Romina Zamora[1]
Cultura, política y sociedad en el Río de la Plata (Siglos XVI-XIX)
Darío Barriera escribió un libro sobre historia y justicia de los siglos modernos en tierras extensamente rioplatenses, y lo hizo tanto desde la objetividad científica como desde la subjetividad del investigador; un lujo que no cualquiera puede darse, solo quien esté en condiciones de respaldar cada palabra expresada.
La objetividad científica no está definida por un tema sino por un método. Como si fuera un científico decimonónico, de aquellos que tomaban diferentes puntos de abordaje porque el parroquialismo disciplinar todavía no existía, Barriera no se limitó a un recorrido o a una sola trama epistemológica sino que puso a prueba su objeto de estudio, abordándolo desde todos los ángulos posibles, formulando preguntas, desde las más -aparentemente- sencillas a las historiográficamente más complejas. Complejas, porque están construidas por sucesivas capas aluvionales de indagaciones dialógicas, en las que cada pregunta o cada formulación está atada a numerosos debates, trucos y retrucos de decenas de discusiones entre académicos de diferentes tiempos y latitudes. Sencillas, en apariencia, porque utiliza palabras corrientes con figurada candidez -¿cuánto es lejos?, ¿cuánto es cerca?- para poner a los discursos frente a sus propias contradicciones o, mejor dicho, frente a sus móviles no explicitados. El poder nunca muestra sus arcanos.
Barriera nos pone frente a un nuevo campo de estudio que se ha conformado en los últimos años: la historia social de la justicia. Este campo no sólo incluye un objeto sino que tiene su propio desarrollo historiográfico, sus principios de método y su anclaje en el tiempo presente, a través de varias propuestas novedosas. Una es la escritura desde la subjetividad, la que se construye con toda la sinceridad intelectual posible en el cruce de múltiples propuestas epistemológicas, muchas veces contradictorias, que van convergiendo. Su respaldo lo encuentra en los principios metodológicos de los que parte y en la densidad de sus lecturas de archivo, que los retroalimentan. Se trata de un campo que estuvo decantado en la construcción colectiva del quehacer académico -la cual siempre es colectiva pese a las pretensiones individuales de algunos referentes que se han sentido suficientes y consideran que la historiografía se monta sobre nombres propios.
Esa construcción tiene dos caras, como un Jano bifronte que mira, por un lado, una trama de desencuentros y parroquialismos epistemológicos, que muchas veces esconden en el fondo un desacuerdo ideológico. Por otro lado, la historia social de la justicia se alza como un ámbito diferenciado, para evitar cuestionamientos de propios y ajenos y poder abrevar en diferentes fuentes, espurias para los ojos de puristas de diferentes pertenencias. Como ocurre en el cruce entre la antropología, la historia y el derecho, se trata de un campo que se ha erigido en la intersección de caminos que se bifurcan pero que también se encuentran. Es un ejemplo de que la hibridación epistemológica plantea más complicaciones y recelos sobre el terreno que las que parecían existir inicialmente en los papeles.
Barriera es absolutamente capaz de sostener sus planteos en el campo historiográfico, sí, pero también los sostiene en la arena más sucia de las discusiones políticas. Porque, en definitiva, ¿de qué sirve interrogar a la justicia a lo largo de la historia si no se la relaciona con el presente? Como un spoiler de la conclusión del libro, transcribo una de sus reflexiones finales:
El ejercicio decanta por el lado de la política. Y también de la política de la historia. Porque lo que he tratado de mostrar es que, en los archivos, hay materia prima para demostrar lo que se quiera demostrar. […] En consecuencia, el aporte de su examen consiste en primer lugar en ofrecer laboratorios de análisis donde las cosas pueden ponerse, cada vez, al derecho y de cabeza, para tratar de sacar de la experiencia histórica algo más que “una enseñanza”. La historia de la justicia identifica contenidos que son históricos precisamente porque no son pasado, porque están alojados en el presente (Barriera, 2019: 733).
Se trata de una reflexión incómoda, sin duda, que nos pone frente a nuestra responsabilidad real con el presente. Precisamente es allí donde Barriera busca el barro y mete la mano hasta el codo; en el barro de las implicancias políticas y los efectos sociales de la administración de justicia, por no decir en el efecto sobre la vida y la calidad de vida de los hombres y las mujeres de todos los tiempos. Se pregunta sobre las razones de las decisiones y el peso de los castigos pero, sobre todo, arroja luz sobre dos elementos que suelen escurrirse con facilidad y olvidarse sin desinterés: por un lado, el rol social de los jueces en la construcción de los equilibrios -o desequilibrios- amparados por la plasticidad del derecho y, por el otro, el perfil social de los justiciables y sus saberes empíricos sobre justicia. Por ese camino hace aflorar la existencia de una cultura judicial en la que se imbricaban múltiples lenguajes: el de los juristas y el de las voces del común, habitados ambos por los mismos elementos, dotándose mutuamente de sentido y dándole forma a una experiencia territorial y cotidiana: la experiencia de vivir en comunidad. En una comunidad católica, además, en la que el discurso religioso ha sido y sigue siendo el trasfondo semántico de la justicia. Pequeña comunidad en diálogo con un universo ancho.
El autor entra al barro sin antifaz, por lo que no se deja engañar por las máscaras de Boecio, las definiciones de persona capaces de capacitar -o incapacitar- a un sujeto en el teatro de la representación jurídica. Con extraordinaria delicadeza recupera las voces de los de abajo, escondidas paradójicamente bajo las metáforas jurídicas que privan de derecho a las personas y cobran forma en las relaciones au ras du sol, resaltando las posibilidades heurísticas de un conjunto de fuentes con características bien determinadas, como los expedientes civiles, del crimen, de gobierno, así como la legislación y la doctrina. Recurre a los diccionarios, como punto de encuentro. Su forma de acceder a los repositorios judiciales nos muestra que no es posible comprender una dinámica local -política o jurídica- utilizando sólo un expediente, sino que es necesario un trabajo minucioso de reconstrucción utilizando la mayor cantidad de fuentes existentes por una razón bastante obvia: lo dicho ante un tribunal tiene una intencionalidad, está para producir un efecto y, aún más, la misma razón podía utilizarse para argumentar en sentido contrario. De eso conocían bien los antiguos gobernadores y los mancebos.
Entra al barro sin vara, y la descubre en manos de las autoridades locales, con sus múltiples juegos de relación y su manipulación del orden legal e institucional. La expone en el juego multicolor y polifacético que sólo se descubre bajo la lupa de lo local. Vemos que el cambio de escala o, mejor aún, la alternancia de escalas tiene la maravillosa virtud de desmontar preconceptos historiográficos, así la mirada puesta sobre las instituciones, la administración de justicia y la construcción de derechos -entre ellos, el de la propiedad- en el espacio local permite ver la totalidad del montaje del teatro del poder, el cual no expresaba un hiato entre normas establecidas y excepcionalidades de hecho sino que tomaba la forma de esquemas mestizos de gobierno dentro de una cultura jurídica territorializada, sostenida por múltiples y enjaezados andamiajes que, a pesar de sus boatos, podemos ver que solo eran bastidores, montantes y bambalinas.
Pero, sobre todo, Barriera entra al barro descalzo para reconocer perfectamente aquello que pisa, porque sabe que el antiguo régimen es un mundo fundamentalmente otro, que debe abordarse con sensibilidad antropológica para desconfiar de la aparente transparencia de las palabras y las imágenes.
Se trata de una obra monumental, fruto de muchos años de trabajo, que está organizada en tres partes perfectamente distinguibles. En la primera, realiza una descripción densa de la evolución historiográfica argentina con respecto a los estudios sociales sobre justicia. Parte de describir ámbitos y de descubrir paradojas, en los campos que empezaron siendo uno -la historia- en el temprano siglo XX. Paradojas, como el hecho de que los historiadores españoles republicanos exiliados hayan sido bien recibidos e integrados por sus pares vernáculos de derecha. Paradojas, como la relación del peronismo con la conformación de una planta docente universitaria.
En la indudable separación de historia del derecho, escrita por los abogados de formación, y la historia a secas -social o general-, escrita por historiadores de formación disciplinar, analiza desde adentro la larga gestación de un área de investigación desde los últimos años del siglo XX, describiendo con muchísimo detalle una multitud de congresos, reuniones, proyectos y discusiones que se sucedieron, así como la enorme cantidad de participantes para lo que terminó siendo una propuesta colectiva: la comprensión del derecho y la justicia como fenómeno histórico. Para ello, resalta tres aspectos: a) la tarea de los historiadores tradicionalmente reconocidos por sus trabajos sobre historia económica, como Juan Carlos Garavaglia, Jorge Gelman o Raúl Fradkin, para acercarse a la historia de la justicia, en un campo que venía siendo desbrozado por los platenses Carlos Mayo, Silvia Mallo y Osvaldo Barreneche; b) el valor de recuperar los expedientes judiciales como fuentes y c) el rol desempeñado por Víctor Tau Anzoátegui en la apertura del Instituto de Investigaciones de Historia del Derecho. En todo este recorrido, como bien dice Barriera, las relaciones fueron produciendo tanto sentimientos de pertenencia como de rechazo y fueron claramente objetos de actividades clasificatorias. Frente a eso, él mismo define los perfiles y los trazos fundamentales de la historia social de la justicia.
La segunda parte recupera temas trabajados por el autor durante los últimos quince años, acerca de la construcción de las instituciones de gobierno en el cruce de la capacidad de agencia de los participantes y las distancias del territorio. Utiliza el caso santafesino para ilustrar la maleabilidad con la que se podían interpretar y poner en práctica algunas de las formas institucionales involucradas en el equipamiento político del territorio en los bordes de la monarquía, la relación con las autoridades de Charcas, Paraguay y Buenos Aires, la gestión de la jurisdicción -entre la inmensidad y la miniaturización- y el significado propio de los oficios de gobierno y de justicia. El cambio de escala permite ver y poner en el territorio otra aparente contradicción: que la misma función de gobierno, a diferente escala, tenga justificaciones opuestas. Aparente, porque en realidad la plasticidad semántica del antiguo régimen se puede comprender sólo si nos despojamos de las ideas de Estado, constitución y centralismo: se trata no sólo de un orden pretérito sino de un orden distinto, gobernado por una monarquía policéntrica y unas repúblicas locales que definían, cada una, los principios necesarios para lograr su propio bien común. Donde la ley no era una sino muchas y contradictorias, donde la buena administración de la justicia no se montaba en las buenas leyes sino en la probidad del juez, donde el paradigma de gobierno y de justicia no era estatal sino jurisdiccional. Y oeconomico, sin duda, porque la potestad doméstica, en el sentido más señorial y patriarcal, se hallaba en la base de las relaciones sociales y políticas donde no existía un Estado.
El autor nos muestra que los oficiales de gobierno del antiguo régimen no deben pensarse como funcionarios ni como burócratas, sino en el cruce entre la carga pública y la venalidad del cargo. Que los mismos oficios tenían alcances y funciones diferentes de acuerdo al lugar -como el de corregidor-, que oficios diferentes se superponían -los de teniente de gobernador y alcalde mayor- e incluso que había oficios que resultaban atractivos en otras jurisdicciones, mientras en la santafesina lo eran solamente en cuanto sumaran autoridad política a unos propietarios de campaña que no debían desatender por ello sus actividades agrarias o pastoriles -tal el caso de los jueces territoriales. Precisamente es aquí, en el extremo de la capilaridad, donde Barriera despliega una propuesta disruptiva; esto es, desplazar el foco desde la historia de las leyes y las ideas hacia la historia del funcionamiento efectivo de la institución judicial y del ejercicio de gobiernos que se hallaban unidos en la misma función. A partir de estudiar las justicias menores se hacen evidentes no tanto -o no sólo- las limitaciones de la construcción estatal del gobierno como la pervivencia de antiguas rémoras, que ponían en comunicación el orden jurisdiccional de la comunidad católica con el orden constitucional de la sociedad política.
La tercera parte es una propuesta luminosa y novedosa de formas de abordaje a la justicia. Barriera pone en acto la hibridación epistemológica que tantas veces hemos elogiado en potencia. Su abordaje de lo jurídico en clave social y cultural permite ver con claridad la construcción de una cultura judicial a través del soporte material de los expedientes, que se convierten en corredores por los cuales transitan los lenguajes legos y letrados como epifenómenos de universos que sólo pueden ser presentados como distantes a partir de segregar voluntariamente mucho de lo que dicen. Algunas manifestaciones de la cultura popular podían entrar en la arena judicial -¿en qué momento el insulto se convierte en injuria?-, o disquisiciones doctrinales o procesales -como la diferencia entre delito y crimen- podían tener efectos directos en la construcción popular de la convivencia y del orden, tal como lo tienen todavía, dado que han sido desterrados del lenguaje técnico pero se mantienen entre los saberes del común. Eso nos lleva directamente al fin último que está contenido dentro de la administración de justicia, que es el buen gobierno para lograr el bien común ¿Cómo debía ser el juez que representara al buen gobierno?, ¿cuán lejos o cuán cerca debía estar de la población? Las respuestas son múltiples, no sólo por las diferencias que podía haber entre un oidor de real audiencia y un juez pedáneo de cabildo sino por los recursos jurídicos que se usaban en función de los juegos de fuerza, los intereses y las circunstancias, para lograr soluciones que siempre eran locales, porque los problemas eran locales y el derecho tenía flexibilidad para contemplar y resolver el caso local. Local, pero en comunicación y relación con un universo más amplio de significantes, instituciones y discursos. Local, como este libro de Darío Barriera, quien nos pinta su aldea para pintarnos el mundo.