Irene Depetris Chauvin
Universidad de Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, Instituto de Artes del Espectáculo. Buenos Aires, Argentina.
Universidad Nacional de las Artes. Buenos Aires,, Argentina.
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina.
ORCID 0000-0002-1502-9477
Recibido: 9 de marzo de 2023. Aceptado: 19 de junio de 2023.
En sus modos de dar cuenta del avance extractivista, el despojo territorial y el exterminio del mundo ayoreo, La memoria del monte (2018) y EAMI (2022), de la directora paraguaya Paz Encina, proponen una estética de la memoria que dialoga con la cosmovisión y la concepción del espacio de esa comunidad. El trabajo de memoria asume aquí una cosmopolítica que redefine las relaciones entre humanos y más que humanos en un territorio determinado. A partir de estudios sobre nuevos materialismos, las reflexiones sobre ontologías amerindias y la antropología del sonido este ensayo busca discutir sobre los modos en que los ejercicios de Paz Encina rearticulan el orden de lo sensible para incluir la expresividad y la agencia de lo “más que humano”. En este sentido, me interesa analizar cómo el trabajo sonoro pone en escena un materialismo vibrante de un mundo que “se hace escuchar” y permite no solo transmitir una memoria del territorio en proceso de destrucción, sino que traduce en términos aurales un modo de experimentar la continuidad entre el bosque como espacio geográfico y el bosque como una multiplicidad ontológica repleta de relaciones, perspectivas y temporalidades.
Palabras clave: CINE PARAGUAYO. PAZ ENCINA. EXTRACTIVISMO. MATERIALISMOS. ANTROPOLOGIA DEL SONIDO.
In their ways of accounting for the extractivist advance, the territorial dispossession and the extermination of the Ayoreo world, La memoria del monte (2018) and EAMI (2022) by the Paraguayan director Paz Encina propose an aesthetic of memory that dialogues with the conception of space of that native community. The work of memory assumes here a cosmopolitics that redefines the relationships between humans and more than humans in a given territory. Based on studies on new materialisms, reflections on Amerindian ontologies, sensory anthropology and the anthropology of sound, this essay seeks to discuss the ways in which Paz Encina’s exercises rearticulate the order of the sensible to include the expressiveness and agency of the “more than human”. In this article I am interested in showing that soundscapes put on stage a vibrant materialism of a world that “makes itself heard” and allows not only to transmit a memory of a territory in process of destruction but it also translates in aural terms the continuity between the forest as a geographical space and the forest as an ontological multiplicity full of relationships, perspectives and temporalities.
Keywords: PARAGUAYAN CINEMA. PAZ ENCINA. EXTRACTIVISM. MATERIALISMS. ANTHROPOLOGY OF SOUND.
Palavras-chave: CINEMA PARAGUAI. PAZ ENCINA. EXTRATIVISMO. MATERIALISMO. ANTROPOLOGIA DO SOM.
¡Llora, llora urutaú, / en las ramas del yatay,
ya no existe el Paraguay / donde nací como tú
¡llora, llora urutaú!
“Nenia”, poema de Carlos Guido y Spano (1827-1918)
En América Latina, la atención a la crisis ecológica que caracteriza la época del Antropoceno se ve redimensionada por la primacía del neoextractivismo como uno de los modos principales de explotación económica en la región desde la época de la colonia (Svampa, 2019). En las formas extractivistas actuales, diversos grupos sociales y étnicos dentro de las economías nacionales ven peligrar sus territorios y formas de vida frente al avance de proyectos de explotación económica y de desarrollo de infraestructura que ignoran los derechos de las poblaciones y el equilibrio ecológico, generando zonas donde la vida se vuelve precaria y sacrificable. Pensando en la escalada de conflictos socio-ambientales, territoriales, étnicos y de clase que esto provoca, ¿puede el cine ser una herramienta para articular visiones y sensibilidades ambientales críticas? ¿Con qué lenguaje dar cuenta de fisuras o miradas alternativas de y en relación con estos espacios extractivos? Algunos volúmenes editados en la última década han explorado precisamente los cruces entre ecología y cultura visual para problematizar la relación entre cine y naturaleza, considerando materialidades más que humanas (Pick y Narraway, 2013; Fornoff y Heffes, 2022). Por otro lado, cada película, como todo producto audiovisual, crea su propia espacialidad: como dispositivo que examina y a la vez conforma nuestro presente, el cine es una práctica y una forma de pensamiento que tiene una dimensión espacial, sensorial, material, afectiva y política. Así, desde sus particularidades materiales y discursivas, las geografías cinemáticas participan en la producción y el consumo social y político del espacio y el lugar, y pueden contribuir a articular otros mundos posibles (Depetris Chauvin, 2019:218). El cine funciona como crítica espacial cuando se aventura a retratar geografías preexistentes y reinventarlas, construir otras a partir de textos, texturas, sonidos e imágenes en movimiento, o cuando crea dispositivos y propone reglas que desafían a personajes o espectadores a redefinir nociones dominantes tanto de espacialidad (Depetris Chauvin, 2019:11) como de “naturacultura” (Haraway).
Isabelle Stengers define la cosmopolítica como la insistencia del cosmos en la política, una afirmación que neutraliza el antropocentrismo del ser moderno en tanto el “cosmos se refiere a lo desconocido constituido por mundos múltiples y divergentes y a la articulación que pueden alcanzar”, incluso en entramados que abandonen la centralidad de lo humano (30). ¿Cómo movilizar en el pensamiento una disposición cosmopolita que anide posibles conexiones entre mundos y entre humanos y “más que humanos”?1 En su análisis de imágenes cosmopolíticas, Sebastian Wiedemann plantea que si “la antropología, como una disposición relacional de conexión y traducción entre mundos [...], contiene en sí una disposición cosmopolítica”, se trata entonces de preguntarse sobre los modos en que el cine, como pensamiento de la sensación, también puede convocar fuerzas no humanas: “¿Cómo inventar encuentros con mundos y modos de “estar juntos” por medio de las imágenes en movimiento? ¿Qué saberes y disposiciones de conexión y traducción entre mundos pueden servir a los cineastas en esta tarea?” (2020:105).
Se pueden abordar los últimos trabajos de la directora paraguaya Paz Encina como momentos de “desaceleramiento del pensamiento”, ejercicios de traducción, formas de ensayar posibles respuestas a estos interrogantes sobre formas del espacio y mundos “más que humanos” que aniden una disposición cosmopolita mediante una renovada atención a la materialidad en el registro fílmico, en tanto modo de conocimiento que busca potenciar la escucha. Tanto en EAMI (2022), donde el personaje principal recorre y reconstruye una memoria del territorio-mundo del monte-bosque asumiendo la escucha de la comunidad ayorea, como en La memoria del monte (2018), donde la escucha indicial convive con una escucha atmosférica y expresiva de ese territorio, la relación entre los planos visuales y la banda sonora moviliza un multinaturalismo que le da agencia a seres y cosas “más que humanas”.2 Así, desde la premisa que entiende el cine como una práctica que co-produce el mundo que “representa”, este artículo busca indagar en las dimensiones materiales del largometraje EAMI y en su ejercicio previo, el cortometraje La memoria del monte, en tanto refieren al proceso de despojo territorial de la comunidad ayorea en el Chaco Paraguayo, atendiendo a los vínculos entre espacio, multinaturalismo, materialidad sonora y escucha. En estas películas, el espacio fílmico está dotado de una particular materialidad: la propia plasticidad del espacio (el espacio geográfico, el paisaje, el espacio creado por la puesta en escena y, sobre todo, el espacio sonoro) es central para la composición no solo de significados, sino también de atmósferas y texturas que transmiten la crisis ecológica y la desposesión territorial, destacando el rol de la “auralidad”, como experiencia de escucha situada, tanto de habitantes nativos como de espectadores blancos que vicariamente exploran esa espacialidad otra.3
EAMI (2022), el cuarto largometraje de Paz Encina, se abre con un plano fijo: el movimiento leve y constante de la luz va descubriendo cuatro huevos que anidan en una zona pantanosa, a centímetros de un cuerpo de agua. Hay fuertes vientos, el humo se eleva, hojas entran y salen del encuadre, y el paisaje sonoro nos envuelve con gruñidos de animales, cantos de pájaros y ruidos creados por máquinas. Viento, agua, tierra y fuego, cuatro elementos de la naturaleza en medio de ese “caos sonoro” como una vía láctea a punto de eclosionar algo nuevo porque, entre esta sinfonía de ruidos de animales y vientos aulladores, aparece una voz femenina que en un idioma que desconocemos relata pausadamente cómo nació la Tierra y cómo llegaron los humanos:
Hubo un tiempo. Fue el aliento y de ese aliento nació el viento. Y de ese viento salió un canto. Y de ese canto salimos los habitantes de la naturaleza. Yo estaba entre ellos, y era un pájaro. Tenía la forma de una mujer. El mundo era Ayoreo. El hombre era Ayoreo. El jaguar era Ayoreo. El fuego era Ayoreo. Y yo, que soy un pájaro, y mi nombre es Asojá también era Ayoreo. Llevo en mi espíritu el espíritu de todos aquellos que dejaron el bosque. Solíamos vivir aquí. Solíamos vivir juntos. Pero todo cambió y empezamos a sentir frío durante el calor y empezó a haber sol cuando no era el momento. Un extraño sonido apareció y, con esto, hombres y mujeres insensibles. Los coñone. Nuestros abuelos soñaron con ese fuego y con cenizas. Escuchamos los gritos. Eran los gritos de los árboles. Y vi a mi gente dejar el bosque. Hoy vuelo sobre un mundo que huye, como mi propia gente una vez huyó. Hoy mis alas están dañadas. Mis ojos, mis ojos están cerrados.
A medida que escuchamos este relato de origen, el cambio de la luz en el plano, que todavía muestra la imagen de los huevos, transmite la sensación de días y noches desplegándose en un bucle. La gradación de color va modificando el tono de la toma. Los verdes grises dan paso a amarillos que se desvanecen en la oscuridad antes de que un tono rojo inunde la escena y de cierta comodidad pasamos a una sensación de peligro y naturaleza amenazada. El comienzo de un día y su final, sonora y cromáticamente, anuncian algo de lo que vendrá: una historia de opresión, muerte, desarraigo y tristeza.4
Figura 1. La larga secuencia del inicio de EAMI da cuenta cromática y auralmente del origen del mundo ayoreo cuando “del viento nació un canto”. (Fotograma de EAMI, Dir. Paz Encina, 2022).
El monte, que hasta entonces era el refugio de todos, fue apropiado por hombres blancos que lo incendian para explotar las tierras en su beneficio. El plano inicial es seguido de otros dos planos más cortos. El primero, con un filtro rojo, es una escena nocturna de fuga. Entre las ramas de los árboles, en el fondo del plano, mujeres indígenas escapan de los nuevos dueños del EAMI, que ahora aparece como título del film. El plano siguiente, también nocturno, muestra una camioneta, cercos y una tranquera. La serie de encadenamientos de estos tres planos condensa la memoria del origen y un episodio dramático en la historia de los ayoreo: el avance del hombre blanco y sus prácticas de explotación económica, destrucción y despojo.
La voz es la de “Asojá” que, cuando narra la cosmología ayoreo, lo hace de manera sensorial otorgando agencia sonora a dimensiones del orden de lo material. En el origen, es el viento el que dio paso al aliento que dio paso al canto. En un universo de animales cuyos cuerpos son habitados por espíritus (animales que escuchamos pero nunca vemos), nos comunica cómo vinieron los blancos a quitarles todo primero mediante el ruido de camiones, luego con sonidos de fuego y de árboles que gritan. Los fuertes vientos advierten de lo que va a suceder trayendo las cenizas, pero ya es tarde: los ayoreo tienen que dejar el monte. También es en parte Asojá, ahora relevada en la banda sonora por una voz femenina infantil, la que será nuestra guía en el resto del film. Su voz se vinculará con el personaje principal, una niña de cinco años que ha sido herida luego de la invasión a su aldea y que, en un sueño curativo inducido por un Chamán, recorre por última vez el monte, conectando historias del pasado de su familia y de su comunidad, articulando una memoria oral del eco-genocidio que se convierte en la banda sonora de la totalidad de la película.
La preferencia de Paz Encina por los planos extendidos, los límites espacio-temporales imprecisos, la preeminencia del sonido y la voluntad de hacer un trabajo de memoria es clave en su filmografía. En sus películas, hay siempre una ausencia que tiene causas políticas: la espera de unos padres por un hijo que murió en la guerra del Chaco (en Hamaca Paraguaya, 2006), los relatos encadenados de los hijos sobre su padre desaparecido durante la dictadura (en Ejercicios de Memoria, 2016), el arrasamiento de un territorio y la destrucción de un pueblo y su cultura narrado por una niña de esa comunidad en EAMI (2022) y por una voz masculina en La memoria del monte (2018). Es precisamente a esos vacíos a los que Paz Encina da voz a través del entorno sensorial que entrama en las películas desde la puesta en escena y el trabajo de la dimensión sonora. En este sentido, Eduardo Russo (2020) destaca los modos en que los trabajos audiovisuales de Encina están determinados por el sonido, particularmente por la voz humana y sus efectos de presencia en relación con los cuerpos ausentes. La disyunción entre el entramado de voces audibles y lo visible, rehúye una correspondencia puntual entre voz e imagen y la reemplaza por la constante comprobación de una pérdida (Russo:15). Así, en Ejercicios de memoria las voces como emanaciones de cuerpos presentes operan como reveladoras de presencias (los hijos) que sufren la ausencia de la figura evocada (el padre desaparecido).
Hay mucho de Ejercicios de memoria en EAMI: el redireccionamiento de lo testimonial hacia la banda sonora, las recreaciones ficcionales e impresionistas que nos incitan a percibir con los oídos, un relato que habla de la pérdida de un territorio (la primera parte de “Ejercicios de memoria” es sobre el exilio de la familia Goiburú en Entre Ríos, Argentina) y el desconcierto de la orfandad. Sin embargo, al tratar sobre un “contexto etnográfico” en donde la pérdida del territorio es la pérdida de “todo el mundo”, EAMI y La memoria del monte introducen una modificación de la noción de testimonio y una redistribución de la agencia y de la expresión hacia esferas de lo “más que humano” que sugiere un cine abierto a la cosmopolítica. En este sentido, Encina apela a la dimensión sensorial para rodear significados culturales de un mundo otro antes que definirlos taxativamente sin perder, por esto, el potencial del cine de imaginar y habitar el territorio de ese otro pueblo.
Recorridos sensoriales: voces del territorio
En su estudio sobre la materialidad en el documental observacional, Kim Munro revisa el uso de las entrevistas y la voz en off, características del modo documental, y propone “descentrar” al sujeto que habla y que, en base al carácter “indicial” y “auténtico” de su discurso, construiría una realidad. Se trataría de no descansar tan solo en lo “dicho”, sino también en lo “mostrado” y “oído” y abrir el documental hacia el registro y la escucha del paisaje ambiente como elementos pro-fílmicos, que transmiten experiencias más allá de lo lingüístico (2017:17). Rescatando el concepto de “materia vibrante”, acuñado por Jane Bennett (2010), Munro atiende a una “redistribución de lo sensible” que al darle agencia a la “materia muda” amplía las estructuras convencionales del discurso documental. Esta atención a la materialidad y a lo sensible como modo de conocimiento en el documental se traduce en los últimos trabajos de Paz Encina en una apuesta por potenciar una escucha que atiende a las voces del territorio.
En los últimos años, dentro de la misma antropología visual, se ha empezado a buscar “escuchar y sentir para descentrar la mirada y liberar a la antropología ‘visual’ del despotismo del ojo” (Henley, 2018). Desde los estudios antropológicos del sonido, Ana María Ochoa (2016) señala la importancia de los análisis de “acustemología”5 y el modo en que estos se vinculan a los estudios sobre el perspectivismo amerindio de Viveiros de Castro. Para Ochoa, la exploración de la acustemología de la indexicalidad en el sonido, de diferentes ontologías y de interpretaciones de la alteridad, lleva a pensar en el multinaturalismo acústico: “admitir las dimensiones acústicas agentivas de las entidades no humanas en los asuntos de los humanos depende de una comprensión de las relaciones entre humanos y no humanos que alteran los límites históricamente construidos entre la naturaleza y la cultura, lo humano y lo no humano en la modernidad occidental” (73).6
Figura 2. Memoria del Monte abre con un plano secuencia fijo de la luna mientras en la banda sonora voces masculinas hablan de cómo los animales les contaron a los chamanes sobre la llegada del hombre blanco. Fotograma de La memoria del monte (Dir. Paz Encina, 2018).
Figura 3. Los camiones, luces, caminos y tranqueras son señales de la llegada de otro ordenamiento del mundo, el de los “coñone”, los blancos que se apropian del monte como bien común y lo delimitan para su explotación intensiva. Fotograma de La memoria del monte (Dir. Paz Encina, 2018).
Figura 4. Signos de la deforestación. Fotograma de La memoria del monte (Dir. Paz Encina, 2018).
La memoria del monte, ejercicio documental realizado por Paz Encina en 2018, presenta cierto contrapunto entre un minimalismo visual y un maximalismo sonoro. El cortometraje es una sucesión de planos fijos. La primera secuencia se detiene mediante un plano general en la luna; luego, otro plano general corto deja ver un auto, un camino y postes de luz; a continuación, se suceden planos generales de la geografía del monte. Finalmente, el cortometraje se cierra con primeros planos fijos que muestran rostros de hombres y mujeres de la comunidad ayoreo que, a diferencia de EAMI, aparecen aquí con los ojos abiertos mirando a la cámara. A la discreción visual se yuxtapone la preminencia del sonido como una atmósfera vibrante con derecho propio. Mientras vemos la luna y seguimos el movimiento nocturno de las nubes, escuchamos un disparo, el sonido de pájaros que vuelan agitadamente, ladridos de perros, ruidos confusos de una pelea. Al mismo tiempo, una voz en off masculina va narrando la llegada de los blancos refiriendo a una chamana que hablaba con pájaros. Finalmente, el canto de un hombre en una lengua de tonalidad extraña no permite adivinar si se trata del canto del origen del mundo (que se expresa en la cosmovisión ayorea que abre el largometraje EAMI) o si se trata de un lamento por la destrucción de ese mundo.
El largometraje posterior, EAMI, reordena y rearticula estos elementos presentes en La memoria del monte a través de un personaje principal que interpreta ficcionalmente hechos documentales de un modo que respeta la cosmovisión de ese pueblo. Así, la capa narrativa de EAMI se basa en los hechos de desalojo por el avance de la frontera agrícola y ganadera sobre el monte y la intromisión de los menonitas en las comunidades indígenas del Chaco paraguayo. Los Ayoreo Totobiegosode vienen siendo expulsados y obligados a emigrar desde mediados de los 50 impulsados por la explotación de la tierra de estos intereses económicos. “EAMI” significa “bosque” o “monte” para el pueblo ayoreo y también significa “mundo”. Estas comunidades indígenas no establecen diferencias y jerarquías entre humanos, árboles, animales y plantas que los han rodeado por siglos. Ahora viven en un área que está siendo invadida y, sobre todo en los últimos años, agresivamente expropiada por el hombre blanco. La explotación de los recursos naturales y la deforestación imponen una espacio-temporalidad que imposibilita formas de vida distintas: la destrucción de un ecosistema es la muerte de un espacio y tiempo y de una cultura, un mundo.7
Figuras 5 y 6. La memoria del monte cierra con una sucesión de primeros planos de miembros de la comunidad ayoreo que, en contraste con EAMI, aquí aparecen con los ojos abiertos, mirando a cámara. Fotograma de La memoria del monte (Dir. Paz Encina, 2018).
EAMI recupera el interés ético de Encina en la construcción de una memoria, en este caso no de la dictadura sino de la experiencia de despojo territorial, pero propone una nueva relación entre humanos y más que humanos y se apropia del artificio mismo del cine para rearticular el orden de lo sensible: es decir, el orden de lo que importa. En una película como EAMI, enteramente hablada en la lengua de los ayoreo, hacer memoria supone un intentar hacernos ver y escuchar en los términos y tiempos de una cultura otra. El comienzo del film es, en este sentido, un verdadero desafío para los espectadores. A lo largo de la secuencia inicial ya descripta somos testigos de la emergencia de un mundo más allá de la imagen y parcialmente de la palabra. El plano fijo sostiene un “caos sonoro” como señal de algo que está a punto de eclosionar: un nuevo mundo. Es la narrativa de origen que nos coloca, sin lograr entender del todo, un poco dentro de esa cultura, y que nos explica también las causas de su destrucción. Esta introducción, que va del origen a la crisis, hace que el resto de la película sea un acto de memoria, una exhumación de cómo era la vida antes de la llegada de los coñone (“los extranjeros insensibles”, es decir, los blancos, en el lenguaje ayoreo) y un trabajo de duelo.
A primera vista, EAMI es una ficción documental debido a sus recreaciones derivadas de los testimonios auditivos superpuestos como voces en off. En los créditos finales aparecen citados los nombres de las personas a las que Encina entrevistó para el proyecto, y cuyas voces, intercaladas y flotando entre diversos espacios y cuerpos humanos y más que humanos, constituyen el motor de la película. Estas historias, basadas en el desplazamiento y la destrucción de sus tierras ancestrales, como así también en los relatos de las deidades pájaro, el chamán lagarto o el mismo rugir del viento, hablan de esa forma de estar en y con el mundo que ha sido erosionada violentamente por los “coñones”. En este sentido, la película supera la dicotomía entre ficción y documental porque es una mirada al mundo a través de los ojos de los nativos, un relato oral individual y colectivo, mítico y testimonial del despojo territorial y del exterminio del mundo ayoreo, uno que no solo habla su idioma, sino que poéticamente traduce su cosmovisión, su comprensión del tiempo y el espacio, ya desde el primer plano sostenido a lo largo de, para el espectador blanco, interminables 9 minutos.
“Eami” es también el nombre de la niña de cinco años de la comunidad ayoreo que tendrá que abandonar la selva y unirse a los coñones. Ella es la protagonista, pero también lo son el monte, los pájaros, el viento, además de la multitud de voces de testimonios que circulan entre cuerpos, espacios o atmósferas. Estas voces que emanan de cuerpos doblegados sobre sí mismos se revelan como las semi-presencias que sufren la ausencia de lo que evocan: la destrucción del Eami, la decapitación de la floresta y de sus formas comunes de entendimiento. Pero, a diferencia de Ejercicios de Memoria, el uso de la voz adquiere en EAMI una inflexión que habla de una noción distinta de individualidad y cultura. Los “hablantes” en realidad son solo rostros con los ojos y las bocas cerradas, lo que rompe con el principio de sincronicidad de la banda sonora y del testimonio. El régimen de separación entre lo visto y oído, que hace dificultoso establecer una conexión puntual entre la voz y el cuerpo visible y que introduce el poderoso fenómeno de la acusmática no funciona, como en el cine tradicional, para generar misterio.8 El anclaje fundamental del cine sonoro que, según Mary Anne Doane, es la sincronización de labios, entra en crisis en EAMI (porque aunque los rostros aparecen, sus bocas están cerradas y el timbre de la voz no corresponde al cuerpo), pero en su no funcionamiento señala otra lógica: la de la plasticidad de la materia, una relación entre cuerpos individuales y colectivos, humanos y no humanos, no basada ahora en el principio de identidad sino en el del devenir, más propio de culturas vinculadas al perspectivismo amerindio. Junto a los mitos, Encina deja espacio para fragmentos de entrevistas donde otros ayoreos con los ojos cerrados van “alojando” en su cuerpo relatos que son colectivos y dan cuenta de hechos vinculados con la llegada de los blancos. Oímos hablar de incendios e invasiones, de camiones que surcan la selva, de los menonitas. Se trata de un relato oral de genocidio que es colectivo y expande los límites de la identidad individual, como se evidencia en timbres de voz que no necesariamente responden a la edad de los cuerpos que aparecen en el plano visual en el momento en que se escucha cada testimonio.
Figuras 7 y 8. En EAMI la cámara muestra a la niña acostada con los ojos cerrados o sigue su itinerario de cerca, pegada a su espalda, cuando camina por el bosque/monte por última vez. Fotograma de EAMI (Dir. Paz Encina, 2022).
Encina compone su largometraje como una multiplicidad de capas sonoras fragmentarias y superpuestas. Esta proliferación de testimonios y relatos afecta la distribución habitual de lo audible no solo porque la comunidad ayoreo toma un espacio que no obtiene en la esfera pública y puede relatar el despojo del cual fue y es víctima, sino también porque el contenido y el modo en que se expresan esos “testimonios” quiebra la repartición habitual de lo visible y lo audible al hacer entrar la voz de “lo no humano”.9 En este sentido, un cine que se presenta como un tejido vocal de la memoria y que desplaza lo testimonial-documental hacia la banda sonora desafía nuestro “régimen aural” blanco, inquieta nuestros oídos para abrir nuestra percepción a la posibilidad no de entender completamente, pero sí de situarnos en un “umbral”, en la puerta de entrada a otro mundo. Justamente mi propia descripción de la secuencia inicial de EAMI como un “caos sonoro” habla de una tensión entre la escucha propia y la sonoridad ajena que determina lo que es música, sonido, ruido, silencio y las relaciones entre ellos.10 La banda sonora de la película de Encina nos “incomoda” pero nos desafía a entrar en el devenir propio de cierta configuración de las imágenes en movimiento como traducción de un modo de entendimiento propio de otra cultura. Es sugerente que en su Poética del cine (2000) Raúl Ruiz proponga “un cine chamánico […] capaz de inventar una nueva gramática cada vez que pasa de un mundo a otro, capaz de producir una emoción particular ante cada cosa, animal o planta, modificando sencillamente el espacio y el tipo de duración” (105), es decir, “un cine capaz de dar cuenta prioritariamente de las variedades de la experiencia del mundo sensible” (105). A la manera de ese cine chamánico, EAMI es capaz de dar cuenta, por medio de las texturas de la voz y las huellas sonoras del “ambiente natural”, de ciertas variaciones de lo sensible con el objetivo de acercarnos al desconcierto de esta orfandad, la pérdida de este territorio. En EAMI, el reclamo vinculado con la memoria y con el territorio, supone alteraciones materiales, sensibles, políticas que hacen aparecer otros cuerpos, otros tiempos y espacios, y desafían la sensibilidad y afecto como formas de conocimiento en sentido amplio, para hacernos pensar en la posibilidad de imaginar algo que debería ser inapropiable.
Figura 9. El carácter de trance chamánico del itinerario de la niña pájaro se evidencia en uno de los planos del final que dejan ver a la pequeña Eami durmiendo como si fuera un pájaro en un nido mientras la voz en off dice que “las madres y los seres del monte me cuidaron en mi último descanso”. Fotograma de EAMI (Dir. Paz Encina, 2022).
La ampliación del espacio sensorial es también una transformación de los marcos temporales, de los cuerpos y de la materia que, además de ser parte de una poética de autor, es la traducción al cine de los marcos culturales de otra cultura. Las cosmopolíticas del chamanismo amerindio resuenan en la intensidad propia de sus técnicas metamórficas, orientando lo político más allá de lo humano, cuando EAMI deja flotando los testimonios y relatos entre cuerpos adultos e infantiles, femeninos y masculinos, animales, vegetales, naturales, atmosféricos. Este modo chamánico del monte bosque, su carácter performativo en relación con lo colectivo en la memoria de este “Eami”, puede relacionarse con el aspecto transformacional del mundo amerindio que el antropólogo brasileño Eduardo Viveiros de Castro denomina “perspectivismo”, la existencia de un multinaturalismo que agudiza un sentido del bosque como una multiplicidad ontológica repleta de relaciones, perspectivas y temporalidades.
El despojo del pueblo ayoreo se pone en escena mediante el fundido entre testimonio, historia y mito, donde las voces, sonidos y tiempos aluden a una cultura de concepción circular en la que el pasado se entrelaza con el presente y el futuro. Ese despojo es también asumido narrativa y vicariamente por la niña protagonista, cuya voz en off se escucha como infantil y como adulta, una niña que es humana y camina descalza por el bosque, pero que también es un dios pájaro que trasciende tiempos y espacios y realiza un último vuelo para acopiar los sonidos e imágenes de un mundo que va a desaparecer (y por eso en el plano visual la cámara la sigue mediante movimientos circulares atmosféricos o pegada a su nuca, para que vicariamente pisemos con los pies esa tierra en trance). El tiempo avanza a través de una serie de elipses y bucles. Es difícil decir si lo que estamos viendo está ambientado en el presente o en un pasado remoto, o en ambos. Los paseos de Eami por el bosque son viajes a través del tiempo tanto como del espacio. El cine, con su estiramiento de una temporalidad que se desliga del movimiento y de la acción, y el chamán que prepara a la niña, en un rito que orienta el vuelo con una pluma y le hace cerrar los ojos para concentrarse en el fondo de la memoria y de la escucha, trabajan con la inminencia de un desenlace que es, al mismo tiempo, postergado durante los 85 minutos que dura la película.
El lenguaje de las cosas: cine y cosmopolítica
Diversas propuestas en el centro de las llamadas humanidades ambientales proponen pensar “lo ambiental” articulando una forma de conocimiento desde los sentidos. Para Patricia Noguera (2004), el saber y la ética ambientales tendrían como condición una estética que pone en primer lugar a los cuerpos en una estética del habitar; un ethos ambiental que busca hacer entrar en escena las sensibilidades, lo sintiente y lo sentido. EAMI es una película que apunta a componer conexiones entre mundos humanos y más que humanos que desde lo sensorial restituye una pregunta por la “naturaleza”, ya no solo como espacio o territorio recorrido o imaginado, sino como lugar, como presencias no-humanas, como fuerza vital y sintiente que ponen en cuestión la escisión moderna entre lo humano como una interioridad y lo ambiental como una exterioridad.
Un cine que movilice agencias “más que humanas” es una ocasión para crear nuevas interpretaciones, provocar pensamientos que nos permitan desestabilizar la ontología moderna de la naturaleza y la política, y plantear la posibilidad de prácticas pluriversales. En Cómo piensan los bosques. Hacia una antropología más allá de lo humano, el antropólogo Eduardo Kohn presenta una etnografía sobre la manera en que piensan los bosques. Argumenta que el pensamiento y la representación no son capacidades exclusivamente humanas, dado que los bosques piensan a través de ecologías que integran una cierta biosemiótica y unos patrones que condicionan y son condicionados por relaciones entre seres vivos. Si ver, saber y pensar no son asuntos exclusivamente humanos, los encuentros otros-que-humanos abren posibilidades para la realización emergente de mundos. De este modo, “cómo piensan los bosques” es también un pensar “con los bosques,” superar los límites que ponemos entre lo humano, lo animal y lo vegetal: para Kohn, el bosque tropical del Alto Amazonas, que él estudia, transforma los pensamientos de quienes se involucran con sus lógicas vivientes: una apertura a escuchar a las voces de humanos y no humanos, más allá de nuestra forma de pensar occidental, basada en el lenguaje y los símbolos. Sería entonces, para Kohn, urgente aprender a escuchar los bosques para elaborar una política y ética ecológica que, de algún modo, nos abra a la posibilidad de desacelerar el pensamiento y habilitar la convivencia de pluriversos.
En su sugerente análisis de “La caída del cielo”, de Kopenawa, Jens Andermann plantea que en este escrito, más que un mero “entorno”, el bosque es “materia vibrante” animada por múltiples capas y modalidades del ser pasado, que debe ser comprometida y negociada a través de su recuperación o, literalmente, su representación en el trance chamánico. La invocación chamánica de estas capas ancestrales es una política de la memoria, un ejercicio de traducción que permite a los Yanomami persistir en términos diplomáticos con lo más que humano en la compleja cosmopolítica del bosque. El bosque es una entidad espacial, un territorio, también una interfaz de capas temporales, una ecología mnemotécnica (541). Al escuchar la memoria del bosque chamánico, ¿podemos devolver agencia y presencia en la arena pública a esos humanos y más que humanos que la matriz extractivista en avance está haciendo desaparecer? Esta lectura de “La caída del cielo” como una memoria cosmopolítica del extractivismo nos lleva a volver a preguntarnos por el lugar del cine en un trabajo de memoria en donde, a partir de EAMI y de La memoria del monte, las materias vibrantes se hagan escuchar.
Llora, llora urutaú: materia vibrante y formas de escucha
En los montes de Sudamérica habita un ave nocturna extraña: el urutaú. Su nombre deriva de una corrupción castellana por transcripción fonética de vocablos indígenas que refieren tanto a “ave” como a “fantasma” y “duendes”, entes que en algunos casos pueden convocar espíritus maléficos. Seguramente muchas personas de Paraguay o del litoral argentino habrán escuchado en las noches un grito lastimero y repentino que nos estremece. Por sus voces que se asemejan a lamentos humanos resonando desde la profundidad del monte, se considera al urutaú un ave de mal augurio, sobre todo si el canto se escucha cerca de una casa. En otras historias del folklore paraguayo, el canto del urutaú pasó a ser el símbolo de la pena inconsolable que acompaña a los amores imposibles. Quizá el poeta argentino Carlos Guido y Spano (1827-1918) se inspiró en algunas de estas leyendas para escribir su “Nenia”, unos versos sobre la tragedia del genocidio paraguayo, como resultado final de la Guerra de la Triple Alianza (1865-1870). En su poema, el urutaú, congelado en las ramas del yatay, no para de llorar porque luego de la guerra “ya no existe el Paraguay”, asociando de esta manera el pájaro de mal augurio a la tristeza y desolación de las múltiples derrotas históricas de ese país.
El canto lastimero, repentino, extrañamente humano del pájaro fantasma aparece como un sonido reconocible, en medio de la atmósfera sonora polifónica, de las películas de Paz Encina. En EAMI, el canto del urutaú se escucha en tres momentos: al principio en la secuencia que abre la película cuando el viento arrastra dentro del plano rastros de los incendios forestales, luego cuando en un paraje desolado vemos la tortuga perdida de Aocojái, el amigo de la protagonista (del que luego sabemos que ha muerto y se ha convertido en sal), por último, cuando un plano visual deja ver las huellas que deja el camino de la niña en su salida final y definitiva de su hogar y su mundo: el eami. Más allá de su carácter expresivo, aquí el sonido que produce este pájaro funciona de manera indicial, apuntando a una constelación de sentido particular, lo que se evidencia en la presencia del canto del urutaú también asociado a la interrupción del juego infantil y como signo ominoso del destierro y la muerte al principio de Ejercicios de memoria, cuando se escucha el canto fantasma cerca de la casa de la familia de los Goiburu –sus miembros no aparecen en el plano visual– en cuyo interior la disposición de los objetos parece indicar que el hogar ha sido rápidamente abandonado en la huida al exilio. En su estudio sobre el “Paisaje sonoro”, Murray Shafer refiere a identidades y marcas sonoras como algo característico de un contexto que actúa como una especie de jingle de una comunidad en tanto tiene el poder de imprimirse en la memoria y su escucha remite al reconocimiento de ese lugar. El canto del urutaú sería uno de esos sonidos que se vuelven significativos en términos culturales para las sociedades del litoral pero especialmente, dada su triste historia de derrotas, para Paraguay, donde ese sonido llega a inscribirse en la geografía simbólica de un paisaje cultural que trasciende al de la cultura ayoreo.11
Además de este funcionamiento indicial del sonido, EAMI presenta otros sentidos más ambiguos del sonido que nos remiten a una cultura que, lejos de interpretar el significado de los animales en relación a hechos culturales, les da preeminencia y agencia a esos “más que humanos” por derecho propio. Más allá de las leyendas, relatos folklóricos y acontecimientos históricos, en su “sentir-pensar” cinematográfico, EAMI propone otras categorías: afecto, sensación, territorios, voces humanas y no humanas como materia y política sensible de la memoria, al mismo tiempo que nos confronta con el orden de la percepción que nos dan las cosas mismas; una percepción que puede desafiarnos, confundirnos, y hasta incomodarnos. Según Walter Mignolo, las “estéticas decoloniales” constituyen una desobediencia epistémica respecto de las categorías con las que se ha estructurado la “disciplina” conocida desde mediados del siglo XVIII como Estética. Se trata de un desprendimiento epistémico entendido como desobediencia en los modos y maneras de hacer de lo sensible, el desmontaje de una larga tradición de modos de ver (y la primacía otorgada al sentido de la vista) asociados a un proyecto colonial. Para esto, Mignolo sostiene que las “estéticas decoloniales” suponen reponer aspectos dejados de lado por la historia del arte (occidental y moderna), tales como lo sensorial, lo corporal, el ritmo, lo mítico, la espiritualidad. Las dos películas de Paz Encina plantean cierta dificultad en el espectador porque se alejan de una tradición de modos de ver y de la primacía que se le dio al sentido de la vista por sobre la escucha y el tacto, una desobediencia en las maneras de hacer de lo sensible que coloca lo perceptivo y las sensaciones en el centro para pensar la memoria de un territorio y el atravesar ese espacio hoy devastado.
Figura 10. “Cuando esto era un monte, aquí́ venía mi mamá” dice la niña cuando vemos los signos de la deforestación, un plano visual que sugiere que el monte ya es memoria o geografía imaginada o añorada. Fotograma de EAMI (Dir. Paz Encina, 2022).
Figura 11. Los pocos planos que dejan ver en su plenitud al monte/bosque son, en realidad, “retazos de paisaje” cuidadosamente seleccionados y montados por la directora para trasmitir visualmente un espacio natural que ya ha sido dañado y fragmentado por los avances extractivistas. Fotograma de EAMI (Dir. Paz Encina, 2022).
Aun cuando de modo dislocado el documental recupere la palabra (y con ella el discurso), nunca deja en segundo plano las texturas: el cuerpo de la voz, los acentos, la musicalidad de una lengua antigua que no conocemos, la voz, la textura, la huella, lo que queda de un entorno natural arrasado; todos materiales que permiten abrir relatos alternativos. El trabajo de la memoria en estas películas supone un doble movimiento: crear experiencias y relatos de y para la comunidad nativa y tensionar desde la puesta en escena una apelación al sentir de la comunidad blanca. En términos espaciales implica fílmicamente volver a los territorios: visitarlos, recorrerlos, recortarlos, filmarlos, escucharlos, sentirlos. Si la violencia extractivista desaparece no solo ecosistemas sino “naturaculturas”, la ética y la estética del documental asume que tiene que desenterrar, develar y generar nuevas imágenes, sonidos y entornos para esa memoria oral que pone en escena la “agencia de las cosas”. Por esto, la dimensión tanto del sonido, en su materialidad, como de lo aural en tanto formas de escucha es central en la propuesta de EAMI. En este sentido, si hay un personaje además del monte y los pájaros en la película, este es el viento. Este fenómeno atmosférico, que no se ve y que suena en tanto toca lo que encuentra, es el “personaje” que ruge ante la destrucción y la muerte, el que trae el canto y las palabras, el que envuelve y arrulla, el que consuela a la niña en su viaje final.
Al mismo tiempo, en las películas de Encina, hay una compleja interrelación entre el espacio acústico y el espacio visual, en donde la auralidad aparece como una interfaz que permite no solo transformar los modos de describir o producir un espacio, sino de expandir los medios, las formas y signos para problematizar la escucha, y aquello que puede ser escuchado e imaginado. Por un lado, se presenta un funcionamiento topológico del sonido en tanto se invita al oído a seguir en el viento la densidad, el “peso” que tiene auditivamente el vacío de un espacio. El sonido del viento se mezcla con el sonido de los pájaros (entre ellos quizás la niña pájaro eami, como sugieren algunas tomas circulares de cámara) y el sonido de la tierra o las hojas que la niña pisa cuando camina en un desplazamiento que siempre vemos desde atrás (en muchas tomas, el cuerpo infantil se mimetiza con la vegetación). Pero el diseño sonoro también direcciona la escucha a la búsqueda, la recopilación y la rememoración aural de lo que no necesariamente tiene presencia en el registro visual (nunca vemos animales a excepción de la tortuga) y, en este sentido, también plantea una escucha que incluye lo indirecto, lo polisémico. El diseño sonoro de múltiples capas de EAMI busca minar los modos de percepción: su sonido ambiente “confuso” nos obliga a “escuchar” la propia materialidad del espacio presente en su multiplicidad y devenir, comprender la potencia de la materialidad y, desde allí, desterrar, en cierto modo, “lo humano” de su suprema centralidad.
Si en La memoria del monte es una voz masculina que desde el fuera de campo asume el relato chamánico para explicar la llegada del hombre blanco en medio de una atmósfera sonora en la que se escuchan disparos, perros, pájaros y humanos peleando, EAMI traduce distintos tipos de escucha material y aural. Desde las pautas culturales de los blancos, la relación entre espacio visual y sonoro supone un desafío distinto para la posible articulación territorial que emerge de nuestras capacidades o incapacidades aurales. El espacio sonoro contiene tanto al espacio acústico como campo de la materialidad sonora (las características físicas del sonido en el monte) como al aural como campo de la escucha (percepción social de la producción sonora). Para Ana Lidia Domínguez Ruiz (2019), la escucha es un fenómeno encarnado (porque apela a cuerpos de sujetxs sensibles), situado (que remite a un sujeto social que configura su escucha desde ciertas posiciones) y mediado (porque se trata de una actividad condicionada por una diversidad de circunstancias de índole fisiológica, simbólica, tecnológica, emocional y contextual) y, en este sentido, también incluye un repertorio (o la falta de ese repertorio) de sonidos producidos, escuchados y practicados por un sujeto a lo largo de su vida (Polti, 2012).
La noción de “auralidad” –las propiedades físicas, materiales y simbólicas del espacio que podemos experimentar a través de la escucha– se vincula a la dimensión territorial porque el “espacio aural” se ubica de modo problemático a caballo entre el espacio visual y el acústico. Cuando Ana María Ochoa analiza los diversos modos de escucha como marcos interpretativos desde los cuales se forja la percepción sonora, habla de la “escucha indicial” como una forma de escucha arcaica relacionada con la supervivencia, un tipo de escucha que nos orienta, ubica y localiza a través del sonido. Pero como experiencia de escucha que nos revela el mundo exterior y establece categorías de origen espacial en relación al oído, la escucha indicial que funciona en EAMI no solo reconoce sonidos y aprende a asociarlos con sus causas (un saber propio de las sociedades cazadoras recolectoras) sino que la disyunción entre planos visuales y sonoros genera una dimensión espacial más compleja. En varias secuencias de EAMI hay una tensión entre las imágenes de espacios arrasados, deforestados y alambrados (ya sujetos a la lógica del hombre blanco) y escenas en las que visualmente aparecen paisajes acuáticos o vegetales plenos. Como indicamos antes, estos planos generales del paisaje son, en realidad, “parcelas de paisaje” seleccionadas, encuadradas y montadas cuidadosamente por la directora para representar un espacio que está cercano a su final. La plenitud sensorial y de sentido del territorio es sonora porque es allí donde se asienta la memoria; el monte como realidad física es ya, fuera y dentro de la diégesis de EAMI, una geografía soñada y añorada.
La escucha como forma particular de senso-percepción no solo permite repensar el lugar de lo “más que humano” en la articulación de las categorías de espacio y tiempo sino –y quizás este es uno de los valores de EAMI como una película que pone en evidencia, tanto en su proceso de producción colaborativo como en el contrato que establece con el espectador–, una “ética de la escucha”, un modo de relación con los otros y con lo otro. Pensar el sonido desde la escucha, como sugiere Brandon LaBelle, “puede servir de herramienta, de recurso creativo, para orientarnos hacia la compasión y el cuidado” (LaBelle, 2018:121): “El sonido y la escucha pueden contemplarse como medios extendidos para cultivar luchas emancipadoras, pasiones compartidas”. Sin embargo, para ello, “deben integrar un espectro auditivo más amplio, constituido por los ritmos y los ruidos, los silencios y vibraciones que emiten tanto los humanos como los no-humanos y que llegan a los seres sensibles y sociales que somos” (LaBelle, 2018:121). En este sentido, es la ampliación del registro de lo sonoro sensorial, el modo en que el cine podría articular un trabajo de memoria que permite valorar y participar del duelo por la destrucción de un territorio y una cultura.
Pero en este cine, y en esta cosmovisión, se trata de un “sentir pensar” y de una “escucha pensante” que permite imaginar categorías conceptuales a partir de percepciones sensoriales. Así, Veit Erlman insiste en abordar sentidos más allá del paradigma textual y potenciar un “oído etnográfico” que pueda aprehender a los sonidos como surcos y huellas en el territorio, pero también al cuerpo, o los cuerpos, como depósito de sonidos. O, apelando a la imaginación pensante de Vinciane Despret, quizás aprender de los pájaros no tenga que ver con habitar un territorio sino con dejarse habitar por él.
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Irene Depetris Chauvin / Ireni22@gmail.com
Graduada en Historia por la Universidad de Buenos Aires, magíster en Literatura y doctora en Romance Studies por la Universidad de Cornell. Es profesora en la Universidad Nacional de las Artes y se desempeña como investigadora del CONICET. Es coeditora, junto con Natalia Taccetta, de Afectos, historia y cultura visual (Prometeo, 2019) y de Performances Afectivas (Teseo, 2022) y, junto con Macarena Urzúa, de Más allá de la naturaleza (UAH, 2019), así como autora de Geografías afectivas. Desplazamientos, prácticas espaciales y modos de estar juntos en el cine de Argentina, Brasil y Chile (LARS, 2019). Actualmente, trabaja en dos proyectos: “Escenas del extractivismo. Materialismos y afectos en producciones visuales recientes” y “Atmósferas sonoras y memorias afectivas en el cine contemporáneo”. Es miembro de SEGAP (Seminario permanente de estudios sobre género, afectos y política, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires) desde 2012.
1 Establecido como contrapunto a los dualismos cultura-naturaleza, el concepto de “más que humano” se refiere a los mundos de los diferentes seres que cohabitan en la Tierra, incluyendo y superando a las sociedades humanas. En este sentido, mientras decir “no humano” asume la visión occidental de división entre humano y animal y la jerarquía que coloca al primero sobre el segundo, en culturas nativas en las que existe el “perspectivismo” (referido más adelante en el artículo) los que nosotros conocemos como “no humanos” (animales, vegetales) serían “más que humanos” porque, aunque su forma es animal o vegetal, su esencia es la personeidad, un sentido de lo humano como primario universal. Por este motivo, cuando en una relación los jaguares se ven a sí mismos como humanos y los humanos consideran a estos “más que humanos” es porque el jaguar es un individuo que pertenece a un pueblo, a una sociedad; la política se convierte en “cosmopolítica”. Para estas distinciones véanse Stengers y Viveiros de Castro.
2 Ana María Ochoa (2014) destaca la distinción entre sonoridad y auralidad. Mientras la primera refiere a las características materiales y físicas de lo que suena, la segunda refiere a un complejo experiencial que parte de la dimensión sonora y que construye su evocación a partir de ciertas fuentes o marcas sonoras que completan su significación a partir de un contexto social y cultural. Cada lugar tiene una “sonoridad” que remite en el caso del monte al mundo natural y su repertorio sonoro: ruidos, voces de animales, vegetación, fenómenos climáticos tienen un papel activo en la manera específica en la que suena el lugar. Incluso la lengua ayoreo marca ese espacio con una musicalidad particular que la diferencia de los sonidos dominantes del español o el guaraní. Es decir, el carácter situado de la memoria aural se vincula a cierta referencialidad geolocalizada, a locus territoriales a partir de los cuales se produce una condensación de sentidos, hechos y símbolos de relevancia tanto personal como social pero que remiten también a ciertas disponibilidades senso-corpo-afectivas aprendidas.
3 Las preguntas lanzadas por Wiedemann llevan a cuestionarse no solo las conexiones entre antropología y cine sino, también, un hacer de los cineastas-etnógrafos experimentales. Acuñado por Catherine Russell (1999), el concepto de “etnografía experimental” designa una incursión metodológica de la estética en la representación cultural, una colisión entre la teoría social y la experimentación formal. Para Russell se trata de romper las barreras entre vanguardia y cine etnográfico buscando los indicios de lo social por medio de una práctica cultural que fusione la innovación estética y la observación (1999:138). Aunque no se trata de un documental etnográfico per se EAMI (2022) introduce una dimensión dialógica no solo porque es la cosmovisión ayorea la que domina el reparto de lo sensible en la puesta en escena, sino porque hay implícita una colaboración de esa comunidad en la factura narrativa de una película que busca activamente compartir su concepción del mundo. Respecto de este fenómeno, en una entrevista reciente (Inspiradas Cultural, 2022), la directora explica que ella se acercó a los ayoreos no buscando realizar el proyecto de Eami sino para llevar al cine una historia de amor romántico propia del folklore ayoreo. Desde el primer encuentro, estos se negaron a colaborar: no les “interesaba contar esa historia” porque para ellos era importante “contar lo que pasa con el bosque”. En la misma entrevista Encina plantea que el adentramiento a la cultura totobiegosode fue fundamental para la escritura del guion que demoró tres años y resultó del intercambio con José Elizeche, un videasta que hace 20 años trabaja con la comunidad, y con Tagüide Picanerái, un joven líder ayoreo quien aparece también explicando la importancia de la película para su comunidad. Considerando estas condiciones de producción se puede pensar en estos trabajos experimentales de Encina como “multiculturales”. No es objetivo del artículo un análisis de los vínculos entre cine, antropología y documental etnográfico pero me gustaría señalar que la exploración de dimensiones multisensoriales de conocimiento en diálogo o tensión con la antropología es una tendencia entre directoras mujeres jóvenes como Laura Huertas Millán, Ana Vaz, Clarissa Alvarenga, Tiziana Panizza, entre otras. Por ejemplo, en Homem-Peixe, Clarissa Alvarenga explora las dimensiones texturales del espacio, sus devenires y ensamblajes entre humanos y otros materiales vibrantes no humanos que producen el paisaje costero brasileño (Depetris Chauvin, 2022). Por otro lado, en Tierra Sola, Tiziana Panizza tensiona el discurso visual del documental etnográfico (explícitamente construyendo y diseccionando su archivo) sobre la Isla de Pascua y explora modos poéticos, fantasmáticos y hápticos para entender la particular condición de insularidad colonial de los habitantes de la isla en un ejercicio experimental que claramente la vincula a la tradición rescatada por Russell (Depetris Chauvin, 2020).
4 Aunque no haya propiamente en esta secuencia una “escucha sinestésica”, sí podemos hablar, a partir de la coreografía expresiva entre la fotografía y el diseño sonoro, en alguna medida, de una “audición colorida”, una asociación entre colores y sonidos que si desde un punto de vista médico occidental constituye una anomalía, puede referir a otros contextos culturales en donde los órdenes perceptuales y el sistema de clasificación no obedezcan a la clara distinción entre los cinco sentidos.
5 Steven Feld (1996) acuñó el término “acustemología”, una combinación de “acústica” y “epistemología”, pare referirse a un “modo sónico de conocimiento” desarrollado por una comunidad de Papua Nueva Guinea cuyo territorio no contaba con una gran variedad visual. En esta práctica no se trata solamente de incorporar el sonido ambiente, o los sonidos de las interacciones entre humanos y animales a los estudios de la antropología del sonido que ya se centraban en los cantos rituales, sino en considerar la importancia de la copresencia de sonidos y fuentes sonoras como formas de articular modos de habitar y conocer.
6 Desde una ontología perspectivista, que un sonido sea producido por humanos o por animales depende del oído que lo escuche. Mientras los animales de la selva tropical escuchan su propio sonido como celebraciones de la luna llena como si fueran humanos, y los amerindios lo escuchan como animales que creen celebrar como humanos, un viajero naturalista europeo como Humboldt lo escucha como un ruido que ahoga la conversación. Este “perspectivismo” o “multinaturalismo” reside en las diferencias en los cuerpos pensantes y sensibles, no tanto como “funciones fisiológicas” sino como “efectos que singularizan cada especie de cuerpo, sus fuerzas y debilidades: lo que come, sus formas de moverse, de comunicarse, dónde vive, si es gregario o solitario, tímido o soberbio” (Viveiros de Castro, 2010:55).
7 El avance de la sociedad no indígena sobre territorio ayoreo se intensifica desde mediado del siglo XX con la instalación de empresas tanineras, prospecciones petrolíferas, emprendimientos ganaderos y la llegada de colonos menonitas y unidades militares. La capacidad de subsistencia del pueblo ayoreo, basada en la caza, la recolección y la pesca, se vio amenazada a consecuencia de la explotación agresiva de los recursos naturales. Gladys Casaccia reconstruye los modos en que las comunidades menonitas —paradójicamente la “avanzada del progreso” detrás de la cual ingresan al territorio también empresarios de origen brasileño— fueron incidiendo en las distintos subgrupos de los ayoreo utilizando a indígenas que ya estaban integrados a la sociedad blanca para que invadieran a los que todavía estaban aislados.
8 La escucha acusmática es la experiencia de oír sin tener acceso a la fuente de sonido. Para Ana María Ochoa (2016) en diferentes contextos culturales el fenómeno acusmático activa también un tipo de “escucha especulativa” que recoge rastros y pistas sonoras de cuyas causas no siempre se tiene certeza, una escucha que funciona como una lógica elíptica en la que reconstruimos historias o tramas con los fragmentos que recogemos a través de la escucha. Esta escucha a la vez que especula, refleja en la interpretación de los sonidos la intervención de recursos de la imaginación, el imaginario social y arquetipos que permiten la escucha de “otro mundo”. En otras palabras, habilitan en términos aurales la posibilidad de pluriversos.
9 En El reparto de lo sensible, Jacques Rancière concibe al arte como una práctica que afecta la distribución de lo sensible por su capacidad para alterar los posicionamientos asignados a los cuerpos y las voces (2014). Así como, en Materia Vibrante, J. Bennett se pregunta sobre la posibilidad de pensar la agencia y la voz de las cosas materiales en una teoría política articulada a partir de la noción de desacuerdo de Rancière podemos preguntarnos, a partir de un trabajo sobre el testimonio en EAMI, sobre una redistribución de lo sensible que incluya la expresividad y la agencia de lo “más que humano”.
10 Parte de lo que subyace a estas tensiones son los colonialismos sonoros que suponen no solo una divergencia entre modelos culturales o perceptivos distintos, sino una escucha construida desde una posición de superioridad, Ana María Ochoa analiza en Aurality (2014) la manera despectiva en la que Alexander von Humboldt se refiere a los remeros del río Magdalena (Colombia) al hablar del despliegue de fuerza física que empleaban para hacer avanzar la canoa que utilizaban para transportar gente: “bárbara, lujuriosa, ululante, rabiosa gritería, a veces lastimera, a veces jubilosa, otras veces con expresiones blasfemantes, por medio de las cuales estos hombres buscan desahogar el esfuerzo muscular”.
11 Como persona blanca, mi capacidad “aural” para reconocer, en las películas de Paz Encina, un sonido acusmático cuya fuente visual no aparece en el plano ni es referido por los personajes como “el canto del urutaú” se vincula al hecho de que pasé parte de mi infancia en la zona del litoral argentino en donde las leyendas del pájaro fantasma son de popular conocimiento.