Convocatoria Abierta
Pueblos indígenas y justicia en América Latina: una reflexión histórico-antropológica sobre el concepto de pluralismo legal

Indigenous peoples and justice in Latin America: a historical-anthropological reflection on the concept of legal pluralism

Pueblos indígenas y justicia en América Latina: una reflexión histórico-antropológica sobre el concepto de pluralismo legal.
Memoria americana, vol. 32 no. 2, (6- 35 pp.), Diciembre, 2024, doi: 10.34096/mace.v32i2.14579. ISSN: 1851-3751
Instituto de Ciencias Antropológicas, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires.


El pluralismo legal: entre antropología e historia

El pluralismo legal como categoría analítica nació a principios del siglo XX cuando los antropólogos comenzaron a investigar la presencia de sistemas normativos en las sociedades colonizadas, distintos a los marcos legales europeos que se expandieron junto con el proceso colonizador (Merry, 1988: 869). Así, este concepto estuvo estrechamente vinculado con la antropología y se definió, en un primer momento, como la coexistencia en el mismo espacio geográfico de sistemas normativos de origen europeo, trasladados mediante procesos de colonización, y autóctonos, que fueron asumidos como “preexistentes”. Merry denominó aquella corriente “pluralismo legal clásico” para distinguirla del “nuevo pluralismo legal” que, en la década de 1980, también se empezó a usar para describir las sociedades industrializadas (Merry, 1988: 872). Como consecuencia de ello, el pluralismo legal ya no se interpretó como una peculiaridad de las sociedades colonizadas sino como el estado natural de cualquier sociedad. Es en este sentido que ha de entenderse la afirmación de Griffiths según la cual toda sociedad es jurídicamente plural en esencia (1986).1

El concepto adquirió pleno reconocimiento con la creación del Journal of Legal Pluralism and Unofficial Law en 1981 y con la publicación del artículo de John Griffiths “What is Legal Pluralism” (1986), entre otros elementos estructurantes. En su ensayo de 1988 Merry identificó un tercer eje de investigación -de la que Geertz sería el máximo exponente- que analiza la ley “como sistema de significados, un código cultural para interpretar el mundo” (Merry, 1988: 886).2 No cabe duda de que esas reflexiones permitieron proporcionar un mayor grado de complejidad al concepto de pluralismo legal. Merry llegó a considerar que “cualquier oposición dual, como la que opone el derecho popular y el derecho estatal, es engañosa, ya que la pluralidad de órdenes normativos forma parte del mismo sistema en cualquier contexto social y éstos, por lo general, se entrelazan en los mismos micro-procesos sociales” (Merry, 1988: 872). Según la investigadora, la “interlegalidad”, definida por Boaventura de Sousa Santos como “las relaciones entre múltiples órdenes legales”, era “la contrapartida fenomenológica del pluralismo legal” y, por lo mismo, constituía el “segundo concepto clave de una concepción postmoderna de la ley” (Sousa Santos en Merry, 1988: 887).

Pese a la creciente complejidad que estaba adquiriendo la noción de pluralismo legal en la década de 1980, ya en su artículo Merry lamentaba que la imposición del orden legal europeo en los espacios extra-europeos tendiera a interpretarse, casi exclusivamente, como una herramienta de dominación que acompañó la explotación y violencia coloniales, pasando por alto las interacciones y negociaciones con los sistemas normativos de los pueblos colonizados. Además, la expansión del derecho del colonizador a menudo se presentaba como un proceso “natural”, ocultándose los esfuerzos legitimadores basados en la expansión de un discurso dominante sobre la ley y la justicia. A la inversa, el acercamiento cultural tendía a infravalorar “las relaciones de poder o la economía política presentes en el pluralismo legal” (Merry, 1988: 886). Y la “permanencia” de los órdenes normativos autóctonos solía verse como el resultado de la resistencia de los subalternos, sin cuestionar ni el supuesto carácter ancestral de aquellos ordenamientos, ni el proceso de selección -o, incluso, de creación ex nihilo- a los que fueron sometidos aquellos órdenes normativos por parte de determinados actores históricos, entre los cuales destacan no solamente los colonizadores sino también los mismos pueblos autóctonos.3

Desde aquella etapa liminal se han multiplicado los estudios acerca del concepto de pluralismo legal.4 El presente trabajo pretende hacerlo a partir de la comparación entre dos momentos históricos, en América Latina, en los que se implementaron vías diferenciadas de acceso a la justicia para distintas personas o grupos sociales.5 Consideramos que América Latina constituye un campo propicio para ahondar en esta categoría analítica dado que, por un lado, con la conquista del continente se creó la categoría jurídica de “indio” en la que descansaron las modalidades de gobierno y acceso a la justicia para este grupo social.6 Si bien es cierto que, en el siglo XIX, el monismo jurídico se impuso como modelo y que la entrada de las poblaciones autóctonas dentro de la categoría universal de ciudadano fue celebrada como una de las victorias del constitucionalismo americano, en las últimas décadas se ha venido cuestionando aquel discurso poniéndose de manifiesto los límites de la ciudadanía indígena.7 Por otro lado, a partir de la década de 1990, se ha impulsado la noción de “derechos de los pueblos indígenas”, recogida tanto en textos legales internacionales como en las constituciones de la mayoría de los Estados hispanoamericanos.8

Es importante señalar que, aunque existen elementos compartidos entre los Estados latinoamericanos, cada país también presenta particularidades debido a su composición demográfica, el reconocimiento de derechos indígenas en sus constituciones, el papel de sus tribunales, así como la presencia de movimientos indígenas y aliados. Bolivia y Ecuador, por ejemplo, se definen en sus constituciones como Estados plurinacionales y reconocen sistemas propios de administración de justicia, mientras que estos temas tienen un papel menor en Chile, Argentina y Uruguay.9Cabe aclarar entonces que, debido a la especialización de los autores, el artículo desarrolla especialmente episodios relacionados con la historia de la Nueva España y del México contemporáneo. No obstante, también se hacen referencias a otros espacios del continente. Consideramos que pensar en forma conjunta aquellos dos momentos históricos en que la Corona española y los Estados nacionales decidieron “reconocer” y dar “validez legal” a parte de los múltiples órdenes normativos constitutivos de la sociedad bajo su control permite problematizar mejor los procesos de construcción de relaciones dialógicas entre órdenes normativos a partir de un enfoque centrado en la diversidad de actores involucrados en los mecanismos de “traducción legal”, a partir de los cuales se van creando nuevos saberes normativos en el ámbito local (Duve, 2022).10

Crear un marco analítico común es susceptible, además, de evidenciar las contradicciones que recorren las discusiones sobre el pluralismo legal en América Latina. Y es que la historia se ha convertido en un argumento de peso en las demostraciones actuales que justifican la existencia de una “jurisdicción indígena” en base a una supuesta continuidad de los órdenes normativos autóctonos desde un pasado pre-colonial.11 Como ha observado Emilio Kourí (2020) para el caso de las comunidades agrarias, estas ideas pueden obedecer más a prejuicios esencialistas sobre lo que es una comunidad indígena que a descripciones de prácticas reales. Asimismo, la idea de la continuidad de los órdenes normativos indígenas también se ha empleado en discursos que repudian el reconocimiento de dichos órdenes normativos al señalar su carácter colonial, discriminatorio, patriarcal y violento. A la inversa, la antropología jurídica y, en particular, los debates sobre el pluralismo legal han estimulado la renovación del discurso histórico sobre el “derecho indiano”, al mismo tiempo que constituyen un filtro a través del cual se está reinterpretando la historia colonial de América.12 En este sentido, destaca la atención cada vez más grande que los historiadores están prestando a la jurisdicción indígena, a las categorías jurídicas o al concepto de “usos y costumbres”.13

Las líneas que siguen se articulan en torno a tres niveles de análisis: la dimensión ideológica que da sentido y legitimidad a los ordenamientos legales; las instituciones a través de las cuales se pretenden imponerlos en la sociedad; las relaciones de poder y las negociaciones que conducen a una aceptación estratégica y apropiación selectiva de “parte” de la normatividad del “otro”.14 En el primer apartado se plantea la hipótesis de que el paradigma de sociedad estamental en el Imperio hispánico y el de sociedad pluricultural en los Estados nacionales hispanoamericanos constituyen la base teórica del pluralismo legal, en aquellos dos momentos históricos. Se reflexiona sobre cómo la conceptualización del lugar que ocupan los pueblos indígenas en la sociedad, ya fuera colonial o nacional, se traduce en términos de categorías jurídicas. El segundo apartado propone un análisis de las instituciones que fueron creadas para satisfacer -o canalizar- las demandas de acceso a la justicia expresadas por la población autóctona. Entre ellas se han identificado: la jurisdicción indígena, la protectoría de indios, para el caso de la época colonial, así como el “reconocimiento” del derecho consuetudinario a través de la creación de “juzgados indígenas” en el periodo contemporáneo. De especial interés resulta la articulación entre las instituciones identificadas como “indígenas” y las demás instituciones del Imperio hispánico y de los Estados nacionales. Finalmente, se atienden los aspectos políticos de la cuestión entendidos éstos en el sentido amplio de conflictos de intereses y luchas no sólo en la definición de la sociedad -y de las jerarquías establecidas entre las personas que la componen-, sino también en la conformación del sistema de justicia -y de la jerarquía entre las normas que éste busca implementar-, puesto que ambas están relacionadas y condicionan el acceso al poder simbólico y coercitivo que se asocia con la “ley”.

Fundamentos teóricos: sociedad estamental versus sociedad pluricultural

En los últimos años, estudios como los de Hespanha (1989), Grossi (1996), Tau Anzoátegui (1997) o Prodi (2000) han permitido ahondar en la comprensión del sistema de justicia de las monarquías del Antiguo Régimen. Se ha mostrado que, en aquella época, ser justo no significaba aplicar las mismas leyes a todos, sino dictar para cada grupo social o cada individuo las disposiciones que le correspondían en función de su categoría jurídica y de sus méritos. Esta idea de la justicia se sustentaba en una concepción estamental de la sociedad, concebida como intrínsecamente diversa, la cual se traducía jurídicamente en estatutos legales diferenciados, en fuentes de derecho plurales y en jurisdicciones múltiples -cabildos, corregimientos, audiencias civiles y episcopales, etc.-.15 Al menos dos factores daban dinamismo a esta estructura. En primer lugar, las categorías jurídicas no eran estables sino que evolucionaban y los vecinos tenían cierto margen para negociar con el monarca -individual o colectivamente- su pertenencia a uno u otro grupo. Por otro lado, varias jurisdicciones solían solaparse en el mismo espacio geográfico, de modo que los conflictos entre autoridades formaban parte del funcionamiento del sistema de justicia, campo de enfrentamiento de poderes contrapuestos donde el rey fungía como máximo árbitro y garante de la armonía del cuerpo social. Así, en el Antiguo Régimen, la justicia se entendía como un proceso de constante negociación entre fuerzas sociales diversas. A raíz de la conquista, este sistema se proyectó y adaptó en el contexto americano y las poblaciones nuevamente descubiertas llegaron a conformar un nuevo estamento dotado de un estatuto jurídico propio, el de los “indios” o “naturales”.

Sin embargo, definir este estatuto resultó polémico puesto que los actores eran conscientes de que de ello dependería el tratamiento político-legal que se les daría -modalidades de explotación de la fuerza laboral, de los recursos naturales, de acceso a la justicia, etc.-. En un primer momento, las polémicas giraron en torno a la esclavitud indígena (Zavala, 1981), pero la promulgación de las Leyes Nuevas (1542) puso fin al debate al declarar que los naturales eran vasallos libres del rey de España. De este modo, se consideró que la sociedad americana estaba conformada por dos repúblicas, la república de españoles y la república de indios. Por otro lado, la Corona reconoció la capacidad política de los indígenas y creó la categoría de “señores naturales”, la cual permitió que gobernantes indígenas se mantuvieran al mando de sus comunidades (Menegus Bornemann y Aguirre Salvador, 2005; Quijano Velasco, 2012; Morrone, 2013; Jurado 2014 y 2016; Cunill, 2023a). En la década de 1550 se aplicó a la población autóctona la condición de personae miserabiles, categoría que en Europa caracterizaba a los individuos que, debido a su frágil inserción en el tejido social, requerían de un trato privilegiado para garantizar su acceso a la justicia (Duve, 2004; Cunill, 2011). Y es que para la facción más favorable a los indígenas, éstos se enfrentaban a numerosos obstáculos cuando pretendían obtener justicia en los tribunales americanos.

La virulencia de los debates en torno a la definición de la categoría jurídica que habría de aplicarse a la población autóctona se explica por el hecho de que fueron protagonizados por actores cuyos intereses se veían directamente afectados por este tipo de decisión -los indígenas, los religiosos -seculares y regulares-, los colonos -especialmente los encomenderos- y los funcionarios reales -consejeros del rey, virreyes, oidores, etc.-. En un memorial de 1543, fray Bartolomé de Las Casas y fray Rodrigo de Andrada lamentaban que los indígenas no tenían “noticia de nuestra manera de juzgar”, ni sabían “pedir su justicia, ni defenderse, ni proponer sus causas, ni quejarse de los agravios de los españoles” (Las Casas, 1995 [1516]: XIII, 137). Argüían que, además de desconocer el sistema de justicia hispano, la mayoría de los indígenas ignoraba la lengua castellana y, a veces incluso, la escritura alfabética. Agregaron que la pobreza de los indios y sus escasas relaciones en las esferas del poder les colocaban en una clara situación de desventaja frente a los españoles asentados en América, más privilegiados tanto económica como socialmente. Así, desde la década de 1550 se aplicó a los indígenas el estatuto jurídico de las personas miserables, el cual tuvo, al igual que las demás categorías mencionadas anteriormente, un impacto significativo en las instituciones coloniales y en las prácticas de justicia. En este contexto, la Corona hizo las veces de parte y árbitro, ya que sus intereses políticos y económicos también estaban en juego, siendo álgida su voluntad de controlar a los colonos y de mantener ciertos equilibrios en el manejo de la mano de obra en unos territorios tan alejados de la metrópoli (Owensby, 2011; Gaudin y Stumpf, 2022 y Barriera, 2022).

Cabe subrayar que no se trató de una sino de varias categorías que se podían combinar entre sí, ya que no era lo mismo ser un cacique indio que un indio del común. Finalmente, aunque estas categorías se definieron en el siglo XVI, periodo decisivo en la conformación del orden colonial, nunca fueron estables: estuvieron en constante evolución durante los tres siglos de dominación colonial, siendo reinterpretadas en función de las circunstancias históricas. A este respecto, es representativa la categoría de miserable dado que, en ciertos contextos, en vez de aludir a una relación desigual entre indígenas y españoles -relación que hubiera podido invertirse de modificarse las condiciones que la generaban-, empezó a referirse a una supuesta inferioridad atávica de los primeros, que hubieran sido incapaces de defenderse a sí mismos en los tribunales -algo que los recientes avances historiográficos han desmentido por completo.16 Así, esta categoría pasó a “justificar” la prohibición de que esta población pudiese acceder a altos cargos de la administración colonial. La misma observación se puede hacer en el ámbito eclesiástico puesto que, si bien la evangelización facilitó la inserción de los indígenas en la órbita cristiana y les dio acceso a ciertos privilegios de los que no gozaron los indios considerados como “salvajes”, la categoría de neófito, esto es, de nuevo cristiano, limitó el margen de acción y acceso al poder de la población indígena.17

Con el fin del régimen colonial imperó el monismo jurídico como modelo para la impartición de justicia en América Latina, el cual se basó en planteamientos liberales sobre la “igualdad” de todos los ciudadanos, si bien la noción misma de ciudadanía fue evolucionando en los siglos XIX y XX.18 En el siglo XX, el Estado mexicano fue pionero en la región en el desarrollo de la política indigenista; esto es, en palabras de uno de sus mayores teóricos, la política formulada por los no indios para resolver los problemas indios (Aguirre Beltrán, 1976).19 Por lo menos desde la década de 1970 la política indigenista fue severamente cuestionada por profesores, profesionistas y activistas indios, organizaciones indianistas y científicos sociales. Así, para los autores de la Declaración de Barbados Por la liberación del indígena de 1971, aquellas políticas “se orienta[ba]n hacia la destrucción de las culturas aborígenes”, por lo que propusieron la “creación de un Estado verdaderamente multiétnico” en el que las poblaciones indígenas tuvieran “el derecho de ser y permanecer ellas mismas”.20 En los mismos años, diversas organizaciones indígenas, como las reunidas en el Primer Congreso Nacional de Pueblos Indígenas, comenzaron a exigir “el respeto a la autodeterminación de las comunidades indígenas” y “el derecho a la autodeterminación en el gobierno y organización tradicionales que nos son propios”.21 A diferencia del periodo colonial, ahora la defensa de la pluralidad de órdenes normativos se fundamentaba en el postulado de la diferencia cultural indígena y del respeto de los derechos de los pueblos indígenas.

Una obra ilustrativa de esa nueva concepción es la del antropólogo Rodolfo Stavenhagen, quien también fue el primer Relator especial sobre los derechos de los pueblos indígenas de las Naciones Unidas (2001-2007). Para Stavenhagen y su grupo de trabajo, el desconocimiento del derecho consuetudinario de los pueblos indígenas se traducía en la violación de sus derechos humanos. Uno de los trabajos pioneros al respecto es el libro colectivo Entre la ley y la costumbre. El derecho consuetudinario indígena en América Latina, editado por Stavenhagen e Iturralde (1990), sobre el que dos de las autoras recordaban que:

Se observa que el desconocimiento por parte del derecho nacional de la realidad jurídica de los pueblos indígenas, de su derecho consuetudinario, genera en muchas ocasiones una violación sistemática de los derechos humanos más elementales de los pueblos indios. [...] Surgió, por lo tanto, el interés de realizar un estudio comparativo sobre el derecho consuetudinario de los pueblos indios de América Latina, en relación con el derecho nacional, y conocer sus implicaciones para la práctica política en el ámbito de los derechos humanos de los grupos étnicos (Chenaut y Sierra, 1992: 102).

En gran medida, Entre la ley y la costumbre se ubica en la concepción “clásica”, según la cual el pluralismo legal consiste en la interacción entre el derecho de origen europeo y el derecho de procedencia indígena. Así, Stavenhagen definió el “derecho consuetudinario” como “un conjunto de costumbres reconocidas y compartidas por una colectividad -comunidad, pueblo, tribu, grupo étnico o religioso, etcétera-”. Para él, la diferencia fundamental entre el derecho positivo y el consuetudinario es que mientras que el primero “está vinculado al poder estatal”, el segundo “es propio de sociedades que carecen de Estado, o simplemente opera sin referencia al Estado” (Stavenhagen, 1990: 37).

El interés por el pluralismo legal -o, sería más justo decir, por el estudio del derecho consuetudinario- también se nutrió de la experiencia de abogados que defendían a indígenas presos y de:

las preocupaciones que surgieron en los distintos encuentros con abogados del Programa de Defensoría Jurídica del INI [Instituto Nacional Indigenista], quienes por su práctica de defensa ponían en relieve el desajuste y muchas veces el conflicto en la aplicación de las normas del derecho nacional y las prácticas de los grupos indígenas, lo cual dificultaba la defensa jurídica de estos grupos (Chenaut y Sierra, 1992: 102).

Magdalena Gómez (1990), una de las abogadas del Programa de Defensoría de Presos Indígenas del Instituto Nacional Indigenista a las que hacen referencia Chenaut y Sierra, explica que el derecho agrario y penal afectan cotidianamente a los grupos indígenas y cómo estos viven un “choque cultural” al enfrentarse al derecho positivo. Para Gómez, este choque se expresa de varias formas: los indígenas se encuentran con un lenguaje que ignoran; sus formas de solucionar conflictos son distintas e incluso contradictorias, amén de los problemas de comunicación entre los abogados defensores y los indígenas;22 problemas no muy distintos a los descritos para el periodo colonial.

Pero el giro hacia el pluralismo legal de finales del siglo XX no sólo respondió a las demandas de organizaciones y movimientos indígenas y sus simpatizantes sino que también jugó un papel importante en el proceso la “reforma del Estado” (Oehmichen, 2003), particularmente las reformas neoliberales de ajuste estructural (Favre, 1998; Hale, 2002), así como las reformas judiciales, especialmente la instalación de centros de mediación y arbitraje (Aragón, 2010) impulsadas por agencias internacionales. En abril de 1989, el presidente de México instaló la Comisión Nacional de Justicia para los Pueblos Indígenas de México en el Instituto Nacional Indigenista -ahora Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas-, que tuvo como encargo el estudio de la pertinencia de una reforma constitucional para el reconocimiento jurídico de la naturaleza pluricultural y pluriétnica de la nación con el fin de “superar la injusticia que afecta a los pueblos indígenas”.23 El Convenio 169 sobre pueblos indígenas y tribales de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), aprobado en 1989, se inscribe en esta tendencia ya que define como indígenas a los pueblos que, en países independientes, descienden de:

poblaciones que habitaban en el país o en una región geográfica a la que pertenece el país en la época de la conquista o la colonización o del establecimiento de las actuales fronteras estatales y que, cualquiera que sea su situación jurídica, conservan todas sus propias instituciones sociales, económicas, culturales y políticas, o parte de ellas (OIT, Convenio 169)

De manera adicional a la definición de pueblo indígena anteriormente citada, el Convenio 169 dispone que “la conciencia de su identidad indígena o tribal deberá considerarse un criterio fundamental para determinar los grupos a los que se aplican las disposiciones del presente Convenio”.24

Fue en este contexto cuando, en la década de 1990, varios Estados latinoamericanos modificaron sus Constituciones para declarar la composición pluricultural de sus naciones. Así, el 28 de enero de 1992 se publicó en el Diario Oficial de la Federación el “Decreto por el que se reforma el artículo 4º de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos”, el cual, según se señala en la propia iniciativa del presidente de la república, contiene dos elementos principales. El primero es que, en el primer párrafo añadido al artículo, se reconoce que “La Nación mexicana tiene una composición pluricultural sustentada originalmente en sus pueblos indígenas”. El segundo elemento es que, de acuerdo con el artículo reformado: “En los juicios y procedimientos agrarios en que aquellos sean parte, se tomarán en cuenta sus prácticas y costumbres jurídicas en los términos que establezca la ley”. De este modo, con la reforma al artículo 4º constitucional en 1992 se inaugura, por lo menos en el papel, una nueva era de pluralismo jurídico en México. No obstante, como observó González Galván, en esta reforma permaneció la “actitud protectora explícita del Estado frente a los grupos indígenas [pues] lleva implícito el reconocimiento todavía paternalista y tutelar del Estado” (1994: 106).

Si bien en un primer momento, el pluralismo legal de fines del siglo XX se centró en el reconocimiento del “derecho consuetudinario”, en las “prácticas y costumbres jurídicas”, como estableció la Constitución, muy pronto diversos acontecimientos políticos fueron dirigiendo la atención hacia el tema de la autonomía indígena y, de manera más amplia, hacia el derecho a la libre determinación. Particularmente, el levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional de 1994 dio un “impulso sin precedentes” al “debate en torno a los derechos de los pueblos indígenas” (Recondo, 2007: 21) y al de la autonomía en particular. Los principios éticos, políticos y normativos del movimiento, como el “mandar obedeciendo”, “un mundo donde quepan muchos mundos”, la demanda de autonomía -los cuales, sea dicho de paso, no sólo tienen su origen en ciertas prácticas de las comunidades tojolabales y tzeltales de Chiapas sino también en tradiciones intelectuales europeas como el marxismo-, se han constituido en una fuente de normatividad para la justicia indígena. Los Acuerdos del Gobierno Federal y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional sobre Derechos y Cultura Indígena, formalizados el 16 de febrero de 1996 y conocidos como los “Acuerdos de San Andrés”, plantean una “nueva relación de los pueblos indígenas y el Estado”, que “debe superar la tesis del integracionismo cultural para reconocer a los pueblos indígenas como nuevos sujetos de derecho”. Se establecen como compromisos del Gobierno Federal el reconocer el derecho a la libre determinación de los pueblos indígenas “en un marco constitucional de autonomía” y el “garantizar acceso pleno a la justicia […] con reconocimiento y respeto a especificidades culturales y a sus sistemas normativos internos, garantizando el pleno respeto a los derechos humanos”. De particular interés para este texto, es que los Acuerdos plantean como uno de los principios de la nueva relación entre pueblos indígenas y el Estado el “pluralismo”, un “orden jurídico nutrido por la pluriculturalidad, que refleje el diálogo intercultural” (1996: 764).

Las propuestas anteriores no estuvieron libres de polémica, incluso entre el propio campo de antropólogos y científicos sociales. Por ejemplo, Roger Bartra (1997) cuestionó las propuestas de legalizar costumbres indígenas pues argumentó que:

los sistemas normativos indígenas -o lo que queda de ellos- son formas coloniales político-religiosas de ejercicio de la autoridad, profundamente modificadas por las guerras y la represión, en las que apenas puede apreciarse la sobrevivencia de elementos prehispánicos. Estas formas de gobierno han sido hondamente infiltradas y hábilmente manipuladas por los intereses mestizos o ladinos, y por la burocracia política de los gobiernos posrevolucionarios, con el fin de estabilizar la hegemonía del Estado nacional en las comunidades indígenas.

En consecuencia, para Bartra, legalizar órdenes normativos y autonomías indígenas implicaría la legalización de “formas de gobierno integristas, sexistas, discriminatorias, religiosas, corporativas y autoritarias”; resultaría en la “reglamentación sui generis de zonas reservadas y apartadas, condenadas a la marginación y a la segregación”. Los pueblos indígenas “corren el riesgo de ser apartados en zonas reservadas... ¡en nombre de la autonomía!” (Bartra, 1997). Consideramos que Bartra acierta al observar que los órdenes normativos indígenas no son sobrevivencias prehispánicas sino que han sido profundamente modificados por siglos de historia; y también al reconocer que existen numerosos intereses y relaciones de poder en juego. No obstante, el mismo razonamiento se puede aplicar a favor del reconocimiento de la autonomía.

Como han señalado algunas antropólogas feministas, el hecho de que en las comunidades indígenas la autoridad radique mayoritariamente en hombres no significa que siempre tenga que ser así. Por ejemplo, a partir de su trabajo en Cuetzalan, Puebla, Teresa Sierra ha identificado que el discurso de los derechos humanos -incluyendo el derecho a la autonomía- ha generado procesos de cambio al interior de las comunidades y organizaciones indígenas. Entre estos cambios se encuentran “una reacción adversa por parte de autoridades indígenas que en ocasiones se sienten vigiladas ‘por los derechos humanos’” (Sierra, 2004: 134); la apertura de “opciones para discutir prácticas autoritarias en el interior de las comunidades indígenas así como el silenciamiento y la exclusión de ciertos grupos o individuos” (Sierra, 2004: 134) y; sobre todo, la voluntad de mujeres indígenas de erradicar lo que consideran “malas costumbres”, en su creciente participación en espacios que antes les estaban vetados, como reuniones, asambleas y comisiones, así como en el reclamo para ser titulares de derechos a la tierra y a la herencia, y a no ser objeto de matrimonios concertados (Sierra, 2004: 142).

Los argumentos anteriores problematizan la idea de que el pluralismo legal contemporáneo consiste simplemente en el reconocimiento del derecho consuetudinario, de los usos y costumbres o de los saberes normativos indígenas. Si, como demuestran los estudios históricos y antropológicos, los saberes normativos indígenas son dinámicos y heterogéneos incluso al interior de una misma comunidad, ¿qué versión de ellos debe ser reconocida formalmente?, y ¿por qué actor -el Estado, las autoridades comunitarias- debe ser reconocida? Al respecto, con base en su estudio sobre Zinacantán, en los Altos de Chiapas, Wolfgang Gabbert plantea que el reconocimiento del derecho consuetudinario no puede partir de un corpus de normas jurídicas compartidas ya establecidas ni al nivel de los grupos lingüísticos supralocales -los ‘pueblos’ indígenas- ni al nivel comunal. En ambos casos un compromiso o consenso sobre las normas tendría que ser el resultado de un proceso de decisión democrático (Gabbert, 2004: 190).

Así, para Gabbert, el debate sobre el pluralismo legal y el “reconocimiento de prácticas consuetudinarias” no debe tratar sobre “la conservación de tradiciones antiguas o prehispánicas”, sino más bien sobre la “lucha por una democratización profunda tanto al interior de los grupos indígenas como de los estados latinoamericanos” (2004: 197).

Marco institucional: jurisdicción, costumbres, protectoría, consulta

Como ya se ha adelantado, la definición de categorías jurídicas tiene fuertes incidencias en la organización institucional de una entidad política. En el periodo colonial, la Corona española trató de evitar una alteración demasiado profunda de la élite indígena. Así, la creación de la categoría de “señor natural” debía facilitar el mantenimiento de las autoridades indígenas “tradicionales” al mando de sus comunidades. De este modo, en la provincia de Yucatán, por ejemplo, existió cierta continuidad en la élite maya durante gran parte del periodo colonial (Farriss, 2012; Quezada, 2014). Por otro lado, el concepto de república de indios dio origen a la creación de una jurisdicción indígena, que se ejerció a través del cabildo indígena. La institucionalización del cabildo indígena permitió que los gobernadores y alcaldes indígenas impartieran justicia en primera instancia en sus comunidades. No obstante, muy pocos asentamientos urbanos controlados por cabildos indígenas consiguieron obtener, a raíz de escarnecidas negociaciones, el estatuto de ciudad, así como los privilegios relacionados con dicho estatuto.25 La jurisdicción indígena se encontraba en la base de la pirámide jurisdiccional de los virreinatos, ya que la autoridad de los gobernadores y alcaldes autóctonos estaba restringida al ámbito de sus propias comunidades. Estos jueces sólo tenían facultad para tratar delitos menores, es decir los que no requerían penas pecuniarias superiores a cuatro pesos, ni castigos físicos importantes. Si el delito fuese grave, debían realizar una información -interrogación de testigos, confiscación de pruebas materiales, detención de sospechosos- y transmitirla a los jueces españoles más cercanos. Finalmente, la jurisdicción indígena competía con la de otros jueces locales como los curas beneficiados de doctrinas y los corregidores.26

Se puede argüir entonces que, en el periodo colonial, la jurisdicción indígena estaba limitada al ámbito local; competida, puesto que entraba en tensión con otros jueces de mismo nivel; y supeditada a la de los jueces de nivel superior con los cuales las autoridades autóctonas tenían que cooperar. Además, el hecho de que los cabildos indígenas tuviesen facultad para impartir la justicia en primera instancia no significó que la Corona española diese validez legal a los órdenes normativos autóctonos. Se esperaba que los gobernadores y alcaldes indígenas se convirtiesen en guardianes de la moral o “policía” cristiana y de la legalidad colonial, esto es, que respetasen e hiciesen respetar entre los naturales los sistemas normativos impuestos por el colonizador.27 De hecho, se realizó un importante esfuerzo para difundir los principales ordenamientos legales entre la población autóctona para que ésta pudiera usarlos (Yannakakis, 2014; Cunill, 2015a y Rovira Morgado, 2017). No obstante, también es cierto que la traducción desempeñó un papel de primera orden en la forma en que se concibieron los oficios que se otorgaron a las autoridades indígenas dado que se conservó parte de la terminología autóctona -y de la memoria asociada con ella- (Cunill, 2023b).

Cabe señalar, asimismo, que la Corona reconoció los llamados “usos y costumbres” de los pueblos indígenas. En una provisión de 1550, se estipuló que los “pleitos entre indios o con ellos” fuesen determinados “sumariamente […] guardando sus usos y costumbres no siendo claramente injustos”.28 En 1555 el rey tuvo:

por buenas vuestras buenas leyes y buenas costumbres que antiguamente entre vosotros habéis tenido y tenéis para vuestro buen regimiento y policía y las que habéis hecho y ordenado de nuevo todos vosotros juntos con tanto que nos podamos añadir lo que fuéremos servido y nos pareciere que conviene al servicio de Dios nuestro señor y nuestro y a vuestra conservación y policía cristiana no perjudicando a lo que vosotros tenéis hecho ni a las buenas costumbres y estatutos vuestros que fueren justos y buenos.29

Es interesante observar que el concepto de “usos y costumbres” no estaba cerrado: no sólo abarcaba las prácticas previas al contacto que los españoles que se hubiesen mantenido después de la conquista, sino también las que los indígenas habían adoptado posteriormente al contacto. De este modo, la “costumbre” era un argumento flexible, que pudo ser utilizada como argumento legal en los juicios presentados por actores indígenas ante los jueces españoles a lo largo del periodo colonial.30

Pero esta flexibilidad también pudo servirles tanto a la Corona, como a algunos colonos. En efecto, en 1573 se ordenó a los agentes de la monarquía que averiguaran “todo lo que tuvieren [los indígenas] en su infidelidad y lo que de ello se les debería quitar y lo que de ello se les debería conservar, las cosas de que se han hecho novedades después que en ellas entraron españoles” (Solano, 1988: 22-23). Queda claro que el objetivo de la Corona no consistió en “desarraigar” todas las costumbres indígenas, sino en seleccionar algunas prácticas susceptibles de articularse con el nuevo sistema de justicia impuesto a raíz de la conquista. Y en el pleito que opuso los encomenderos de Yucatán contra el defensor de indios, el procurador de la ciudad de Mérida recorrió al concepto de costumbre de origen prehispánico para reivindicar el uso de los tamemes indígenas en el transporte de las mercancías y de los tributos que el defensor pretendía prohibir (Cunill y Rovira Morgado, 2021).

En las audiencias americanas, donde llegaban los juicios en grado de apelación, la relación de la población indígena con la justicia colonial no fue directa sino mediada. En estos tribunales los indígenas tenían que estar representados por un defensor de indios y los titulares de este cargo, por lo general, nunca fueron indígenas ni mestizos.31 Estos oficiales, nombrados localmente y confirmados por el rey, eran abogados asalariados especializados en la representación de las causas indígenas. Con esta medida, se pretendía corregir las asimetrías en el acceso a la justicia señaladas por quienes reivindicaron que se aplicara la teoría de la persona miserable a la población indígena. Por su parte, la institucionalización del cargo de intérprete de las lenguas indígenas -que fue ocupado por españoles, criollos, indígenas o mestizos según los lugares y épocas- debía remediar el obstáculo planteado por el desconocimiento del castellano por parte de la mayoría de la población indígena y de las lenguas autóctonas por los jueces.32 Ni los defensores de indios, ni los intérpretes, quienes integraron los Juzgados Generales de Indios a finales del siglo XVI, podían percibir emolumentos por el asesoramiento jurídico y la mediación lingüística que prestaban a la población autóctona: su salario procedía de un tributo específico que pagaba la población indígena.33

Los indígenas, en cambio, no gozaron de representación permanente en el Consejo de Indias, ya que la Corona se negó a institucionalizar un oficio de defensor de indios en la Corte. Sin embargo, en varias ocasiones, Las Casas y sus seguidores lamentaron que, “sin ser llamadas ni oídas ni defendidas” las naciones indígenas, se había “determinado [en el Consejo de Indias] muchas y diversas veces en su muy grande e irrecuperable daño y perjuicio [...] oyendo solamente a sus enemigos” (Las Casas, 1995 [1516]: XIII, 157). Aquellos autores se referían a las asimetrías en los niveles de representación de los distintos sectores sociales americanos en la Corte, siendo más elevada la capacidad financiera de los cabildos españoles para mandar a sus procuradores a la península (Cunill, 2012a; Masters, 2023). Aun así, también es cierto que los indígenas tuvieron la facultad de enviar a sus procuradores a la Corte para tratar asuntos comunitarios o individuales. De hecho, como han documento Glave (2008 y 2023) y Puente Luna (2017), fueron relativamente numerosos -y, en muchos casos, fructíferos- los viajes transatlánticos realizados por procuradores indígenas a lo largo del periodo colonial.

Con la reforma multicultural de 1992, una nueva categoría jurídica fue clave en el nuevo orden institucional: “pueblo indígena”. Stavenhagen explica a qué obedece el uso del término “pueblo indígena” -y no, en cambio, “minoría étnica”, “poblaciones indígenas”, “república de indios” o cualquier otro término-. Una de las diferencias entre los derechos de pueblos indígenas y los de otras minorías étnicas, lingüísticas o religiosas consiste en que los primeros refieren a “pueblos” y, de acuerdo con el Artículo 1 común del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, los pueblos tienen el derecho a la libre determinación. Como observa Stavenhagen, las organizaciones y los activistas indígenas que se reivindican como integrantes de pueblos indígenas demandan el reconocimiento de su derecho de libre determinación.34 Según Stavenhagen, las organizaciones de los pueblos indígenas [...] sostienen una tesis diferente, en el sentido de que su situación no es comparable a la de las minorías. En primer lugar, insisten en que como ‘pueblos o naciones originarias’ son acreedores de derechos históricos que no necesariamente comparten con otras minorías [...]. En segundo lugar, señalan que fueron víctimas de invasiones, conquistas y despojos en tiempos históricos por lo que reclaman restitución de derechos perdidos (y con frecuencia, de soberanías negadas) y no protección de derechos concedidos [...]. En tercer lugar, saben que sus antepasados fueron naciones soberanas (Stavenhagen, 1992: 94-95).

No obstante, la categoría de “pueblo” tampoco se encuentra libre de controversias. En el marco de las discusiones sobre las reformas multiculturales en la década de 1990, Warman (2001) planteó que:

El concepto de pueblo no tiene una definición rigurosa en las ciencias sociales ni en la tradición jurídica o legislativa […y] los pueblos indígenas, interpretados como la totalidad de los hablantes de una misma lengua, no tienen representación orgánica ni existen instituciones o autoridades que los representen; carecen de la instancia que pueda ejercer los derechos otorgados

A la postre, a pesar de cuestionamientos como el de Warman, el término de “pueblo indígena” se arraigó tanto en el campo académico como en el de las organizaciones indígenas y la institucionalidad estatal (precisamente, el instituto indigenista mexicano ahora se llama Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas). Diversos estudios han documentado cómo colectivos y organizaciones indígenas se identifican como “pueblos” -y no sólo como poblaciones, comunidades o ejidos-, con el fin de ser reconocidos como titulares de derechos indígenas (Torres-Mazuera y Fernández Mendiburu, 2017; Llanes Salazar, 2022). Asimismo, también ha sido ampliamente registrado cómo los actores estatales, a pesar de lo dispuesto en la Constitución y el derecho internacional, no siempre respetan las normas sobre la autoadscripción indígena y, en cambio, basan algunas de sus acciones y decisiones en imágenes estereotipadas sobre lo que debe ser un indígena (Escalante, 2015; Llanes Salazar, 2019). En este sentido, la categoría de “pueblo indígena” sigue siendo contestada por diversos actores en las disputas por el acceso a la justicia.

También cabe destacar un problema identificado por Warman (2001): ¿cuáles son las instituciones o autoridades representativas de los pueblos indígenas? Si en la colonia la respuesta fueron los cabildos indígenas, en la era contemporánea la respuesta no ha sido tan clara. Comúnmente, las autoridades estatales reconocen como instituciones representativas de los pueblos indígenas a las autoridades municipales y agrarias -ejidales o comunales-; en ocasiones a los jueces de paz. Como respuesta a la heterogeneidad de formas de representación indígena, el Estado ha creado registros y padrones que identifiquen a las “comunidades indígenas” y a sus autoridades. En términos de Scott (1998), podemos entender esta respuesta institucional como una forma en que el Estado vuelve “legible” la complejidad de la representatividad indígena en México. La cuestión de la representatividad de los pueblos indígenas es particularmente importante en los procesos de consulta previa, libre e informada, asunto que se ha convertido en uno de los principales reclamos de organizaciones indígenas en las últimas dos décadas en México. En el plano normativo, las consultas deben realizarse a las comunidades y pueblos indígenas a través de sus “instituciones representativas” y de acuerdo a sus “usos y costumbres” -según indican instrumentos internacionales como el Convenio 169, la Declaración de la ONU y la jurisprudencia de la Corte IDH-. No obstante, en los hechos no siempre es claro cuáles son las “instituciones representativas” ni los “usos y costumbres”: ¿son las autoridades municipales y ejidales? Mientras que en el caso yaqui las “instituciones representativas” fueron los “gobernadores” yaquis, en la consulta a las comunidades mayas de Campeche esto fue más variable, en tanto que los “representantes” de las comunidades eran principalmente comisarios municipales y ejidales y, en otros casos, personas elegidas a través de asamblea comunal (Llanes Salazar y Torres-Mazuera, 2017). Y, como han documentado las misiones de observación de dichos procesos de consulta, las formas de tomar decisiones no siempre han sido por medio de “usos y costumbres”; o, mejor dicho, los “usos y costumbres” no son prácticas ancestrales de toma de decisiones, sino que muchas corresponden a procesos políticos más recientes -como las asambleas comunales y ejidales-, así como a distintos procesos de negociación con las autoridades. Para decirlo en pocas palabras, el derecho a la consulta previa, no sólo reconoce formas plurales de toma de decisiones, sino que también produce nuevas formas, como las que procuran una mayor participación de mujeres y jóvenes (Llanes Salazar, 2020).

Debido a sus limitaciones en la práctica, el derecho a la consulta previa ha sido cuestionado por académicos y organizaciones indígenas y sus defensores por ser una nueva forma de gobernanza neoliberal para los pueblos indígenas (Rodríguez Garavito, 2011), una “performance” de poder del Estado (Perreault, 2015), una legitimación de decisiones ya tomadas por el Estado y las empresas (López Bárcenas, 2013). Asimismo, este derecho también ha encontrado detractores que la acusan de ser, como en la Colonia, una forma de “fuero” especial para los indígenas, creando así dos clases de ciudadanos en México. El periodista Sergio Sarmiento, quien ya había cuestionado la sentencia que reconoció a la comunidad purépecha de Cherán el derecho a elegir a sus autoridades por medio de sus usos y costumbres -denostados por Sarmiento (2014) como “Abusos y costumbres”-, escribió en su columna en el periódico Reforma sobre la sentencia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación que ordenó la consulta a las comunidades mayas:

La sentencia ratifica que en el sistema jurídico surgido de la enmienda de 2001 del artículo segundo constitucional hay dos clases de ciudadanos con derechos distintos. Ya no somos todos iguales ante la ley. Algunos ciudadanos a los que se denomina indígenas gozan de derechos especiales, como que se les consulte ‘cualquier medida’ susceptible de afectarlos directa o indirectamente. El nuevo sistema jurídico tiene el problema de definir quién es miembro de esta nueva casta (Sarmiento, 2015).

En el pluralismo legal del México de finales del siglo XX e inicios del XXI, parece tener mayor peso el precepto constitucional de que se tomen en cuenta la prácticas y costumbres jurídicas en el acceso a la justicia estatal que el reconocimiento de los pueblos indígenas y el ejercicio de su derecho a la libre determinación y a ejercer justicia a partir de sus propios saberes normativos -por híbridos que éstos sean-. Por ejemplo, a partir de las reformas multiculturales, el Estado mexicano ha reconocido el derecho de las personas indígenas a contar con un traductor-intérprete o el uso de peritajes antropológicos en los juicios (Gómez, 1990; Escalante, 2015; Loperena et al., 2018). En gran medida, estas figuras y prácticas institucionales se basan en el argumento de la diferencia cultural de las personas indígenas. Como nos explicó un magistrado con respecto al peritaje antropológico, lo que interesa a los juzgadores es la diferencia cultural de la persona indígena, no su condición económica o posición de poder; interesa, por citar un ejemplo, si una persona usa un explosivo o porta un arma por razones culturales, por una cosmovisión diferente, por ser una costumbre en su comunidad, no si es pobre o se encuentra en una situación de subordinación. Esta visión “culturalista” del pluralismo legal se puede apreciar en el Protocolo para juzgar con perspectiva intercultural: personas, pueblos y comunidades indígenas de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (2022), el cual establece que juzgar con perspectiva intercultural implica el reconocimiento del pluralismo jurídico. “En el nivel jurisprudencial -explica el documento-, la SCJN ha sostenido que el pluralismo jurídico implica que las normas del Estado, así como las que no emanan de él, convivan armónicamente. Para lograr un fortalecimiento, son fundamentales las comunidades indígenas, sus cosmovisiones, así como la expansión de su diversidad e identidades culturales” (2022: 53).35 En cambio, el Estado aún es reticente en el reconocimiento pleno del derecho a la libre determinación.

En abril de 2001, una nueva reforma constitucional, que inicialmente prometía cumplir con los Acuerdos de San Andrés entre el Estado y el EZLN, otorgó a las entidades federativas la facultad para definir las características de libre determinación y autonomía, lo cual, según María del Carmen Ventura Patiño (2010: 108), ha constituido “una medida legal bastante eficaz que coarta en gran medida el alcance del reconocimiento de los derechos indígenas”. Para los críticos de la reforma, las nuevas disposiciones constitucionales fragmentaban la lucha indígena nacional por la libre determinación, al constreñirlas al ámbito de las entidades federativas. Con lo que respecta al pluralismo legal, podemos coincidir con Orlando Aragón cuando afirma que, en México, el pluralismo reconocido en la reforma constitucional de 1992 “tomó forma concreta en 1997”, cuando se crearon los juzgados indígenas en Quintana Roo (Aragón, 2014: 119). Pero, ¿en qué medida los Estados hispanoamericanos “reconocieron” o, más bien, “crearon” aquellas instituciones? En 1998 se nombraron a “jueces tradicionales” y se instalaron “juzgados tradicionales” en las comunidades mayas de Quintana Roo para resolver “conflictos menores o aquellos considerados como ‘no graves’, siempre y cuando no contravengan alguna ley estatal o nacional” (Buenrostro Alba, 2014: 67). Según Manuel Buenrostro Alba, el sistema de justicia indígena no fue “reconocido”, sino fue “creado” a partir de la reforma al artículo 13 de la Constitución del estado de 1997. En Campeche, los juzgados de conciliación tampoco son instancias nacidas de las comunidades, sino que son una figura de reciente creación, designados por el Pleno del Tribunal de Superior de Justicia, no por las comunidades. En Michoacán, la Ley de Justicia Comunal de febrero de 2007 ordenó la instalación de juzgados comunales, cuyo objetivo, de acuerdo con Aragón (2010), “no era reconocer derechos a los indígenas, más bien se pensó en mejorar y expandir la justicia que aplica el Estado a través de sus instituciones”. En efecto, los juzgados comunales de Michoacán favorecen a los indígenas con estudios profesionales en Derecho, los cuales no necesariamente cuentan con el respaldo y representación de las comunidades; igualmente, concentran en una sola autoridad la función de la justicia en las comunidades, que antes se encontraba distribuida en distintas figuras -jueces de tenencia, jefes de tenencia, comisariados de bienes comunales-.

El marco político: justicia, control y legitimidad

Lo anteriormente expuesto muestra la complejidad del andamiaje jurídico e institucional que caracteriza a la América de las épocas tanto colonial como actual. Pero también es necesario ofrecer una interpretación crítica del impacto que tuvo este sistema para los actores. La “antropología del poder” tal vez ofrezca la vía más pertinente para realizar este tipo de análisis, en la medida en que permite prestar atención a los intereses tanto del Estado, como de otros sectores sociales, así como a las tensiones que recorren esas entidades. Para autores como Kellogg (1995), Benton (2000) o Poloni-Simard (2005), en la América virreinal la jurisdicción indígena estuvo diseñada como uno de los instrumentos destinados a mantener el orden colonial en las comunidades indígenas e introducir los valores de la cultura dominante entre la población autóctona. En otras palabras, a través de esa jurisdicción se pretendía fortalecer el sistema de justicia hispánico, puesto que las autoridades indígenas se hacían responsables de la aplicación y cumplimiento de las disposiciones del rey y de la Iglesia. No obstante, cabe subrayar numerosas ambigüedades en este sistema, no solamente en la manera en que lo concibió la misma Corona, sino también en la forma en que lo instrumentalizó la población indígena.

No cabe duda de que otorgar cierto reconocimiento a la autoridad de los indígenas permitió crear un contrapeso al poder de los colonos españoles y al de los religiosos, siempre prontos a cuestionar e, incluso, a contradecir las políticas reales cuando éstas amenazaban sus intereses. De este modo, el monarca se convertía en el máximo árbitro de todos los conflictos que surgían en América, lo que reforzaba su dominio sobre el territorio y la población (Owensby, 2011). Pero una de las principales ambigüedades de la política de la Corona en materia de justicia radicó en su voluntad de “captar” en su provecho la legitimidad de la que gozaban las autoridades indígenas que gobernaban a la población antes de la conquista.36 Esta élite aseguraría tanto la estabilidad política, como la obediencia y productividad de las comunidades indígenas. Además, al conocer el funcionamiento político indígena, el monarca español podría evitar que el sistema de justicia hispano fuese percibido como más injusto que el prehispánico y propusiera medidas concretas para que la figura del rey de España estuviese asociada con la idea de justicia. Así, no sorprende que Felipe II manifestara en varias ocasiones su preocupación por el acceso indígena a la justicia real. En un documento de 1581, ordenó “apreta[r] mucho todo lo que a esto tocase y de manera que [los naturales] hallasen todos remedio con efecto y entendiesen que tengo yo el cuidado que es razón para que sean bien tratados y se les haga justicia” (AGI, Indiferente General, Legajo 739, N. 325). Aparece, pues, la expresa voluntad del rey de que la justicia llegara a los indios y, en defecto de cumplir con este ideal, de que sus vasallos supieran que esa era su intención. En junio del mismo año, el monarca reafirmó su intención de que los indios “y todos públicamente entendiesen que [los indios] han de ser desagraviados y se les ha de hacer justicia” (AGI, Indiferente General, Legajo 739, N. 349).37

Para lograr estos objetivos, la Corona estuvo dispuesta a realizar importantes concesiones. Entre ellas destaca el relativo respeto que manifestó hacia la continuidad en el gobierno de los pueblos indígenas de los linajes gobernantes de origen prehispánico, así como el reconocimiento de algunos aspectos de los órdenes normativos autóctonos que fueron clasificados en la categoría genérica -y altamente flexible- de “usos y costumbres”. La ambigüedad del proyecto político imperial queda plasmada en el término “reducción” que sirvió para designar el proceso de reordenamiento de la población indígena, ya que alude a la noción tanto de violencia como de negociación.38 Por otro lado, se implementó el sistema de protectoría o defensoría indígena por el cual se pretendía facilitar el acceso indígena a la justicia real y remediar, hasta donde el mismo sistema lo permitiera, las desigualdades intrínsecas del sistema colonial.

En este escenario, los tribunales coloniales se convirtieron, para los actores indígenas, en espacio de empoderamiento no solamente a nivel local, sino también a nivel de las audiencias y del mismo Consejo de Indias. Varios autores hablan de “litigiosidad” o “negociación” indígena para referirse a las numerosas luchas que los indígenas llevaron ante los juzgados del Imperio.39En el ámbito local, los gobernadores indígenas entraron en el complejo juego de alianzas para preservar su propia jurisdicción frente a otros poderes (Zaballa Beascoechea y Traslosheros, 2010; Cunill, 2016). Los pleitos y las peticiones que llegaban ante las audiencias o el Consejo de Indias giraron en torno a diversos aspectos: la explotación del trabajo indígena -salarios insuficientes o inexistentes, condiciones infrahumanas de trabajo, maltratos, etc.-, la defensa de las tierras en contra de intentos repetidos de usurpación, la preservación de la jurisdicción en particular frente a las intromisiones de los corregidores y curas beneficiados.40 También cabe señalar que esta litigiosidad indígena fue posible porque aquellos actores tuvieron la capacidad de comprender y adquirir rápidamente los saberes normativos hispanos, conscientes de que estos conocimientos les permitirían defender sus intereses con más eficacia en los tribunales coloniales. En este proceso, las órdenes mendicantes desempeñaron un papel clave al convertirse en una de las principales bisagras de una “educación indígena” en la que los intelectuales indígenas ocuparon un lugar central y que estuvo orientada tanto hacia la exploración histórico-etnográfica, como a la imposición de una normatividad cristiano-hispana.41

En realidad, ambos aspectos estaban estrechamente vinculados. Y es que tanto las concesiones que estuvo dispuesta a realizar la Corona española para dejar cierto espacio a las normatividades autóctonas, como la apropiación y el uso que hicieron los indígenas del sistema de justicia hispano confluyeron en la construcción y constante negociación de nuevos saberes normativos, situados a medio camino entre lo global y lo local (Yannakakis, 2013; Schrader-Kniffki y Yannakakis, 2016; Duve, 2022; Masters, 2023).42 En este sentido, es probable que el mantenimiento del uso de las lenguas autóctonas en los tribunales americanos -a nivel de la jurisdicción de los cabildos indígenas y en los demás tribunales por mediación de los intérpretes- haya desempeñado un papel determinante en las relaciones de poder en juego en la interpretación de los saberes normativos (Cunill, 2023a y 2023b). Para la época contemporánea, una comparación podría hacerse con el concepto de educación intercultural, con la emergencia de universidades que pretendían promover las lenguas y los saberes autóctonos. Del mismo modo, se intentó, hasta cierto punto, formar a intérpretes bilingües y garantizar su presencia en los juzgados. Por su parte, las comunidades indígenas se esforzaron por hacer propuestas de traducción de textos de derecho internacional como, por ejemplo, la Declaración de los Derechos Humanos (Pitarch, 2001; Chosson, 2022).

Diversos estudios han argumentado que las medidas promovidas por el Estado para implementar el pluralismo jurídico, como las reformas constitucionales y leyes que reconocen derechos indígenas o la creación de juzgados indígenas, han respondido más bien al mantenimiento del orden y el poder del Estado o de la “cultura estatal monista”, esto es, a lo que Wolkmer (2023) se ha referido como un “pluralismo legal conservador” (ver también Garzón López, 2019). Por ejemplo, algunos estudios, como los de Recondo (2007) sobre Oaxaca, y de Burguete (2001) sobre Chiapas, han documentado que los gobiernos estatales han apoyado reformas constitucionales y legislaciones en materia de derechos indígenas con el objetivo de ejercer un contrapeso de poder frente a otros actores, ya sean partidos políticos opositores u organizaciones como el EZLN. Para el caso de Yucatán, se ha argumentado que la creación del Instituto para el Desarrollo de la Cultura Maya fue una propuesta del Partido Revolucionario Institucional para recuperar bases de electores en el campo frente a los crecientes triunfos electorales del Partido de Acción Nacional (Mattiace y Llanes Salazar, 2015).

Asimismo, una categoría que ha sido útil para entender los diversos intereses en juego en el campo de los derechos indígenas es la de “multiculturalismo neoliberal”, desarrollada por Charles R. Hale (2002). De acuerdo con Hale, los estados neoliberales han reconocido una serie de derechos “culturales” (por ejemplo, a la identidad cultural o a la lengua), reclamados por actores indígenas “permitidos” -que forman parte del Estado o aceptan tratos con él-, mientras que continúa rechazando o limitando derechos de carácter “material” -como a las tierras, territorios y recursos naturales- y a actores críticos. Los derechos culturales permitidos, afirma Hale, resultan afines a las reformas neoliberales que buscan “adelgazar” al Estado, cediendo algunas de sus atribuciones -en materia de educación, salud, impartición de justicia, etc.- a actores privados o indígenas.

Aunque el planteamiento de Hale (2002) sobre el multiculturalismo neoliberal nos puede ayudar a entender mejor cómo el andamiaje jurídico e institucional del pluralismo legal responde a diversos intereses, debemos matizar que los derechos no siempre pueden clasificarse de manera tan sencilla y exclusiva como “culturales” o “materiales”. Por ejemplo, el derecho a la lengua propia, interrelacionado con el derecho a contar con un intérprete/traductor, no sólo implica el reconocimiento oficial a una determinada lengua indígena, sino también dotar de recursos a la formación y disponibilidad de traductores e intérpretes. Del mismo modo, a pesar de que los nuevos jueces y juzgados indígenas son creaciones estatales y cuentan con una jurisdicción limitada, los estudios en la materia han documentado cómo han sido apropiados por parte de las comunidades donde operan. De acuerdo con Buenrostro Alba, a pesar de que los jueces y los juzgados “tradicionales” no constituyen un reconocimiento de las prácticas jurídicas existentes entre los mayas de Quintana Roo, constituyen ya parte de las dinámicas locales, puesto que han sido “apropiados[s] por los mayas” (2014: 68). Del mismo modo, según Macossay Rodríguez, “los habitantes mayas de las comunidades [de Campeche] se han apropiado del juzgado de conciliación como un espacio jurídico relativamente popular […] principalmente por el uso de la lengua maya” (2015: 94).43 En Puebla, los Juzgados Indígenas creados en 2002 representaron una forma de garantizar el derecho de acceso de los indígenas a la jurisdicción del Estado (Chávez y Terven, 2013). Pero, al igual que en los casos de Quintana Roo y Campeche, las organizaciones indígenas han iniciado un “proceso de apropiación del juzgado indígena” (Terven, 2014: 77). Este fenómeno se aprecia en la conformación de un consejo en el juzgado inspirado en el sistema de cargos de las comunidades indígenas de Cuetzalan, así como en el uso de la lengua náhuatl en el juzgado (Terven, 2014).

Además, la nueva “justicia indígena” no se reduce a los jueces y juzgados “creados” tras las reformas y leyes multiculturales. Las limitaciones de estas instituciones han llevado a algunos colectivos indígenas a emprender otros proyectos de justicia, como la “justicia zapatista” (Mora, 2013), la cual disputa al Estado sus competencias institucionales, de modo que, a diferencia de algunas de las instituciones antes mencionadas, tiene una mayor competencia para la resolución de conflictos, “sobre todo en las esferas que más reflejan la negligencia sistemática e histórica de las dependencias oficiales: los conflictos agrarios; los actos de falta de transparencia, los de corrupción y de racismo por parte de los agentes del Ministerio Público; y los de conflictos en el ámbito familiar” (Mora, 2013: 200). A este respecto, un caso interesante es el de Cherán, comunidad del estado de Michoacán. En abril de 2011, comuneros -al inicio, notablemente, comuneras- de dicha comunidad se enfrentaron a taladores ilegales de madera y construyeron barricadas y se organizaron alrededor de puestos de vigilancia por barrios conocidos como “fogatas”. En un principio, los comuneros de Cherán demandaron a los gobiernos estatal y federal protección ante el crimen organizado, pero pronto comenzaron a reivindicar la autonomía de su comunidad. Así, decidieron no participar en el proceso electoral de noviembre de 2011 y acordaron elegir a sus autoridades a través de sus propios sistemas normativos, tomando como base el artículo 2 constitucional y el Convenio 169 de la OIT. Finalmente, en un acto inédito, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación resolvió que “la comunidad indígena de Cherán tiene derecho a solicitar la elección de sus propias autoridades, siguiendo para ello sus normas, procedimientos y prácticas tradicionales, con pleno respeto a los derechos humanos”. De esta forma, la comunidad de Cherán estableció un gobierno distinto al municipal, que en vez de estar conformado por la estructura de presidente, síndico y regidores, está constituido por una representación barrial, consejos operativos y una asamblea general (Ventura, 2012; Martínez Mejía, 2014). 44 Cabe destacar que, a diferencia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, la cual, como hemos visto, presenta una visión más culturalista del pluralismo legal, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) ha emitido sentencias innovadoras que “reflejan la voluntad de conocer mejor las normas comunitarias y la disposición del juez federal de contextualizar, en términos históricos y culturales, las prácticas electorales de los pueblos indígenas” (Recondo, 2018: 74). Como ha observado Recondo, el TEPJF ha asumido una posición jurisprudencial más casuística, que ordena conocer las particularidades de cada caso, y ha sido más “sensible al pluralismo jurídico” (2018: 76).

Finalmente, las organizaciones y activistas indígenas se han apropiado no sólo de los nuevos juzgados indígenas y tradicionales, sino también del derecho internacional de los derechos humanos. Particularmente, a partir de la reforma constitucional en materia de derechos humanos de 2011,45 las organizaciones que litigan sobre derechos indígenas han acudido tanto a instancias judiciales nacionales -juzgados de distrito, tribunales colegiados, la Suprema Corte de Justicia de la Nación-, como a ámbitos suprarregionales e internacionales, como el Sistema Interamericano de Derechos Humanos y las Naciones Unidas. Así, parafraseando lo observado por Merry (1997) para el caso de la nación Ka Lahui Hawai’i, los saberes normativos indígenas contemporáneos constituyen una amalgama de múltiples capas de resoluciones de las Naciones Unidas, leyes nacionales, categorías y costumbres locales. En estos campos, las principales demandas planteadas por las organizaciones son los derechos a la libre determinación, al territorio y, de manera creciente, al pluralismo legal.46 Por ejemplo, Victoria Tauli-Corpuz (2020: párr. 38), en su calidad de Relatora especial sobre los derechos de los pueblos indígenas de Naciones Unidas, planteó que “la armonización entre los sistemas jurídicos y el pluralismo jurídico constituye una importante vía de progreso” para el acceso a la justicia de los pueblos indígenas. Como ha observado Medina (2016: 140), el pluralismo legal se ha vuelto cada vez más transnacional en la medida en que normas, sentencias e instrumentos legales circulan a través de escalas nacionales, regionales y globales en múltiples direcciones. Esto es, el pluralismo legal en sí mismo se ha convertido en una norma que circula a diversas escalas y es reclamada por diversos actores.

Consideraciones finales: diálogos entre ayer y hoy

En definitiva, la comparación de la justicia indígena en el periodo colonial y en la América Latina neoliberal muestra que no hay una teleología de una situación de “dominación” e “injusticia” hacia una de “liberación” y “justicia”. Pero, más allá de ello, también pone de manifiesto una serie de similitudes estructurales entre el tratamiento imperial y neoliberal de la relación de los pueblos indígenas con la justicia. Se puede argüir que, tanto en la época colonial como en la actualidad, el pluralismo legal ha quedado plasmado en al menos tres elementos institucionales en América Latina: la “creación” de una jurisdicción indígena -limitada al ámbito local-, el “reconocimiento” de parte de un orden normativo supuestamente característico de la población indígena y la implementación de modalidades diferenciadas de acceso a la justicia real/del Estado con el supuesto fin de contrarrestar desigualdades y asimetrías de poder. En otras palabras, vemos que con “justicia indígena” los actores se refieren alternativamente a cierta autonomía en la impartición de la justicia por parte de las autoridades indígenas, a una serie de normas específicas para los pueblos autóctonos -llamadas alternativamente “usos y costumbres” o “derecho consuetudinario”-, o a vías especiales de acceso a la justica estatal.

El presente estudio también pone de manifiesto que aquellos tres elementos institucionales se caracterizan por su alto grado de “ambigüedad” o “contradicción”. En primer lugar, se supone que el actor central de la jurisdicción indígena es el juez indígena; no obstante, hemos visto que no siempre son designados en este oficio a los representantes de la comunidad, sino que se les puede preferir autoridades externas más afines a la “cultura del Estado”; además, la autonomía en la impartición de la justicia en los tribunales indígenas no forzosamente significa independencia en la forma de resolver los conflictos, sino que puede constituir una forma de “conquista” del derecho imperial/nacional que es el que se supone ha de utilizar el juez indígena para impartir la justicia. En segundo lugar, los “usos y costumbres” o “el derecho consuetudinario” constituyen un concepto sumamente flexible, dada su falta de definición y su capacidad de ser adaptada en pos de la defensa de los intereses más opuestos. El problema radica en quién se considera capacitado para “reconocer” su validez legal y su esfera de aplicación y la cuestión se vuelve más compleja cuando estas normas se identifican con una serie de disposiciones especiales impuestas a los pueblos indígenas, pero que no emanan de las sociedades autóctonas. Finalmente, las vías diferenciadas de acceso a la justicia real/estatal constituyen un reconocimiento de la incapacidad del sistema para fomentar las condiciones de igualdad que harían innecesarias la creación de contrapesos.

Pero este panorama no estaría completo si no tomáramos en cuenta los procesos de apropiación que pusieron en marcha las poblaciones indígenas. Eso implica, por un lado, la “traducción” (Duve, 2022), en el sentido de reinterpretación del nuevo sistema a la luz de sus propios códigos y tradiciones culturales, fenómeno que puede llegar a desvirtuar de su sentido original y, por tanto, neutralizar el efecto político de los elementos impuestos desde el exterior. Eso también significa el uso estratégico de las herramientas legales puestas a disposición con el fin de defender los intereses de la población indígena. Por consiguiente, se puede argüir que, si bien para el rey y sus agentes el interés por la justicia indígena tuvo que ver con la voluntad de asentar su propio dominio sobre la población autóctona, las estrategias adoptadas para gobernar la población indígena no fueron sinónimas de exclusión total del otro y de su sistema de valores, sino más bien un juego complejo entre supeditación y reconocimiento. Este complejo juego condujo subrepticiamente a la adaptación y alteración del orden normativo tanto del colonizador, como del colonizado, dando lugar a una cultura jurídica original, resultado de un encuentro -marcado, bien es cierto, por la violencia y la asimetría en el poder- entre necesidades y reinterpretaciones tanto imperiales, como indígenas, que ha tenido efectos ambiguos e incluso contradictorios (Yannakakis, 2023b). Del mismo modo, hoy la pluralidad de órdenes normativos responde tanto a las reivindicaciones de organizaciones indígenas y sus aliados, como a las reformas neoliberales del Estado. Y, aunque este sistema adolece de limitaciones debido a su carácter selectivo, a su reducción a la resolución de conflictos menores, así como a la falta de poder vinculante de la consulta previa, está contribuyendo a gestar nuevas realidades normativas, marcadas por una mayor pluralidad. Los encuentros y desencuentros entre el pluralismo legal en dos momentos históricos permiten entender qué es lo que los modelos seleccionan de los hechos, por qué y para qué lo hacen; cómo crean e imponen nuevas instituciones y prácticas, y cómo éstas son apropiadas y/o resistidas por los actores.


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Notas:

[1] Véase también Tamanaha (2007), quien plantea que el pluralismo legal es una “condición histórica común”.

[2] Las traducciones de las citas del artículo de Merry son nuestras.

[3] En el presente trabajo utilizaremos como sinónimos indígena y autóctono para referirnos a los pueblos originarios de América Latina. Para una discusión sobre estos términos, consúltese Cloud et al., (2013) y Guenther (2006).

[4] Ver al respecto Benton (2000), Benton y Ross (2013), Hespanha (2014), Owensby y Ross (2018), Berman (2020), y Herzog (2021a y 2021b).

[5] Si bien el enfoque histórico-antropológico puede parecer banal, ya que la interdisciplinaridad se ha impuesto como horizonte en el discurso académico, es forzoso reconocer que estas disciplinas, más que dialogar entre sí, suelen yuxtaponerse en la producción científica. Ver Torres-Mazuera y Marín Guardado (2016) y Bens y Vetters (2018).

[6] Véase, entre otros, Duve (2004), Herzog (2005), Rojas (2007), Cunill (2011 y 2017) y Agüero (2021).

[7] Sobre la ciudadanía indígena y sus límites, véanse Stavenhagen (1992), Sanz Jara (2011), López Caballero (2017), López Caballero y Acevedo Rodrigo (2018).

[8] Véanse, entre otros, Stavenhagen (1988), Vanderlinden (1989), Yrigoyen Fajardo (2004), Hoffmann y Rodríguez (2007); Bellier (2013).

[9] Para una visión de conjunto sobre América Latina, véase Yashar (2005).

[10] En el presente trabajo se usan indiscriminadamente tanto los conceptos de “órdenes” como de “saberes” normativos.

[11] Sobre el uso del pasado como argumento legitimador de los órdenes legales ver Herzog (2018, 2023) y Cunill (2023a). Sobre el concepto de “tiempo inmemorial” como argumento jurídico en Europa y América en la época moderna, ver Herzog (2021a).

[12] La expresión “derecho indiano” designa, entre los historiadores, el sistema legal impuesto en América a raíz de la conquista y colonización de este territorio. Las disposiciones legales promulgadas por la Corona española están recogidas en distintas recopilaciones, entre las cuales destacan el Cedulario Indiano de Encinas (1946 [1596]) y la Recopilación de Leyes de Indias de 1680 (1943). Sobre este concepto historiográfico, ver Ross (2015) y Hespanha (2019).

[13] Ver al respecto, Tau Anzoátegui (1997), Yannakakis (2010 y 2023a), Herzog (2013), Premo (2014), Graubart (2015 y 2022), Puente Luna y Honores (2016), Deardorff (2018), Premo y Yannakakis (2019), Cunill y Rovira Morgado (2021), Ariel de Vidas et al. (2022), Oyarzábal (2024), Rovira Morgado (en prensa).

[14] En The Life of the Law, Laura Nader insistió en tres elementos que han de tomarse en cuenta en cualquier reflexión sobre la “vida de la ley”: legitimidad, poder y conflicto (Nader, 2002: 119).

[15] Tau Anzoátegui insiste en el carácter plural del sistema jurídico colonial, conformado por diversos órdenes jurisdiccionales y normativos, a saber, el derecho de Castilla, el derecho común, el derecho natural, el derecho canónico, el “derecho indiano en sentido estricto”, “los derechos aborígenes y hasta los usos de la gente de raza negra” (1997: 35). Sobre estas cuestiones, véanse también Agüero (2006 y 2021), Rojas (2007), Estruch (2016), Quijano Velasco (2017), Barriera (2019), Morong Reyes y Gloël (2022).

[16] Consúltese al respecto Dueñas (2010), Ruiz Medrano (2010), Ruiz Medrano y Kellog (2010), Yannakakis (2013), Glave (2023)

[17] Cabe señalar que, como se verá más adelante, los indígenas hicieron un uso estratégico de aquellas categorías y además lucharon para que no les impidiera acceder a ciertos cargos. Sobre este punto, véase Glave (2023).

[18] Véase, entre otros, López Caballero y Giudicelli (2016), López Caballero (2017), López Caballero y Acevedo Rodrigo (2018).

[19] Sobre el indigenismo, ver Villoro (1979), Favre (1998), Sariego (2002), Niezen (2003), Oehmichen (2003), Coronado (2009), Lewis (2018) y Giraudo (2020).

[20] Varios autores, “Declaración de Barbados I: por la liberación del indígena”. Bridgetown, Barbados, 30 de enero de 1971. Ver también Bonfil Batalla (1981). Cabe señalar que, desde la década de los 1970, la política indigenista sufrió transformaciones que buscaron una mayor participación indígena -“indigenismo de participación”-, así como un mayor “control cultural” de los grupos étnicos -“etnodesarrollo”-.

[21] Primer Congreso Nacional de los Pueblos Indígenas, “Carta de Pátzcuaro. Declaración de principios”, 9 de octubre de 1975 (en Instituto Nacional Indigenista (INI), 1978: 361-368).

[22] Ver al respecto, Llanes Salazar y Torres-Mazuera (2017), Cunill y Glave Testino (2019), Llanes Salazar (2019), Pavez Ojeda et al. (2020).

[23] Presidencia de la República, Congreso de la Unión, “Iniciativa de Decreto que adiciona el artículo 4º de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos para el reconocimiento de los derechos culturales de los pueblos indígenas”. El antropólogo Arturo Warman, integrante de dicha Comisión y director del INI entre 1988 y 1992, escribió sobre el tema: “Por instrucciones del Presidente de la República, el Programa de Procuración de Justicia adquiere una dimensión propia entre las tareas centrales del INI. Partimos de la base de que el acceso a una justicia expedita y generosa no sólo repararía una injusticia histórica, sino que constituye una condición y prerrequisito para el desarrollo de los pueblos indígenas. La justicia no es un agregado derivado del desarrollo, sino que debemos entenderlo como una precondición. El Presidente instaló el 7 de abril pasado la Comisión de Justicia para los Pueblos Indígenas de México, que como órgano consultivo complementará con la participación de la sociedad, al programa de procuración de justicia” (Warman, 2014: 278).

[24] El Convenio 169 sustituyó al Convenio número 107 de 1957 que, si bien reconocía por primera vez el concepto de población indígena como colectividad en el derecho internacional -particularmente el reconocimiento al derecho colectivo a la tierra y a la educación en lengua materna-, concebía a las poblaciones indígenas y tribales como sociedades atrasadas, transitorias, destinadas a desaparecer, que había que asimilar a la sociedad nacional, “moderna” y “desarrollada”. Hasta la fecha, el Convenio 169 es el tratado internacional de mayor importancia en materia de derechos de los pueblos indígenas, ya que ofrece una definición de pueblos indígenas que ha sido retomada en prácticamente todas las reformas constitucionales y las leyes sobre la materia en varios países hispanoamericanos.

[25] Tal fue el caso de Tlaxcala en Nueva España; sobre las negociaciones que condujeron a la concesión del título de ciudad a Tlaxcala, véase Baber (2010) y sobre Texcoco, ver Jongsoo y Brokaw (2014).

[26] Consúltese Güemez Pineda (2005), Quijano Velasco (2012), Quezada (2014), Dueñas (2015), Graubart (2015), Puente Luna (2015), Cunill (2016), Puente Luna y Honores (2016).

[27] Las Ordenanzas para pueblos de indios de Yucatán, promulgadas por el oidor Diego García de Palacio en 1583, ofrecen un excelente ejemplo de esta política (García Bernal, 1985).

[28] Provisión que manda particularmente la orden que las Audiencias y otras justicias de las Indias han de guardar y fulminar los pleitos de indios y en su determinación, 1550 (Encinas, 1946: II, 166-167).

[29] Cédula en que se aprueba a los indios las buenas costumbres que antiguamente han tenido y tienen para su buen regimiento y policía, 1555 (Encinas, 1946 [1596]: IV, 355-356). Años más tarde, Carlos II confirmó “que las leyes y buenas costumbres que antiguamente tenían los indios para su buen gobierno y policía, y sus usos y costumbres observadas y guardadas después que son cristianos, y que no se encuentran con nuestra sagrada religión, ni con las leyes de este libro [...] se guarden y ejecuten”. (Recopilación de Leyes de Indias 1943 [1680] Ley 4, Título 1, Libro I).

[30] Consultar al respecto Yannakakis (2010, 2019, 2023a), Herzog (2013, 2021a), Premo (2014), Premo y Yannakakis, (2019).

[31] Sobre el nombramiento de procuradores indígenas en Lima y Cuzco en la segunda mitad del siglo XVIII, ver Zegarra Moretti (2020).

[32] Para este tema consultar Puente Luna (2014), Yannakakis (2014), Cunill (2018), Cunill y Glave Testino (2019).

[33] Véase, Borah (1985), Novoa (2016), Cunill (2019) y Zegarra Moretti (2020).

[34] Ver también Engle (2010).

[35] Como ha documentado Recondo, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, el cual ha emitido sentencias innovadoras para el reconocimiento de los derechos indígenas, ha tomado una “postura jurisprudencial de naturaleza casuística y sensible al pluralismo jurídico” por lo menos desde 2011 (2016: 76).

[36] Cabe recordar que fue el mismo objetivo político el que motivó, en gran medida, los matrimonios “mixtos” entre agentes de la Monarquía e hijas de la nobleza indígena, tanto en Perú como en Nueva España.

[37] Las cursivas son nuestras. Sobre el contexto histórico en que se escribieron estos documentos, véase Cunill (2015b). Sobre el uso político del pasado prehispánico, véase también Morong Reyes (2021).

[38] Según Sebastián de Covarrubias, autor del Tesoro de la lengua castellana (1995 [1611]: 854), “reducirse es convencerse” y reducido, “convencido y vuelto a mejor orden”. Sobre los mecanismos y significados del proceso de reducción, véanse, entre otros, Hanks (2010) y Muñoz Arbeláez (2015).

[39] Sobre el concepto de negociación indígena, ver Cunill (2012b).

[40] Consultar Owensby (2008), Dueñas (2010), Ruiz Medrano (2010), Ruiz Medrano y Kellogg (2010), Yannakakis (2015), Puente Luna (2017), Pulido Rull (2021), Glave (2023).

[41] Sobre este punto, véanse Alcántara Rojas (2013), Ramos y Yannakakis (2014), Laird (2024). Agradecemos a los evaluadores anónimos por llamar nuestra atención sobre esta cuestión central.

[42] El concepto de “traducción legal”, propuesto por Duve (2022), permite desplazar el de mestizaje o transferencia legal, llamando la atención sobre los procesos creativos de interpretación-creación de los saberes normativos emprendidos por los actores, que contribuyen a “localizar” los órdenes normativos.

[43] Ver también Gutiérrez Rivero (2001) y Collí Ek (2015).

[44] Años más tarde, la comunidad de Cherán sería protagonista de otro acto inédito pues en 2014 la Suprema Corte de Justicia de la Nación reconoció a la comunidad de Cherán como sujeto de derechos que puede presentar controversias constitucionales (Martínez Mejía, 2014 y Mora, 2014).

[45] Esta reforma elevó a rango constitucional los derechos humanos reconocidos en los tratados internacionales y consagró el principio pro persona, según el cual los jueces deben aplicar la norma más favorable a los derechos humanos de las personas.

[46] En un reciente número temático de la revista Alteridades, sobre justicia y derechos indígenas en México y Ecuador, Laura Valladares, coordinadora del número, escribe que “el pluralismo jurídico o el uso estratégico o contrahegemónico del derecho, unido a la protesta social, se constituyen como una apuesta para defender las formas organizativas comunitarias, detener los despojos y los giros autoritarios y antidemocráticos que recorren el continente” (2018: 4).