María Angélica Corva[1]
actores, proceso y derecho en la provincia de Buenos Aires (1875-1881)
Criminal justice: actors, process and lawin Buenos Aires province (1875-1881)
Dos grandes objetivos me llevaron a embarcar en un proyecto de investigación de largo alcance, dedicado a estudiar la administración de justicia en la provincia de Buenos Aires. En primer lugar, la necesidad de crear una especie de vademecum1 que sirviera a la vez para la selección y catalogación de documentos judiciales, y para el acceso y uso de los mismos por los investigadores de las ciencias sociales -ya sea para su estudio en sí o en búsqueda de información. En segundo lugar, buscaba definir una propuesta de abordaje de la historia del poder judicial con sus características propias, pero siempre en el marco de la estructura estatal y el funcionamiento social, como agente esencial de la construcción del Estado republicano encargado de dar respuesta al conflicto. La propuesta debía ser lo suficientemente elástica como para poder aplicarse en diversos tiempos y espacios, dando por resultado investigaciones que sirvan no sólo a las ciencias sociales sino también a aquellos que hoy tienen la responsabilidad de afianzar un poder judicial independiente.
Desde el primer momento, y hasta el día de hoy, siempre he buscado abarcar toda la provincia, todos los fueros y todas las instancias. Es una perspectiva ambiciosa y compleja, que no siempre se alcanza, pero si se pierde este eje todo el esfuerzo carece de sentido. Si bien los estudios enfocados en una parte de la provincia son muy importantes y ofrecen una mirada más cercana -desde la microhistoria o la historia local-, es fundamental un enfoque que abarque todo el sistema judicial porque las conclusiones a las que se llega a través del estudio de una porción de territorio, extrapoladas para el todo, pueden llevar a simplificar y ofrecer una visión parcial del funcionamiento de la justicia y su contexto social. Este problema tampoco se arregla sumando las partes para formar un todo, es necesario construir una trama de base donde los estudios locales puedan insertarse y cobrar vida.
Con el propósito de abarcar todo el proceso judicial, la maduración de algunas ideas y experiencias me llevaron a indagar en los primeros fallos de la Suprema Corte con el objetivo de determinar y analizar la presencia de legislación indiana y su significado (Corva, 2017). Terminada esa investigación, intenté localizar los expedientes completos de los fallos con los que había trabajado. De esta forma podría abordar todo el territorio, todos los fueros y todas las instancias, porque al máximo tribunal llegaban recursos sobre causas de los cuatro departamentos judiciales en los que se dividía la provincia. Para llegar hasta allí las causas necesariamente habían comenzado en la justicia de paz, habían tenido sentencia del juez de primera instancia y de la Cámara de Apelación.
Comencé esta tarea enfocada en las causas criminales, porque el período está atravesado por la sanción del Código, intentado abarcar los cuatro departamentos judiciales en que se dividía el territorio provincial.2 En el trabajo previo al que hice referencia (Corva, 2017) realicé un minucioso estudio de las 711 resoluciones y sentencias producidas entre 1875 y 1880 y procesé toda la información en Excel, lo que permitió un juego infinito con el uso de los filtros. De estas causas que habían llegado al máximo tribunal, 96 provenían de juzgados criminales.
Con una perspectiva más clara de cómo se había administrado justicia desde el máximo y flamante tribunal surgió la necesidad de un estudio más detenido de los actores que participaron en estos conflictos, y de los procedimientos que transcurrieron desde la base de la estructura institucional en el juzgado de paz, continuaron en la primera instancia para su resolución y llegaron a la Cámara de Apelación en segunda instancia y a la Suprema Corte para su fallo definitivo. Podemos decir que comenzamos por el final para luego ir desandando el camino hasta su inicio.
En esta trayectoria institucional y procesal se conjugaban saberes profanos y jurídicos, legislación y doctrina, pero también intereses personales, elementos todos que intentaremos identificar y poner en el contexto de una administración de justicia que estaba en proceso de formación pero que, a su vez, tenía sus raíces en la legislación indiana y su cultura jurídica, como cauce necesario para las transformaciones subsiguientes a la sanción de la Constitución provincial de 1873.
En este artículo nos proponemos dos objetivos. El primero es observar las tres dimensiones del expediente judicial, los actores, el proceso y el derecho que se aplica y cómo se aplica, a lo largo de todo su recorrido. El segundo es profundizar sobre un tema complejo y fundamental como es el arbitrio judicial que, como ya he demostrado (Corva, 2017), no implicaba una mera pervivencia sino que se lo utilizaba como un recurso contra la arbitrariedad de la pena y la falta de legislación republicana.
Respecto al primer objetivo, es oportuno aclarar que poner la mirada pesquisidora en los actores nos permite reponer la intencionalidad de la acción, considerando que estos motivos responden a un entramado relacional e institucional que se pone en juego en el expediente. Los actores -acusados, víctimas, magistrados y funcionarios judiciales- toman decisiones en función de las expectativas y el marco normativo en el que están insertos. Reponer una mirada que los ubique en ese entramado relacional nos permite comprender su accionar, pensándolos no solo como reproductores de una posición institucional o de clase sino como actores que, en un marco de racionalidad, orientan sus acciones en la persecución de sus fines (Aron, 1981: 126-127).
Esta investigación se enmarca en un campo académico en el que confluyen la historia del derecho y la historia social de la justicia, el cual recibe diversas denominaciones. Para este estudio adherimos a la definición de Salvatore y Aguirre (2001) como “historia social y cultural del derecho”. Sobre la justicia criminal en el siglo XIX contamos con una rica producción, sin embargo, no son tantos los trabajos que aúnan la historia del derecho y las prácticas jurídicas para la provincia de Buenos Aires. Dos historiadoras Sedeillán (2012) y Yangilevich (2012) han realizado importantes aportes sobre el tema, abordando el sur del territorio provincial. Por su parte, Calandria (2016) ha analizado la creación y reorganización de los departamentos judiciales de la provincia de Buenos Aires, profundizando sobre los cambios y continuidades ocurridos en la estructura administrativa del fuero criminal bonaerense, en el marco de una investigación más amplia sobre el infanticidio (Calandria, en prensa). Asimismo, Barreneche y Oyhandy (2012) han recopilado investigaciones que avanzaron en el conocimiento de los marcos normativos y las prácticas sociales en el territorio bonaerense, indagando sobre distintos aspectos de la administración del conflicto que involucran una trama compleja de relaciones, tanto hacia el interior de las agencias estatales como en su relación con diversos grupos, clases y actores sociales.
En cuanto a las fuentes, como suele suceder en todo proyecto de investigación, nuestros objetivos deben adecuarse a los documentos con los que contamos, ya sea porque son los que han sobrevivido o porque, aun habiendo superado los desafíos de la destrucción o el abandono, son aquellos a los que podemos acceder (Corva, 2015). Por esto el ambicioso proyecto se vio rápidamente limitado y, como explicaré luego con más detenimiento, debí conformarme con tomar un delito -el robo- y trabajar con una causa. Sin embargo, esto me ha permitido demostrar cómo reemplazar los vacíos documentales.
En este marco, trabajé con una causa por robo y heridas en el pueblo de Quilmes pero para no perder la perspectiva del todo analicé todos los fallos por robo emitidos por la Corte en el período estudiado. Esto permitió fijar un patrón respecto al comportamiento de cada uno de los jueces en su instancia y territorio respectivos.3
Para contextualizar estas causas confeccioné dos cuadros. El primero desagrega la información por departamento judicial, especificando el número de las causas criminales -abigeato o robo de ganado, adulteración de documentos, calumnias, estupro, extracción indebida de depósitos, heridas, homicidio, riña, robo, sodomía, tentativa de fuga. El segundo muestra las causas por robo con sentencia de la Suprema Corte.4 Allí podemos observar que no llegaron a la Corte causas por robo del Departamento Sud, sólo fallaron en una causa por abigeato que analizaré junto con los demás fallos.
En esta sección estaremos inmersos en el universo judicial del expediente, en el que magistrados, funcionarios, agentes judiciales, víctimas y victimarios tenían el objetivo común de obtener justicia en base a reglas definidas. El desafío es aprehender y comprender las expectativas de cada uno de ellos, y la forma en que buscan realizarlas moviéndose en un espacio limitado por esas reglas que, en pleno proceso de codificación, eran cambiantes y difíciles de definir. Podré establecer así la relación entre actores, proceso y derecho.
La organización constitucional establecida en 1853 permitía a las provincias conservar su identidad histórico-política, pero la necesidad de uniformar las costumbres y la legislación impusieron el sistema europeo de la codificación en materia de derecho sustantivo por el cual el Congreso Nacional dictaba los Códigos de fondo. El primer Código Penal Argentino entró en vigencia en 1887 y en ejercicio de esa potestad transitoria la provincia de Buenos Aires adoptó en 1878 el proyecto de Carlos Tejedor (1866), originalmente pensado para ser código nacional (Rosso, 2013). Así, convivían en un mismo espacio jurídico el sistema de fuentes, cuyo orden político y social sobre el cual se había instaurado ya no existía y los códigos en proceso de formación. Esos códigos aspiraban a ser una colección escrita de reglas jurídicas que alcanzaran la unificación tanto del derecho como del territorio, y también de la población (Caroni, 2013).
Todos estos cambios y las resistencias que generaron los observaré en un expediente iniciado en 1877. Su estado es aceptable, si tenemos en cuenta el tiempo transcurrido y las vicisitudes por las que pasó. La carátula tiene las marcas de su trayectoria con números de archivos judiciales e históricos por los que circuló. A nosotros nos interesa ahora la materia jurídica, los imputados y la víctima: Rodríguez Manuel y Juan Pintos por robo y heridas en la persona de Dña. Eusebia Alderete en Quilmes.5 Antes de adentrarnos en este proceso vamos a desagregar esta carátula para ubicarnos en el espacio y conocer a los protagonistas.
El pueblo dónde se llevó a cabo el delito estaba a unas cuatro leguas de Buenos Aires y era la cabecera del partido de Quilmes que, junto con Belgrano, San Isidro, Ensenada y Tordillo se apoyaban en el gran estuario del Río de la Plata.6 En 1827 se creó la primera escuela primaria y en 1828 se levantó la primera iglesia de adobe cocido. El ferrocarril, el telégrafo y el tranvía a caballo llegaron a Quilmes entre 1872 y 1873. Se abrió en esa década la Biblioteca Popular y comenzó un marcado crecimiento cultural y económico.
La víctima, Eusebia Alderete, era una mujer vecina del pueblo, natural de la provincia de Tucumán, que no sabía su edad -quien le toma declaración escribió que representaba 60 años. Era una viuda, ocupada en los quehaceres de su casa, que vivía en un rancho con una hija. Eusebia no sabía firmar, por lo que deduzco que no sabía leer ni escribir.
Sobre los acusados sabemos que Manuel Rodríguez, según su primera declaración, era argentino de veintiséis años, soltero y jornalero. Vivía en Buenos Aires y se encontraba accidentalmente en Quilmes. Ante el juez del crimen declaró ser natural de esa provincia, domiciliado en Quilmes. A través del proceso sabemos que vivía en la casa de su concubina, Antonina Nievas, argentina, de treinta y dos años, soltera, lavandera y domiciliada en Quilmes.
En cuanto a Juan Pintos, era argentino, de veintitrés años, soltero, jornalero y domiciliado en el pueblo de Quilmes. La definición de jornalero en una declaración era genérica -actualmente reemplazada por empleado- pero a través de la construcción de su coartada sabemos que Pintos era pescador, tema en el que ahondaremos luego. Una cuestión importante respecto a este acusado es que conocía a Eusebia, quien le había hecho imponer una multa por haberle golpeado la ventana a la hija, Rudecinda Ballejos. Tal vez es un poco arriesgado pero podría afirmar que Rudecinda y Juan mantenían un romance no aprobado por Eusebia.
La materia jurídica de la causa es robo y heridas, lo que complejiza el caso y genera una situación jurídica rica y desafiante para la justicia y para nuestro estudio. El delito de robo es definido en el Diccionario jurídico de Escriche como “el acto de quitar o tomar para sí con violencia o fuerza cosa ajena”. De esta forma, a diferencia del hurto, no sólo se privaba al dueño de lo que le pertenecía sino que además se atentaba contra su tranquilidad intimidándole con armas o amenazas. Por la ley 1ª, tit. 13, part. 7ª el robo debía ser castigado con más rigor que el hurto pero en la práctica se utilizaban indistintamente las dos palabras, algo que se puede observar a través de todo el caso en estudio (Escriche, 1847: 828). La edición del mismo Diccionario, reformada y aumentada por dos reconocidos juristas españoles, completó esta definición con las novedades introducidas por el Código Penal español de 1870, citando abundante jurisprudencia del Tribunal Supremo (Escriche, 1876: 959), pero en los fallos de la Suprema Corte nada de esto aparece mencionado. En el Curso de Derecho Criminal de Carlos Tejedor, texto al que los magistrados solían recurrir, el robo se diferenciaba del hurto por el uso de fuerza o violencia (Tejedor, 1871: 293).
Finalmente, la carátula da cuenta del juez de primera instancia en lo criminal a cargo de la causa, Pedro Passo, nombrado el 27 de agosto de 1874, y del secretario del juzgado, el escribano Diego Pombo, cuya principal función era dar fe de lo actuado. Passo fue nombrado Fiscal General de las Cámaras de Apelación en 1880 y ministro de la Suprema Corte en 1886.
El juicio criminal se dividía en dos partes: el sumario, que tenía por principal objetivo la justificación del delito y de los autores, y el plenario, donde se discutía contradictoriamente la culpabilidad o inocencia de los procesados, dándose la sentencia condenatoria o absolutoria. El sumario era jurisdicción de la justicia ordinaria, por tratarse de la investigación de un delito, pero podía ser delegada al juez de paz (Corva, 2014: 128-132). Por esta razón el juez de paz de Quilmes, Felipe Amodeo, inició la investigación.7
En el pueblo de Quilmes a diez y seis de Agosto de mil ochocientos setenta y siete yo el Juez de Paz y Comisario del Partido tuve conocimiento de que habían penetrado ladrones en la casa de la vecina Doña Eusebia Alderete y que para llevar a cabo su intento la habían herido de un palo en la cabeza. Acto continuo me trasladé al lugar del hecho y como resultase ser exacto que la habían herido y robado manifestando dicha Señora que los ladrones penetraron por el techo del rancho como a las cinco de la mañana por un agujero que habían hecho a prevención como a las diez de la noche los mismos, por lo que ella no durmió y estuvo con vela encendida toda la noche y que pudo conocer a uno de los que se descalzaron del techo y que este era el individuo Juan Pintos y que el otro no lo conoció: Que a Pintos ella lo había despedido antes de su casa y lo había hecho multar en el Juzgado de Paz, que por último se fueron llevando los ladrones: Un reloj de pared, un facón de cabo de plata, un pañuelo de espumilla, y una manta para taparse, un traje de […] y otros objetos: por ello ordené al capitán de la Partida para que procediera a la captura de Juan Pintos y de la persona en quien recayesen sospechas de complicidad. Así terminé este Auto cabeza de Proceso y no firmó la Señora de Alderete por no saber y lo hicieron conmigo el Juez de Paz los testigos con quienes actúo de que certifico.8
Tenemos aquí una prolija descripción de lo sucedido, a esto debemos agregar el reconocimiento y curación de Eusebia Alderete, solicitado por el juez de paz al médico de policía, José Antonio Wilde.9 Según su informe, presentaba “en la parte media del parietal derecho una herida de poco más de una pulgada de extensión de bordes anfractuosos [irregulares] y desiguales y magullados, penetrante hasta el hueso”. La herida, inferida con instrumento contundente, no ofrecía gravedad y si no había imprevistos sanaría en quince días.10
Cuatro días después, el 20 de agosto, el capitán de la Partida, Don Felipe Montes de Oca, capturó a Juan Pintos y a Manuel Rodríguez, sobre quien recaían sospechas por encontrarse en su casa algunos de los objetos robados, “un reloj de pared, un pañuelo de taparse y una talma11 que fue extraída de la letrina”, reconocidos por la señora Alderete de su propiedad. Ambos fueron llevados ante el juez de paz a declarar. Pintos expuso su coartada, asegurando que al momento del robo se encontraba en la casa de su patrón, José Torres, durmiendo. Reconoció que conocía a Eusebia Alderete y que se encontró algunas veces en su casa con la hija, pero no era cierto el hecho que se le imputaba y agregó que no conocía a Manuel Rodríguez. Acto seguido compareció Rodríguez, quien declaró que al momento del robo se encontraba en su casa y negó conocer a Pintos. Respecto a los objetos tomados de su casa por la autoridad, afirmó que los había encontrado en un hueco.
En función del testimonio de Rodríguez fue llamada a declarar Antonina Nievas. Preguntada sobre los objetos encontrados en su casa, dijo que los había llevado “un individuo que vivía con ella y que se llamaba Manuel Rodríguez diciéndole a la declarante que todo se lo mandaba la madre de él para que lo vendiera y que esto fue el día diez y seis del corriente a la madrugada”.12
El 27 de agosto Amoedo dio por concluido el sumario y lo remitió junto con los objetos robados y los presos, Juan Pintos y Manuel Rodríguez, a disposición de la Sala de lo Criminal.13Por tratarse de la investigación de un delito el derecho de sumariar correspondía a la justicia criminal, que había sido acordado al jefe de policía y comisario de la ciudad y la campaña sin competencia propia por lo que su misión terminaba allí -debiendo remitir inmediatamente a los acusados con la información levantada a la justicia ordinaria. Tejedor definía esta función del juez de paz como la más delicada, dado que la inoperancia o ignorancia en la ejecución de los primeros procedimientos podrían ser decisivas para la vida y fortuna de los ciudadanos.
El sumario tenía cinco objetivos básicos: la comprobación de un hecho punible, la reunión de datos que descubran o indiquen al delincuente, las diligencias de su prisión y demás relativas a la resolución del juicio, la declaración indagatoria y la confesión. Tanto la declaración indagatoria como la confesión no debían ser practicadas por el juez de paz dado que se trataba de una comunidad pequeña, donde generalmente había conocimiento previo del acusado que podía viciar el interrogatorio. De todas formas, la investigación estuvo a cargo de un funcionario lego que -en este caso- era un farmacéutico con formación universitaria pero no era abogado. Sobre esta parte del proceso, en este caso prolijamente realizada, se construía el proceso judicial y todas las disquisiciones jurídicas tenían su base en este sumario, luego ampliado por el juez letrado.
El vocal de la Cámara Criminal, José Barra, pasó la causa al juez del crimen y este la recibió el 1 de septiembre.
Por recibido: prosígase el sumario como corresponde para la averiguación del hecho librándose los oficios y órdenes necesarias; hágase saber a los presos la causa de su prisión y que nombren defensor, debiendo serlo el de Pobres por el que no tenga a quién elegir; recíbaseles la declaración indagatoria y ofíciese al Gobernador de la Penitenciaría para que los tengan a disposición del Juzgado. Passo Ante mi Diego Pombo.14
Transcribo este párrafo porque en él se resumen todos los pasos que el proceso debía seguir en primera instancia. Ni Pintos ni Rodríguez tenían defensor, por ello se notificó a la Defensoría de Pobres.15 El Gobernador de la Penitenciaría informó que los procesados habían sido arrestados16 y el siguiente paso era la declaración de los presos y los testigos frente al juez.
El 7 de septiembre el juez Passo comenzó con la declaración indagatoria de Rodríguez. En su exposición afirmó estar domiciliado en Quilmes y en cuanto a lo sucedido respecto al robo fue más específico en el relato, buscando construir una historia más verosímil. Comenzó afirmando que la acusación de robo no era cierta y que cuando fue a buscar su caballo a una quinta cerca de su casa vio en un hueco un individuo agachado, el cual al verlo se ocultó. De regreso al mismo paraje, encontró un reloj, un pañuelo y una talma vieja que recogió y llevó a su casa diciéndole a su mujer que se los había mandado su madre para venderlos. Su intención era averiguar de quién eran esos objetos para devolvérselos y obtener alguna gratificación, y no dio parte al juez de paz pues temía ir preso por creer que los había robado. Sobre la talma en la letrina suponía que la había echado una hija de Doña Eusebia que estuvo en su casa.17
En la declaración podemos observar la esmerada preparación que el asesor de pobres, Marcelino Aguirre, había realizado. Podemos imaginarlos sentados en una fría y austera sala de la Penitenciaría, intentando Aguirre que Rodríguez comprendiera que el único objetivo era demostrar su inocencia -para lo cual debía construir una sólida historia que convenciera al juez de que los objetos encontrados en casa de su concubina no eran el resultado de un delito, sino de un hecho fortuito. La historia es fundamental pues será lo único de lo que podrá asirse el defensor en cada una de las apelaciones.
Acto seguido declaró Pintos, que seguía identificándose como un jornalero de veintitrés años. Ratificó su declaración, agregando sólo que conocía a Rodríguez de vista. El juez incluyó dos preguntas que resultan importantes para su futuro dentro de la causa.
Preguntado si alguna vez fue expulsado de la casa de Doña Eusebia, y por qué causa, contestó: que sí, y que también le hizo imponer una multa por haberle golpeado la ventana a la hija Rudecinda Ballejos. Preguntado con quien vivía el declarante contestó: que en la misma pieza dormía con un peón llamado Echevarría.18
Estas dos simples preguntas podían significar la libertad para Pintos y nuevamente nos imaginamos a Aguirre en la Penitenciaría, posiblemente en la misma mesa, pero hablando ahora con el otro acusado. Si Pintos reconocía el conflicto que había tenido con la víctima a causa de las visitas a su hija, debilitaba el reconocimiento de aquella en el momento del robo pues podía ser tomado como parte de su enojo contra el acusado. Afirmando que vivía con el peón Echevarría fortalecía su coartada.
Tres días después, el juez mandó oficio al juez de paz de Quilmes para que hiciera comparecer a Eusebia Alderete. También debía citar a Don José Torres, al peón Echevarría y a la mujer Antonina Nievas para prestar declaración. Los dos primeros, respecto a si Pintos dormía en la casa la noche precedente a la mañana del robo y si permanecía aun allí hasta qué hora. Antonina debía explicar quién había echado la talma en la letrina. También le solicitaba al juez de paz que registrara la casa donde servía Pintos y cualquier otra vivienda que resultara sospechosa. Finalmente debía remitir un informe médico de las heridas que sufrieron los ladrones o Doña Eusebia.
El 15 de septiembre declaró Eusebia, ratificando sus dichos y agregando que quien le pegó el palo en la cabeza fue Pintos. El juez le preguntó si podía reconocer al otro acusado y respondió que creía que sí. Acto continuo se trasladó el juzgado a la cárcel penitenciaria para practicar un reconocimiento. Le presentaron a Eusebia una rueda de presos entre los que se hallaba Manuel Rodríguez, a quién reconoció en el acto como el individuo que acompañaba a Juan Pintos cuando le robaron y la hirieron.
La suerte de Rodríguez podemos decir que estaba echada; ahora tocaban los testimonios que decidirían la suerte de Pintos. El 13 de septiembre declaró ante el juez de paz y testigos “el vecino de este pueblo” Don José Torres, argentino, casado, pescador y de 49 años de edad. Afirmó que el 15 de agosto siendo las siete y media de la noche se acostaron en su casa el declarante, Juan Pintos y Juan Echeverría, y que no vio salir a Pintos hasta el otro día que se levantaron. Lo mismo declaró el vecino Juan Echeverría, oriental, soltero, peón de José Torres, de 34 años, pero con una diferencia en cuanto al horario pues dijo que siendo las nueve de la noche estaban su patrón, Juan Pintos y él tejiendo la red y que a las diez de la misma noche se acostaron los tres, que al día siguiente temprano estaba allí Juan Pintos y que no lo vio salir.19
Estos testimonios eliminaban a Pintos del escenario en que se cometió el delito pero también nos informan sobre el trabajo que realizaba. Era pescador o, al menos, trabajaba para un pescador. Me detendré en esta cuestión pues en las investigaciones relacionadas con la campaña bonaerense solemos encontramos con hacendados, comerciantes y jornaleros. A esto debemos sumar que la visión que hoy tenemos del conglomerado de partidos que unifican la ciudad de Buenos Aires con la capital de la provincia, la ciudad de La Plata, ha pasado en nuestra mente de ser una campaña rural a un polo industrial hoy en decadencia, con una ribera altamente contaminada. Sin embargo, en el momento en que nos encontramos en el expediente Quilmes era un pueblo que utilizaba y disfrutaba del río. Estas dos cuestiones ameritan que conozcamos un aspecto que no ha sido tratado en estudios con expedientes criminales.
En 1815 el censo de la campaña de Buenos Aires registraba sólo 49 personas que manifestaban ser "pescador", de los cuales dos eran de Quilmes pero no debe descartarse que otros la practicaran en un contexto de pluriactividad. Según el primer censo nacional (1869) el número de pescadores en la provincia era de 225, de los cuales 116 vivían en la ciudad de Buenos Aires. En segundo lugar, se hallaban en las costas del norte, cercana al delta del Paraná (73) y el resto en el sur (36), en las zonas de Quilmes y Magdalena. La inmigración tuvo sus efectos sobre la cultura de la pesca pero también la dieta carnívora de la comunidad local influyó sobre sus costumbres. Si bien la cantidad de pescadores "a tiempo completo" parece haber sido limitada durante la llamada "expansión ganadera", el pescado continuó presente en la dieta de las familias de la élite (Santilli, 2000; Mateo Oviedo, 2003).
Esto puede explicar por qué la declaración de Torres alcanzó para poner a salvo a Pintos, pues seguramente era proveedor de esas familias de élite y necesitaba a Pintos. Torres y el peón aseguraron que se fueron a dormir, el primero a las siete y media y el segundo a las diez, y que no vieron salir a Pintos y, a menos que estuvieran toda la noche en vela vigilándolo es difícil afirmar que no salió en la noche y regresó antes que despertaran, pues según la declaración de la víctima todo sucedió entre las diez de la noche y las cinco de la mañana.
Antonina Nievas no pudo declarar por encontrase en Buenos Aires pero el capitán de la Partida, Montes de Oca, la vio salir de la letrina de su casa cuando realizó su allanamiento “y enseguida fue a la letrina y alumbrando allí (porque era de noche) y vio la talma dentro de ella y la sacaron con unos ganchos”.20 El juez de paz registró la casa de Gerónima Sánchez, donde Pintos estuvo de visita, pero no había nada. Con esto, el 16 de octubre el juez dio por terminado el sumario. Ese día el juez tomó confesión a Rodríguez, con Aguirre como padrino pues no tenía a nadie más que su defensor.21 Ratificó lo expresado en la indagatoria y rechazó el cargo; lo mismo hizo Pintos, también con Aguirre como padrino, cuando le tomaron la confesión.
Lo siguiente era dar intervención al Ministerio Público, en la persona del agente fiscal Ventura Pondal que el 31 de Octubre de 1877 pidió tres años de prisión para cada uno a contar desde el día de la prisión. Realizadas las notificaciones, hizo su presentación el defensor Marcelino Aguirre el 6 de noviembre. Afirmaba que nada habría que oponer a la pena de tres años de prisión si los procesados hubieran sido realmente los delincuentes: “Pero felizmente Rodríguez y Pintos no han sido los delincuentes, no hai prueba para condenarlos, y son acreedores a una completa absolución”. La inocencia de Pintos se basaba en su coartada y la de Rodríguez en el hallazgo de los objetos en un hueco, pues “ningún testigo lo contradice y nada se opone a darle crédito a esta afirmación y explicación del procesado”. Por tanto, pedía la absolución y libertad de ambos.22
El juez recibió la causa a prueba por el término de veinte días desde el 10 de noviembre, el plazo venció sin que se hubiera producido ninguna prueba y lo único que restaba era dictar sentencia. Los fundamentos de la sentencia del juez Passo fueron expuestos en nueve incisos. El robo practicado a Doña Eusebia Alderete y la herida inferida tenían comprobación legal; lo primero en base a los objetos encontrados en poder de uno de los procesados, la declaración de la ofendida y las constancias del sumario; lo segundo por el informe del médico de policía. Si bien los procesados negaban toda participación en el delito, Pintos y Rodríguez fueron reconocidos aunque no existía otra prueba sobre Pintos que la declaración de la damnificada, “que, si bien arroja una grave presunción de la delincuencia de aquel, no basta, sin embargo, por si sola, sin otro dato que la corrobore para constituir la plena prueba que requiere la Ley 12, tit. 14, p. 3, para la imposición de la pena”.23 No era suficiente la declaración de un solo testigo para formar la convicción, según Ley 32, tit. 16, p. 3. Además, agregaba el juez, no se encontró en su poder ningún objeto robado y la coartada de Pintos fue confirmada por dos testigos.24
Respecto al procesado Manuel Rodríguez, existía para Passo prueba completa de su delincuencia ya que a las afirmaciones de la damnificada se sumaba haber encontrado en su poder parte de los objetos robados. La explicación de Rodríguez fue calificada por el magistrado como inverosímil y contradicha por los antecedentes que constaban en el sumario, según la declaración de la mujer Antonina Nievas de que esos objetos fueron llevados a su casa la misma mañana en que se perpetuó el delito.
Para el juez el delito debía clasificarse con arreglo a la legislación vigente en la época en que se perpetró, como hurto calificado por los medios empleados para efectuarlo -los que constituían una causa de agravación de la pena. Debía tenerse en vista para la imposición de la pena, como circunstancia agravante, las violencias ejercidas en la persona de la víctima. Aun cuando esta afirmó que no fue Rodríguez quien le infirió la herida, clasificada de leve en el informe, era también imputable porque se infirió que para la ejecución del delito habían convenido de antemano y, como resultado de aquel convenio, se habían sometido a todos los riesgos y eventualmente consentido a todas las consecuencias de la acción, correspondiendo en todo caso al acusado la prueba de su ignorancia.
Por ello: no obstante lo expuesto y pedido por el agente fiscal, y teniendo en consideración que la pena que se imponía en la práctica era más benigna que la prescripta por el art. 316 del Código Penal para este tipo de delitos, con arreglo a las Leyes citadas y 8 y 9, tit. 31, P. 7. Fallo: Condenando al preso Manuel Rodríguez a la pena de cuatro años de prisión en la Penitenciaría, indemnización de daños y perjuicios y pago de costas procesales, y absolviendo de culpa y cargo a Juan Pintos debiendo ser puesto en libertad. Y por esta mi sentencia, en caso de no ser apelada se elevase en consulta al Superior. Definitivamente juzgando, así lo mando y firmo en Buenos Aires a seis de abril de mil ochocientos setenta y ocho.25
El defensor de Pobres apeló la sentencia en la parte referida a Manuel Rodríguez y el 9 de abril el recurso de apelación le fue otorgado. La presentación ante la Cámara de Apelación en lo criminal del Departamento Capital fue realizada por Juan Maglioni. Con respecto a las pruebas, afirmó que los objetos en poder de su defendido constituían una levísima presunción. La explicación calificada en la sentencia como inadmisible, era muy verosímil tratándose de un hombre pobre e ignorante,
[…] aguijoneado por la codicia que le incitaba a aprovecharse de su hallazgo, y detenido por otra parte, en el cumplimiento de su deber por ese natural temor a los abusos de la autoridad, de que desgraciadamente suelen verse no pocos ejemplos en nuestra campaña.
Para salvar a su defendido recurría a tres características comunes en la construcción de la imagen sobre el hombre que circulaba por la campaña: era analfabeto, codicioso y vivía amenazado por el fantasma de ser llevado a servir en la frontera, todo lo cual justificaba su acción.
En cuanto a la declaración de Eusebia Alderete, no tenía valor alguno fundado en que “si ella hizo tan grosera confusión respecto de ese individuo [Pintos] cuya fisonomía tenía tan especiales motivos para recordar ¿cómo podría ser creída respecto de la persona del acompañante?” A su entender “los años habían debilitado extraordinariamente su vida y su memoria”. La lógica del argumento es válida pero recurre nuevamente a descalificar a Eusebia como una anciana desmemoriada. Sobre esta base afirmaba que no existía la prueba plena del delito que requería la ley sino una presunción y lo máximo que podía atribuirse a Rodríguez era haber sido un ocultador de objetos robados, por lo que pedía revocar la sentencia recurrida en cuanto a la pena impuesta.26
El camarista Barra dio vista al fiscal Benjamín Victorica.27 En este punto, el expediente se transforma en un observatorio privilegiado que nos permite participar en la práctica de la torsión que lentamente se va generando en la administración de justicia, cuyo fin era el bien común, hacia una concepción externa, legal, que tenía como finalidad la defensa de la seguridad individual. La interpretación de la ley fue una de las cuestiones clave, pues afectaba directamente la administración de justicia a través de la sentencia y era una atribución exclusiva del poder legislativo, no de los jueces. La seguridad individual implicaba dar seguridad frente al fallo judicial desterrando la arbitrariedad del magistrado, de allí derivaba la estricta aplicación del texto de la ley y la formación de la jurisprudencia. La sentencia debía ser expresión del raciocinio con que el juez aplicaba la ley sin consideraciones ajenas a los hechos (Tau Anzoátegui, 1962, 1982; Levaggi, 1979).
El dictamen de Victorica se extiende en más de diez fojas, su lectura es francamente agotadora porque repite hechos, ideas y doctrina una y otra vez. Después de leerlo y releerlo, he logrado definir el nudo de lo que Victorica buscaba demostrar. Es un robo cometido de noche con escalamiento y perforación del techo, violentando el domicilio de una anciana que fue impedida de pedir auxilio por medio de un golpe que le descargó en la cabeza uno de los desalmados ladrones. Las pruebas contra Rodríguez eran concluyentes y la edad de la ofendida no invalidaba su declaración, como tampoco quedó totalmente demostrado que se equivocó respecto a Pintos contra quien no existe “otro indicio o argumento grave y por eso se salva”. Es la primera vez que sutilmente se cuestiona la inocencia de Pintos, pero sobre la culpabilidad de Manuel Rodríguez había prueba concluyente y “su impunidad sería un escándalo de la impotencia de la justicia en delitos que tanto importa castigar para presión y escarmiento”.28
Esa es la preocupación del fiscal, el escarmiento, y a través de su dictamen recorre diversos caminos para demostrar que, por mucho que se moderase la legislación española antes vigente, los jueces debían reglar su arbitrio por los principios generales de la jurisprudencia y los modelos dignos de seguirse de la codificación penal moderna. La pena del hurto calificado no era en la práctica menor que la establecida en el código vigente, cuyo sistema era de mayor lenidad. Victorica estaba resuelto a dejar sentado que el artículo 82 del nuevo código establecía que en el caso de ser distinta la pena establecida por ley al tiempo del fallo y la que regía cuando se cometió el crimen se aplicaría siempre la más benigna, pero se refería a la ley y no a la práctica, “tan difícil de determinar en materia penal, cuando dejada la pena al arbitrio judicial, la diversidad y multiplicidad de las circunstancias del delito pueden variarla al infinito”. Para que no quedaran dudas aclaró que si se atenían estrictamente a las leyes vigentes al momento de cometerse el delito, la pena de Rodríguez hubiera sido la pena de muerte. Merece la pena leer su dramática defensa:
El que acomete a un individuo en la calle o en otro lugar donde ha penetrado sin infringir disposición alguna legal o usando de su derecho y lo hiere para arrebatarle el objeto que codicia merece el mínimum de la pena sino concurre ninguna otra de las circunstancias mencionadas en el artículo 187 citado. Pero si el ladrón arrastrando todos los obstáculos emplea toda su audacia y coraje y toda la malicia, si va y sorprende de noche el domicilio privado de infelices mujeres, escala su habitación llenándolas de pavor, perfora el techo y después de largas horas de terribles angustias para la víctima, se deja caer del techo y derribando de un garrotazo a la anciana dueña de casa, le arrebata en compañía de otro malhechor cuanto halla de valor, ese malvado ha tocado los límites de la perversidad, ha incurrido en la mayor agravación del crimen en su género y de la pena. Ese es uno de los atrocious fures de que las antiguas leyes creían deber defender a la sociedad con la última pena.29
Restaba sólo definir la pena en función de lo expuesto y “lo prescripto por los artículos 316, artículo 187 inciso 2° y 190, y atentas las circunstancias del hecho”. La pena solicitada fue de ocho años de penitenciaría con la responsabilidad civil y pago de costas.
La pena de Rodríguez se había duplicado y el 24 de julio de 1878 el defensor Maglioni fue notificado. Dos meses después respondió
[…] que tocante a la delincuencia de Manuel Rodríguez no encuentro nada en la vista Fiscal capaz de destruir las conclusiones de mi escrito de f. 35, derivadas naturalmente de las constancias del proceso, sin deber nada a la habilidad ni a la poca ilustración que el defensor puede poner al servicio de su honroso cargo.
Se extiende luego, pero básicamente el núcleo de su defensa sigue siendo que no existía una prueba plena del delito.
Sabiendo que esto no sería muy útil para lograr la libertad de su defendido intentó dar un golpe al monumental argumento jurídico de Victorica, afirmando que en función del art. 82, la cuestión era “averiguar cuál era la pena con que en la práctica se castigaba el hurto calificado antes de la vigencia del código, ya que no regían las leyes que lo castigaban con penas tan terribles y bárbaras”. El defensor se tomó muy enserio esa pregunta y recorrió cuidadosamente todos los fallos en que se imponía una pena por el mismo delito. Basado en su investigación afirmaba que no superaba los cuatro años, más aún para el acompañante del heridor -al que por el art. 40 del código correspondía el minimun de la pena que por la jurisprudencia preexistente no alcanzaba a los cuatro años de la sentencia.30
El 29 de octubre falló la Cámara integrada por Octavio Bunge, Tomás Isla y José E. Barra. El orden de votación se determinaba por sorteo y comenzó Barra. En función de los antecedentes de la causa con su sentencia apelada la Cámara estableció las siguientes cuestiones a resolver: primera: ¿se había comprobado el delito y la persona del delincuente? y segunda: ¿qué pena debía imponerse al delincuente? Sobre Pintos, nada tenía que observar respecto de su absolución, que debía ser aprobada por los fundamentos de la sentencia y consideraciones del Fiscal. Respecto a Rodríguez estaba comprobada su delincuencia. Sobre la segunda cuestión estaba de acuerdo con lo pedido por el Fiscal, ya que era esa la pena que se imponía a este delito antes de la vigencia del Código. Lo interesante es que Barra aclaró antes de terminar que no coincidía con Victorica en lo tocante al art. 82 pues éste hacía referencia “no solo a la prescripción de la ley vigente cuando el hecho se perpetró, sino también en su aplicación práctica”.31 Bunge e Isla adhirieron con su voto y quedó claro que este delito cometido en un pueblo por un hombre sin antecedentes y con pocas ambiciones, que estaría ocho años en prisión, servía ahora no sólo para poner en debate los paradigmas jurídicos en tensión sino para que los juristas más calificados debatieran sus ideas desde la trinchera del tribunal.
La respuesta de Maglioni no se hizo esperar y calificó la sentencia de la Cámara, revocando la del inferior para aumentar la pena, como violatoria de las leyes y doctrinas aplicables al caso. Como era de esperar, apeló a la contradicción entre el fiscal y los camaristas en el fallo. Si reconocían el valor de la práctica en la fijación de la pena, apegándose a la investigación que había presentado, el hurto calificado no se penaba con ocho años de presidio sino a lo sumo con cuatro años.
Además, suponiendo que Rodríguez fuera culpable debía admitirse que la pena de los dos autores debía graduar proporción a la diversa criminalidad que habían demostrado. Ambos eran autores principales, pero ni por la práctica preexistente ni por el código podía castigarse con la misma pena al autor de la herida y al que se limitó a acompañarle en el robo. Interpuso el recurso de inaplicabilidad de ley -autorizado por el art. 156 de la Constitución- y le fue concedido, pasando la causa a la Suprema Corte con el número DCXXIX.
El 6 de Setiembre de 1879, se reunió la Suprema Corte de Justicia en acuerdo ordinario para pronunciar sentencia. La cuestión planteada fue si había inaplicabilidad de ley o doctrina en el fallo recurrido. Comenzaron explicando que las duras leyes indianas habían sido sustituidas por el arbitrio prudencial del juez, “lo que excluía la opinión aislada de hombre por la ilustrada del magistrado”.
La ilustración debía sostenerse fundamentalmente en la doctrina como el fundamento sólido al que debía recurrirse si faltaba la ley. La doctrina estaba claramente expresada en el dictamen del fiscal y los casos presentados por el defensor habían dejado en claro que la pena impuesta de tres años de presidio para ese delito contenía lenidad y que la Corte no la aumentaba, porque según la ley de 22 de junio de 1859 no le era permitido exceder las condenas que las sentencias traían. Por tanto, no existía inaplicabilidad de ley y esta sentencia define tres cuestiones para jurisprudencia:
El reo de robo con fractura y heridas debe ser castigado con ocho años de penitenciaría por el Código Penal vigente.
Las penas que fijaba la antigua legislación para este delito, aun moderadas por la práctica de los tribunales, fundada en el Reglamento del Congreso de 1817 eran más severas que la que determina el Código Penal vigente.
La Suprema Corte no puede aumentar las penas impuestas por las sentencias de los inferiores.32
Después de estudiar detenidamente la causa que terminó con la condena de Rodríguez a ocho años de prisión, construiré un contexto sólido para mi investigación presentando las otras causas relacionadas con el delito de robo que llegaron a la Suprema Corte en el período estudiado. Comencemos por el robo en cuadrilla: un grupo de seis individuos, con armas blancas y de fuego, asaltó en la noche del 9 de noviembre de 1872 la casa de Carmelo Gorosito en Arrecifes. Amarraron a los que dormían afuera y penetraron con las caras tapadas descargando tiros sobre las puertas, causando heridas a quienes estaban dentro. Los que ocupaban la vivienda abrieron a condición de que respetaran sus vidas, entonces ingresaron y robaron dinero y objetos. Sobre los hechos comprobados en autos había conformidad en las dos sentencias y el recurso se presentaba por no creer el defensor “que la ley que se invoca para imponer sea la que venga al caso". La cuestión jurídica sometida al fallo era si había inaplicabilidad en la condena de ocho años de presidio al delito declarado, en virtud de “las Leyes 18, tít. 14. P. 7; 9, tít. 11 Lib. 8 y Auto 19, tít. 11, Libro 8 R. moderadas por el prudente arbitrio judicial”.
El primero en votar fue Villegas afirmando que, si bien en “nuestro código” -se refiere a la legislación indiana- ese tipo de delitos recibían la pena de muerte, esas penas habían caído en desuso, en gran parte por el Reglamento de Justicia de 1817, y la pérdida de la vida por castigo era un mal reservado a otro género de crímenes. Entonces “siendo arbitral la pena hay que mediarla en los principios de proporcionalidad, establecidos por nuestro foro, teniendo en cuanta las doctrinas comunes, y su razón de aplicabilidad al caso”. Esto manifiesta un proceso de elaboración jurídica mucho más complejo que el arbitrio judicial del Antiguo Régimen, que los mismos ministros se encargaron de definir tempranamente en sus fallos.
Por lo tanto, no había inaplicabilidad de ley en la sentencia de la Cámara de Apelaciones del Departamento del Centro porque el robo en cuadrilla, de noche, con fractura y causando heridas de los habitantes de la casa, debía ser castigado con pena de presidio, cuyo tiempo se determinaba por las circunstancias del caso. El defendido fue uno de los autores del crimen y la pena de ocho años de presidio no era excesiva.33
Respecto a la resolución de las casusas en las distintas instancias, nos encontramos con un caso a primera vista simple pero que permite observar cómo se van afinando las definiciones jurídicas. Roberto Blum y Josefina Galarda eran socios para la explotación de dos casas de tolerancia en la ciudad de Buenos Aires. Cerradas por orden de la Municipalidad, Josefina se había quedado con los muebles por lo que Roberto había iniciado la causa judicial. El juez de lo criminal no hizo lugar a la demanda porque el contrato en que se fundaba “versaba sobre un objeto ilícito, reprobado por derecho como contrario a la moral y las buenas costumbres”. La Cámara revocó el auto, ordenando que el juez diera intervención al Ministerio Público y procediera con arreglo a derecho.
La cuestión planteada era si había inaplicabilidad de ley o de doctrina en la resolución de la Cámara. Para la Corte no la había, pues simplemente era una decisión que mandaba dar intervención al representante de la cosa pública, como correspondía en causas criminales, y proseguir los trámites de derecho. El objeto de la demanda era un robo y la autoridad debía establecer si se cometió tal delito. El robo debía resolverse, fuera el contrato lícito o ilícito, cumpliendo las leyes generales que mandaban proceder a la averiguación de los delitos denunciados. Podemos observar aquí cómo el juez de primera instancia desvía el objeto de la demanda descalificando el delito de robo porque los objetos robados eran parte de un negocio ilícito, contrario a la moral y a las buenas costumbres, pero las instancias superiores no desestiman por ello el delito.34
En la causa criminal seguida de oficio contra Marcos y Florencio Araujo, Fernando Sánchez y Antonio Gari por robo a mano armada y heridas, en Barracas al Sud, el juez de la Capital dictó sentencia absolviendo a los procesados de culpa y cargo, por no resultar contra ellos prueba legal del delito imputado. Elevada en consulta, el fiscal expresó agravios y la Cámara de lo Criminal determinó que se había comprobado el cuerpo del delito y la persona de los delincuentes, que la calificación del delito era de asalto a mano armada con heridas y robo, según la presentación del fiscal, y que la pena que correspondía a los procesados era la de seis años de presidio para Marcos Araujo y cuatro para el resto, a contarse desde el día de la prisión. La Corte rechazó el recurso de inaplicabilidad de ley interpuesto por el defensor de los reos porque las cuestiones tratadas por la defensa se referían más a la prueba del hecho que a la inaplicabilidad de derecho.
De todas formas, Sabiniano Kier expresó que, juzgado el hecho, la pena impuesta en la sentencia, aunque en extremo benigna, era legítima y su fundamentación nos presenta una síntesis de lo que sucedía en vísperas de la sanción del nuevo Código. Aparecen aquí los años de condena para robo con violencia -de seis a diez- y se destaca la gravedad de un delito que ejercido sobre el individuo afecta a toda la sociedad.
La ley 18, tít. 14, part. 7, respecto del salteo y robo con violencia, imponía la pena capital, y la 9, tít. 11, lib. 8, R. C. castigaba con las de 6 y 10 años de galeras al simple robo. Ellas han caído en desuso, porque la jurisprudencia de nuestros tiempos, fijando más próximas relaciones entre los grados del delito y los de la pena, conserva la capital para el homicidio, suprimiéndola absolutamente, respecto a los delitos de menor importancia. El delito que se trata en esta causa es grave; pesa sobre el individuo y sobre la población entera, llevando, con la amenaza del robo y de la muerte, el sobresalto a las familias y la alarma a la sociedad.35
Entonces “no existe inaplicabilidad de ley en la sentencia de la Cámara de lo criminal, aun cuando había practicado con extrema benignidad el arbitrio judicial autorizado en la ley 8, tít. 31, part. 7”. Esta sentencia fue dictada en los meses previos a la aprobación del Código de Tejedor y la Corte no tenía aún una legislación contundente que le permitiera enfrentar esa benignidad del arbitrio, pero no dejó pasar la ocasión para advertir sobre su postura.
Lo mismo sucedió en la causa contra Mamerto Fernández, acusado por asalto y robo en despoblado. La sentencia en primera instancia lo absolvió de culpa y cargo por considerar improbado el delito respecto del acusado. La Cámara de lo criminal revocó aquel fallo y lo condenó a la pena de tres años de presidio, a contar desde el día de la prisión con indemnización de perjuicios y pago de costas.
La pena de tres años de presidio era la más leve y, como había señalado el fiscal, el proyecto de Código de Tejedor imponía seis años de presidio al que robara empleando armas en camino público y en asociación de tres personas -como era el caso. Teniendo esto en cuenta, y las facultades que acordaba al magistrado la ley 8, tít. 31, part. 7ª, fallaron que en la sentencia de la Cámara no existía inaplicabilidad de ley ni de doctrina sino al contrario lenidad de la pena, pero la Corte no podía aumentarla por la ley del 22 de junio de 1859, art. 2°.36 Esta causa es una de las que el defensor de Rodríguez utiliza en su presentación ante la Cámara y podemos comprender la razón por la cual no se le tiene en cuenta. La Corte no tenía dudas de que la pena debió ser mayor pero estaba impedida de aumentarla.37
El procesado Juan Hensing, acusado de robo con violencia en las cosas fue condenado en primera instancia a la pena de un año de prisión en la penitenciaria, indemnización de daños y pago de las costas procesales. Elevada esta sentencia en consulta, el fiscal expresó agravios y oído el defensor la Cámara de lo criminal en el departamento de la Capital revocó aquella sentencia elevando la pena a dos años de prisión. Presentado el recurso de inaplicabilidad por su defensor, la Corte lo rechazó.
El acusado había roto la puerta para entrar a robar y el art. 319 del Código imponía en estos casos la pena de seis años de presidio o penitenciaría, pena que por el artículo siguiente se reducía a dos años cuando el valor del robo no excedía de 500 pesos fuertes -como era el caso. La legislación anterior, vigente cuando se cometió el delito, no era más blanda que la que regía, “y aun cuando por su dureza hoy no se aplicasen, sin embargo, por mucha que fuese la atenuación en la práctica, nunca se habría impuesto una pena menor que la fijada por la Cámara”. Por el art. 82 del Código, de ser distinta la pena establecida por la ley al tiempo del fallo y la que regía cuando se cometió el crimen, se aplicaría la más benigna.38 El Código Penal ya estaba en vigencia y los jueces debían armonizar la pena vigente al momento del delito y la pena impuesta por la nueva legislación. El gran problema era si para determinar esa pena se tenía en cuenta o no la práctica.
A medida que nos acercamos al final de la década, el nuevo código se va asentando y el máximo tribunal constitucional presenta fallos más sólidos y específicos en los que sienta jurisprudencia sobre los alcances del recurso y la competencia de cada instancia judicial. Así puede observarse en el recurso de inaplicabilidad de ley, interpuesto por el defensor del reo Victoriano Rodríguez y en la sentencia dictada por la Cámara del Centro en la causa criminal seguida contra éste y Miguel Ramírez, por salteo, robo y heridas a Inocencio Pérez.
En julio de 1875, en Carmen de Areco, los reos habían perpetrado un robo con violencia en las personas. Victoriano Rodríguez fue condenado a seis años de penitenciaría e interdicción civil, vigilancia de policía y a nueve de inhabilitación para cargos públicos. Había inaplicabilidad de ley o doctrina en la excusa de descontar el tiempo de prisión porque la falta de confesión causó la demora. El robo se excedió de la suma de 70 mil pesos papel y Victoriano Rodríguez fue autor en el delito. Por esto la pena impuesta a nombre de los artículos 87, 101 y 317 era perfectamente legal.
Respecto al tiempo desde el cual debía empezarse a contar la pena, por el art. 83 debía ser desde la ejecución de la sentencia pero debía atenuarse desde que el reo hubiese estado preso. Por el art. 171 “cuando la detención preventiva exceda de seis meses, sin culpa del acusado, la duración de la pena impuesta se disminuirá en proporción a la detención indebidamente sufrida”. En este caso no podía culparse al acusado por no haber confesado el delito pues por el art. 26 de la Constitución Provincial y 18 de la Constitución Nacional, nadie podía ser obligado a declarar contra sí mismo, y por ello el ejercicio de ese derecho no podía generar un cargo de culpa que originara el aumento de condena. Por estos fundamentos no existía inaplicabilidad de ley en la sentencia en lo relativo a la pena impuesta, pero sí en mandar que el término de la condena se computara desde la sentencia debiendo empezar a correr desde el vencimiento de los seis primeros meses de prisión preventiva.39
En la misma línea actuó la Corte en la causa contra Pedro Cano y José Domínguez por salteo, robo y heridas en casa de Juan Pugada. La Cámara de Apelación del Departamento del Centro los condenó a seis años de presidio y su defensor presentó recurso de inconstitucionalidad e inaplicabilidad basado en las leyes del tít. 16, part. 3ª referentes a la prueba; es decir, haciendo uso de la legislación indiana que todavía no había sido eliminada pues no se había sancionado legislación procesal. La Corte desestima los recursos por no haber quedado demostrada la violación a dichas leyes.40
Respecto al Departamento del Sud, no llegaron en apelación causas por robo. Para tener un punto de referencia tomamos un expediente por abigeato, reiteración y falsificación de guía del juzgado de Paz. El juez de primera instancia condenó a Sánchez a cuatro años de presidio, a Welgesa dos años y a Arrestia a un año. Los dos primeros debían pagar diez mil pesos de multa y Arrestia podía elegir entre el año de prisión o la misma multa. El tiempo de prisión sufrida debía descontarse de la pena, con arreglo al art. 171 del Código Penal. La Cámara de apelaciones elevó la pena de presidio impuesta por el juez del Crimen, condenando a Sánchez a cinco años, a Welges a tres y excluyendo a Arrestia con una alternativa pecuniaria. Los defensores interpusieron el recurso de inaplicabilidad de ley y la Suprema Corte lo denegó.
¿Cuál es el punto de contacto con los robos? Respondía Villegas que la duda suscitada era para definir la penalidad aplicable; es decir, si la vigente cuando se cometieron los delitos o la que regía cuando se imponen las condenas. Esa duda se resuelve en la comparación de ambas penalidades y la decisión por la más benigna en cumplimiento del art. 82 del Código vigente. La ley 19, tit. 14, part. 7. tenía una pena severísima para el abigeato.41 Eso era comprensible cuando se debía proteger el ganado en medio de la guerra con los moros. El Reglamento de 1817 y un Decreto de 1825 suavizaron la pena para los robos menores a seis cabezas y el Código Rural fijó un límite de valor. Sin embargo, nada de esto aplicaba a un hurto de 700 a 800 cabezas de ganado vacuno, en el que había falsificación y asociación. Por lo tanto no hacían lugar al recurso y la pena de la Cámara fue menor a la dispuesta por el Código Penal, además la Corte no podía elevarla por la ley de 1859.
A lo largo de la exposición he observado cómo se conjugan en el universo judicial actores, proceso y derecho. El análisis de estos tres componentes interactuando permite observar en estos pocos años cómo la construcción intelectual realizada durante décadas busca convertirse en un nuevo orden jurídico, guiando la administración de justicia mediante un sistema normativo surgido de la voluntad del legislador que los jueces debían aplicar. No era tarea sencilla dejar atrás años de prácticas y eso pudimos observarlo en las declaraciones de la víctima, en las indagatorias de los acusados, en las presentaciones de los defensores y en las sentencias de los jueces.
La interpretación del arbitrio judicial y de la utilización de la Séptima Partida en el último tercio del siglo XIX ha sido tergiversada por la aplicación de conclusiones obtenidas del estudio de fallos entre 1850 y 1872 (Yangilevich, 2012: 185-195). La clave para comprender este núcleo fundamental en el proceso de cambio de paradigmas es, sin dudas, el dictamen de Victorica. Para el fiscal el código acababa con las penas arbitrarias, ya no serían castigados los delitos con penas que no se hallasen establecidas por la ley.
Por ello las causas de atenuación no autorizaban al juez a separarse de la pena legal, cambiar su clase, prolongar o abreviar su duración. El arbitrio judicial, antes de la sanción del Código, tenía reglas y no estaba guiado por la mera voluntad de un juez, debía guiarse por principios generales de la jurisprudencia y se modelaba en los códigos de las naciones que ya habían alcanzado “los adelantos de la civilización y de la ciencia”.42 Esto es fundamental, pues el fiscal define aquí la transición entre el arbitrio prudente del juez del derecho castellano y el arbitrio de una cultura jurídica en transformación que, si todavía no había logrado el ideal del Código, debía mirar a quiénes lo habían logrado.
Todo esto se confirma en los fallos de la Suprema Corte que, a diferencia de los dictados en casos de homicidios, no citan doctrina ni recurren a jurisprudencia. Deben conformarse con la pena impuesta por las Cámaras pues no pueden aumentarlas. Sin embargo, no pierden ocasión de recordar que el Código Penal estaba sancionado y que debía ser aplicado con todo su rigor.
A estos códigos burgueses o liberales se les asigna un ethos programático, una aspiración normativa, que no era tanto la de contar el presente como la de prefigurar el futuro. Sus mentores, plantados en un presente en el que una serie de factores impedían que su proyecto se arraigara por falta de las estructuras políticas apropiadas, formulaban un mensaje para el futuro con la esperanza de apresurar su llegada (Caroni, 2012: 81 y199-201).
A esto agrego que muchas veces ellos mismos estaban aguijoneados por el pasado que intentaban superar, por sus experiencias de vida y su formación profesional. Baste de ejemplo la preocupación de Victorica por no dejar impune el robo y la violencia sufridas por Eusebia, pues “sería un escándalo de la impotencia de la justicia en delitos que tanto importa castigar para presión y escarmiento”.43
La reconstrucción de este universo judicial, y de los procesos que llevaron a la conformación de nuestro actual sistema jurídico, solo es posible si se conoce y comprende la documentación jurídica y la documentación judicial en su contexto histórico e institucional de producción. Espero que este trabajo sirva tanto para profundizar el conocimiento histórico sobre el período como para dar cuenta de la importancia de conocer de forma integral las instituciones que estamos estudiando.
Corva, M. A. (2015). “Rastreando huellas”. La búsqueda de documentos judiciales para la investigación histórica. Revista Electrónica de Fuentes y Archivos 6: 43-65. Disponible en internet: Disponible en internet: http://www.refa.org.ar/revista-de-fuentes-archivos-autores.php?idEdicion=7 Consultada el: 9 de julio de 2020.
Dovio, M. (2013). Representaciones sobre la criminalidad en el Primer Censo Carcelario Argentino de 1906 a través de publicaciones editadas en la Penitenciaría Nacional. Revista Aequitas 3: 87-117. Disponible en Internet: Disponible en Internet: https://ri.conicet.gov.ar/bitstream/handle/11336/17674/Revista_aequitas_dovio.pdf?sequence=1&isAllowed=y Consultada el: 4 de junio de 2020.
Mateo Oviedo, J. A. (2003). De espaldas al mar. La pesca en el Atlántico sur (siglos XIX y XX) Tesis doctoral, Universitat Rompeu Fabra Institut Universitari d'Història Jaume Vicens i Vives, Barcelona. Disponible en Internet: http://hdl.handle.net/10803/7476 Consultada el: 4 de abril de 2018.
Rosso, M. (2013). Experiencia de la Codificación Penal en Argentina. La aplicación del primer Código Penal en la Provincia de Córdoba. (1867-1887). Actas de las XIV Jornadas Interescuelas/ Departamentos de Historia Mendoza, Departamento de Historia de la Facultad de Filosofía y Letras. Universidad Nacional de Cuyo. Disponible en Internet: http://cdsa.aacademica.org/000-010/286.pdf Consultada el: 3 de septiembre de 2018.
[1] Vademécum viene del latín vade, “anda”, “ven”, y mecum, “conmigo”. Es una obra de referencia que contiene las nociones o informaciones fundamentales de una materia, ya sea científica o artística. La idea del ven conmigo sintetiza la motivación de mi trabajo. Durante treinta años he dicho ven conmigo a conocer como funciona la justicia a archivistas, cientistas sociales, magistrados y funcionarios. Los mejores compañeros de ruta han sido y siguen siendo los jóvenes investigadores y funcionarios.
[2] Todo lo relacionado con la estructura, organización y funcionamiento del poder judicial en estos años, con mapas y organigramas, puede consultarse en Corva (2014).
[3] Por territorio me refiero al espacio representado y apropiado, una apropiación política que tiene que ver con su administración y, por lo tanto, con su delimitación, clasificación, habitación, uso, distribución, defensa y, muy especialmente, identificación (Segato, 2007). Pero esa organización es también espacial. La delimitación territorial en términos jurisdiccionales conlleva un reconocimiento particular de ese espacio, una identificación que es parte de un proceso de apropiación social. Así los límites del territorio forman parte de los límites del espacio, no por las formas de lo natural sino por el entramado de relaciones que hacen a un universo de creencias y relaciones compartidos que dan sentido a esa delimitación (Caselli, 2008).
[4] La Constitución provincial de 1873 colocó en la cúspide de la estructura judicial a la Suprema Corte de Justicia, compuesta de cinco miembros y un Procurador General. Los primeros miembros fueron Sixto Villegas, Alejo B. González Garaño, Sabiniano Kier, Andrés Somellera y Manuel María Escalada. El primer Procurador designado, José María Moreno, no asumió, al igual que Antonio E. Malaver. Desde enero de 1875 hasta octubre de 1880 el cargo estuvo vacante y lo desempeñó como Procurador General Interino Benjamín Victorica. La segunda instancia estaba a cargo de Cámaras de Apelación, instaladas en cada departamento judicial, y la primera instancia de jueces letrados con especialización por fuero. En la base de la pirámide se encontraban los jueces de paz, jueces legos que ubicados en cada partido no sólo administraban la baja justicia sino que se ocupaban de diversas cuestiones, entre ellas actuar como comisarios. Cfr. Corva (2014).
[5] AHPBA. Juzgado del Crimen, “Rodríguez Manuel y Juan Pintos por robo y heridas en la persona de Dña. Eusebia Alderete en Quilmes”, C. 40-A. 1- L. 339-E. 3 (en adelante, AHPBA. Juzgado del Crimen, Rodríguez-Pintos).
[6] La provincia de Buenos Aires, a diferencia del resto de las provincias argentinas, se divide territorial y administrativamente en partidos, circunscripciones territoriales creadas por ley, regidos por una municipalidad y un juez de paz. A fines del período colonial había veinte partidos, luego siguió una progresiva subdivisión avanzando según una lógica relacionada con los movimientos de la frontera. En 1860 los partidos eran cuarenta y seis, llegando la provincia a estar dividida en setenta y ocho partidos en 1881. El pueblo de Quilmes tuvo su origen en 200 familias indígenas obligadas a dejar sus tierras -de una antigua provincia Inca- en los valles calchaquíes, actual provincia de Tucumán. Llegaron en 1666 y formaron el primer poblado al sur del Riachuelo, la Reducción de la Santa Cruz de los Indios Kilmes. Alrededor de la capilla original estaban los ranchos de barro y paja, la zona de influencia se extendió a otros poblados y, contrariando lo dispuesto por el reglamento de creación, se instalaron en la reducción otros pobladores no indígenas. En 1778 los pobladores eran 800. Según el censo de 1869, el pueblo tenía 1.586 habitantes y el partido 6.809. En 1881 los habitantes eran 2.227 y 8.431 respectivamente. Para tener un dato de referencia, en 1869 la ciudad de Buenos Aires tenía 187.346 habitantes y en 1895 aumentaron a 663.854 (Primer Censo de la República Argentina [1872] 1869; Segundo Censo de la República Argentina 1895; Censo general de la provincia de Buenos Aires [1881] 1883).
[7] Felipe Amoedo nació en Buenos Aires el 1 de mayo de 1828 y murió en Quilmes el 6 de enero de 1900. Fue uno de los primeros farmacéuticos diplomados en Argentina, después de recibir su título de la Universidad de Buenos Aires abrió una farmacia ubicada en la calle Buen Orden -actualmente, Bernardo de Irigoyen-, en el barrio de Monserrat. De visita en el pueblo de Quilmes se enamoró de una lugareña y en 1874 se instaló allí. Además de atender su botica ocupó diferentes cargos, fue nombrado juez de paz el 21 de diciembre de 1875 (Registro Oficial… 1875: 437) y luego elegido presidente del municipio.
[8] AHPBA. Juzgado del Crimen, Rodríguez-Pintos, f. 2-2v. Las transcripciones del expediente son textuales me extiendo en esta cita pues refleja el estilo de redacción de los sumarios por agentes legos y porque es una clara síntesis del conflicto.
[9] Hijo de Santiago Wilde, inglés, y de Simone Lefebvre, francesa, nació en Buenos Aires el 6 de abril de 1814. Estudió medicina y participó en la batalla de Caseros como médico. En 1852 se radicó en Quilmes y fue el segundo médico del Partido de Quilmes, tuvo una amplia trayectoria en todos los aspectos de la vida pública y profesional. Promovió la alfabetización, la salud, el transporte y la cultura.
[11] La talma es un abrigo que va sobre cuello y hombros y solía reemplazar a la capa. Aclaro esto porque durante el proceso la prenda tendrá centralidad en las declaraciones.
[13] El expediente fue remitido a la Cámara de Apelación en lo Criminal y Comercial de la Capital. La denominan Sala de lo Criminal porque antes de 1875 las causas iban al Superior Tribunal -reemplazado por la Suprema Corte-, dividido en tres salas que actuaban como tribunales de segunda instancia. Mantuve el nombre para mostrar lo dificultoso de incorporar los cambios institucionales en el quehacer cotidiano.
[15] Con la organización del poder judicial de 1875 los Ministerios de Pobres y Menores se mantendrían igual en el Departamento Capital, con dos defensores de menores y dos asesores y un defensor de pobres con un asesor. En los demás departamentos judiciales la ley disponía que, en los partidos que los componían, el procurador municipal se ocuparía de todos los asuntos extrajudiciales relativos al cuidado de la persona y bienes de los menores, y en los judiciales los representaría ante el juez de paz. En los asuntos tramitados ante los tribunales de primera y segunda instancia sería un letrado, que no podría abogar, quien representaría al menor, siendo también asesor de los defensores de los partidos en todo caso de consulta o consejo. Los defensores de pobres y de menores eran nombrados anualmente por decreto del gobernador. El Defensor de pobres de la Capital era el lego Alejo de Nevares Tres Palacios y su asesor Marcelino Aguirre, luego reemplazado por Juan Maglioni. A lo largo del expediente se notifica a la Defensoría y firma el asesor pero algunas veces se hace referencia al defensor y en realidad actúa el asesor. Sobre el funcionamiento del Ministerio Público, véase Corva (2014: 160-162 y 279-281).
[16] La construcción de la Penitenciaría fue dispuesta por el gobernador de la provincia de Buenos Aires, Emilio Castro en 1869. El primero de agosto de 1872 se iniciaron los trabajos bajo la dirección del arquitecto Eugenio Bunge y el 22 de mayo de 1877 comenzó a funcionar. Hasta ese momento funcionaron en Buenos Aires la Cárcel Pública ubicada frente a la Plaza de Mayo y la Cárcel Correccional del barrio de San Telmo. En 1880 se transformó en Penitenciaría Nacional tras declararse la ciudad de Buenos Aires como capital federal de la República (Dovio, 2013: 91).
[21] El reo, terminado el sumario, se estaba defendiendo siempre pero la defensa propiamente dicha era el primer escrito en que contestaba al acusador o fiscal oponiendo las excepciones que tuviera para salvarse del delito y su pena (Tejedor, 1871: 123). Fijando las garantías de la defensa en juicio, el Estatuto provisional para la dirección y administración del Estado del 5 de mayo de 1815 restableció el padrino en las causas criminales -quien presenciaba las declaraciones y la confesión cuidando de que no fueran modificadas- sin perjuicio del abogado y procurador establecidos por ley y práctica de los tribunales.
[24] Carlos Tejedor dedica un capítulo de su Curso de derecho criminal… al valor de los testimonios (Tejedor, 1871: 150-157).
[27] Benjamín Victorica, abogado y militar, era Fiscal General de la Capital e interinamente Procurador General. Al asumir la presidencia, el general Roca lo designó ministro de Guerra y Marina, el 12 de octubre de 1880, y tuvo una decisiva participación en la Campaña del Desierto y en la Campaña al Chaco central y boreal. En 1887 Juárez Celman lo nombró ministro de la Corte Suprema, cargo que desempeñó hasta su jubilación en 1892.
[44] Acuerdos y sentencias dictadas por la Suprema Corte de Justicia de la Provincia de Buenos Aires (1892). Autos acordados desde 1810, acuerdos extraordinarios, resoluciones y noticias referentes a la administración de justicia. Segunda edición autorizada, realizada por el secretario de la Suprema Corte, Dr. Aurelio Prado y Rojas. Buenos Aires, Jacobo Peuser. (Tomos I y II). Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires (AHPBA). Juzgado del Crimen. “Rodríguez Manuel y Juan Pintos por robo y heridas en la persona de Dña. Eusebia Alderete en Quilmes”, C. 40-A. 1- L. 339-E. 3. Censo General de la provincia de Buenos Aires (1883). Demográfico, agrícola, industrial, comercial. Verificado el 9 de octubre de 1881, bajo la administración del doctor don Dardo Rocha. Buenos Aires, Imprenta de El Diario. Escriche, J. (1847). Diccionario razonado de legislación y jurisprudencia. Madrid, Librería de la señora viuda e hijos de D. Antonio Calleja, editores. Escriche, J. (1876). Diccionario razonado de legislación y jurisprudencia. Edición reformada y considerablemente aumentada por los doctores D. José Vicente y Caravantes y D. León Galindo y de Vera. Madrid, Imprenta de Eduardo Cuesta. Primer Censo de la República Argentina (1872). Verificados en los días 15, 16 y 17 de setiembre de 1869. Bajo la dirección de Diego G. de la Fuente. Buenos Aires, Imprenta del Porvenir. Registro Oficial de la provincia de Buenos Aires (1875). Año 1859. Buenos Aires, Imprenta del Mercurio. Segundo Censo de la República Argentina (1898). Mayo 10 de 1895, resúmenes definitivos, población nacional y extranjera, urbana y rural. Buenos Aires, Taller tipográfico de la Penitenciaría Nacional. Tejedor, C. (1866). Proyecto de Código Penal para la República Argentina. Buenos Aires, Imprenta del Comercio del Plata. (Tomo IV). Tejedor, C. (1871). Curso de derecho criminal. Primera parte: leyes de fondo. Segunda parte: leyes de forma. Buenos Aires, Librería de Cl. M. Joly.