Pierre Rosanvallon (2020).
Buenos Aires: Manantial, 290 páginas.
Silvana Ablin
Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires, Argentina.
Para Rosanvallon, “El populismo revoluciona la política del siglo XXI”. Y, “aunque el término aparezca por todos lados”, desde Chávez en Venezuela, Podemos en España, hasta los casos más conservadores de Le Pen en Francia, Salvini en Italia, Trump en Estados Unidos u Orbán en
Hungría, “la teoría del fenómeno no se encuentra
en ninguno”.
¿Cómo teorizar un fenómeno tan diverso sin simplificarlo? ¿Cómo construir su historia? ¿Cómo alcanzar una crítica desde sus lenguajes, en su propio campo de acción? Son éstos los temas y las preguntas que atraviesan el libro. Para desandarlos, Rosanvallon trabaja en tres tiempos: la “anatomía” del populismo, su historia y su crítica. Pero la temporalidad del texto que responde a estos problemas es, en un doble sentido, global. Global, porque el populismo es la “ideología ascendente del siglo XXI”; y no solo un rasgo de la política latinoamericana, que emergió en el siglo XX con Vargas, Cárdenas, Gaitán o Perón. Y, en este sentido, es también global porque no es un fenómeno aislado sino parte de la historia de las democracias modernas.
El trabajo es muy valioso. Primero, porque innova en la forma de teorizar al populismo. También, por la actualidad de un tema a escala mundial, analizado en sus aspectos políticos y sociales; desde la experiencia histórica de hombres y mujeres, sus exclusiones, conflictos e imaginarios, que redefinen las reglas de una vida en común. Y, no menos importante, por su valor historiográfico. Ya que efectivamente la novedad de su teoría radica en aprehender al populismo desde una historia conceptual de la democracia. Una historia para nada lineal ni progresiva, que expresa el modo en que cada época resuelve las cuatro aporías de la democracia: cómo se construye la figura del pueblo toda vez que es gobernado por leyes universales, cómo se lo representa, cuál es la forma de la democracia, cómo se define la igualdad. Así, cada momento histórico reelabora el “campo de lo posible” y “lo pensable”, las reglas del juego político, sus “controversias” y “conflictos” (Rosanvallon, 2003: 16, 45-46). Este tablero de los problemas políticos de una época es el enfoque de la historia conceptual de Rosanvallon,
desplegado en investigaciones anteriores en las que abreva este libro (Rosanvallon, 1999, 2003, 2004, 2012, 2015).
Entender al populismo a escala planetaria no es nuevo. Como advierte Rosanvallon, el problema es caer en infinitas tipologías, describir los rasgos más o menos autoritarios de sus líderes, o emplear términos peyorativos para caracterizarlos, “iliberales”, “contra democráticos”, tal como él mismo hiciera en La contrademocracia (Rosanvallon, 2007). Su perspectiva ahora es construir un solo tipo ideal de populismo, armar su cuerpo desde adentro como una de las formas de la democracia, para diferenciar, luego, populismos con políticas redistributivas o conservadoras, con discursos imbuidos en tradiciones marxistas o fascistas (Mélenchon o Le Pen, consecutivamente, en Francia).
Desde fines del siglo XX, el aumento de la exclusión social, y el rechazo a los partidos tradicionales y al relato “pueblo-clase”, hizo emerger esa “anatomía” populista, que estructura las aporías de la democracia desde cinco “elementos invariantes”. La concepción de un “pueblo-Uno”, no clasista, atravesado por una heterogeneidad de demandas “equivalentes” frente a sus enemigos, externos (organismos internacionales de crédito, inmigrantes) o internos (las oligarquías, el poder económico concentrado). Una “democracia polarizada”, apoyada en una legitimidad electoralista, que desvaloriza, por falta de este carácter, a los cuerpos intermedios (la justicia, los medios de comunicación), acusados de manipular al pueblo, cuyos intereses, en cambio, justificarían referéndums por la reelección presidencial indefinida o límites a la justicia. La representación entendida como la encarnación de la “voluntad general” en un “hombre-pueblo”. La igualdad, como una ideología “nacional proteccionista”, no solo económica sino identitaria: la afirmación de la “soberanía” del pueblo en una supuesta esencia nacional contra el diferente, el inmigrante o los organismos supra nacionales. Y un “régimen de pasiones y emociones”, con discursos simples y conspirativos que circulan en las redes o en acciones más directas, otorgándole sentido y esperanza a quienes sufren sembrando “sospechas” hacia los poderosos, fomentando una “atmósfera” política de la “cancelación”.
Esta teoría, que distingue entre “nosotros” y “ellos”, se apoya, en parte, en el análisis del discurso y en conceptos de Ernesto Laclau (la lógica de la diferencia y la equivalencia, los significantes vacíos) y de Chantal Mouffe (el antagonismo, que retoma de Carl Schmitt). Pero, mientras estos autores encuentran en la articulación de las demandas de un pueblo frente a sus enemigos a una democracia más “auténtica” que la liberal, Rosanvallon desmonta los presupuestos populistas: el plebiscito es “irreflexivo”, carece de la rendición de cuentas de los representantes; la reelección indefinida deriva en “democradura”, un poder democrático pero “irreversible”; el “pueblo-Uno” antagonista invisibiliza las complejidades sociales y dificulta acuerdos redistributivos. Además, puede señalarse que Laclau adopta una perspectiva atemporal: como el populismo es democrático más allá de su régimen político, incluiría tanto a Mussolini, Mao, Vargas o Perón. En cambio, para Rosanvallon, es un movimiento y un régimen político históricamente situado.
Porque la historia del populismo es el motor de su teoría. Pero no la historia de la palabra, expuesta en el anexo del libro, que incluye los populismos ruso y norteamericano del siglo XIX. Tampoco es una historia intelectual sobre el modo en que fue teorizado en el tiempo; sino la de algunos momentos que anticipan rasgos de la anatomía populista del siglo XXI (el cesarismo de Luis Napoleón, el período 1890-1914 en Europa y Estados Unidos, los populismos latinoamericanos), para ser explicados desde esa otra historia conceptual más global de las aporías de la democracia.
Destaco desde esta perspectiva el modo en que el populismo construye a un pueblo, su ideología y materialidad. Para Rosanvallon, el pueblo es “inhallable”, toda vez que se expresa en múltiples dimensiones del “pueblo cuerpo cívico”, figura que reemplaza al rey: el “pueblo electoral”, el “pueblo social” (siempre plural y dividido en manifestaciones, opiniones, minorías), y el “pueblo principio” (los derechos universales del hombre que garantizan la igualdad de los “márgenes”, de todas las voces). Al darle un contenido al “pueblo-Uno”, articulando sus demandas contra sus enemigos, el populismo cierra la tensión entre “pueblo cuerpo cívico” y “pueblo social”, dejando identidades sin nombrar, desvitalizando la palabra del individuo “cualquiera”. ¿Cómo se explica, entonces, su fuerza y atractivo? Porque este unanimismo es, además, una ideología “nacional proteccionista” que defiende la supuesta esencia del pueblo contra sus enemigos, anticipada en el panfleto Contra los extranjeros (1893) de Barrès en Francia, y hacia 1870 en la reacción contra la inmigración asiática y el segregacionismo racial en Estados Unidos. Y, sobre todo, porque el pueblo es “palabra encarnada”, sus demandas se materializan en el cuerpo del líder. El populismo no es el culto a la personalidad de un líder sino a un líder que se “despersonaliza”, para “hacer presente” al pueblo y materializar el rostro de cualquiera, de todas las exclusiones, de género,
de pensiones y trabajos mal pagos, y más distantes de los hogares, del “sufrimiento del otro”. Su antecedente es el “cesarismo” de Luis Napoleón, que incorporó el plebiscito a la historia de la democracia moderna y visitaba talleres, granjas, barrios pobres, encarnando al pueblo en su persona, concepción que escribió en su propia historia de Julio César. No es Roma, sin embargo, el origen de este fenómeno sino el modo en que es traída como un laboratorio para el siglo XIX. Y, sobre todo, es el “laboratorio latinoamericano” el que ilumina la idea de “hombre-pueblo”, con la frase de Gaitán en Colombia: “Yo no soy un hombre, soy un pueblo”, que influenció a Perón y a los populismos de los siglos XX y XXI.
Si el tratamiento que da Rosanvallon a la historia latinoamericana del siglo XIX puede parecer simplificador; si los antecedentes del populismo en esta región no fueron explorados como lo hace para los casos europeo y norteamericano, su perspectiva aporta un marco de análisis muy estimulante para sumar nuevas aristas a las investigaciones que encuentran, por ejemplo, en el radicalismo argentino o en la política mexicana, previos a 1930, anticipaciones del populismo posterior.
El libro de Rosanvallon es también una herramienta para repensar las formas cambiantes de las democracias modernas del pasado y del presente, reinsertando en ellas los “momentos populistas”, y para intentar comprender las experiencias sociales actuales tan complejas y angustiantes.
Bibliografía
»Rosanvallon, P. (1999). La consagración del ciudadano. Historia del sufragio universal. México: Instituto Mora.
»Rosanvallon, P. (2003). Por una historia conceptual de lo político. Buenos Aires: FCE.
»Rosanvallon, P. (2004). El pueblo inalcanzable. Historia de la representación democrática en Francia. México: Instituto Mora.
»Rosanvallon, P. (2007). La contrademocracia. La política en la era de la desconfianza. Buenos Aires: Manantial.
»Rosanvallon, P. (2012). La sociedad de los iguales. Buenos Aires: Manantial.
»Rosanvallon, P. (2015). El parlamento de los invisibles. Barcelona: Hacer.