Cuestionamiento del concepto de justicia espacial desde América Latina


Aritz Tutor Anton1

Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea
ORCID 0000-0001-5496-2369

Recibido: 13 de junio de 2022. Aceptado: 4 de diciembre de 2022.

Resumen

En la década de los setenta comenzó a debatirse sobre la relación entre la justicia y el espacio. El fruto de esta reflexión se ha expandido y traducido mayormente como justicia espacial o justicia territorial. El uso de uno u otro concepto ha dependido de la época y del idioma en el que se expresaba. Este artículo profundiza en la terminología adoptada y cuestiona el término “justicia espacial”, que se ha popularizado y privilegiado en los últimos años para teorizar sobre la dimensión geográfica de las injusticias. Desde una perspectiva latinoamericana, se busca validar su adecuación a esta realidad y plantearse su pertinencia y las razones detrás de esta preferencia global. A través de un repaso histórico y genealógico, se explora la idoneidad de la “justicia territorial” y las posibles complementariedades con la “justicia espacial”, y cómo se entreveran eventualmente. Para concluir, se defiende que tanto la justicia espacial como la justicia territorial son útiles para afrontar los desafíos éticos y políticos, cada uno para unas dimensiones escalares, comunitarias, relacionales y temporales concretas.

PALABRAS CLAVE: DESIGUALDAD. ESPACIO. TERRITORIO. INJUSTICIA. LATINOAMÉRICA.

Questioning the concept of spatial justice from Latin America

Abstract

In the 1970s, the relationship between justice and space began to be debated. Either as spatial justice or territorial justice depending on the historical and linguistic context of discussion, this paper analyzes the terminology adopted and puts into question the recent use of spatial justice as the concept to theorize the geographical dimension of injustices. From a Latin American perspective, we seek to validate its suitability, relevance and the reasons for this global preference. Through a historical and genealogical review, we explore the suitability of territorial justice and the possible complementarities with spatial justice, and how they may be eventually intertwined.. To conclude, we argue that both spatial justice and territorial justice are useful to face ethical and political challenges, each one for specific scalar, community, relational and temporal dimensions.

KEYWORDS: INEQUALITY. SPACE. TERRITORY. INJUSTICE. LATIN AMERICA.

PALAVRAS-CHAVE: DESIGUALDADE. ESPAÇO. TERRITÓRIO. INJUSTIÇA. AMÉRICA LATINA.

Los debates epistemológicos siempre llevan consigo debates conceptuales interconectados. Estas discusiones, al igual que la circulación de ideas en general, están influenciadas por las relaciones de poder, de manera que los centros de conocimiento con mayores recursos promulguen ideas que se trasladan y adoptan velozmente por otras latitudes académicas. Estos centros de conocimiento coinciden con lo que suele denominarse el Norte Global, mientras que los países y núcleos académicos receptores se encuentran en el Sur Global. Muchas veces, la recepción de conceptos viene acompañada de la aceptación acrítica de estos.

En este trabajo, se explora la pertinencia del concepto de justicia espacial para América Latina. Este cuestionamiento va más allá de una simple lucha de ideas, ya que el enfoque y utilización de nociones tiene su anclaje en los procesos sociales, lo que los convierte en reflejos y descripciones de realidades diferentes. En este sentido, algunas investigaciones han preferido usar el término “justicia territorial”, en ocasiones como sinónimo de “justicia espacial” y en otras como un complemento de este último. Aunque algunos trabajos del llamado Norte Global también han preferido el término “justicia territorial”, en este caso la reflexión se centrará en la realidad latinoamericana y en la formulación de teorías y conceptos propios desde el continente.

La meta es interrogar sobre la validez del concepto como herramienta para examinar las realidades injustas y sobre los acercamientos epistemológicos relacionados con ellas. No se trata de establecer una dicotomía entre “justicia espacial” y “justicia territorial”, sino de desnaturalizar su uso y evaluar su complementariedad, analizando cuál se adapta mejor a las realidades latinoamericanas. Esto va en sintonía con los intentos del pensamiento crítico (como la corriente decolonial, por caso) para contribuir a la autonomía epistemológica del continente. Para eso, se redefinen las injusticias, tomando autores y corrientes de, sobre y desde Latinoamérica, en el último medio siglo.

El artículo está organizado en un primer apartado sobre la importancia de los conceptos y desde dónde se piensan. Después se transita el terreno de la justicia y las interacciones entre la justicia y el espacio, para luego explicar los usos de la justicia espacial y la justicia territorial, tanto en general como en América Latina. Más adelante, nos centramos en el desarrollo de las conexiones comunes entre la justicia y el espacio en el ámbito latinoamericano. A continuación, el tratamiento del territorio desde movimientos sociales y desde la academia, en general y en la región latinoamericana, y se acaba con la utilización del término de justicia territorial en América Latina. Tras este repaso teórico, se propone un cuadro síntesis con los elementos para el análisis de la justicia espacial y justicia territorial, con la ayuda de un caso empírico.

A vueltas con los conceptos

Los conceptos nos ayudan a determinar la naturaleza del objeto de estudio, pero al mismo tiempo nos desvelan las trampas que encierran ciertas asunciones epistemológicas. En efecto, los conceptos son puntos de partida y, como tales, revelan un proceso que ha llevado hasta su creación: una producción intencionada y dirigida de ideas. En otras palabras, una toma de postura, un posicionamiento y una posicionalidad. No cabe duda de los beneficios que tiene la utilización de conceptos fruto de una elaboración teórica previa y que, además, nos permiten mantener líneas de comunicación entre diferentes sistemas de pensamiento y adoptar espacios comunes de reflexión. No obstante, recurrir a los conceptos puede tornarse problemático si estos se aplican en una realidad inadecuada para su aplicación.

Un ejemplo reciente es lo ocurrido con el concepto de gentrificación, que ha sido cuestionado desde coordenadas del sur y sudeadas. Este cuestionamiento se ha basado tanto en un escepticismo sobre la extrapolación del concepto fuera del ámbito anglosajón (Díaz Parra y Roca, 2021; Ghertner, 2015; López-Morales, 2015; Maloutas, 2012), como en una resistencia a castellanizar el término, buscando otro equivalente que recoja la cualidad esencial del fenómeno, como puede ser “elitización” (García Herrera, 2001) o “blanqueamiento”, para el contexto latinoamericano. Las propuestas para nombrar un mismo fenómeno nunca son unívocas, incluso entre autores de los mismos círculos de pensamiento, tal como sucedió con el mismo concepto de gentrificación, que también se describió como brownstoningwhitepainting o “aristocratización” (Sargatal Bataller, 2000). Sin embargo, al trasladar el concepto a otras latitudes políticas e históricas, el peligro de distorsión y sesgo originales aumenta.

En el caso latinoamericano, también exige atinar la mirada y explorar los enfoques que han realizado los propios investigadores latinoamericanos en el campo de las ideas y sobre el terreno. Demasiadas veces, la realidad de Latinoamérica se ha explicado con teorías alóctonas y modelos que se han adaptado de manera forzada y construcciones teóricas importadas. Las influencias externas fueron numerosas y se integraron bien en un pensamiento propio sobre una realidad específica (Hiernaux, 2014). La cuestión de cómo analizar la especificidad de la región siempre ha sido un caballo de batalla, entre aquellos que utilizan referencias globalizantes y aquellos que se inclinan por teorías y pensamientos localizantes. A pesar de aceptar la existencia de regularidades en el desarrollo capitalista, se cuestionan algunas generalizaciones y se abren las puertas a estudios comparativos que consideren las peculiaridades contextuales (Robinson, 2016). Así, no se niega aquello universal que comparten los procesos particulares, sino que se señala críticamente el hecho de dejar de lado lo particular y lo diferente para generalizar modelos y conceptos utilizados, aplicándolos mecánicamente y con frecuencia sin pruebas empíricas (Pradilla, 2010; Porto-Gonçalves, 2009). En cualquier caso, este tipo de seguidismo, una especie de colonialismo académico, es común en la Teoría Social en su conjunto, dado que la mayoría de los textos teóricos están redactados en el Norte global (Connel, 2007), y se asume su pertinencia de manera acrítica, naturalizando su uso y sin cuestionar el locus desde el cual se enuncian.

En este sentido, la búsqueda genuina de conceptos propios viene de hace tiempo, y se renueva con cada nueva generación de investigadores: existe una conexión continua entre los estudios de Arturo Escobar, Aníbal Quijano, José Carlos Mariátegui, Bolívar Echeverría y Orlando Fals Borda, con los trabajos de Félix Valdés y su perspectiva geocultural sobre nuestra América, los estudios de Magdalena Valdivieso sobre justicia de género, las investigaciones de Gabriela Merlinsky sobre justicia ambiental y climática, el pensamiento de Catalina Ortiz (2022) acerca de la justicia epistémica y la comprensión de la espacialidad de los territorios latinoamericanos, y los avances en la crítica de la colonialidad de Rita Segato (2013).

Otro punto crucial en este recorrido ha sido explorar la relación entre justicia y espacio (Claval, 1978) como medio para desentrañar los mecanismos que subyacen en las espacialidades de las injusticias. Para comenzar, trazaremos un breve esbozo de la potencia crítica y transformadora de la justicia.

Una justicia determinada

Adentrarnos en un campo tan disputado y dúctil como el de la justicia, exige hacer algunas aclaraciones y esbozo de límites. La idea de justicia, considerada la virtud suprema por los clásicos, ha sido tratada, entre otros muchos, por Platón, Sócrates, Locke, Bentham, Rousseau, Hobbes o Kant, cada uno con una matización sobre lo que significa conducirse con justicia. Para fijarnos en el desarrollo contemporáneo de su filosofía política, comenzaremos con John Rawls (1971), que funda una comprensión democrática de la justicia, en cuanto su aplicación es condición indispensable y base para una sociedad más libre. Rawls propugna unos principios redistributivos desde una concepción universalista (Rojas, 2020), que deberían ser puestos en marcha desde las instituciones (Barnett, 2010), atacando las desigualdades estructurales en beneficio de los más desfavorecidos. A continuación, nos detendremos en Amartya Sen y Martha Nussbaum, que toman la teoría del contrato social de la filosofía política liberal para apoyar su enfoque sobre las capacidades personales ampliadas, en línea con una sensibilidad más centrada en el individuo. Sen se fija en el aspecto sensitivo de la justicia, aquel que se transmite por las intuiciones de injusticia y de indignación compartidas, y por ello aboga por un enfoque comparativo de la justicia, en referencia a otras situaciones, sin tener acceso a una teoría perfecta (Barnett, 2010). Iris Marion Young teoriza en una senda similar, al incorporar, y corporeizar, la injusticia al campo de la identidad, a través de las políticas de la diversidad, la lucha por el reconocimiento o el derecho a la diferencia (Young, 1990). Este vínculo directo con la emoción, con la empatía como medio para acceder a la justicia y catalizar la acción (Wright, 2009), parte de la experiencia vivida y construye su visión del mundo de lo particular a lo universal. Para ella la noción de justicia es inclusiva, porque nuestras pertenencias y afinidades son fluidas y plurales (Young, 2000). Otras orientaciones influyentes sobre la justicia son las de Jürgen Habermas, que versa sobre esfera pública, el discurso y la racionalidad comunicativa (visión criticada por su idealismo), las de la economía política marxista y las de la ideología neoliberal, que descarta la posibilidad de la justicia social, enfatizando, en cambio, una preocupación por el estado de derecho y la justicia procesal.

En cuanto al entrecruzamiento entre justicia y espacio (o territorio), el marco conceptual se dibuja partiendo del giro espacial, que propició señalar la naturaleza espacial de la vida social, incluyendo las injusticias. Las injusticias sociales siempre tienen un aspecto espacial (Marcuse, 2016) y, en consecuencia, su comprensión pasa por entender la dialéctica socio-espacial. De aquí se deriva la asunción de la producción social del espacio (porque el espacio no solo es fundamento terrestre o tapiz donde inscribir las acciones, sino un elemento activo y activador, en este caso, de injusticias) y de su posible y deseable modificación, porque hoy en día se trata de geografías discriminatorias (Soja, 2010): la injusticia de la espacialización, la espacialización de la injusticia (Merrifield y Swyngedouw, 1996; Vélez-Torres, Pérez-Pérez y Riascos-Riascos, 2019). La justicia también es una cuestión de acceso espacial y se pone en juego en una multitud de escalas, de manera circunstancial y relativa en función de los sujetos involucrados (Salamanca y Astudillo, 2018). La evidente naturaleza valorativa del término actúa en dos modos. En un modo exterior es una interpretación crítica que busca la eventual transformación de la situación analizada, y en un modo interior es la percepción de los propios afectados, que sienten suya la injusticia. La justicia nunca se experimenta directamente, lo que se experimenta es la injusticia, y, así, la justicia sería la superación de la injusticia (Fraser, 2020). Así, la materia del trabajo son conflictos situados e intuiciones compartidas de injusticias (Barnett, 2010). Esta perspectiva resuelve parcialmente la tensión agencia/estructura o particular/universal, ya que tomando como inicio de la explicación la propia experiencia vivida, avanza hacia un reconocimiento de características comunes que adquieren un estatus universal a través de la acumulación de experiencias similares –pero no idénticas– en diferentes contextos (Garcés, 2006). Este punto de apoyo nos enlaza con Young y también con Fraser. Para Nancy Fraser la individualidad es la marca de personalidad y puerta de acceso a la consideración moral, pero no se puede separar de la comprensión estructural de un orden social explotador (Fraser, 2020). De esta manera, la reflexión colectiva sobre las injusticias nos llevaría a una comprensión compartida de justicia, sin evadir el universalismo2 pero sin caer en unificaciones o uniformizaciones. A la hora de imbricar la justicia y el espacio/territorio, nos interesa resaltar esta aproximación, que toma el concepto político de justicia, que entiende lo espacial/territorial como contraparte de la justicia social y una categoría de análisis válida en sí (López Trigal, 2015) y es sensible a las inequidades geográficas.

A partir de estas premisas, el concepto que últimamente se ha popularizado para describir las injusticias desde un punto de vista geográfico, ha sido el de justicia espacial.

La importancia del territorio

Sin embargo, la aceptación de la forma “justicia espacial” para abordar la dimensión espacial de las (in)justicias no es unívoca. De hecho, cuando surgió el interés por explorar las interrelaciones e interdependencias entre el espacio y la justicia, los pioneros optaron por utilizar el adjetivo “territorial” en lugar de “espacial”. En 1968, Bleddyn Davies acuñó por primera vez el término “justicia territorial” para hablar del equilibrio en la provisión eficiente de recursos y servicios. David Harvey, en 1973, politizó definitivamente esta perspectiva al intentar combinar el marxismo con el espacio y la búsqueda de lo justo. En su libro Social Justice and the City, lo denominó como “justicia distributiva territorial”.3 Ese mismo año, David D. Smith teorizó sobre la “justicia social territorial”, centrándose en las variaciones geográficas de las condiciones sociales y económicas. Más adelante, desde la geografía francófona, Alain Reynaud (1981) introdujo la clase socioespacial, y Gordon Pirie (1983), radicado en Sudáfrica, teorizó por primera vez sobre la “justicia espacial”. Roger Brunet incluyó el mismo término en su diccionario en 1992 (Albet, 2011). Más recientemente, desde la órbita de la geografía francesa, pensadores como Alain Musset (2009) o la revista “Justice Spatiale/Spatial Justice” (2008) retoman el concepto, junto a otros autores (Brennetot, 2011; Levy, Fauchille y Povoas, 2018). Edward W. Soja (2010), quien se inspiró en Lefebvre, llevó el estudio de la justicia espacial a Estados Unidos y le otorgó significado y visibilidad desde su altavoz en la Universidad de California en Los Ángeles.

En las investigaciones latinoamericanas, ni la forma “justicia espacial” ni la forma “justicia territorial” han tenido un gran arraigo hasta fechas recientes. Para referirse al ámbito que estos conceptos abarcan, han preferido utilizar otras nociones, como segregación socioespacial, capital espacial, estigmatización territorial, efecto territorio/efecto barrio/efecto vecindario o derecho a la ciudad, entre otros. Otros estudios han vinculado la dimensión medioambiental con la justicia espacial (Galimberti, Astudillo y Roldán, 2020; Salamanca, Astudillo y Fedele, 2016; Ribeiro, 2017; Milanés, Pérez Montero, Szlafsztein y Silva Pimentel, 2020), la movilidad (Leibler y Musset, 2010) y las prácticas espaciales de jóvenes universitarios (Álvarez Rojas, 2013).

En general, en América Latina, la concurrencia entre justicia y espacio ha tenido preferentemente tres campos, la alteridad (identidades, comunidades), la naturaleza y sus múltiples significaciones (la producción de la naturaleza, ecología política, extractivismo) y la gubernamentalidad (políticas territoriales) (Salamanca, Astudillo y Fedele, 2016; Salamanca, Barada y Beuf, 2019). No obstante, las luchas por la justicia en el territorio han tenido, desde hace décadas, una fuerte impronta ambiental, ligada a movimientos sociales ecologistas e indígenas. Mientras que en otras latitudes la reacción contra las injusticias se capitalizaba alrededor del derecho a la ciudad, en América Latina ha sido muy común que se aglutinase en derredor de la justicia ambiental (Santana Rivas, 2012). El término justicia ambiental (Schlosberg, 2007; Acselrad, Campello y Bezerra, 2009) proviene originalmente de Estados Unidos, de las protestas de los residentes del condado de Warren, en su mayor parte negros, a principios de los años ochenta. En aquella lucha, tal como ocurre en todas las luchas similares, el componente territorial era crucial, porque no podemos tomar el entorno sin pensar en el territorio (desde las cargas ambientales asociadas a un lugar, hasta los efectos perniciosos de estas, que pueden suponer el desplazamiento y la desterritorialización de la población que habita el lugar). Los procesos de injusticia ambiental son, a la vez, procesos de injusticia territorial, y por eso, es lógico que la justicia ambiental vaya de la mano de políticas territoriales (Moreno Jiménez, 2010). De la misma manera, podemos inferir que la defensa del ambiente es también la defensa del territorio (Composto y Navarro, 2014) y que, por tanto, estos movimientos son los precedentes más claros de la forma justicia territorial y en defensa de sus derechos (Leff, 2001). Precisamente, uno de los aspectos clave de estas luchas es su carácter popular –ha sido llamado el ecologismo de los pobres– (Martínez Alier, 2007) y la politización de los afectados, que experimentan la injusticia en primera persona, por lo que la idea de justicia mantiene una presencia política relevante en cuanto elemento normativo y retórico (Salamanca y Astudillo, 2018).

Pero el debate que pretendemos iniciar no se limita únicamente al sintagma que adoptamos para definir las injusticias en el espacio y el territorio, sino también al significado intrínseco que pueden tener ambos conceptos. En las lenguas romances, en particular en el castellano, “justicia espacial” y “justicia territorial” presentan matices semánticos diferentes, y posiblemente puedan ser más precisos al representar distintas situaciones. En general, se ha observado que los usos del término “territorio” son más amplios en las lenguas latinas que en las acepciones anglófonas, porque incorporan un componente social (Halvorsen, 2019; Albet, 2011). Al igual que ocurre con el concepto de “lugar”, el “territorio” contiene trazas identitarias y de pertenencia.

Levy, Lussault y Paasi han destacado los discursos algo divergentes relacionados con el “territorio” en las literaturas anglófona y francófona, un tema que también ha sido estudiado por Debarbieux (1999), para quien las definiciones anglófonas para territorio suelen enfatizar las preocupaciones jurídico-políticas, los límites y la institucionalización, mientras que en francés y en otras lenguas romances, los sentidos tienden a ser más suaves, y frecuentemente connotan región o lugar (Painter, 2010). Así lo indican las investigaciones en la esfera francófona, como las exploraciones de Gottmann (1975), las reflexiones de Raffestin (2005) que concibe el “territorio” como resultado de la transformación humana del espacio, los trabajos de Bonnemaison sobre el territorio entendido como un espacio al que se le agrega un prisma cultural (Sandoval, Robertsdotter y Paredes, 2017), las investigaciones de Frémont y Herin o la perspectiva de Di Méo (2000), que dota al “territorio” de su inseparable componente social y vivencial (Capel, 2016).

En el ámbito italiano ocurre una situación similar, como lo evidencia la línea de pensamiento de Dematteis, así como los trabajos de Turco sobre la importancia de la imaginación y los de Indovina, quien explora la relación entre “región”, “territorialización” y “planificación”. Justamente, en inglés, al ordenamiento territorial se le denomina spatial planning o land planning, sin que la palabra “territorio” tenga un papel en esta función. Por tanto, podemos aventurar que la correspondencia entre territorial justice o spatial justice en inglés y “justicia territorial” o “justicia espacial” en castellano no es total, y que están delineando diferentes dimensiones y matices.4

Más allá de las traducciones y correspondencias más o menos literales, el “territorio” posee una dimensión propia en América Latina. Las políticas neoliberales lo recuperaron para el desarrollo territorial, ligado a la descentralización y a las áreas rurales. Sin embargo, su vigencia y dinamismo derivan tanto de su trayectoria histórica y cultural como de los debates políticos recientes. Las prácticas locales han dado forma a un significado propio para el “territorio” (Haesbaert, 2011), cuya fuerza está ligada a las luchas de diversos movimientos sociales. Históricamente, las reivindicaciones de los movimientos indígenas y campesinos evolucionaron desde la reforma agraria hacia un reconocimiento más amplio y plural de su “territorio”, conectado con los derechos originarios y la autonomía (Sandoval, Robertsdotter y Paredes, 2017).

Para Raffestin, una forma de apropiarse del “territorio” es a través de la representación (1981), y esto es precisamente lo que lograron los movimientos sociales al vincular la cosmovisión cultural con la lucha política. De alguna manera, estos movimientos integraron las prácticas relacionales con el “territorio” en la forma política del marco racional y moderno, y consiguieron que el sustantivo “territorio” se convirtiera en el verbo “territorializar” y se aceptara la singularidad de estas territorialidades. De todas maneras, la producción y definición del “territorio” se lleva a cabo de manera comunitaria, alejada de la exclusividad de la propiedad privada bajo la cual se entiende en la racionalidad capitalista (Porto-Gonçalves, 2006), lo que convierte al territorio en un soporte para la continuidad de la identidad del grupo social que lo habita. Estos cimientos materiales para los procesos sociales de “territorialización” generan múltiples “territorialidades”, en una concepción plural de la gobernanza (Saquet y Sposito, 2009). Asimismo, desde el movimiento feminista se ha señalado la escala del cuerpo como un “territorio” en el que se inscriben las prácticas de dominación. El cuerpo-territorio se convierte, así, en el último eslabón de un pensamiento latinoamericano que, desde diferentes perspectivas, coloca al “territorio” en el centro de su reflexión.

En consonancia, la preocupación por el “territorio” ha sido una constante en las Ciencias Sociales del continente desde hace algunos años (Escobar, 2008, 2016; Abrão, 2010; Reyes y Kaufman; Sosa Velásquez, 2012; Porto-Gonçalves, 2012). Desde las reclamaciones de tierras y las luchas agrarias de las décadas de los sesenta y setenta, hasta las batallas contra el racismo y el despojo, y por el reconocimiento de los autogobiernos territoriales de los pueblos indígenas y afrodescendientes (Bryan, 2012), la continua renovación del concepto de “territorio” ha afectado tanto al ámbito académico como a las luchas sociales, que se han nutrido mutuamente de manera fructífera. Además del “cuerpo-territorio”, también podemos incluir en este intercambio la “r-existencia”, basada en la apropiación y las reterritorializaciones. No en vano, los movimientos que protagonizaron la década de 1990 son de base territorial, a diferencia del periodo anterior, más ligado al mundo laboral y estructurado por sindicatos (Zibechi, 2003). Aquel activismo de base, de fuerte estampa territorial, da lugar a un amplio movimiento social territorial (Zibechi, 2010), transitando un largo camino: de la apropiación de la tierra y el espacio a la creación de territorios (Zibechi, 2008).

Autores como Haesbaert (2007, 2011) han ahondado en los procesos de “re-des-territorialización”,5 llegando a conclusiones cardinales, como la crítica al mito de la desmaterialización (el espacio, y en particular el “territorio”, no han perdido relevancia, sino que han ganado una centralidad inusitada en el capitalismo digital), la importancia de los procesos de reterritorialización y desterritorialización (con el auge de la movilidad y los flujos de personas, capital, bienes e información, los territorios mantienen su materialidad pero pueden volverse discontinuos, merced a la acumulación flexible del capitalismo), las nuevas configuraciones territoriales (territorios-red, multiterritorialidades) y la esencia tanto de la apropiación como de la relación de dominación para comprender las “territorialidades” (que se despliegan en un continuo que va desde la dominación político-económica, más concreta y funcional, hasta la apropiación, más subjetiva y cultural).

El territorio y la justicia

Así pues, dada la naturaleza de la idea de “justicia” que adoptamos aquí y del significado del “territorio”, cabría esperar un uso más generalizado del término “justicia territorial” (Madeira y Vale, 2015). Sin embargo, no es así, como evidencian diversas compilaciones al respecto (Van Den Brule, 2020; Brennetot, 2011). Ivaldo Lima ha sido uno de los defensores más señeros de este término en América Latina. A lo largo de su trayectoria, ha publicado diversas investigaciones (2020, 2014) en las que emplea y defiende la noción de “justicia territorial” en lugar de “justicia espacial”. Lima concibe el término como la territorialización de la justicia social, que a su vez se conecta con otros conceptos como la ética del civismo y el derecho al paisaje, el derecho al lugar, los espacios cívicos o el bienestar y la felicidad urbana, entre otros. Para él, la elección de “justicia territorial” en lugar de “justicia espacial” (u otras formas como “urbanización de la injusticia” o “justicia social territorial”) se justifica por la deferencia al uso pionero del término por Bleddyn Davies, David Smith y David Harvey, y por la densidad explicativa del concepto de “territorio”, a través de la articulación de sus elementos nucleares: límite, control, sujeto, autonomía y conciencia.

Asimismo, desde Latinoamérica, Horacio Bozzano ha trabajado con el uso de la “justicia territorial” (2017), aunque desde una perspectiva diferente, ya que lo relaciona con el campo de la “inteligencia territorial”, que está orientado a cuestiones de desarrollo territorial, gobernanza y políticas públicas. Siguiendo estas inquietudes, Salamanca y Astudillo (2018) han analizado la perspectiva teórico-metodológica de la Investigación Acción Participativa (IAP), propuesta por Orlando Fals Borda en la década de los años sesenta y setenta en Colombia, como una guía potencial para complementar la praxis de la “justicia espacial/territorial” con las tradiciones de pensamiento propio latinoamericano. Básicamente, se basa en un fuerte compromiso con los sujetos subordinados y oprimidos, desde la óptica del paradigma crítico. Sus elementos clave son la participación, la dimensión de acción, la no neutralidad, la construcción de comunidad, la co-producción de conocimientos y la elaboración de cartografía social. Este último aspecto, como práctica de representación cartográfica, es particularmente interesante al considerar la “territorialización” de las tensiones y conflictos, junto con la idea de “justicia procedimental”, como herramienta para reflexionar sobre los múltiples procesos que se desencadenan en los conflictos socio-espaciales.

En suma, cuando hablamos de justicia espacial o justicia territorial no es una lucha puramente idiomática, sino la definición de diferentes universos, alcances y matices.

Conjugando la justicia espacial y la justicia territorial a través de un ejemplo: la lucha contra Bonafont

Llegados a este punto, ¿debemos decantarnos por uno de los dos conceptos y desechar el otro?, o por contra, ¿podemos utilizarlos como sinónimos y abstenernos de dar pábulo a una discusión estéril?

Una primera ayuda la podemos encontrar en la distinción que Bernardo Mançano Fernandes hace entre un movimiento socioterritorial y un movimiento socioespacial (2005). Así, un movimiento socioterritorial priorizará una pertenencia al territorio, activándose en la defensa de su territorio físico y político (imaginarios políticos, comunidad de afines) o la difusión del proyecto que desarrollan en el territorio que habitan. Por su parte, un movimiento socioespacial se guiará por luchas que movilicen alianzas sociales más amplias, que tienen como base para la acción el espacio entendido como conjunto de diferentes reivindicaciones y que no se circunscribe únicamente a una lucha en-sí-mismada. Su prioridad no es mantener una territorialidad sino articularse con el espacio y, por ende, con otros movimientos con los que hacer frente común. Para Fernandes, los movimientos sociales pueden tener diferentes lógicas a la hora de relacionarse con su entorno, de entender esa relación, y esa diferente relación se puede sintetizar en una dimensión espacial o territorial. En otras palabras, la relación con su entorno se puede conceptualizar a través de una lógica geográfica.

Esta distinción nos puede servir como esquema de pensamiento, pero es obvio que los movimientos sociales reúnen en su esencia y en su accionar estas dos lógicas, que dependen de la coyuntura y de los momentos políticos y ventanas de oportunidad. La otra cuestión que podemos rescatar para nuestra reflexión es cómo la lógica geográfica (espacial/territorial) puede ayudarnos a desentrañar el funcionamiento identitario y las motivaciones de los movimientos sociales. Más concretamente, y puesto que estamos debatiendo en torno a la justicia territorial y espacial, nos interesa ver cómo esos actores perciben la injusticia, ya que para que se dé una injusticia, debe haber un actor o colectivo agraviado. Entonces, el recorrido conceptual que estamos realizando nos lleva a preguntarnos sobre la validez y pertinencia de la justicia territorial o espacial, a través de cómo se engarzan y perciben los movimientos y colectivos estas injusticias.

Para avanzar en esta reflexión, tomaremos una lucha real para ejemplificar y llevar a lo concreto esta abstracción epistemológica. El 22 de marzo de 2021 (Día Mundial del Agua), los vecinos de Santa María Zacatepec (municipio de Juan C. Bonilla, Puebla, México) bloquearon la entrada a la embotelladora de agua que la empresa Bonafont (del grupo francés Danone) tiene en su pueblo. Hartos de que no se atendieran los reclamos sobre la sobreexplotación del ojo de agua de Nativitas-Zacapán, decidieron pasar a la acción directa. Más tarde, el 8 de agosto (conmemoración del natalicio del general Emiliano Zapata), ocuparon las instalaciones de la empresa y la convirtieron en la Casa de los Pueblos. Los vecinos de los pueblos de la zona, organizados en la Asamblea ‘20 Pueblos Unidos de la Región Cholulteca y de los Volcanes’, denunciaban el saqueo del recurso hídrico, que les dejaba menos agua y ponía en peligro sus cultivos y la misma continuidad del acuífero, cuyo nivel había descendido en los últimos años.

Desde 1996, la empresa Bonafont extraía agua del pozo y ahora que habían logrado detener la actividad, veían cómo efectivamente, el nivel del agua mejoraba y no tenían que perforar tan profundo. Finalmente, el 15 de febrero de 2022 fueron desalojados.

Esta lucha gira en torno al agua (las acciones y las consignas “El agua es de los pueblos”; “El agua no se vende, se ama y se defiende”, así lo indican) y a la injusticia palpable sobre su explotación para llevarla a otros lugares, con el contrasentido de que los propios lugareños se queden sin ella. La lucha por el agua (contra la falta de ella) vehicula el sentimiento de injusticia, que se vincula directamente con la dimensión geográfica, pues por una parte, la división espacial ha asignado a algunos lugares la función de proveedores de agua y a otros lugares la de disfrutar de esa agua, y por otra parte, el territorio que habitan se está secando (parte de la reivindicación se planteaba desde coordenadas de la defensa de la autonomía e identidad del territorio: “Aquí se respeta la ley de los pueblos”). Así, el desencadenante de la protesta se puede leer en clave geográfica, como la consecuencia de unas relaciones de poder injustas que operan a dos escalas.

Estas dos escalas nos llevan a lanzar la hipótesis que puede ayudarnos a teorizar estas luchas bajo el marco de la justicia espacial y la justicia territorial. En el caso de la lucha contra el abuso de Bonafont, pero que se puede replicar en multitud de otras luchas, el término injusticia espacial nos servirá para explicar la posición dentro de la división espacial y respecto a otros espacios regionales, nacionales o internacionales. La injusticia espacial se utilizaría para detallar las relaciones desiguales con otros espacios, en este caso, a través de explicar que Zacatepec es un proveedor de insumos para ciudades lejanas. Por su parte, la injusticia territorial estaría referenciada sobre su propio territorio, en cuanto espacio habitado, apropiado y fuente de identidad y legitimación. Este doble movimiento, que nos conecta con la lógica socioespacial y socioterritorial, muestra que la naturaleza del supuesto enfrentamiento entre el uso de justicia espacial o justicia territorial puede resolverse tomando ambos términos de manera complementaria y no como oposiciones contrarias.

Además de esta dicotomía, que trae consigo la posibilidad de una mayor riqueza explicativa, lo que esta lucha nos presenta es el papel que juegan los actores a la hora de configurar el relato de las injusticias espaciales y territoriales. En las acciones contra Bonafont, estos actores son los movimientos sociales afectados por la sequía de sus acuíferos. El hecho de la injusticia no se resuelve en el aire, no podemos entender la injusticia sin las comunidades violentadas que expresan ese sentimiento de injusticia. Para seguir las cartografías de las injusticias debemos apelar a los injusticiados.

Por eso, es interesante cómo se articulan en torno a la demanda de la justicia espacial (“El agua no se vende”) y la justicia territorial (“Aquí se respeta la ley de los pueblos”). Junto con la escala de la injusticia contra la que se pelea o la justicia por la que se pugna, se inserta el quién está reivindicando y defendiendo estos postulados.

Provocaciones a pensar

Por lo tanto, la riqueza de significado de la justicia espacial y la justicia territorial, hace que podamos utilizarlos complementariamente para definiciones más precisas y quirúrgicas, que no son mutuamente excluyentes. La justicia es una mirada sensible y ética de mirar el mundo y las relaciones entre los seres.

¿Cómo aplicar esa mirada al espacio y al territorio?, y por ende, ¿al estudio de la justicia espacial y de la justicia territorial?

Recapitulando, hemos convenido que, para explotar al máximo la riqueza terminológica en la que coexisten los conceptos de justicia espacial y justicia territorial, busquemos el modo de evitar la falsa oposición y buscar la profundidad de la polisemia. De esta manera, hemos ligado la capacidad explicativa de la justicia espacial a la concepción de espacio, y el de justicia territorial al concepto de territorio. La justicia espacial haría referencia a aquellos procesos que, por su escala, son regionales, nacionales o internacionales, y por su tiempo, son simultáneos, mientras que la justicia territorial prioriza un abordaje escalar más local, de un espacio vuelto político y un tiempo diacrónico.

Para complejizar el análisis, hemos sintetizado en este cuadro algunos de los elementos involucrados, para ver de qué escenarios se encargaría cada justicia:

Justicia espacial

Justicia territorial

Escala

Geometrías desiguales

Despojo

Comunidad

Distribución injusta

Reconocimiento

Relación

Topología

Proxemia

Tiempo

Sincronía

Diacronía

Cuadro 1. Elementos para el análisis de la justicia espacial y justicia territorial.
Fuente: elaboración propia.

Como vemos, la injusticia tiene una correspondencia directa con la manera de organizar el espacio y el territorio. La organización y estructuración del espacio y su afectación a las prácticas socioterritoriales configuran injusticias que podemos analizar bajo el prisma de la justicia espacial y de la justicia territorial.

Por un lado, la justicia espacial hace referencia a una escala de actuación en la que se interrelacionan diferentes espacios de manera desigual. Las relaciones de poder que atraviesan la organización política del espacio crean situaciones de opresión y explotación de unos espacios sobre otros. Este modelo es especialmente patente en el capitalismo, que se basa en la división social y espacial del trabajo y de las funciones productivas, tal como han teorizado diferentes pensadores como Neil Smith (desarrollo desigual y combinado), Doreen Massey (geometrías del poder) o David Harvey (materialismo histórico-geográfico).

En este sentido, la justicia espacial nos serviría para reconocer la relación recíproca y unitaria de los procesos históricos en el espacio,6 considerando este movimiento relacional bajo la lógica del espacio geográfico, y no del territorio (en cuya especificidad abundaremos más adelante). Así tomado, la justicia espacial apelaría a una justa distribución de funciones espaciales y en el espacio, en cuanto la aceptación de la desigualdad espacial, pero sin que ello suponga la aceptación de la inequidad o la explotación. Asimismo, recurriría a la dinámica topológica, en la que los vínculos se crean, al modo matemático, en un campo caracterizado por su continuidad y tomado como un conjunto, sin que se puedan entender la causa sin su efecto o las acciones llevadas en un lugar y las consecuencias en otro (la extracción de recursos y energía, por ejemplo).

Finalmente, desde esta comprensión de la justicia espacial, los acontecimientos se tratan como sincrónicos, una simultaneidad donde coinciden en un mismo plano temporal las desigualdades estructurales. A un nivel global, estas desigualdades, que se tornan en inequidades, dejan claro que las actuales formas de conexión entre espacios son producidas, instituyendo una jerarquía de lugares ganadores y lugares perdedores. A un nivel regional, la urbanización extensiva (Monte-Mór, 2006) es la muestra de la influencia que ejercen y los impactos que generan las metrópolis y grandes ciudades al emplazar, en lugares cada vez más alejados, condiciones de producción para surtir de recursos a la urbe (materiales y humanos, pensemos por ejemplo en el éxodo rural).

En este aspecto, el paradigma de la justicia espacial puede ayudar a visibilizar la desigualdad espacial que se está produciendo ahora, como práctica relacional abusiva, al contrario de ciertas imaginaciones evasivas, que ocultan la implicación y responsabilidad del mundo desarrollado y de los espacios ganadores, en la construcción de este orden injusto (Massey, 2006). Recalcando esta condición simultánea, Massey explica la coetaneidad, que afirma la importancia de tener presente que las desigualdades no son fruto de una secuencia histórica y lineal (e inevitable), sino que se están produciendo actualmente y se pueden combatir.

Por otro lado, la justicia territorial tomaría en cuenta, con una óptica autorreferencial, la escala de la propia comunidad y su entorno. Así, desde esta perspectiva nos centraríamos en trabajar la justicia esencial (en cuanto lo constitutivo) del territorio agraviado y con una visión vernácula. El territorio, entendido como lo cercano, lo vivido, lo propio, siempre es algo de sí y para sí, más allá de toda determinación posterior o exterior de orden económico o político. Vergara (2019) lo llama la condición correlativa o correlacional del territorio.

En esta escala de ejecución, las injusticias representan el despojo, porque van en contra de lo medular de la comunidad, y se enmarcan en el ataque contra las formas de ser y de habitar el territorio. Estas prácticas de despojo se entroncan muchas veces con el extractivismo. De ahí, que determinemos que la lucha por la justicia territorial pasa por el reconocimiento, que encierra una condición territorial ineludible.

No en vano, el territorio se distingue del espacio porque está definido a partir de la acción humana, donde un actor tiene una voluntad de control (Benedetti, 2011). Esta comunidad política y cultural, asume el control y se apropia del territorio (vuelve territorio el espacio y lo hace suyo), y juntamente con la apropiación material, después viene la simbólica. Al final, no nos apropiamos de nada que no tenga sentido y significado (Porto-Gonçalves, 2006).

Por ello, la justicia territorial se enfoca en el eje político de la autonomía y el cultural de la pertenencia, y de ahí deriva la relación proxémica. En esta ocasión, tomamos proxemia como el campo que abarca cuestiones como la distancia interpersonal, la organización y utilización del espacio cercano, la interacción y el contacto o la ocupación, diseño y estructuración del espacio cotidiano. Dicho de otro modo, la territorialidad. El comportamiento proxémico sigue la lógica de la proximidad y el alejamento, pero siempre en un área conocida, abarcable, de idas y venidas diarias.7

Para Reis (2005), esta proximidad es una de las tres dimensiones de las dinámicas y estructuras territoriales (junto con la densidad y el polimorfismo). Para el autor, la proximidad es el contexto y las relaciones que ella propicia: son personas en co-presencia, consolidaciones de culturas prácticas y de instituciones y conocimiento e identidad compartida de forma colectiva. Por último, el componente final que atribuimos a la justicia territorial es la diacronía, que va unida a una lógica relacional de entender el territorio.

Diferentes usos del territorio relacionados con las distintas posibilidades del uso del tiempo. La conexión con el territorio es activa, se va produciendo a cada instante, ya que se asume que no hay sujetos territoriales autónomos e independientes de ellos, ni los territorios son sin aquellos. En esta línea, el concepto de territorio (y el marco de análisis de la justicia territorial, asociado a ello) permite superar el dualismo sociedad-espacio y condensar la idea de que toda sociedad, al constituirse, lo hace constituyendo su espacio, su hábitat, su territorio (Porto-Gonçalves, 2006). Sociedad y territorio son, así, indisociables, y la dimensión temporal es necesariamente diacrónica, un pasado, presente y futuro autónomo, sin que deba seguir las exigencias de una secuencia histórica ajena que les niegue labrar un camino propio (Massey, 2006). Para Avery Kolers (2009) sería la plenitud, que denomina un arraigo diacrónico y enraizado, como elemento esencial de la relación entre el reclamante y el lugar, y que incorpora inevitablemente un aspecto de sensibilidad cultural y sostenibilidad, en tanto se impide el deterioro y el abandono del territorio.

Volviendo al caso de Bonafont que hemos tomado como ejemplo, y asumiendo que la injusticia existe y que afecta a una comunidad (que se articula en contra como movimiento social), podemos analizarla e interpretarla en dos planos, desde la justicia espacial y desde la justicia territorial.

De este modo, la justicia espacial aludiría (de acuerdo a los elementos del Cuadro 1) a la explotación abusiva e irrespetuosa del acuífero, al derecho a no ser vulnerados por tener un recurso ambicionado, al carácter autoritario de entender el espacio como totalidad y a la llegada de la temporalidad, ritmos y procesos de la industrialización (el alto grado de mecanización que requiere la ciudad se traslada sincrónicamente8 a otro territorio que no lo requiere, pero que, tomado así, se concibe como un mismo conjunto o incluso una extensión de la ciudad y proveedora inapelable para sus necesidades).

La justicia territorial, por su lado, actuaría sobre el ataque al territorio que supone esta lógica extractiva, sobre el derecho a que se reconozca su singularidad política y legitimidad para decidir sobre su hábitat y recursos, sobre el allanamiento del espacio vital y cotidiano y sobre la imposibilidad de construir una temporalidad y un modelo de desarrollo propio (de otra manera de disfrutar del agua).

En conclusión, hemos llevado a cabo un ejercicio de síntesis en el que hemos aunado y complejizado los términos de justicia espacial y justicia territorial y los análisis que pueden derivar de su aplicación. En esta senda, para esquematizar nuestro argumento, hemos asignado las atribuciones del espacio a la justicia espacial y las del territorio a la justicia territorial. Esta extensión nos permite organizar los posibles ámbitos de actuación de uno y otro concepto (y que realmente en cierta manera ya se están utilizando en esta dirección).

Por eso, hemos deducido que la justicia espacial puede poner el foco sobre el espacio absoluto y sincrónico (un espacio mediado, que hace que unos lugares deban sacrificarse en el altar de otros), mientras que la justicia territorial pone el peso en un territorio apropiado y vivido y diacrónico (un espacio inmediato, desde lo originario y desde el punto de vista de las multiterritorialidades). Pero al mismo tiempo, y como ya hemos señalado, esta distinción es operable únicamente en el ámbito de la abstracción pensante, ya que las injusticias que los cuerpos individuales y colectivos perciben en la realidad se aplican de una sola vez, sin dividirse en categorías.

Además, ambos conceptos comparten campos de acción, como el papel transversal de actores, sujetos colectivos y movimientos sociales, que actúan en función tanto de las injusticias espaciales como de las injusticias territoriales. Igualmente, hay que tener en cuenta que los elementos de la tabla no son irreductibles, y que son categorías que la justicia espacial y territorial pueden tener en común. Por ejemplo, planteado así, podría parecer que la justicia espacial encaja perfectamente para entornos urbanos y la justicia territorial para contextos rurales. A priori, lo urbano (no solo los asentamientos urbanos, pues la urbanización es un fenómeno prácticamente planetario que llega mucho más lejos de las lindes morfológicas de las ciudades, y está estrechamente conectado a una concepción absoluta del espacio a una escala planetaria) se presta mejor al marco interpretativo de la justicia espacial, porque aparentemente se pueden rastrear con mayor facilidad los desarrollos desiguales –como infraestructuras o políticas de movilidad– y las responsabilidades y porque es el espacio de la simultaneidad (Massey, 2011).

Sin embargo, la óptica de la justicia territorial puede ser, asimismo, de gran utilidad para conflictos que ocurren en ciudades. Pongamos, por caso, la lucha de un espacio okupado, que por un lado enfrenta la injusticia espacial de una especulación que atribuye un valor a ese lugar pensando en otros sectores de la ciudad, y, por otro lado, enfrenta la injusticia territorial del despojo y el desarraigo que suponen perder ese territorio de encuentro y de pertenencia. La ciudad, y por ende lo urbano, también son territorios y luchas que se pueden enmarcar en la reivindicación de un reconocimiento identitario (Boivin Renaud, 2012) y de la autonomía (Sandoval Vargas, 2021).

En definitiva, las injusticias tapizadas sobre cuerpos y territorios nos hablan de la dimensión geográfica de la lucha por la justicia. Quizá, sorteando lo proceloso de las disquisiciones terminológicas, podemos apostar por unificar las luchas y el análisis de su realidad bajo el término de geografías de la justicia o geografías de lo justo…

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Aritz Tutor Anton / alsumak@gmail.com

Licenciado en Geografía por la Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea y doctor en Geografía por la Universitat Autònoma de Barcelona (2018). Su tesis fue Ensanchando el campo de lo posible. Los Centros Sociales como reformulación del espacio público. Sus intereses se centran en las ciudades, en sus transformaciones y las posibilidades sociopolíticas y culturales que propician, desde una mirada espacial crítica.


1 Quiero agradecer a Abel Albet Mas y a Ivaldo Gonçalves de Lima por sus afilados y acertados comentarios. Del mismo modo, quiero agradecer al Gobierno Vasco por haber financiado esta investigación a través del programa posdoctoral de Perfeccionamiento de Personal Investigador Doctor.

2 Reivindicando la necesidad de una aplicación más abarcadora de la justicia (Harvey, 2018).

3 En fechas cercanas, David Harvey ha vuelto a apostar por la justicia territorial, pues aduce que el espacio es una palabra ambigua, mientras que con justicia territorial tiene una idea clara de lo que quiere decir, porque las sociedades se organizan en configuraciones territoriales (Harvey, Dufaux, Gervais-Lambony, Buire y Desbois, 2011).

4 Para Elden (2010), por ejemplo, los vocablos land y terrain, como relaciones político-económicas y político-estratégicas, son necesarias pero insuficientes para captar todo lo que abarca el territorio. De hecho, hace unas décadas se operó un giro territorial en la esfera anglófona, proporcionando lecturas más expansivas que permitieron incorporar prácticas territoriales de base amplia (por ejemplo, los okupas) y comprender de manera más plural la territorialidad (Halvorsen, 2019). Este retorno del territorio está presente en múltiples trabajos realizados desde diferentes perspectivas (Sack, 1983; Cox, 1991; Newman, 1999; Johnston, 2001; Delaney, 2008; Kolers, 2009; Storey, 2012; Murphy, 2013; Elden, 2013; Boyne y Powell, 1991).

5 Para Hiernaux (2012) la globalización fue la causa de la revitalización de los estudios territoriales.

6 Una abstracción que recuerda a las líneas de investigación de Dematteis y Quaini (Saquet y Sposito, 2009).

7 Para Maffesoli (2012) la proxemia es la acentuación espacial, las prácticas entre los vecinos y lo afectivo, que se produce continuamente y que permite redes de relaciones. La proxemia refiere esencialmente a la fundación de una sucesión de ‘nosotros’ que constituyen la sustancia misma de cualquier sociabilidad.

8 Al igual que conviven sincrónicamente situaciones de crisis y expansión, la empresa Bonafont y la comunidad de Zacatepec tienen sistemas temporales que difieren, pero que coexisten.