María Eugenia Alemano[1]
Trading peoples. Trade between Buenos Aires and the indigenous peoples of the southeastern Pampas, 1740-1830
La participación mercantil de las sociedades indígenas americanas ha sido objeto de muy disímiles interpretaciones historiográficas. Desde enfoques estructuralistas y dependentistas, se han enfatizado los factores coactivos y externos de la inserción indígena en relaciones mercantiles tanto como sus efectos nocivos para la sociedad nativa en términos de aculturación, dependencia económica y polarización social (Wachtel, 1976; Wolf, 1982). Otros enfoques privilegiaron la agencia indígena en sus análisis sobre la participación mercantil por sobre los factores coactivos y estructurales (Stern, 1986; Saignes, 1987). En sociedades de frontera, la participación mercantil indígena se ha explicado no tanto por factores coactivos, como la exigencia de tributos o la demanda externa de bienes primarios para el mercado mundial, sino como el medio para obtener bienes externos devenidos en necesidades culturales (Helms, 1969). Sin embargo, esta adopción no implicaría necesariamente una aculturación o estricta dependencia de los bienes occidentales. Como ha demostrado Jessica Stern (2017) para el caso de la sociedad nativa del sudeste norteamericano, lejos de ser receptores pasivos de bienes manufacturados europeos, los indígenas rechazaron la mayoría de las mercancías disponibles e incluso readaptaron las que sí abrazaron, abriendo nuevos canales de creatividad en poblaciones que vivieron su propia “revolución del consumo”.1
Este artículo enfoca el comercio interétnico en la frontera entre Buenos Aires2 y el mundo indígena del sudeste pampeano como prisma para analizar la participación mercantil indígena y su dinámica en un siglo de transformaciones entre 1740 y 1830. Las comunidades indígenas que comerciaban con Buenos Aires, identificadas por las fuentes como “puelches”, “pampas” y “serranos”, tenían sus núcleos de asentamiento en las sierras bajas del sudeste pampeano -desde Balcarce a Guaminí-, así como en el curso inferior de los ríos Negro y Colorado, donde en los siglos XVIII y XIX habitaban “tehuelches”, “pehuelches” o “huilliches”. Otro territorio indígena involucrado en el comercio con Buenos Aires fueron las Salinas Grandes y médanos de la pampa oriental, controlados por “aucas” y “rancacheles” en las últimas décadas del siglo XVIII y principios del XIX. Estas comunidades formaban parte del entramado más amplio de la sociedad indígena arauco-pampeana que se derramaba a ambos lados de la cordillera andina.
La participación mercantil de la sociedad indígena pampeana ha merecido cierta atención por parte de la renovación historiográfica argentina. En la década de 1980, los historiadores Raúl Mandrini y Miguel Ángel Palermo destacaron la innovación agropecuaria y la participación mercantil de la sociedad indígena pampeana. Para estos autores, el comercio interétnico desarrollado entre los siglos XVIII y XIX se explicaba por la necesidad que tenían los indígenas de complementar una economía fundamentalmente ganadera y abastecerse de bienes agrícolas o manufacturas imposibles de conseguir o de fabricar en su territorio, generando una dependencia económica respecto a la sociedad hispano-criolla que contradecía su autonomía política (Palermo, 1988; Mandrini, 2001). Matizando este panorama, en los últimos veinte años diversos estudios de caso enfatizaron la flexibilidad de la estrategia económica indígena, basada en la diversificación de las actividades económicas y la libertad con la que alternaban circuitos mercantiles de corta y media distancia (Alioto y Jiménez, 2010; Alioto, 2011b). Otros aportes han caracterizado actores y escenarios específicos del comercio interétnico, como Carmen de Patagones (Luiz, 2005; Alioto, 2011a), los fuertes y guardias de frontera (Néspolo, 2008) y las expediciones a Salinas Grandes (Taruselli, 2006). Sin embargo, carecemos hasta el momento de una mirada de conjunto del comercio exterior de la sociedad indígena al sur de la frontera de Buenos Aires en la transición entre el Antiguo Régimen y la ruptura del orden colonial.
La evidencia del artículo es presentada a través de las distintas etapas que atravesó el comercio indígena en Buenos Aires entre 1740 y 1830, etapas que se distinguen tanto por razones de índole histórica como documental. En cada una de ellas procuraremos identificar las mercancías intercambiadas, así como los actores, las prácticas y los escenarios del comercio interétnico.3 La primera de las etapas, entre 1740 y 1752, corresponde al funcionamiento de tres reducciones jesuíticas al sur del río Salado. Por supuesto, distintas fuentes expresan distintas cosas. En este caso, la documentación relativa al comercio indígena surge principalmente de las narrativas jesuitas y la correspondencia mantenida entre los padres de la orden. Interesados en vedar el consumo de bebidas alcohólicas, los padres de la compañía identificaron tempranamente un circuito de intercambio -de aguardiente por ponchos- entre agentes comerciales bonaerenses e indígenas, pero también es interesante observar que la aquiescencia indígena a la instalación de las reducciones, así como el posterior desalojo de su territorio, obedeció a criterios mercantiles.
A partir de 1752 se puso en marcha un sistema de guardias permanentes en la frontera de Buenos Aires, a la vez que se agudizaron los conflictos inter e intraétnicos. La principal fuente documental la constituyen los partes militares, diarios de expediciones y las declaraciones de ex cautivos, cuyo interés para las autoridades coloniales radicaba en identificar los movimientos indígenas y la circulación de armas y otros enseres militares. Este período resulta significativo ya que, más allá de las crudas realidades de la violencia fronteriza, el comercio interétnico se mostró como una insidiosa presencia que no cejó siquiera en los momentos de mayor conflictividad y que, por el contrario, multiplicó sus agentes y escenarios, convirtiéndose en objeto de negociaciones diplomáticas y acciones bélicas.
Una tercera etapa se abre en 1790, caracterizada por la institucionalización del comercio interétnico, las relaciones diplomáticas y la diversificación de las mercancías ofertadas y demandadas por los indígenas. Las tratativas diplomáticas y las descripciones elaboradas por altos funcionarios borbónicos -quienes adherían a cierto liberalismo en su aproximación a la cuestión indígena- dan cuenta del auge del comercio indígena en Buenos Aires. Por último, las primeras décadas revolucionarias implicaron la masividad y el mayor alcance regional y ultramarino de la oferta indígena de mercancías. Sin embargo, el comercio libre con las naciones europeas industrializadas y las intenciones del gobierno de Buenos Aires de avanzar la frontera representaron nuevas amenazas y desafíos para la economía indígena. Las principales fuentes que se ocupan del comercio indígena, por tanto, son producidas por actores extranjeros en Buenos Aires -entre ellos, soldados y emisarios comerciales británicos interesados- y los funcionarios y representantes del gobierno de Buenos Aires que buscaban avanzar la frontera y se debatían acerca del mejor medio para llevarlo a cabo.
¿Qué perspectivas nos ofrece una mirada de conjunto del comercio exterior indígena con Buenos Aires en la transición entre el orden colonial y el republicano? Trataremos de ubicar las motivaciones de la participación mercantil del mundo indígena independiente, la cual no puede en este caso ser atribuida a mecanismos coercitivos y dudosamente puede ser considerada producto de la intención de misioneros o funcionarios estatales interesados en crear una deliberada dependencia mercantil. La explicación debe centrarse, por tanto, en el seno de las comunidades indígenas.4 Entendiendo al comercio interétnico como un prisma desde el cual analizar la circulación en sentido amplio, como la suma de los procesos de producción, intercambio y consumo de mercancías5, analizaremos la demanda indígena de mercancías observando su progresiva diversificación y sofisticación ya que indican cambios en los patrones tradicionales de consumo consistentes con una “revolución del consumo” operada en la sociedad indígena pampeana. En segundo lugar, repondremos algunos elementos que delinean el desarrollo de una economía pecuaria y manufacturera exportadora en las comunidades pampeanas, así como la articulación de circuitos de intercambio intraétnicos, orientados ambos al abastecimiento del comercio exterior con Buenos Aires. Por último, señalaremos la dinámica de continuidad y cambio en la transición entre el Antiguo Régimen y la economía devenida del proceso independentista de las provincias del Río de la Plata que -entre otras cuestiones- implicó el paso de la complementariedad a la concurrencia entre la economía indígena y la hispano-criolla.
En la década de 1740, la orden de los jesuitas intentó reproducir la exitosa experiencia de las Misiones guaraníes en la región pampeana. Se fundaron tres misiones, una inmediatamente al sur del río Salado y las otras dos en las sierras del sudeste pampeano.6 Las comunidades pampeanas aceptaron su instalación y algunas incluso se acogieron a la vida en reducción, viendo en ellas la posibilidad de aprender el idioma castellano, adquirir bienes occidentales y allanar el comercio con Buenos Aires. La experiencia reduccional resulta significativa porque documenta los tratos mercantiles previos al arribo de los jesuitas, los nuevos consumos que los padres inculcaron y la férrea defensa que hicieron los caciques de su libertad de comercio frente al control monopólico pretendido por la orden.
Las descripciones de los jesuitas visibilizan un circuito ya existente de intercambio que tenía a las bebidas alcohólicas occidentales y a las manufacturas indígenas como protagonistas. De acuerdo al padre José Sánchez Labrador, previo al arribo de los jesuitas los indígenas pampeanos trataban “con más libertad con los españoles [por causa de lo cual] se les pegó el vicio de la borrachera pues proporcionaban a los indios así el vino de uva como la caña” (Furlong, 1938: 35). Según su descripción, los españoles salían a vender a los indígenas “en sus propias tierras” y obtenían en retorno tejidos de lana, ponchos y mantas, y artesanías en cuero de caballo y lobo marino como riendas, botas y alforjas. Aclaraba además que los indígenas pampeanos no tejían las prendas de lana sino que las compraban de grupos araucanos -“Muluches”- y cordilleranos -“Pehuenches”- “para mantener el comercio con los españoles”, fustigando a estos últimos: “Esos, que se precian de cristianos antiguos, sin respeto a leyes divinas ni humanas, han casi arruinado la cristiandad del Sud con la mercancía del aguardiente” (Furlong, 1938: 50).
Considerándolo contrario al cambio cultural que buscaban inculcar, los padres intentaron vedar el ingreso de aguardiente a las reducciones, e incentivaron el consumo de otros placeres como yerba mate y harinas. En octubre de 1740, a los pocos meses de fundada Concepción de los Pampas, el padre Matías Strobel, de origen alemán, consignó -optimista- que “la embriaguez que antes dominaba entre los indios, casi ha desaparecido […] y para reemplazar el aguardiente estamos introduciendo, y no sin agrado de parte de los indios, el mate del Paraguay” (Furlong, 1938: 98). Además de yerba mate, los padres repartían pan y bizcochos para incentivar la vida en reducción. De acuerdo a la declaración del ex cautivo Rafael de Soto, en las tolderías de Guaminí escuchó decir a un grupo de jóvenes indígenas que en la reducción Nuestra Señora del Pilar el padre Matías Strobel “les había lavado la cabeza y que para esto les había dado panes y bizcochos”. Según De Soto, Strobel logró bautizar a los jóvenes “haciéndoles aquellos halagos que ellos entendían por paga para poder de aquella suerte atraerlos a su fe de Jesús Cristo, la que nunca abrazaron de corazón según se ve pues se fueron otra vez con los infieles” (Mayo, 2002: 22-23, énfasis nuestro).
En efecto, los indígenas condicionaban su estancia en las reducciones a la distribución de determinadas mercancías como yerba mate, harina y tabaco. Al referirse a la fundación de la reducción Nuestra Señora del Pilar en 1747, el padre Sánchez Labrador, lejos de cualquier triunfalismo, señaló que los caciques reducidos permanecieron en sus toldos “todo el tiempo que duró la yerba del Paraguay, el tabaco y otros géneros que ellos apetecen y compran a trueque de plumeros de plumas de avestruces, ponchos, pieles de lobo marino y riendas de caballo”. Es decir, desde el punto de vista indígena, la vida en reducción era un buen sustituto del trueque con el que obtenían ciertas mercancías. Incluso, la distribución de víveres atrajo a los grupos más lejanos: “se esparció tan presto la voz de que el Misionero tenía qué repartir, que por diciembre se agregaron a los dichos otros 37 toldos de indios Patagones” (Furlong, 1938: 148).
Sin embargo, a los pocos meses las provisiones comenzaron a escasear: “Faltó la provisión a los Misioneros a mediado de febrero de 1748”, señala Sánchez Labrador, “y todos los indios levantaron sus toldos, dejando solos a los Padres”. En el mes de abril, los misioneros recibieron más provisiones y lograron que uno de los caciques regresara, aunque por poco tiempo “hasta fines de mayo, en que se acabaron las provisiones, aun las de boca […] solo siete toldos permanecieron y no desampararon a los Misioneros hasta enero de 1749” (Furlong, 1938: 149). Como vemos, la abundancia de provisiones atraía a los caciques a instalarse en las misiones; inversamente, la falta de ellas repercutió en su inestabilidad y el abandono definitivo de la reducción del Pilar.
Para los indígenas, otro aliciente de la catequesis era el aprendizaje del idioma español que les servía para mejorar sus condiciones de comercio. De hecho, contra el parecer de los padres, los indígenas exigieron que dicha enseñanza se les impartiera en español y no en su idioma: “Amotináronse en varias ocasiones, diciendo a los Padres que si querían enseñarles, había de ser en la lengua española, y no en la suya natural”. Según Sánchez Labrador, los padres misioneros comprendieron que “el fin que se proponían los indios, en aprender con ese empeño la lengua española. Con ésta podían fácilmente comerciar con los pulperos españoles, y sin necesidad de intérpretes comprarles el aguardiente para sus borracheras” (Furlong, 1938: 160-161).
Las reducciones también se convirtieron en sí mismas en mercados para la colocación de productos. En particular, el comercio de aguardiente a cambio de ponchos indígenas continuó en las reducciones y se convirtió en motivo de persecución por parte de los jesuitas, quienes no dudaron en aplicar torturas para coartarlo especialmente cuando se hacía por mano de tratantes indígenas. A poco de fundarse la reducción del Pilar, Strobel se quejó de que en los meses que llevaba allí seis veces habían llegado “estos borrachos y pulperos Pampas” con aguardiente para vender. Según su denuncia, “todo el tiempo que ha durado el trato de ponchos”, un indígena -identificado como Juancho Patricio- “trajo e hizo traer a escondidas aguardiente de la ciudad”. En aquella ocasión, el padre Strobel se refirió a estos “infames pulperos pampas” como obstáculos a la conversión y, por lo tanto, agentes del demonio: “ya que no nos ayudan en nada en la conversión de estos sus paisanos y parientes, a lo menos no nos embaracen. ¿Qué bendición de Dios pueden esperar estos tales ministros de Satanás?” Al año siguiente, dos indígenas llamados Lorenzo y Juancho Serrano llevaron a la misma reducción una gran cantidad de aguardiente. El padre Strobel, furioso, reaccionó ordenando que a Lorenzo se lo reprendiera y perdonara “por ser la primera vez y [que] parece ser enviado de otro. Pero a Juancho ¡calentarlo y unos 8 días en el cepo!”. En la visión del jesuita, el execrable castigo al indio Juancho se justificaba por ser reincidente pero sobre todo porque el ejemplo no se propagase: “para que él y los otros escarmienten; que de otra manera todos estos Pampas se harán pulperos, y todo el tiempo que hubiere ponchos tendremos aquí borracheras y pendencias” (Furlong, 1938: 155-157).
Desde el punto de vista indígena, las reducciones funcionaban como una bisagra o puerto de intercambio para la entrada de mercancías occidentales, las que eran trocadas por ponchos y otras mercancías producidas tierra adentro. La reducción de Concepción de los Pampas, más cercana a la frontera, parecía ser el emporio de los comerciantes indígenas. El ex cautivo Rafael de Soto aseguró que los indios pampas de esa reducción “tratan y contratan con los demás indios infieles […] por los ponchos que traen a esta ciudad, los cuales sabe el que declara no los fabrican en dicha Reducción”, confirmando el circuito mercantil de ponchos desde las tolderías hacia Buenos Aires en el que las reducciones habrían fungido de intermediarias. En su declaración, el ex cautivo aseguró ser “cierto, público y notorio” que los indios de la reducción de los pampas “continuamente andan en esta ciudad [por Buenos Aires] y tratan y contratan en ella”.
Resulta interesante esta cristalización de la figura del comerciante o “pulpero pampa”. De Soto caracterizó a estos intermediarios indígenas como muy “ladinos” en el castellano y vestidos a la criolla. Por ejemplo, un indio de la toldería en la que se halló cautivo era “ladino” y había sido criado del padre Strobel; según su declaración, “muchas veces ha venido al pueblo y comprado yerba y agua ardiente [sic]” y añadió que “cualquiera que lo vea y lo hable, como no lo conozca, no diga que es indio pampa, sino otro cualquiera de los amigos, pues el traje es como de cristianos con calzones, chiripá, camisa”. También mencionó al indio “ladino” llamado Lorenzo -de quien ya conocíamos sus actividades mercantiles- sujeto a la reducción del Pilar, quien visitaba Buenos Aires regularmente “vestido de calzones y chiripá y lo demás, y siempre anda vestido en la misma forma aun allá tierra adentro” (Mayo, 2002: 20-22).
El tema de la libertad de comercio en las misiones era motivo de controversia entre los caciques y los padres jesuitas. En cierta ocasión, el padre Strobel tuvo que explicar a un cacique las condiciones para acogerse a la reducción. Según su testimonio, otros indios le “metieron al cacique en la cabeza de que si se metía en un pueblo de los Padres, no sería más cacique, sino esclavo de los Padres, y que los Padres no le permitirían el libre trato con el español” a lo que él tuvo que explicar que “Lo uno y lo otro es muy ajeno de la verdad” y argumentó que se les permitiría el libre trato con el español, exceptuando sólo el aguardiente “y es la razón, que lo beben sin moderación” (Furlong, 1938: 116).
En verdad, se trataba de una contradicción que excedía al tema del aguardiente ya que, pese a su afirmación en contrario, los padres jesuitas pretendían eventualmente ejercer un control monopólico sobre el comercio indígena de las reducciones. El padre provincial Manuel Querini dejó asentada la intención de la orden en el memorial de su visita a la reducción de los pampas: “Quítese en cuanto se pueda el que los indios vayan a la ciudad. Lo que quisieren enviar se remitirá en carreta del pueblo al Padre Procurador y les remitirá según su producto lo que ellos pidieren”. Además, el plan del superior jesuita contemplaba prohibir expresamente la comunicación con los “infieles” de tierra adentro (Furlong, 1938: 200). A la larga, el control monopólico que pretendían los jesuitas sobre las misiones chocaba con la libertad de comercio que defendían los caciques. Las misiones jesuitas al sur del Salado pudieron ser pensadas, desde la óptica indígena, como plazas redistribuidoras de mercancías, mercados semi-cautivos y puertos de intercambio; al demostrarse la contradicción de sus intereses con los de la orden terminaron siendo desalojadas de su territorio.7
Usualmente, la historiografía ha caracterizado este período de las relaciones interétnicas por la militarización de la frontera, los malones y la violencia colonial desplegada sobre las tolderías, oponiéndolo al período subsiguiente (1790-1820) que sería de “paz y comercio”, habilitado por la política borbónica de pacificación de las fronteras y atracción de las naciones indígenas por medio del comercio (Weber, 1998: 152). En efecto, los conflictos sucesorios y territoriales entre parcialidades indígenas y la presión de la sociedad colonial por avanzar la frontera -de algún modo contenida por las autoridades borbónicas- hicieron que en este período la violencia se enseñoreara de la frontera y tierra adentro.8 Sin embargo, aun cuando los conflictos fronterizos se hicieron más frecuentes y virulentos, el comercio interétnico no mermó sino que continuó abriéndose paso a nuevos escenarios y prácticas, volviéndose parte de los objetivos de guerra y de las negociaciones diplomáticas.
En la década de 1750, una de las prácticas que se instauró fue la de recompensar materialmente los auxilios militares prestados a los cristianos por los caciques y comunidades aliadas. Entre 1753 y 1759, en doce oportunidades las autoridades de Buenos Aires entregaron al cacique Nicolás Cangapol, y a los indígenas de su comunidad, cargas de yerba mate y tabaco, reses, cuchillos, telas “de Castilla” y cuadernillos de papel.9 La entrega de raciones, si bien no constituye estrictamente comercio, resulta una forma de intercambio que testimonia la diversidad y cotidianeidad del consumo mercantil indígena. En este caso, las raciones entregadas por el Cabildo de Buenos Aires a Cangapol a mediados del siglo XVIII muestran como novedad la demanda de telas importadas y la práctica de la escritura en el seno de las tolderías pampeanas.
En este tiempo convulsionado, fue fundamental para los indígenas hacerse de armas blancas. En 1768 el ex cautivo Juan Macías, quien vivió dos años en las tolderías del Río Negro, declaró que sus amos tehuelches “convenían con la paz hasta sacar a los cautivos, que son de su parcialidad y proveerse de chuzas, cuchillos y otras varias cosas de que carecen” (Mayo, 2002: 27). Asimismo, el cacique Alcaluan, apresado en 1778 por las autoridades coloniales, aseguró que en las tolderías de Guaminí se fabricaban lanzas y que “los chafarotes, y otras Armas las adquieren por cambalachos”.10 Por su parte, la ex cautiva María Paula Santana declaró que entre sus captores “no vio muchas chuzas y algunas sin hierro solo la caña”, y que durante el malón de 1780 “vio algunas con un solo clavo atado a la punta que su amo era uno de estos y cuando se iban a retirar separó el clavo, lo metió en la bolsa y arrojó la caña” (Mayo, 2002: 48), gesto que da cuenta del valor que tenía para los indígenas contar con elementos de hierro para confeccionar armas.
Además de ejercer la vigilancia, los fuertes y guardias se convirtieron en receptáculo de las partidas indígenas que se acercaban a comerciar a la frontera. A veces, estos encuentros mercantiles iban acompañados de intenciones diplomáticas. La historiadora Eugenia Néspolo (2008), a partir de un análisis exhaustivo de la documentación del fuerte y guardia de Luján, identifica un “circuito de intercambio mercantil alternativo e informal” entre los vecinos del pago y las partidas indígenas, mutuamente beneficioso, centrado primordialmente en el trueque y compra-venta de maíz y “ponchos pampas”. También en el fuerte de Salto se presentó, en la primavera de 1766, una comitiva de los caciques Anteman y Lincopan de Salinas Grandes para vender su sal y preguntar “si los españoles estaban enojados con ellos”.11 Por su parte, los pulperos españoles -como ya hemos visto- se introducían por su propia cuenta y riesgo a cambalachar en el mundo de las tolderías, actividad que permanecía aún en contextos altamente conflictivos. En la campaña militar hispano-indígena de 1770, contra indígenas aucas y tehuelches, los expedicionarios encontraron en los toldos del cacique Flamenco a seis españoles “haciendo trato” con yerba, tabaco y aguardiente (Hernández, [1770] 1837: 49).
Asimismo las expediciones a Salinas Grandes, organizadas por el Cabildo de Buenos Aires para la extracción del mineral en pleno territorio indígena, eran ocasiones propicias para los tratos mercantiles entre indígenas y cristianos. Entre 1716 y 1810 se registraron 48 expediciones a Salinas Grandes, constituyéndose en escenario regular del comercio interétnico. Cada expedición se componía de tres o cuatro centenares de carretas flanqueadas por una fuerte escolta miliciana que, partiendo desde Luján, se internaba 120 leguas en dirección sudoeste. El comandante debía pactar con los caciques el paso por su territorio, para lo que usualmente transportaba regalos y víveres con el fin de agasajarlos. Los indígenas aprovechaban el paso de la expedición para negociar sus productos y obtener las apetecidas mercancías coloniales. Las carretas iban repletas de mercancías coloniales y volvían con la sal beneficiada y los productos indígenas, convirtiendo al viaje en una provechosa caravana comercial para sus propietarios (Taruselli, 2006: 138).
En sentido inverso, cuando las condiciones lo permitían, los indígenas organizaban caravanas comerciales a la ciudad de Buenos Aires. Un tratado de paz suscripto en 1770, entre el gobernador de Buenos Aires y algunos caciques aucas, estipulaba que las “partidas de comercio” indígenas debían seguir el camino de Salinas Grandes y presentarse “en grupos de 5 o 6 personas” en la guardia de Luján para ser conducidas a Buenos Aires.12 La norma indica cierta regularidad y formalización de estos tránsitos. Sólo en el verano de 1778, seis partidas de entre diez a treinta indígenas que respondían al cacique Lorenzo Calpisqui llegaron a Buenos Aires para “vender sus efectos”.13 En dos de esas ocasiones, los “capitanes” de las partidas se entrevistaron con el virrey Vértiz y se “volvieron muy contentos por el buen trato” que recibieron.14
Sin embargo, las autoridades coloniales fluctuaban en sus pareceres y no siempre respetaban lo pactado. Por ejemplo, en 1774 el cacique Toroñan de Salinas Grandes encabezaba una expedición comercial a Buenos Aires cuando fue tomado prisionero por las autoridades de la frontera. Los caciques Flamenco (1770), Guchu-lepe (1774) y Alequete (1776) fueron apresados en similares circunstancias. En 1778, las comunidades indígenas del sudeste pampeano se unieron y enviaron una embajada a Buenos Aires para solicitar la paz y la apertura irrestricta del comercio. La respuesta del virrey Vértiz fue apresar al cacique Linco-Pagni, portavoz de la solicitud indígena, y prohibir el comercio con los indígenas para todos los habitantes de Buenos Aires.15 El cúmulo de malestar provocado por la prisión de caciques prominentes, las campañas de exterminio lanzadas desde la frontera y la decisión virreinal de vedar el comercio indígena motivó los grandes malones de 1780 sobre Luján y de 1783 en La Matanza.
En esta crítica coyuntura, la fundación de un enclave militar español en Carmen de Patagones apareció como un nuevo y oportuno escenario de comercio para las comunidades indígenas del sudeste pampeano. En 1779, el marino Francisco de Viedma fue comisionado para la fundación del fuerte a orillas del Río Negro en pleno territorio indígena. De acuerdo al relato posterior del naturalista francés Alcides d’Orbigny ([1844] 1945, T. III: 873), Viedma negoció con el cacique Negro, “poseedor natural del suelo”, la compra del curso bajo del Río Negro “mediante una gran cantidad de ropas y una contribución general hecha a todos los indios de toda clase de objetos de uso”. El interés del cacique en el establecimiento español era tan fuerte que asistió con sus indígenas a la construcción del fuerte (d’Orbigny, [1844] 1944, T. III: 873-874).
A continuación, el fuerte de Carmen de Patagones subsistió en sus primeros años merced al intercambio con el mundo indígena circundante. En 1780, un ex cautivo declaró que las autoridades de Patagones recababan caballos, pieles y carne charqueada de las tolderías de los caciques tehuelches Negro y Tomás a cambio de yerba, aguardiente, tabaco y harina.16 Además, el enclave de Carmen de Patagones no sólo comerciaba con los tehuelches vecinos al fuerte sino también con las parcialidades aucas y rancacheles habitantes de las sierras y salinas del sudeste pampeano. En 1781, el comandante Viedma informó que el cacique Lorenzo Calpisqui lo invitó a enviar gente a su toldería en Sierra de la Ventana “con bastante aguardiente y bujerías”17 para comprar ovejas, cabras y vacas. Calpisqui ofreció asimismo acompañar a los cristianos a comprar caballos en las tolderías de Salinas Grandes de cuyos caciques era amigo (Luiz, 2005: 18).
La coincidencia de intereses hizo del enclave de Patagones un interesante mercado alternativo para los indígenas, donde podían vender incluso el botín de los malones lanzados sobre la frontera de Buenos Aires. En 1781, según el relato de la ex cautiva María Paula Santana, los indígenas llevaron a Patagones el ganado y las cautivas que habían obtenido en el malón del año anterior para cambiarlos por ropa y aguardiente (Mayo, 2002: 47). Los indígenas basculaban entre estos dos polos de comercio a conciencia de la situación interétnica reinante. En 1783, según un ex cautivo, en el contexto de extrema tensión generado tras el malón de ese año llegaron a las tolderías de Guaminí dos indígenas que traían aguardiente de Patagones, diciendo que “por aquellas partes [los cristianos] estaban buenos con ellos” (Mayo, 2002: 56).
Con todo, en 1781 se entablaron negociaciones de paz entre las autoridades virreinales y los caciques pampeanos. El virrey Vértiz envió a las tolderías de Sierra de la Ventana las condiciones de la paz propuesta para que fueran leídas a los caciques. Entre ellas, el artículo tercero instruía que:
Siempre que piensen venir a vender sus Cueros, Riendas, Plumeros, u otras cosas, han de dirigirse por el camino que se les señalará a la Guardia, o paraje de la Frontera, que igualmente se les dirá, donde habrá Pulperos con Aguardiente, Tabaco, Yerba, u otros efectos que necesiten.
Además, señalaba que “ha de ser reducido a quince o veinte, los que vengan a estas ventas, pues dicho número puede venir encargado de los demás efectos, que quieran vender los otros Indios”.18 Mientras tanto, en las tolderías de Calpisqui, según declaró el cautivo Pedro Zamora, las mujeres comenzaron a producir riendas y componer plumas “por si había paces”19 y se reanudaba el comercio con Buenos Aires.
Junto al tratado de paz propuesto, Vértiz envió a las tolderías una abundante cantidad de obsequios para el cacique Lorenzo Calpisqui y su familia, así como para los caciques Toro y Cayupilqui, con el fin de “aceitar las negociaciones de paz”.20 La lista de regalos enviados por Vértiz muestra la gran diversidad y amplio conocimiento de los bienes de origen criollo y europeo por parte de sus demandantes indígenas. Forman parte del ajuar bienes de consumo y subsistencia como: aguardiente, yerba, tabaco, azúcar, pan y jabón, elementos para la equitación -frenos, espuelas, lomillo, cabezadas-, utensilios de metal -jarros de hojalata, dedales, cuchillos y navajas-, géneros de tela y prendas de vestir. En especial, los indígenas apreciaban el envío de peinetas, espejitos, sortijas y cuentas de vidrio de colores. Además, la lista de regalos reconoce a la jerarquía cacical mediante una marcada diferencia no sólo en la cantidad sino en la calidad de las mercancías enviadas. Mientras al cacique Lorenzo se le obsequió bayeta importada de Europa, a los caciques Toro y Cayupilqui les tocó recibir el mismo género pero “de la tierra”; es decir, de origen local, lo que habla de un refinado sentido del gusto capaz de distinguir las distintas calidades de tela.
En 1786 las parcialidades indígenas anhelaban el retorno de las expediciones coloniales a Salinas Grandes, suspendidas desde hacía varios años debido a la álgida coyuntura interétnica.21 Con las negociaciones de paz en marcha, en la primavera de aquel año partieron de Luján 253 carretas y más de 700 personas, entre los peones encargados del transporte y la escolta miliciana. Como parte de los avíos necesarios, la expedición llevaba yerba, tabaco y aguardiente “para regalar a los indios”; es decir, a los caciques con los que tenía que negociar su paso. Más aún, los campamentos de la expedición se convirtieron en auténticas ferias ad hoc. En al menos diez oportunidades la expedición debió detenerse, demorarse e incluso desviarse de su camino, a pedido de los indígenas para que pudieran “hacer sus tratos”. Hombres y mujeres indígenas se acercaron en grupos de 50, 60 y hasta 150 personas ofreciendo lo mejor de su producción artesanal: pieles, plumeros, ponchos, mantas y riendas. En más de una ocasión, los tratos se extendieron de un día para otro e indígenas y cristianos compartieron noches de campamento y alegres borracheras.22
Tras la suscripción del tratado de paz de 1790, entre el virreinato del Río de la Plata y los caciques pampeanos, el comercio interétnico entró en una etapa de madurez caracterizada por la formalización de los escenarios de intercambio, la diversificación de la demanda indígena y el auge de las producciones indígenas en el mercado porteño. El tratado de paz, suscripto en Guaminí por catorce caciques, les reconocía el territorio de las sierras del Volcán -Sierra de los Padres-, Tandil y Ventana y nombraba a Lorenzo Calpisqui como “cacique principal y cabeza de esta nueva república”. De acuerdo a la letra del tratado, los caciques debían escoger los lugares más propicios “para criar sus ganados, y tener de qué sustentarse” y cuidar de que “todos, y cada uno de sus Indios, se apliquen a este objeto, para facilitarles el trato y comercio con los españoles en esta Capital”.23
Amparadas por el tratado de paz, las caravanas indígenas hacia Buenos Aires se hicieron más fluidas y se fueron formalizando hasta constituir auténticas embajadas comerciales. Las partidas de comercio estaban compuestas por decenas de indígenas y requerían una importante logística para transportar las mercaderías a caballo ida y vuelta desde las tolderías localizadas a cientos de kilómetros. El viaje completo tomaba entre tres y cuatro semanas y cada núcleo de asentamiento en el sudeste pampeano parecía controlar su propia ruta mercantil. El protocolo indicaba que las partidas indígenas debían presentarse en los fuertes de Luján y Chascomús, desde donde eran convoyados hasta Buenos Aires por los blandengues de la frontera. Entre 1788 y 1801, según datos de Juan Francisco Jiménez y Sebastián Alioto (2013: 18), atravesaron Luján 120 partidas indígenas compuestas por 1.467 personas en total, hombres y mujeres, con destino a Buenos Aires. Otras veintitrés partidas comerciales lo hicieron por Chascomús (Galarza, 2012: 115). Una vez en Buenos Aires las comitivas eran alojadas en posadas especializadas y recibidas por el propio virrey.
[i] Fuente: elaboración propia en base a Muñoz (1824).
Estas operaciones comerciales a larga distancia tenían como objetivo llevar al mercado porteño las producciones indígenas y cambiarlas por géneros y víveres de consumo popular, herramientas y armas de metal. El marino español Félix de Azara, presente en Buenos Aires a fines del siglo XVIII, observó el comercio que realizaban los indios “pampas” en la ciudad. Según Azara, los “indios pampas” obtenían de otras parcialidades plumas de ñandú, mantas de pieles, jergas y ponchos de lana, a lo que sumaban producciones propias como bolas, lazos, pieles y sal, entre otros artículos, para vender en el mercado porteño. A cambio de sus mercaderías, los comerciantes indígenas esperaban su retorno en dinero o, preferentemente, en especies: “todo lo conducen los pampas y lo venden o permutan en Buenos Aires por dinero y mejor aguardiente, azúcar, dulces, yerba del Paraguay, higos secos, pasas, sombreros, espuelas, frenos, cuchillos, etc.” (Azara, [1846] 1943: 68, énfasis nuestro).
Asimismo, el lujo y la distinción social no estaban fuera del alcance de las aspiraciones mercantiles indígenas. En su descripción del modo de vida de los “indios pampas”, Azara encontraba que los más “ricos”, y especialmente sus mujeres, eran afectos a adornar sus vestidos y caballos con cierto boato: “las casadas con indios ricos y sus hijos, se adornan más y con mejores prendas […] las pampas ricas llevan las correas de la cabezada del caballo cubiertas de planchuelas de plata y los estribos y espuelas de este metal”.24 En su mentalidad ilustrada, el marino juzgaba que el lujo y la ostentación de riquezas eran rasgos propios y exclusivos de la sociedad indígena pampeana: “En ninguna otra nación silvestre he notado esta desigualdad en riquezas, ni semejante lujo en vestido y adornos”, y atribuía esta particularidad a que tanto “pampas” como “aucas” eran, en su opinión, las únicas “naciones comerciantes” (Azara, [1846] 1943: 67, énfasis nuestro).
A su vez, la paz mercantil consintió que las expediciones a Salinas Grandes retomaran su periodicidad. Entre 1786 y 1810, año de la última expedición a Salinas Grandes, se registraron doce expediciones las cuales representaban un escenario privilegiado para el intercambio mercantil y diplomático. Como señala un relato posterior, “los indios se habían habituado a esas expediciones, y en vez de mirarlas con recelos, las esperaban ansiosamente” (Parish, 1852: 270). El autor de la cita señala como motivo principal de este acogimiento “al tributo anual en forma de regalos” que los españoles pagaban para que los dejasen pasar a sus territorios, pero creemos que el verdadero motivo era el comercio recíproco que -como hemos observado- se desarrollaba en cada una de estas expediciones.
Para fines del siglo XVIII, el comercio indio tenía en Buenos Aires varias casas especializadas en alojar a las partidas indígenas y comercializar sus productos. Un conflicto desatado entre los propietarios de dichas casas, que escaló hasta las más altas esferas del gobierno colonial y metropolitano, ilustra los distintos intereses en juego entre los actores implicados en el comercio interétnico: los comerciantes porteños, las comunidades indígenas y las autoridades coloniales. En 1790, un decreto virreinal estableció una distribución de las partidas indígenas llegadas a Buenos Aires mandando que “los Indios de las naciones Ranquelche, y Pehuenches, parasen en casa de Don Blas Pedrosa, y los de la nación Peguelchus, en la de Doña María de las Nieves, conocida vulgarmente por la Pampa”.25 Sin embargo, la prolija distribución que señalaba la disposición virreinal era infringida por ambas casas comerciales cuyos propietarios literalmente se peleaban por alojar las partidas indígenas:
[…] habiendo venido varias Partidas de Indios a casa de la nominada Pampa, no siendo de los comprehendidos en aquel alojamiento, y sí en el de Pedrosa, reclamados por éste no le fueron entregados; y aun se excedió la predicha Doña María en razones descompuestas: posteriormente vino otra partida que tampoco la correspondía, y rehusó entregarla a Pedrosa, improperándole [sic].26
Ante estas desavenencias, el Virrey intervino nuevamente y salomónicamente expidió una orden al comandante de la frontera para que “las partidas de Indios fuesen conducidas a ese Fuerte [Luján] desde el cual se les destinaría a la Casa que [los indígenas] quisiesen”.27
Sin embargo, las casas comerciales implicadas no quedaron conformes con esta libertad de elección de los indígenas y pugnaron para obtener posiciones monopólicas en el comercio indio, petición que llegaría a oídos del Rey. En 1794, Manuel Izquierdo, vecino y comerciante de la ciudad de Buenos Aires y esposo de María de las Nieves, la “Pampa”, realizó una presentación a las autoridades coloniales para que las partidas comerciales indígenas se alojaran en su casa y en ninguna otra.28 Manuel Izquierdo alegaba que hacía “más de veinte años” se hallaba “tratando y comerciando con los Indios Pampas que frecuentemente se introducen en aquella Ciudad a expender las especies que conducen de sus Países”, alojándolos en su propia casa, motivo por el cual en la ciudad se la conocía como la “Casa del Pampa”.
El problema para Izquierdo residía en que hacía algunos años tenía la competencia de otras dos casas que alojaban a las partidas comerciales indígenas. A la participación del ex cautivo Blas Pedrosa en este comercio se sumó la casa del comerciante Esteban Romero; por un nuevo decreto virreinal de 1794 las partidas que entraban por Chascomús debían ir a la casa de éste, y las que lo hicieran por Luján a la de Pedrosa. En verdad, esta nueva distribución había sido motorizada por los propios indígenas; azorados por las prácticas monopólicas y abusivas, según informó el comandante de la frontera, dejaron de asistir a la “Casa del Pampa” y solicitaron la intercesión del virrey:
En aquella casa, se les ha comprado la mayor parte de sus mercancías a precios ínfimos y cambios equitativos [sic], cuyo trato lucrante, mala asistencia, y muerte de un Indio acaecida en una desazón en dicha casa […] dio margen a que se retirasen de ella después de repetidas quejas con que los indios molestaron la atención del anterior virrey.
El comandante subrayó la “versación y veleidad” adquiridas por los indígenas en este comercio y la amenaza que, en su opinión, se cerniría de imponérseles condiciones restrictivas: “de sujetarlos a que precisamente y contra su voluntad hayan de alojarse en una casa determinada podrá tal vez acarrear a aquella Provincia funestas consecuencias”,29 lo que muestra el celo con el que los caciques defendían su libertad de comercio.
La resolución del conflicto muestra también el interés de las autoridades coloniales en la continuidad del comercio interétnico. El virrey informó a la corte metropolitana en contra de las intenciones de Izquierdo, calificando de “muy extraña” su solicitud de que todos los “indios pampas” que fueran a comerciar a Buenos Aires se alojaran en su casa, ya que “en este caso quedaría Izquierdo casi dueño exclusivo del Comercio en que trafican, y los retraería de continuarlo, o a lo menos de aumentarlo” y a ello el virrey oponía consideraciones estratégicas relevantes para el virreinato: “para que aquellos infieles no desconfíen de nuestro trato y logremos por este medio reducirlos a vida civil, que jamás podrá conseguirse ínterin la experiencia no les haga conocer las ventajas que disfrutan en sus ventas y cambios”. Llegado el caso a la Corte en Aranjuez, el Rey, en vista de lo informado por las autoridades virreinales, expidió una Real Orden desestimando la petición de Manuel Izquierdo.30 Este conflicto y su resolución demuestran que si bien el Rey y sus funcionarios buscaron favorecer -o más bien no obstaculizar- el comercio indígena, en el fondo del conflicto se encontraba la defensa que realizaban los caciques de su libertad de comercio y la capacidad de las comunidades de sustentarla con acciones políticas y bélicas.
De esta manera, para comienzos del siglo XIX el comercio de los indígenas estaba firmemente establecido en Buenos Aires y repartía dividendos para los comerciantes porteños y los avezados mercaderes indígenas. Miguel Lastarria, secretario del virrey Avilés entre 1799 y 1801, informaba que la llegada de partidas indígenas era un hecho cotidiano en la ciudad
Arriban hasta la misma Capital de Buenos Aires; se alojan en una casa del primer barrio de la ciudad; donde expenden aquellos efectos, prefiriendo al cambio la venta por moneda; compran en nuestras tiendas, y Almacenes; se van, y vuelven frecuentemente con sus mujeres (Lastarria, [1804] 1914: 121).
En este caso, se da un cambio respecto a la anterior observación de Azara de la práctica indígena del trueque o “permuta” en sus tratos mercantiles; en otras palabras, en los primeros años del siglo XIX se afirma que la preferencia indígena era vender sus artículos a cambio de monedas de plata, cuyo fin no era el atesoramiento o su uso ornamental sino su utilización en la compra de mercaderías en las tiendas y almacenes de la ciudad ganando con ello una mayor libertad de comercio. En efecto, según Lastarria, los indígenas habían adquirido experiencia y buscaban siempre las mejores condiciones para sus tratos: “Hoy se calcula su comercio activo anual -prosigue Lastarria- en más de 120.000 pesos; y con la corta experiencia que tienen nadie los engaña” lo que llevó al secretario del virrey a clasificarlos como “salvajes comerciantes” (Lastarria, [1804] 1914: 121, énfasis nuestro).
El período abierto por la Revolución de Mayo se caracterizó, en un primer momento, por la continuidad de los tratos mercantiles y diplomáticos. Sin embargo, el gobierno revolucionario y la élite porteña anhelaban un eventual adelantamiento de la frontera y se debatían sobre la mejor forma de llevarlo a cabo (Roulet, 2015). En la década de 1820, la agresividad del gobierno porteño y el arribo de montoneras realistas trascordilleranas alteraron la paz en la frontera, derivando en un nuevo ciclo de malones y expediciones punitivas entre 1820 y 1825 aunque también se buscaron, por motivos diversos, entendimientos de paz y comercio. Por debajo de estos acontecimientos, el libre comercio instaurado por la Revolución iba horadando las oportunidades mercantiles de los indígenas.
El nuevo gobierno encargó al coronel Pedro Andrés García la realización de la tradicional expedición a Salinas, aunque esta vez debía, disimuladamente, reconocer los parajes adecuados para el adelantamiento de la frontera (García, [1810] 1836). La expedición se realizó durante la primavera de 1810 y contó con 234 carretas, 3.000 bueyes y 407 hombres. En más de una oportunidad los indígenas abastecieron a la expedición con vacas, caballos, ovejas, corderos y bagres para su alimento y subsistencia. Asimismo, el comandante obsequió a los indígenas con yerba, tabaco, aguardiente, azúcar, pasas, pan y galletas. Como en tiempos coloniales, en al menos seis ocasiones el comandante de la expedición debió permitir la realización de las “ferias” en sus campamentos; allí los indígenas, esta vez en grupos de hasta 200 y 300, comerciaban jergas, ponchos y pieles principalmente a cambio de aguardiente. Con todo, aquella sería la última de las expediciones bonaerenses a las Salinas Grandes en busca de este insumo vital para el consumo y la producción porteños. En adelante, la sal comenzaría a importarse de las islas de Cabo Verde, frente a la costa africana.31
El diario de la expedición a Salinas Grandes de 1810 permite entrever la brecha que empezaba a gestarse entre los intereses porteños y los del mundo indígena independiente. La expedición se llevó a cabo en un clima de tensión, producto de los rumores de que los porteños querían avanzar la frontera. Para los caciques del sudeste pampeano, en contraposición a la postura de los ranqueles, era importante la continuidad de los tratos diplomáticos y mercantiles con los bonaerenses. Frente a los rumores de que los porteños iban a poblar Guaminí, laguna del Monte y las Salinas el cacique Epumer le expresó al coronel García que él “muy distante de oponerse, lo hallaba por conveniente, así por el comercio recíproco que tendrían, remediando sus necesidades, como por la seguridad de otras naciones que los perseguían” (García, [1810] 1836: 21, énfasis nuestro).
Sin embargo, las nuevas autoridades bonaerenses empezarían a mirar con recelo la práctica del comercio interétnico. El propio Pedro Andrés García tenía al respecto una visión pesimista: “me he reservado explicar el principal motivo que ha causado el daño, que llevará a su fin las campañas” anunciaba el coronel “Es, pues, el franco comercio [de los indígenas] con la capital y frontera”. Según la explicación de García, comerciantes inescrupulosos llegaban hasta las tolderías con carretas cargadas de bebidas adulteradas, cuchillos, armas blancas y de fuego y uniformes militares de todos los regimientos. El doble filo de los tratos mercantiles se hace evidente para el gobierno nacido de la Revolución. “He aquí el mayor de los males” (García, [1810] 1836: 13) reflexiona amargamente el coronel García, marcando un cambio de tónica respecto a los últimos años coloniales.
El consenso aparente de los últimos años coloniales acerca de la conveniencia de la paz mercantil con los indígenas comenzaba a resquebrajarse al interior de la sociedad bonaerense. En 1816, el mismo coronel García presentó un plan de adelantamiento de las fronteras. A su juicio, la política de fronteras había oscilado hasta el momento entre dos extremos: el exterminio y la atracción de los indígenas por el comercio:
El primero, el de la fuerza imponente, que destruya y aniquile hasta su exterminio a estos indios, que no es fácil en mucho tiempo; y el segundo, el de una amistad conciliadora de la oposición de ánimos, por el trato recíproco que les suavice, con el interés de algunos de nuestros artículos de comercio que anhelan demasiado (García, [1816] 1838: 4).
Mostrando equivocadas ambas posturas extremas -una por ingenua, la otra por inalcanzable en el corto plazo- el coronel García juzgaba con sentido pragmático que “Nos hallamos en tal situación, que es preciso jugar alternativamente de las dos armas” (García, [1816] 1838: 10).
Más tarde, en 1822, el coronel Pedro Andrés García encabezó una expedición para restablecer la paz con las comunidades del sudeste pampeano agredidas por la campaña de exterminio del gobernador Martín Rodríguez. El parlamento, celebrado entre la comitiva bonaerense y 34 caciques pampeanos, muestra la preocupación del mundo indígena por asegurar el “comercio libre” con Buenos Aires y mejorar las deterioradas condiciones de mercado. En su discurso, el cacique principal Avoliné aseguró que “los deseos de todas las tribus, Aucas y Tehuelches, era celebrar la paz con la Provincia”. A continuación, las partes trataron de “asentar el libre comercio y seguridad de las tribus de indios contratantes con la provincia”. Los caciques rechazaron la propuesta de que el comercio se hiciese a través de tres guardias de la frontera y argumentaron que “todas las guardias de la frontera debían ser francas”. Asimismo, demandaron que el gobierno fijase los precios de los bienes que obtenían por sus permutas, ya que observaban un aumento significativo en relación a años anteriores. También creyeron conveniente “la variación de corrales y corraleros” -en referencia a las casas de comercio habilitadas- y reclamaron además la seguridad de sus intereses y personas, en prevención de los ataques y abusos experimentados en otros momentos.
Las exigencias de los caciques incomodaron a los bonaerenses evidenciando la bifurcación de intereses que se abría con el gobierno de Buenos Aires. La comitiva se limitó a asegurar a los caciques que la paz y la amistad existentes “continuarían del mismo modo”. Comentando estos eventos, el coronel García no ocultó su desagrado frente a las demandas de los caciques: “desde la Sierra de la Ventana querían imponer la ley a los comerciantes con ellos en la capital […] que más bien parecerían sirvientes de ellos los negociantes, tropas que pretendían de custodia, y el gobierno mismo”. Variando su anterior postura moderada, se inclinó hacia el polo del exterminio, pregonando que solo “una fuerza imponente, o medidas correspondientes, podrían hacer que abatiesen el orgullo con que se creían” (García, [1822] 1836: 95-96).32
Por aquellos años, el comercio indígena ocupaba un lugar relevante en Buenos Aires, tanto en términos geográficos como mercantiles. El marino británico Emeric Essex Vidal, quien estuvo en el Río de la Plata entre 1816 y 1818, publicó a su regreso a Gran Bretaña un pequeño volumen con ilustraciones comentadas sobre Buenos Aires y Montevideo. En una de sus acuarelas, se ve a dos “indios pampas” apoyados en la puerta de un negocio en el que se exhiben tejidos, pieles, riendas, estribos y plumeros, típicas manufacturas indígenas pampeanas. De acuerdo a su explicación, se trataba del “mercado indio” de Buenos Aires, ubicado en la intersección de las Calle de las Torres y el Camino de las Tunas,33 punto neurálgico de acceso a la ciudad desde el sur y desde el oeste; en él los negocios compraban al por mayor las mercaderías indígenas y las vendían al por menor a los vecinos de la ciudad y campaña (Vidal, [1820] 1944: 55).
A continuación, E. E. Vidal realiza una detallada descripción de las principales mercaderías indígenas, en la que destaca la calidad de su manufactura y la popularidad que tenían tanto entre la gente del campo como de la ciudad. Según el marino, los principales artículos eran los “ponchos pampas”34 usados por “toda la gente del campo”, sin que se hallara en la provincia “una sola manufactura criolla”. Además, los ponchos pampas destacaban por sus originales diseños, la durabilidad de sus tintes y la trama apretada que los hacía impermeables. En segundo lugar, el marino británico observó una amplia gama de artículos de marroquinería y talabartería de uso campestre, tales como canastos, alforjas, fustas, lazos, pelotas, cinchas y riendas realizadas con “suma elegancia y extraordinaria fuerza”, y también estribos de madera y botas de potro destinados a la gente de clase baja del campo. En tercer lugar, la oferta indígena incluía artículos utilitarios y decorativos para el hogar. Una especialidad eran los plumeros, los había comunes, hechos con grandes plumas grises y otros realizados con plumas blancas teñidas con “los colores más brillantes y hermosos […] haciendo del plumero un atractivo a la vez que útil adorno para la sala”, lo que para Vidal explicaría su popularidad: “hay uno en cada habitación de Buenos Aires”. Asimismo, el marino menciona que los indígenas traían pieles de “todo tipo de animales silvestres del país, particularmente de panteras y gatos monteses” utilizadas en los hogares a modo de alfombra (Vidal, [1820] 1944: 55-57).35
En síntesis, según el observador británico la oferta indígena de mercancías tuvo gran importancia en el mercado de consumo de la ciudad y su campaña, tanto por la calidad de sus productos y la sofisticación de una oferta adaptada a las necesidades y los gustos del mercado, como por la -hasta el momento- nula competencia local, generando una especie de “dependencia” inversa:
[…] su industria supera con creces a la de los descendientes de los Españoles; por lo que, para desgracia del criollo de este país, está en deuda con el Indio salvaje por la provisión de muchas de sus necesidades, y no pocos de sus lujos (Vidal, [1820] 1944: 54).
Por otro lado, las mercancías indígenas no solo abastecían el mercado interno de Buenos Aires sino que eran asimismo redistribuidas a los mercados regionales y podían alcanzar incluso los mercados ultramarinos. En efecto, de acuerdo a los datos de Juan Carlos Garavaglia y Claudia Wentzel (1989: 218), entre 1809 y 1820 salieron de Buenos Aires hacia Paraguay y Montevideo 2.320 ponchos y 90.000 mantas provenientes del mundo indígena independiente. Si concediéramos que el consumo interno de tejidos indígenas al menos igualaba al número reexportado, tendríamos que anualmente ingresaban a Buenos Aires más de 14.000 ponchos y mantas “pampas”. Estos números, algo impresionistas, más que duplicarían al resto de los textiles “de la tierra”,36 a los que además aventajaban en su precio de venta ya que -por su calidad- los tejidos pampas tenían más valor que otros textiles regionales.
Sin embargo, su propio éxito motivó su imitación por parte de fabricantes europeos y la posterior importación de ponchos británicos a menor costo. En la década de 1810, de acuerdo a la investigación de Manuel Llorca-Jaña (2009: 610-611), emisarios británicos enviaron a Liverpool las características de la demanda porteña de textiles de lana, indicando la cantidad, calidad e incluso los “estampados” a seguir. Según el autor, para la década de 1820 la producción británica de ponchos ya cubría una parte importante de la demanda del Cono Sur. Más aún, no solo se buscó imitar los textiles sino también otros artículos indígenas como jergas, fajas, ligas, argollas y frenos. En 1834, un comerciante británico envió desde Buenos Aires a Manchester una fina alfombra de lana hecha por indígenas con la precisa indicación de que la calidad de la lana, el peso, el estampado, el hilado, el tejido, el ancho, las borlas, el brillo y la solidez de los colores del estampado debían imitarse a la perfección, “con el objeto de hacer la copia tan igual a la original que puedan ser vendidos como alfombras hechas por indios”,37 lo que muestra un interesante caso de “difusión cultural” inverso.
En aquel tiempo, el establecimiento de Carmen de Patagones en el Río Negro se afianzó como un puerto de intercambio para el mundo indígena independiente. En ocasiones, los indígenas vendieron ganado en pie a los habitantes del Carmen. Según los datos que consigna el viajero d’Orbigny ([1844] 1945, T. III: 879-880) entre 1822 y 1825 los indígenas vendieron en Carmen de Patagones 40.000 cabezas de ganado en pie que los habitantes del pueblo -gracias a la cercanía de numerosos yacimientos de sal marina- aprovecharon para preparar cueros y carne salada para la exportación. En los años siguientes, debido a las circunstancias de la guerra con Brasil (1826-1828), el puerto de Patagones era el único en el sud atlántico en condiciones de exportar, lo que produjo una súbita e inesperada prosperidad. En suma, “Durante algún tiempo, Carmen proporcionaba gran número de esos cueros, por medio del comercio con los indios” (d’Orbigny, [1844] 1945, T. III: 900).38
Más cotidianamente, los indígenas abastecían a Carmen de Patagones con una diversidad de bienes, situación favorecida por la realización de una feria anual o “gran reunión de las naciones australes” en sus alrededores (d’Orbigny, [1844] 1945, T. III: 836). Al darse cita en el evento, las distintas delegaciones indígenas se detenían en el pueblo del Carmen para vender sus productos. Según las observaciones del francés, los aucas traían a vender sus tejidos de lana “muy estimados en el país”, así como las riendas y las cinchas de cuero trenzado, todos productos confeccionados por sus mujeres. Los puelches aportaban los mismos objetos pero en menor cantidad y los “patagones” proporcionaban las pieles en forma de “hermosas alfombras”, hechas con cuero de guanaco, mara, zorro o zorrino y también plumas de ñandú que eran exportadas a Europa donde se convertían en pinceles y plumeros (d’Orbigny, [1844] 1945, T. III: 900-901). En retorno de sus ventas, los indígenas obtenían bujerías de vidrio, objetos de quincallería, tabaco de Brasil y, sobre todo, aguardiente “la mejor mercadería para los indígenas, con los cuales se realizan continuos trueques, que tienen a ese licor como base” (d’Orbigny, [1844] 1945, T. III: 898). De esta manera, el comercio con los indios ocupó un renglón importante de la actividad importadora y exportadora del puerto de Patagones, poniendo al alcance del mundo indígena independiente bienes ultramarinos y los mercados de exportación atlánticos.
Con todo, el mercado de consumo de Carmen de Patagones y la venta de materias primas para la exportación a través de su puerto difícilmente podían llegar a cubrir las posiciones perdidas en el mercado interno de Buenos Aires. En tal sentido, resulta significativo el encuentro diplomático llevado a cabo en 1826 cuando, en el contexto de la guerra con Brasil, el gobierno de Buenos Aires le encargó a Juan Manuel de Rosas la negociación de un tratado de paz con los caciques del sudeste pampeano. En el parlamento con los caciques Lincon, Cachul y Chanel, pronunciado enteramente en mapuzungun, el enviado del gobierno les ofreció el pago de compensaciones materiales por la ocupación de las sierras del Volcán y Tandil y ventajas comerciales para quienes entraran al tratado. Éstas consistían en el señalamiento de tres guardias de la frontera donde comerciar y la compra de pieles -de “león”, zorros, zorrillos, venados y perros- por parte del gobierno a un precio garantizado “en el caso que no hallen quien les pague más” (citado en Cañumil, 2017). El ofrecimiento de Rosas de garantizar un precio mínimo de venta para las pieles y la ausencia de cualquier mención de los textiles de lana y artesanías en cuero podrían indicar que los indígenas se encontraban teniendo dificultades para la colocación de sus mercaderías principales hasta el momento.
De esta primarización39 de la oferta indígena de mercancías da cuenta el episodio de la prisión de un pulpero, a fines de 1829, por comprar a los indios “cueros robados”. Juan Planes tenía su pulpería en un paraje de Ranchos que, según su declaración, era paso obligado de las partidas indígenas que comerciaban en la frontera. Además de los cueros con marcas que traía, le requisaron once bolsas de plumas de avestruz, dos pelotas de cerda, dos fardos de jergas, uno de pieles de nutria, uno de botas de potro y riendas, cuatro fardos de pieles de venado y un lío de pieles de zorro.40 Más allá de las jergas, riendas y botas de potro, hay un evidente predominio de los cueros y pieles de distintos animales. Consultado al respecto, Planes dijo haber escuchado de los indios que “más cuenta les hacía vender los cueros, que trabajar las botas, y riendas”.41 Para fines de la década de 1820, las artesanías y manufacturas textiles indígenas podían estar sintiendo seriamente la competencia de la producción industrial británica que -atraída por el libre comercio- comenzaba a sustituir a la producción local en el mercado interno de bienes de consumo popular.
A lo largo del artículo, a través del análisis del comercio interétnico de las comunidades indígenas del sudeste pampeano con Buenos Aires entre 1740 y 1830, vislumbramos problemáticas de la historia económica del mundo indígena independiente arauco-pampeano en la transición entre el orden colonial y el republicano. En cuanto a sus motivaciones, la participación mercantil del mundo indígena independiente -a diferencia de las regiones bajo dominación colonial- no puede ser atribuida a mecanismos coercitivos, ni tampoco -tal como ha sugerido la historiografía- a la mera voluntad de los misioneros jesuitas o de los funcionarios borbónicos como forma de “pacificar” las fronteras. De hecho, en el caso analizado las autoridades civiles y religiosas se mostraron en la práctica mucho más ambiguas frente al comercio indígena, al que buscaron -de diversas maneras- controlar, limitar o coartar, mientras que los caciques y otros agentes mercantiles indígenas fueron celosos defensores de su libertad de comercio. En suma, fueron las comunidades indígenas las que empujaron la continuidad y el incremento de los tratos mercantiles cuyo objetivo primordial era proveerse de medios de producción o bienes de consumo; es decir, una lógica de intercambio regida por el valor de uso de las mercancías obtenidas -ya sea en operaciones M-M o M-D-M, como se verá.
En cuanto a la estructura del comercio exterior indígena, el análisis de la oferta y demanda indígena de mercancías contradice la imagen tradicional del intercambio de ganados y materias primas por bienes agrícolas y manufacturas occidentales. Las principales mercancías demandadas por los indígenas eran bienes de consumo recreativo y popular, o para adorno personal y consumo conspicuo. Otras importaciones, como el papel y las herramientas y armas de metal, apuntaban a salvar la brecha tecnológica y resultaban estratégicas en la geopolítica indígena. Es decir, la demanda indígena de mercancías fue selectiva y apuntó a incorporar aquellos bienes globales y modernos puestos a disposición por las redes mercantiles regionales y ultramarinas, lo que permite pensar que el mundo indígena arauco-pampeano atravesó su propia “revolución del consumo” entre los siglos XVIII y XIX.42 Inversamente, los bienes más directamente relacionados con la subsistencia y el modo de vida tradicional -ganados, harinas, prendas de vestir ordinarias- eran producidos por los propios indígenas o encontraban un fácil sustituto local, lo cual permite matizar la dependencia del mercado para garantizar la subsistencia y reproducción de las poblaciones.
Del lado de la oferta, la mayor parte de las mercancías comercializadas por los indígenas tenía como destino el abastecimiento del mercado interno de Buenos Aires -ciudad y campaña- de bienes de consumo popular. Las mercancías indígenas consistían principalmente en textiles de lana y artesanías en pieles, cuero y plumas. Ambos tipos de manufacturas presentaban un importante grado de elaboración, adaptada a los requerimientos y gustos porteños. En particular, los tejidos indígenas alcanzaron amplia difusión y eran asimismo reexportados a otros mercados regionales. De esta manera, se verifica en las comunidades indígenas el desarrollo de una economía pecuaria y manufacturera orientada al intercambio con el mercado mundial a través de Buenos Aires. Por su parte, la venta de ganado en pie no parece haber tenido una gran relevancia en el comercio con la ciudad de Buenos Aires, aunque sí pudo ocupar un lugar significativo en los tratos con Carmen de Patagones.
En efecto, la sociedad indígena del sudeste pampeano sostuvo en Buenos Aires su principal mercado de exportación, dedicando un considerable esfuerzo social a abastecer este comercio mediante la puesta en marcha de caravanas comerciales a cientos de kilómetros de distancia. En este sentido, las comunidades del sudeste pampeano observaron las ventajas de otros escenarios de comercio como las expediciones coloniales a Salinas Grandes, los puestos de frontera o las propias tolderías, e incluso avalaron la instalación de enclaves occidentales en su territorio como puertos de intercambio para su comercio exterior. Asimismo, para sustentar su esquema de comercio exterior, las comunidades articulaban circuitos de intercambio intraétnicos que incluían “veranadas” surpatagónicas y trascordilleranas y la realización de ferias anuales entre las distintas “naciones”.
La articulación comercial entre Buenos Aires y el mundo indígena independiente se desenvolvió con una complejidad creciente. En una primera etapa, predominaron las prácticas espontáneas de trueque, inicialmente centradas en unos pocos productos -tales como el aguardiente, la yerba mate y el tabaco- que sólo eran asequibles en tanto mercancías. Sin embargo, ya en esa primera etapa se observan dos cambios fundamentales: en primer lugar, la conversión de la tradicional indumentaria litúrgica del poncho en una mercancía para consumo de la sociedad colonial hispano-criolla; en segundo lugar, la aparición de intermediarios mercantiles indígenas, los “pulperos pampas” que articulaban el circuito comercial entre la ciudad de Buenos Aires, las misiones jesuitas y las comunidades de tierra adentro.
En un segundo momento, entre las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del siglo XX, se produjo un auge en el comercio indígena con Buenos Aires caracterizado por la diversificación de las mercancías producidas y demandadas por la sociedad indígena, la regularidad de operaciones mercantiles de gran volumen, la multiplicación de los escenarios de intercambio -las expediciones a Salinas Grandes, el enclave español de Carmen de Patagones y el “mercado indio” de Plaza Lorea-, el progresivo traspaso a la moneda de plata como medio de cambio y la formalización de las relaciones comerciales entre Buenos Aires y las naciones indígenas del sudeste pampeano, sujetas a tratados y protocolos diplomáticos.
Una última inflexión se dio a partir de 1820 cuando la adhesión irrestricta de Buenos Aires al libre comercio impulsó el crecimiento económico regional en base a la exportación de bienes primarios -cueros, pieles, lana y tasajo- y un proceso de sustitución del abasto interno por bienes provenientes de la economía industrial europea, particularmente británica. Además, la circulación en Buenos Aires del billete fiduciario en reemplazo de la moneda de plata43 operó un proceso de depreciación de las mercaderías indígenas. Esto conllevó una serie de adaptaciones de la economía indígena, entre ellas un cambio de énfasis en la oferta de bienes manufacturados a bienes primarios y una mayor articulación con el puerto de Carmen de Patagones. Si bien en ocasiones la economía indígena sacó réditos del boom exportador porteño, esos eventuales beneficios encubrieron mal la transformación operada. Así la economía del mundo indígena independiente, otrora complementaria al modelo exportador del Antiguo Régimen virreinal, pasaba a ser concurrente de la economía agropecuaria porteña que observaba con renovado apetito las tierras y ganados allende la frontera.
Mis más sinceros agradecimientos a lxs evaluadorxs anónimxs porque me ayudaron a mejorar sustancialmente la versión original de este texto, aún cuando los errores u omisiones son de mi estricta responsabilidad. Asimismo, a lxs integrantes del Grupo de Estudios Fronteras del Sur por aconsejarme y alentarme con sus comentarios y sugerencias.
Alioto, S. L. (2011b). “Las yeguas y las chacras de Calfucurá: economía y política del cacicato salinero (1853-1859)” en Villar, D. y J. F. Jiménez (eds.); Amigos, hermanos y parientes. Líderes y liderados en las sociedades indígenas de la pampa oriental (s. XIX): 197-212. Bahía Blanca, Universidad Nacional del Sur.
Cañumil, T. (2017). “Anvnmapu antv reke feleyalu (Para que la paz sea como el sol): Estudio de la negociación de un tratado de paz, escrito en lengua mapuche por Juan Manuel de Rosas”. Segundo Congreso Internacional “Los pueblos indígenas de América Latina, siglos XIX-XXI” Facultad de Ciencias Humanas, Universidad Nacional de La Pampa, Santa Rosa.
García, P. A. ([1822] 1836). “Diario de la expedición de 1822 a los campos del sud de Buenos-Aires, desde Morón hasta la Sierra de la Ventana; al mando del coronel don Pedro Andrés García con las observaciones, descripciones y demás trabajos científicos, ejecutados por el oficial de ingenieros don José María de los Reyes” en De Ángelis, P. (ed.); Colección de obras y documentos relativos a la historia antigua y moderna del Río de la Plata, IV: 5-178. Buenos Aires, Imprenta del Estado.
Hernández, J. A. ([1770] 1837). “Diario que el capitán, don Juan Antonio Hernández ha hecho, de la expedición contra los indios teguelches, en el gobierno del señor don Juan José de Vertiz, gobernador y capitán general de estas Provincias del Río de la Plata, en 1º de octubre de 1770” en De Ángelis, P. (ed.); Colección de viajes y expediciones a los campos de Buenos Aires y a las costas de Patagonia: 35-60. Buenos Aires, Imprenta del Estado .
Jiménez, J. F. y S. L. Alioto (2013). Relaciones peligrosas: viajes, intercambio y viruela entre las sociedades nativas de las pampas (frontera de Buenos Aires, siglo XVIII). Andes 24 (1). Disponible en: Disponible en: https://bit.ly/3NBywzg Consultada el 20 de agosto de 2020.
Lastarria, M. ([1804] 1914), “Declaraciones y expresas resoluciones soberanas que sumisamente se desean en beneficio de los indios de las Provincias de la banda oriental del Rio Paraguay”, en Del Valle Iberlucea, E. (ed.); Documentos para la Historia Argentina, III: 57-143. Buenos Aires, Compañía Sud-Americana de Billetes de Banco.
Luiz, M. T. (2005). Re-pensando el orden colonial: los intercambios hispano-indígenas en el fuerte del río Negro. Mundo Agrario 5 (10). Disponible en: Disponible en: https://bit.ly/3GQVlv3 Consultada el 20 de julio de 2023.
Muñoz, B. (1824). Carta de la Provincia de Buenos Ayres. Londres, Aaron Arrowsmith Ed. Disponible en: Disponible en: https://bit.ly/3tw0Ps3 Consultada el 27 de noviembre de 2023.
[1] Más en general, el giro decolonial de las últimas décadas ha reformulado el tema de las relaciones interétnicas y el cambio cultural en las sociedades amerindias destacando las formas complejas y originales en las que interactuaron con los estados coloniales y republicanos, estrategias que resultaron imprescindibles para la supervivencia y la resistencia a los intentos de imposición del dominio estatal (Alcántara Rojas y Navarrete Linares, 2011).
[2] Aquí “Buenos Aires” se entiende en sentido amplio, como la ciudad, su campaña, el enclave de Carmen de Patagones bajo su jurisdicción, el comercio de agentes comerciales bonaerenses en las tolderías y las expediciones coloniales a Salinas Grandes en territorio indígena.
[3] Vale destacar que para este tema carecemos de fuentes fiscales ya que el comercio indígena se encontraba exento de gravámenes, motivo por el cual resulta imposible seriar y cuantificar el comercio interétnico.
[4] Dada la ausencia de fuentes escritas producidas por indígenas para este período, reponer la agencia indígena en el comercio con Buenos Aires resulta un desafío metodológico que se abordará a partir de la complementación de distintos tipos de fuentes y la consistencia de sus informaciones a lo largo del período. Cabe aclarar que todas las citas documentales, a excepción del uso de mayúsculas, fueron modernizadas en su ortografía.
[5] No incluimos en este artículo el análisis del intercambio, venta o canje de cautivos indígenas y cristianos debido a la especificidad y la complejidad de estas situaciones de intercambio.
[6] La primera se fundó en 1740 con el nombre de “Concepción de los Pampas”; en 1747 se fundó una segunda reducción en la sierra del Volcán -actual Sierra de los Padres- denominada Nuestra Señora del Pilar y cercana a ella, en 1750, se fundó la Misión de los Desamparados, de efímero funcionamiento.
[7] El abandono de la misión de la Concepción de los Pampas se produjo en enero de 1753, producto de un malón perpetrado por indígenas no reducidos, secundados por los propios habitantes de la reducción.
[8] Entre 1768 y 1784, en el transcurso de episodios de violencia interétnica en la frontera de Buenos Aires hubo 949 víctimas fatales de las que tenemos registro y el 70% corresponde a indígenas. Asimismo se tomaron 549 prisioneros indígenas y 223 cautivos cristianos (Alemano, 2022: 81-82).
[11] AGN, Sala IX, Comandancia de Fronteras. Pergamino, Leg. 1-5-6, f. 284, 20 de septiembre de 1766.
[17] Por bujerías se entiende mercadería de metal y vidrio de poco valor y precio, como cuentas, cascabeles, dedales, etc.
[21] La última se había llevado a cabo en 1778, ocasión aprovechada por los indígenas para devolver el golpe asestado sobre ellos lanzando un malón sobre el pueblo de Salto en la frontera de Buenos Aires.
[22] AGN, Sala IX, Archivo del Cabildo, Leg. 19-3-5. Diario de la expedición a Salinas comandada por Manuel Pinazo (1786).
[24] Los estudios para la Araucanía indican que la platería indígena se valía de la fundición de las monedas de plata obtenidas en base al comercio (Inostroza Córdoba, 2020: 104-105), diagnóstico al que también adhieren Jiménez y Alioto (2013: 27) para la región pampeana, resaltando su importancia como bien de prestigio. No obstante, más adelante tendremos oportunidad de ver la adhesión indígena a la moneda como medio de cambio.
[25] AGN, Sala IX, Comandancia General de Fronteras, Leg. 1-7-5, f. 142, 30 de abril de 1790. Blas Pedrosa era un ex cautivo que aprovechaba su conocimiento del idioma y la familiaridad adquirida con los caciques de las Salinas para ejercer este comercio, mientras el apodo “la Pampa” de María de las Nieves y su conocimiento del idioma mapuche sugieren su origen indígena.
[31] Según la perspicaz observación del diplomático británico Woodbine Parish (1852: 277), quien permaneció en Buenos Aires entre 1825 y 1832, al importar de Cabo Verde y otros lugares la sal que antes se recogía en Salinas Grandes la ciudad se resignó “a comprar a los extranjeros un artículo del que poseían una inagotable provisión dentro de su propio territorio”.
[32] Sobre la figura de Pedro Andrés García y el endurecimiento de su visión política sobre la frontera, ver Roulet (2015).
[34] En el estado actual de la investigación, no nos es posible precisar el origen geográfico de los llamados “ponchos pampas”. De acuerdo a Azara, los mercaderes “pampas” los obtenían de otras parcialidades pampeanas y los “aucas” los producían; la tenencia de grandes rebaños de ovejas entre estos últimos parece avalar su producción local. También podrían haber ingresado ponchos producidos por grupos de la Cordillera y la Araucanía vía Salinas Grandes, como se vislumbra en la declaración del ex cautivo Blas Pedroza. Por último, cabe destacar que de su tradicional valor como elemento de estatus y litúrgico (Cattáneo, 2008), para los indígenas los ponchos pasaron a tener la cualidad de mercancía, ya que según el propio E. E. Vidal, ellos “no usaban mucho de él”.
[36] De acuerdo a los datos de Garavaglia y Wentzel (1989: 228), en el mismo período ingresaban anualmente a los mercados de Buenos Aires y Paraguay unas 9.000 piezas textiles provenientes, sobre todo, de la Intendencia de Córdoba del Tucumán.
[37] Información contenida en una carta del comerciante James Hodgson y su socio, establecidos en Buenos Aires, dirigida a uno de sus proveedores en Manchester (citada en Llorca-Jaña, 2009: 612-613, traducción propia).
[38] Aún así, como demuestra el estudio de Sebastián Alioto (2011a), la comercialización de miles de cabezas de ganado en pie en esos años fue un hecho excepcional, producto de los malones sobre la frontera de Buenos Aires en respuesta a las agresiones recibidas por parte del gobierno provincial.
[39] Entendemos por primarización el cambio del énfasis exportador indígena en productos con un alto valor agregado -manufacturas textiles, artesanías en cuero, etc.- hacia una mayor participación de las materias primas y bienes escasamente elaborados -cueros, plumas, pieles, sal- impulsada por su valorización en el mercado mundial y la sustitución de las manufacturas artesanales indígenas por bienes industriales europeos en el mercado local.
[42] El carácter moderno y global de estas mercancías no debe hacer pensar que su consumo era masivo e indiferenciado. Aunque una historia cultural del consumo mercantil indígena todavía debe realizarse, cabe mencionar que el aguardiente apuntalaba ritos de pasaje individuales y ceremonias colectivas, la yerba mate se fumaba con el tabaco o se mascaba mezclada con azúcar y las cuentas de vidrio y quincallería formaban parte de las ceremonias de menarca y casamiento, entre otros significativos usos culturales que pueden apuntarse.
AGN, Sala IX, Archivo del Cabildo, Leg. 19-3-5.
AGN, Sala IX, Comandancia General de Fronteras (1768-1788), Leg. 1-7-4.
AGN, Sala IX, Comandancia General de Fronteras (1789-1802), Leg. 1-7-5.
AGN, Sala IX, Comandancia de Fronteras. Pergamino (1766-1808), Leg. 1-5-6.
AGN, Sala IX, Guerra y Marina, Leg. 24-1-6.
AGN, Sala IX, Teniente de Rey, Leg. 30-1-1.
AGN, Sala X, Secretaría de Rosas, Leg. 23-8-3.
AGN, Sala XIII, Caja de Buenos Aires. Ramo de Guerra, Leg. 41-7-7.
AGI, Audiencia de Buenos Aires, Leg. 529.
AGS, Secretaría de Guerra, Leg. 6812.