seco o San Lorenzo, desde donde se juntan con el Grande hasta las lomas altas nombradas también de Ledesma, pertenecientes a la Reducción de San Ignacio de Indios Tobas, los que se han avenido a venderlas al capitán de infantería Don Carlos Sevilla Comandante de la Frontera del Río Negro por 150 reses vacunas de cría; 50 yeguas; 50 cabras u ovejas; 5 fanegas de trigo y 5 de maíz. (La autorización en f. 36).

[11] De hecho, cuando al promediar la década de 1810 las tierras del pueblo se vendieron el teniente de gobernador de Jujuy, Manuel Lanfranco, solicitó los libros de la reducción y un inventario detallado de sus existencias. En este último, se consignaron los títulos de la creación de San Ignacio y la merced original de tierras, entre otros documentos importantes (Paz, 2016).

[12] AGN, Interior, Sala IX, Leg. 2656, Exp.1, Carta de fray Juan José Ortiz al alcalde ordinario de primer voto Don Tomás de Arrigunaga y Archondo. San Ignacio, 18/11/1807.

[13] La fuente no explicita qué cantidad de indígenas tenía entonces San Ignacio. No contamos con información de este tipo para después de la visita de Andrés Mestre, en 1779, hasta el momento en que se vendieron sus terrenos a Pablo Soria. En el año 1816, quedaban sólo 34 indios; y para 1818, cuando el teniente de gobernador de Jujuy elaboró un padrón de San Ignacio, se contabilizaron “80 indígenas de ambos sexos y variadas edades, más 3 que estaban sirviendo en el Exto de Tucumán” (Paz, 2016: 6).

[14] AGN, Interior, Sala IX, Leg. 2656, Exp. 1, Carta de Ortiz a Arrigunaga. San Ignacio, 3/11/1807.

[15] AGN, Interior, Sala IX, Leg. 2656, Exp. 1, Auto de visita del gobernador intendente Rafael de la Luz a la reducción de San Ignacio de indios tobas. Ledesma, 29 de julio de 1799.

[16] AGN, Interior, Sala IX, Leg. 2656, Exp. 1, Carta de Ortiz a Arrigunaga. San Ignacio, 3/11/1807.

[17] AGN, Interior, Sala IX, Leg. 2656, Exp. 1, Carta de Martín de Otero a Tomás Arrigunaga y Archondo. San Pedro, 30/11/1807.

[18] AGN, Hacienda, Sala IX, Leg. 34-4-3, Exp. 31, Carta de Juan José Ortiz al gobernador intendente Rafael de la Luz. San Ignacio, 20/8/1806.

[19] Con este, también se suprimió el racionamiento a los soldados de los fuertes. Ellos quedaron retribuidos con su paga de ocho pesos mensuales que, según denunciaba Ortiz, los comandantes y los propios cabildos de Jujuy y Salta, no les alcanzaba para más que sumirse en la pobreza y desertar, contribuyendo a acelerar el abandono y decadencia de los puestos militares.

[20] AGN, Hacienda, Sala IX, Leg. 34-4-3, Exp. 31, Carta de Juan José Ortiz a José de Medeiros. Ledesma, 30/6/1807.

[21] AGN, Hacienda, Sala IX, Leg. 34-4-3, Exp. 31, Carta de Juan José Ortiz a Rafael de la Luz. San Ignacio, 20/8/1806.

[22] AGN, Interior, Sala IX, Leg. 2656, Exp. 1, Carta de Ortiz a Arrigunaga. San Ignacio, 3/11/1807.

[23] AGN, Interior, Sala IX, Leg. 2656, Exp. 1, Carta de Ortiz a Arrigunaga. San Ignacio, 3/11/1807.

[24] Las citas son de AGN, Interior, Sala IX, Leg. 2656, Exp. 1, Carta de Ortiz a Arrigunaga. San Ignacio, 3/11/1807.

[25] Las citas en AGN, Hacienda, Sala IX, Leg. 34-4-3, Exp. 31, Carta de Ortiz a Rafael de la Luz. San Ignacio, 20/8/1806. La voz “meleadas”, alude a la práctica ancestral de recolectar miel en el monte, la realizaban los hombres y se aprovechaba el producto de varias especies de abejas silvestres y avispas.

[26] AGN, Interior, Sala IX, Leg. 2656, Exp. 1, Carta de Otero a Arrigunaga. San Pedro, 30/11/1807.

[27] Las citas en AGN, Interior, Leg. 2656, Exp. 1, Carta de Eduardo Salas a Fray Juan José Ortíz. San Pedro, 26/11/1807.

[28] AGN, Interior, Sala IX, Leg. 2656, Exp. 1, Carta de Otero a Arrigunaga. San Pedro, 30/11/1807.

[29] AGN, interior, Sala IX, Leg. 2656, Exp. 1, Carta de Ortiz a Arrigunaga. San Ignacio, 3/11/1807. En marzo de 1781, los indios de San Ignacio se sublevaron y atacaron el fuerte de Ledesma doblegando su resistencia; también intentaron, sin éxito, hacer lo mismo con el del Río Negro y marcharon sobre Jujuy, de donde fueron expulsados. El hecho preocupó a las autoridades virreinales quienes, procurando que algo así no volviera a ocurrir, reforzaron las milicias de Salta y Jujuy. Gustavo Paz (2016) sostiene que, desde la década de 1780, estas últimas cobraron importancia capital en la defensa fronteriza. Sin embargo, poco de ello parece quedar para la primera década del siglo XIX.

[30] AGN, Interior, Sala IX, Leg. 2656, Exp. 1, Carta del comandante del fuerte de Ledesma, José Suárez del Valle, a Tomás de Arrigunaga y Archondo. Ledesma, 2/11/1807.

[31] AGN, Interior, Sala IX, Leg. 2656, Exp. 1, Carta de José Ramírez Ovejero a Tomás de Arrigunaga y Archondo. Ledesma, 4/12/1807.

[32] AGN, Interior, Sala IX, Leg. 2656, Exp. 1, Carta de Ortiz a Arrigunaga. San Ignacio, 3/11/1807.

[33] AGN, Interior, Sala IX, Leg. 2656, Exp. 1, Informe del cura y vicario del Río Negro, Marcos Ramírez de Ovejero. Río Negro, 4/12/1807.

[34] AGN, Interior, Sala IX, Leg. 2656, Exp. 1, Carta de Ortiz a Arrigunaga. San Ignacio, 3/11/1807.

[35] AGN, Hacienda, Sala IX, Leg. 34-4-3, Exp. 31, Carta de Juan José Ortiz a José de Medeiros. San Ignacio, 18/11/1807.

[36] AGN, Interior, Sala IX, Leg. 2656, Exp. 1, Carta de José Suárez del Valle a Fray Juan José Ortiz. Ledesma, 5/9/1807.

[37] AGN, Interior, Sala IX, Leg. 2656, Exp. 1, Carta de José Ramírez de Ovejero a Arrigunaga. Ledesma, 4/12/1807.

[38] AGN, Interior, Sala IX, Leg. 2656, Exp. 1, Carta de Otero a Arrigunaga. San Pedro, 30/11/1807.

[39] AGN, Hacienda, Sala IX, Leg. 34-4-3, Exp. 31, Carta de fray Juan José Ortiz al fiscal protector general de naturales, Manuel Genaro de Villota. San Ignacio, 10/3/1807.

[40] Los primeros ensayos de explotación de la caña en la provincia de Jujuy datan de mediados del siglo XVII, en una hacienda ubicada en Palpalá, propiedad de Antonio de Tapia y Loaysa. Más tarde, los jesuitas se sumaron a las pruebas de este cultivo y también algunos terratenientes. El principal mercado consumidor de dichos productos era regional pero además se hacían pequeños envíos al Alto Perú, Buenos Aires, Tucumán y Chile. A ello podía agregarse la venta al menudeo en San Salvador y el abasto de las reducciones y fuertes de la frontera (Peirotti, 2014).

[41] Según la reglamentación que dictó Gabriel de Güemes Montero en 1797 para la administración de las reducciones, los indios de catorce años en adelante tendrían una retribución de cuatro pesos mensuales, mientras que los menores de esa edad y las mujeres, cobrarían dos. También se permitía el pago en géneros a precios corrientes de la ciudad de San Salvador de Jujuy, y se establecía que los hacendados debían proporcionarles raciones de maíz y carne mientras durara el conchabo. Señalamos, sin embargo, que en algunas unidades productivas -como San Pedro- los propietarios habían aumentado el jornal para que el doctrinero pudiese descontar el peso y los aborígenes cobrar su salario completo y, finalmente, dejó de retenérseles la parte del sueldo que se les quitaba. Véase AGN, Hacienda, Sala IX, Leg. 34-4-3, Exp. 31, Gabriel Güemes Montero, Instrucción para el gobierno de la administración de las temporalidades de todas las reducciones de esta provincia. Salta, 20/12/1797.

[42] AGN, Interior, Sala IX, Leg. 2656, Exp. 1, Instrucciones que forma el señor Don Rafael de la Luz Coronel de los Reales Ejércitos Intendente Gobernador, y Capitán General de esta provincia de Salta, para que se observe en el Pueblo de San Ignacio Reducción de Indios tobas, del distrito de la ciudad de Jujuy. Fuerte de Ledesma, 29/7/1799. (La voz “mita” refiere aquí al trabajo por grupos alternados).

[43] AGN, Criminales, Sala IX, Leg. 32-7-1, Exp. 4, Informe de Martín de Otero a Hermenegildo González Hoyos -“diputado del cabildo de Jujuy para informar al gobernador de las justificaciones correspondientes sobre las conductas de Ortiz”-. San Pedro, 12/4/1808.

[44] AGN, Criminales, Sala IX, Leg. 32-7-1, Exp. 4, Informe de Eduardo Salas a Hermenegildo González Hoyos. San Pedro, 30/3/1808.

[45] El comandante del Fuerte de Ledesma relataba que a su llegada a ese puesto había notado “la amistad tan estrecha” que tenían “el Reverendo Padre con el Señor Don Diego”. Por su parte, Martín de Otero contaba “que lo había visto jugar [a Fray Ortíz] una mera diversión aun en mi misma hacienda de San Pedro, con don Diego Pueyrredón, con el Dr. Pérez, con el Dr. Zegada” -hijo de Gregorio y cuñado de Pueyrredón. Sabía, además, que alguna que otra vez “cuando la necesidad le ha llamado a Ledesma, [el cura] se ha divertido algún rato con dicho Don Diego hallándose de comandante en aquel fuerte. Las citas son de AGN, Criminales, Sala IX, Leg. 32-7-1, Exp. 4, Informe de José Suárez del Valle a Hermenegildo González Hoyos, Ledesma, 23 de marzo de 1808; y de Martín de Otero a Hermenegildo González Hoyos. San Pedro, 12/4/1808; respectivamente.

[46] AGN, Criminales, Sala IX, Leg. 32-7-1, Exp. 4, Informe de José Suárez del Valle a Hermenegildo González Hoyos, 23/3/1808.

[47] Vale advertir que Leanis había designado a Ortiz para hacerse cargo del curato del Río Negro por problemas de salud del cura excusador propietario.

[48] AGN, Interior, Sala IX, Leg. 2656, Exp. 1, Carta de Juan José Ortiz a Tomás de Arrigunaga y Archondo. San Ignacio, 18/11/1807. El subrayado es nuestro.

[49] AGN, Interior, Sala IX, Leg. 2656, Exp. 1, Sala capitular de Jujuy. San Salvador de Jujuy, 7/11/1807.

[50] AGN, Hacienda, Sala IX, Leg. 34-4-3, Exp. 31, Informe de Manuel Genaro de Villota. Buenos Aires, 3/2/1808.

[51] AGN, Criminales, Sala IX, Leg. 32-7-1, Exp. 4, carta de Diego José de Pueyrredón a José de Medeiros. San Salvador de Jujuy, 2/10/1807.

[52] AGN, Criminales, Sala IX, Leg. 32-7-1, Exp. 4, declaración de Feliciano Xuárez ante José de Medeiros, Salta,1/4/1808.

[53] Las citas son de AGN, Criminales, Sala IX, Leg. 32-7-1, Exp. 4, declaración de Feliciano Xuárez ante José de Medeiros. Salta, 1/4/1808.

[54] Era habitual que al momento de nombrar un cacique gobernador dentro de los pueblos se invistiera al elegido con uniforme militar y un bastón, cuya empuñadura variaba -del baño en plata al de latón- de acuerdo a la jerarquía que percibieran los hispanocriollos en el destinatario. En otro trabajo, Cutrera (2021), hemos aludido a la intervención de los doctrineros en el nombramiento de los caciques, señalando que en tales instancias podían entrar en contradicción la lógica sucesoria española y los criterios indígenas para elegir a quién seguiría como líder. En dichas situaciones, los religiosos debían prestar atención al último aspecto que, en definitiva, garantizaría la gobernabilidad dentro de la reducción -aunque por descendencia correspondiera el oficio de cacique principal a otro indio. Tal parece haber sido el caso de Feliciano y Tesodi, aún cuando el documento señale que el último era menor.

[55] Las citas son de AGN, Criminales, Sala IX, Leg. 32-7-1, Exp. 4, Carta de Martín de Otero a Hermenegildo González Hoyos. San Pedro, 12/4/1808.

[56] Vale la pena hacer una aclaración concerniente al uso de la voz “mandón” y “cacique”. Según Roxana Boixadós (2008), “la condición de mandón no era equivalente a la de cacique”, pues mientras los primeros eran indígenas del común que en algún momento habían sido promovidos a un cargo de cierta autoridad en un pueblo de indios, los segundos eran “señores naturales” de sus pueblos y de su gente -y sus descendientes eran considerados sucesores legítimos, de acuerdo a la legislación española. Ese parece haber sido el caso de Tesodi, nieto del cacique Tesodi, fundador de la reducción de San Ignacio, a la muerte de Pedro Xuárez. Sin embargo, privilegiando la aceptación de sus seguidores, Ortiz había investido con el oficio de cacique principal a Feliciano, cuyo padre también había sido mandón -sin que podamos proyectar su ascendencia más allá de él. Si bien las fuentes suelen referir indistintamente a Feliciano como cacique o mandón, a la hora de precisar su procedencia y dar cuenta de su legitimidad la opción por una expresión u otra parece seguir la distinción que señalamos.

[57] AGN, Criminales, Sala IX, Leg. 32-7-1, Exp. 4, Carta de José Suárez del Valle a Hermenegildo Hoyos. Ledesma, 29/3/1808.

[58] En 1807, sin poder pagar las deudas pendientes ni disponer del dinero para la cosecha, Pueyrredón decidió vender la hacienda de Ledesma al comerciante salteño José Ramírez de Ovejero.

[59] Las citas en AGN, Interior, Sala IX, Leg. 2656, Exp. 1, Carta de Otero a Arrigunaga. San Pedro, 30/11/1807.

[60] AGN, Interior, Sala IX, Leg. 2656, Exp 1, Carta de Martín de Otero a Hermenegildo González Hoyos. San Pedro, 12/4/1808.

[61] AGN, Criminales, Sala IX, Leg. 32-7-1, Exp. 4, Declaración de Pablo la Rosa ante José de Medeiros. Salta, 2/4/1808.

[62] AGN, Interior, Sala IX, Leg. 30-8-2, Exp. 2, El Comandante General de Armas, José Francisco Tineo, a José de Medeiros. San Salvador de Jujuy, 5/7/1808.

[63] Vale advertir que los indios mataguayos y vejoces del pueblo “Nuestra Señora de las Angustias de Zenta” también trabajaban en los cañaverales. Las citas son del AGN, Interior, Sala IX, Leg. 30-8-2, Exp. 2, El Comandante General de Armas, José Francisco Tineo, a José de Medeiros. San Salvador de Jujuy, 5/7/1808.

[64] AGN, Interior, Sala IX, Leg. 30-8-2, Exp. 2, El Comandante General de Armas, José Francisco Tineo, a José de Medeiros. San Salvador de Jujuy, 5/7/1808.

[65] En otro trabajo, Cutrera (2021), analizamos la forma de construcción del liderazgo entre las agrupaciones indígenas chaquenses, sus características y el impacto que ello pudo tener sobre la autoridad de los curas frente a sus reducciones.

[66] AGN, Interior, Sala IX, Leg. 2656, Exp. 1, Carta del comandante del fuerte de Ledesma, José Suárez del Valle, a Tomás de Arrigunaga y Archondo. Ledesma, 2/11/1807.

[67] AGN, Interior, Sala IX, Leg. 30-8-2, Exp. 2, Carta de Tineo a Medeiros. Salta, 20/7/1808.

[68] AGN, Interior, Sala IX, Leg. 2656, Exp. 1, Sala capitular de Salta. Salta, 5/12/1807.