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Sin expensas no podrá haber diputados. El debate en torno de las dietas en el Congreso General Constituyente de las Provincias Unidas del Río de la Plata en Sud América (1825)

Marcela Tejerina1

Departamento de Humanidades, Universidad Nacional del Sur, Argentina.
Correo electrónico: mvtejerina@gmail.com.

Fecha de recepción: 14 de diciembre de 2022
Fecha de aceptación parcial: 19 de abril de 2023
Fecha de aceptación definitiva: 16 de mayo de 2023

Resumen

A lo largo del trabajo analizamos las connotaciones políticas del debate sobre las dietas de los diputados que tuvo lugar en el Congreso General Constituyente de las Provincias Unidas del Río de la Plata a mediados de 1825. Lo hacemos bajo el supuesto de que dicho debate no solo dio cuenta del proceso de profesionalización de la política mediante la definición de la figura del legislador. También visibilizó los condicionamientos fiscales o hacendísticos de las provincias para asegurar su representación en el congreso, así como sus reticencias para contribuir a la configuración de una renta nacional que la respaldara. Verificamos, además, que, por ello mismo, tal debate evidenció la creciente contraposición entre las dos concepciones políticas que comenzaban a delinearse con mayor claridad en el congreso, sus estrategias y contradicciones internas en orden a acordar un sistema bajo el cual organizar un centro de unidad.

Palabras clave: dieta, Congreso 1824-1827, provincias, representación política, diputados.

Without allowances, there can be no deputies. The debate on per diems in the General Constituent Congress of the United Provinces of the Río de la Plata in South America (1825) 

Abstract

In this paper we analyze the political connotations of the debate on deputies’ allowances that took place in the Constituent General Congress of the United Provinces of the Río de la Plata in mid-1825. We do so under the assumption that this debate not only accounted for the process of professionalization of politics through the definition of the position of the legislator. It also made visible the fiscal and financial constraints of the provinces to ensure their representation in Congress, as well as their reluctance to contribute to the configuration of national revenue that would support it. We also verified that, for this very reason, such debate highlighted the growing opposition between the two political views that were beginning to be more clearly defined in Congress, their strategies, and internal contradictions with the aim of reaching an agreement on a system for organizing a center of unity.

Keywords: allowances, Congress 1824-1827, provinces, political representation, deputies.

“Los diputados que vengan al congreso deben ser expensados porque sin expensas no podrá haber diputados, al menos no podrá haber muchos […]” Intervención del diputado Julián Segundo de Agüero, sesión del 8 de agosto de 1825 (Ravignani, 1937b: 112).

Introducción

A despecho de los estudios clásicos en torno de la década de 1820 y, según ha observado Geneviève Verdo (2021), en los últimos años diversas cuestiones atinentes al Congreso General Constituyente de 1824-1827 han concitado la atención de los historiadores.2 Así, entonces, se ha profundizado no sólo sobre sus principales debates, su trasfondo conceptual y las posiciones en pugna, sino también sobre el trabajo propiamente institucional. A ello, por otra parte, la propia autora suma el punto de vista de los imaginarios que se pusieron en juego y las culturas políticas en oposición.

Proponemos en este trabajo poner el foco en las condiciones materiales que rodearon el funcionamiento del congreso y preguntarnos por el lugar que le cupo en los debates al problema del financiamiento de la política anclado, en este caso, en el tema de las dietas de los diputados.

La palabra dieta para identificar a la ayuda de costas de los diputados –señala Julio V. González (citado por Levaggi, 1969)– comenzó a utilizarse en España hacia el año 1810 (p. 53). Según el Diccionario de la Lengua Castellana, en su edición de 1822, uno de los significados del término dieta remitía al “salario que gana cada dia un juez de comisión, informante” y la voz salario al “estipendio que se da á todos los que ejecutan algunas comisiones ó encargos por cada dia que se ocupan en ellos, ó por el tiempo que emplean en fenecerlos” (RAE, 1822). El “salario de procuración” en la península refería a la suma que recibían para gastos y gestiones los procuradores de las ciudades con votos en Cortes y, más adelante, en las Cortes liberales de Cádiz se mantuvo una retribución equivalente. Finalmente, con la Constitución de 1812 la asignación de una dieta quedó legitimada, siguiendo el ejemplo de lo dispuesto durante la revolución francesa para los diputados que ejercían la función legislativa. Mediante la manutención de los representantes y, fundamentalmente, la de aquellos que no pudieran proveérsela por sus propios medios, se buscaba que todos pudieran estar presentes y hacer escuchar su voz en la asamblea (Casals y Casals Bergés, 2021: 526).

En forma reciente, historiadores interesados en las primeras etapas constitucionales de los estados modernos en España e Hispanoamérica han llamado la atención sobre la relevancia del tema de las dietas. Entendemos que el hecho de que dicha problemática se haya manifestado para la misma época tanto en España como en Chile, México o el Río de la Plata, constituye una evidencia más de los desafíos que, como afirma Ternavasio (2022), eran comunes tanto a las nacientes repúblicas americanas como a las monarquías constitucionales europeas. Nacidas de las revoluciones liberales, la mayoría se hallaba en proceso de afianzar la representación política fundada en el principio de la soberanía popular.

Es así que los aspectos relativos al pago de los diputados han sido asociados al proceso de profesionalización de la política y la consiguiente definición de una nueva y distinta ocupación, la del legislador, enmarcada en una variedad de cuestiones, tanto de naturaleza moral como material, incluidas aquellas vinculadas al honor, al altruismo, las incompatibilidades o la corrupción entre los representantes de los pueblos (Casals y Casals Bergés, 2021; Joignant, A. y Godoy, 2010).3 Asimismo, el sostenimiento de los representantes ha sido presentado como emergente de las profundas dificultades económico-financieras que debieron enfrentar los nacientes gobiernos liberales y sus implicancias políticas. Mientras que, en el primer imperio mexicano, funcionó como objeto de disputa entre quienes defendían la idea de un ejecutivo fuerte y aquellos que pretendían la preponderancia del legislativo (Garrido Asperó, 2013), en el Río de la Plata revolucionario se convirtió en uno de los condicionantes para la integración de las repúblicas urbanas al nuevo andamiaje político institucional que comenzó a delinearse con la vacatio regis sobre la base de los principios del autogobierno y representación (Tejerina, 2021).

Bajo esta última línea analítica, y en particular para esta ocasión, nos interesamos por las connotaciones políticas del debate sobre las dietas de los diputados que tuvo lugar en el Congreso General Constituyente de las provincias unidas del Río de la Plata a mediados de 1825. Y lo hacemos bajo el supuesto de que dicho debate no solo dio cuenta del proceso de profesionalización de la política mediante la definición de la figura del legislador. También visibilizó los condicionamientos fiscales o hacendísticos de las provincias para asegurar su representación en el congreso, así como sus reticencias para contribuir a la configuración de una renta nacional que la respaldara. Consideramos, además, que, por ello mismo, tal debate evidenció la creciente contraposición entre las dos concepciones políticas que comenzaban a delinearse con mayor claridad en el congreso, sus estrategias y contradicciones internas en orden a acordar un sistema bajo el cual organizar un centro de unidad. Desde ese punto de vista, entonces, la cuestión abierta en torno de las dietas de los diputados se presenta como un observatorio desde el cual aproximarnos a las múltiples dificultades materiales que se plantearon en el proceso de constituir la nación.4

La solicitud del diputado por Catamarca y sus antecedentes

La cuestión de las dietas de los diputados se planteó en la sesión del 7 de junio de 1825, con la presentación de una nota del diputado por Catamarca, Manuel Antonio Acevedo, fechada el 1 de mayo de dicho año (Ravignani, 1937b: 5). En ella solicitaba al congreso que se hiciera cargo de una dieta que la provincia no había podido afrontar. De hecho, observaba que, de los tres diputados que le correspondían a Catamarca de acuerdo a su población, el gobierno solo había podido enviarlo a él, y con cierta demora, pues recién se había incorporado a principios de marzo, tres meses después de iniciadas las sesiones.

En el proceso de construcción de un sistema representativo, no era esta la primera vez que se planteaba el problema del sostenimiento de los diputados.5 En tanto sujetos de representación, desde los comienzos del proceso revolucionario, se había entendido que eran los cabildos los responsables de asegurar la manutención de quienes, con carácter de apoderados, los representaría en las distintas instancias de gobierno. Para ello, la Primera Junta había impuesto los criterios.

Durante la asamblea del año XIII, al establecerse que los diputados de los pueblos debían ser considerados diputados de la nación, se entendería que éstos no solo quedaban eximidos del mandato imperativo de los pueblos que los habían elegido. En forma implícita, sus dietas también quedarían a cargo del gobierno central, que las afrontaría con los recursos de la aduana del puerto de Buenos Aires. Con ello no solo podría asegurar la representación de todas las ciudades, sino también su apoyo, su control o su disciplinamiento.

Para la reunión del congreso en Tucumán no hubo discusión respecto de la naturaleza de la representación política. Si bien el número de representantes se fijó de acuerdo a la cantidad de habitantes de los distritos, los representantes juraron en nombre de sus respectivos pueblos (Hirsch, Sabato y Ternavasio, 2020: 41). Sin embargo, el directorio también terminó abonando las dietas de varios diputados. Las crecientes imposiciones propias de la revolución y la guerra hacían de las dificultades para reunir los recursos para tal asignación tanto un problema para los ayuntamientos, como un condicionamiento para quienes resultaban elegidos y una oportunidad para el avance de la facción centralista que accionaba desde la capital.

A principios del año 1820 otro fue el escenario. El gobierno central había desaparecido y, en su lugar, las repúblicas provinciales habían comenzado a institucionalizarse bajo pautas modernas. Estas nuevas provincias se organizaron alrededor de las ciudades principales o subordinadas de las antiguas provincias borbónicas, y sus respectivos entornos rurales, y se constituyeron como verdaderos Estados soberanos, organizados través de sus propios reglamentos, estatutos o constituciones, y sus respectivas salas de representantes. No es menor el hecho de que estos nuevos Estados mantuvieran la antigua denominación de provincias; esto demostraría su sentido y voluntad de pertenencia a un todo mayor (Agüero, 2019). Nunca más se plantearía la posibilidad de retornar a una monarquía, la opción siempre sería la de una república representativa, la discordia se plantearía en torno de la forma de Estado, algunos lucharían por la unidad de régimen y otros por un Estado federal o confederal (Chiaramonte, 1993).

A poco de avanzar la década de 1820, la organización constitucional se volvió imperativa, el contexto internacional así lo señalaba. La posibilidad de que Gran Bretaña reconociera la independencia de las Provincias Unidas y se atuviera a un tratado de paz y amistad hacía necesaria la existencia de una unidad político-estatal con la cual concretarlo. La efectiva incorporación de la Banda Oriental al imperio del Brasil, con posterioridad a su independencia de Portugal en 1822, amenazaba con convertirse en una fuente de conflicto a la que convenía que las provincias hicieran frente en forma conjunta. En respuesta a la convocatoria de la provincia bonaerense, las nacientes repúblicas provinciales realizaron las elecciones correspondientes. Varias, sin embargo, empezaron a mostrar grandes dificultades para completar su representación. Entre ellas, la de Catamarca.

La proporcionalidad de la representación de las provincias para el congreso convocado en 1824 se había establecido conforme al Reglamento provisorio del 3 de diciembre de 1817, que había dispuesto la elección de un diputado cada 15.000 habitantes o una fracción que excediese los 7.500 (Ravignani, 1962: 37). Bajo estas condiciones, Catamarca no era, ni con mucho, la única con dificultades para el envío de la totalidad de sus representantes. En Córdoba, por ejemplo, ante el deplorable estado de las rentas de la provincia y la imposibilidad de recolectar fondos para dotarlos, el Congreso Provincial había autorizado al gobernador para solicitar un empréstito al gobierno de Buenos Aires. No obstante, luego se optó por recurrir a la caja de propios y los fondos de escuelas y policía, así como a nuevos impuestos sobre apuestas y visitas a tiendas y pulpería (Ferrer, 2015). Aun así, hacia principio de 1825 solo habían enviado a la mitad de su representación (Ravignani, 1937b: 123). Santiago del Estero, por su parte, y según informaba su diputado, Vicente Mena, había elegido a la totalidad de sus representantes, pero en los poderes otorgados dejaba claro que no contaba con fondos para dotarlos. Aclaraba por ello que, si el congreso quería que se hicieran presentes, “él designase la cantidad y fondos de que habían de ser dotados” (Ravignani, 1937b: 109). El gobierno de San Luis, por otro lado, al que le correspondían dos diputados, había informado el envío del único que podía costear según sus fondos.6 En respuesta, el ministro de gobierno de Buenos Aires, don Bernardino Rivadavia, le recomendaba que gestionara la totalidad de su representación, ya que era probable que el congreso proveyera para su sostenimiento.7 No era la primera vez que al gobierno puntano se le dificultaba la obtención de fondos para el pago de dietas y viáticos de sus representantes a las reuniones generales (Tejerina, 2021). Tampoco lo sería para la mayoría de los pueblos que concurrirían al congreso de 1824-1827. Sin embargo, sí era la primera vez para Catamarca.

Según indicaba el diputado Acevedo, Catamarca nunca había tenido que recurrir a un auxilio para el sostenimiento de sus diputados. Ni siquiera lo había hecho en ocasión del congreso reunido en 1816 en Tucumán, cuando la mayor parte de los pueblos había decidido aceptar la ayuda del gobierno central para aquellos que, perjudicados por las incursiones enemigas o por otras causas, no podían hacerse cargo de las dietas de sus representantes. Y ello, a pesar de que ya se distinguía bien claro la declinación de su prosperidad, como lo demostraba el hecho de que todavía le debieran a Acevedo la suma de 4.991 pesos, en calidad de dietas por sus servicios en aquel congreso (Ravignani, 1937bb: 5). Hacia 1825, proseguía diciendo el diputado, la situación de Catamarca se había modificado drásticamente, tanto como había ocurrido en la mayor parte de las provincias, agobiadas por las continuas crisis políticas y la consecuente decadencia económica. Fuera por los efectos políticos de la disolución del gobierno central o por la concurrencia extranjera y su competencia en los mercados, Catamarca vería decaer su agricultura, industria y comercio en forma ominosa.8 Bajo estas circunstancias, el gobierno catamarqueño sólo había asignado por viáticos a su diputado unos 400 pesos, 200 que habían reunido con grandes dificultades y 200 que se habían librado contra el gobierno de la provincia de Buenos Aires, pero que aún no se le habían entregado por falta de una ley que lo avalara. Mientras tanto, se le había ordenado que residiera cerca del congreso, y que se le consignaran por dietas las que el cuerpo nacional pudiera otorgarle. El diputado declaraba hallarse sumamente abochornado de tener que realizar un planteo de esta naturaleza. Desde su incorporación al congreso había demorado casi tres meses en decidirse a presentar la nota. A él se lo había convocado para servir a su pueblo, no era a él a quien correspondía realizar tal reclamo, a él solo le correspondía “recompensa de mi trabajo é indemnización de mis pèrdidas” (Ravignani, 1937b: 118). Así expuesto, y en atención a que el congreso aún carecía de un fondo propio, el diputado inicialmente no reclamaba la satisfacción perentoria de sus expensas, sino solo una declaración del congreso sobre la asignación de una dotación que le permitiera realizar ciertas previsiones a futuro.9

La solicitud del diputado dejaba expuestas las múltiples aristas del problema al que se enfrentaba el congreso. A partir de allí, se produciría un debate tan profundo y complejo que excedería con mucho el tema particular que lo había desencadenado. La discusión no solo abordaría las calidades que tenía que tener un diputado, la justicia o conveniencia de su congrua o los criterios para establecerla, sino, fundamentalmente, quién o quiénes debían asumir la responsabilidad de su sostenimiento y las implicancias políticas de tal decisión. Es que el tema no sólo remitiría a la (in)capacidad de las provincias de hacerse cargo de la manutención de sus representantes con las rentas provinciales y a la (in)existencia de un tesoro nacional. Terminaría aportando al “núcleo de los conflictos políticos rioplatenses”, el de la soberanía de los pueblos frente a la soberanía de la nación (Chiaramonte, 2007: 223). Y este se convertiría en el fondo de la cuestión.

Una cuestión de fondos o el fondo de la cuestión

En agosto de 1825, dos meses después de la presentación del diputado catamarqueño y en un confuso dictamen con el que se pretendía darle alguna respuesta de emergencia, la Comisión de Negocios Constitucionales hizo patente el dilema que planteaba la búsqueda de una solución a un problema que ponía en peligro la legitimidad representativa del congreso.

El dictamen del 6 de agosto llevaba la firma de Gregorio Funes, diputado por Córdoba, José Miguel Zegada, por Jujuy, y Valentín Gómez, Manuel Antonio Castro y Mariano Andrade, representantes de Buenos Aires (Ravignani, 1937b: 106).10 Según Funes, presidente de la comisión, se había partido de la idea de que no solo se debía asegurar que la representación nacional tuviera el decoro que le correspondía, sino también el quorum necesario para sustentar la fuerza y respetabilidad de sus resoluciones (Ravignani, 1937b: 108). Ahora bien, en tanto los diputados eran funcionarios públicos de la nación, planteaba Funes, era ésta la que debería asumir el pago de sus dietas. Sin embargo, a la fecha se carecía de “un fondo propio nacional”, mientras las provincias disfrutaban del mismo patrimonio con el que contaban antes de la disolución del gobierno nacional en 1820. Sin embargo, varias de ellas tampoco podían hacer frente a aquellos compromisos debido a sus cortos ingresos. Por tanto, la comisión proponía un “auxilio no muy grave á la nación, y al mismo tiempo compatible con la carencia de fondos” (Ravignani, 1937b: 106). Y ello, a través de un proyecto de decreto que, por superficial e impreciso, generaría variadas críticas y un profundo debate.

El proyecto proponía, en primer lugar, dotar solo a los diputados incorporados al congreso cuyas provincias hubieran expuesto no contar con los fondos disponibles para dotarlos. Y los fondos se devengarían del plan de arbitrios que se le había exigido al poder ejecutivo para la organización y sostén del ejército nacional que se había creado recientemente por ley. Para ello se recomendaba que el poder ejecutivo insistiera ante las provincias para que cuanto antes remitieran el detalle de sus rentas, propiedades, y demás recursos públicos que se les había solicitado a tal fin (Ravignani, 1937b: 106).

Iniciado el debate, el porteño Juan José Paso fue el primero en discutir la oportunidad, pertinencia y relevancia de una propuesta que ponía a un mismo nivel las necesidades de los diputados indotados con las de un país que se hallaba luchando denodadamente para reunir los fondos suficientes para hacer frente a una guerra inminente (Ravignani, 1937b: 107).11 Paso introducía de este modo una disyuntiva que, para otros, como Funes, no tenía fundamento, si se contemplaba que era tan importante que el congreso proveyera medios para la guerra “como lo es el que los provea para que haya congreso, ò que á lo menos tenga el número necesario” (Ravignani, 1937b: 110).

Las dificultades para reunir la cantidad mínima de representantes constituían una preocupación constante que se apoyaba en los datos de la realidad. Al iniciarse el congreso, ninguna delegación había estado completa (Souto, 2017: 346) y, casi un año después, Córdoba solo estaba representada por tres de los seis o siete diputados que le correspondían según su censo y Buenos Aires solo con seis de los nueve que, no solo le correspondían, sino que también ya estaban nombrados (Ravignani, 1937b: 257). Por otro lado, también había que tener en cuenta las inasistencias. Durante el primer año, el porcentaje de asistencia había oscilado entre el 76% y el 80%, y en el segundo, entre el 58% y el 83%. Ninguna sesión contaría con asistencia perfecta, siempre se registrarían ausencias, con y sin aviso, así como licencias (Souto, 2017: 346-347).

En consonancia con la idea de promover la presencia y participación de la mayor cantidad de diputados posible, el proyecto también fue criticado por los diputados porteños, Julián Segundo de Agüero y Valentín Gómez. El primero reprocharía el haber restringido la asignación a aquellos cuyas provincias habían expuesto la imposibilidad de dotarlos, en lugar de facilitar las expensas de todos los que deberían hacerse presentes de acuerdo a la población y censo de sus provincias. El segundo reforzaría esta crítica y plantearía la idea de volver a pensar en una vía que asegurara la presencia de la mayor cantidad de diputados posible y, de este modo, brindar mayor legitimidad y aceptación a la constitución del Estado que se pretendía sancionar (Ravignani, 1937b: 112 y 115).

Lo que más dudas ocasionaba era la posibilidad de reunir la suma requerida mediante un plan de arbitrios que estructurara un fondo nacional a partir de los bienes de las provincias, las mismas provincias, observaba Juan José Paso, que enviaban a sus diputados “sin haberse dignado darles alguna parte de asignación” (Ravignani, 1937b: 107-108). Dudas similares planteaba Agüero, sobre lo que entendía era una magra dotación supeditada a la formación de un fondo “que no sabemos cuando, ni como, ni de donde ha de salir, señores, es ridículo efectivamente…” (Ravignani, 1937b: 112). Esta opinión también era compartida por otros diputados bonaerenses, como Estanislao Zavaleta y Valentín Gómez. En su defecto, Zavaleta proponía suspender el tratamiento del proyecto hasta la sanción de una ley que obligara a las provincias a proveer a la nación con fondos para dotar a los diputados (Ravignani, 1937b: 111). Gómez, por su lado, urgía al congreso a encontrar alguna alternativa al arbitrio provisorio, incluida, como último recurso, la posibilidad de que fuera la provincia de Buenos Aires la que se hiciera cargo de asistir en forma provisoria a los diputados incorporados que no estuvieran dotados por sus respectivas provincias. Y ello, pese a que la legislatura bonaerense había “decretado honorablemente” que sus propios diputados en el congreso no gozaran de sueldo alguno (Ravignani, 1937b: 114-115).

Pero ¿cuántas provincias habían expuesto la falta de fondos para dotarlos? Rápidamente había quedado evidenciado que, hasta esa fecha, no había habido ninguna presentación formal por parte de las provincias. Solo habían llegado noticias indirectas, ya fueran a través de los propios diputados, como el de Catamarca,12 o porque constaba en los poderes por ellos presentados, como había ocurrido con el de Santiago del Estero. A ellos, no obstante, se irían sumando otros casos de diputados indotados, como el del mismo José Miguel Zegada, miembro de la comisión responsable del dictamen.13 El caso de San Luis, como hemos visto, no contaba, porque en esa oportunidad la provincia había decidido enviar solo al diputado que podía costear. Tampoco contaba el de Mendoza, que había decidido retirar a uno de sus dos diputados y dejar en su representación solo a Francisco Delgado (Ravignani, 1937b: 124). Las noticias acerca de las provincias que hubieran expuesto la falta de fondos disponibles para dotar a sus diputados eran tan vagas para los presentes como lo era la cantidad de diputados incorporados efectivamente al congreso. Había, asimismo, algún otro, como Manuel Pinto, diputado por Misiones, que había ofrecido servir sin dieta (Ravignani, 1937b: 171).

Ante esta situación, observaba Gómez, y la posibilidad de que, como se había sugerido, los gastos finalmente recayeran sobre la provincia de Buenos Aires, era imprescindible asegurar que la asignación del congreso solo se ciñera a aquellos que efectivamente lo necesitaban y requerían, sobre todo porque, se insistía, los diputados de aquella provincia servían sin sueldo (Ravignani, 1937b: 121). Si salía el ejército de la provincia de Córdoba, afirmaba, esta podría contar con un sobrante de rentas que le permitiría enviar a los diputados que le faltaban para completar su representación.14 La de Tucumán, por su parte, acababa de celebrar un contrato de minas ventajoso, cuyo 18% le proveería el crédito suficiente para poder negociar sobre él la dotación de sus diputados. Catamarca había hecho igual acuerdo y la de Salta, si bien no había hecho contrata de minas, había abierto su comercio al Perú (Ravignani, 1937b: 123).15 Pese a que, en este caso, no se mencionaba a los pueblos de Cuyo, también en 1824 habían iniciado negociaciones para la explotación de sus minas a través de capitales ingleses representados por Hullet Hnos. y Cía (Rees Jones, 2008).

Al respecto, Agüero entendía que, antes de definir un monto para dotar a los diputados, el congreso debía precisar si la dotación correspondía a la nación o a las provincias, aunque tal definición fuera finalmente inconducente, toda vez que, si se decidía que la responsabilidad era de la nación, los arbitrios siempre provendrían de las provincias (Ravignani, 1937b: 113). Por aquella época, la idea del origen pactado de la nación era compartida por la mayoría, si bien podía haber diferencias acerca de su preexistencia respecto de la Constitución, como las había habido entre el diputado de Salta, Juan Ignacio Gorriti, y los diputados Castro y Agüero, representantes de Buenos Aires (Chiaramonte, 2007: 215-219; Souto y Wasserman, 2008: 88-89). Así había quedado plasmado en ocasión de discutirse la Ley Fundamental. Desde el momento en que había congreso, había nación –afirmaba Funes–, aunque no hubiera Constitución. A ello, Gómez completaba, “solo hay existencia de nación; lo demas todo lo han conservado las provincias” (Ravignani, 1937a: 1048). De este apotegma se desprendía que, hasta que el congreso no dictara las leyes requeridas para la formación de un ejército nacional o de un tesoro nacional, la nación dependería totalmente de la predisposición de las provincias. Lo mismo ocurriría con las dietas de los diputados. Es por ello que, para Gómez, la decisión en torno de la responsabilidad de la nación sobre el pago de las dietas resultaría finalmente de la naturaleza de la Constitución que se diera el Estado (Ravignani, 1937b: 113).

Desde el punto de vista de Agüero, resultaba indiscutible que eran las provincias las responsables de pagarle a sus diputados, pero también se manifestaba consciente de las dificultades que esto acarreaba. No por falta de arbitrios, aseveraba en forma irónica, porque toda provincia que se reputara como tal debía contar con fondos suficientes. De lo contrario, debería dejar de considerarse una provincia y “reunirse á otros pueblos ó à otra provincia para que desde luego pueda remitir sus diputados y dotarlos […]” (Ravignani, 1937b: 113).

La idea de promover la concentración de los recursos mediante la reconstitución de los antiguos distritos jurisdiccionales no era nueva entre los porteños. Ese había sido uno de los objetivos de la comisión de Zavaleta, enviado a Cuyo por el ministro Rivadavia, en 1823, para sentar las bases de una futura organización nacional y, al mismo tiempo, gestionar la aprobación de la convención preliminar firmada con España (Segreti, 1962). De hecho, desde 1820 los gobiernos de Mendoza, San Juan y San Luis habían estado trabajando en pos de la reunificación de la provincia de Cuyo. A ello había apuntado el Reglamento Provisional de Gobierno para los Pueblos de Cuyo (Ravignani, 1937b: 1130-1134). No obstante, las limitaciones materiales habían resultado un importante condicionante para su aprobación. La junta mendocina encargada de su revisión había alertado sobre la necesidad de considerar los esfuerzos que acarrearían a los pueblos el sostenimiento la estructura que se proponía, toda vez que el viático y renta de los representantes deberían provenir de los fondos municipales de sus respectivos pueblos (Ravignani, 1939b: 1134). El gobierno porteño también alertaba sobre dichos condicionantes. En las instrucciones de 1821 para sus diputados al congreso en Córdoba ya había recomendado insistir en que, si las provincias recientemente formadas pretendían ser independientes, debían acreditar los fondos y rentas suficientes para el sostén de las correspondientes estructuras de gobierno (Souto, 2017: 305).

El hecho es que, hacia 1825, no todas las provincias se encontraban en condiciones de enfrentar estos desafíos. Sin embargo, y según observaba el diputado Dalmacio Vélez, representante por San Luis, en la Ley Fundamental el congreso les había reconocido su facultad de autogobierno y, mientras así fuera, eran ellas las que deberían hacerse cargo de dotar a sus diputados: “Por esto es que yo creo que el congreso no está obligado a rentar a los diputados mientras subsistan con sus rentas las provincias; será bueno que lo haga cuando él mande en los fondos de ellas” (Ravignani, 1937b: 109-110). De alguna forma, Vélez, con su intervención, dejaba una o varias preguntas fundamentales. ¿Por qué, mientras las provincias se sustentaban en el principio de autogobierno y gozaban de sus rentas, era el Estado nacional el que debería hacerse cargo de pagar a sus diputados? Y, lo que era más importante, en caso de que el congreso se hiciera cargo de las dietas, ¿los diputados deberían continuar respondiendo, en forma imperativa, a las instrucciones de las provincias o pasarían a representar a toda la nación? Estos interrogantes, como vemos, respecto del pago de las dietas, referían, tal como había ocurrido en épocas pasadas, al debate sobre la naturaleza del representante, como apoderado de los pueblos o diputados de la nación (Tejerina, 2021).

El diputado Gómez se inclinaba por la conveniencia de que la dieta de los representantes no dependiera de sus respectivas provincias. De este modo, podrían concentrarse de lleno en los intereses nacionales (Ravignani, 1937b: 114). Introducía, con esto, la recurrente cuestión en torno de la naturaleza del representante. De todas formas, observaba, y aunque los diputados resultaran finalmente dotados por el congreso, la dotación siempre estaría subordinada a la remisión de los fondos que se habían pedido a las provincias para la formación de la hacienda nacional (Ravignani, 1937b: 129). ¿Qué sucedería en el caso de que las provincias no estuvieran a la altura de las circunstancias?, se preguntaba Gómez, ¿cuáles serían las consecuencias en el caso de que las provincias no se prestaran a contribuir a la formación del tesoro nacional? Y se respondía: “Que no podrá haber congreso, porque realmente no habrá nación” (Ravignani, 1937b: 130-131), porque no se podía cargar todo eternamente a la provincia de Buenos Aires y sin el aporte de todas no habría arbitrios sobre los cuales organizar al Estado nacional.

Al cabo de la discusión, el congreso no llegó a ninguna decisión respecto de las dietas. En agosto se acordó que el asunto pasara nuevamente a consideración de la Comisión de Negocios Constitucionales y en septiembre se aprobó enviar una circular a las provincias. En ella se insistió en que lo principal pasaba por asegurar que todos los representantes contaran con una congrua “que los pusiese en estado de decencia”, entendiendo que tal responsabilidad cabía en un todo a sus respectivas provincias. No solo porque las condiciones externas e internas así lo posibilitaban, sino porque “ellas disfrutan todos los ramos que antes pertenecían al Estado, sin que actualmente tenga el Congreso fondos ningunos de que disponer” (Ravignani, 1937b: 168-171). En forma infructuosa se había pedido a las provincias que enviaran una “razón de todos sus ingresos”, de tal modo de crear un fondo público, patrimonio del Estado que pudiera satisfacer todas sus necesidades. Tampoco se había logrado que los pueblos aseguraran el número de diputados necesario para legitimar el régimen representativo que se pretendía instaurar. Por desgracia, continuaba la circular, las provincias no habían calculado bien la importancia de estas ventajas: “Será bien advertirles aquí, que identificada su causa á la del Estado, y siendo su destino promover su felicidad, con mas los objetos de sus instrucciones, los sufragios de que privan al cuerpo, se los roban á su propio interes” (Ravignani, 1937b: 169). Como colofón y dados estos fuertes considerandos, se conminaba a las provincias a dotar a sus diputados y a completar con ellos el número que les correspondía según su censo.

Mientras el asunto se resolviera, y a tres meses de la presentación de su solicitud, el diputado Acevedo se preguntaba cómo haría para sostenerse en sus precarias condiciones y tan alejado de su lugar de origen. La perspectiva era desmoralizante y sumamente indigna para el cargo que detentaba (Ravignani, 1937b: 126).

¿Un cargo o una carga?

Al tiempo que la resolución de septiembre de 1825 reiteraba la necesidad de que las provincias asumieran la responsabilidad sobre su representación en el congreso, en la circular nada se decía respecto de la situación de los diputados indotados. Pero, ¿cuánto necesitaba un diputado para su sostenimiento? ¿con qué criterios establecerlo? ¿la diputación tenía que ser considerada como un cargo o debía representar una carga?

Desde los inicios del proceso revolucionario, los criterios para la determinación de los montos habían sido variados.16 Hacia 1810, la suma calculada para la manutención de los diputados de los pueblos en la capital podía considerarse digna (8 pesos diarios) toda vez que coincidía con el emolumento que la junta había establecido para sus miembros (3.000 pesos anuales) y correspondía, aproximadamente, al salario de los gobernadores intendentes y los ministros de gobierno (250 pesos mensuales). Durante la asamblea de 1813, la dieta fue bastante más baja (1.500 pesos anuales), aunque, por otra parte, se consideraron los gastos de viático y transporte de acuerdo a la distancia. Más adelante, la asamblea resolvió rebajarla a 1.000 pesos anuales, así como los sueldos de todos los funcionarios y empleados que previamente habían sido aumentados. En la convocatoria al congreso de Tucumán el monto de las dietas para los congresistas no fue oficialmente establecido, de modo tal que, en su auxilio a algunos diputados, el directorio pudo manejarse en forma discrecional. A Juan Manuel de Pueyrredón, como representante de San Luis, le asignó unos 3.000 pesos anuales, y la mitad de esa suma para los diputados del Alto Perú.

La Constitución de 1819 estableció que los diputados de la Cámara de Representantes fueran compensados por sus servicios con la cantidad y del fondo que señalara la legislatura y que su distribución fuera resorte de la misma (Ravignani, 1939b: 715). Nada decía para el caso de los representantes de la Cámara Alta, aunque poco tiempo después se fijarían 3.000 pesos anuales para los senadores y 2.000 para los representantes.17 Para el congreso convocado en Córdoba en 1821, esta provincia asignó a sus diputados una dieta de 2.000 pesos anuales, a pagar “durante la existencia del Soberano Cuerpo en la Provincia y fuera de ella lo que entonces tuviere a bien”.18 Esta suma correspondía a la mitad del sueldo del gobernador Bustos (Ferrer, 2015: 189-190). Para el congreso a reunirse en 1824 en Buenos Aires, se resolvió un considerable aumento, al establecer una renta anual de 2.500 pesos, más 500 pesos en concepto de viáticos para el viaje de ida y vuelta (Ferrer, 2015: 281-282).

En lo atinente a las legislaturas provinciales, los montos que se manejaban eran más o menos equivalentes. Tal el ejemplo del Reglamento Provisional de Gobierno para los Pueblos de Cuyo, que establecía que a cada diputado de la Asamblea le correspondiera un abono de viático de 300 pesos por los tres meses previstos de sesiones, que saldrían de los fondos públicos, y esa misma cantidad por cada reunión extraordinaria que ocasionase un nuevo viaje. Los demás gastos de mantención serían soportados por los propios diputados, por lo que ninguno podía ser obligado a aceptar contra su voluntad la reelección a ese empleo (Ravignani, 1939b: 1130).

En este contexto, Funes reconocía que la asignación de 1.500 pesos anuales “por vía de auxilio” propuesta en 1825 por la Comisión de Negocios Constitucionales era muy corta, pero era la única a la que podía responder “un estado que nada tiene y que permitirá cubrir las más urgentes necesidades” (Ravignani, 1937b: 107). Si bien esa suma podía pasar “por la vía de auxilio”, afirmaba el diputado por Entre Ríos Lucio Mansilla, esta resultaba muy baja, sobre todo porque otras provincias pagaban alrededor de 2.400 pesos al año. Particularmente esa era la suma que había fijado “el congreso de representantes” de su provincia, cubiertos a partir del auxilio particular de la provincia de Buenos Aires (Ravignani, 1937b: 121). Por el contrario, Paso opinaba que la cuota propuesta por la comisión era exorbitante, si se tenían en cuenta los 100 pesos mensuales que se habían abonado en el congreso de Tucumán y luego, en Buenos Aires, con posterioridad a su traslado (Ravignani, 1937b: 107). En respuesta, Funes entendía que Paso no había tenido presente “la diferencia de tiempos” y los aumentos de precios al doble o triple de los valores que tenían entonces (Ravignani, 1937b: 108). Las variaciones a las que remitía Funes también se verificaban, por ejemplo, en los sueldos de los gobernadores, quienes por esa época cobraban entre 500 y 666 pesos mensuales, alrededor de un 50% más que en la década anterior (Barba, 1999: 82). En este escenario, se debería asegurar una asignación que convenciera a una persona de alejarse de su provincia para aceptar la diputación.

Por el contrario, Juan José Paso observaba que, en todas partes del mundo donde había cámaras o cuerpos representativos, nunca se trababa de brindar una dotación a los diputados que llenara las necesidades del hombre sino de contribuir en algo a su sostén, para lo cual “seguramente se escogen personas que tengan otros medios de vivir” (Ravignani, 1937b: 109). Los pueblos debían procurar la elección de personas que tuvieran “fondos bastantes para poder pasar con alguna comodidad en el pueblo donde estuviera el congreso”, opinaba Vélez (Ravignani, 1937b: 109-110). Un ejemplo, afirmaba Paso, eran los diputados de la provincia de Buenos Aires, que no cobraban dietas (él no lo hacía desde hacía 5 años): “todos resignados y conformes en sufrir este sacrificio en obsequio de intereses de mayor necesidad, é inportancia [sic: m] á nuestro país” (Ravignani, 1937b: 107). Agüero, en sintonía, introducía la alternativa de que ningún diputado recibiera expensas, ya que la representación debía ser una carga que debían tener los ciudadanos “rindiendo a su país este servicio, y reportando por este medio un honor al pueblo que los nombra, porque de esta suerte los diputados tienen toda aquella independencia que tan necesaria es para que sostengan sus opiniones, y las del cuerpo á que pertenecen” (Ravignani, 1937b: 111).

La sugerencia de Agüero estaba en línea con las críticas de naturaleza moral que, por aquella época, también se habían realizado a la retribución del parlamentario en otros lugares, como Chile, al plantear a la representación como una cuestión de honor y dignidad (Joignant y Cosette, 2010). En España, por su parte, la retribución había sido derogada en 1815, para luego ser restituida en 1848, aunque por corto tiempo (Casals y Casals Bergés, 2021: 526). En el Río de la Plata, también el Congreso de Representantes de Córdoba había votado, en 1824, la gratuidad del cargo por “el honor y satisfacción de servir al público”. Y ello, a pesar de que el reglamento provisorio cordobés de 1821 había atribuido al Congreso de Representantes la facultad de determinar el compensatorio por los servicios de los diputados. Con este criterio, la medida proyectaba la vieja cultura jurídica que, durante la colonia, se había manifestado a través de las antiguas cargas concejiles: “…la naturaleza del encargo que hacía la Asamblea electoral era un auténtico deber para con el cuerpo social que demandaba esfuerzo sin una recíproca contraprestación” (Ferrer, 2015: 175). La medida, sin embargo, conduciría en Córdoba a una gran cantidad de ausencias y dimisiones.

Más allá de estos riesgos, y en el caso del debate en el congreso constituyente, Gómez agregaría otra prevención frente a la posible decisión de privar de dietas a los diputados, aquella que tenía que ver con preservar la imparcialidad de sus decisiones. Gómez no tenía tan claro el hecho de que al estar indotado un diputado pudiera actuar con mayor independencia. Cabría preguntarse, por el contrario: “si sería quizà un motivo para que trabajasen sobre esperanzas de mejorar una fortuna poco favorecida…” (Ravignani, 1937b: 113).

Además de estos recelos, y según afirmaba Agüero, se debía reconocer que la “escasez” de las fortunas que aquejaba por aquellos tiempos al país haría que muy pocos hombres ilustrados estuvieran en condiciones de sostener tal servicio, “asi es que consagrados á representar à los pueblos, se verán forzados a morir de hambre si no son dotados por el estado” (Ravignani, 1937b: 111). De modo tal, concluía, las dietas de los diputados resultaban imprescindibles, “porque sin expensas no podrá haber diputados, al menos no podrá haber muchos” (Ravignani, 1937b: 112).

En el marco de una discusión que no llevaba a ninguna parte, el propio Acevedo presentaba un proyecto de ley en el que propondría dietas de 3.000 pesos al año sobre el producto de las minas y que, hasta que se organizara cada provincia, acudiera el ejecutivo nacional con 150 pesos mensuales a los indotados (Ravignani, 1937b: 131). Lo urgía la necesidad de resolver cuanto antes un asunto que, pasadas 13 sesiones desde la presentación de su solicitud, se había demorado casi tres meses en tratamiento y debates sobre un decreto que finalmente tardaría otros tres o cuatro meses en resolverse (Ravignani, 1937b: 126). Su propuesta, sin embargo, no sería considerada.

Un cambio de perspectiva o una perspectiva de cambio

Hacia noviembre de 1825, el gobierno de Buenos Aires a cargo del poder ejecutivo nacional en forma provisoria propuso al congreso la ampliación del número de diputados y una dotación de 2.500 pesos sobre el fondo nacional creado pocos días antes.19 Se acababa de resolver la reincorporación de la Provincia Oriental y encargar al ejecutivo su defensa y seguridad. Se acercaba el momento de “empezar la obra importante y ardua de organizar y constituir el país”, se argumentaba al presentar el proyecto de ley y, para ello, el congreso necesitaba “las mayores luces posibles, que lo conduzcan al acierto” (Ravignani, 1937b: 249).

Bajo este argumento se elaboró un proyecto que generó mucha resistencia y suspicacias de las provincias en contra de los porteños, ya que, según indica Ravignani (1962) se temía que en realidad buscaran terminar de dominar en el congreso. De hecho, señala el mencionado autor, “La provincia que más se beneficiará con esta reforma será la de Buenos Aires, pues su representación de 9 diputados se elevará a 18 […] en cualquier momento, podrá impedir que prospere cualquier sanción que sea desfavorable a sus miras” (Ravignani, 1962: 83).

El proyecto disponía la duplicación de la representación nacional en proporción de un diputado por cada 7.500 habitantes o fracción que excediera la mitad de esta cantidad. Estos serían elegidos según las leyes o prácticas de cada provincia y recibirían una asignación de 2.500 pesos anuales. Se preveía que, a cada diputado que viniera de afuera, se le abonaría un peso de viático por cada legua del trayecto de ida y vuelta. Aquel que en su provincia gozara de sueldo o pensión sobre los fondos públicos, así como rentas eclesiásticas, este se le computaría en la asignación anual por su diputación (Ravignani, 1937b: 250-251).

La propuesta marcaba claros indicios de lo que culminaría en un importante cambio de estrategia por parte de los porteños. Desde la apertura de la asamblea, observa Halperin Donghi (1993), la gravitación de la delegación porteña había sido muy grande, no solo porque se hallaba completa, sino también por la vasta experiencia de sus dirigentes y la moderación que habían mostrado, en concordancia con su gobierno y con los de las demás provincias (pp. 214-215). En su mayoría, los diputados porteños formaban parte del antiguo Partido del Orden, tal como se identificaba al grupo gobernante durante la “feliz experiencia” rivadaviana. Respondían al liderazgo de Julián Segundo de Agüero, eclesiástico experimentado en las lides políticas, y del canónigo Valentín Gómez, brillante político. Estos se hallaban crecientemente enfrentados al gobierno bonaerense, ahora en manos de Gregorio Las Heras, sobre el cual habían perdido ascendiente. En este contexto, los nueve diputados de Buenos Aires tendrían una importante superioridad frente a una “masa incoherente y poco numerosa” que, según Halperin Donghi (1993), estaba formada por los representantes del resto de las provincias que poco se conocían entre ellos y, muchas veces, hasta carecían de un conocimiento profundo de las provincias que representaban (p. 215). Mediante su accionar en el congreso, señala Verdo (2021), estos hombres se habían manifestado, desde el principio, con lo que ha sido caracterizada como una “visión progresista y gradualista” de la construcción nacional. Algunos de ellos, sin embargo, los “maximalistas”, sostenían una actitud más agresiva, sobre todo, en lo que hacía a la cuestión de los recursos que se debían atribuir al congreso y a la conveniencia de organizar un presupuesto nacional. En este escenario, los debates desarrollados a lo largo de la primera mitad de 1825 habían remitido, más que nada, a matices dentro del mismo grupo de unitarios. Así, entonces, el diputado de Salta, Juan Ignacio Gorriti, coincidía con los unitarios en lo que concernía a “la naturaleza centralizada del Estado” a organizar, pero difería en lo que hacía a “la calidad del sujeto de la representación que concurría a esa organización” (Chiaramonte, 2007: 216). En este sentido, Gorriti defendía el carácter soberano de las provincias en el momento de la reunión del congreso y el principio del consentimiento que garantizaba su incorporación voluntaria y no forzada a la nación.20

Durante la segunda mitad del año 1825, el creciente abandono del gradualismo por parte de los unitarios se iría haciendo cada vez más evidente, como preanuncio de la aceleración que imprimirían al año siguiente, en un escenario de crecientes tensiones internas y divisiones partidarias. Las razones del cambio de tendencia quedarían bien explícitas en los argumentos del diputado Castro, encargado de la presentación del proyecto de duplicación de la diputación. Los tiempos habían cambiado. Clave de ello era la situación de la banda oriental en la nueva coyuntura internacional. Era verdad que, al instalarse el congreso general se había propuesto una línea de conducta que contribuyera a aplacar los recelos, querellas, desconfianzas y resentimientos que predominaban entre las provincias y, de este modo, “ir ligando, atando las partes disociadas; y cicatrizando las brechas y heridas que los repetidos golpes de anarquía habían abierto en el cuerpo social” (Ravignani, 1937b: 250). Sin embargo, “La conducta que antes era prudente, hoy seria imprudente y perniciosa, y esa lentitud en obrar seria hoy una pusilanimidad ó una indolencia” (Ravignani, 1937b: 250). El congreso necesitaba ahora afirmar su autoridad, de modo tal de afrontar las dificultades que se avecinaban. Urgía, por tanto, crear las rentas y fondos nacionales, establecer un poder ejecutivo nacional con todas las atribuciones y autoridades que le eran conexas y, fundamentalmente, organizar y constituir al país. Y para todo ello, afirmaba Castro, resultaba imprescindible el fortalecimiento de una representación que volviera legítima las decisiones del órgano legislativo. Como había ocurrido en Buenos Aires. El aumento de la representación podría contribuir a dar respuesta a la urgencia de contar con una Constitución, reafirmaba Castro, porque para constituir y organizar al país era necesario tener en cuenta las particularidades de cada uno de los pueblos: “Esto no puede hacerse con ecsactitud, sino teniendo en el seno de la representación nacional á los apoderados de los pueblos penetrados de todas sus necesidades y capaces de conocer verdaderamente sus intereses para poderlos conciliar con el interes nacional” (Ravignani, 1937b: 251).

La medida podría tener, además, otros beneficios, intervendría, más adelante, Gómez. Cabía la posibilidad de que las provincias, convencidas de la importancia de ver duplicada su representación, decidieran renunciar al derecho adquirido de aprobar la Constitución y, de este modo, contribuir a la aceleración de las decisiones: “todo lo que seria una gran adquisición; por que las circunstancias se indican de un modo, à mi juicio, que si hasta ahora habria sido peligroso acelerar, hoy sería funesto retardar la organizacion del estado” (Ravignani, 1937b: 254). Gómez refería, de esta manera, a la conveniencia de obviar el principio del consentimiento que, propio del Derecho de Gentes, había prevalecido en la Ley Fundamental, al asegurar el derecho de las repúblicas provinciales a aceptar o rechazar la Constitución.

Hasta la fecha había habido razones para marchar con lentitud, intervenía Agüero, en apoyo del argumento de Castro, “pero hoy se han allanado grandes dificultades y los pueblos se prestan; y puede asegurarse que se prestan con entusiasmo” (Ravignani, 1937b: 256). De este modo, se preveía que el congreso no tendría que perdurar por más de cuatro o seis meses, reafirmaba, al cabo de los cuales debería completar la organización del Estado. Es por ello que no solo había que duplicar la representación, sino también asegurar que todos los representantes recibieran las dietas correspondientes, reafirmaba Castro, “muy particularmente en nuestro país donde casi no hay riquezas, las mas de las fortunas son mediocres, y aun esas en la mayor parte han sido arruinadas en la revolución; no se puede exigir este servicio gratuito de los ciudadanos” (Ravignani, 1937b: 259).

Bajo este supuesto, el alegato del diputado Castro se orientaba en defensa de una asignación de 2.500 pesos para todos los diputados, porque, en realidad, la mayoría de ellos eran pobres, no eran proletarios, pero tampoco propietarios y “aunque uno ú otro tenga tal cual propiedad, tal cual modo de vivir; pero desde el momento que la desampare dejará de producir, y de proporcionarle medios de subsistencia en Buenos Ayres” (Ravignani, 1937b: 263). Si bien mínima, la suma resultaba suficiente para mantenerse en Buenos Aires “con una decencia regular y moderada”, especialmente si tenían una familia que mantener en su lugar de residencia. La suma no podía ser menor, porque había sido establecida en función de la dieta que el gobierno cordobés había asignado a sus diputados y no sería justo rebajársela (Ravignani, 1937b: 266). Tampoco podía ser mayor, observaba Castro, por “la escasez en la que se hallaba la Nación” (Ravignani, 1937b: 260). Y, precisamente, era la nación la que debía hacerse cargo de tal erogación, afirmaba. De este modo, los diputados podían volverse más independientes de los gobiernos provinciales, para adquirir el verdadero carácter de representantes nacionales. Sin dejar de promover el bienestar de sus respectivas provincias, estarían en disposición de conciliar dichos intereses generales con los particulares. Castro volvía a introducir, de este modo, y en medio del debate sobre las dietas, la cuestión en torno de la naturaleza del representante y del mandato al que debía responder, tal como lo había hecho al discutirse la propuesta de consultar a las provincias sobre la forma de gobierno (Verdo, 2021: 11) y como surgiría en el tratamiento de los más diversos asuntos (Chiaramonte, 2007: 219). En esta ocasión, el tema no prosperaría.

Entre la necesidad de “las mayores luces posibles” y los riesgos de la profesionalización

En defensa del proyecto de ley que duplicaba el número de diputados, Agüero intervendría para sumar otros argumentos, en este caso, relacionados con la posibilidad de paliar la “falta de luces” que predominaba entre quienes tendrían que hacer frente a los desafíos que se avecinaban.

Quienes a la fecha habían logrado alcanzar posiciones de liderazgo, observa Hilda Sabato, formaban parte de un grupo heterogéneo desde el punto de vista de sus trayectorias políticas y personales, pero contaban con una experiencia en común: “la mayoría había peleado las guerras materiales y simbólicas que habían culminado en las independencias”. Junto a ellos, otros pugnaban por ir incorporándose (Sabato, 2021: 193). Sin embargo, para esa época, la participación política en la vida republicana no solo requería la posesión del capital social y cultural que podía brindar el acceso a la riqueza, las conexiones y la educación; exigía, asimismo, “una creciente especialización” (p. 195), habilidades y destrezas para manejarse en el marco de las instituciones y la práctica política que solo se obtenían en el ámbito específico de la acción política. Ello explica que constituyeran un grupo exiguo.

La carencia de hombres capaces de asumir las funciones atinentes al gobierno republicano había sido el argumento utilizado por los mendocinos, en 1821, para diluir la posibilidad de reunir la convención provincial para la reunificación de la provincia de Cuyo (Saraví, 1965). Hacia 1825, y para Agüero, la escasez de individuos formados para la gestión política constituía un problema que, al tiempo que era común a todos los estados americanos, exigía que se le prestara una correcta atención. En este sentido, el aumento de la cantidad de diputados de las provincias en el congreso contribuiría, desde la propia práctica, a la necesaria formación de recursos humanos, masa crítica para la gestión del gobierno que estaba en vías de formación. En un tono optimista, entendía que cualquier objeción o reparo a la asignación que le correspondería a cada diputado, quedaría justamente minimizada si se la utilizaba en formar hombres capaces de dirigir los negocios del Estado. Pero, además, había que tener en cuenta que, para el cómputo de la asignación, también se tendrían en cuenta los sueldos que los nombrados percibieran por los otros empleos que detentaran, como seguramente ocurriría, “porque naturalmente vendrán los hombres de mayores luces y conocimientos, y los hombres de esta clase en nuestra república no están sin destino” (Ravignani, 1937b: 255-256).

La falta de hombres formados hacía que las cuestiones de incompatibilidad resultaran soslayadas. Tal como había observado el propio Agüero, en ocasión de discutirse el tema en forma particular, en caso de que se decidiera que aquellos que estuvieran a sueldo de sus gobiernos no pudieran incorporarse como diputados del congreso, este finalmente no podría seguir funcionando “pues la mayor parte son empleados civiles, militares y eclesiásticos” (Ravignani, 1937a: 898).

En épocas anteriores, y salvo excepciones, el tema de las incompatibilidades había estado ausente. Durante la Asamblea del año XIII se había determinado que el ejercicio de la diputación no era incompatible con la retención del empleo y que se podía optar por la dieta o el sueldo (Levaggi, 1969: 54-55). Al flexibilizar el sistema de incompatibilidades, observa Ternavasio (2007), no sólo se había beneficiado a las ciudades, sino también a la facción que buscaba dominar “el conjunto del espacio político”, como “un modo de colonizar los centros de poder más importantes del momento –la asamblea soberana y el poder ejecutivo–” (pp. 140-141). Avanzada la década, tampoco fructificó en Buenos Aires la moción para excluir a los vocales de la Junta de Observación como diputados para el congreso convocado en Tucumán.21 El Reglamento provisorio de 1817 era, quizá, el más restrictivo, al establecer que, mientras durara el ejercicio de su representación, ningún representante nacional podría admitir cargo, empleo o comisión (Ravignani, 1939b: 693). En la Constitución de 1819, por su parte, se establecía que, para ser electo diputado para la Cámara de Representantes, se debía pertenecer al fuero común y no estar “en dependencia del Poder Executivo por servicio á sueldo” (Ravignani, 1939b: 693). Luego se aclaraba que ningún Senador o Representante podría ser empleado por el Poder Ejecutivo sin su consentimiento o el de la Cámara al que correspondía (Ravignani, 1939b: 716).

Con posterioridad a la caída del Directorio, las provincias adoptaron una posición bastante más restrictiva. El Reglamento Provisional de Gobierno para los Pueblos de Cuyo había establecido que, mientras duraban en su cargo, los diputados que formaran parte de la Asamblea no podrían aceptar ningún otro empleo sin consentimiento de esta “y en este caso no podrá retener aquel” (Ravignani, 1939b: 1130). No obstante, frente a este criterio de incompatibilidad, la junta mendocina revisora del proyecto había llamado la atención sobre el eventual perjuicio particular de quienes deberían dejar sus intereses para representar a los de los pueblos, aunque ello fuera en forma transitoria. En sus observaciones proponían un aporte para paliar ese lucro cesante: “La patria tiene un derecho para exigir de sus hijos se presenten a toda especie de servicios, pero no está en sus intereses la ruina de aquellos” (Ravignani, 1939b: 1133). Se buscaba proporcionar, de este modo, las condiciones materiales que aseguraran la participación y la presencia de los diputados en cada uno los períodos de sesión de la Asamblea cuyana. El reglamento provisorio de Córdoba, por su parte, era terminante respecto de la prohibición de que los representantes admitieran cargo, empleo o comisión durante el ejercicio de su representación. Ello, afirma Ferrer (2015), aun a pesar de la escasez de sujetos calificados para formar parte de la nueva estructura político institucional de la Provincia, y de los inconvenientes de interpretación que conllevaría una norma que siempre estaría condicionado por los factores de la política local (pp. 177 y 179).

En el congreso de 1824-1827, la cuestión de las incompatibilidades surgió en oportunidad de la aprobación de los poderes de los diputados, cuando el representante de Salta, Juan Ignacio Gorriti, cuestionó que, entre los representantes elegidos por la provincia de Buenos Aires, estuvieran el ministro de gobierno y el jefe de la sala de representantes. No planteaba nada, sin embargo, respecto de otros que, como el representante de Entre Ríos, Lucio Mansilla, también tenía un cargo político en su provincia (Ravignani, 1937a: 893-894). En aquel caso, en particular, las observaciones de Gorriti habían apuntado fundamentalmente al influjo que aquellos que también estaban a sueldo de la provincia bonaerense podrían tener sobre las decisiones del congreso general, pero por votación se decidiría la falta de pertinencia de la discusión. Finalmente, el tema de las incompatibilidades quedaría dirimido avanzado el año 1825, con una ley que estableció que el cargo de diputado de provincia para el Congreso sólo era incompatible con el ministerio de cualquiera de los departamentos del poder ejecutivo nacional (Ravignani, 1937a: 1243-1250).

En lo que respecta al proyecto de ley que proponía una asignación a los diputados sobre el fondo nacional, al tomar en consideración la inexistencia de incompatibilidades preveía que la asignación de quienes contaran con algún otro empleo solo estaría destinada a completar la dotación asignada. No obstante, observaba el diputado por Corrientes, José Francisco Acosta, esto no significaba un importante ahorro, ya que solo involucraba a los locales, en este caso, a los porteños. Los provenientes de otras provincias, por su parte, se verían en la necesidad de dejar su empleo, para dejar paso a un subrogante que pasaría a cobrar el sueldo, mientras el diputado cobraba la dotación completa. Si a la fecha había diputados de los pueblos que aún conservaban la plaza en sus lugares de origen, aclaraba, era porque se encontraban indotados y la utilizaban para subsistir (Ravignani, 1937b: 257).

Mansilla presentaba otras cuestiones a considerar. Ningún diputado podía desconocer que, a excepción de Buenos Aires, la mayoría de las provincias carecían de las rentas necesarias para el sostén de sus empleados, “y puede asegurarse sin equivocacion que en todas las provincias los empleos son puramente ad honorem¸ solo con la esperanza de poder cobrar alguna vez sus rentas” (Ravignani, 1937b: 261). Además, aducía Mansilla, el cálculo de la suma complementaria para el pago de la dieta sobre la base del sueldo o renta que el diputado cobraba en su lugar de origen presentaba otros inconvenientes derivados de la inexistencia de un sistema monetario o rentístico uniforme.22 Por tanto, su postura consistía en defender que todos cobraran la asignación pactada, independientemente de que contara con algún otro empleo o renta en sus provincias (Ravignani, 1937b: 260).

A esta altura, Paso volvía a intervenir para señalar lo elevado de la suma propuesta para la dotación de los diputados. Aunque solo se dispusiera para el periodo de funcionamiento del congreso constituyente, a los representantes que en el futuro formaran parte del poder legislativo no se les podría realizar una asignación menor. Asimismo, el diputado que durante su mandato recibiera tal asignación, al volver a su provincia estaría tentado de reclamar que en el empleo por el que antes cobraba 500 pesos le aumentaran la dotación en forma equiparable. Y ello, aun cuando en los pueblos el costo de vida fuera mucho menor que en Buenos Aires. En otro orden, había que tener en cuenta no solo el gravamen que importaría a la caja nacional la reunión del monto necesario, sino, fundamentalmente, las nuevas imposiciones que ello acarrearía sobre un gran número de familias pobres: “Temamos gravar mucho á los infelices por nuestro beneficio ó conveniencias; no sea que se diga que la revolución se ha hecho para nosotros, y no para ellos” (Ravignani, 1937b: 265). Y, cuando hablaba de la injusticia de gravar a los infelices, Paso ponía el ejemplo de aquel hombre “que amanece el día sin tener nada, y piensa como ha de comprar carne, y tiene que pedirlo prestado para pagarlo el Sábado”, a quien “quitarle uno ó dos reales cada semana, lo sentirá mas que si á otro, que tiene un caudal, se le quitan doscientos pesos” (Ravignani, 1937b: 265).

En forma muy aguda, con su intervención Paso no hacía más que alertar sobre el riesgo de privilegiar a los políticos por sobre la población que los había sostenido desde un principio. Las prevenciones contra la formación de una nueva “casta de funcionarios” (Halperin Donghi, 2014: 211) habían estado presentes desde los comienzos del proceso revolucionario. El mismo Juan José Paso corría el riesgo de que lo considerasen dentro de ese grupo. Hacía 15 años que se dedicaba a la política. Al comienzo había sido Secretario de la primera junta de gobierno con Mariano Moreno, luego había formado parte de los dos sucesivos triunviratos. A continuación, había ejercido como Diputado por Buenos Aires en el congreso reunido en 1816 en Tucumán, con posterioridad a la caída del directorio se había desempeñado como miembro de la Sala de Representantes de la provincia porteña y nuevamente como diputado en el congreso de 1824-1827. En este congreso había otros varios diputados con una vasta experiencia política.23 Hombres que, al decir de Sabato (2021), se enfrentaban al desafío de “conducir los debates normativos sobre la organización de la comunidad política, dar forma a sus marcos institucionales, y encabezar la acción política práctica” (p. 193). Individuos que, al mismo tiempo, debían fijar los parámetros que definieran el ejercicio de la propia actividad en el marco de los principios republicanos. Es por ello que Paso llamaba la atención sobre otras variables que se debían tener en cuenta al momento de definir los montos de las dietas. La asignación de una dotación como la que se planteaba, en conjunto con todas las oportunidades y prerrogativas que podía proporcionar el cargo, también podrían incidir negativamente sobre la libertad y transparencia del proceso eleccionario, así como sobre la calidad de candidatos que no harían más que aspirar e intrigar. Y, de este modo, privar de representación a “aquellas personas, que con mejores calidades, pero menos valimiento, no podrán venir a llenar los empleos que otros han ocupado” (Ravignani, 1937b: 263). Paso describía, por tanto, el peligro de prácticas clientelares, amañamiento de las candidaturas y vicios en las elecciones que podrían devenir de hacer demasiado atractivo un cargo que, en realidad, debía ser ocupado por aquel que contara con las cualidades necesarias para velar por los intereses del país.

La prevención de tantos males, de los cuales, finalmente, resultaría tan dificultoso protegerse, Paso la encontraría en la introducción de un criterio de riqueza por el cual la elección del diputado solo recayese en aquel que tuviese el respaldo de una propiedad “regular”: “esto los hace mas propios á promover todos los medios del órden; el interés que sienten en su situacion les hace tomar mas interes en el de la causa general del país” (Ravignani, 1937b: 263).

Había varios antecedentes. La Constitución de 1819 había establecido que, para ser elegidos para la Cámara de Representantes, los diputados debían contar, al menos, con un fondo de 4.000 pesos o, en su defecto, “arte, profesión ú oficio útil”. Para la Cámara de Senadores, por su parte, se debía contar con “un fondo de ocho mil pesos, una renta equivalente, o una profesión que lo ponga en estado de ser ventajoso” (Ravignani, 1939b: 715). A nivel provincial, el Reglamento Provisional de Gobierno para los Pueblos de Cuyo establecería que los tres diputados elegidos por cada uno de los Pueblos unidos de Cuyo para formar parte de la Asamblea que detentaría el poder legislativo deberían contar con una propiedad de, al menos, un valor de 1.000 pesos. En el mismo sentido, para ser electo representante para el Congreso de Representantes de Córdoba, el reglamento provisorio de 1821 establecía que se debía contar con “un fondo de dos mil pesos, rédito equivalente o profesión de algún arte liberal con aprobación de alguna Universidad” (Ferrer, 2015: 136), lo cual implicaba dejar fuera a gran parte de los habitantes de la provincia. Por su parte, en Buenos Aires, el mismo Juan José Paso había redactado la ley electoral de 1821 que, en su artículo 3°, sostenía el voto pasivo limitado a los propietarios de alguna propiedad inmueble o industrial. En esta ocasión y según Ternavasio (2015), la imprecisión respecto del capital requerido seguramente había respondido al hecho de que, salvo excepciones, los miembros de la elite económico social de la provincia no formaban parte del grupo dirigente, el cual estaba fundamentalmente conformado por militares, abogados y clérigos que se habían incorporado a la política a través de la carrera de la revolución (pp. 85-86 y 121). El hecho es que, tal como observa Seghesso de López (2022), en la mayoría de provincias, para el ejercicio de la función legislativa, se debía contar con capacidad económica (capital o patrimonio), o arte, profesión liberal u oficio útil, con lo cual se coadyuvaba a la formación de una “elite de representación” (p. 7). Sumado a ello, la existencia de ciertas reglas informales y compartidas por todos los que formaban parte de la dirigencia aseguraría el predominio de una lógica de competencia entre notables, distinguidos tanto por su condición social como por el estatus logrado en el marco de la carrera de la revolución (Hirsch, Sabato y Ternavasio, 2020).

En 1825 y frente a los que, como Agüero, aducían el interés público en sostener una representación que legitimara las decisiones del congreso para la constitución de una nación libre y una forma de gobierno que garantizara la libertad de los hombres, Juan José Paso insistiría en que ese mismo interés público justificaba que se eligieran hombres pudientes y con propiedades a los que la nación pudiera auxiliar y no tuviera que sostener (Ravignani, 1937b: 265). En este caso, Paso coincidía con el criterio indemnizatorio que había predominado en Chile, hasta que en 1823 se efectivizara “el primer precedente de una dieta parlamentaria efectivamente concedida” (Joignant y Godoy, 2010: 29).

Por último, y más allá de estas discusiones, finalmente se debatió en torno de la suma dispuesta como viáticos y los criterios para su asignación hasta definir la redacción definitiva del articulado que daría lugar a la Ley del 19 de noviembre de 1825, por la cual se establecía la duplicación de la representación nacional, a razón de un diputado por cada 7.500 habitantes (Ravignani, 1937b: 168-171). Cada diputado gozaría de una compensación por sus servicios de 2.500 pesos anuales sobre el fondo nacional, es decir, bastante más que lo que se había previsto hasta el momento. En la asignación anual se les computaría la cantidad que percibían en cualquiera de las provincias por sueldo, pensión o rentas. A los que vendrían de afuera se les asignaría 150 pesos por vía de viático y 1 peso por cada legua del viaje de ida y vuelta (Ravignani, 1937b: 382).

El diputado Acevedo nunca se enteraría de la resolución. Había fallecido poco más de un mes atrás.

Consideraciones finales

Al cabo de poco más de cinco meses de iniciado el debate en torno de las dietas de los diputados, la ley de noviembre de 1825 proporcionaba un marco legal para superar el principal escollo para la asignación de una dieta a los diputados y, al mismo tiempo, alcanzar la legitimidad de un quorum que respaldara las transformaciones que se pretendían. Ante la reincorporación de la Provincia Oriental y la inminente guerra con el Brasil, la creación de un fondo nacional, el establecimiento de un poder ejecutivo nacional y, fundamentalmente, la organización y constitución del país, se planteaban como imprescindibles.

La necesidad de legitimar las decisiones del congreso había llegado al punto de sopesar la posibilidad de que la dieta de los representantes fuera subvencionada por la legislatura bonaerense, aunque los propios hubieran sido designados ad honorem. No se mostraba, sin embargo, demasiada confianza en la disponibilidad de hombres con la formación suficiente para estar a la altura de las circunstancias, ni acuerdos sobre el grado de profesionalización que se debía requerir o se les podría exigir; tampoco sobre los perjuicios materiales o simbólicos que esto podría acarrear. Cuestiones atinentes al honor de la representación, gratuidad de la actividad, o requisito de una propiedad se mezclaban con la prevención de promover la formación de una casta que utilizara el cargo en beneficio propio. El debate, en este sentido, daba cuenta de una problemática común entre quienes optaban por las formas de gobierno republicana, aquella que refería a la necesidad de fijar los parámetros con los que la dirigencia se debía regir.

Mientras tanto, la escena del debate en torno de las dietas había permanecido dominada por los unitarios. A lo largo de las alocuciones se habían ido mostrando, en forma descarnada, las limitaciones y los condicionamientos materiales de las provincias para asegurar el autogobierno, con lo cual se iban fortaleciendo los argumentos de quienes ponían en discusión la soberanía de los pueblos, en contraposición a la soberanía de la nación. Asimismo, habían entrado en juego, colateralmente, cuestiones que hacían a la naturaleza de la representación política, tal como ocurriría en otros varios asuntos durante el congreso, aunque, en esta ocasión, sin que entrara realmente en discusión.

El debate en torno de las dietas de los diputados de 1825, por tanto, al tiempo que representaba una continuidad respecto de los que se habían desarrollado a lo largo de la primera década revolucionaria, excedía, con creces, las cuestiones fiscales o hacendísticas. Reproducía fielmente la mayor parte de los problemas a los que se enfrentaban aquellos pueblos que buscaban responder al desafío de organizarse bajo principios republicanos.

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1 Agradezco los comentarios y sugerencias de los evaluadores, cuyos aportes me han conducido a revisar y profundizar varios aspectos de la propuesta inicial.

2 La autora refiere, en este caso, a los trabajos de Goldman y Souto (1997); Goldman (2000 y 2006); Calvo (2003); Souto (2003); Di Meglio (2015); Aramburo (2012); Levaggi (2007). A estos debemos sumar los que forman parte del dossier recientemente publicado bajo la coordinación de Beatriz Bragoni (2022).

3 Para un estado de la cuestión en relación a Europa en general y España, en particular, ver Casals y Casals Bergés (2021).

4 A los efectos de describir las limitaciones materiales que surgen del debate de 1825 y analizar sus múltiples connotaciones políticas, el trabajo se sustenta, fundamentalmente, en los documentos compilados por Ravignani (1937a, 1937b, 1939a y 1939b), complementados con fuentes inéditas provenientes del Archivo General de la Nación.

5 Para profundizar sobre la cuestión de las dietas en la década de 1810 y su relación con los debates en torno del sujeto de representación, el carácter del representante, el mandato imperativo y el mandato libre y la defensa del principio de autogobierno de los pueblos, ver Tejerina (2021).

6 Comunicación del gobernador José Santos Ortiz al gobierno de Buenos Aires, 24 de julio de 1824. Archivo General de la Nación (en adelante AGN) X 5-8-5.

7 Nota de Rivadavia al gobernador de San Luis, José Santos Ortiz. Buenos Aires, 16 de marzo de 1824 AGN X 5-8-5.

8 Para un análisis de los elementos que contribuyeron a la creciente divergencia entre las regiones con posterioridad a la revolución y un estado de la cuestión, ver Gelman (2010).

9 En el Diccionario de la Lengua Castellana (RAE 1822), la voz dotación refería a una renta perpetua para la manutención de alguna fundación o establecimiento.

10 La diputación de Zegada por Jujuy respondía a que en la provincia de Salta se había mantenido la fórmula de representación por cada una de las ciudades de la provincia. Es así que la provincia asistiría con diferente representación e instrucciones a los diputados por cada ciudad de su comprensión: dos por Salta y uno por Jujuy (Marchionni, 2008).

11 En abril de 1825 se había producido la expedición de Lavalleja y los 33 orientales para la reintegración de la provincia oriental con apoyo del gobierno porteño, a la que seguirá la decisión de unirse a las Provincias Unidas del Río de la Plata proclamada en 25 de agosto en el Congreso de la Florida.

12 Más adelante, el diputado Acevedo aclaraba que el encargo de solicitar la declaración de la sala sobre las dietas había sido realizado por la provincia de Catamarca por cláusula expresa (Ravignani, 1937b: 118).

13 Este diputado dejaba constancia de que, al pasar el asunto a la Comisión de Negocios Constitucionales, a la cual pertenecía, había dejado claro que no podría asistir por estar comprendido también entre los diputados indotados por sus provincias (Ravignani, 1937b: 109).

14 Nótese que las fuerzas de línea del antiguo ejército del Perú que habían permanecido acantonadas en Córdoba constituían el núcleo de la fuerza militar de Bustos y habían sido excluidas de su incorporación al ejército nacional creado recientemente por ley del congreso (Halperin Donghi, 1993: 219).

15 En julio de 1825, la legislatura de Tucumán había iniciado el análisis de un contrato presentado por el inglés Joseph Andrews, representante de la General South American Mining Association. La sala de representantes de Catamarca, por su parte, en septiembre de 1825 había aceptado un contrato que concedía a la Compañía de Buenos Aires la explotación de sus minas en forma exclusiva (Rees Jones, 2008, pp. 114-115 y 202).

16 Para más detalles, ver Tejerina (2021).

17 Nota del Soberano Congreso al Director Supremo del Estado. Buenos Aires, 26 de julio de 1819, Gazeta de Buenos Ayres, nro. 133, 4 de agosto de 1819 (Junta de Historia y Numismática Americana, 1914: 727).

18 Sesión de la Honorable Sala de Representantes de Córdoba del 3 de enero de 1821 (Ravignani, 1937a: 659).

19 Con la sanción de la ley del 15 de noviembre de 1825 se había reconocido como fondo público nacional el capital de 15 millones de pesos, sobre la hipoteca de las rentas ordinarias y extraordinarias, las tierras y los demás bienes inmuebles de propiedad pública que poseía y en adelante poseyese la nación (Ravignani, 1937b: 381-382).

20 Los federales porteños, por su parte, en oposición al predominio unitario durante el período rivadaviano, recién comenzarían a intervenir en forma activa en 1826, durante las discusiones en torno del proyecto constitucional (Chiaramonte, 1993: 104).

21 Reunión de los electores de diputados en 22 de agosto de 1815, a los efectos de elegir los siete representantes al Congreso (Ravignani, 1937a: 115)

22 Según postulan Djenderedjian, Martirén y Moyano (2021), existían tres áreas de circulación monetaria claramente diferenciadas: “el litoral, con metálico de mayor calidad, y papel afianzado, fiduciario o convertible; el interior, con piezas de baja calidad y sin posibilidades de respaldar emisiones en papel; y el centro, arbitrando entre ambos espacios” (p. 59).

23 De los 16 diputados con experiencia previa, 9 intervinieron en el congreso de 1824-1827 en forma activa: Juan José Paso (Buenos Aires), Valentín Gómez (Buenos Aires), José Ugarteche (La Rioja y Santiago del Estero), Pedro Feliciano Cavia (Montevideo y Corrientes), Eduardo Pérez Bulnes (Córdoba), Narciso Laprida (San Juan), Gregorio Funes (Tucumán y Córdoba), Pedro Pablo Vidal (Jujuy y Santa Fe) y Mateo Vidal (Montevideo y Banda Oriental) (Souto, 2017: 348-349).