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¿Sepulturas de charrúas en la Sierra del Arbolito? Aproximación desde la Historia y la Arqueología a partir de un plano de 1834 que las señala en la República Oriental del Uruguay

Charrúa graves in Sierra del Arbolito? An approach from History and Archeology based on a map of 1834 that locates them in the Oriental Republic of Uruguay

¿Sepulturas de charrúas en la Sierra del Arbolito? Aproximación desde la Historia y la Arqueología a partir de un plano de 1834 que las señala en la República Oriental del Uruguay.
Memoria americana, vol. 29 no. 2, (148- 170 pp.), Jul-Dec, 2021, doi: . ISSN: 1851-3751
Instituto de Ciencias Antropológicas, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires.


Introducción

Tras el hallazgo de un plano de 1834 con la leyenda sepulturas de charrúas,1 y características que invitaban al optimismo en lo referido a la ubicación del lugar, se ha desarrollado una investigación interdisciplinaria. El primer propósito de esa investigación estuvo orientado hacia la ubicación de ese sitio. Ello fue conseguido tras vencer dificultades derivadas de descripciones imprecisas. Al respecto, cabe indicar que el plano fue confeccionado para demarcar propiedades rurales y realizado cuando faltaba mucho por mensurar, en los albores de la naciente República Oriental del Uruguay y de su Comisión Topográfica. Por lo mismo fue necesario resolver, entre otros, problemas debidos a diferencias entre la toponimia de entonces y la actual.

Una vez encontrado el lugar, cuya área se indica en la Figura 2, la investigación se centró en su análisis y el de su contexto. Así se hizo considerando que presentaba interés excepcional, al proporcionar una exactitud ausente en fuentes referidas a la nación charrúa. En la investigación se incluyó un interrogante relacionado con el episodio que generalmente se asocia con el fin de las naciones indígenas en Uruguay. En tal sentido, corresponde recordar que se desconoce el destino dado a los cuerpos de los caídos en los sucesos del 11 de abril de 1831 (Acosta y Lara, 1998 y 2002). Por ello se consideró relevante la relativa cercanía espacial y cronológica -unos 40 kilómetros y tres años- entre el mapa, su fecha de elaboración y un lugar denominado Cueva del Tigre, que habría sido escenario de aquellos sucesos. Ello no significaba afirmar que estuvieran relacionadas, lo más plausible en ese sentido era que en 1834 sepulturas de charrúas apenas señalara que eran lo bastante conocidas como para servir de referencia en un plano cuyo fin era demarcar propiedades rurales.

El trabajo en torno a esos interrogantes precisaba un abordaje desde la historia y la arqueología. En ese sentido, se consideró necesario incluir un amplio -aunque de exhaustividad imposible- relevamiento de fuentes relacionadas con la cuestión funeraria. También se buscó agregar el correlato de la evidencia material obtenida a partir de prospección pedestre regional, el relevamiento de estructuras en piedra, así como de la recolección y análisis de material lítico.

El objetivo central de esta contribución es exponer los resultados preliminares obtenidos; asimismo el poner a disposición de la comunidad interesada en la temática información que, a nuestro juicio, tiene máxima relevancia.

Figura 1

Fragmento de plano de 1834 con la leyenda sepulturas de charrúas. Ministerio de Transporte y Obras Públicas. Dirección Nacional de Topografía. Archivo Nacional de Planos de Mensura. Uruguay. Plano Nº 82273, departamento de Paysandú, agrimensor Minsen, Adrián H., No. 1172.

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Figura 2

Mapa de la República Oriental del Uruguay. A) Sepulturas de Charrúas en Sierra del Arbolito, y B) Cueva del Tigre.

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Escenario geográfico y rituales fúnebres

Para el estudio de las sepulturas de charrúas localizadas en la Sierra del Arbolito es necesario aludir al espacio de fronteras sobre el que se edificó la República Oriental del Uruguay. Tal espacio se generó como consecuencia de la llegada de los europeos y sus bordes, esquemáticamente, fueron “el océano Atlántico y estuario del Plata; río Paraná, e inicio de la zona de bosques subtropicales” (Bracco, 2004a:11). Durante un dilatado lapso dos grandes naciones -charrúas y guenoa minuanos fueron preponderantes en ese territorio, el cual tendió a decrecer (Jarque, 1687; Lozano, [c. 1750] 1873-1875; Azara, [c. 1800] 1943; Bauzá, 1897; Lafone, 1897; Sallaberry, 1926; Porto, 1954; Campal, 1968; Basile, 1984; Acosta y Lara, 1998 y 2002; Bracco, 2004a, 2016a, 2016b; Gil, 2007; López Mazz y Bracco, 2010; Rodríguez y González, 2010; García, 2011; Erbig, 2015). Las fuentes referidas a sus rituales funerarios son limitadas y apenas permiten acercarse a las similitudes y/o diferencias en lo practicado por una y otra de las naciones antes nombradas (Marques y Seiguer, 2012); más aún en lo relacionado específicamente con el destino dado a los cadáveres (Azara, [c. 1800] 1943; Vilardebó, [1841] 1963; Figueira, 1978).

Pocas son las fuentes escritas para el momento inicial cuando todavía no se habían producido las enormes modificaciones derivadas de la interacción entre los recién llegados y los pueblos originarios. En tal sentido -por lo temprano y detallado de la descripción- es muy relevante el relato que hizo Pero Lopes de Souza ([1530-1532] 1927). Ese navegante portugués señaló la existencia de una treintena de sepulturas en las inmediaciones del actual arroyo Solís, afluente del Río de la Plata. Es posible señalar que, para el período en que hay documentación producida en el interior del territorio, aquello era espacio guenoa minuano (López Mazz y Bracco, 2010). Relató Lopes que:

Andando pela terraem busca de lenha para nos aquentarmosfomos dar n’hum campo commuitos páostanchados e reides, que faziaum cerco, que me pareceu á primeira que era armadilha para caçarveados; e depois vi muitas covas fuscas, que estavan dentro do dito cerco das reides: então vi que eram sepulturas dos que morriam: e tudo quanto tinhanlhepunhan sobre a cova; porque as peles, com que andavan cobertos, tinhanali sobre a cova, e outras maças de pão, e azagaias de pão tostado, e as reides de pescar e as de caçarveados: todos estaban em contorno da sepultura, e quizera mandar abrir as covas; depois houve medo que acudisse gente da terra, o que houvesse por mal. Aqui juntas estarían trinta covas (Lopes de Sousa, [1530-1532] 1927: 319).

El relato, sin perjuicio de que Lopes no abrió las sepulturas, da cuenta del número y disposición de las tumbas, así como de los elementos de caza que acompañaban a los muertos.

La información etnohistórica referida a rituales que implicaban conservación y traslado de restos óseos es escasa pero no inexistente. Sin perjuicio de dudas acerca de la profundidad temporal de la práctica, en la década de 1640 la reducción de Yapeyú se habría salvado tras suplicar:

por medio de rosarios, letanías y otras obras piadosas, contra las terribles invasiones de los charrúas, enojados por la cesación del comercio con este pueblo, y por la profanación de sus sepulturas [...] Cayeron en la cuenta nuestros Padres, de que varios indios bautizados llevaban consigo supersticiosamente los restos de sus antepasados y de algunos caciques, jefes de sus tribus. Se fueron a ellos los Padres y primero les hablaron buenamente, ganándoles la voluntad con regalillos, para persuadirlos a entregar a sepultura estos huesos según la costumbre de los cristianos. No les hicieron caso. No quedó más remedio sino mandar que se les sacase por fuerza de su escondrijo debajo las campas, y se les sepultase a deshora de la noche sin testigos para que no los sacasen otra vez. Estallaron las viejas en un gran lamento por haber perdido su tesoro.2

A mediados del siglo XVIII esto fue reafirmado por el padre Lozano ([c. 1750] 1873, Vol. I: 408), quien señaló que los charrúas iban “con los huesos de sus parientes difuntos a donde quiera que se mudan, haciéndoles el amor muy leve esa carga hedionda”.

En cualquier caso, conviene hacer notar que a nivel de registro material pueden producirse confusiones con prácticas de la sociedad colonial que guardaban alguna similitud. Así, a fin del siglo XVIII partidas de blandengues patrullaban los “campos desiertos” situados al norte del río Negro. En ese contexto, a unas decenas de kilómetros al sureste del emplazamiento de las sepulturas de charrúas objeto de este artículo, al capitán Esquivel y Aldao “le sucedió la desgracia de rodar y haberse muerto”.3 José Artigas, quien era entonces su subordinado, comunicó que había “tomado la determinación de enterrar su cuerpo en la cuchilla inmediata, con las miras de llevar los huesos, pues por aquí no hay otros arbitrios”.4

Y -cercano en el tiempo y el espacio- en actuaciones relacionadas con un “malón” ocurrido en un lugar impreciso, situado cerca de las nacientes del río Queguay, el hacendado Juan Manuel Herrero respondió que al tiempo de los hechos se había ido “a Montevideo por llevar a dar sepultura a los huesos de su finado padre”.5

También cabe señalar que huesos humanos fueron empleados en contextos de los que tenemos información fragmentaria y carecemos de cualquier información acerca de su destino final. Así por ejemplo un individuo que había pasado muchos años entre charrúas:

en tiempo que se ofrecía pasar un arroyo montuoso vieron que se estaba por acabar de desatar, sin poderlo hacer con las manos, y habiendo ocurrido y registrado, le encontramos que tenía unos huesos de difunto con varios mistos y pelos, los que le quitamos, y entonces lo pudimos traer con más seguridad, y siempre tengo oído decir que de continuo sabe este cargar varios hechizos o mistos.6

Dejando de lado el empleo de restos humanos para "hechizos", diversas prácticas mortuorias han sido registradas en el contexto de labores arqueológicas realizadas en cerritos de indios de las tierras bajas de la cuenca de la Laguna Merín. Hay dataciones de no menos de 1500 AP involucrando tratamiento de esqueletos y restos óseos aislados (Schmitz, 1976; López Mazz, 2001; López Mazz y Bracco, 2010). Aunque no pueden asumirse procesos lineales ni continuidad, las fuentes producidas a partir de la llegada de los europeos apuntan en similar dirección; parecen evidenciar que los indígenas del espacio de fronteras concedían gran importancia al destino de los cadáveres. Así, tras la muerte accidental de un joven charrúa en los albores de la interacción entre “infieles” y la reducción de Yapeyú:

hizo toda la parentela notables extremos de sentimiento, y llenaron el pueblo de alaridos, y la madre que era charrúa, con todas sus parientas se arrancaron los cabellos, y cortaron los dedos conforme al uso de su nación, que en muriendo algún deudo, todos los parientes se cortan un artejo. Quiso enterrarle el Padre como cristiano, mas no fue posible, sino que le hubieron de enterrar conforme a sus ritos porque su padre amenazaba se había de echar el Río abajo si se lo estorbaban.7

En 1731, en la recién fundada Montevideo un vecino mató a un “infiel” guenoa minuan que le habría “robado” un caballo. A pesar de los intentos de las autoridades de la ciudad por “indemnizarlos” los compañeros de la víctima avisaron a sus caciques. “Vinieron doce indios por el cadáver, a los que también se agasajó”, pero ello no impidió la guerra.8

La importancia prestada al tratamiento de los cuerpos parece reafirmada por lo señalado en un mapa que el padre Furlong (1936, T. II: mapa 24) atribuyó al padre Bernardo Nussdorffer. En un costado del referido mapa puede leerse: “en el cerro Yaceguá tienen los infieles guenoas sus sepulturas, y aquí traen a sus difuntos de muchas leguas para enterrarlos”.

Una expedición contra los charrúas llevada a cabo en el otoño de 1801 proporciona datos en el mismo sentido. Así, los “infieles” derrotados el 1º de mayo de 1801 a orillas del arroyo Sopas regresaron al teatro de operaciones y dieron sepultura a 37 de los suyos.9 Ello en un contexto muy adverso y empleando un tiempo que les habría impedido ponerse a distancia segura del enemigo. Además, sepultaron a los que murieron durante la marcha emprendida para alejarse de sus perseguidores.10

La gran importancia concedida al destino de los cuerpos parece tener excepciones que podrían deberse a que las sociedades no son uniformes y/o a sesgos en las fuentes. Así, no es posible saber cómo se reflejaba en el tratamiento dado a los cadáveres la suerte de ateísmo expresada por un guenoa minuan, quien en diálogo con enviados del virrey Avilés afirmó:

parlando en su idioma, diciendo que no era verdad cuanto yo había hablado, pues ellos no tenían conexión ninguna con los cristianos, ni menos eran criados para la gloria, pues el alma de ellos era como la de un animal que muerto quedaba en la nada.11

Es posible que incluso desde esa perspectiva se haya dispensado atención al destino de los cadáveres; quizás al menos para impedir que los felinos accedieran a ellos. Por ejemplo, en 1687 fue señalado que los muy abundantes “tigres” del espacio de fronteras no comían:

sino es manida la caza: para lo cual, en apresando una ternera, la deguella, y bebe toda la sangre, y abierto el vientre, come los intestinos; luego en parte cómoda abre un sepulcro, donde esconde el resto del cuerpo, cubriéndole con tierra; y cuando ya el principio de corrupción le avisa que está su presa más blanda, acude a desenterrarla y comerla. Y por esta inclinación y viveza de olfato, suele desenterrar los cuerpos humanos, que no pocas veces mueren por aquellos despoblados; y por eso es necesario sepultarlos debajo de grandes piedras, o leños, que no pueda mover el tigre (Jarque, 1687; cap. XXIII).

Además, la evidencia material puede estar condicionada por prácticas culturales aplicadas sobre cadáveres de “amigos” o “enemigos” por los distintos actores sociales que interactuaron en el espacio de fronteras. Para citar un ejemplo, en el contexto de una insurrección indígena acaecida en el bajo Uruguay en 1686 se dispuso sepultar a un vizcaíno en el lugar en que había muerto, porque su cuerpo no estaba “tratable”. También durante ese episodio las autoridades coloniales ordenaron incinerar los cadáveres de los insurrectos para que no “infeccionen” la tierra. Aunque dos de los acusados fueron ahorcados y tuvieron el “beneficio” de ser enterrados en “sagrado”, el tercero fue desmembrado y sus cuartos expuestos en los caminos de manera ejemplarizante, sin que esté indicado qué destino se dio a esos restos (Bracco y López Mazz, 2006).

Sin perjuicio de excepciones -por ejemplo, cadáveres de "infieles" fueron incinerados por orden del gobernador de Buenos Aires en 1686 (Bracco y López Mazz, 2006)- frecuentemente los restos humanos fueron depositados bajo tierra o piedras. Durante la guerra de 1707 y 1708, que enfrentó a la sociedad jesuítico-misionera con los nómades del espacio de fronteras, se señaló, sin agregar otros detalles, que los “infieles”

habían ya enterrado diez de los suyos, sin otros muchos, que tenían heridos [no obstante continuaron los combates y se mezclaron] lanza a lanza y flecha a flecha, con los de nuestro ejército. Y aunque de los nuestros murieron en ella nueve o diez, de ellos quedaron muertos veinte o veintiuno, cuyos cadáveres se registraron al día siguiente en sus bárbaros entierros.12

De acuerdo a lo señalado repetidas veces por las partidas demarcadoras -española y portuguesa- del tratado de 1777, habría en el territorio otros numerosos sitios que cumplían similar función. La documentación producida por las mencionadas partidas da cuenta de estructuras en piedra con enterramientos indígenas para varios cerros situados en el este de la actual República Oriental del Uruguay. Así, en inmediaciones de los arroyos Barriga Negra y Pirarajá se describió que en un cerro alto con la cumbre llana:

se hallan varios montones de piedras sueltas colocadas a manos que, según dicen, era el honor que hacían a sus difuntos los indios Tapes, habitantes de este país, y así debajo de cada uno de ellos los sepultaban, por lo que se les dio el nombre de Cerro de las Sepulturas (Oyárvide, [c. 1787] 1865: 311-313).

También en el cerro que está en el albardón que divide aguas entre los arroyos Gutiérrez y Pirarajá la misma partida española realizó observaciones en el recién citado Cerro de las Sepulturas -arroyo Barriga Negra-, así como en los llamados Sepulturas de Gutiérrez -arroyo Gutiérrez-, y Sepulcros -arroyo Polanco-: “subimos a un cerro de bastante altura y grueso, llamado de las Sepulturas por haber en él varias sepulturas de infieles” (Varela Ulloa, [c. 1777] 1920: 327). “Subimos a otro cerro […] el cual está lleno de sepulcros de indios minuanes, por cuya razón lo conocemos en adelante por cerro de los Sepulcros” (Varela Ulloa, [c. 1777] 1920: 316).

Los demarcadores del tratado de 1777, no lejos de allí, en las sierras de Arequita y en los cerros del Penitente, proporcionaron algunos detalles de las estructuras: “sobre la cima de casi todos estos montes se ven aún hoy muchos sepulcros de Gentilidad India: los que se reducen a un cerro de piedras sueltas como de 7 pies de diámetro, y 4 a 6 de alto” (Alvear, [c. 1787] 1837: s/p).

En la Laguna de los Difuntos -actual Laguna Negra, Dpto. de Rocha- la partida demarcadora reconoció un: “empinado Cerro de los Difuntos, en cuya cumbre parece se hallaron en lo antiguo esqueletos de indios gentiles, y sepulturas de piedras sueltas puestas en cerco, de que tenían su denominación” (Alvear, [c. 1787] 1837: s/p).

Un miembro de la partida demarcadora portuguesa del tratado de 1777 para la zona del arroyo Ycabacuá, afluente de la laguna de los Patos señaló, que:

dos millas y media arriba de la Barra, está la cumbre de un cerro o sierra perfectamente redondo, y bastante alto, en forma de pirámide obtusa, sobre el cual encontramos señales de haber sido allí sepulturas de los Indios Tapes, o Minuanos (Saldanha, [c. 1787] 1938: 183).

Sin perjuicio de la discusión relacionada con la ausencia de restos humanos y sus causas, en otro pasaje fue indicado que:

nosotros tenemos en varios lugares de los diarios que anteceden, hablado de estas sepulturas, hemos dado ocasión para que mi antecesor en la escritura las describa, explicando: se encontró sobre algunos cerros de figura propia, como por ejemplo una campana, un pequeño montón de piedras blancas y del tamaño de un palmo con poca diferencia. Es la señal, según afirman algunos de haber sepultado allí otros indios cuyos parientes juntan aquellas [ruma] de piedras sobre su cuerpo. Yo, examinando el terreno debajo de esas piedras jamás encontré los huesos ni fragmentos de ellos […] no admirándome por eso de no toparme con huesos; por cuanto no siendo costumbre entre los indios -según dicen- en aquel tiempo enterrar los cuerpos, y si solo cubrirlos con estas piedras, he bien de inferir que mejor obra la acción del tiempo, y aire, sobre los huesos, atacándolos y disolviéndolos […] (Saldanha, [c. 1787] 1938: 183).

En 1832 Charles Darwin visitó las cumbres de la Sierra de las Ánimas y afirmó que:

En la cima de la sierra hallamos en diferentes lugares piedras amontonadas, que evidentemente se encontraban allá desde hacía muchos años. Mi acompañante me aseguró que eran antiguas obras de los indios. Los montones de piedra eran similares, aunque en escala mucho menor, a los que tan comúnmente se hallan en las montañas de Gales. El interés en dejar, en el punto más elevado de las cercanías, una muestra rememorativa de un determinado evento, parece ser una pasión universal de la raza humana (Darwin, [1832] 1968: 18-19).

La información precedentemente expuesta debe también analizarse contemplando, al menos, el siguiente supuesto: las sepulturas realizadas en tiempos de guerra y por grupos amenazados debieron revestir características diferentes. Algunos indicios al respecto pueden encontrarse en el ya mencionado diario llevado por el capitán Pacheco en 1800 y 1801.13 Allí se indicó que "infieles" atacados y derrotados el 1º de mayo de 1801 -oeste del actual departamento de Salto, República Oriental del Uruguay- regresaron al teatro de operaciones a fin de sepultar a los suyos. En el mencionado diario, en la orden del 8 al 9 de mayo de 1801 consta que: "al aclarar saldrá el alférez don José Rondeau con los baqueanos y cuarenta hombres, debiéndose extender hasta el Corral de Sopas donde se dio el avance a los indios. Reconocerá si enterraron los cadáveres".14

Y el día 10 se anotó que: "a las once y tres cuartos de la mañana regresó Rondeau con la noticia de haber encontrado enterrados los cadáveres de los infieles que murieron fuera del monte, exceptuando dos que dejaron sin sepultura".15

A continuación, las fuerzas de Pacheco emprendieron una persecución encontrando “sepulturas que encerraban los cadáveres de los que escaparon heridos en el ataque del día 1º”. Y el día 20 de mayo se

encontró otro alto de los enemigos, en donde se advirtieron los haces de leña amarrados, los fogones que fueron encendidos e inmediatamente apagados, y que los ranchos los empezaron a parar y luego los abandonaron. También se hallaron dos sepulturas y una olla.16

Las referencias que anteceden no permiten establecer los lugares elegidos para las sepulturas; no obstante, evidencian que aún en ese difícil contexto las tumbas eran individuales. Además, tenían características externas que las hacían fáciles de identificar. Aunque no agregó más detalles, una cautiva de los mismos “infieles” cuya persecución se señaló recién expresó:

Preguntada si sabe que los cristianos hicieron a los infieles otro avance a más del que arriba refirió, dijo que ahora últimamente los naturales de misiones los avanzaron, resultando algunas muertes de los cristianos según conoció después por las sepulturas, siendo muy diverso el modo con que los guenoas-minuanes y charrúas entierran sus difuntos de que usan los católicos, que no puede decir otra cosa en el particular, porque apenas los atacados se sintieron acometer tomaron el monte, echando a la declarante con las chinas por delante.17

Sin perjuicio de lo anterior, la información disponible acerca de la influencia de los rituales funerarios en las sepulturas es limitada. Entre las observaciones disponibles cabe destacar la que realizó Azara respecto de los charrúas: “cuando muere alguno, le llevan al cementerio común, que tienen en un cerrito, y le entierran, matando sobre el sepulcro su caballo de combate (que es lo que más aprecian) si así lo ha dejado dispuesto, que es lo común” (Azara, [c. 1800] 1943: 108-113). Asimismo indicó que los minuanos eran similares en “tener lugar destinado para enterrar los muertos”, pero destacó diferencias en los rituales fúnebres de unos y otros (Azara, [c. 1800] 1943: 108-113).

Tiempo después el general Antonio Díaz afirmó que:

enterraban a los muertos en las inmediaciones de algún cerro, si lo había cerca, haciendo excavación de poca profundidad en que ponían al cadáver cubriéndolo preferentemente con piedras, si las había a no muy larga distancia; sino con ramas y tierra. Ponían las boleadoras encima clavando su lanza a un lado de la sepultura y al otro lado dejaban el caballo atado a una estaca. Decían ellos que era para el viaje que debía emprender el difunto (Díaz, 1978: 26).

Por otra parte, y debido a las posibles confusiones con sepulturas, interesan las referencias a los denominados “vichaderos”. Al respecto en 1841 Benito Silva, quien huyendo tras una fracasada sublevación militar había vivido en el año 1826 entre charrúas, indicó que:

Se cree generalmente que las especies de garitas hechas de piedra amontonadas en las cumbres de algunos cerros, servían para observar desde allí al enemigo (y por esto se llaman vichaderos) pero esto es un error. Servían para los que iban a ayunar para hacerse un compañero. Allí hacen mil heridas en su cuerpo y sufren una vigorosa abstinencia hasta que se les aparece -mentalmente- algún ser, al cual invocan en los momentos de peligro como a un “ángel de la guarda” (en Perea y Alonso, [1841] 1938: 11).

Antecedentes arqueológicos de estructuras en piedra ubicadas en cerros y elevaciones

Amontonamientos y estructuras en piedra en la cima de los cerros atribuidas a los pueblos nativos han sido reportadas desde el período colonial para diferentes regiones del actual Uruguay. Al día de hoy, la información etnohistórica, la cartografía, la tradición oral, la toponimia y el registro arqueológico, coinciden en atribuir a los indígenas diferentes tipos de estructuras, con matices referidos a su función. La que con más frecuencia les ha sido adjudicada es la de tumbas o sepulcros. Cerros con el nombre de sepulturas se registran por decenas para diferentes accidentes geográficos de Uruguay (Araujo, 1900) y aparecen en los planos de las primeras escrituras notariales (Maruca Sosa, 1957).

A partir de las observaciones realizadas en 1881 en el cerro Tupambaé, en la Sierra de Maldonado, Piquet (1882) y Figueira J. H. (1898) describieron unos 200 montículos de piedra alineados cada diez metros. Los identificaron como tumbas indígenas pero no reportaron hallazgos de restos óseos en los seis a ocho que desmontaron. Sin perjuicio de ello J. J. Figueira (1958: figs. 11 a 13) les atribuyó una función ritual y funeraria. Otro cerro también llamado Tupambaé con las mismas características existe en el ddepartamento de Cerro Largo (Araujo, 1900: 489).

Daniel Granada (1890) describió, para diferentes cerros y elevaciones, otro tipo de amontonamientos artificiales de piedra -tradicionalmente conocidos como “bichaderos” o “bicheaderos”. Cerros con ese nombre, del “vigía” o “garita”, son reportados por decenas para diferentes regiones (Araujo, 1900; Sierra y Sierra, 1914; Maruca Sosa, 1957). En 1836 el agrimensor Adrian Minsen -autor del plano conteniendo la referencia a sepulturas de charrúas- durante una mensura próxima al río Cuareim, en el actual departamento de Artigas, denominó a un lugar como “cerrito bicheadero de Charrúas”. Señaló en tiempo presente que: “Hallé otro gajo mayor que une en la Cuchilla principal inmediata a un paraje donde hay un cerrito ficticio de piedras que sirve de bicheadero a los Charrúas” (en Maruca Sosa, 1957: 33). Según Granada (1890: 116) los protagonistas de las referidas actividades de observación fueron denominados “vicheadores” o “bomberos”.

La visibilidad de estos lugares se asocia también a la comunicación a distancia que se realizaba desde allí, como se señala para el siglo XVII en relación a la nación guenoa minuan: “Son muy guerreros […] y se convocan unos caciques a otros, aunque vivan muy lejos, con los humos, o resplandores de las grandes hogueras, que encienden cada uno en su territorio” (Jarque, 1687: 371-373). Recogiendo de la tradición oral la posición estratégica y la comunicación visual de los cerros de Maldonado y Rocha, Sierra y Sierra (1914: 847) denominó “vichaderos” a las estructuras en piedra, mientras que Seijo (1931: 161) sostuvo que eran para realizar “señales de humo”.

Más atrás en el tiempo fue señalada una tercera función -no necesariamente excluyente- para estas estructuras. Así, a mediados del siglo XVIII en el mapa que Furlong (1936) atribuyó a Nussdorffer se señaló:

En el cerro Ibití María se gradúan de hechiceros los infieles Guenoas, allí se juntan hacen su Aljaba, se punzan, se taladran el cuerpo y hacen mil diabluras, hasta que se les aparece allí encima del cerro el demonio en forma visible. Este cerro Ibití María está en las cabeceras del río Yarapey (Furlong, 1936, T. II: mapa 24)

J. J. Figueira (1958) en base a las observaciones de J. H. Figueira (1898) propuso una tipología donde distinguió los amontonamientos en forma de cono o semi esfera y les otorgó el término galés usado por Darwin de cairne. El segundo tipo de estructura, vinculado a actividades de observación, tiene forma de anillo y fue denominado -siguiendo la expresión local- como vichadero.

Femenías (1983) realizó una síntesis de la información histórica, presentó un mapa con la distribución de estructuras y propuso una tipología descriptiva -amontonamiento artificial y anillo- despojada de las atribuciones funcionales previas ya que a su entender las mismas, al igual que la asociación con material indígena, debían aún ser demostradas arqueológicamente. En su trabajo este autor localizó concentraciones de estas estructuras en las sierras del noroeste -Cuchilla de Haedo- y sureste -Cuchilla Grande-, al tiempo que mencionó referencias de hallazgos de huesos humanos y boleadoras en estructuras en piedra de dos cerros de los departamentos de Salto y Paysandú (Femenías, 1983: 13).

En 2009, en el marco de una investigación que buscaba reconocer el territorio de la nación guenoa minuan se reportaron diferentes estructuras en piedra en algunas estribaciones de la Cuchilla de Haedo, próximas al valle del arroyo Lunarejo y al camino llamado “Bajada de los Minuanos” (López Mazz y Bracco, 2010: 291). Ese trabajo exploratorio permitió reconocer, en la cima de los cerros Lunarejo y del Minúan, anillos de piedra y amontonamientos artificiales. El cerro Lunarejo, ubicado en las cabeceras del río Arapey, podría ser el llamado Ibití María por Marimón (en Furlong, 1936, T. II: mapa 24) y la estructura anular allí ubicada podría ser la correspondiente al ritual descrito en ese documento (López Mazz, 2011).

La presencia superficial de material lítico tallado, asociado recurrentemente a las estructuras en piedra, permitió relacionarlas a grupos indígenas. En la medida que la asociación entre estructura en piedra y material lítico lascado se volvió recurrente adquirió valor metodológico para los trabajos de relevamiento y diagnóstico arqueológico (López Mazz, 2011).

El estudio de ese material lítico lascado aporta información directa para el debate sobre la función de estas estructuras. Por un lado, se trataba de materias primas líticas generalmente no disponibles en la cima del cerro, y que se encuentran naturalmente en los cursos de agua. Por el otro, las características geológicas y tecno-morfológicas permiten varias interpretaciones. El material registrado estaba constituido en gran medida de fragmentos de geodas y clastos de rocas silíceas de variados tipos y colores -ágatas y cuarzos- pero que en su mayoría no presentaban atributos adscribidles al proceso de fabricación de artefactos en piedra tallada. Esto llevó a sugerir de modo preliminar, partiendo de la función mágico religiosa atribuida históricamente a la estructura, que ese material -atractivo y singular- pudiera ser también producto de conductas rituales que tuvieron lugar al interior del círculo de piedra (López Mazz, 2011).

En la cuenca de la Laguna Negra -departamento de Rocha- López Mazz y Pintos (2001) reportaron una organización espacial compleja de la presencia humana con sitios superficiales en la costa, cerritos de indios en las diferentes terrazas y amontonamientos de piedra en las cumbres de los cerros Lechiguana y De Los Difuntos.

A partir de un trabajo de inventario departamental (LAPPU18/ Intendencia de Tacuarembó) y las investigaciones de Moira Sotelo, las estructuras en piedra sobre los cerros pasaron a ser objeto de estudios sistemáticos y más detallados a nivel regional -departamentos de Artigas, Tacuarembó, Salto, Paysandú, Rivera y Rocha- (Sotelo, 2014, 2018a y 2018b). Esta investigadora es responsable también de las primeras excavaciones sistemáticas de dos estructuras de la Sierra de Aguirre en el departamento de Rocha (Sotelo, 2018a) y de una original propuesta de valoración patrimonial (Sotelo et al., 2014).

En base a estudios a nivel regional con el empleo de técnicas de registro y análisis geo-espaciales (GPS) Sotelo (2014) propone que la lógica del emplazamiento de las estructuras en piedra sobre los cerros está asociada a la topografía regional, que entre las estructuras dominan morfologías circulares y monticulares y que los conjuntos de estructuras presentan configuraciones espaciales recurrentes.

Los cerros donde se encuentran las estructuras están aislados y se destacan del paisaje, son conspicuos, con cumbres aplanadas y elípticas. Estos cerros -de entre 150 y 400 msnm- poseen importantes cuencas visuales, están asociados a pasos en la sierra -abras- y tienen disponibilidad de material rocoso como materia prima para las estructuras (Sotelo, 2014, 2018a y 2018b).

A partir del cruce de las diferentes líneas de evidencias y desde el punto de vista de la reconstrucción arqueológica de este paisaje cultural, los cerros con estructuras aparecen como elementos organizadores del territorio indígena a través de la apropiación de la naturaleza y su resignificación como símbolos espaciales y culturales socialmente activos durante un periodo determinado (Sotelo, 2018a: 318).

Las estructuras de la Sierra de Aguirre (Rocha) -las únicas que se han excavado en Uruguay- permitieron reconocer diferentes episodios constructivos y muestran edades que van entre el 1400 y 1800 AD (Sotelo, 2018a: 338). En ellas no se encontraron restos humanos pero, como se ha señalado precedentemente, ello se debería a problemas vinculados a su conservación. Al interior de las mismas, e interpretado como de valor simbólico, se pudieron recuperar estos elementos: una boleadora, núcleos y material lascado en cuarzo.

La prospección arqueológica en la Sierra del Arbolito y sus resultados

Los trabajos de prospección arqueológica realizados en la Sierra del Arbolito -julio a noviembre de 2020- dirigidos a ubicar las sepulturas de charrúas, permitieron identificar una serie de estructuras en piedra localizadas en la cima de varios de sus cerros chatos. La zona es particularmente rica en cerros en los que se han reportado estructuras en piedra en la cima. Es el caso de los cerros Cementerio, Charrúa e Itacabó, Dos Hermanos, Boquerón y Pentágono (Escobar, 1977: 11; Femenías, 1983: 15; Caorsi, 1987: 3; Sotelo, 2014).

El análisis de las cartas 1/50.000, especialmente las denominadas "L12" y "L13" del Servicio Geográfico Militar (SGM) de Uruguay permitió interpretar el plano de Minsen y, siguiendo los patrones de emplazamiento de las estructuras funerarias descritas en la literatura, seleccionar cerros chatos situados en las cercanías para su observación directa. El primero de ellos fue el del Cementerio, donde se reconoció una estructura anular de piedra de 2,20 metros de diámetro interno y 6,10 metros de diámetro externo, y a su alrededor diferentes amontonamientos artificiales de piedra. Próximo al círculo de piedra se pudo observar un alineamiento de piedras (Figura 3a). El lugar había sido registrado previamente por Sotelo (2018a: 106). En las estructuras y su entorno más inmediato encontramos ágatas, cuarzos y, según un análisis preliminar, calcedonias con huellas de talla.

Figura 3a

Estructura circular en Cerro del Cementerio.

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En segundo lugar, se visitó el Cerro del Arbolito donde se reconocieron amontonamientos de piedras y restos de un círculo de piedra todos en mal estado de conservación. Los patrones de distribución de las estructuras en la cima plana del cerro, ya descritos por Sotelo (2018a: 105-106), constan de estructura anular al centro y otras próximas a las cornisas. En ellas, o muy inmediato a ellas, encontramos ágatas, cuarzos y calcedonias con huellas de talla.

En tercer lugar, visitamos el llamado Cerro Largo donde se pudieron reconocer restos de un círculo de piedra y de amontonamientos de piedra, todos muy alterados. Asociadas a las estructuras también había ágatas y cuarzos con huellas de talla.

Un cuarto lugar atrajo nuestra atención en el terreno, pues podía observase desde lejos como un punto llamativo en el horizonte de las sierras. El sitio está constituido por un afloramiento rocoso rodeado de una zona de fuerte erosión, donde fueron emplazados bloques de basalto en torno al afloramiento. Los bloques de aproximadamente un metro de diámetro no son producto residual de la erosión del afloramiento, sino que fueron dispuestos intencionalmente en torno al mismo. Asociadas a este lugar había ágatas, cuarzos y calcedonias con huellas de talla. La estructura es producto de un afloramiento natural fuertemente antropizado y acondicionado, sin antecedentes en la literatura arqueológica (Figura 3b).

Figura 3b

Afloramiento rocoso fuertemente antropizado en Sierra del Arbolito.

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Hubo dificultades para ubicar el emplazamiento de las sepulturas de charrúas señaladas en el plano de Minsen. Ello en gran medida se debió a las distorsiones que generó no encontrar sobre el terreno un accidente geográfico señalado en la carta L13 1/50.000 del Instituto Geográfico Militar (IGM) como “Cerro del Sauce”. Todos los demás datos -elevaciones, nacientes de arroyos, etc- apuntaban a un lugar concreto. Tras consultas con el referido IGM quedó establecido el lugar -sin perjuicio de su falta de visibilidad en el terreno- del "Cerro del Sauce". A partir de ello el resto de los indicadores concordaron plenamente; y así fue posible ubicar en la cima de una colina, situada en la carta IGM L 12 “Cuchilla del Arbolito”, un conjunto de estructuras en piedra que finalmente identificamos -sin razonable lugar a dudas- como las sepulturas de charrúas del ya citado plano de Minsen.

Las sepulturas de charrúas

El emplazamiento de las sepulturas de charrúas señalado por el agrimensor Minsen en su plano de 1834 fue localizado e identificado en la senda de tropas que separa los departamentos de Salto y Paysandú (31º50´20´´S; 56º34´51´´W). No se trata de un cerro en sentido estricto sino de una colina de aproximadamente 50 metros de altura, ubicada en la divisoria de aguas de una estribación de la Cuchilla del Arbolito -que es un ramal de la Cuchilla de Haedo. En este peculiar relieve se originan de forma radial las nacientes del arroyo Corrales, los ríos Queguay y los arroyos Guayabos y Arerunguá.

En el punto más alto de la colina se identificó un conjunto de estructuras compuesto por una central de tipo anular de piedra, rodeada en las laderas circundantes por entre diez y doce amontonamientos artificiales de piedra. La mayoría de estos amontonamientos fue destruida, conservándose pocos en buen estado.

Figura 4

Sepulturas de Charrúas: vista general.

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La estructura anular central tiene 2,10 metros de diámetro interior y entre seis y siete metros de diámetro exterior. Su altura actual es cercana a un metro, si bien las piedras dispersas en el entorno sugieren que tuvo una mayor altura original. Se precisan estudios arqueológicos y topográficos más detallados para confirmar si esta estructura circular se apoya sobre un basamento tipo plataforma también de origen antrópico, lo que agregaría mayor complejidad y magnitud a la obra arquitectónica.

Figura 5

Estructura anular central de sepulturas de charrúas: visión lateral.

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Un elemento importante de este paisaje cultural es que la construcción en piedra circular y central del sitio arqueológico permite su visualización desde varios kilómetros y desde múltiples puntos cardinales.

Tanto la estructura central como los amontonamientos circundantes presentan diferentes grados de alteración. Las piedras de la estructura central, aunque se conservan muy bien, presentan en algunas zonas ausencia de líquenes, revelando modificaciones en tiempos recientes. Los amontonamientos artificiales de piedra también fueron alterados en alguna medida. Hay algunos que se conservan muy bien, otros regular y, finalmente, de otros solo quedan algunas piedras. Esto último ocurre sobre el sector en que, para facilitar el tránsito de vehículos, se desmontaron estructuras originales y se produjeron acumulaciones artificiales. En la cima de otra elevación próxima -a 150 metros de distancia- también se localizaron acumulaciones artificiales en piedra.

Figura 6

Episodios constructivos: A), B) y C): amontonamientos de piedras.

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El sistema constructivo basado en la selección de rocas de diferente tamaño, provenientes de la meteorización in situ de los afloramientos basálticos es similar al de otras estructuras de la región (Femenías, 1983; Sotelo, 2018a y 2018b). Los bloques mayores -aprox. 0,50 metros- son dispuestos en la base y los menores -0,35 a 0,20 metros- posteriormente y de relleno.

Los señores Olavo y David Machado, vecinos de la zona, colaboraron en la localización del lugar. El primero de los nombrados contó que años atrás había desmontado algunas de esas estructuras sin hallar huesos. Del relevamiento visual se pudo apreciar que tanto en la estructura anular central como en los amontonamientos artificiales adyacentes había ágatas y cuarzos -geodas, plaquetas, clastos, etc. Mientras que las rocas basálticas para confeccionar las estructuras están disponibles de forma natural en ese afloramiento rocoso, las piedras silíceas y cuarzos provienen, en su mayoría, de los cursos de agua próximos.

El estudio primario de ese material lítico -similar al encontrado en las otras estructuras de la zona- permite reconocer dos grandes grupos. Por un lado, los que muestran rastros de percusión y poseen características tipológicas de raspadores. Por el otro, los compuestos por plaquetas de cuarzo y calcedonia, sin huellas de percusión y poco adscribibles a la fabricación de artefactos por piedra tallada.

Figura 7a

Raspadores líticos.

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Figura 7b

Plaquetas silíceas.

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Discusión y consideraciones finales

Los antecedentes históricos y arqueológicos confirman la presencia de diferentes estructuras en piedra de autoría indígena para varias zonas de Uruguay, con particular concentración en las serranías de las cuchillas de Haedo y Grande. No obstante, persisten grandes interrogantes referidos a la articulación entre esas estructuras y las fuentes etnohistóricas. Algunas están asociadas a la naturaleza de la documentación, generalmente imprecisa y de ribetes etnocéntricos, otras a la limitada producción académica sobre excavación de lugares destinados a sepulturas que, a su vez, estén referidas en la documentación.

Las fuentes evidencian diferencias en las pautas funerarias de charrúas y guenoa minuanos pero son parcas en detalles susceptibles de ser reconocidos a partir de la evidencia material. También muestran cambios debidos a procesos de aculturación, por ejemplo las menciones a caballos. Asimismo señalan prácticas diferentes, aunque con poca precisión, para contextos de guerra y de paz. Y, para agregar complejidad, se refieren a prácticas funerarias de la sociedad colonial con puntos de contacto con las referidas para los indígenas.

Sin perjuicio de las limitaciones antes mencionadas corresponde señalar que el actual territorio uruguayo parece ser el límite norte de algunas de estas construcciones, a las que se les ha atribuido carácter funerario.

Sin embargo estas sepulturas de charrúas no se ubican, como era de esperar, en la cima de un cerro chato sino en una colina. No obstante, corresponde destacar que la mencionada elevación presenta virtudes logísticas similares -como la visibilidad e inter-visibilidad.

Al respecto, cabe considerar que a través del trabajo corporativo expresado en monumentos funerarios se legitima el reclamo territorial de un grupo y se refuerza el vínculo con los muertos que dan derechos de uso o de propiedad de la tierra (Anderson, 1995; López Mazz, 2001). Cuando los símbolos y las prácticas estaban socialmente activos, las claves de tránsito aseguraban la circulación humana y mantenían la memoria de este paisaje cultural y de sus monumentos funerarios (Criado, 1991; Sotelo, 2018a).

El carácter polisémico de las estructuras rituales deriva de la presencia humana en lugares que aúnan interés económico, socio-político así como simbólico- ritual. También es relevante el valor militar de estos lugares que permiten el control del entorno -en la toponimia reciben los nombres de vichaderos, oteiros, vigías, garita, etc. (Maruca Sosa, 1957: 33). La visibilidad y la inter-visibilidad permitió también la comunicación a distancia por medio de humos, fuegos y resplandores, como lo reportan varias crónicas (López Mazz y Bracco, 2010).

El sitio arqueológico que corresponde a las sepulturas de charrúas del plano de 1834 responde a los patrones de lugares rituales, ya descritos en la literatura para esta región (Sotelo, 2014, 2018a y 2018b). Está compuesto por una estructura en piedra circular central y elevada a la que diversos autores han atribuido carácter ritual. Se presenta rodeada en las laderas circundantes de varios amontonamientos de piedra que podrían corresponder a las sepulturas señaladas por Minsen. Como ya se ha señalado, la estructura compleja no se ubica en la cima de un cerro chato como era de esperar. No obstante, la intervención humana a través de diferentes episodios de acumulación de piedras sobre un emplazamiento natural estratégico consiguió darle una visibilidad regional, que antes no tenía. La complejidad de esta arquitectura en piedra puede ser mayor a la observada, ya que el círculo parece apoyarse en una plataforma artificial subyacente (Figura 6).

La anotación sepulturas de charrúas sugiere que en el siglo XIX el lugar podía estar activo como tal. O, en caso contrario, que se conservaba el recuerdo referido a la función que había desempeñado; y que ese recuerdo era socialmente compartido ya que fue empleado como punto para demarcar propiedades rurales.

Investigaciones futuras deberán buscar indicadores temporales que puedan establecer la antigüedad de estas prácticas de monumentalización de la muerte para la Sierra del Arbolito, ya que las mismas unen perdurablemente la historia de los linajes indígenas charrúas y guenoa minuanos con esta geografía peculiar.

La información histórica y arqueológica sugiere un intenso uso de los lugares con estratégica ubicación y visibilidad en el paisaje, con fines simbólico-rituales y otros de tipo económico o militar. El conjunto de estructuras relevadas -sus formas y disposición-, así como los materiales asociados -cuarzos, ágatas y calcedonias, de aparente valor ritual- responden a un patrón cultural bastante identificado en la región y adscribible tanto a grupos históricos charrúas como guenoa minuanos. Parte de las piezas líticas analizadas, en particular el material de cuarzo blanco, parece ser el correlato material de conductas rituales, algo ya reportado en contextos funerarios prehistóricos del este de Uruguay (Cabrera y Marozzi, 2001; López Mazz, 2001).

Las sepulturas son ordenadores territoriales de significado económico, contenido simbólico y memoria local, pero también han constituido desde la prehistoria claves para la circulación humana en la región (Criado, 1991). Estas sepulturas están a 40 kilómetros en línea recta de la denominada Cueva del Tigre. Allí tuvo lugar en 1831 parte de la emboscada que, generalmente se acepta, marcó el fin de la nación charrúa en los albores de la República Oriental del Uruguay.19 Quizás allí recibieron sepultura víctimas del ataque recién mencionado, aunque por supuesto no es posible afirmarlo en el estado actual del conocimiento. No obstante, por la cronología, la arquitectura funeraria y el contexto tampoco se debe descartar.

En lo que refiere estrictamente a las sepulturas de charrúas, los resultados obtenidos nos obligan a profundizar las investigaciones. Así, parece necesario continuar buscando información histórica y arqueológica que permita identificar precisamente los lugares donde ocurrieron los combates de 1831. La localización de las estructuras indígenas en piedra, identificadas como sepulturas de charrúas del plano de Minsen de 1834, parece un buen comienzo. Asimismo es un paso en la devolución a la sociedad de paisajes y memoria.

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Agradecimientos

Corresponde agradecer al Polo de Desarrollo Universitario (PDU) “Centro de Investigaciones Interdisciplinarias sobre la presencia indígena misionera en el territorio: patrimonio, región y frontera culturales”, Centro Universitario de Tacuarembó, Universidad de la República, en cuyo contexto se ubicó el plano que dio inicio a la presente investigación. También a la Agencia Nacional de Investigación e Innovación (ANII) ya que la investigación interdisciplinaria que sustenta esta contribución ha sido realizada en el marco del proyecto FCE_1_2019_1_156254. Corresponde asimismo agradecer a los señores Olavo y David Machado, cuyo conocimiento del terreno y buena disposición ha sido de la mayor importancia para el buen desarrollo de las tareas, y a la Ing. Agrim. María Inés García -jefa de Departamento del Archivo Nacional de Planos de Mensura, de la Dirección Nacional de Topografía- y a su equipo por la activa e inteligente cooperación.

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Villardebó, T. ([1841] 1963). Noticias sobre los charrúas Montevideo, Arte Gráfica Covadonga.

Notas

[1] Ministerio de Transporte y Obras Públicas. Dirección Nacional de Topografía. Archivo Nacional de Planos de Mensura. Uruguay. Plano Nº 82273, departamento de Paysandú, agrimensor Minsen, Adrián H., No. 1172. Se ha optado por emplear el nombre Minsen ya que así firmó en el plano referido; no obstante, conviene señalar que en el mencionado portal está ordenado como si el apellido fuera Mynssen.

[2] Carta anua del año 1644. Córdoba de Tucumán, 28 de enero de 1645.

[3] José Artigas al virrey Olaguer y Feliú, [cerca del arroyo Salsipuedes] 22 de octubre de 1798. AGN, Argentina. IX 11-6-4. Comisión Nacional Archivo Artigas, Tomo II, p. 78.

[4] José Artigas al virrey Olaguer y Feliú, [cerca del arroyo Salsipuedes] 22 de octubre de 1798. AGN, Argentina IX 11 6 4. Comisión Nacional Archivo Artigas, Tomo II, p. 78.

[5] AGN, Argentina IX 24-3-6. Año de 1800/ Causa contra un mulato nombrado Lucas Barrera y un indio llamado Juan Manuel por indicios de complicidad en…... f. 7v.

[6] AGN, Uruguay. Archivo del Juzgado Letrado de Soriano. Año 1800. Nº 8. Causa contra Marcos Caravallo seguida por don Manuel Antonio Gonsales…

[7] Carta anua correspondiente a los años 1627 y 1628, del padre Nicolás Mastrillo Durán, 12 de noviembre de 1628. Documentos para la Historia Argentina (1929), T. XX: 370

[8] AGI, Charcas, 214. El gobernador Zabala al Rey. Buenos Aires. 30 de abril de 1731.

[9] MHN, Uruguay. Colección de Manuscritos, tomo 1010, Tercer cuaderno del diario de operaciones de Jorge Pacheco. Anotaciones correspondientes al 10 de mayo de 1801.

[10] MHN, Uruguay. Colección de Manuscritos, T. 1010, Tercer cuaderno del diario de operaciones de Jorge Pacheco. Anotaciones correspondientes a los días 19 y 20 de mayo de 1801.

[11] AGN, Uruguay. Colección Pivel Devoto. Subsuelo 50-1- 3. Diario de Juan BenturaIfran con lo acontecido a su expedición desde 10 de marzo hasta 10 de junio de 1800. Entrada correspondiente al 12 de mayo de 1800, f. 59 f.

[12] AGN, Argentina. VII - Colección Lamas, Leg. 6. Misiones jesuíticas/ Diario de los sucesos y de las operacio/ nes de guerra de los dos tercios de /…

[13] AGN, Uruguay. Colección Pivel Devoto. Subsuelo 50-1-3. Primer y segundo cuaderno del diario de operaciones de Jorge Pacheco. MHN, Uruguay, Colección de Manuscritos, T. 1010. Tercer cuaderno del diario de operaciones de Jorge Pacheco.

[14] MHN, Uruguay. Colección de Manuscritos, T, 1010. Tercer cuaderno del diario de operaciones de Jorge Pacheco. Anotaciones en la orden del 8 al 9 de mayo de 1801, f. 28 f.

[15] MHN, Uruguay. Colección de Manuscritos, T. 1010. Tercer cuaderno del diario de operaciones de Jorge Pacheco. Anotaciones correspondientes al 10 de mayo de 1801, f. 28 v.

[16] MHN, Uruguay. Colección de Manuscritos, tomo 1010. Tercer cuaderno del diario de operaciones de Jorge Pacheco. Anotaciones correspondientes al 20 de mayo de 1801, f. 32 v.

[17] AGN, Uruguay. Colección Pivel Devoto. Subsuelo 50-1-3. Declaración de Francisca Elena Correa, tomada por Juan de la Cuesta. Paysandú, 19 de enero de 1801.

[18] Laboratorio de Arqueología del Paisaje y Patrimonio del Uruguay.

[19] La discusión referida al fin de la nación charrúa, a la integración de sus individuos en la sociedad colonial y/o en torno a los procesos de emergencia o reemergencia de esa nación exceden el propósito de esta contribución.