La Tierra universal


sssssJean-Marc Besse

École des hautes études en sciences sociales (CNRS-EHESS). París, Francia.

Recibido: 19 de marzo de 2024. Aceptado: 30 de abril de 2024.

Introducción

1/ En primer lugar, me gustaría presentar brevemente el proyecto intelectual que sustenta este artículo,1 en particular la noción de “metáforas de la Tierra” y, por lo tanto, el proyecto de elaborar una historia de las metáforas de la Tierra (metáforas geográficas).

La definición de la que parto es la siguiente: la metáfora, o más exactamente la operación metafórica, es lo que nos permite pensar (y ver) lo que no podemos llegar a pensar o ver de otro modo. Y lo hace mediante un mecanismo de transferencia analógica, que consiste en trasladar un predicado de un campo de objetividad y aplicarlo en otro campo de objetividad (sobre la base de una hipótesis de semejanza).

A este respecto, quisiera hacer tres observaciones:

- La metáfora no es un concepto, sino que se hace cargo de algo que es del orden de lo inconceptualizable; algo que solo se puede pensar, pero no conocer, en el sentido de que no podemos hacerlo corresponder a una experiencia completa, efectiva (no podemos relacionar lo percibido, lo encontrado, lo experimentado, con un concepto que vendría a darle un sentido; en otras palabras, hay algo que se encuentra y se experimenta pero que no puede objetivarse, y en este sentido no es un objeto).

- Más precisamente, la operación metafórica es la expresión del trabajo de la imaginación, que a su manera se hace cargo de lo que no puede ser conceptualizado (vinculado a un concepto), de modo que se haga posible atribuirle un significado (hay significado, pero no “objeto” como tal, no “referente”). En otras palabras, la imaginación está al servicio del pensamiento. El pensamiento se basa en esas imágenes, las atraviesa y las hace trabajar. Pensamos en y con imágenes.

- La metáfora tiene también un poder conjetural; se lanza, por así decirlo, en una especie de intuición de sentido que permanece hipotética, pero que abre un horizonte al trabajo del pensamiento. La metáfora corresponde a una dinámica de la mente en contacto con lo que se le presenta: es una especie de experimentación de la mente que lanza imágenes ante sí para saber lo que quiere pensar (como el artista que dibuja para saber lo que quiere dibujar, el escritor que escribe para saber lo que quiere escribir, etc.).

2/ Me sitúo en la encrucijada de una cuestión filosófica e histórica (una “fenomenología histórica”): ¿es la Tierra un objeto, en el sentido que acabo de indicar? ¿Podemos captar la implementación de una relación entre un concepto dado (¿cuál?) y una experiencia (¿y cuál?)? En otras palabras, ¿es la Tierra un “objeto” en el sentido que acabo de describir?

De hecho, en términos históricos, lo que podemos observar es más bien una sucesión y coexistencia de varias metáforas, varios sistemas de imágenes, que nos dan a pensar la Tierra bajo diversas apariencias y con diversas “funciones”: la Tierra como morada, la Tierra como isla en el universo, la Tierra como globo, la Tierra como conjunto de “agencias” (agencies) conectadas (Gaia), etc. Y como he indicado, el objetivo de esta investigación es tratar de comprender lo que se nos da a pensar en estas diferentes imágenes y operaciones metafóricas.

El filósofo alemán Hans Blumenberg (2018) utiliza la expresión “metáforas absolutas” para calificar las metáforas a las que es muy difícil, sino imposible, asignar un concepto concreto o, más exactamente, un objeto conceptualmente aprehensible: Dios, el mundo, etc. Se trata de ideas que son “demasiado grandes” para ser captadas sintéticamente en un concepto. Creo que lo mismo ocurre con lo que llamamos “la Tierra”, o más exactamente “lo terrestre” (o la “condición terrestre de la humanidad”), en la medida en que esta noción de lo terrestre remite a un plano de la realidad que va más allá del de los objetos en el sentido estricto del término, y en la medida en que la cuestión de la Tierra es inseparable de las experiencias que pueden hacerse en ella y de las “visiones” que pueden tenerse, o no, de ella. Solo tenemos metáforas de la Tierra, que coexisten y se suceden unas a otras, precisamente porque no podemos de ninguna manera acceder a la Tierra más que metafóricamente.

3/ El punto de vista que he adoptado para esta investigación es el de la geografía. Para ser más preciso: no el del conocimiento geográfico, sino el de la noción de geografía y de los “regímenes de geograficidad”. Quisiera aclarar este punto. ¿Qué entendemos por “geograficidad”?

Uno de los orígenes del concepto de geograficidad se encuentra en el libro de Eric Dardel El hombre y la tierra, publicado en 1952. Este libro vincula explícitamente geografía y fenomenología: “... la geografía autoriza una fenomenología del espacio” (Dardel, 2013: 35). Según el autor, el espacio geográfico es ante todo un espacio habitado, es decir, un lugar donde se experimenta y se practica, de carácter existencial. La geografía es, pues, algo más que una ciencia. Es una dimensión fundamental y original de la existencia humana (es decir, de la experiencia humana del mundo terrestre y de uno mismo en el mundo terrestre). La geografía y la geograficidad son dimensiones constitutivas de la propia humanidad. El ser humano es un ser geográfico tanto como un ser histórico. Hablamos aquí de un ser-en-el-mundo geográfico o espacial. Hablamos del espacio geográfico como dimensión fundamental de la constitución de la existencia humana. Con la noción de geograficidad se trata, pues, de una reflexión filosófica y ontológica, más que epistemológica.

Por supuesto, existe una geografía objetiva, una “realidad geográfica” (una escritura objetiva sobre la superficie de la Tierra). Pero esta realidad geográfica, esta realidad terrestre objetiva, desde el momento en que se percibe, no es neutra, está orientada y es portadora de sentido, porque es la expresión de una relación, la del hombre y la Tierra, en la que el ser humano busca comprenderse al mismo tiempo que se realiza. Más concretamente, la realidad geográfica se capta siempre a través de una experiencia y de una “interpretación global”. En otras palabras, la realidad geográfica nunca se ve como un objeto externo, abstracto e indiferente, sino en el contexto de una geografía particular, es decir, una forma de estar, de relacionarse con el mundo, de experimentar e interpretar la realidad, a uno mismo y a los demás, y una forma de pensar y de ver.

Por lo tanto, la cuestión que se plantea es la de un análisis de esta geografía, es decir, de ese conjunto de estructuras interpretativas e imaginarias fundamentales a través de las cuales los humanos se relacionan con la Tierra (lo que he llamado metáforas). Sería mejor decir estas geografías, porque puede haber varias, según el lugar, la época y la cultura, y de hecho cambian. Hay diferentes “regímenes de geograficidad”. Como se ve, lo que me interesa aquí no es tanto una historia de la geografía, en el sentido clásico del término, como una historia de la geograficidad, de las estructuras interpretativas que organizan la relación entre los seres humanos y la Tierra. Se trata de determinar la naturaleza y la forma de esas orientaciones estructurales, que son, por así decirlo, las condiciones antropológicas de posibilidad de la experiencia humana de la Tierra.

Por su parte, Eric Dardel destaca una estructura espacial que, en su opinión, sustenta todas las relaciones humanas con la Tierra, a saber, una estructura de horizontalidad: la estructura base/horizonte. Las sociedades humanas están vinculadas a la Tierra y se extienden por su superficie en función de esta estructura base/horizonte. En otras palabras, la Tierra geográfica está fundamentalmente vinculada a esta estructura y a esta metáfora de la horizontalidad. Es básicamente esta historia del espacio terrestre imaginado y pensado como un horizonte la que voy a intentar seguir.

La figura del adelantamiento

Desde el punto de vista de la geografía y de la historia de los regímenes geográficos, la pregunta sería: ¿cuál es el modo de ser en el espacio terrestre que surge y se desarrolla en la Europa del siglo XVI? Y, correlativamente, ¿cuál es el concepto de Tierra que este modo de ser permite construir? Ambas cuestiones están relacionadas. La metáfora de la “Tierra universal”, que iba a imponerse en la geografía europea, surgió en el contexto de una forma específica de existencia espacial, una nueva manera de estar en el espacio, una experiencia espacial que se consideraba inaugural. Es lo que vamos a examinar ahora.

Figura 1. Francis Bacon, Instauratio Magna, Londres 1620.

1/ El frontispicio de la Instauratio Magna (1620) de Francis Bacon (Figura 1) es muy famoso: representa a la vez el progreso del conocimiento y el cruce de las Columnas de Hércules, que desde la antigüedad marcan el fin del mundo habitado, y más allá de las cuales no solo no se encuentra tierra, sino que es peligroso aventurarse. Este movimiento hacia lo desconocido encarna simbólicamente el progreso del conocimiento. Sin embargo, en la imagen de Bacon, las naves regresan a casa, sin duda cargadas de riquezas y de nuevos conocimientos.

Pero estas dos columnas también hacen referencia al emblema adoptado por Carlos V cuando llegó al poder: Plus ultra. “Plus ultra” es, como sabemos, el emblema adoptado por Carlos V en 1516: su significado es a la vez “heroico”, geográfico, geopolítico (se refiere al Imperio) y “geoespiritual” (habla de las Cruzadas y de la evangelización cristiana). El emblema es de origen borgoñón e italiano. Se utilizó por primera vez en francés: “Plus oultre”. Se encuentra en numerosos escritos (Luigi Marliani, Dante, Luigi Pulci), y en particular por Raoul Lefèbvre, capellán de Felipe el Bueno, que en su Recueil des Hystoires de Troyes, en 1464, destaca la dimensión geográfica del motto: “Ne passe oultre pour quérir terre, /Ne pour loingz royaulmes conquerre./ Plus en occident t’yras, / Et moins de terre trouveras”. El emblema se adoptó en España y Europa durante el siglo XVI y estuvo vinculado a la expansión española, sobre todo en América. En términos de Francisco López de Gómara:

Quiso Dios descobrir las Indias en vuestro tiempo y a vuestros vasallos, para que las convirtiésedes a su santa ley, como dicen muchos hombres sabios y cristianos. Comenzaron las conquistas de indios acabada la de moros, porque siempre guerreasen españoles contra infieles; ortogo la conquista y conversion el papa; tomaste por letra Plus ultra dando a entender el señorio de Nuevo-Mundo. (De las Casas, 1552, I, 5)

Vuelvo sobre la Figura 1 del ir más allá, del traspasar los límites y cruzar (y también conquistar): las Columnas de Hércules se presentan como un punto de partida (y también como una puerta de retorno en la obra de Bacon), y ya no como un límite que no se debe franquear. También lo leemos como una llamada a avanzar, a ir hacia delante: Noch weiter: “aún más”, “hacia adelante”. Subrayemos la importancia de esta actitud frente a lo que podríamos llamar la horizontalidad del espacio terrestre. Lo que se establece aquí es una profundidad en el sentido de la horizontalidad. Una horizontalidad que, además, es dinámica, puesto que se trata de atravesar, de avanzar, de progresar.

2/ La pregunta sería la siguiente: ¿qué forma de estar en el espacio se puede ver en esta figura?

Se pueden hacer varias observaciones:

- Empecemos por recordar que el concepto de “espacio”, en el sentido newtoniano de un espacio absoluto que engloba a todos los seres, no existía (todavía). Durante todo el siglo XVI, espacio significaba spatium, es decir, la distancia y el tiempo necesario para recorrerla. Nuestra concepción del espacio seguía siendo lineal, basada en el itinerario, por lo que las nociones principales eran las de separación, distancia y trayecto.

- Esta imagen y el lema al que hace referencia aparecen en el frontispicio de un libro. El frontispicio, recordémoslo, es el lugar donde el autor expone el sentido general de su obra. La imagen del frontispicio es una figura reflexiva cuya finalidad es a la vez presentar un evento y fijar su significado. En otras palabras, esta imagen es un valioso indicio de la forma en que los “modernos” relatan y relacionan consigo mismos su modernidad, su novedad.

- De hecho, el frontispicio de Bacon fue un momento decisivo en la generalización del significado filosófico que transmitían las navegaciones portuguesa y española: el frontispicio habla del descubrimiento y del progreso del conocimiento en general, destacando el papel de la experiencia. Sobre todo, el frontispicio establece el sentido de la relación necesaria entre lo conocido y lo desconocido. Según Hans Blumenberg, se trata de un “sentimiento específico que se manifiesta en los primeros siglos de la modernidad” (2018: 74), y que se caracteriza por un sentido de apertura de los horizontes empíricos y por la valorización de la curiosidad como actitud legítima.

Figura 2. J. Van der Straet, Americae retectio, Ca. 1589, Amberes.

- De ahí el carácter emblemático de la figura de la navegación y del navegante: es sobre todo en el mar, o más bien en el océano, donde aparece la “nueva Tierra” (nuevos mundos, nuevas tierras, nuevos cielos, etc.). Esto se refleja en los retratos de Cristóbal Colón, Vespucio y Magallanes grabados por J. Van der Straet o Stradanus (véase Figura 2): son figuras míticas del descubrimiento. Pero también encarnan la legitimación de la experiencia como fuente auténtica del saber y de los avances del conocimiento. Esta idea se encuentra en Bacon, y antes que él en Jacques Cartier, Jean de Léry o Jacques de Vaulx: la experiencia va más allá que los libros. Nos permite ir más allá de los límites fijados por los libros antiguos. La experiencia es una nueva autoridad.

- El tema de traspasar los límites es central en nuestro tema: traspasar los límites se va a convertir en una forma positiva de vida (mientras que desde la Antigüedad tendía a ser la expresión de la irracionalidad). Ir más allá de los límites se convirtió en una forma de ser propia de lo que llamaríamos modernidad (modernidad como ruptura, como afirmación de la discontinuidad del tiempo histórico). Ir más allá se refiere a un “gesto”, un “movimiento”, un “impulso” que nos lleva hacia delante, hacia el horizonte (ya sea geográfico o histórico). A eso se refiere la horizontalidad: nos lanzamos hacia delante para avanzar. Es la encarnación espacial del progreso y los proyectos modernos.

- Y, en este caso, esta será una de las características del espacio así inaugurado o instalado por la navegación y el cruce de fronteras: el espacio terrestre “moderno” es un espacio de desplazamiento, un espacio construido por desplazamientos, un espacio que se presenta y se vive como un conjunto de experiencias de movilidad. Es el espacio de la salida al mar, el espacio de las salidas quizás sin retorno, hacia otros mundos, hacia otra parte, hacia el otro.

3/ Intentemos ahora ampliar el comentario, abordando las cuestiones filosóficas que están en juego en esta cuestión del espacio y la modernidad.

Hay toda una serie de análisis de la modernidad europea que hacen énfasis en el hecho de que lo que caracteriza a la modernidad es que ha perdido el mundo, más concretamente el mundo de la vida, el mundo de la existencia concreta, etc., en favor de otro mundo, el mundo de la ciencia, y de una visión superadora, abstracta y técnica de la vida y del mundo. Se dice que Copérnico, Descartes y Galileo, entre otros, son los responsables. La astronomía poscopernicana inauguraría una era de descentramiento ontológico y relativización moral.

Más concretamente, la ciencia moderna conduciría a la pérdida del mundo, y más precisamente a la pérdida de la orientación. Y, en el fondo, toda la cuestión de la cultura moderna, tanto desde el punto de vista ontológico como moral, sería una cuestión espacial, o en todo caso que tiene una dimensión espacial y puede formularse espacialmente: es la cuestión del “punto fijo” en Descartes, Pascal, Kant: necesitamos encontrar un punto fijo a partir del cual podamos reorientarnos, redescubrir el sentido y fundamentar nuestras acciones.

Releamos rápidamente las famosas páginas en las que Alexandre Koyré analizaba las condiciones del nacimiento y desarrollo de la ciencia moderna en Europa (Koyré, 1957). En los siglos XVI y XVII, escribe, la mente europea experimentó una “revolución espiritual muy profunda”, que cambió “los fundamentos y los marcos mismos de nuestro pensamiento”. Koyré ve esta revolución como correlativa o constitutiva de la relación moderna con el mundo, en dos niveles. El primero es la destrucción del cosmos finito y jerárquicamente ordenado de la ontología tradicional, y su sustitución por un universo infinito, “que ya no comprende ninguna jerarquía natural y que solo está unido por la identidad de las leyes que lo rigen en todas sus partes, así como por la de sus componentes últimos, todos situados en el mismo nivel ontológico”. Luego está el paso del concepto aristotélico de lugares diferenciados al concepto moderno de espacio homogéneo, continuo, isótropo e infinito, es decir, la introducción de un espacio geometrizado que, según Koyré, “se considera en adelante idéntico [...] al espacio real del universo”. Estas dos observaciones llevan a Koyré a afirmar que el pensamiento científico moderno se caracteriza por “el divorcio total entre el mundo de los valores y el mundo de los hechos”, entre el mundo del sentido y el de los objetos puros y simples. La unidad del pensamiento se ha roto de algún modo en la cultura moderna, que ahora solo puede proponer ontologías regionales.

Sin embargo, en las mismas páginas, Koyré ofrece una interpretación diferente de esta “revolución espiritual” europea. Tras pasar revista a las diversas explicaciones sociológicas, científicas y culturales que se han propuesto, remite estas explicaciones a

Con todo, en mi opinión, no son más que aspectos concomitantes y expresión de un proceso más profundo y fundamental, cuyo resultado fue, como se dice normalmente, que el hombre perdiese su lugar en el mundo o, quizá más exactamente, que perdiese el propio mundo en que vivía y sobre el que pensaba, viéndose obligado a transformar y sustituir no solo sus conceptos atributos fundamentales, sino incluso el propio marco de su pensamiento.
(Koyré, 1957:6)

La aparición de la cosmología y de la ciencia moderna en Europa es, pues, más que un simple hecho histórico; se trata de un evento “inaugural”, y propiamente dicho metacientífico, que afecta a los fundamentos mismos de la cultura y de la relación que el hombre moderno mantiene consigo mismo y con el mundo. Si la revolución científica conduce a la afirmación de una ruptura espiritual, es porque, radicalmente, la ontología tradicional ha sido sustituida por una nueva ontología, basada en la concepción de un universo indefinidamente extendido, que obedece en la Tierra como en el Cielo a leyes homogéneas, formuladas dentro de una física matematizada. Por esta ruptura ontológica, el hombre moderno no solo ha perdido su lugar en el mundo, sino que, más aún, dice Koyré, a costa de una precisión rica en sentido, ha perdido el mundo mismo. En otras palabras, el hombre moderno (europeo), además de haber perdido su orientación en relación con el mundo, se ha alejado de la condición de posibilidad de la orientación misma. Esencialmente, la modernidad se constituye a partir de esta cuestión: la de los fundamentos de la orientación. En cierto modo, muchos pensadores actuales (Sloterdijk, Latour) hacen el mismo diagnóstico.

Sin embargo, podríamos desarrollar otra lectura, no desde el punto de vista de la astronomía, sino de la geografía. Podríamos mostrar cómo la atención a la geografía, a la historia de la disciplina, y al paisaje como forma de aprehensión del mundo terrestre, diverge de tal esquema historiográfico: la geografía, por el contrario, aporta positivamente un mundo, o mejor, nuevos mundos. Lo reordena y orienta en un plano espacial, precisamente en el de la horizontalidad, de la superficie de la Tierra, que adquiere, geográficamente hablando, un valor ontológico y moral propio, y positivo.

A las preguntas: ¿dónde está la orientación?, ¿dónde está el sentido?, la geografía europea respondería: adelante, en el horizonte, más allá de los límites conocidos del espacio terrestre. El mundo europeo moderno no ha perdido el sentido de la orientación; está orientado, tanto espacial como históricamente: espacialmente hacia los “nuevos mundos”, e históricamente hacia el progreso.

La Tierra unificada

La cuestión que quisiera abordar entonces es cuál es la apariencia, la forma de esta nueva Tierra que es correlativa a esta manera de estar en el espacio, de atravesarlo y de cruzarlo. ¿Cómo está representada? ¿Pensada? ¿Experimentada?

De hecho, a partir del siglo XVI, la Tierra se concibe como una superficie ontológicamente homogénea, en el plano geográfico. Más concretamente, la imagen de la Tierra inaugurada y establecida en la geografía del siglo XVI fue, ante todo, la imagen de una superficie en expansión, como un manto en expansión (como puede verse en el mapa de Ortelius Aevi veteris typus geographicus, 1590), que se extiende en todas las direcciones de la brújula, de forma homogénea. Este movimiento visual de extensión corresponde, de hecho, a una operación de superposición intelectual, de fusión entre la ecúmene (el mundo habitable) por una parte y el globo terrestre por otra. A partir de ese momento, los europeos pensaron, nombraron, representaron y practicaron la Tierra como una vasta extensión de tierra, habitable y accesible en todas partes. Sobre esta base, la Tierra pasó a denominarse “Tierra universal”, y la geografía aportó un significado espacial a la noción de universalidad.

Lo que quiero considerar primero es este movimiento de expansión en la superficie, una superficie presentada como homogénea en tres niveles: en el nivel práctico, en el nivel físico y ontológico, y en el nivel gráfico.

1/ La homogeneización es ante todo práctica. Ella adopta dos formas, que están en correlación.

Por una parte, pone en cuestión la teoría de las zonas (que desde la antigüedad prohíbe vivir en la zona tórrida y en las zonas heladas) y afirma la habitabilidad general de la superficie terrestre. El texto de Pietro Bembo es una especie de balance intelectual de esta nueva situación:

Colón era un ingenioso ligur que había viajado por todas partes, cruzando mares y océanos. Como el espíritu humano es aficionado a las novedades, este hombre se ofreció a servir a Fernando e Isabel, los soberanos de España, y les explicó lo siguiente: casi toda la antigüedad creía que el cielo está dividido en cinco zonas, la parte central de las cuales está sujeta al calor, las extremidades al frío, de modo que las partes de la Tierra que están situadas, en igual número, bajo estas zonas, no pueden ser habitadas; solo las dos partes que están situadas entre las otras, en el mismo lugar de cada hemisferio, pueden. Esto es una fábula de los antiguos sin fundamento, y una descripción del mundo que ningún elemento racional apoya o confirma; uno casi se vería obligado a considerar a Dios como privativo, si hubiera formado la tierra de tal manera que la parte del mundo que es con mucho la más extensa, encontrándose desierta a causa de los excesos del clima, no fuera útil. En realidad, el globo está hecho de tal manera que ninguna de sus partes niega a sus habitantes la posibilidad de alimentarse. ¿Por qué no íbamos a poder vivir bajo la zona ecuatorial celeste, donde el frescor de las noches atempera el calor de los días, ya que ambos tienen la misma duración, máxime cuando el sol se pone tan rápido en una u otra parte? ¿Y sin embargo vivimos en zonas del cielo donde el sol permanece más tiempo, más cerca de nuestro cenit? Hay tierras heladas bajo el cielo septentrional, pero no están deshabitadas. Del mismo modo, bajo el cielo meridional hay tierras frías, pero están pobladas por animales y seres humanos. La zona que los escritores llaman Océano no es una extensión estéril, sino que rebosa de tierras e islas habitadas por hombres; así pues, en toda la Tierra hay vida y habitantes, ya que en todas partes goza de aire vital. (Pietro Bembo, 1551)

Por otro lado, es la afirmación de la navegabilidad y circulación universales por la superficie del globo, conjuntamente con las transformaciones del concepto de océano, que ya no se ve como un límite u “otro espacio”, sino como un espacio que se puede atravesar y recorrer (véase Figura 3). Es este nuevo espacio el que subraya la representación de las rutas marítimas y los barcos en los mapas.

Figura 3. Pierre Desceliers, Mappemonde, 1550. British Library Add MS 24065.

Figura 4. O. Finé, La sphere de monde: proprement dicte Cosmographie, 1549, Ms. Typ. 57, Houghton Library, Harvard, f. 8v.

2/ La homogeneización también se produce a nivel ontológico y físico, con la aparición y el desarrollo de un nuevo concepto, el de globo terráqueo (globus terraqueus).

Este nuevo concepto de lo que hoy llamamos “globo terrestre” viene desarrollándose desde los años 1510, en un “diálogo” que pone a los geógrafos entre los navegantes y los físicos. Tomemos, por ejemplo, las representaciones de La sphère du monde, de Oronce Finé: en la obra de Finé (Figura 4), la tierra y el agua no se muestran como dos esferas entrelazadas, sino como un único globo en cuya superficie aparecen yuxtapuestas. La imagen representa exactamente el contenido de las nuevas concepciones cosmográficas de la relación entre la tierra y el agua, expresadas, por ejemplo, en la misma época por Joachim Vadian: “La tierra y el mar tienen la misma redondez, y la tierra forma con las aguas una misma superficie”.

La nueva doctrina, expresada aquí por Finé y Vadian, define el programa de la nueva geografía: se trata de la yuxtaposición y sin duda también de la homogeneidad, incluso la coherencia, de la tierra y el agua en un solo globo, es decir, en un cuerpo físico. Fue en este primer nivel de reflexión, el de la física, donde los geógrafos se lanzaron a construir un nuevo concepto de la Tierra.

Comparemos las imágenes presentadas por Henri Glareanus (Figura 5) y Gregor Reisch (Figura 6). Ambas son coherentes con la lección tradicional de Aristóteles, que estableció la doctrina del enclavamiento de las esferas elementales: la tierra y el agua no se piensan y representan como componiendo una sola esfera, sino como dos entrelazadas, en las que el agua “engloba” de algún modo a la tierra.

Figura 5. H. Glareanus, Geographia, Zurich, 1527.

Figura 6. G. Reisch, Margarita philosophica, Basilea, 1508.

Pero la doctrina tradicional del entrelazamiento de las esferas elementales ha conducido naturalmente a la afirmación de que, en el mundo sublunar, hay más agua que tierra (para algunos comentaristas, diez veces más). Aplicada a la geografía, esta ley física refuerza la idea de un océano inmenso e intransitable. Y esta afirmación plantea dificultades.

Entre las cuestiones abordadas por filósofos y físicos en la Edad Media, había un punto en torno al cual giraban todos los debates: ¿por qué el agua no cubría completamente la Tierra, en contradicción con los propios términos de la doctrina de los elementos? ¿Cómo explicar entonces la existencia de una Tierra emergida (es decir, la oecumene)? ¿Cómo explicar que el océano no haya sumergido la Tierra? ¿Y cómo conciliar esta observación con la afirmación de que la Tierra se encuentra en el centro del mundo, lo que la dejaría completamente sumergida? En otras palabras, ¿cómo se explica que la Tierra no esté en el centro del mundo?

Sin embargo, con los viajes transoceánicos y el descubrimiento de una cuarta parte de la Tierra, el Nuevo Mundo, la doctrina tuvo que cambiar: la experiencia de los navegantes contradecía la lección de los filósofos de que había diez veces más agua que tierra en el globo. En este sentido, a lo largo de los años 1510-1530 se fue elaborando toda una serie de argumentos que tendían a la misma conclusión: demostrar que la tierra y el agua forman un solo globo, con un único centro de tamaño y gravedad. Para llegar a esta conclusión, los geógrafos intentaron demostrar que la superficie del agua y la superficie de la tierra comparten la misma rotundidad. Utilizan el ejemplo de los eclipses de luna: dos observadores separados por la misma distancia de este a oeste ven el eclipse con el mismo intervalo de tiempo, tanto si están en tierra como si están en el agua. Daban cuenta de las mediciones efectuadas por los marinos, que establecían, como señalaba Pedro Nunes, que “a un grado del cielo corresponde el mismo número de leguas o millas en tierra y en el mar: esto no podría ser así si ambos no formaran una sola esfera” (Pedro Nunes, Tratado da sphera, 1537, Fol. A.iiii).

De forma más general, pretendían destacar el hecho de que, de este a oeste y de norte a sur, tanto en tierra como en los océanos, el agua y la tierra conservan la misma convexidad y las mismas relaciones proporcionales, en resumen, que forman un mismo globo y tienen el mismo centro. Al verse como entidades geográficas homogéneas que se articulan dentro de la imagen de un mundo terrestre renovado, los elementos del agua y de la tierra ya no se consideran realidades físicas separadas, sino componentes de una entidad a la que se confiere un ser físico propio y autónomo: el globo terráqueo.

Ya no se trata de dos esferas separadas, ni siquiera de la constitución a partir de dos esferas de un cuerpo compuesto de tierra y agua y dotado de dos centros. La tierra y el agua deben considerarse conjuntamente, como un único ser geográfico. El texto de Caspar Peucer de 1551 puede considerarse como la conclusión de todo este debate y la afirmación de una nueva doctrina geofísica:

Que la tierra y el agua que la rodea y penetra forman un solo globo, limitado por una misma superficie convexa […], lo demuestran gran número de vastos países en todas las direcciones de la brújula, países cuya existencia ha sido claramente establecida, y así se ha demostrado que las partes inferiores de la tierra no están, como algunos han imaginado, rodeadas por las aguas […] mientras que las partes superiores emergerían de ellas, y que la tierra no flota como una manzana sobre las aguas, ni que el hemisferio inferior se sumerge en las aguas mientras que el superior emerge de ellas. Pero está claro que la tierra, junto con las aguas, forma un solo cuerpo esférico, con los dos elementos entrelazados mutuamente, manteniendo al mismo tiempo lo que distingue a uno de otro, siendo ciertas partes de la tierra elevadas y otras huecas y rellenas por las aguas. (Peucer, 1551, f. viir)

3/ El tercer motor de la homogeneización de la Tierra fue gráfico, y estuvo vinculado a la utilización de lo que iba a surgir como una nueva técnica cartográfica, aunque basada en Ptolomeo.

El texto de la Geografía de Ptolomeo, que data del siglo II d. C., no había desaparecido de la cultura erudita en la Edad Media, pero había permanecido relativamente inaccesible. En el siglo XV, se hizo realmente asequible, gracias a traducciones y ediciones, primero manuscritas y luego impresas. El libro se había transmitido sin mapas: se dibujaron e imprimieron nuevos mapas, basados en los datos metodológicos y la información geográfica que contenía el texto de Ptolomeo. La Geografía de Ptolomeo puede considerarse legítimamente tanto un descubrimiento como una invención del Renacimiento.

Los geógrafos del Renacimiento encontraron en Ptolomeo varias cosas, y en particular dos técnicas gráficas que iban a resultar decisivas para nuestra cuestión.

En primer lugar, una teoría de la proyección que les permitió construir mapas planos del mundo, es decir, representar un objeto sólido y tridimensional (la Tierra) en una superficie bidimensional (véase Figura 7).

Figura 7. P. Apian, Cosmographicus liber, 1524, Landshut, f. 60.

Por otra parte, es una teoría de la localización, basada en coordenadas de longitud y latitud (coordenadas obtenidas a partir de observaciones astronómicas): más concretamente, es un método general de construcción de lugares, que adopta la forma de una grilla formada por líneas horizontales (latitudes) y verticales (longitudes) trazadas a partir de un marco, que actúa como punto de referencia definido a priori. Los lugares geográficos se representan como puntos. Cada punto puede considerarse como la intersección de líneas trazadas a partir del marco: todos los lugares se representarán de la misma manera. La uniformidad del gesto gráfico conducirá a una uniformidad de la superficie del globo, que se consigue, por así decirlo, a través de la cuadrícula de coordenadas, mediante el mapa: pensar y ver la Tierra como una superficie geográfica homogénea es, ante todo, concebirla desde el punto de vista de la cartografía, y más concretamente de una cartografía cuyo modelo original es ptolemaico.

En definitiva, desde el punto de vista de la historia de las concepciones de la Tierra y de las imágenes de la Tierra, el siglo XVI puede caracterizarse como una época de triple normalización: en el plano práctico (los viajes), en el plano filosófico (la Tierra como entidad geofísica única) y en el plano gráfico (la cartografía). En este movimiento hacia la unidad, son la homogeneidad y la uniformidad las que permitirán caracterizar a la Tierra moderna como “Tierra universal”.

La Tierra universal: “el mundo universal es el país” | Juste Lipse2

El concepto de Tierra universal corresponde a un doble movimiento de expansión y unificación espacial, tanto a nivel geográfico como político.

Este concepto se materializa inicialmente de tres maneras: en prácticas espaciales (el comercio y los intercambios), en objetos (que llamaré “objetos-mundo”) y en la generalización de una experiencia personal del espacio (los viajes). Voy a examinar sucesivamente estos tres aspectos para luego añadir un cuarto aspecto, que se refiere a las representaciones artísticas (paisaje).

1/ Desde el punto de vista de las prácticas espaciales, como se desprende de los textos de los viajeros y humanistas franceses de los siglos XVI y XVII, por una parte, el viaje, es decir, la posibilidad de desplazarse a todas partes y de vivir en todas partes, y por otra parte, la posibilidad de encuentros, de intercambios en todas sus formas (no solo comerciales), definen esta manera de estar en el espacio, de habitar el espacio universalmente:

Pues no cabe duda de que la sociedad humana no puede subsistir si no nos comunicamos y comerciamos tanto con nuestros vecinos como con los pueblos más alejados de nosotros, porque la sabia naturaleza no ha distribuido todos sus dones a un solo país o a un solo pueblo, sino que los ha entremezclado. (Dugué, 1638:6-7)

Es el intercambio (el comercio en sentido amplio) lo que define este nuevo espacio, que Jean Bodin llama también “república universal”: el significado político del concepto de “Tierra universal” es precisamente el cosmopolitismo, la extensión del modelo de la comunidad cívica a toda la Tierra. Como un hogar universal (esto es también una referencia al Salmo 104).3

Intentemos precisar el carácter principal de este régimen de geograficidad (espacialidad): es el tema del “en todas partes” el que inaugura este nuevo espacio, “en todas partes posible”. Lo que significa dos cosas:

Por un lado, se traduce en la aparición de nuevas métricas: la noción de distancia adquiere una nueva extensión, y las relaciones entre lo cercano y lo lejano se llevan a cabo a una nueva escala. La ecúmene adquiere una nueva magnitud, un nuevo tamaño, el de todo el globo terráqueo.

Además, esta expansión del espacio tiene lugar en todas las direcciones de la brújula. Este es el sentido último del cosmopolitismo en el sentido europeo del término: poder seguir todos los caminos, sin restricciones: “¿Quién nos enseñó que estamos hechos para habitar en un solo lugar? ¿Qué mayor disgusto podríamos tener que el de confinarnos en un solo lugar? […] Para el sabio todas las tierras son su país, o mejor dicho, ninguna tierra es su país” (G. du Vair, 1592).

2/ Asistimos a la aparición de un cierto número de objetos, que llamaré “objetos-mundo”, que encarnan literalmente y ponen ante los ojos del público la Tierra universal.

Estos objetos-mundo permiten construir el concepto de Tierra universal, al aparecer como un espacio de habitación y de circulación universal.

Con la noción de objeto-mundo, se trata de objetos que encarnan el mundo, que hablan de él, que intentan representar y encarnar un nuevo espacio(-tiempo) del mundo terrestre, y que también están en tensión espacial, en el sentido de que el vastísimo espacio del mundo terrestre ampliado, en su misma profusión, tiene que ser llevado a un pequeño espacio de representación. O, dicho de otro modo, son objetos encargados de portar, de encarnar, los nuevos órdenes de magnitud del mundo terrestre (véase Figura 8). Pero, sobre todo, estos objetos-mundo nos permiten observar cómo la nueva geografía está presente en los mundos vividos de cada uno de nosotros (en primer lugar, los mundos letrados).

Figura 8. A. Carducci & S. Della Bella, Il mondo festeggiante, balletto a cavallo fatto… per le reali nozze de’serenissimi principi Cosimo terzo di Toscana e Margherita Luisa d’Orléans…, Florencia, 1661.

Lo que debemos observar en particular es el modo en que se rearticulan los polos de lo cercano y lo lejano, es decir, cómo se reconfigura la noción de distancia, a través de los objetos-mundo.

¿Qué son estos objetos-mundo? Ante todo, mapas, globos terráqueos, atlas, colecciones de relatos de viajes e instrumentos de navegación. En estos objetos se crea la imagen del mundo y se le da un “formato”. Pero también hay galerías, jardines, conjuntos decorativos en espacios urbanos, festivales: todos estos dispositivos garantizan una presencia pública y urbana a la noción de una Tierra universal.

En conjunto, estos objetos y dispositivos del mundo pueden considerarse espacios de reunión y concentración (contracción) del espacio terrestre universal. Nos acercamos aquí a la noción de colección, de reunión: se trata de acercar cosas distantes. La expresión “teatro del mundo” lo refleja. El teatro del mundo es a la vez un gabinete de curiosidades y un escenario para la representación del mundo terrestre. De este modo, podemos ver cómo la geografía y los conocimientos geográficos han desempeñado un papel activo en las culturas visuales modernas sobre la Tierra.

3/ Quisiera referirme ahora a lo que me parece que se ha convertido en una forma particular de estar en el espacio: el viaje, el desplazamiento. Por supuesto, el ser humano viaja desde hace mucho tiempo, y el tema cultural del homo viator es muy antiguo. Pero me parece que este tema adquirió una fuerza y un valor nuevos a partir del siglo XVI.

El filósofo escocés David Hume, en el Tratado sobre la naturaleza humana, tercera parte, apartados 7 y 8, analizó los efectos de la distancia (en el tiempo y en el espacio) sobre la imaginación. En particular, da numerosos ejemplos de cómo la distancia espacial y el tamaño son también dimensiones afectivas de la mente humana. Como si la distancia y el tamaño, pero también la altura y la profundidad, etc., en tanto que cualidades espaciales, desempeñaran un papel constitutivo en el desarrollo de las pasiones humanas. “Es evidente que la mera visión y contemplación de una grandeza, sucesiva o extendida, engrandece el alma y le proporciona un placer y un goce sensibles” (Tratado de la naturaleza humana, Albacete, Libros en la Red, 2001, pp. 314-315). Por ejemplo: “Una amplia llanura, el océano, la eternidad, una sucesión de siglos...”. La reflexión sobre la distancia o la lejanía produce satisfacción o admiración, directa o indirectamente:

Comprobamos también que no es necesario que el objeto esté realmente alejado de nosotros para provocar nuestra admiración; basta con que, por la asociación natural de las ideas, lleve nuestra vista a una distancia considerable. Un gran viajero, aunque se encuentre en la misma habitación que nosotros, pasará por un hombre bastante extraordinario... (Hume, 2001:544)

“Un comerciante de las Indias Occidentales te dirá que no deja de preocuparse por lo que ocurre en Jamaica” (Hume, 2001:539). Ya se trate de un comerciante que se preocupa por lo que ocurre en un lugar muy lejano, del sentimiento de engrandecimiento del alma ante la visión de algo inmenso (el océano), o del prestigio que se atribuye a la persona que encarna la lejanía (el viajero), todos estos elementos apoyan la afirmación de que el espacio está presente en la vida personal de cada uno. Que, más concretamente, la distancia es uno de los elementos de la vida psíquica (voluntad, memoria, anticipación, pasiones, cálculo racional, etc.). En otras palabras, la espacialidad propia de la relación proximidad/distancia es una dimensión constitutiva de la vida personal, de la relación consigo mismo, con los demás y con el mundo. El espacio, como distancia a recorrer, a atravesar, o como distancia a experimentar, etc., se ha convertido en un dato del ser, de la existencia.

Está surgiendo una valoración ética del movimiento en el mundo, en la superficie de la Tierra, en contraste con la tradición cristiana originaria de San Agustín, que condenaba la relación con el espacio como una enfermedad o debilidad del alma, como una división interior del ser. Lo vemos en Nicolas de Nicolay, por ejemplo: “habitar no es permanecer dentro de los estrechos límites de una casa, una ciudad o un país, sino llegar a todas las tierras habitables y mares navegables…” (de Nicolay, 1576). El desplazamiento (exilio, peregrinación) es la esencia misma de la condición humana, y el cosmopolitismo es “natural” al ser humano.

¿Qué caracteriza esta ética del viaje? Tomemos el ejemplo de Montaigne y sus ideas sobre el papel de los viajes en la vida humana. Montaigne tiene tres ideas principales:

A través de nuestro contacto con el mundo, llegamos a conocernos a nosotros mismos y, en consecuencia, debemos conocer el mundo y experimentarlo directamente a través del viaje para conocernos a nosotros mismos: en otras palabras, la identidad personal se construye en el mundo universal.

Pero el viaje también debe entenderse y practicarse como el camino hacia el conocimiento del mundo. Viajar es autopsia, es salir a ver por uno mismo y, al hacerlo, aprender sobre la alteridad y la diferencia.

Por último, viajar también es respirar para el cuerpo y entrenar para la mente. Es un ejercicio de autodescubrimiento y, al mismo tiempo, un proceso de autoconstrucción, en términos de singularidad personal. Encontramos las mismas ideas en Juste Lipse: el viaje es un espacio-tiempo de autoformación. Es en el camino donde se aprende sobre el mundo y sobre uno mismo. Hay que salir a buscar la ciencia.

Tierra universal y paisaje global

Para los europeos, el siglo XVI fue testigo de una enorme expansión de la idea del mundo terrestre, en relación con los diversos grandes viajes oceánicos. Pero lo que me gustaría subrayar es que esos diversos acontecimientos introdujeron en la conciencia europea, incluso más que nuevos mundos, incluso más que una cuarta parte del mundo que llegaría a conocerse como América, una magnitud decididamente nueva del espacio terrestre, una medida, un tamaño y una escala del espacio sin precedentes. Y, en la superficie de esta Tierra que se había vuelto verdaderamente inmensa, esta Tierra de tamaño inimaginable al principio, nos dimos cuenta de que el espacio estaba abierto. Se liberó una sensación de espacio, y se hizo posible avanzar indefinidamente sobre la superficie de esta Tierra universal. Quizás fue en ese momento cuando la noción de horizonte adquirió realmente su significado moderno, que es el de paisaje.

A menudo hemos señalado la proximidad entre los grandes paisajes pintados por Bruegel, Patinir y Met de Bles, los primeros, y los mapas del mundo realizados al mismo tiempo por los cartógrafos flamencos, a los que también frecuentaban. Tanto en los mapas como en los paisajes, hay un deseo similar de describir la profusión del mundo y las experiencias que ahora posibilita, y de ponerlas en orden. Sobre todo, hay un deseo de vincular los diversos aspectos del mundo dentro de un único espacio unificado, la tierra, que se ve como un todo. Un todo que nos habla de viajes. Pájaros y otras bestias, embarcaciones de todo tipo, vehículos, peatones y jinetes: es toda una población que parece cruzar la superficie de la Tierra desde todos los lados. El mundo es un espacio donde la gente se desplaza.

Estos grandes cuadros de paisajes representan el mundo humano en todos sus detalles geográficos, pero también en la diversidad de formas en que los seres humanos utilizan el espacio. Los rebaños pastoreados por pastores, el sembrador en su campo arado, barcos de diversos tamaños, carros tirados por caballos, campesinos, comerciantes, soldados y peregrinos se distribuyen en una rigurosa sucesión de planos en el panorama ante el que se sitúa el espectador. Al reunir estos objetos ante la mirada, el paisaje se convierte en la imagen de un mundo abierto, como un vasto anfiteatro, hacia un futuro lejano.

Pero hay otro aspecto, sin el cual, me parece, estaríamos pasando por alto una de las cuestiones fundamentales del paisaje y de la relación con la superficie de la Tierra en el siglo XVI: el paisaje no es solo una extensión que se abre indefinidamente ante el viajero, en profundidad. Es también un lugar moral y religioso, un lugar donde había que hacer una elección espiritual decisiva.

Figura 9. P. Bruegel (J. van Duotecum, J. Cock), San Jerónimo en el desierto, Serie Grandes paisajes, Ca. 1555-1556, Nueva York, Metropolitan Museum of Art.

Así, por ejemplo, en muchos de estos paisajes del mundo, sobre un zócalo en primer plano, a gran altura sobre el suelo, vemos a un observador cuya espalda o perfil suele ser todo lo que podemos ver (ej. Figura 9). Debemos considerar a este observador, que se ha detenido en una altura para contemplar el espacio, como el representante de un pensamiento y de una pregunta sobre el mundo y sobre cómo mirarlo. Y así aprendemos, a lo largo del camino, que esta concepción de la Tierra, que hace de ella una imagen que hay que contemplar y un espacio que hay que explorar sin descanso, no es solo una teoría, sino que corresponde también a una nueva práctica. En efecto, el mundo es algo que hay que ver y vivir de forma positiva: es el teatro de una experiencia humana en ciernes y de una historia por venir.

Pero entonces tenemos que considerar de nuevo a este observador, en relación y, por así decirlo, en tensión con otra figura o símbolo, a menudo también situado en el primer plano del cuadro. Esta figura, San Jerónimo en oración (Figura 9), se aparta ostensiblemente del mundo que ve el espectador del cuadro y se sumerge en la contemplación meditativa de los símbolos cristianos.

¿Quién tiene razón, el que mira el mundo profano o el que le da la espalda, el que condena el mundo exterior o el que se adentra en él? Hay aquí un conflicto de puntos de vista y actitudes ante el mundo, que en última instancia nos recuerda que la representación del paisaje en el siglo XVI está atravesada por una alternativa brutal, que puede presentarse en forma de dos preguntas: ¿debemos estar en el mundo terrenal y dónde, y cómo, debemos estar allí? ¿Debemos mirar el mundo y cómo debemos mirarlo?

Sin embargo, sería erróneo ver en ello una simple oposición entre lo sagrado y lo profano, entre lo religioso y lo profano: esta bipolaridad del paisaje trata de la salvación del alma y de las pruebas a las que debe someterse. Y la alternativa permanece abierta.

Así, frente a San Jerónimo, el siglo XVI situará, por ejemplo, a Tobías (la historia se encuentra en la versión Vulgata del Antiguo Testamento). Tobías, acompañado por Rafael (el ángel de la guarda, el patrón de los viajeros), el arcángel que conoce todos los senderos, llanuras y montañas, va a ir hasta Media (noroeste de Irán), y en los caminos de tierras extranjeras va a poner a prueba su fe. Tobías es la historia de un joven que abandona la casa de su padre ciego para cumplir el deseo paterno, que actúa según la caridad, que sigue las enseñanzas de Dios, que gracias a ello expulsa al demonio del cuerpo de la mujer que se convertirá en su esposa, y que luego regresa a la casa familiar con la sustancia que devolverá la vista a su padre. Es una historia de ceguera, de ser puesto a prueba y de volver a ver gracias a la fe, pero en el mundo, en un viaje por el mundo. La salvación también puede hallarse en el mundo, cuando actuamos con justicia en él, como nos recuerda la historia de Tobías, y como muestran, por ejemplo, los dibujos de Tobías (Tobie) Verhaecht (Figura 10).

Figura 10. Tobías Verhaecht, Paisaje con Tobías y el ángel, 1617.

El paisaje del siglo XVI no es siempre un lugar de pérdida, sino también un lugar donde el alma encuentra finalmente la salvación. Un mundo habitable.

#Referencias bibliográficas

»Bembo, P. (1551). Rerum venetarum historiae, libri XII, Libro VI. Venecia.

»Blumenberg, H. (2018). Paradigmas para una metaforología. Madrid: Editorial Trotta.

»Dardel, E. (2013). El hombre y la tierra: Naturaleza de la realidad geográfica. Madrid: Biblioteca Nueva.

»De las Casas, B. (1552). Historia general de las Indias. Tomo 1.

»De Nicolay, N. (1576). Les navigations, pérégrinations et voyages faicts en la Turquie. Anvers: Imprimeur du Roy.

»Du Vair, G. (1592). La philosophie morale des Stoïques. Paris: Chez Abel l’Angelier.

»Dugué, Y. (1638). Brief discours de la manière de voyager. Bourges: Vve M. Levez.

»Hume, D. (2001). Tratado de la naturaleza humana, Albacete: Libros en la Red.

»Koyré, A. (1979). Del mundo cerrado al universo infinito. Madrid: Editorial Siglo XXI de España Editores.

»Nunes, P.(1537). Tratado da sphera, Lisbona (fac-simile J. Bensaude, Munich, 1915).

»Peucer, G. (1551). Elementa doctrinae et circulis coelestibus et primo motu. Wittenberg: ex officina Iohannis Luftii; 1563, fol. Gr.

Jean-Marc Besse / jmbesse12@gmail.com

Jean-Marc Besse es director de investigación en el CNRS y director de estudios en la EHESS. Sus intereses de investigación incluyen la historia de las representaciones y prácticas del espacio y la teoría del paisaje, así como la epistemología del conocimiento geográfico en los periodos moderno y contemporáneo. Es presidente de la Comisión de Historia del Comité Français de Cartographie (CFC). También es codirector de la revista Les Carnets du paysage. Entre sus libros figuran Les Grandeurs de la Terre. Aspects du savoir géographique à la Renaissance (2003); Face au monde. Atlas, jardins, géoramas (2003); Le goût du monde. Exercices de paysage (2009); Habiter. Un monde à mon image (2013) [Traducción al español: Habitar (2019); La nécessité du paysage (2018); Voir la Terre (reeditado en 2022); Forme du savoir, forme de pouvoir. Les atlas géographiques à l’époque moderne et contemporaine (2022); Y a-t-il une raison des cartes? (2023).


1. Este texto es una continuación del seminario que tuvo lugar en la ciudad de Buenos Aires entre el 25 y el 29 de septiembre de 2023, titulado “Metáforas de la Tierra. Imaginarios geográficos de la época moderna y contemporánea (siglos XVI-XXI)”, organizado por el Centro Franco Argentino de Altos Estudios y la Universidad de Buenos Aires. Me gustaría agradecer a Carolina Martínez y a Christophe Giudicelli el haber hecho posible este seminario. Asimismo, agradecer a los y las participantes del seminario, cuya presencia y comentarios fueron muy estimulantes. Este texto corresponde a la segunda sesión del seminario.

2. Juste Lipse, De la constance, L. I, cap. 9, tr. fr. 1594, Tours.

3. “Reconocemos que [los antiguos] descubrieron (invenere) muchas ciencias útiles para la humanidad [...]. Pero también dejaron muchas otras sin explicar, que ahora transmitimos íntegramente a nuestros descendientes. Y si miramos más de cerca, no cabe duda de que nuestros descubrimientos (inventa) igualan y a menudo superan a los de los antiguos. [...] Ellos tuvieron que limitarse a la cuenca mediterránea, mientras que nuestros contemporáneos dan la vuelta al mundo (orbis) cada año en sus numerosos viajes [...]. De ello se deduce que [...] todos los hombres están interconectados y participan maravillosamente en la República Universal (Republica mondana), como si fueran una misma ciudad”. Jean Bodin, Methodus ad facilem historiarum cognitionem, París, 1566, cap. VII, pp. 359-360.