Convocatoria Abierta
La horca y el prostíbulo: algunas de las alternativas para mujeres indígenas repartidas en Buenos Aires, 1883

A hanging or the brothel: some of the alternatives for indigenous women allocated in Buenos Aires, 1883

La horca y el prostíbulo: algunas de las alternativas para mujeres indígenas repartidas en Buenos Aires, 1883.
Memoria americana, vol. 31 no. 1, (84- 104 pp.), Jan-Jun, 2023, doi: 10.34096/mace.v31i1.12919. ISSN: 1851-3751
Instituto de Ciencias Antropológicas, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires.


Introducción

El lunes 3 de setiembre de 1883, en la Calle del Olvido número 670 fue hallado el cadáver de una mujer NN “de raza indígena” que, según el médico Eudoro Cisneros, presentaba “todos los rasgos físicos de su estirpe”. Vaya a saber a qué fenotipo se refirió Cisneros.

Pendía el cadáver atado por el cuello con una faja pampa desde un estante no muy alto. Calzaba los zapatones que le había regalado la dueña de la casa por la noche. Las manos estaban rígidas. Su boca entreabierta, lívida. La faja, de lana de colores, 4 cm. de ancho y casi 1,5 m. de largo, era propiedad de la fallecida.

Ambrosio Delfino, el propietario del inmueble, declaró que esa mujer había ingresado a su casa pidiendo comida el día anterior a las cuatro de la tarde. “Apiadada, su señora le dio alojamiento en la cocina, guardándose la llave de la puerta, pues en la casa [aclaró Delfino] tiene muchos peones…”1

Uno de aquellos peones, de nombre Bonifacio Rodríguez, estaba domiciliado en esa misma casa y el lunes temprano por la mañana quiso acceder a la cocina. No pudo. La puerta estaba trabada. Entonces buscó a la cocinera.

Según declaró ella -que se llamaba Cirila Muni de García y también vivía allí- Bonifacio llamó a la puerta de su dormitorio a eso de las 7 am. Pero Cirila no tenía la llave de la cocina. La patrona la había guardado. Acudieron a ella, le pidieron la llave y juntos -Bonifacio y Cirila- fueron a abrir.

Cuando pudieron entrar a la cocina vieron a “la india”. Cirila llamó. La aludida no se inmutó. Se acercaron y verificaron que estaba muerta.

Dieron aviso a los patrones.

Que dieron aviso a la policía.

El médico de la policía, Eudoro Cisneros, se constituyó en la casa, revisó al cadáver. Apuntó su descripción del caso, que parafraseamos en los dos primeros párrafos.

Oficiales tomaron declaraciones.

El proceso judicial fue breve. Se caratuló: Sumario sobre el suicidio de la indígena NN. Ocurrido en la Sección 17ª.

A pesar de su laconismo, la carpeta con este sumario es, a mi entender, una fuente sumamente provechosa. Al menos por tres cuestiones distintas.

Primero porque contiene datos sobre la vida de esta NN que, confrontados con otros documentos, permiten observar las condiciones en que viviría buena parte de las mujeres entregadas. Forzadas a una dependencia material vital, debían a sus tutores el alimento y el abrigo para ellas mismas y para los hijos o hijas que hubieran podido conservar. Era extendida su indefensión ante ataques sexuales y un entramado de dispositivos -desde las llaves de los dueños de la casa hasta la vigilancia policial, los anuncios de fugas en los periódicos, la intervención de la Defensoría de Menores y también la de la propia Sociedad de Beneficencia- limitaban rigurosamente la posibilidad de huir. Entre las recién traídas, además, la frontera idiomática habría agudizado las dificultades -como ocurrió en este caso.

Una segunda causa por la que ponderamos esta fuente, a pesar de su brevedad, es porque permite acercarnos a una experiencia particular de una mujer específica. A pesar de la nominación indefinida que supone nulidad o intrascendencia social -NN-, la suicida puede ser observada como una persona que produce hechos históricos significativos. Digo “significativos” no por el impacto inmediato que puedan tener -claramente mínimos en este caso-, sino porque aún esos hechos nimios para la Historia Grande hacen visibles significados concretos y críticos. Al desistir de todo, esta NN convirtió a su cuerpo en una denuncia. Y si esa denuncia no conmovió suficientemente al juez de la causa, está ahora acá; 140 años después se nos presenta como una interpelación, nos obliga a un esfuerzo por comprenderla.

El tercer elemento especialmente útil de esta fuente, para nuestro análisis, es la explicación que allí se dio sobre la causa que habría llevado a la mujer a tomar semejante decisión. Lo adelantamos de manera sucinta: se concluyó que la NN se habría suicidado por creer que le habían robado a su hija. A la luz de los debates que por entonces se daban y de las medidas que se fueron tomando con respecto a la separación de las madres indígenas entregadas y sus proles, repartidas en otros destinos, esa explicación es una “confesión de parte”. O, digamos mejor, es una articulación de sentido que nos informa más sobre la propia sociedad captora y sus contradicciones que sobre la mujer suicida. El hecho de ser este un documento tan breve, además, es un dato fundamental para dicha perspectiva que propone analizar, a través del expediente, a la sociedad captora -aquella que labra el sumario sin demasiado esmero-, a jueces y fiscales que no se interesan en indagar profundamente sino apenas en cumplir con un procedimiento al que están obligados.

Para terminar, expondremos cómo la investigación sobre la vida de esta mujer nos permitió registrar otro fenómeno de la época del que no sabíamos nada: la prostitución de indígenas. Así como la identidad de la investigada se diluye en el sinnúmero, buscando infructuosamente conocer su nombre hallamos otros dramas asociados y con víctimas igualmente anónimas.

Todo esto será presentado contra el telón de fondo de discursos propagandísticos contemporáneos al hecho aludido que describen a los repartos como el compasivo ofrecimiento de una vía de ascenso social.

Los zapatones, el mendrugo y los cuentos de princesas

Varios años después del caso que estudiamos, Godofredo Daireaux escribió un artículo en el que presentaba una especie de balance sobre el éxito y los límites que habría tenido, a su entender, la incorporación de indígenas -por medio de los repartos- a la sociedad nacional. Entre los casos propicios mencionó:

Una hija de cacique, adoptada por sus amos, educada y dotada por ellos, admirablemente instruida, sedujo por su gracia exótica á un gentil hombre de alta sociedad europea, que la hizo condesa; y algunos, allá, seguramente, [infirió] no dejarán de cuchichear: ‘Ha sido india’ (Daireaux, 1900: 24).

La cita de Godofredo Daireaux no tiene ningún tipo de precisión que nos permita una verificación documental. No sabemos si corresponde a alguna descripción real de hechos o si constituye sólo un rumor, pero sabemos que no es la única. En 1912, dos militares que participaron en la “Conquista del Desierto” publicaron historias parecidas. Santiago Albarracín -miembro de la tripulación del vapor Villarino entre 1878 y 1881, embarcación que trasladaba periódicamente a contingentes de chusma2 aprisionada para su reparto en la Capital- contó que:

Una indiecita fue adoptada por la esposa del ministro de una potencia europea acreditado cerca de nuestro gobierno y fue esmeradamente instruida y educada, contrayendo más tarde en Europa un ventajoso enlace, siendo un modelo de distinción (Albarracín, 1912: 97, §**).

Pero el caso paradigmático de este tipo de propaganda sobre los repartos producida por sus propios ejecutores es el de José Silvano Daza, quien explicó que en un encuentro fortuito por calles de Buenos Aires, años después de haberla capturado él mismo en la cordillera, Manuelita Rozas Namuncurá le agradeció conmovida que la hubiera atrapado pues ahora vestía como parisina y estaba feliz y cómoda (Daza, 1914: 141).

En lo que respecta a nuestra investigación, no pudimos verificar ese tipo de biografía dichosa de mujeres indígenas repartidas que habrían recibido la prosperidad como gracia en matrimonio y habrían alcanzado el súmmum consagratorio en un escenario europeo o en elegantes paseos porteños. Tal vez todas sean distintas versiones de la historia de Manuelita Rozas Namuncurá.3 Pero, en cualquier caso, ni Daireaux ni Albarracín explicaron por qué entendían que era preferible ser condesa -marcada étnicamente- en Europa a ser hija de un logko -autoridad política de una comunidad entre los mapuche- en las pampas, o por qué no se podía ser modelo de distinción en el territorio propio. Tampoco se ha problematizado luego el hecho de que fuera el propio aprehensor de Manuelita quien dio pábulo a esa versión.

Por lo visto en nuestra indagación, esos relatos más bien parecen una especie de mito, una versión del sueño sud-americano. Porque aún si aquella “hija de cacique” verdaderamente devino condesa y esta “indiecita” se erigió, en efecto, en “modelo de distinción” en Europa, sus biografías no serían más que excepciones. Lo que emerge en la documentación, en cambio, son mayormente destinos de necesidad extrema, mendicidad, sometimiento, rebeldías particulares o, en todo caso, de lucha tenaz y trans-generacional por recomponer al propio pueblo.

Lo cierto es que más allá de que esas micro-historias de ascenso social y des-marcación étnica, sean o no verdad, en los textos de las que fueron extraídas cumplen claramente una función exculpatoria. Godofredo Daireaux, Santiago Albarracín y José S. Daza no mencionaron a las NN que sí sabemos que existieron. Tales casos no abonaban la idea de que los repartos fueran virtuosos.

Pero una mujer descalza golpeó la puerta de una casa pidiendo pan y fue encerrada en la cocina. Eso sí está documentado.

¿Por qué fue encerrada? O mejor dicho, ¿qué arguyeron como causa para ese encierro los propietarios de la casa?

“Guardándose la llave de la puerta, pues en la casa hay muchos peones”

El primer dispositivo de seguridad para conservar a las mujeres indígenas en la casa donde eran colocadas era la cerradura trabada con llave. No sólo en los años 1880, también en los 1980, según explicó Deolinda Calfinahuel cuando narró su encierro de trece años como cautiva doméstica en la casa de un policía en Buenos Aires (Arias, 2022: 140-141).

Pero, en el caso del sumario que analizamos ahora la casa donde se encerró a la NN no era aquella en que había sido colocada, sino una a cuya puerta se presentó ella pidiendo comida. Podría entonces resultar desconcertante la actitud de la caritativa dueña de casa, que echó llave al cerrojo desde fuera y dejó a la mendicante adentro. Lo que declaró al respecto Ambrosio Delfino -el esposo de la caritativa- es que así procedió porque había muchos peones en la casa.

Quienes estudian las posibilidades y los límites de los expedientes judiciales como fuente para la investigación histórica han señalado que en estos documentos no deben buscarse “verdades”. Los testimonios de los testigos y las confesiones de los reos no constituyen en sí mismos elementos probatorios de hechos realmente acontecidos. Lo que sí son, y de modo indudable, es “coartadas históricamente verosímiles”; es decir, son articulaciones elaboradas con imágenes, argumentos y tramas concebidas según el imaginario, las ideologías y las estructuras narrativas vigentes en un momento determinado (Mayo et al., 1989: 47-50).

Y, en efecto, haya sido o no cierto que la intención que motivó a la esposa de Delfino a encerrar a la indígena fue la de protegerla de los varios peones que rondaban en su casa, otras fuentes demuestran que en aquél contexto las repartidas estaban especialmente expuestas a abusos sexuales, violaciones y agresiones diversas.

Para hablar con total precisión, desde su captura misma el destino de toda mujer indígena núbil, casada o deseada por algún soldado o varón criollo, podía ser ese. El mismo Daza quien, según vimos, dijo haber recibido el agradecimiento de su capturada Manuelita, lo explicó en el mismo capítulo en el que dio cuenta de aquella captura -capítulo al que tituló “Captura de novias indígenas”.4 Interesado especialmente en las jóvenes, interrogó a una quinceañera por medio de un lenguaraz. La “doncella de los bosques” -tal la caracterización que usó Daza- “principió á lamentarse por la angustiosa situación en que encontrábanse ella y las compañeras capturadas, quejándose amargamente de la adversa suerte y de la libertad perdida”. Entonces Daza replicó, por medio de su lenguaraz, “que debía alegrarse, puesto que desde ese momento quedaba incorporada á la cultura y civilización del pueblo argentino”. Y ofreció:

Si deseaba casarse,5 novios no le faltarían, pues había dado orden á los jefes de frontera el ilustre doctor ministro de la Guerra, que siempre que las clases, soldados valientes y buenos servidores solicitaran contraer matrimonio con las indias redimidas, les permitieran realizar sus deseos (Daza, 1914: 135).

El ministro había ordenado que los jefes permitieran a los soldados realizar sus deseos: semejante cadena no sólo era de mando, también suponía una especie de economía de la libido, una administración centralizada del deseo, un encadenamiento de voluntades masculinas que favorecía, con empatía viril, la distribución de los cuerpos femeninos como botín.6

Esa mirada sobre las mujeres indígenas como cuerpos sexualmente disponibles no se restringió al momento del ataque. Tomemos ahora tres ejemplos que emergen de fuentes diversas y que dan cuenta de distintas fases del proceso de reparto, en campos de concentración o en los domicilios donde fueron distribuidas.

El cacique José Pincén escribió una carta desde Martín García a Conrado Villegas. Desesperado por la salud de los hijos y las hijas que lo acompañaban y que estaban, como él, enfermas gravemente de viruela, rogaba merced al jefe militar. A propósito del destino de una de sus hijas, explicó: “si a ygnasia la e dado a sido por conservar su honor Lo se, me rrecomendo la Conservase y aquí es inposivle por que estamos en un cuartel todos entreverados y yo todo el día en los trabajos”.7 Ni siquiera un cacique podía garantizar la seguridad de su hija en el entrevero de Martín García. Por eso pensó Pincén que entregarla para su colocación a una familia en la ciudad de Buenos Aires sería un mejor destino.

Sin embargo, los domicilios particulares en que se colocaban no constituían precisamente refugios y solían ser, por el contrario, el recinto en el que la vulnerabilidad se intensificaba. Petrona Andrade, por ejemplo, que según su Acta de Bautismo había nacido en la tribu de Catriel8 y tenía veinticuatro años en agosto de 1879 fue atacada repetidas veces por Esteban Merlo.9 Inclusive Merlo fue preso en un par de ocasiones por atacarla. Lo sabemos porque fue noticia el escándalo que armó cuando ingresó a la casa en la que ella estaba colocada en noviembre de 1881. Petrona huyó. Francisca Gunello, su patrona, se sacó de encima al atacante diciendo que la indígena que buscaba estaba ahora en el conventillo de enfrente. Cuchillo en mano y voz en cuello Merlo cruzó hasta ahí y, mientras revisaba dormitorio por dormitorio, avisó a los inquilinos que iba a matar a Petrona por negarse a ser su compañera.

Para entonces Petrona tendría cerca de veintiséis años. Contó con la ayuda de su patrona, pudo huir y hacer la denuncia y su agresor fue nuevamente aprehendido. Pero hemos encontrado en otro expediente la descripción de un caso en el que la víctima de violaciones repetidas fue una menor cuya edad se supuso entre los doce y los catorce años. El sumario que se labró contra “la pampita” Margarita Picón por infanticidio en 1888 describe la indefensión en que se hallarían las menores.

Este expediente se inició en septiembre de 1888, después de encontrarse el cadáver de un recién nacido en el aljibe de la casa ubicada en la calle Florida n° 237. Aunque se consideraron primero varias hipótesis, y se tomó declaración a otras sospechosas, pronto comenzó a consolidarse la pista que sugería que la infanticida habría sido la pequeña sirvienta de la casa, una indígena “traída de las Cordilleras” cinco años atrás por el pater familiae, Pedro Morelli, un químico y fotógrafo que fue parte de la compañía de ingenieros que asistió a los militares en el avance hacia el territorio del Neuquén.10

Apenas se la interrogó, expuso sin equívocos ni evasivas que efectivamente había sido ella. En realidad no había matado al recién nacido, sino que este habría muerto cuando ella se desmayó tras dar a luz en soledad y escondida. Confesó que, de todos modos, había pensado matarlo; explicó que no sabía si fue niño o niña. La historia merece, cuanto menos, un artículo aparte pero la resumimos porque la traemos acá únicamente como ejemplo de la inseguridad en que vivían las menores indígenas.

Su apropiador no sólo fue parte de la avanzada hacia la cordillera en 1883, sino que seguidamente extendió sus intereses al Chaco. Allá estaba, de hecho, mientras el sumario sumaba fojas con declaraciones y oficios. En noviembre de 1887 Pedro Morelli había llevado a su casa porteña a otro pampa, de nombre Manuel; quien lo acompañaría a Villa Formosa. Estuvo en el domicilio de Florida 237 alrededor de quince días. Toda vez que pudo, Manuel violó a Margarita. Ella describió la violencia con que era abordada en esas situaciones pero, aún después de incorporar su declaración, en el expediente se las tipificó como “relaciones amorosas”.11

Cuando el juez quiso saber la edad de Margarita Picón sólo obtuvo conjeturas más o menos fundadas. No accedió al dato exacto. Tanto Emilia de Morelli, la esposa del fotógrafo de la conquista, como Felicié Pezet, su socia, coincidieron en el cálculo: la pampita vivía en la casa desde hacía cinco años y había cambiado sus dientes ahí. De esto inferían que tendría entre doce y catorce años.

La “única razón entendible”

Volvamos al sumario de quien todavía no encontramos nombre: la mujer que encerraron en una cocina para protegerla de los peones de la casa de Ambrosio Delfino el 4 de septiembre de 1883. La indígena NN que se ahorcó con su faja.

Livia Vitenti ha señalado que, en cuanto al estudio del suicidio de indígenas en situación colonial, se debate si este acto fatal debe considerarse como ejercicio de soberanía sobre el propio destino o si constituye, en cambio, la consumación del objetivo genocida del Estado. La disyuntiva entre esas interpretaciones es aplicable al caso de la NN. ¿Hasta qué punto puede su decisión entenderse como una u otra cosa?; ¿fue un último ejercicio de libertad, una inmolación por la que privó a sus nuevos aprehensores de su fuerza de trabajo?; ¿constituyó un sacrificio máximo de coraje intransigente?, ¿o fue la realización del objetivo de exterminio anhelado por los proyectos racistas?; ¿se trató sólo de resignación? No propongo una definición excluyente entre una u otra lectura pero entiendo que pensando la última decisión de la NN a la luz de este dilema podemos acercarnos a algunos de los significados que dejó.

Para empezar, la reconstrucción que se hizo en el sumario con declaraciones de testigos sobre las últimas horas de su vida da cuenta de una secuencia en la que la suicida había intentado otras escapatorias antes. De modo que, a pesar de su final, la trayectoria de vida de esta mujer no habría sido la de una persona siempre dócil y vencida. Leamos un fragmento de la reconstrucción que elevó el oficial Fernando Cordero al juez basándose en los interrogatorios realizados:

La india suicida, tenía una hija de 2 años, y era sirvienta en la casa de Doña Manuela Alonso de Maspero, vecina de esta Seccion. El dia 2 del corriente la referida Señora, hizo conducir presa á la India, que en la madrugada habia fugado de su casa llevandole unas ropas blancas, por valor de tres mil pesos m/c, y las que no tenia en su poder, cuando fue encontrada en la calle.

En esta Oficina fue imposible averigüar, donde habia dejado el robo, pues esta India vieja yá, fue de las últimas que vinieron en el Villarino y no hablaba nada el Español, en vista de esto la damnificada desistió de toda acusacion, pidiendo se la dejara en libertad y se la mandara á su casa, con el objeto de entregarla al Juez de Menores, y como rehusara salir con un agente, la Señora de Máspero, mandó a un hijo, llamado Angel, quien vino á buscarla siguiéndola esta á pié y llevando a su hijita cargada á caballo

Llamado á declarar el joven Maspero, dijo: Que en el interes de que no se mojara la criatura, galopó a fin de llegar pronto a su casa. - en seguida volvió por el mismo camino á buscar á la madre, y como no la encontrara, la recomendo a los agentes y vecinos que por allí pasaban - creyendo suficiente esto, se retiro a su casa - ignorando lo que fue de élla.

Asi es que la India el dia que fue alojada, en la casa de Delfino, ha pasado esa noche separada de su hija, y se ha imajinado que se la quitaban, única razon entendible, que pueda haberla determinado á quitarse la vida.12

Tal como se desprende de esa propia reconstrucción, el suicidio de esta NN habría sido un acto extremo decidido luego de verse envuelta en un caos de violencias incomprensibles desde su captura. Entre traslados, encierros, aprehensiones policiales y el robo de su hija, la ciudad era una continuación -tal vez aún más impiadosa- del ataque de los soldados. Y la comunicación estaría seriamente dificultada para “esta india vieja ya, que fue de las últimas que vinieron en el Villarino y no hablaba nada de español”, según leímos en el informe policial. ¿Cómo defenderse, cómo explicarse?

Este último documento que citamos en parte señala que había huido -lo que parece ser un indicio bastante evidente de que su vida no era llevadera en el hogar de la familia Máspero-, llevando consigo -según la acusación de su apropiadora- “unas ropas blancas” -de ser verdad, esto podría indicar que carecía de recursos para sostenerse y alimentar a su niña-. Luego fue aprehendida y encerrada. Al liberarla se negó a ser acompañada por un agente de policía -no tenía razones para pensar que la compañía de un hombre uniformado significara seguridad alguna. Más tarde le quitaron -o creyó que le quitaron, según el testimonio del joven Máspero- a su hija. Pidió ayuda en una casa y la encerraron.

El hecho de que se haya interpretado que, en esa sucesión de adversidades, la “única razón entendible” por la que pudo haber tomado la decisión de quitarse la vida es porque pensó que le habían robado a su niña es más revelador sobre los modos en que pensaban y evaluaban los captores a los repartos que sobre el suicidio mismo. Sin duda, la conservación de ese último vínculo social tendría una importancia vital para ella. Tal vez hasta incluso podamos coincidir en que haya sido una causa determinante, pero de ninguna manera nos convence el argumento en tono concluyente de que haya sido la “única razón entendible”. Esa expresión desestima el contexto general de incomprensión y violencia en que vivió la NN y reduce un vastísimo y multiforme marco de presiones y agresiones a un solo hecho, a un solo temor.

Sin duda las mujeres indígenas sufrieron sobremanera la quita de sus hijos e hijas. Aunque el régimen fue variable, terminó imponiéndose la práctica de dejar con sus madres a lactantes y menores de edades que variaban entre los cinco y diez años.

La práctica de repartir niños indígenas quitándoselos a las madres dejó una copiosa huella documental en periódicos y expedientes. En los archivos se conservan cartas escritas por los familiares reclamando por sus hijos e hijas.13 En esas fuentes el dolor materno es invocado con frecuencia.

A propósito, para citar un ejemplo, otra vez podríamos echar mano de la historia de la captura de Manuelita Rozas Namuncurá. En noviembre de 1882, quince días antes de que Daza la aprehendiera, su padre, Manuel Namuncurá escribió a Conrado Villegas: “[…] Sor General le suplico tenga la bondad de devolverme a mi hijo por hallarse la madre enferma a consecuensia de la llebada del hijo juntamente los demás yndios pricioneros las dos chinas qe deben estar allí […]”14

El dolor ante la pérdida de los hijos en aquellas circunstancias dejó registro también en la memoria oral. En lo que respecta a los pueblos mapuche, entre los relatos con que se conmemora el Awkan son muchos los que evocan a mujeres enloquecidas de tristeza por esos robos irreparables.15 Según Bertha Koessler-Ilg:

Las indias mordían, frotaban o quemaban un lugar de la piel de sus hijos hasta que brotaba la sangre, y echaban en la abertura unas gotas de su propia sangre. Creían que, así, en el caso de extraviarse los niños, esa sangre gritaría, respondiendo al angustioso llamado materno (Koessler-Ilg 1954: 99, § 1).16

Y Gregorio Álvarez atribuyó a uno de sus informantes la siguiente explicación:

En la raza mapuche, las madres, especialmente en tiempo de guerra, hacen en la piel de los recién nacidos, pespuntes con gruesos hilos de lana negra, para poder reconocerlos en caso de muerte, pérdida o prisión, cuando lleguen a mocetones (Álvarez [1957] 1960: 266).

No importa si esto que contaron a Koessler-Ilg y a Álvarez era o no realmente así. No importa si esas prácticas se efectuaban, importa que quienes las narraron subrayaron a sus entrevistadores el celo maternal de sus ancestras.

Sin embargo, como venimos anticipando, aunque pueda atribuirse un peso fundamental en la decisión final de esta madre a esa repentina orfandad -¿cabe referirse así a la pérdida de su pequeña hija?-, al interpretarla como “única razón entendible” el oficial inspector soslayó el maremágnum de agresiones que le habrían hecho la vida irrespirable. Esa deducción del inspector Cordero se enmarca en el imaginario que se extendía entonces con respecto a los repartos.

La separación de infancias indígenas de sus madres como tema de debate público: ¿“inhumana misión” o “caritativo alejamiento de una infección”?

La separación de las indígenas de su prole fue uno de los temas más debatidos en las discusiones públicas sobre la distribución de prisioneras. Tanto en la prensa como a nivel parlamentario17 se criticaron las “dolorosas separaciones de las familias indígenas”, separaciones cuyos denunciantes consideraron “contrarias a los sentimientos más respetables”.18 En octubre de 1885, cuando habría arribado un contingente de indígenas chaqueñas, el diario La Nación, opositor a Roca, publicó una nota que tuvo una amplia repercusión. Entre otras cosas decía:

A poco de fondear el vapor en el Riachuelo - empezaron á llegar personas con cartas para el encargado de la chusma, ordenándole que entregara al portador el indio número tantos.

Esas cartas, según se nos informó, procedían del estado mayor del ejército. El encargado de la inhumana mision de distribuir á los indios, que era un militar, daba inmediato cumplimiento á la órden recibida, arrancando de los brazos de las indias á criaturas de corta edad que lloraban sin consuelo al verse separadas bruscamente de sus madres.

Muy afligente era á la verdad el espectáculo que ofrecian las pobres indias cuando se les arrebataba uno ó más de sus hijos. Siendo inútil hablar, porque no habia quien las comprendiera, demostraban su dolor abrazándose de sus pequeñuelos y derramando abundantes lágrimas al ver que sus esfuerzos por detenerlos eran inútiles.

La cruel operación repitióse varias veces durante el dia y probablemente continuará repitiéndose hoy con la chusma que aún queda, si no se impiden por quien puede hacerlo, actos tan brutales.19

Aunque con diferencias significativas, durante todo el período estudiado, inclusive los órganos de prensa más favorables a la política llevada a cabo con los prisioneros coincidieron en señalar como un punto controvertible a la separación de madres e hijos o hijas. Veamos por ejemplo unas líneas de la nota editorial que publicó Domingo F. Sarmiento, en su diario El Nacional, en octubre de 1878, y que se volvió a publicar como artículo en sus Obras Completas:

[…] Mucho puede sugerir el sentimiento de humanidad en favor de los indios.

Pocas han de ser las madres que traigan consigo pequeñuelos, que deben acompañarlas siempre; pero dejarles los niños de diez años para arriba, por temor de que sufran con la separacion, es perpetuar la barbarie, ignorancia é ineptitud del niño, condenándolo á recibir las lecciones morales y relijiosas de la mujer salvaje. Hay caridad en alejarlos cuanto antes de esa infeccion.20

Los niños distribuidos en las familias viven felices, porque el tratamiento que reciben, la educacion en las prácticas civilizadas que les dan las cosas y las personas, los hacen confundirse bien pronto con los demás niños […]

Cualquiera situacion que se les haga en el campo ó en el servicio doméstico entre cristianos, es preferible á la vida que llevan al lado de sus padres […].21

Sarmiento propuso no dejarse llevar demasiado por la emoción y los sentimientos humanitarios. La clemencia ante el derecho de las madres indígenas a criar a sus hijos e hijas debía tener un límite: los diez años de edad.22 Y, en efecto, a juzgar por los registros de entrega consultados, parece haber sido más o menos ese el umbral a partir del cual se aplicó la política de separación compulsiva de hijos e hijas. Decimos “más o menos” porque de ningún modo se trató de una política de aplicación taxativa. Hallamos menciones a la entrega de muchos niños y niñas de entre dos y diez años de edad en soledad.

Lo cierto es que esa promoción para la separación de los hijos con respecto a sus madres indias no era pura crueldad. Se enmarcaba en una política global. El objetivo expreso de los artífices estratégicos de los repartos era el de lograr deshacer los vínculos sociales y hasta parentales de las tribus aprehendidas para construir en las personas aprisionadas y repartidas a individuos desasidos de la trama política comunitaria previa; por eso Sarmiento caracterizaba como “infección” al vínculo de las madres indígenas con sus hijos.

Sobre los repartos en general y sobre la separación de hijos y madres en particular unos decían: necesario, otros: cruel. No tardó en hallarse la síntesis absolvedora: cruel, pero necesario.

Eso no sólo ocurrió aquí. En los mismos términos se expresaron los promotores y los responsables de la quita de hijos a las madres malayas (Stoler, [2002] 2010: 121), a las aborígenes australianas,23 a las madres indígenas en Norteamérica y en todas las colonias británicas,24 a las madres españolas comunistas durante el franquismo.25

Quienes prodigaron una mirada menos deshumanizante a las víctimas de estos repartos y los consiguientes desgajamientos familiares, por otra parte, terminaron configurando una imagen casi estereotipada como metonimia del drama: la indígena de mirada dolida, irreparablemente mutilada por el robo de sus hijos. Así monumentalizó, por ejemplo, Lucio Correa Morales a una tehuelche en el grupo escultórico “Cautiva”. A propósito de esa obra, dijo Correa Morales:

[…] es uno de los trabajos que más quiero. ¿Sabe como nació? Estaba cierto día con mis hijos, y una india vieja que los miraba largamente con los ojos humedecidos, dejó escapar esta frase: “Yo también tenía chico, chico lindo; no sé vivo, no sé muerto, no sé dónde…” La he representado sentada en un resto de pared de adobe, mirando a lo lejos el toldo que no volverá a ver jamás. Sus pequeños se esconden como pájaros asustados y el perro queda para seguir la larga fila de cautivos, como vivo recuerdo del lejano amor que se apagó con sangre en defensa de la tribu (Gutiérrez, 1937: 193-194).

Esa imagen, esa escultura, como todo documento histórico, no es reflejo transparente de un acontecimiento real; es también huella de su constructor. Esa imagen es la estandarización que tendió a tomar entre algunas personas de la propia sociedad porteña la consciencia de la catástrofe humanitaria desatada. Pero no fue la única forma de dolor que suscitaron los repartos.

Suicidio inducido

Del suicidio de indígenas en este período podemos decir lo mismo que sobre los repartos: lo detectamos en las fuentes desde los ataques. Indios amigos (Racedo, [1881] 1940: 36), caciques presentados,26 mujeres con sus hijos se quitaron la vida mientras huían o al ser aprisionados.27 Es dable sin embargo sospechar que, como acontece generalmente en contextos de posguerra, las tendencias suicidas se hayan manifestado aun más un tiempo después de los ataques,28 en la vida mayormente anónima posterior a los repartos.

A propósito del incremento de los suicidios en contextos marcados por la violencia en su expresión más extrema e incomprensible, como fuera el caso durante la Segunda Guerra Mundial, Joost Meerloo escribió que “Cuando la gente piensa que la vida sólo es posible sobre la base del temor y la compulsión, el suicidio le ofrece su última libertad” (Meerloo, [1950] 1964: 116). Y más adelante precisó: “La autodestrucción es una última expresión de poder. Es la última manera de conservar la sensación de ser valioso y potente.” (Meerloo, [1950] 1964: 126)

Pilar Calveiro, refiriéndose a la inmisericorde y desquiciada rutina de tormentos en los campos de concentración bajo la dictadura del periodo 1976-1983 en la Argentina, señaló también que “la muerte podía aparecer como una liberación” pero que el dispositivo concentracionario se preocupaba por impedir el suicidio, por privar de esa potestad a los detenidos-desaparecidos (Calveiro, [1998] 2008: 66).

Antes de esto, a propósito de los suicidios que se contabilizaban en cifras espeluznantes entre los afrobrasileños, Roger Bastide propuso que en esos casos la muerte auto-infligida era una forma de volver a África.29 Y afirmó también que aquellos suicidios podían ser una manera de arruinar al latifundista.

Confrontada con estos análisis distantes que interpretan una especie de suicidio contra el poder, podríamos ensayar una lectura política del acto final de la NN. Tal vez buscó en su muerte un regreso a las pampas o a las cordilleras, probablemente se negó así a asumir el dócil lugar de mujer encerrada en una cocina. Y sin dudas, con su fin, rehusó ofrendar su trabajo a una patrona obligada.

Pero esa perspectiva, aplicada sin matiz, es insuficiente. Enfatiza la agencia de la NN y des-responsabiliza al Estado, a los promotores de su captura y a sus captores, a la sociedad porteña. La herramienta para contrapesar una mirada casi romantizada que erigiría al suicidio en un acto heroico nos la dan autoras como Barbara Cassidy y Livia Vitenti, quienes analizan el grado en que los suicidios entre integrantes de los pueblos indígenas americanos, hoy en situación colonial, pueden entenderse también como inducidos.30

En este caso sin duda debemos hablar de un suicidio inducido, socialmente inducido. Se indujo el suicidio de la NN cuando se la capturó, cuando la hicieron abordar el Villarino, cuando fue entregada a la Sra. De Máspero. Indujo su suicidio el cronista que hizo que los lectores vieran en la NN a una infección, y mirándola así, indujeron ellos también su suicidio. También indujo su suicidio la policía, cuando la apresaron después de su fuga. Y se indujo su suicidio cuando le quitaron su hija, sí, pero también cuando la encerraron en esa cocina. Su último acto de insumisión la liberó del largo encadenamiento de violencias, pero a la vez fue una más de esas violencias.

De cómo buscando un nombre hallamos un prostíbulo

No quise dejar en el anonimato a esta mujer. Supuse, y sigo creyendo, que la indígena a la que la policía y el sistema judicial designaron como NN -ese “nombre y apellido tan popular en los libros policiales”, según una boutade que hizo por aquella época un redactor de La Patria Argentina-31 debería haber dejado algún otro registro documental. Dado que en el sumario que acabamos de revisar se dan bastantes pistas que podían seguirse, indagué. En ese expediente se afirmaba que la NN había sido de las últimas en arribar en el Villarino y se especificaba el nombre y domicilio de sus apropiadores. Así que busqué a Manuela Alonso de Máspero, a cualquier Fulano de apellido Máspero, que pudiera ser esposo de Manuela y a su hijo Ángel en los listados de beneficiarios de entregas de indígenas desde 1880. Busqué también el domicilio de la calle Olvido 670 y el nombre de Ambrosio Delfino. Pero no, no aparecía nada.

Supuse que si revisaba las Actas de Bautismos de las jurisdicciones cercanas podía encontrar sino su bautismo propio, tal vez el de su pequeña hija. Examiné uno por uno los folios de los libros de bautismos de las Parroquias de Balvanera, Inmaculada Concepción, San Miguel Arcángel,32 San Nicolás de Bari y Nuestra Señora del Socorro para el período 1881-1883. No hubo caso. No apareció lo que esperaba: la mención al bautismo de una niña indígena de entre uno a tres años, amadrinada por Manuela Alonso de Máspero, por ejemplo.

Sin embargo, sí me encontré ante una circunstancia que me pareció curiosa. Conforme avanzaba en la revisión de las actas de bautismo correspondientes a las zonas donde había sido colocada la NN que buscaba, empezaron a repetirse registros en los que distintas mujeres indígenas, en un período relativamente acotado, bautizaban a sus primeros hijos, hijos “naturales”, según la clasificación moralista y clasista que etiquetaba por entonces así a los niños sin reconocimiento legal paterno.

La circunstancia pasó de curiosa a inquietante cuando noté que los domicilios de residencia de esas varias madres indígenas primerizas eran los mismos. Maipú 608 parecía ser un sitio donde la fertilidad de las mujeres indígenas se manifestaba con insistencia. En Maipú 608 vivía “la india Agustina Emilia de las Pampas”, de veinticinco años de edad, cuando dio a luz a Martín del Cármen, su primer hijo -sin padre registrado- el 29 de diciembre de 1881.33 Tres meses después, el 30 de marzo de 1882, nació Juan, el “1er hijo natural de la india Regina Arriosa, del Azul” que entonces también estaba domiciliada en Maipú 608.34 Igual que “la india Margarita Aindal, natural de las pampas de treinta años de edad”. Margarita tuvo a su primer hijo -sin padre registrado- el 20 de junio de 1882 y vivía en Maipú 608.35 También era Maipú 608 la dirección de “la india Petrona del Valle” el 4 de octubre de 1882, cuando nació María su “primera hija natural”.36

Por su ubicuidad comencé a prestar atención a ese domicilio, y resulto que no sólo las indígenas sino también mujeres de otras procedencias vivían ahí cuando daban a luz a hijos sin padre conocido: Sista Lencina, de quien no se precisó el origen, las cordobesas María Sejas y Rosario Castro, la paraguaya Fernanda González, la riojana Juana Carrizo, la paranaense Ramona Suárez. Todas jóvenes. Todas con igual domicilio.

Otro tanto ocurría en Esmeralda 559, donde “la india Juana Lorenza, natural del Partido del Azul” vivía cuando bautizó a su “1er hijo natural”, Cármen Lorenzo. Ahí mismo se domiciliaban otras madres jóvenes de hijos sin padre registrado: Josefa Aldares, española, Basilia Medina, cordobesa, Josefa López, también cordobesa, en fin, etc.

Desde que conocí la Guía Kunz y Meyer en la sección “Tesoro” de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno (en adelante, BNMM) tomé la costumbre de cotejar ahí todos los domicilios de indígenas, apropiadores, padrinos o madrinas que fui recopilando. La guía es de 1886, por lo que su consulta es totalmente pertinente para confrontar con casos de ese año pero su utilidad se torna relativa cuando nos alejamos, antes o después, de esa fecha. Si lo que nos interesa es saber qué había en los domicilios de Maipú 608 y Esmeralda 559 en 1882, el hecho de que la guía anuncie que allí se encontraba en 1886 el boliche de Juan Viñales37 y la caballeriza de Paz y Mendoza38 tiene la utilidad de un indicio pero no de una prueba. Tal vez en 1882 aún no estaban esos emprendimientos ahí.

Las sospechas se convirtieron en certeza cuando, revisando fuentes citadas por estudiosas de la prostitución en Buenos Aires,39 conocí el testimonio de Adolfo Batiz, comisario y callejero, que escribió un librito con sus memorias de aventuras urbanas en la noche porteña de la década de 1880. Batiz dedicó un párrafo entero precisamente a las manzanas donde estaban los domicilios de Maipú 608 y Esmeralda 559. Lo transcribo a continuación:

Al regresar subíamos por la calle Paraguay o por la de Córdoba, ambas, al llegar a Maipú, eran de veredas altas, se inundaban en tiempo de lluvias y existían dos puentes movedizos en ambos lados de la conjunción de esas dos calles con la de Maipú, comenzando en ésta y la primera de las nombradas la manzana destinada a prostíbulos, los humildes prostíbulos de las chinas criollas de pura raza, tipo indiano, habitando solamente una o dos en cada casa, sin órgano chillón como las casas del rufián napolitano, algunos tipos de chinas regordetonas se sentaban en la vereda a fumar un puro de tabaco tucumano (Batiz, s/d: 29).

Figura 1

Resaltado “manzana destinada a los humildes prostíbulos de las chinas criollas” según el comisario Adolfo Batíz (BNMM, Mapoteca, Inv. 3892, Bianchi, J. B. A, 1882. Plano de la Ciudad de Buenos Aires, Capital de la República Argentina. Recorte).

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Figura 2

República Argentina. Resaltado: Ciudad de Buenos Aires y zona de procedencia de las prisioneras repartidas en 1882-1883

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Mapa realizado por Adriano Arach, AUSMA, Universidad Nacional del Comahue

Probablemente no era una metáfora y se refirió a esa manzana o a otras parecidas Aristóbulo del Valle cuando dijo: “[…] no hemos respetado en estas familias [indígenas traídas a Buenos Aires] ninguno de los derechos que pertenecen, no ya al hombre civilizado, sino al ser humano: al hombre lo hemos esclavizado, a la mujer la hemos prostituído […]”40

Conclusión

Desde la época colonial la práctica de apresar y distribuir en domicilios particulares y en emprendimientos rurales a mujeres, infancias o ancianos indígenas era acostumbrada en el Río de la Plata (Villar y Jiménez, 1999 y 2001; Jiménez y Alioto, 2018). Tanto es así que para caracterizar a estos contingentes de prisioneros se empleaba un término que señalaba la utilización económica que se les daría luego de su distribución. En contraposición a la figura del lancero -indígena varón en edad de actividad militar- los no combatientes -niños, niñas, mujeres, ancianos y ancianas- eran denominados chusma. Sebastián de Covarrubias Orozco había registrado en 1611 la siguiente acepción sobre ese vocablo: “CHVSMA, […] Algunas vezes finifica la gȇte ordinaria y comȗ de la cafa, q̃ no tiene nŏbre de oficio, ni afsiento en ella. […]” (De Covarrubias, 1611: 296). Es decir que con esa palabra, heredada desde épocas coloniales, se refería a las personas que ocuparían el rango más bajo en la escala social pero que se incorporarían a la casa como unidad económica -a la vez que estarían excluidas de los vínculos parentales con la familia residente- y que, por no tener especialización laboral reconocida, deberían estar disponibles para lo que se les mandase. Por antonomasia casi toda mujer indígena, todo indígena no combatiente, era homologado o considerado de forma directa como personal doméstico. Probablemente esa haya sido otra de las causas por las que encerraron a la NN en la cocina de la casa de Ambrosio Delfino.

En el contexto de las campañas militares de conquista llevadas a cabo en el último cuarto del siglo XIX la acostumbrada distribución de indígenas tomó una escala demográficamente catastrófica para las poblaciones atacadas. Especialmente durante la primera mitad de la década de 1880, tal como vienen demostrando quienes investigan este período, en destinos diversos y distantes tales como Mendoza, Tucumán, Río Cuarto, Bahía Blanca, Rosario o Buenos Aires se contabilizaron miles de entregas.42

El artículo que estamos terminando se enmarcó en el objetivo de realizar una reconstrucción de la historia de ese contingente mayoritario de personas aprisionadas en las campañas militares hacia tierras ocupadas por poblaciones indígenas autónomas en el último cuarto del siglo XIX: las mujeres, las infancias, las personas ancianas, ese contingente llamado chusma en las fuentes de la época. Hemos elegido llevar a cabo la investigación mediante un enfoque micro-histórico confiando en que, bajo una mirada atenta a trayectorias específicas, podrían hacerse evidentes aspectos normalmente omitidos por las perspectivas generalizadoras. Y, en efecto, encontramos que, además de ser colocadas como personal doméstico, las prisioneras pudieron ser conducidas a otros destinos.

En esta ocasión, concretamente, tomamos al expediente sobre el suicidio de la NN como puerta de entrada para cuatro ejes de análisis. Primero, nos sirvió como vía para, confrontado con otros documentos, elaborar una especie de retrato coral sobre circunstancias que habrían constituido experiencias transversales para las indígenas repartidas en Buenos Aires durante la década de 1880: los intentos de fuga, la separación respecto de los hijos y la exposición a abusos.

Sin embrago, tratamos de no reducir a esta persona específica cuyo nombre aún desconocemos a un mero epifenómeno de la tragedia de su pueblo. Buscamos reconocer en el carácter único de su experiencia a una agente histórica particular: con un modo personal de afrontar y padecer las circunstancias que su colocación en Buenos Aires desató. Aunque lacónico, el registro de esa experiencia nos ofreció una oportunidad para advertir también circunstancias generales.

En tercera instancia, pudimos leer en el expediente la perspectiva que sobre los repartos tenía y discutía la sociedad captora. La separación de las madres y sus hijos se instrumentalizó con el fin de garantizar la cancelación veloz de sus culturas, pero quedó también en el registro contemporáneo como un acto cruel.

Por último, la búsqueda infructuosa del nombre de la NN derivó en el hallazgo inesperado de prostíbulos de mujeres indígenas en pleno centro de la ciudad de Buenos Aires.

Todo esto fue posible obviamente mediante la confrontación de ese breve expediente con otros documentos. Y si acaso podemos presentar ahora el balance de alguna utilidad específica brindada por nuestro enfoque micro-histórico, es necesario subrayar que nada de eso hubiera sido posible sin la consideración del proceso más amplio.

Este retrato coral -en el que se alternó a la NN con Petrona Andrade huyendo de su agresor, Margarita Picón sin poder huir del suyo, Ygnacia, la hija de Pincén, sin posibilidad de resguardar su honor en el hacinamiento de Martín García, Rosario Burgos, enferma a consecuensia de la llebada del hijo, y a otras madres a las que también quitaron sus hijos o que debieron dar a luz hijos de clientes inciertos- fue presentado como contestación a las versiones que, de manera contemporánea a estos repartos, pretendieron romantizarlos presentándolos como catapulta de ascenso social.

Fuentes documentales citadas

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Archivo General de la Nación, Sala vii, Fondo Carranza, Archivo del Gral. Conrado Villegas. Correspondencia Familiar, Legajo 723, folios 109 y 110, Manuel Namuncurá a Conrado Villegas. Pulmarí, 20 de noviembre de 1882.

Archivo General de la Nación, Juzgado del Crimen, Siglo XIX, N. 5, 2ª Entrega, Expediente 3, Sumario sobre el suicidio de la indígena NN.

Archivo General de la Nación, Juzgado del Crimen, Siglo XIX, P. 43, 2ª Entrega, Expediente. 1, Proceso seguido contra Margarita Picon acusada de infanticidio.

Biblioteca Nacional Mariano Moreno, Mapoteca, Inv. 3892, Bianchi, J. B. A. (1882) Plano de la Ciudad de Buenos Aires, Capital de la República Argentina.

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Fuentes Periodísticas:

El Nacional

El Porteño

La América del Sur

La Nación

La Patria Argentina

Libros de Bautismos Parroquias (LBP):

Balvanera

Inmaculada Concepción

La Piedad

Nuestra Señora del Socorro

San Miguel Arcángel

San Nicolás de Bari


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Notas

[1] Archivo General de la Nación, Juzgado del Crimen, Siglo XIX, (en adelante, AGN, JC, S. XIX), N. 5, 2ª Entrega. Exp. 3, leg. 2, f. 4.

[2] Durante el siglo XIX, con el término “chusma” se refería a los y las indígenas no combatientes: niños y niñas, mujeres, ancianos y ancianas. Volveremos sobre este término en la conclusión.

[3] Para mayores datos sobre la biografía de Manuelita ver Sosa (2001: 12-17), quien da crédito al testimonio de Daza y lo compara con la reversión que hizo más tarde Álvaro Yunque sobre ese tipo de trayectoria de ascenso social y des-marcación étnica por parte de una tía de Manuelita (Yunque, 1956: 376): “La hija del cacique [Calfucurá], después de ser adoptada por sus amos, recibió educación. Su belleza exótica enamoró a un extranjero y llegó a ser condesa y brillar en salones ingleses”.

[4] Es interesante estudiar el modo iterativo con el que José S. Daza refirió la captura de la esposa e hija de Manuel Namuncurá el 6 de diciembre de 1882. En su libro de 1908 no la mencionó, en 1912 la tituló “Captura de una reina de las pampas” y en 1914 aludió a ese “episodio militar” como “Captura de novias indígenas”. Describió que, en vísperas del ataque, mientras avanzaban por la noche para llegar al paraje por sorpresa durante la madrugada, los soldados entusiasmados se alentaban “Muchachos, parece que vamos á tocar diana en las tolderías; después del baile [eufemismo de uso extendido en estas fuentes para referirse a los asaltos a indígenas] comeremos carne con cuero [¿sería una expresión referencial u otro eufemismo?]”. En cuanto a la aprehensión de la esposa y la hija de Manuel Namuncurá concretamente hay algunas cuestiones importantes para señalar, lo que haremos en el próximo apartado.

[5] Aunque las fuentes militares señalen el consentimiento de las mujeres indígenas ante esos ofrecimientos, el marco de asimetría absoluta entre ellas y sus atacantes hace inaceptable la afirmación de que la voluntad de aquellas prisioneras hubiera sido respetada.

[6] El uso del término “botín” no es una licencia metafórica que aplicamos nosotros de manera extemporánea, el propio José S. Daza lo utilizó para referirse a las indígenas que capturó en 1882 (Daza, 1914: 140). Además, repartos de mujeres indígenas luego de los ataques son descriptos en Ébélot (1879: 128-129 y 139), Prado ([1907] 1976: 98-100) y Ramayón (1938: 40).

[7] AGN, Sala VII, Fondo Carranza, Archivo del Gral. Conrado Villegas. Correspondencia Familiar, Legajo 723, Folio 099, Carta de José Pincén a Conrado Villegas. Martín García, 6 de mayo de 1882 (el énfasis es nuestro). A propósito del campo de concentración montado en Martín García en estas circunstancias ver Papazián y Nagy (2010, 2011 y 2018) y Nagy (2021).

[8] LBP La Piedad (Vol. 44) f, 143, 2 de agosto de 1879.

[9] La Patria Argentina, martes 29 de noviembre de 1881, p. 1, col. 6.

[10] Pedro Morelli fue uno de los fotógrafos de la compañía “Antonio Pozzo y Encina, Moreno & Cía” que compiló un álbum con casi 200 fotografías de esta campaña. En varias de las tomas aparecen niños, niñas y familias, sospecho que alguna pueda ser la que Morelli se apropió y rebautizó como Margarita Picon.

[11] AGN, JC, S. XIX, P. 43, 2ª Entrega. Exp. 1, fs. 11, 12 y 14.

[12] AGN, JC, S. XIX, N. 5, 2ª Entrega. Exp. 3, leg. 2, fs. 5 y 6 (el énfasis es nuestro).

[13] Un caso paradigmático es el de los reclamos elevados por Sayhueque y otros líderes aliados; solicitaban la libertad de más de 60 personas capturadas (Vezub, 2005).

[14] , Sala VII, Fondo Carranza, Archivo del Gral. Conrado Villegas. Correspondencia Familiar, Leg. 723, fs. 109 y 110, Manuel Namuncurá a Conrado Villegas. Pulmarí, 20 de noviembre de 1882 (el énfasis es nuestro). A la luz de este pedido y de su tono suplicante no sorprende que Rosario Burgos, la esposa de Manuel, y su hija Manuelita hayan ido en busca de Daza a entregarse, buscando retomar contacto con su hijo la una y con su medio hermano la otra. A mi entender, la manera en que Rosario Burgos y Manuelita fueron capturadas -las avistaron avanzando virtualmente hacia los soldados- y el hecho de que el propio Namuncurá había enviado una carta quince días antes en la que reclamaba al ejército la devolución de su hijo, argumentando que su esposa se encontraba enferma a causa de esa ausencia, hacen sospechar que las mujeres se pudieron haber entregado motu proprio con el objetivo de retomar contacto con ese niño. De hecho, el destino de sus hermanos parece haber sido el único tópico que Manuelita conversó con interés en aquél paseo porteño que Daza evocó luego (Daza, 1914: 141). Para una reconstrucción de esta captura ver, además de los textos del propio Daza (1912: 125-132 y 1914: 123-143), Villegas ([1883] 1978: 148) y Prado ([1892] 2005: 125-132).

[15] Al respecto ver Ramos (2010) y Delrio y Malvestitti (2018).

[16] El énfasis corresponde al texto original.

[17] Para el tema de las discusiones parlamentarias ver Lenton ([2005] 2014: 104).

[18] Los entrecomillados fueron tomados de La América del Sur, jueves 20 de marzo de 1879, “Los indios en Martín García”.

[19] La Nación, sábado 31 de octubre de 1885, “Espectáculo bárbaro”, (el énfasis es nuestro); ver también Pigna (2005: 318).

[20] La práctica genocida de quitar hijos a sus madres se ha valido del mismo argumento en otros contextos (ver notas al pie 21 y 22).

[21] El Nacional, sábado 30 de noviembre de 1878, “Las cartas de Catriel”, (el énfasis es nuestro). El artículo volvió a publicarse en 1900, en el tomo 41 de las Obras Completas de Domingo F. Sarmiento, pp. 296-298. La nota fue transcrita parcialmente en Valko (2010: 270).

[22] Cabe aclarar que el propio Sarmiento fue promotor de la política de abducción de niños indígenas (El Nacional, lunes 18 de noviembre de 1878, “Los ranqueles y los Rumies”) y que él mismo se apropió de un par de niños indígenas a los que sometió a experimentos pedagógicos para explorar las facultades intelectuales.

[23] Baldwin Spencer en su reporte sobre los aborígenes del norte australiano expresó: “No debe permitirse a ningún niño mestizo permanecer en ningún campamento nativo, sino que todos deben ser retirados y reubicados en estaciones. Este plan está siendo adoptado en la medida de lo posible. En algunos casos, cuando el niño es muy pequeño, debe necesariamente ser acompañado por su madre, pero en otros casos, inclusive aunque pueda parecer cruel separar madre e hijo, es mejor hacerlo, cuando la madre está viviendo, como suele ser el caso, en un campamento nativo” (Spencer, 1913: 21).

[24] Al respecto ver Armitage (1995) y también Jacobs (2014: 170-171).

[25] El siquiatra Antonio Vallejos-Nágera “formado en los congresos médicos de la Alemania nazi, había teorizado tras hacer unos pseudo experimentos con brigadistas internacionales presos, que el comunismo era una enfermedad contagiosa y que, por lo tanto, había que separar a los hijos de los rojos de sus padres para evitar que se contagiaran” (Armengou y Belis, 2016: 21).

[26] El Nacional, viernes 13 de febrero de 1885, “Suicidio á orillas del Limay”.

[27] El Porteño, lunes 27 de enero de 1879.

[28] Cfr. Meerloo ([1950] 1964: 119).

[29] Ver Bastide ([1952] 1972: 255) y también Vitenti (2016: 54).

[30] Según el planteo de Cassidy, los suicidios en esas circunstancias no serían enteramente voluntarios sino que habrían sido inducidos por fuerzas externas, reinantes en un mundo en el que las mujeres indígenas simplemente no serían queridas por su género, su raza, su clase social y hasta su edad. (Cassidy, 2002: 3)

[31] La Patria Argentina, viernes 26 de mayo de 1882, “Muerte de NN”, p. 2, col.1. La nota refiere la muerte y entierro de un atorrante, expresión con que se caricaturizaba a las personas sin hogar que solían guarecerse en grandes caños marca A. Torrant abandonados o en depósito a espera de ser utilizados.

[32] Los Libros de Bautismos de la Parroquia (en adelante, LBP) de San Miguel Arcángel se encuentran deteriorados, parcialmente quemados, es probable que en esta y otras parroquias porteñas algunos libros se hayan perdido por los incendios que se produjeron en el marco del Golpe de Estado de 1955.

[33] LBP Nuestra Señora del Socorro (1882), f. 072.

[34] LBP Nuestra Señora del Socorro (1882), f. 272.

[35] LBP Nuestra Señora del Socorro (1882), f. 977.

[36] LBP Nuestra Señora del Socorro (1882), f. 959.

[37] BNMM, Tesoro Kunz y Mayer (1886: 292).

[38] BNMM, Tesoro Kunz y Mayer (1886: 201).

[39] Conocí esta fuente por la lectura de Donna Guy (1992), allí la autora investiga específicamente el destino de las mujeres europeas prostituidas en Buenos Aires, pero realiza una mención interesante para nuestro tema puntual; explica que en la ciudad de Córdoba, en 1883, la mayoría de las prostitutas eran “chinas (mujeres pobres, indias o mestizas) y [sugiere que] sus proxenetas usualmente eran sus amantes criollos” (Guy, 1992: 74).

[40] Tomado de Lenton, ([2005] 2014): 105.

[41] Por ejemplo, Binayan Carmona (1963), García Solano (1969), Asfoura (1980), Cendón e Isabello (1980), Depetris (1992), Mases ([2002] 2010), Tamagnini y Pérez Zavala (2016), Arias (2018), Escolar y Saldi, (2018), Lenton y Sosa, (2018), Pérez Zavala (2021), entre otros.