Convocatoria Abierta
Un aporte de la etnohistoria a la etnomatemática rarámuri (tarahumara)

A contribution from ethnohistory to rarámuri (tarahumara) ethnomathematics

 
Un aporte de la etnohistoria a la etnomatemática rarámuri (tarahumara).
Memoria americana, vol. 31 no. 1, (5- 21 pp.), Jan-Jun, 2023, doi: 10.34096/mace.v31i1.11448. ISSN: 1851-3751
Instituto de Ciencias Antropológicas, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires.


Introducción

En el capítulo II del libro tercero del Compendio del Arte de la lengua de los Tarahumares y Guazapares de Tomas de Guadalajara (1683), este misionero jesuita registró, sobre los numerales, cuatro modos distintos de contar que estos grupos empleaban; y así dice que: “Qvatro modos ay de contar, vno es haſtaſeis otro haſta diez, otro haſta doze, otro haſta veinte”.1 No sabemos si estos modos de contar correspondieron a sistemas de numeración posicional con representación del cero, Guadalajara no lo dice. Tampoco sabemos si alguno de estos poseía para los rarámuri el reconocimiento de las propiedades de los conjuntos, el misionero tampoco lo dice. Sin embargo, el dato sugiere que la acción de ‘contar’ debió ser muy importante para los tarahumaras o rarámuri.2 En principio esto nos sugirió una complejidad de pensamiento que contradice la austeridad material y simpleza habitual con que parecen siempre haber vivido los rarámuri, diluidos en un paisaje agreste.

El autor del compendio publicado en Puebla de los Ángeles en 1683 termina su presentación de los cuatro modos de contar con una nota que explica que dichos modos se construían así: “el de diez en los diez dedos de las manos; el de veinte, en los dedos de manos y pies; el de ſeis en las junturas de dos dedos; y, el de doze, en las junturas de los quatro dedos excepto el pólice, como ſe puede conocer”.3 Cuatro modos distintos de contar, en un pueblo de lengua ágrafa, es un dato que por sí solo llama la atención y despierta curiosidad, ¿qué sentido tendría para estas personas contar de distintos modos? Y, ¿podría haber hoy rastros de aquellos modos de contar registrados en el siglo XVII?

El sentido que puede tener la acción de contar de diversas maneras, ayer y hoy, no podríamos entenderlo más completamente si no fuera por la relación existente entre la historia y la etnografía. Durante diversas estancias de trabajo de campo en la región del Alto río Conchos, en la sierra Tarahumara de Chihuahua, tanto el dato histórico como las preguntas hechas han permanecido en el horizonte de nuestra observación etnográfica y las siguientes páginas dan cuenta de algunos resultados.

Algunas etnografías sobre los rarámuri explicitan el ‘conteo’ porque esta acción forma parte de la descripción que hacen de los deportes, juegos y danzas o elementos rituales observados (Lumholtz ([1902] 1981; Bennett y Zingg, [1935] 1978; Bonfiglioli, 1995; Acuña Delgado, 2006, 2007). Alguna mención hecha por Martínez Ramírez (2012) sobre el seguimiento de “patrones matemáticos”, al observar la manufactura de cestos para vender como artesanías o para uso doméstico, es quizá lo más cercano al tópico que aquí nos interesa. Incluso la etnomatemática ha abordado mínimamente este aspecto cultural entre los rarámuri. La literatura más relevante en esta línea está representada por una tesis de maestría en educación cuyo objetivo fue la vinculación de la enseñanza de la matemática oficial con actividades de los rarámuri de la ciudad de Chihuahua, observando el tejido y dos juegos (Olivas Vázquez, 2020). La tesis concluye que la educación que se ha pretendido desde las instancias oficiales no ha ido más allá de implementar contenidos universales en lengua indígena, cuestionando así la implementación de la llamada educación intercultural.

El presente artículo tiene dos objetivos. El primero es exponer datos etnográficos, propios y de otros, que demuestran que existe una continuidad entre los modos de contar registrados por Guadalajara en el siglo XVII y los modos en que los rarámuri actuales llevan a cabo la acción de ‘contar’. El segundo, es sugerir una interpretación sobre el sentido que ha tenido la acción de contar de distintos modos entre los rarámuri.

Nota teórico-metodológica

La perspectiva que enmarca nuestras ideas es la etnohistoria, considerada aquí como “un método que nos permite entender la riqueza y pluralidad del género humano” (Romero Frizzi, 2001: 62). Consideramos, además, que se trata de una disciplina híbrida porque los presupuestos teóricos y metodológicos con los que trabaja emergen de la antropología y la historia (Tavárez y Smith, 2001). Aquí, nosotros trabajaremos básicamente con dos supuestos construidos a partir de esta fusión de puntos de vista. El primero es que ‘contar’ tiene que ver con la necesidad humana de clasificar las cosas para ordenar la vida y facilitar la constitución de una ‘memoria’ (Lévi-Strauss, [1962] 1984); necesidad que cuando es cubierta funciona, además, para objetivar las cosas en los individuos y la sociedad (Moscovici, 1979). El segundo, es que toda la vida social debe ser ordenada para saber cómo, cuándo y dónde actuar, como lo hicieron nuestros antepasados (Fedriani y Tenorio Villalón, 2004). Los procesos rituales, lúdicos -deporte y juegos-, la formación para la vida, y otros rasgos componentes de la sociabilidad indican que cuantificar tiempos y espacios, enseres y seres, etc., es necesario para ordenar no solo la existencia sino también para dar sentido a la vida social (Geertz, [1973] 2003 y [1994] 2004).

Metodológicamente, los datos etnográficos aquí presentados fueron recabados mediante la observación participante. El registro de datos se llevó a cabo en algunos diarios de campo durante distintas estancias, anteriores y posteriores a la realización de una tesis doctoral ya publicada (Rodríguez López, 2013). Las estancias se llevaron a cabo entre 2006 y 2007, así como entre 2012, 2016 y 2022. En concreto los datos fueron recogidos mediante mi asistencia eventual, especialmente los domingos, a las tiendas de Tewerichi con el fin de comprar algunos alimentos. A través de la técnica de la observación participante analicé las compras realizadas por los rarámuri, mientras tomábamos alguna gaseosa en el interior de la tienda, conversaba con algún encargado, o escuchaba las conversaciones informales con otros compradores o usuarios de las distintas tiendas en la comunidad. Asimismo la ritualidad -especialmente durante la Semana Santa en distintos años- y otros momentos en los cuales incluso los juegos y el deporte rarámuri quedan enmarcados me permitieron dar cuenta de las continuidades en relación con los “modos de contar”. Por su parte, los datos históricos proceden especialmente de una investigación de archivo cuyo producto se publicó con el título de Gramática tarahumara de 1683 (Rodríguez López, 2010).

Los rarámuri

Los rarámuri, en su mayoría, son habitantes de la Sierra Tarahumara de Chihuahua, al noroeste de México. Según cifras del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) de 2020, en el estado de Chihuahua actualmente viven unos 86.033 hablantes de la lengua rarámuri. El primer registro que se tiene de ellos es del jesuita catalán Joan Font, quien en 1607 describió ampliamente a los que él llamó los “taraumaros” (González Rodríguez, 1982: 155 y 1987: 147). Hoy más que antes ellos comparten la sierra con blancos y mestizos, pero aún en la actualidad siguen siendo vecinos de grupos emparentados lingüísticamente -yuto nahuas- como son los pimas, warijíos y tepehuanes del norte.

Aquí voy a referirme especialmente a los rarámuri de Tewerichi, comunidad perteneciente al municipio de Carichí, Chihuahua, y que forma parte de una microrregión llamada Alto río Conchos. Esto, que sus habitantes también llaman “comunidad rarámuri de Tewerichi”, se caracteriza por la dispersión de 46 rancherías y una cabecera (Registro Civil de Carichí, 2015), en las cuales ellos y ellas viven a lo largo del río Conchos, cerca de un afluente de este o en alguna meseta que ofrece un espacio para el cultivo. De ordinario, cada ranchería puede contar entre dos y seis viviendas alejadas entre sí, conectadas por veredas, y es en este patrón de asentamiento disperso donde primeramente se desarrolla la vida y la actividad cotidiana de estas personas. El conjunto de estas rancherías, a su vez, se inserta en el mapa geopolítico mexicano formando un ejido que no siempre coincide con lo que se puede llamar “comunidad”.4 Con una altura promedio de 1.930 msnm (INEGI, 2020), la cabecera de este ejido está formada por un conjunto de construcciones: un cuarteto de tiendas, dos particulares, otra de religiosas católicas y otra más impulsada por el municipio (Diconsa); un jardín de niños, una escuela primaria (internado) y una pequeña clínica pública; un komerachi (cocina común y cárcel) y una iglesia; un centro comunitario, una pequeña clínica dirigida por religiosas católicas y al menos quince viviendas en rededor. Esta cabecera concentra a los rarámuri provenientes de sus rancherías, cada domingo o días festivos por motivos comerciales, económicos, educativos, políticos, jurídicos y/o religiosos.

La cabecera ejidal de Tewerichi está situada más exactamente al sur de la cabecera municipal de Carichí, y a poco menos de 40 km de distancia de ésta en línea recta. Cuenta con alrededor de 1.050 habitantes hablantes de la lengua rarámuri. Los adultos, en su mayoría, se dedican a criar ganado caprino y vacuno en baja escala, que las infancias se encargan de cuidar y pastar. En un hábitat propio del bosque de pino y encino sus principales cultivos y alimentos son el frijol, el maíz y la calabaza pero la dieta se complementa con la caza, la recolección y la pesca, sobre todo en los sitios donde corren afluentes del río. Su dieta incluye alimentos enlatados como sardinas, atún, chile, aceite y café o bebidas gaseosas, también consumen alimentos empaquetados como sopas, harina de maíz o trigo, manteca de cerdo, galletas y frituras, que eventualmente pueden adquirir en las distintas tiendas.

Con el fermentado de maíz ellos preparan el tesgüino, cerveza local empleada en toda reunión comunitaria de trabajo colectivo y sus prácticas religiosas. Algunos hombres fabrican instrumentos musicales -guitarra, violín o tambor-, herramientas de trabajo y otros utensilios de madera, y algunas mujeres elaboran cestos y ollas a base de palmilla y barro, aunque cada vez más predominan las cubetas y los tambos de plástico. También ellas confeccionan sus propios vestidos -para hombre y mujer- con manta y telas floreadas e hilo y estambres. En épocas previas a la siembra y la cosecha hay quienes se emplean en la recolección de manzana en ciudad Cuauhtémoc y ranchos menonitas y mestizos aledaños a esta ciudad, así como en la pizca de chile jalapeño en Delicias y Ojinaga; en la pizca de nuez, también en Delicias, y en la construcción de viviendas y hasta como mecánicos, traductores o empleadas domésticas en algunas cabeceras municipales de las más pobladas de la sierra o en otras ciudades del estado de Chihuahua, como Ciudad Juárez. Del calendario tridentino ellos celebran especialmente la Semana Santa y el tiempo que corre entre el 12 de diciembre y el 6 de enero, ceremonias durante las cuales ejecutan danzas que poco tienen que ver con la ortodoxia romana y en las cuales -especialmente durante Semana Santa- representan una “lucha” entre el bien y el mal. Ellos son también conocidos por su práctica de las carreras de bola (rarajípari) que practican los hombres y de aros (ariweta o rowera) que practican las mujeres. Estas carreras, sobre todo las de hombres, pueden durar hasta un día completo (Acuña Delgado, 2009).

Figura 1

Región y puntos geográficos mencionados.

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Un modo de ‘contar’ actual

Entre los rarámuri actuales el sistema decimal parece ser más comúnmente utilizado para enumerar objetos y contar eventos, tiempos y espacios, etc. Así también, como ha sido registrado entre los rarámuri que habitan los asentamientos tarahumaras de la ciudad de Chihuahua (Olivas Vázquez, 2020) y en ciudad Juárez (Chacón et al., 2021) en el estado de Chihuahua, el sistema decimal es el que las infancias aprenden en la educación formal.5

Una referencia a dicho sistema decimal se puede observar en acciones comerciales, y no es extraño observar en la tienda Diconsa a hombres o mujeres pedir en conjuntos de diez las cosas que compran; por ejemplo, al adquirir una despensa un caso observado es el siguiente: un hombre adulto compró tres kilos de azúcar, cinco kilos de harina y dos coca-colas. Conjunto de mercancías que pagó, apartó y guardó en una manta que había previamente extendido en el suelo convertida en moruka, a modo de ‘bulto’. Enseguida pidió cuatro latas de sardinas, dos paquetes de galletas saladas, tres sopas instantáneas y una caja de cerillos; decena de objetos que otra vez separó, pagó y envolvió, anudando la manta en sus esquinas cruzadas para luego llevar todo a su espalda y retirarse. Asimismo las transacciones comerciales de este u otro tipo abarcan lapsos de tiempo amplios, y a la hora de pagar y/o recibir el dinero sobrante -casi siempre en monedas- suelen contarlas de diez en diez pesos. Esta forma de contar en conjuntos llama la atención en tanto se cuenta cada diez elementos y esto parece simplificar la cuantificación total, o bien, no perder un cierto orden tal vez ya previsto pues la parsimonia con que llevan a cabo estas acciones así lo indica. Esto sugiere, además, una continuidad con el pasado en el cuál “para el mundo indígena no era extraño contar las cosas […] en conjuntos” (Rojas Rabiela, 2011: 38). En el caso rarámuri contemporáneo, contar de diez en diez significa posiblemente dos cosas: 1) que se trata de un modo de formular un sistema decimal de acuerdo con un antecedente, probablemente, al menos colonial y, 2) que un conjunto de diez elementos representa para ellos una unidad de orden relevante y tal vez práctica.

Ahora bien, el conjunto de diez no es la única unidad que los rarámuri en Tewerichi utilizan para contar. En la ritualidad ocurre que las piezas de danza dedicadas al Onorúame y a Eyerúame -‘el que dicen es Padre’ y ‘la que dicen es Madre’- se pueden contar de tres en tres (Bonfiglioli, 1995). Al respecto, también nosotros hemos visto que se ejecutan de cuatro en cuatro6 y asimismo hemos presenciado, y nosotros mismos danzado entre matachines, que las piezas pueden ser ejecutadas hasta de seis en seis. Dichas piezas, entre matachines, se cuentan con piedras puestas en hilera en el suelo y éstas se van descontando conforme los danzantes van “cumpliendo” con el número de piezas acordado entre ellos y los principales, llamados chapeyoco. Estos modos de contar remiten a una construcción cultural que, a pesar de los cambios, parece guardar continuidad con procesos históricos vividos por los rarámuri antiguos.

Ritualidad

Datos que a su vez nos remiten con más claridad a algunas de las maneras de contar registradas en el siglo XVII por Guadalajara en su gramática, nos los proporciona Artaud (1998). Si bien las interpretaciones de este viajero francés no son las de un etnólogo, y más bien han parecido “dignas de sospecha debido a sus intenciones no etnográficas” (Merrill, 1992: 24), no se puede negar que algunas de sus observaciones constituyen detalles reales e importantes. Su breve, pero sustantiva descripción de la fiesta curativa del peyote así nos lo ha sugerido. Los argumentos de Artaud indican también que contar hasta seis, diez o doce, podría obedecer a ciertos elementos simbólicos de orden propio de las ceremonias y de los ritos importantes entre los rarámuri; por ejemplo, la ceremonia del tutuguri -que incluye el yúmari- y la del jíkuri (peyote) tanto para pedir la lluvia o buena siembra y cosecha como también, sobre todo la última, para pedir la salud.

En su texto sobre el tutuguri Artaud observa y describe como patio ceremonial un círculo en el que se dispone un número de seis cruces (Artaud, 1998: 75). Más adelante, en el transcurso de la ceremonia, Artaud destaca seguramente a los danzantes dentro del patio ceremonial vestidos con su traje tradicional que casi siempre es blanco; y dice que, “[…] se acuesta a ras del suelo con sus vestidos blancos a seis hombres, los seis considerados como más puros de la tribu, y se considera que cada uno de ellos se ha casado con una cruz” (Artaud, 1998: 76-77), refiriéndose a las seis cruces que observó dispuestas en el patio donde se llevaba a cabo el evento. Como muestra la Figura 2, hoy en día podemos observar que el número seis puede ser importante en la presentación de autoridades, no únicamente como cabezas de la organización social sino también como elemento significativo en el desarrollo de la ritualidad.

Figura 2

Seis autoridades rarámuri a la espera de emitir sus discursos durante la ceremonia. Fotografía de Abel Rodríguez López, Sierra Tarahumara, abril de 2011.

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En cuanto al uso del número diez, es en su referencia a la ceremonia del peyote en la que Artaud habla de diez cruces así como de diez espejos dispuestos al interior del patio ceremonial, “[…] de diferente tamaño, y a cada cruz ataron un espejo […] eran diez, como los Señores invisibles del peyote, en la sierra” (Artaud, 1998: 61-62). Con lo anterior, se refiere a datos señalados por algunos rarámuri de Norogachi, con quienes convivió y trató durante la ceremonia. Hablar de cruces y espejos, en el contexto de esta fiesta curativa, es hablar de elementos constitutivos de esta ceremonia; quien la haya presenciado, como ha sido nuestro caso -aun cuando el número de espejos suele variar- no puede estar menos de acuerdo con Artaud.

La referencia al empleo del número doce la hace Artaud al hablar sobre el número de piezas dancísticas que, al parecer, fueron ejecutadas en aquella fiesta del peyote que él presenció. Así dice que, “entre los dos soles [esta ceremonia comienza por la tarde al ocultarse el sol y termina al amanecer cuando el sol sale] hay doce tiempos en doce fases” (Artaud, 1998: 64), con lo cual muestra una relevancia del número doce en el conteo de las piezas dancísticas, las cuales muy probablemente se realizarían de cuatro en cuatro o quizá de tres en tres en función del género -femenino o masculino- de la persona por quien se realizaba la ceremonia. De acuerdo con autores como Velasco Rivero, ([1983] 2006), hablar de la danza, en este contexto, no es sino referirse a un elemento constitutivo no solo de la ceremonia sino de la vida de los rarámuri. Una cuestión mayor que Artaud aporta es su referencia al orden ritual como el que permite la organización, el orden y la objetivación del entorno a quienes participan en este. Aspectos que asimilan, desde este punto de vista, la ritualidad al deporte y al juego.

Figura 3

En número de cuatro los danzantes -llamados fariseos- se dirigen al interior de la iglesia, mientras otro tanto sale de ésta para hacer una guardia por breves momentos como símbolo de la aprehensión de Jesucristo. Fotografía de Abel Rodríguez López, Sierra Tarahumara, 2022.

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Juegos y deportes

Al explicar el cuarto modo de contar, el de doce, Guadalajara señaló que nahògagui significa 48 y comenta que así “en ſus juegos dizen algunos”.7 Es claro que naó o nahó, significa cuatro y gagüi, ha dicho previamente, quiere decir ‘cerro’. Con esto sugiero la probabilidad de que se esté refiriendo a los circuitos de las carreras de bola o ariweta, a las distancias recorridas por los corredores dentro del circuito previsto. Aunque el autor del compendio tiene otros intereses, no etnográficos, sí sugiere que para los rarámuri del siglo XVII los espacios y distancias amplias que el patrón de asentamiento disperso o la geografía serrana obligan a considerar pudieron haber sido medidos o contados de una manera particular, distinta probablemente a los espacios y distancias cortas. De este modo, sus datos sugieren que algunos juegos, que aún hoy llevan a muchos rarámuri a la congregación en medio de la dispersión, debieron representar una práctica cotidiana y que la acción de contar el espacio o la distancia tenía, tal vez, como particularidad simplificar el conteo de medidas extensas.

Figura 4

Hilera de piedras dispuestas en el suelo para (des)contar las vueltas dadas por los corredores durante una carrera de bola. Puede verse también una moruka sobre otra, las cuales contienen las prendas y telas que se han apostado en esta ocasión. Fotografía de Hortensia Segura, Sierra Tarahumara, septiembre de 2015.

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Al modo en que podemos observar hoy las carreras de bola que practican los hombres, o las carreras de ariweta practicada por mujeres, la frecuencia de estas actividades y todo el campo de relaciones sociales que representan estos eventos ha sido documentado desde Lumholtz ([1902] 1981: 277-289), pasando por Bennett y Zingg ([1935] 1978: 510-517) así como más actualmente por Acuña Delgado (2006: 1-19; 2007: 341-358). Además de la espacialidad medible, estos autores demuestran que estas carreras contienen diversos aspectos que se relacionan directamente con la acción de contar, como es el hecho de contar las “vueltas” de los corredores, las cantidades de enseres que se apuestan y las cantidades de personas que apuestan o que asisten a presenciar el evento.

Además, hacia finales del siglo XIX el explorador noruego Lumholtz sugirió que en tiempos antiguos entre los tarahumaras, tanto los deportes como los juegos eran muy relevantes. Más allá de las tesgüinadas -bebidas colectivas debidas al trabajo o a las curaciones de personas, habitaciones o tierras-, y las carreras de bola yariweta, y juegos que podemos observar todavía en el siglo XXI, los tarahumaras tenían -al parecer- más prácticas de este tipo que requerían de la acción de contar de distintos modos. Se trata de prácticas casi perdidas en la actualidad debido, tal vez, a la influencia de la concepción del tiempo del mundo advenedizo -blanco y mestizo-, que contiene la idea de que el tiempo dedicado al juego es tiempo perdido y que bien podría aprovecharse mejor en el trabajo, pensado este como ganancia económica.

Lumholtz también afirma que no tiene noticia “de tribu alguna más aficionada a los juegos que los tarahumares, pues pocos días del año habrá que no se dediquen a alguno. Aun los que se han civilizado y pervertido, no dejan de sentir su pasión favorita en su degeneración y miseria” (Lumholtz, [1902] 1981: 271). Y ya entrado el siglo XXI, Acuña Delgado (2007), hablando sobre la práctica del juego llamado rujibara, señaló que “es posible estar todo el día y día tras día hasta una semana entera, interrumpiéndolo solo por la noche” (Acuña Delgado, 2007: 373); y refiriéndose al llamado romayá o quince, entre los rarámuri de Norogachi, apuntó que se juega “todos los domingos desde la mañana hasta el atardecer, así como los sábados por la tarde, aunque también se pueden ver algunas que otras partidas entre semana” (Acuña Delgado, 2007: 379).8 El mismo autor corrobora entre sus colaboradores lo dicho por Lumholtz en cuanto a que “las partidas sucesivas se mantenían durante varios días seguidos incluidas las noches” (Acuña Delgado, 2007: 379). Asimismo Lumholtz registra ocho distintas prácticas de juego en las que emplean flechas, huesos, piedras, palos, etc. Entre éstas menciona la lechuguilla o choguira, rixihuala o disco, tácuri o ‘golpear de bola’, como variantes de los juegos que los rarámuri llaman cuatro y doce. Tanto en Tewerichi como en Narárachi yo mismo he practicado con algunos rarámuri dos variantes del “cuatro”,9 juego que aún conservan y una más del llamado “quince”, ahora mucho menos practicado en estas áreas de la sierra. Lumholtz también menciona que se practicaban el taba o juego de dados, lo que él registró como romavoa o quince, las luchas y las carreras de bola y ariweta y que, en su tiempo, como aún hoy en día hemos observado, era rarísima la ocasión en que el juego no iba acompañado de apuestas. Quien esto escribe ha observado que apuestan desde un paliacate hasta un caballo o un burro, pasando por pequeñas y medianas sumas de dinero, gallinas, gallos, chivas y algunos metros de manta o tela, faldas y blusas, etc., animales, objetos y enseres -que son ordenados mediante su cuantificación.

Cuando Lumholtz explica cada forma de jugar de las distintas prácticas que tenían entonces los rarámuri sugiere, por un lado, que éstos necesitaban distintos modos de contar pero, por el otro, también sugiere que no se trataba de “simples” modos de contar. Así, cuando explica acerca de la práctica del juego llamado el quince dice que tiene “muchas ingeniosas reglas que hacen el juego grandemente intelectual y entretenido” (Lumholtz, [1902] 1981: 274). Asimismo, Lumholtz sugiere que la dedicación de los rarámuri a sus juegos era, en muchas ocasiones, de tiempo completo y comenta que:

Si un tarahumar dispone de lo necesario para pagar lo que pierde, sigue jugando por quince días o un mes hasta que nada le queda en el mundo fuera de su mujer y sus hijos, y en ese punto cesa de jugar. Además, paga escrupulosamente las deudas que contrae” (Lumholtz, [1902] 1981: 274).

A principios de la década de 1930 Bennett y Zingg ([1935]1978) visitaron la comunidad rarámuri de Samachike. Ahí Bennett registró los juegos practicados por los habitantes de aquel lugar; además de explicar el juego del palillo, en el que eran necesarios “10 jugadores por equipo” (Bennett y Zingg, [1935] 1978: 522), hay otro juego registrado por él que aunque tiene que ver con el azar no deja de mostrar la complejidad de contar de los rarámuri en estos continuos eventos. Se trata del llamado:

[…] tábatci, en el que intervienen dos hombres y para el cual se usan astrágalos de cabra, oveja o venado. Sólo se emplea una única pieza. Las marcas naturales del hueso bastan para determinar el puntaje. Los jugadores arrojan la taba por turno, y van anotándose los puntos según como la pieza caiga. El frente hacia arriba, vale 5 puntos; la parte posterior, 4; la superior, 0; la inferior, 2; cualquiera de los dos extremos, 10 (pero muy rara vez el hueso cae de esa manera). El puntaje ganador es 25 ó 50. También en este juego se apuesta algo (Bennett y Zingg, [1935] 1978: 521).

Más recientemente Acuña Delgado (2007) registró once juegos en los que, además, siempre se apuesta algo. Sin mayor explicación, podríamos interpretar que estas personas eran y son unos perezosos que no se dedicaban -ni dedican- al trabajo. Fue la interpretación que hicieron la mayoría de los misioneros en los siglos XVII y XVIII, al referirse en sus cartas a los rarámuri como “perezosos”, “indolentes”, “viven en sus embriagueces”, “vuelven a sus juegos y tlatoles” (González Rodríguez, 1982, 1987, 1991, 1993). Sin embargo, al comienzo de su exposición sobre los juegos, Lumholtz ([1902] 1981: 271) señala un dato clave para entender el sentido de esta actitud lúdica entre los rarámuri y dice que: “aunque es verdad que hay siempre algo de valor, realmente insignificante, que interviene con carácter de apuesta, no juegan por vicio”. Lumholtz no dice más pero no podemos olvidar algo observado también por nosotros, que casi todo juego para los rarámuri tiene una dimensión ritual, y prácticas y creencias religiosas se entrelazan con este. Y así, por ejemplo, un especialista ritual se encarga de “bendecir” a los corredores de bola o a las corredoras de ariweta; o bien los jugadores suelen hacer una reverencia dirigida hacia donde se ubica el sol para comenzar o finalizar el juego del quince.

Un dato importante para los fines de esta exposición es que en los registros más recientes sobre los juegos rarámuri, durante el transcurrir de estos, contar el puntaje en números de seis, diez y doce es sobresaliente. Tanto en los datos de Lumholtz como de Bennnett y Zingg ya se puede observar esta situación, pero véanse por ejemplo algunos datos registrados en la primera década de este siglo XXI, los cuales demuestran la importancia del puntaje hasta el número doce en los juegos llamados rujibara (Acuña Delgado, 2007: 37), chogírali y el taba (Acuña Delgado, 2007: 376 y 388); de contar hasta diez en el juego del jubara y del romayá o quince (Acuña Delgado, 2007: 375 y 380); y de contar hasta el número seis en el juego del chilillo y del mismo taba (Acuña Delgado, 2007: 387 y 388). A esto hay que agregar que en el transcurso del cómputo del puntaje, en la mayoría de estos juegos, los números cuatro y doce sobresalen casi siempre como inicio de conteo y como contador final del juego, respectivamente, en varios de estos. Coincidencia, tal vez, que el primero es múltiplo del segundo.

Conforme los autores mencionados van explicando cada juego, señalan o sugieren, además, que siempre hay ganadores y perdedores y subrayan que en casi todos se apuesta algo. Este último dato es indicador de un modo de redistribución de la riqueza de la que la dimensión lúdica es generadora y sustento, quizá por ello decía Lumholtz: “no juegan por vicio”. Las apuestas, que hoy en día observamos como elemento característico del juego entre los rarámuri pueden ser indicio, además, de que la necesidad de contar; es decir, la necesidad de ordenar estas acciones ha sido una constante históricamente, y que en tiempos pasados esta acción requería distintos modos para llevarla a cabo debido, en principio, a los distintos elementos -espacios, tiempos, puntajes, piezas, resultados, enseres- que había que computar.

En la diversidad de juegos que practican los rarámuri actuales, y que se distinguen de los antedichos en su menor práctica, no hay que olvidar tanto la baraja como la pelea de gallos -casi exclusivos de hombres adultos- el voleibol y el basquetbol -que practican sobre todo las infancias y jóvenes rarámuri cuando asisten a los internados de religiosos y religiosas católicas- así como los promovidos por el estado mexicano en centros educativos que casi siempre cuentan con espacios que favorecen la práctica de estos deportes. En estas prácticas, llama la atención que las tandas de juego se deciden, preferentemente, por resultados de diez y doce como lo hemos comprobado jugando basquetbol con algunos jóvenes rarámuri en el internado de Tewerichi. Asimismo, no hay que olvidar la práctica del béisbol, deporte impulsado por algunos jesuitas en los comienzos del siglo XX y practicado más por los blancos y mestizos, pero hoy en día también por algunos rarámuri que habitan poblaciones predominantemente mestizas.

Figura 5

Infancias rarámuri jugando basquetbol en un descanso de sus danzas. Fotografía de Abel Rodríguez López, Sierra Tarahumara, abril de 2011.

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Parece que en tiempos pasados los pueblos vecinos de los rarámuri practicaban algunos juegos similares a los de estos. Los pimas, por ejemplo, habrían practicado la carrera de bola que ellos llamaban guaquimari así como probablemente una variante del quince, llamado por ellos patole que, según Mange explicaba en 1926, “consistía en hacer botar sobre una piedra cuatro cañas o palos con unas líneas talladas, de modo que caían al suelo señalando un número determinado por estas marcas. El primero que llegaba al número establecido era el vencedor” (en Navajas Josa, 2012: 395). También, hoy en día, en la región sur de Chihuahua, donde habitan personas o’dami -tepehuanes del norte-, ellos practican la carrera de bola al modo en que lo siguen haciendo los rarámuri.

Aprender para la vida

Por su parte, la evidencia histórica refuerza la idea de que en tiempos pasados había sin duda interés entre los rarámuri por la dimensión lúdica de la vida, y que también de allí se derivaba la importancia de contar porque el juego estaba ligado a la formación para la vida y ésta finalmente a la subsistencia. Este orden así lo exigiría.

En el ramo Guadalajara, legajo 156 del AGI, existen testimonios tanto de misioneros como de militares quienes a finales del siglo XVII coincidían en señalar que los juegos con el arco y la flecha eran comunes y no eran pocos. Los siguientes testimonios sugieren, además, una pedagogía en la cual la enseñanza, a través del juego, pasaba a ser una enseñanza para la vida.

El testimonio del jesuita Pedro de Noriega señala que, cada día “[…] desde que tienen uso de razón ejecutan las armas todos los indios en un juego que para esto tienen dispuesto poniéndose un escuadrón enfrente del otro, a tiro de flecha, y se adiestran tanto en este ejercicio que rara vez se hieren”.10 Del mismo parecer es el testimonio de otro misionero, Francisco de Celada, quien habla de “juegos” en plural, y reporta que, “los indios mozos de edad de siete años se empiezan a ejercitar con el arco y la flecha, en los huegos [juegos] que ellos tienen”.11 Además de éstos y otros misioneros, aparece también el testimonio de Christobal de la Barreda, militar, quien afirma que:

Sabe y lo ha visto, que a la edad de seis años para arriba, enseñan los indios a sus hijos a manejar el arco y flecha haciendo que tiren a las casas de pájaros, ratones y otros animales de suerte que en llegando a la edad de doze años están tan diestros que estos son los que hacen más batería en las funciones que se les ofrecen de robos, peleas y robos de caballada (f. 933v).12

Información muy similar señalan los testimonios del soldado José Lobo, de los capitanes Francisco de Medrano y Juan Fernández de Retana, así como el del sargento Pedro Delgado.13

Estos testimonios nos remiten al dato sobre los cuatro modos de contar que nos proporcionó Guadalajara, y que tenían los tarahumaras coloniales. Los testimonios hacen referencia a las edades también de seis y doce años, siendo estos dos de los cuatro modos de contar que, de acuerdo con el registro de Guadalajara, en el siglo XVII, tenía el grupo. ¿Eran importantes estas edades antiguamente para iniciar a los jóvenes rarámuri en prácticas sociales, como por ejemplo la caza con arco y flecha desde los seis años? Muy probablemente sí. Un ejercicio hermenéutico nos permite sugerir que, muy probablemente, alrededor de los seis años de edad el rarámuri tendría su primer arco, quizá alrededor de los doce era ya apto, incluso, para el matrimonio pues dominaba una herramienta para la guerra, la caza y la pesca. Podría ser así independiente y pasar de la niñez a la juventud, como aún hoy ocurre con casos como el de Santorey, un niño rarámuri que conocí cuando él tenía diez años; poco después de cumplir los doce años Santorey salió por vez primera de su comunidad y junto con tres adultos y otro joven mayor que él fue a trabajar, aun siendo monolingüe, a la pizca de manzana en ciudad Cuahutémoc, Chihuahua. Un mes después, Santorey volvió con dinero en la bolsa, deseoso de aprender más español y listo para emprender los trabajos de deshierbar periódicamente la milpa de su abuelo.

Discusión

El hecho de que en la época colonial hayan sido registrados cuatro distintos modos de contar entre los rarámuri, y de que estos parecen seguir siendo utilizados por los rarámuri al día de hoy, representa un reto para la etnografía actual, así como para la etnomatemática que procure reconocer y recuperar los saberes matemáticos indígenas. También para la llamada educación intercultural, la cual, en el caso de los rarámuri, ha consistido en la enseñanza de los programas oficiales, que aunque implementados en lengua indígena no han ido más allá de esa iniciativa (Olivas Vázquez et al., 2016; Olivas Vázquez, 2020). Un paso imprescindible para implementar una educación que ponga en marcha un diálogo de saberes (Santos, 2009) entre la matemática formal y la matemática rarámuri podría ser, primero, conocer y comprender conceptos importantes como el de “matemáticas”, “número” u otros, históricamente anclados en la mentalidad rarámuri.

Volviendo al siglo XVII, llama la atención que para ejemplificar la construcción de sustantivos, conjugaciones y otras construcciones gramaticales el compendio de Guadalajara utiliza predominantemente el verbo tará -que significa ‘contar’,14 de ahí tarámari; es decir, ‘los que cuentan’.15 Asimismo, recientemente algunos interlocutores rarámuri de Tewerichi me han dicho que el término ‘matemáticas’, en su lengua, podría ser traducido con este otro término, tarariami, y en esto coinciden al menos tres adultos más a quienes hice esta pregunta, ¿cómo se diría ‘matemáticas’ en lengua rarámuri? Uno de ellos en distintos momentos me dijo:

[…] yo creo que ‘matemáticas’ puede decirse en tarahumara, tarariami, que es como ‘hacer números’. Así, contar, restar, sumar, multiplicar o contar animales, cosas, todo, números, todo. Eso sería más o menos yo creo ‘matematicas’ […] Como cuando voy a la tienda o cuando los niños van a la escuela y aprenden a contar […] y así, si medimos un terreno entonces decimos a ver tamútarariami, taráwekabenewába, echikawí, así como ‘en ese terreno vamos a hacer muchos números’, ‘vamos a echar matemáticas’ […] (Valentín, rarámuri de Tewerichi, comunicación personal, abril de 2022).

¿Podría el término tarariami -hacer números- representar un concepto de ‘matemáticas’ entre los rarámuri serranos? En principio así parece desde este concepto de experiencia próxima. Como sabemos, este tipo de conceptos son aquellos que se emplean de manera coloquial y sin mayor esfuerzo para definir [lo] “que un sujeto cualquiera […] ve, siente, piensa, imagina, etcétera, y que podría comprender con rapidez en el caso de que fuese aplicado de forma similar por otras personas” (Geertz, [1994] 2004: 75). Además, se tiene un concepto de ‘número’ que se expresa como tará, sustantivo que Brambila (1976: 548) traduce como “número, guarismo, cifra o cuenta” y como raíz del verbo tarama; es decir, ‘contar’. Evidentemente hacen falta más datos etnográficos que nos permitan comprender la noción amplia de “matemáticas” entre los rarámuri y así poder construir nuestra comprensión a través de conceptos de experiencia distante; es decir, a partir de la constitución de una teoría sobre la matemática rarámuri.

Conclusión

Contar de modos distintos, distintas cosas, sucesos, enseres, eventos, tiempos y espacios, secciones y puntajes en los numerosos juegos, el deporte, la ritualidad y otros contextos de la vida social, etc., no deja de remitir a un aspecto de la taxonomía; a un aspecto que cubre la necesidad humana de clasificar porque esta acción lleva al orden necesario para la vida social. Pues, “la clasificación, aunque sea heteróclita y arbitraria, salvaguarda la riqueza y la diversidad del inventario; al decidir que hay que tener en cuenta todo, facilita la constitución de una ‘memoria’” (Lévi-Strauss, [1962] 1984: 54). Asimismo, la clasificación como función de la objetivación de las cosas (Moscovici, 1979), organiza las partes del mundo circundante e introduce un orden que atenúa el choque de toda concepción nueva con las ya existentes. Por su parte, según la arqueología los números no surgieron para pesar, contar o medir sino principalmente para ordenar. “Cuando nuestros lejanos antepasados celebraban sus ceremonias religiosas, necesitaban una forma de establecer el orden de participación de cada uno y un modo de hacer que todos supieran cuándo actuar” (Fedriani y Tenorio Villalón, 2004: 160). Cuando se requieren cuatro danzantes, seis autoridades, o recorrer determinadas distancias, los rarámuri saben cómo y en qué tiempo y espacio deben actuar. Muy probablemente la necesidad de ordenar las relaciones entre los humanos y el entorno, y las nuevas y viejas acciones de aquellos respecto de éste, llevó a los antiguos rarámuri a la necesidad de disponer de cuatro modos distintos de contar, que hoy parecen seguir vigentes más allá del uso del sistema decimal aprendido en la educación formal.

El juego inmerso en la sociabilidad de los rarámuri del siglo XVII, hoy en día continúa siendo parte intrínseca de ésta y no un aspecto desligado de la vida. Más aún, quizá por el hecho de que la diversión y la libertad sean características esenciales del juego como afirmó Huizinga ([1944] 1980) así como porque el juego, en el que ‘contar’ es una parte significativa, formaba y forma parte de la vida social de los rarámuri, y lo mismo ocurre con la ritualidad y la enseñanza para la vida.

Finalmente, para comprender aún mejor el significado actual de los distintos modos de contar necesitamos observar más el fenómeno desde distintas perspectivas que nos permitan llegar a una mayor profundidad en los hechos, aun siendo testimonios de naturaleza distinta como la etnografía y la historia. Por ello a la etnografía le corresponderá seguir hurgando en la relación que hay entre la acción de contar y otros aspectos de la cultura, como son la siembra y la cosecha, los animales domésticos y silvestres, el tejido y la cestería, el trabajo de los especialistas rituales y la ritualidad en general. Esta observación deberá ampliarse, además, a otros grupos vecinos actuales, incluso hasta el mundo mestizo y blanco serrano, el cual muestra influencias de los rarámuri en otros ámbitos como la alimentación o la construcción de viviendas más conformes al clima serrano. A la historia le corresponderá dar respuesta a la pregunta sobre si los grupos vecinos de los rarámuri del siglo XVII -pimas, guarijíos, tepehuanes, conchos, tubares y otros- tenían los mismos cuatro modos de contar que éstos o si hubo particularidades en esta práctica de computaren cada grupo; y, a la etnomatemática le corresponderá continuar analizando los procesos que han institucionalizado los modos de contar en distintos ambientes naturales, sociales y culturales (D’Ambrosio, 2014) también en grupos como el rarámuri.

Fuentes documentales citadas

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Registro Civil del Municipio de Carichí, Chihuahua. (2015). Libro V, Sección Tewerichi, fs. 1r-20v.


Agradecimientos

Agradezco tanto al comité interno evaluador de la revista Memoria Americana. Cuadernos de Etnohistoria, así como a quienes de manera externa dictaminaron el artículo porque de este modo la versión final quedó notablemente enriquecida. No obstante, como autor soy responsable de cualquier error que pueda haber en mi artículo.

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Registro Civil del Municipio de Carichí, Chihuahua. (2015). Libro V, Sección Tewerichi, fs. 1r-20v.

Notas

[1] Guadalajara 1683, f. 17r.

[2] Tarahumara es un exónimo y rarámuri un etnónimo. Aunque en el presente artículo algunos autores citados utilizan la forma “tarahumares”, nosotros hemos preferido emplear las formas “tarahumara o tarahumaras” porque estas corresponden a la traducción que los rarámuri hacen de su propio etnónimo al castellano.

[3] Guadalajara 1683, f. 18r.

[4] En términos generales, el ejido es un conjunto de terrenos y cuerpos de agua comunales. Para una historia del ejido en México véase Zúñiga y Castillo (2010). En casos como el nuestro la nomenclatura geopolítica impuesta por el gobierno mexicano no siempre coincide con la adscripción indígena a una cabecera, primeramente considerada por ellos en términos rituales -“ahí está la iglesia donde danzamos”, dicen los colaboradores. Y así hay personas rarámuri que pertenecen al colindante ejido de Narárachi pero que se adscriben a la comunidad rarámuri de Tewerichi y viceversa.

[5] De acuerdo a un rarámuri de Tewerichi, quien terminó su educación primaria en la escuela-internado de esta comunidad serrana y fue encargado de una tienda Diconsa por casi veinte años, se trata del sistema para contabilizar aprendido por aquellos que han asistido a estos centros de educación indígena (comunicación personal, Martín, rarámuri de Tewerichi, abril de 2022).

[6] Los números tres y cuatro son marcadores simbólicos de lo masculino y lo femenino respectivamente. Así se nos ha dicho, por ejemplo, que las mujeres tienen cuatro almas y los hombres tres; o bien que el especialista ritual sueña tres o cuatro noches para diagnosticar la enfermedad de un paciente si se trata de hombre o mujer respectivamente.

[7] Guadalajara 1683, f. 18r.

[8] Una descripción de este juego, interpretado desde los contenidos de la matemática formal, puede verse en Olivas Vázquez (2020).

[9] Para una descripción de la práctica de este deporte ver Rodríguez López (2013: 60-61).

[12] AGI. Ramo Guadalajara, legajo 156, fs. 933r y 933v.

[13] AGI. Ramo Guadalajara, legajo 156, f. 938r (José Lobo), f. 942r (Francisco de Medrano), f. 945r (Juan Fernández de Retana) y fs. 948r y 948v (Pedro Delgado).

[14] Guadalajara 1683, fs. 8v y ss.

[15] Este último término podría aportar al debate sobre el significado del etnónimo rarámuri. Guadalajara no lo registra, y en el Compendio gramatical para la inteligencia del idioma tarahumar de Fray Miguel Tellechea (1826) no aparece sino el término rarámari, referido al gentilicio, en tres ocasiones (Tellechea, 1826: 95, 116, 120). Además, tanto Tellechea como Guadalajara indican que R y T al inicio de palabra son letras intercambiables, de modo que tarámari y rarámari ¿podrían significar lo mismo? Por su parte, a finales del siglo XIX, Lumholtz ([1902] 1981: 277) registra el término Ralámari (utiliza la L retrofleja, intercambiable por R suave), misma forma registrada por Tellechea. Por su parte, Brambila (1976: 451) afirma que rarámari parece ser la forma original que después se alteró en rarámuri. Entonces, ¿por qué hoy en día les llamamos ‘pies ligeros’?