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Facultad de Ciencias Políticas y Sociales. Universidad Autónoma de Querétaro, México.
Recibido: 29 de agosto de 2017. Aceptado: 29 de agosto de 2018.
Este ensayo propone una relectura de lo que ha sido el “ordenamiento del territorio” como actividad de control y organización de las actividades humanas en el espacio por el Estado capitalista moderno. Esta nueva lectura se hace a la luz de lo que se ha llamado la Geografía Humanista que plantea nuevos interrogantes a la relación entre los territorios y sus sociedades, que no fueron tomados en cuenta por el pasado en los ensayos de ordenamiento en diversos países. La intención de este ensayo es entonces, la de generar un debate sobre el sentido mismo del ordenamiento y sus formas de aplicarse, confrontando posiciones epistemológicas diversas sino adversas.
Palabras clave: Ordenamiento Territorial. Geografía Humanista. Relación Hombre-Naturaleza.
This essay proposes a rereading of Land Planning as an activity of control and organization of human activities in space by the modern capitalist state. This new reading is made in the light of what has been called the Humanistic Geography that raises new questions about the relationship between the territories and their societies, which were not taken into account in the past by the planning activities of different countries. The objective of this essay is to generate a debate about the very meaning of Land Planning and its forms of application, confronting diverse and adverse epistemological positions.
Keywords: Land Planning. Humanistic Geography. Man-Nature Relationship.
Palavras-chave: Ordenação Territorial. Geografia Humanista. Relacionamento Homem-Natureza.
La desintegración del modelo fordista en los países desarrollados y de su proxi aplicado en los países latinoamericanos ha provocado una recomposición territorial sin precedentes a escala mundial. La nueva división international del trabajo, el postfordismo o la mundialización, son solo algunas lecturas posibles y en ocasiones complementarias de un proceso sin precedentes por el cual el capitalismo ha buscado –desesperadamente– la salida a una crisis que no solo no cede, sino que se reactiva de manera recurrente.
El territorio ha sido usado como soporte de nuevas estrategias competitivas: dislocando, por ejemplo, la producción en fragmentos territorialmente articulados gracias a las nuevas tecnologías de información y comunicación (TIC), y por una reorganización y tecnificación mayor de los sistemas de transporte y de la logística de la movilidad; también se ha seguido la vía de recrear o reforzar distritos industriales, como aquellos que tuvieron éxito a inicio del siglo XX; se ha insistido en la competitividad de los territorios y en la necesidad de construir o reforzar los factores de competitividad de los mismos, más allá de sus tendencias naturales: en breve, se ha pasado de un uso relativamente indistinto del territorio a una verdadera ciencia del mismo para fines de productividad, competitividad y supervivencia del modelo capitalista, aplicando la inteligencia territorial definida como la aplicación de procedimientos y técnicas en la producción, captación, organización, representación y análisis de datos en vista a mejorar el aprovechamiento competitivo del territorio.
Estos esfuerzos dieron ciertos frutos: la Tercera Italia ha sido vista como modelo paradigmático de la potencialidad de los distritos industriales en los 90 y dio lugar a una serie de intentos de crear distritos industriales en América Latina; hoy esa vía parece extinta o, por lo menos, sin posibilidad de proliferación masiva. También el postulado de que puede haber territorios del conocimiento ha dado ciertos resultados, asociándose al manejo de la inteligencia territorial antes mencionada.
Por otro parte, se ha asistido a una brutal explotación de los recursos naturales, los cuales se han visto como botín para la supervivencia estratégica de las naciones. Un nuevo extractivismo organizado en gran escala pone en tela de juicio las organizaciones anteriores de los territorios afectados, su estructura y manejo ambiental, sus paisajes y la supervivencia misma de las poblaciones que los habitan.
El territorio está sufriendo claramente una crisis profunda y los espacios de vida han perdido calidad, mientras que la naturaleza sufre una descomposición radical. Con todo, los Estados nacionales, los cuales solían proponerse poner orden y organizar el territorio o por lo menos remediar parcialmente a sus deficiencias de funcionamiento, han perdido credibilidad; más aún, han abdicado de muchas de sus funciones tradicionales frente al capital y sus empresas que defienden un libre mercado absoluto a lo largo y ancho de los territorios susceptibles de ser explotados.
En este ensayo, haremos una relectura de lo que ha sido el ordenamiento del territorio como actividad de control y organización de las actividades humanas en el espacio por el Estado capitalista moderno. Esta nueva lectura la haremos a la luz de lo que se ha llamado la geografía humanista que plantea nuevos interrogantes a la relación entre los territorios y sus sociedades, que no fueron tomados en cuenta por el pasado en los ensayos de ordenamiento en diversos países. La intención de este ensayo es generar un debate sobre el sentido mismo del ordenamiento y sus formas de aplicarse confrontando posiciones diversas.
El papel del hombre en la tierra es habitarla. Este acto de habitar no se puede resumir a la edificación material ni tampoco al solo hecho de residir en él. Es el acto más profundamente humano que puede existir, por el cual el ser humano se sitúa en el mundo material y se vuelve, en términos heideggerianos, un ser-en-el-mundo. Esta constatación de orden filosófico debería definir nuestra concepción misma del rol de la humanidad con relación al espacio.
Es lo que ha propuesto Eliseo Reclus, el geógrafo anarquista francés decimonónico cuando afirmó que “El hombre es la naturaleza que toma conciencia de sí misma” (Reclus, 1913:6). Tal afirmación, en buena medida premonitoria de los planteamientos ambientalistas actuales, no ha sido tomada en cuenta por el modelo económico capitalista que ha inducido una disociación mayor entre el hombre y el espacio natural. La misma surge del hecho de que la naturaleza y también el espacio humanizado no son vistos como parte de la humanidad, sino como un conjunto de recursos y de soportes con los cuales es posible jugar para maximizar las ganancias. Esta visión de corte materialista, rompe entonces con la articulación fundamental entre espacio y sociedad.
Martín Heidegger articula tres aspectos que pueden parecer disjuntos a primera vista: construir, habitar y cuidar. Para el filósofo alemán construir es parte del habitar, es el medio para habitar; además, el ser humano debe cuidar lo que hace y construye en el sentido positivo de cuidar de, o sea, procurar para. En términos similares menciona Honoré que “Esta manera de habitar se desempeña según dos modos, el edificar y el procurar, limitar, proteger, cuidar del crecimiento” (1996:84).
Si los humanos habitan construyendo y cuidando, pueden entonces gozar del hábitat que habrán diseñado, edificado y procurado para su máxima felicidad. Pero todos sabemos que eso es utópico, porque una de las características más negativas de la humanidad ha sido su extraordinaria capacidad de destrucción: las sociedades han construido destruyendo a veces sus propios medios de subsistencia. Las guerras, el uso extensivo e intensivo de las tierras de cultivo hasta agotarlas, la movilidad intensa de seres y bienes y ávida de combustibles fósiles, todo ello ha evitado que la humanidad proteja como lo debería esta tierra-hábitat de la cual, según Reclus, ella es la dimensión pensante y, por ende, la que debería elaborar estrategias de cuidado. Como bien lo señaló Marx y recobró Marshall Berman (1988), el capitalismo destruye para poder avanzar en un perpetuo reiniciar.
El concepto de ordenamiento del territorio merece entonces ser interrogado en su esencia desde la perspectiva anterior. Podemos aceptar que el territorio es el espacio modelado por la humanidad, aunque queda la pregunta de saber dónde está la humanidad en este proceso de ordenamiento.
La voz ordenamiento es la que provoca más interrogantes. Vale la pena detenerse a indagar cómo se ha traducido la expresión en varios idiomas, lo que podrá revelar las intenciones sutiles atrás del concepto: en alemán se usa la palabra orderung, es decir ordenar, poner en orden, definir claramente quizás a la prusiana, lo que debe estar, cómo y dónde. De esta raíz el castellano ha sacado las dos versiones usadas en el mundo iberoamericano de ordenamiento del territorio o de ordenación del mismo. Ambas voces en su derivación del orderung alemán, dejan subentendido la presencia del desorden, del caos, por lo que resulta necesario poner orden. ¿Pero qué orden? ¿El orden de quiénes? Se regresará sobre estas preguntas posteriormente.
Por otra parte, la voz francesa de aménagement du territoire tiene una connotación distinta ya que proviene de aménager, voz que significa arreglar, cuidar de, acomodar, etc. Faire bon ménage, en francés, significa acomodarse bien entre varios interesados. Además, la voz ménage remite a una pareja, personas que se instalan en un hogar, se mettre en ménage, en francés…todo ello sugiere un trasfondo mucho más discreto, acomodador, que la voz ordenamiento que exhala un diktat desde arriba.
Puede parecer una reflexión secundaria la búsqueda de la etimología de la expresión ordenamiento del territorio. Sin embargo, no es fútil, porque expresa la esencia misma del proceso que se pretende ejercer sobre el territorio.
Frente a esta forma de pensar el ordenamiento, consideramos que la geografía humanista es capaz de aportar una visión diferente de cómo enfocar la relación de las sociedades con su entorno, a partir de sus planteamientos epistemológicos.
La geografía humanista suele plantear que la construcción del conocimiento debe hacerse de manera constructivista, como acompañamiento y participación, y no desde las alturas de una ciencia que se encuentra desarticulada de la vida cotidiana. De hecho, estamos viendo en la práctica que el ordenamiento suele ser un proceso construido desde el exterior, es decir, exógeno a la realidad y no articulado con la misma. A esta forma de ver las cosas, la hemos llamado una visión “exocéntrica” (Hiernaux y Lindón, 2004). El planteamiento de la geografía humanista parte justamente de una posición contraria: la necesidad de una visión egocéntrica, esto es centrada sobre o parte del proceso y no distante del mismo, visión que, con toda evidencia, debe partir de los actores.
Se hace patente entonces la contradicción entre un enfoque de ordenamiento desde arriba, y la necesidad de construir un manejo del territorial que debería ser egocéntrico. Esta es la hipótesis central de este ensayo, y se tratará de demostrar porqué se ha construido la práctica del ordenamiento de esta manera –desde una visión lejana y distante– para reflexionar posteriormente si es factible alcanzar esa práctica diferente a la cual refiere la geografía humanista.
La voluntad de deconstruir el concepto de ordenamiento del territorio desde la geografía humanista obliga a volver primero a la causas de la puesta en práctica del mismo ordenamiento: las llamadas condiciones del caos.
El filósofo italiano Remo Bodei, en una obra reciente, recuerda que por milenios ciertos lugares fueron vistos como loci horridi, sitios que inspiraban el terror a los humanos. Posteriormente, desde principios del siglo XVIII y en el contexto del Romanticismo, los mismos lugares fueron percibidos como sublimes, con una mezcla de placer y goce estético, pero al mismo tiempo de miedo. Basta recordar a Humboldt y sus consideraciones sobre la estética del mundo y nuestra manera de percibirla, en su introducción a su magna obra Cosmos. Así, la percepción de las montañas, del mar y de la naturaleza salvaje en general, desde su carácter sublime “(…) eleva a las personas por encima de su animalidad instintiva […]… impide que se entreguen a la banalidad cotidiana, cultivándolas y haciéndolas más proclives a experiencias intelectuales y emotivas profundas” (Bodei, 2011:13-14).
Sin embargo, el siglo XIX prontamente vino a transformar esta percepción de lo sublime, deconstruyendo esa visión de la naturaleza. El acento puesto sobre el crecimiento a partir de la revolución industrial sirvió para reificar –transformar en cosas– la naturaleza. De esta manera, la naturaleza se ha podido fragmentar en porciones apropiables o no, sean ríos, recursos minerales, bosques, aire, etc. La integración de los estos fragmentos en una naturaleza compleja, violenta, pero al mismo tiempo generosa de la cual el ser humano es parte integrante, su cabeza, su mente pensante, no tuvo más curso en el pensamiento decimonónico, salvo en contadas obras y autores como el mismo Reclus.
La desintegración del concepto de naturaleza es entonces hija de la modernidad cuando, como lo han comprobado antropólogos y filósofos, la misma era el centro de la cosmovisión de las sociedades tradicionales. Crear taxonomías botánicas por ejemplo, como lo hicieron los Enciclopedistas y, a su turno, Humboldt a raíz de su expedición americana, adquiría sentido desde la construcción de un conocimiento científico detallado y sin duda necesario. Sin embargo, simultáneamente, ensanchó y confortó una manera de ver el mundo como fragmentos, una visión propia de la modernidad. Ciertamente Humboldt tenía una perspectiva holista de Cosmos, pero no dejó de seguir los caminos que la Ilustración le había trazado, por lo que se le puede considerar como el primer geógrafo moderno.
La fragmentación de la naturaleza conduce también al desentendimiento de la relación que sustenta la humanidad con el espacio, sea natural o humanizado: el ser humano puede volverse entonces un predador de lo que no siente ya como suyo, en lo cual no participa, porque se ha vuelto distante de su existencia. Esta disociación plantea también la desarticulación del sentido del habitar a la manera de Heidegger y ciertamente impide una sana relación entre el hombre y su medio, una imposibilidad total para habitar en poeta según la expresión del mismo autor.
La modernidad capitalista ha propiciado entonces la desintegración de la cosmovisión tradicional de las comunidades del pasado. Ha puesto al humano en la posición elevada de un actor omnipotente, con pleno y soberano derecho para reorganizar su entorno, colocar sus actividades donde mejor le reditúa, hacer fructificar las partes reificadas de la naturaleza y del entorno humanizado que el mismo ha creado.
En breve, mientras que las sociedades tradicionales construían y habitaban para vencer el caos de manera colectiva y solidaria, sustentada en una cosmovisión que sabía tomar la medida de la tierra y de las potencialidades del humano, la modernidad capitalista tomó el camino inverso. Regresó al caos previo al orden planteado en la relación entre mundo físico y mundo divino, a usos erráticos de la tierra, a una infinita diversidad sin control de los modos de producir, crear riqueza y acumularla.
Los perdedores fueron las mayorías que no participaron sino como agentes subalternos y dominados en este proceso de regreso al caos, quienes no tuvieron voz en la definición del rumbo, si es que rumbo hubo más allá de la depredación. También el territorio resultó ser un gran perdedor: se rompieron los mecanismos ancestrales de control de los ciclos naturales, se destrozaron las sutiles alianzas entre porciones y componentes del territorio, en breve, se transformó el mismo en una suerte de caja de resonancia de todos los errores fatales que dos siglos de modernidad industrial voraz lograron producir y siguen produciendo.
Los mecanismos de ajuste fueron pocos y además aleatorios: abandono de sitios que no producían lo suficiente (como las minas, por ejemplo) para en ocasiones volverlos a poner en explotación cuando se inventó la tecnología adecuada y las condiciones del mercado lo hacía rentable; implosión voluntaria de inmuebles en altura cuando no eran habitables por razones diversas; destrucción y reconstrucción de viviendas sobre el mismo sitio para garantizar la ganancia, como la renovación urbana lo ejemplifica. En síntesis, el mismo capitalismo moderno se armó de una panoplia de instrumentos de ajustes, que pudieron incluir el desplazamiento de las actividades como se ha visto con la producción industrial desde hace unas décadas; y lo que es más, desplazamientos sin remordimientos y sin ni siquiera seguridad de quedarse mucho tiempo en el nuevo sitio.
La humanidad vive hoy en el caos y para el caso de la ciudad de México parecería, según planteó Carlos Monsiváis, que ya pasamos a la etapa post-apocalíptica. Este caos territorial se acompaña de una serie de guerras aparentemente menores que solo se explican por un intento de recomposición de fuerzas geopolíticas que ponen en juego la paz mundial.
Frente a ese territorio mundial devastado, la sociedad se ha planteado la intención de ordenar el caos, no desde cosmovisiones religiosas como se hacía en el pasado, sino desde la racionalidad científica, erigida en regla central de optimización del uso del territorio. Esto es el punto de partida de lo que se llamó y se sigue llamando el ordenamiento territorial.
Cierta forma de racionalización del territorio ha existido desde siempre entre las sociedades por primitivas que pudieran parecer: evitar el agotamiento de los recursos mediante la rotación de cultivos, por ejemplo; controlar el agua como lo lograron los habitantes prehispánicos de la región central de México; elaborar morfologías urbanas y arquitectónicas susceptibles de mantener la frescura y, en general, la habitabilidad de las moradas y de los asentamientos urbanos, todo ello muestra de una autentica capacidad para controlar el territorio, a través de una racionalidad implícita del quehacer de las sociedades. Los saberes vernáculos fueron efectivos en el mantenimiento de una relación relativamente armónica entre las sociedades y sus territorios. Ello no quiere decir que esas sociedades no tuvieron desatinos en su manejo del espacio y la naturaleza: los errores llevaron su carga de destrucciones naturales y de pérdida de vidas humanas, pero sobre el largo plazo habrá que reconocer que se construyó cierta sabiduría vernácula que permitió mantener un equilibrio favorable tanto a la reproducción natural como a la social.
Este proceder no solo ha permitido la permanencia a través del tiempo de ciertos géneros de vida, sino también y a la vez de los paisajes autóctonos que le son asociados; como lo subraya John Brinckerhoff Jackson,
Esta necesidad universal –y capacidad universal– de organizar el espacio, de dividirlo en microespacios y reunirlos en macroespacios, es una evidencia clara que hay una naturaleza humana común, inmutable. Pero cada época, cada sociedad desarrolla un tipo propio y único de organización social. (2010:73).
Las diversas racionalizaciones del territorio que encontramos en las sociedades del pasado se derivaban de dos dimensiones fundamentales: en primer lugar, un conocimiento profundo y detallado del espacio ocupado por esa sociedad, en otros términos, una geografía autóctona aunque precientífica. Enseguida, una cosmovisión que determinaba reglas del juego para mantener una relación adecuada entre el grupo social y las divinidades, a la vez que entre el primero y la naturaleza en el espacio en el cual se insertan.
Con lo que se afirmó anteriormente, es fácil entender que la modernidad ha roto con los dos principios: en primera instancia el conocimiento del territorio se ha vuelto académico, es decir, reservado a una élite intelectual que hace y deshace sobre el conocimiento de la tierra; esto a despecho de la existencia de saberes y geografías personales que, por muy intuitivas que sean, son la esencia del comportamiento individual sobre la faz de la tierra. Es lo que Yves Lacoste calificó como la geografía de los profesores, muy distinta del conocimiento del ser común, de la geografía personal de cada persona, sea entendida como sabiduría respecto del entorno o como forma de enfrentarlo en su quehacer diario. En esa tesitura, Paul Claval distingue la geografía como práctica, saber-hacer, y saber empírico como “saber banal, al alcance de cada uno” (Claval, 2012:29) de la geografía como ciencia.
Claramente, salvo en pueblos con profundas convicciones religiosas, las cosmovisiones tradicionales han desaparecido bajo el maremoto de la racionalidad científica, la cual también escapa al control del ser humano comunicorriente.
De tal suerte, la manera de hacer con el territorio no puede ser otra que una intervención manejada desde ciertos grupos que tienen y controlan el conocimiento y además el poder, o están cercanos al mismo. Se trata de un estrato de tecnócratas y políticos. Otra solución no podía parecer factible, ni pensable siquiera.
A partir de la segunda mitad del siglo XIX empezó entonces a imperar la idea de que era necesario ordenar el caos: tanto desde perspectivas paternalistas hacia los perdedores del modelo, como para garantizar un mejor aprovechamiento del territorio. Las propuestas utopistas florecieron y algunas lograron imponerse como modelos realizables, como es el caso de las ciudades-jardín, originadas en los conceptos propuestos por Ebenezer Howard. Navegando entre pragmatismo e idealismo, numerosos proyectos empezaron a plantear la necesidad de controlar el espacio, de poner orden en un territorio cada vez más brutalmente desigual en lo social y explotado al extremo en lo económico.
Pero para lograr semejante replanteamiento de la relación de la sociedad capitalista con su territorio, era necesario que se pasara del Estado liberal, asentado en el principio del laissez-faire, a otro que expresaría firmemente su derecho a ordenar el territorio desde el poder que le es otorgado por la sociedad a través del proceso de representatividad y legitimidad política. Es a partir de la crisis del 29, quizás uno de los momentos más negros y caóticos de la historia reciente de la humanidad, que se llegó a asumir plenamente la necesidad de esta intervención estatal.
Habrá que recordar que ciertos regímenes políticos que hoy no son bienvenidos se habían adelantado a lo que sería una realidad en el mundo capitalista, después de la Segunda Guerra Mundial: nos referimos al sistema soviético después de la Revolución de Octubre 1917 y el régimen nazi impuesto por Hitler sobre la decadente Alemania de la República de Weimar. Parece un ultraje reunir a ambos regímenes bajo una misma connotación hacia el ordenamiento. No es así: si bien en un primer tiempo el régimen soviético pretendía mejorar la economía del país y contribuir al bienestar de sus habitantes, rápidamente se volvió un organizador brutal del territorio. Los campesinos murieron por millones bajo el régimen férreo de Lenin y Trotsky en la recomposición del campo ruso, mucho antes que Stalin acabe la colosal y sanguinaria obra de reconstitución de un territorio nuevo para un hombre nuevo.
A su turno, y aunque lo manejó sin duda desde una perspectiva diferente, el régimen nazi alemán aplicó principios de ordenamiento del territorio para reactivar la economía, pero también para dar curso a la mayor maquinaria de exterminio que jamás se conoció en la historia, la organización del holocausto. En el ordenamiento nazi participaron destacados personajes como el geógrafo Walter Christaller, cuya fama en nuestras tierras proviene de su Teoría de los Lugares Centrales; su oscuro pasado nazi fue bien escondido, aunque no lo suficientemente para que el gobierno americano no le vetará la inmigración a los Estados Unidos después de la guerra.
Después de la segunda guerra mundial, como ya se señaló, varios países sintieron la necesidad de poner orden en sus territorios y sus economías devastados por los hechos bélicos. La influencia de la planeación económica y territorial soviética fue evidente en estos procesos y, como era de preverse, inquietó profundamente a los Estados Unidos que plantearon un modelo diferente, bautizado planeación democrática, que difundió por toda América Latina para contrarrestar las experiencias en curso en Europa, más marcadas por el socialismo realmente existente.
Sin embargo, como varios estudios lo demuestran, los países latinoamericanos acabaron por dejarse tentar por el canto de las sirenas ordenadoras. Brasil y en cierta forma México, son ejemplos significativos de estos procesos (Cabrales, 2010; Hiernaux y Torres, 2008; Massiris, 2005). Frente a los cambios provocados por el crecimiento intensivo (el milagro brasileño o el milagro mexicano, entre otros) de las décadas de bonanza hasta los setenta, se intensificó el recurso al ordenamiento territorial, en parte sostenido por una estrecha relación con el modelo francés y sus principales exportadores, como ha sido el caso del geógrafo Michel Rochefort para Brasil. No pretendemos hacer ahora la historia del ordenamiento del territorio, esta ha sido abordada en diversas obras y no es la finalidad de este ensayo.
Más bien, la cuestión central que nos parece pertinente en el marco de este ensayo es la siguiente: ¿Cuáles son las principales características de este modelo de ordenamiento territorial que se ha implantado en América Latina y que pretendemos deconstruir a partir de una lectura diferente desde la geografía humanista?
En primer lugar, estamos hablando de un modelo que pretende imponer una cierta racionalidad a los procesos caóticos que engendra el capitalismo, procesos aún más complejos cuando se propician en sociedades desintegradas por el coloniaje y las dominaciones que sufrieron previo a sus independencias. La esencia de esta racionalidad dista de ser clara: frente a una economía de mercado creciente, tanto formal como informal, que descompone sociedad y territorio, ¿cuál debe ser la racionalidad central? Esta pregunta ha sido el objeto de arduos debates de cuño político entre quienes defendían la necesidad de impulsar el crecimiento y quienes abogaban por una mayor justicia social. Estos debates, alimentados por los grandes discursos ideológicos de las décadas pasadas, no condujeron a ningún resultado sino a compromisos prácticamente imposibles como alcanzar el crecimiento con distribución. La pregunta queda abierta.
En segundo lugar, se está frente a un modelo de intervención en el territorio que parte de una visión desde arriba. Ésta, planteada desde las alturas de la Ciencia con mayúscula, pero también desde un punto de visión geográfico distante del territorio, es decir, a escala pequeña, otorga al territorio un tratamiento superficial que suele ser resuelto solamente a través de indicadores cuantitativos. Desde esta perspectiva, una región es industrial o rural, una porción del territorio es reserva natural o zona edificable, un barrio urbano es residencial o de uso mixto, y en cada caso, identificado por un color o un achurado particular.
Es el reino de la cartografía tradicional que ha sido ampliamente usada para este tipo de manejos, así como de la estadística que envenenó el conocimiento del territorio con seudos descubrimientos sobre la marginalidad, el producto territorial y semejantes indicadores. ¡Qué lejos se está en estos casos y manejos de la realidad cotidiana de un territorio! Como un piloto lanzando una bomba sobre una ciudad desde tal altura no puede ver los resultados mortales de su acto, el ordenador del territorio o planificador del territorio, como se quiera llamarlo, ignora la realidad que planifica, que diseña, que pretende ordenar. Solo puede aspirar, a esa escala, a reconocer ciertos principios generales de funcionamiento del territorio (en cuanto a la particular relación entre sociedad y espacio) pero ignora la riqueza de lo minúsculo. Y, sin embargo, es en estos gestos cotidianos, esas prácticas espaciales que realizan los individuos para sobrevivir, para producir, para gozar de la existencia, que reside el más útil conocimiento del territorio, tanto en sus dimensiones materiales como simbólicas.
En tercer lugar y concomitante con lo anterior, el ordenamiento que se suele realizar en nuestros países, remite más a un enfoque grupal que individual. Eliseo Reclus planteó, como una ley del territorio, que era a partir del individuo que se construía el territorio, que el individuo era el actor primero de la transformación del mismo. Tenía razón, pero no frente a la razón utilitarista del mercado capitalista ni del racionalismo científico que pretenden ordenar el territorio. Hoy debemos pensar si una planificación ejercida desde arriba, sin contar con el individuo ni con la multitud entrelazada de individualidades que construyen el territorio cada día, en cada segundo, puede ser realmente capaz de dar frutos.
Para remediar a este reclamo al ordenamiento tradicional, se han construido mecanismos de participación a la planeación que son ficticios: ex ante, se pretende conocer los intereses de la gente común a través de encuestas y técnicas de campo diversas; ex post se les presenta documentos tecnocráticos que, por lo general, no entienden y que acaban aceptando bajo presión y con algunas enmiendas que no cambian la esencia de la propuesta. Claro, pueden existir casos exitosos de participación social, así como casos de rechazos completos de ciertos proyectos; y también puede parecer legítima la pregunta de saber ¿qué otro procedimiento puede aplicarse para garantizar que la propuesta coincida con las necesidades y los anhelos sociales? Si bien, esto parece una propuesta honesta y una pregunta justa, lo que está en tela de juicio es el fundamento mismo del proceso: cuando se parte de una visión alejada de la sociedad y su territorio, cuando el sujeto está ausente del proceso de pensar un territorio diferente, no parece existir efectivamente otra vía que la consulta, el mecanismo más socorrido de políticos y tecnócratas para vender la idea de que su propuesta es socialmente aceptable, aun si algunos se oponen.
Repensar el ordenamiento desde una visión diferente tiene implicaciones profundas que no son un simple lifting de una antigua práctica. El ordenamiento como práctica corresponde a una época, una forma de pensar el Estado y sus intervenciones y ciertos modelos ideales de territorio que no tienen curso en la actualidad.
Pero repensar el ordenamiento no significa, de ninguna manera, dejarse llevar por el laissez faire propio de liberalismo y usado como pantalla por el neoliberalismo para enmascarar intervenciones que facilitan la expansión de un cierto modelo de economía y de sociedad. Por lo contrario, la situación actual de los territorios heridos por prácticas incorrectas, requiere de una intervención, pero totalmente diferente.
En primer lugar, como lo plantean muchos autores como Neil Smith es indispensable un trabajo sobre el territorio que sea multiescalar y transescalar (Smith, 2002). El ordenamiento tradicional distinguía los niveles de intervención como hojas de papel superpuestas, pero no conectadas: cada plan se traducía en un plano, y ese era el documento rector. La articulación entre región, microrregión, ciudad y barrio solo eventualmente entraba en línea de cuenta en el discurso, pero no en las prácticas. Esto es el resultado también de sistemas de gestión jerárquicos y estáticos. La realidad actual necesita una acción que permita circular entre escalas, desde las chicas a las grandes. Cada escala tiene ciertamente su problemática particular pero asociada y asociable con las escalas superiores o inferiores. Para ello, el juego tradicional de las escalas propias de la concepción tradicional de la cartografía, llevó a un desentendimiento radical entre problemáticas, como si fueran separadas a cada escala. Curiosamente también, fueron profesionistas de disciplinas divergentes los que coparon los espacios de decisión en cada caso; solo a manera de ejemplo y de manera un tanto esquemática, puede afirmarse que la escala de la región fue manejada esencialmente por economistas o planificadores económicos aliados con geógrafos; la escala urbana por geógrafos, ingenieros y urbanistas; la barrial, por arquitectos, urbanistas y antropólogos con trabajadores sociales.
Lo transescalar debe ser resuelto por reflexiones que se han construido de forma adecuada por ciertas disciplinas y, por ejemplo, la propuesta de los hologramas que Navarro (2004) desarrolla desde la sociología y Lindón (2007) desde una perspectiva geográfica, puede pensarse como una forma convincente de enfrentarla.
La segunda condición para renovar el ordenamiento debería ser también reflexionar sobre su nombre mismo: como lo mencionamos antes, el carácter eminentemente duro y autoritario de la voz merece ser suavizado para ser aceptado, tanto por los promotores de una mayor flexibilidad por medio del mercado, como por una población cada vez más reticente a un autoritarismo que raya en la militarización de las sociedades. No es solo una cuestión de mercadotecnia de venta del concepto, sino la necesidad de un giro real en las implicaciones implícitas del concepto tal y como se debe manejar en la actualidad.
Como tercera reflexión, interponemos el tema de la visión, de la posición de los tomadores de decisión y antes mismo, de los diseñadores de las políticas: como lo subrayamos en otro trabajo y comentamos anteriormente, las miradas al territorio han sido esencialmente exocéntricas (Hiernaux y Lindón, 2010), lo que significa que los actores toman una posición desprendida de la realidad, que supone que su voz es mejor porque es más y mejor informada y que pueden hablar en representación de los demás, los afectados. Es lo que justifica que la participación se reduzca a momentos limitados de presentación de los resultados antes de que un real diálogo entre diseñadores de políticas y población-sujeto. Así, más que como sujeto, la población afectada es entendida como un objeto entre muchos. Esta suerte de reificación de la población consiste entonces en una negación de su voz, como si no existieran condiciones para que la misma pudiera hablar.
Ello también surge de un mal entendido (voluntario o no) del origen del conocimiento del espacio. Como bien lo subraya Paul Claval, existe un conocimiento vernáculo o directo del territorio, propio de cada cultura. Este no es el conocimiento que se produce a partir del trabajo científico. De tal forma, frente a las elucubraciones de una geografía científica por ejemplo, existe una verdadera geografía vernácula, propia e indispensable para el habitar de la población: si bien la posición del autor es algo optimista con relación a la posible articulación de ambas formas de producción del conocimiento, otros opinan que no es así, que la diferenciación es cada vez mayor entre conocimiento vernáculo y conocimiento científico, como entre cultura popular y cultura de élites.1 Ello se debe, entre otros factores, a que la geografía científica muestra una confianza ciega en todo lo que es producto del conocimiento científico: más instrumentos sofisticados se usan, más tecnología se ve implicada y mejor se cree que será el resultado. Por su parte, más basado sobre el sentido común es el conocimiento del cual dispone el habitante del planeta, más seguro de su posición se siente frente a un producto tecnológico con el cual no percibe estar implicado ni representado.
Lo anterior lleva a la siguiente reflexión: una forma de intervención que sea solamente sustentada en visiones exógenas conducirá a un divorcio real y creciente con la población y a un casi seguro fracaso de los ejercicios correspondientes de intervención.
La visión que proponemos se basa entonces en una posición egocéntrica, la cual definimos como una forma de actuar sobre el territorio y sobre todo sobre su población, que se sustente en un actuar más delicado, respetuoso del conocimiento local, capaz de integrarlo en el conocimiento llamado científico, no como un dato complementario de corte etnográfico, sino como una realidad concreta, un dato quizás más duro que las propias estadísticas porque está sustentado en un conocimiento directo del territorio. Esto implica una capacidad de estar a la escucha de los demás, lo que propone la geografía humanista particularmente desde una perspectiva más constructivista.
No debería de haber entonces especialistas, es decir, una clase de letrados que sea capaz de dictar la verdad, sino acompañantes de la población que traten lo más posible de integrarse a la misma de manera suave para producir un conocimiento consensual. Unos esfuerzos se han hecho en este sentido, entre otros, con el uso de la cartografía participativa. Ello no es idealista ni menosprecia la existencia de conflictos reales o potenciales en la misma comunidad. Pero no vemos cómo pudiera ser posible llegar a propuestas viables de no existir un diálogo entre las partes en conflicto, dentro de un proceso democrático, para llegar a converger sobre propuestas consensuales.
No cabe duda que un mecanismo de este tipo implica además que la formación profesional debe ser revisada, no solo en relación a los conocimientos formales que deben ser adquiridos, sino desde la redefinición del papel del profesionista –lo que implica cuestiones de ética, de moral y de capacidad para conjugar fuerzas–, en vez de aquella que lleva a una dominación por el conocimiento alejado de la realidad, del sujeto y su territorio planificado.
Una dimensión, sin lugar a duda esencial desde posiciones humanistas en geografía, es la defensa de la relevancia de una subjetividad individual y colectiva de los individuos como personas y como parte de una colectividad. Mientras sigue sin parar una suerte de construcción casi religiosa de una nueva Razón Científica, por ejemplo a través de la Geomática, resulta necesario interrogarse sobre el motivo real de semejante tendencia. Parece indicar que la razón científica es la razón del poder, en el sentido de lo que afirmaba hace cincuenta años Yves Lacoste: la geografía sirve al poder, y sus instrumentos son instrumentos de poder (Lacoste:1977). Por lo mismo, quizás más que de una aberración, debemos afirmar que ese proceso es solo un reforzamiento del poder de ciertos sectores sociales sobre la producción del conocimiento científico, en este caso, geográfico.
Lo anterior no es ajeno a lo que ocurre en nuestras universidades, cuando observamos que son las ciencias duras las favoritas del poder, las que reciben sendas gratificaciones con proyectos multimillonarios, mientras que las ciencias blandas son relegadas por improductivas. En geografía lo mismo ocurre cuando vemos el desarrollo sin precedentes, pero también sin ton ni son, de una geografía neo-cuantitativista que Capel llama la “neogeografía”, al respecto de la cual señala: “Pensar que la neogeografia es ciencia geográfica hace una pésima contribución a la geografía” (Capel, 2012: 434).
Por otra parte, la inclusión de la subjetividad en la geografía no debe verse como un simple ejercicio para suavizar las tendencias duras; es un giro radical que debe ser aprehendido lo antes posible, como unos autores ya lo hacen, para entender mejor las formas de habitar del ser humano. No se trata de escribir una nueva historia de la humanidad a partir de su subjetividad, ni de negar la importancia de la materialidad como ciertos extremos de esta tendencia parecían querer hacer. Por el contrario, es a una justa articulación entre materialidad y subjetividad a la que debemos apuntar.
En este contexto, uno de las dimensiones de la subjetividad que consideramos más importante, es aquella de los imaginarios. Como bien lo subraya Joan Nogué (2012) no solo se asiste a una difuminación de los imaginarios, sino que es urgente plantear la necesidad de reconstruir imaginarios desde la población para enfrentar los retos de la urbanización actual y de la destrucción concomitante de la naturaleza. Para ello, las consultas tradicionales no permitirán llegar a ninguna parte: lo que demanda la recuperación o construcción de imaginarios es un trabajo en profundidad con aquellos que habitan el territorio estudiado, como lo propone por ejemplo Michel Roux (2002). Ya sea para pensar el futuro de áreas montañosas, de franjas costeras o de barrios urbanos, los imaginarios son un insumo decisivo para reconstruir una identidad local en torno a cierto paisaje, un modo de funcionamiento particular de un grupo local en su ámbito territorial; en síntesis, para impulsar una cohesión sociedad-territorio en vista a una actitud identitaria y proyectiva del territorio y de la misma sociedad hacia un futuro posible y deseado.
El ordenamiento tradicional, como se entendía en los años gloriosos del crecimiento y modernización de nuestras economías y sociedades, ha pasado a la historia; fue un momento de grandes idealismos sin duda. A la vez, de sonadas proezas técnicas y de intervenciones faústicas que fueron tan negativas como los procesos que ese ordenamiento pretendía rectificar.
Hemos tratado de mostrar que la geografía humanista puede ofrecer una lectura diferente de la intervención organizada de las sociedades para modelar su territorio. Quizás modelado territorial sea la expresión más adecuada para nombrar ese proceso, en vez de ese ordenamiento de tan prusianas connotaciones.
Partir del territorio habitado, de los gestos del individuo, de sus sentires, de su forma vernácular de entender y posteriormente resolver su peculiar entendimiento con la naturaleza, debe ser el sustento de ese modelado del territorio. Pensar las dimensiones materiales pero también subjetivas de la apropiación del mismo resulta esencial. Evitar las visiones exocéntricas, distanciadas de las personas y de los micro-gestos de apropiación, es a la vez un reto que debe ser enfrentado.
El objetivo profundo de la revisión de cómo debe concebirse y operar el ordenamiento del territorio debe llevar a definir cómo regresar una dimensión humana, sino humanista, a nuestro entorno, habitándolo con el cuidado y el esmero que se merece. Éste es el mensaje que encontramos en toda la obra de Yi-Fu Tuan, en particular cuando señala que: “…los intelectuales apenas pueden influir en la sociedad en general, a menos que su línea de pensamiento beba de la experiencia vital y las creencias de la gente de a pie” (Tuan, 2005:160). Estas son las condiciones para volver a transitar por los senderos de la utopía (Fremeaux y Jordan, 2011).
Finalmente, planteo desde ahora la necesidad de un amplio debate en torno a las nuevas formas de gestión del territorio en la época actual: Encuentros entre defensores de las nuevas tecnologías, geógrafos críticos y humanistas, políticos, grupos sociales y activistas pueden ser de utilidad para avanzar en repensar ese modelaje del territorio que no podemos seguir manejando desde los planteamientos tradicionales, tampoco desde una subjetividad excluyente o una tecnicidad fría e impersonal y menos desde los intereses del mercado.
Daniel Hiernaux / danielhiernaux@gmail.com
Doctor en Geografía por la Universidad de Paris III, la Sorbona Nueva. Su actividad académica se ha desarrollado por muchos años en la Universidad Autónoma Metropolitana de la ciudad de Mexico y, desde 2013, en la Universidad Autónoma de Querétaro. Sus principales líneas de investigación son la epistemología de la geografía; la geografía del turismo y la geografía urbana; su tema de investigación central actual es la turistificación y gentrificación de los centros históricos latinoamericanos.
1 Personalmente, el autor de este texto concuerda con la opinión de que la brecha entre el desarrollo científico y, en particular, las nuevas tecnologías asociadas con el territorio (con el uso de los drones, por ejemplo). ignoran de manera creciente a las geografías personales y, en un sentido más general, a las personas como tal, las cuales son cada vez más privadas de su intimidad y manipuladas por la captación y uso indebido de datos personales (big data) para fines políticos o comerciales, como lo demuestra el caso de Cambridge Analitics. Un acuerdo parece insostenible, por lo menos en el estado actual de las cosas.