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La parroquia y el convento: jurisdicciones y recursos en disputa en el Buenos Aires rural tardocolonial

María Elena Barral

Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”, UBA/CONICET. Universidad Nacional de Luján, Argentina.
Correo electrónico: magnebarral@gmail.com.

Facundo Roca

Universidad Nacional de La Plata, CONICET, Argentina.
Correo electrónico: facundo.roca@yahoo.com.ar.

Fecha de recepción: 26 de abril de 2023
Fecha de aceptación parcial: 8 de junio de 2023
Fecha de aceptación definitiva: 17 de agosto de 2023

Resumen

A fines de la década de 1790, un extenso conflicto enfrentó al párroco de los curatos de Baradero y San Pedro (en el norte de la campaña bonaerense) con los frailes del convento recoleto situado en esta última localidad. El enfrentamiento entre el cura y la comunidad religiosa –que se disputaban la captación de los recursos económicos de la parroquia, así como el goce de ciertas prerrogativas y privilegios jurisdiccionales– nos permite abordar aspectos centrales del proceso de construcción de la espacialidad en esta región de la diócesis de Buenos Aires y de cómo esta fue modificando las relaciones entre los propios clérigos, así como entre éstos y sus feligreses. A partir de esta escala reducida de análisis, exploramos la interacción entre las diferentes instituciones y agentes eclesiásticos de la región, dando cuenta de las dinámicas, los desplazamientos y los distintos roles desempeñados por éstos, así como de las disputas en torno al financiamiento y la captación de recursos. Esta exploración confirma el papel crucial desempeñado por los regulares en las parroquias rurales de la diócesis, al tiempo que abre nuevos interrogantes con respecto a la definición de las jurisdicciones parroquiales y al sostenimiento económico del clero bonaerense tardocolonial.

Palabras clave: Parroquias, Clero, órdenes religiosas, campaña bonaerense, período tardocolonial.

The parish and the convent: disputed jurisdictions and resources in late-colonial rural Buenos Aires 

Abstract

At the end of the 1790s, a long conflict confronted the priest of the parishes of Baradero and San Pedro (in the north of the Buenos Aires countryside) with the friars of the Recollect convent located in the latter town. The confrontation between the priest and the religious community –who disputed the economic resources of the parish, as well as certain prerogatives and jurisdictional privileges– allows us to address central aspects related to the construction of spatiality in this region of the diocese of Buenos Aires and how it modified the relations between the clergy themselves, as well as between them and their parishioners. Starting from this reduced scale of analysis, we explore the interaction between the different institutions and ecclesiastical agents of the region, giving an account of the dynamics, the displacements and the different roles played by them, as well as the disputes around the financing and the fund-raising. This exploration confirms the crucial role played by the regulars in the rural parishes of the diocese, while opening new questions regarding the definition of parish jurisdictions and the economic support of the clergy in late-colonial Buenos Aires.

Keywords: parishes, clergy, religious orders, Buenos Aires countryside, late colonial period.

Introducción

El obispado de Buenos Aires fue la última de las jurisdicciones diocesanas creadas en la primera etapa de institucionalización de la Iglesia católica hispanoamericana, junto con el de Durango en Nueva Vizcaya. Hasta 1620, fecha de la erección de la diócesis porteña, el número de sedes episcopales ascendía a 34 y recién a fines del siglo XVIII, bajo el reinado de Carlos III, se crearon diez nuevos obispados.

Si bien los límites de la diócesis seguían, en el caso del obispado de Buenos Aires, al de la gobernación del Río de la Plata –creada en 1617–, en la realidad se trataba de un territorio cambiante y móvil que se iba reconfigurando año a año. Estas transformaciones obtenían un reconocimiento institucional en el momento de las visitas episcopales (Barral y Fradkin, 2021). El derrotero de la visita ofrecía la oportunidad para el encuentro de la máxima autoridad del obispado, quien establecía las jurisdicciones (muchas veces en el mismo momento en que tomaba conocimiento de ellas), con las autoridades religiosas locales y los fieles en comunidad, que ofrecían los recursos para esa institucionalización y, a su vez, intervenían en alguna medida en las formas históricas específicas que asumían éstas en los espacios que se encontraban a su alcance en términos de organización y financiamiento. Estas interacciones daban como resultado territorios diocesanos en constante reformulación a partir de las nuevas sedes religiosas fundadas, las nuevas jerarquías establecidas entre ellas, así como de los agentes religiosos en condiciones de ejercer el ministerio sacerdotal.

Estas sedes religiosas estuvieron destinadas en primer término a la población indígena: las parroquias de indios o doctrinas en las zonas de población densa y las misiones o reducciones en las regiones fronterizas. Sólo las principales ciudades contaban con parroquias destinadas a la población española y algunas de ellas contaban con otro tipo de curato, el de naturales (Moriconi, 2011). A comienzos del siglo XVIII, luego de la visita de Fray Pedro Fajardo en 1718, la configuración de la diócesis presentaba precisamente las características que pueden observarse en el Mapa 1: los pueblos de indios, en su mayoría, ubicados en el norte del obispado, destinados a la población indígena reducida y las parroquias en las ciudades de la diócesis (Buenos Aires, la sede episcopal, Santa Fe y Corrientes).

MAPA 1. Diócesis de Buenos Aires, Visita de Fr. Pedro de Fajardo, 1718

Fuente: Elaboración propia (junto a Bárbara Caletti Garciadiego) a partir de: Archivo General de Indias, Sevilla (en adelante AGI), Audiencia de Charcas 373. Razón de la visita que hizo el Ilmo y Rmo Dr. Dn Fr Pedro de Fajardo obispo de Buenos Aires.

Las parroquias rurales destinadas a la población hispano-criolla fueron un fenómeno más tardío y ellas acompañaron –en algunas zonas como institución casi exclusiva– los procesos de poblamiento y colonización interna, los cuales, en la mayoría de los casos, reducían, expulsaban o exterminaban a población indígena que hasta entonces se encontraba fuera del dominio colonial. Al mismo tiempo, se presentaron como una de las vías privilegiadas de intervención eclesiástica debido al rol central que jugaron estos dispositivos en el proceso de construcción de un orden institucional y político. Así, con la creación en 1730 de las primeras parroquias rurales en el obispado de Buenos Aires, comenzaba a darse, de algún modo, la diversificación de estructuras eclesiásticas y la limitación del poder e influencia de los religiosos –los jesuitas, en especial– de la mayoría de estas áreas del Obispado y de la Gobernación.

MAPA 2. Diócesis de Buenos Aires. Visita de Benito de Lué y Riega, 1803-1805

Fuente: Barral (2021).

En las zonas rurales de Buenos Aires los seis primeros curatos de la campaña y sus sedes parroquiales fueron: San José de los Arrecifes en el norte, Nuestra Señora de Luján y San Antonio de Areco hacia el oeste, San Isidro y el oratorio de Francisco de Merlo, como sede interina de la parroquia de Matanza y parte de las Conchas, en la campaña cercana, y Santa María de Magdalena en el sur, con Quilmes como sede interina de la parroquia. Sólo esta última y Arrecifes contenían otras estructuras preexistentes –las reducciones de indios de Quilmes y Baradero– que quedaron bajo la jurisdicción de las parroquias más cercanas. El resto de las parroquias –Luján, San Isidro, Matanza y Conchas y San Antonio de Areco– fijaron su sede en oratorios de algunas de las familias “principales” de cada poblado en formación (Barral, 2007).

El mayor despliegue de las estructuras eclesiásticas se verifica en 1780, cuando se crean nueve parroquias, tres de las cuales eran viceparroquias de 1750 (Pilar, Cañada de la Cruz o Capilla del Señor y San Nicolás). De esta forma, se completa el cuadro, para toda la campaña, de quince parroquias; situación que se mantuvo con pocas modificaciones hasta 1810 (ver Mapa 2).

La distribución entre las distintas regiones se encontraba bastante equilibrada. En el norte existían cinco parroquias –Arrecifes, Baradero, San Pedro, San Nicolás y Pergamino– y hacia el oeste se ubicaban las parroquias de Luján y San Antonio de Areco, a las que se sumaron Pilar y Cañada de la Cruz. En la zona de la campaña más cercana a la ciudad permanecía San Isidro, y se agregaba Las Conchas, mientras que la original sede de la parroquia de Matanza o Conchas pasaba a Morón, bajo la advocación de Nuestra Señora del Buen Viaje. En el sur, de Magdalena se desprendían las nuevas parroquias de Quilmes –más cercana a la ciudad– y San Vicente (Mapa 3).

MAPA 3. Parroquias rurales de Buenos Aires a comienzos del siglo XIX

Fuente: Barral (2021).

Esta red parroquial, que fue transformándose a lo largo del siglo XVIII y principios del XIX, también modificó el mapa de opciones de los eclesiásticos. El conflicto que analizamos en este artículo tiene lugar precisamente en dos de las parroquias de la zona norte –San Pedro y Baradero– al finalizar el siglo XVIII. Allí se encontraba desde comienzos del siglo XVII la reducción franciscana de Baradero1 (Nasif, 2021), desde 1730 la parroquia de Arrecifes y desde 1750 el Convento de la Recolección de San Pedro.

A partir del enfrentamiento sostenido entre el párroco Feliciano Pueyrredón y el guardián del convento de San Pedro, Fray Juan Noble Carrillo, estudiamos el proceso de construcción de la espacialidad en esta región de la diócesis de Buenos Aires, prestando especial atención a los desplazamientos y la circulación de los agentes religiosos en las áreas rurales, así como a los diversos roles desempeñados por estos en diferentes momentos y contextos. Asimismo, nos proponemos analizar las dinámicas de estos desplazamientos y las disputas en torno al financiamiento y la captación de recursos por parte de los diferentes agentes religiosos. Por último, indagamos en las memorias que se movilizaron como consecuencia del conflicto y del lugar que en ellas ocupan los obispos y las visitas diocesanas, las gestiones parroquiales, el servicio religioso administrado por los regulares, así como la memoria más larga, vinculada al inicio de la ocupación territorial hispano-criolla a comienzos del siglo XVII, con la instalación de la reducción de indios de Baradero.

Nuestro análisis se basa, inicialmente, en un expediente promovido por el cura Feliciano Pueyrredón ante el virrey del Río de la Plata –en su condición de vice-patrono– y tramitado entre los años 1799 y 1800. A partir de este recurso y del contraste con otras fuentes –previas, contemporáneas y posteriores al conflicto estudiado– buscamos reconstruir algunos tramos del proceso de construcción de la territorialidad eclesiástica en esta pequeña zona de la campaña norte de Buenos Aires, dando cuenta de los diferentes agentes y dispositivos religiosos presentes en la región, pero también de las diversas modalidades que adoptó esa presencia a lo largo del tiempo. Para ello, hemos recurrido al análisis de fuentes diversas y de diferente procedencia, como los registros de las visitas diocesanas o las partidas parroquiales, de forma tal de precisar y enriquecer nuestro conocimiento con respecto a la historia de los dispositivos y agentes eclesiásticos en la región. Asimismo, tomando en consideración las conclusiones disponibles para otros espacios, nos interesó recuperar la especificidad de este pequeño territorio de la campaña bonaerense y la historia de su construcción, como vía para confirmar o repensar algunas ideas previas formuladas en estudios anteriores, para una escala más amplia.

La historia de los dispositivos religiosos en Baradero y San Pedro

La reducción de indios chanés de la familia etno-lingüística guaraní, instalada en Baradero en 1615, se enmarca en la política pacificadora del Gobernador Hernando Arias de Saavedra –no en todos sus aspectos continuada por su sucesor, Góngora– para el corredor fluvial paranaense, en el marco de la aplicación de las ordenanzas de Alfaro, que buscaban limitar el servicio personal de los indios. Esta política encontró en Fr. Luis de Bolaños –un franciscano conocido por su catecismo en guaraní impreso en Nápoles en 1607, producto de su experiencia acumulada en las reducciones de Paraguay y Corrientes– el impulso necesario para concretar la creación de la reducción de Santiago de Baradero y encargarse de su administración durante el primer decenio de su existencia.

La modalidad de la labor misional de los regulares franciscanos en Baradero se concretó en un tipo de población estable atendido por doctrineros que actuaban como mediadores con las autoridades políticas regionales. Sin embargo, esta estabilidad no implicó la ausencia de desplazamientos y recomposiciones a lo largo del siglo XVII. Con la epidemia de viruela de mediados de siglo, una parte importante de sus familias se trasladó hacia el norte y el asentamiento redujo su población, aunque no desapareció por completo. Por ello, ante la dificultad de sostenerla –por su escasa población de entre setenta u ochenta pobladores– hacia 1678 el obispo Azcona Imberto consideró algunas alternativas, como el traslado de los habitantes a los arrabales de la ciudad o la incorporación a Baradero de los indios de la reducción de Santo Domingo Soriano; ninguna de las cuales se concretaron. En 1688 se contabilizaban en el primer padrón de Baradero 99 “nativos y forasteros” y las distintas descripciones de la población muestran la diversidad de grupos étnicos y la alta movilidad de una población de orígenes muy diversos. Hacia 1691 se aprobó la incorporación de la reducción a la corona con obligación de tributar –obligación cumplida parcialmente hasta la creación de la parroquia de Arrecifes en 1730–, así como la designación de un corregidor (Nasif, 2021).

Para comienzos del siglo XVIII, el obispo Fajardo en su paso por Baradero, el 26 de diciembre de 1718, administró el sacramento de la confirmación a 75 personas “entre hombres y mujeres”.2 El informe de la visita refleja una situación bastante desmejorada de la reducción. El fraile franciscano a cargo de la misma, Lorenzo Cobos de Argüello, no llevaba libros parroquiales, no contaba con registros previos y tampoco disponía de instrumentos para la doctrina u ornamentos mínimos para el culto. Cobos, al igual que quienes lo precedieron carecía de renta fija, porque actuaba como cura coadjutor dado que la reducción estaba comprendida en la jurisdicción de la Catedral de Buenos Aires (Moriconi, 2022).

En 1730 la iglesia de Baradero se convertía en la sede interina de la parroquia de Arrecifes. Sus denominaciones no ocultaban aquel pasado reciente y por ello se la mencionaba como “parroquia y pueblo de indios” o “curato y pueblo de indios”. Un año más tarde Francisco Antonio Goicoechea se hacía cargo por concurso de oposición de “la Parroquia de Arrecifes y doctrinero del Pueblo de Indios de Santiago del Baradero y los agregados al mismo” (Nasif, 2021: 135). La situación del curato durante esos primeros años no fue sencilla, ya que Goicochea se vio obligado a residir en Baradero y luego en San Pedro, a la espera de que la feligresía hispano-criolla construyese una iglesia apropiada para establecer la sede parroquial. En una carta remitida al gobernador de Buenos Aires, en marzo de 1750, el cabildo eclesiástico hizo presentes los méritos del cura durante esos largos años y las dificultades que éste enfrentaba en el desarrollo de sus labores pastorales. De acuerdo con la misiva, Goicoechea no recibía sínodo alguno y además se veía en la necesidad de mantener a su costa a “un clérigo o religioso mendicante [...] para que asistiese a los Indios”.3 La relación con los naturales de Baradero tampoco debió ser fácil, ya que –según el propio cabildo eclesiástico– los indios se negaban siquiera a “sembrarle y recogerle a dicho cura o sus tenientes sus mieses, en recompensa de los gastos de cera y vino, y del trabajo que impendían”.4

El tránsito de pueblo de indios a pueblo de españoles implicó desajustes y conflictos. A lo largo del siglo XVIII, como plantean Canedo y González (2019: 108) el “pueblo de indios de Baradero se constituyó en una referencia identitaria utilizada por parte de los pobladores con un uso estratégico que posibilitaba la defensa de sus derechos”. Esto sucedía al mismo tiempo que la comunidad acentuaba su carácter multiétnico y la diversidad de procedencias y de orígenes geográficos. Hacia 1780, el cura Juan Francisco de Castro y Careaga, informaba al virrey que el alcalde de indios había cometido un asesinato y que “fueron sus amigos mulatos del pueblo (que indios ya no hay) que quisieron poner en sus manos el gobierno”. En su opinión, el pueblo necesitaba un “Juez Español”, un vecino del partido que mantuviese “en quietud este Pueblo, que a la verdad es un conjunto de Bandoleros, apadrinados por los fueros usurpados de Pueblo de Indios” (Canedo y González, 2019: 110). Como veremos, no sería el último párroco en calificar de este modo a sus feligreses.

Los frailes franciscanos del Convento de la Recolección de San Pedro, por su parte, se encontraban en la zona desde mediados del siglo XVIII, cuando se inició la construcción del convento, de cuya historia el conflicto que analizamos nos proporciona valiosa información y no pocas controversias. Más allá de las disímiles informaciones acerca de sus promotores y financistas, lo que resulta indudable es que este convento fue uno de los pocos de su tipo que se establecieron en estas zonas sureñas de la diócesis hasta bien avanzado el siglo XIX.

Como otros religiosos presentes en la región, los frailes franciscanos actuaron como auxiliares de los párrocos en calidad de tenientes, curas sustitutos o simplemente eran autorizados por los mismos para prestar el servicio religioso. Esta presencia de los religiosos en la estructura diocesana fue en aumento hasta el momento de las reformas rivadavianas en 1822, cuando se suprimieron la mayoría de las órdenes religiosas y se estableció la secularización de los frailes interesados en continuar en el territorio provincial (Barral, 2005).5 Así, si en el inicio de la historia diocesana los regulares desempeñaron funciones en las zonas de frontera en el marco de misiones y pueblos de indios, luego se verifica su creciente participación como asistentes y reemplazantes de los seculares en las parroquias. Con frecuencia esta intervención se encuentra ligada a la presencia de los regulares en las zonas rurales de antiguo asentamiento a través de conventos, hospicios o colegios de misioneros junto a las estancias o chacras que las órdenes religiosas instalaban en estas áreas con el propósito de producir el mantenimiento de las comunidades conventuales con sede en la ciudad de Buenos Aires. Por su parte, el establecimiento de guardias, fuertes y reducciones en las nuevas fronteras sur y de Santa Fe en las últimas décadas del siglo XVIII fue otra de las opciones para los religiosos, quienes desempeñaron cargos de capellanes castrenses o de curas de los pueblos de indios.

Como administradores del pueblo de indios de Baradero o como residentes en el Convento de San Pedro, los franciscanos –en sus diferentes ramas– tuvieron un protagonismo decisivo en la administración religiosa de estas parroquias rurales desde el temprano siglo XVII. La diversidad institucional y de formas de intervención que caracterizaba a la Iglesia colonial permitía esta presencia múltiple, variada y conflictiva. La disputa que analizamos en este artículo permite ver esta trama de relaciones e intereses, que involucra a diferentes actores, tanto seculares como eclesiásticos: desde el párroco hasta el Provisor del obispado, al virrey –como vice-patrono–, así como a los vecinos y los frailes de San Pedro.6

Dos parroquias y un convento: genealogía de un conflicto

El 21 de septiembre de 1799, el doctor Feliciano Pueyrredón, cura y vicario de las parroquias de Baradero y San Pedro, suscribió un extenso y minucioso memorial dirigido al virrey del Río de la Plata, el marqués Gabriel de Avilés. Por medio de este recurso, Pueyrredón puso al virrey en conocimiento de la disputa que lo enfrentaba con los religiosos del Convento de San Pedro y solicitó la intervención de éste, apelando a su carácter de vice-patrono. La vacancia de la sede episcopal, la actitud irresuelta del Provisor eclesiástico y la posibilidad de obtener una mejor acogida entre las autoridades temporales que entre las diocesanas, explican la decisión del párroco de elevar su caso ante la máxima autoridad civil del Río de la Plata. Este recurso marca el inicio de un extenso expediente, que da cuenta de las conflictivas –aunque fluidas– relaciones que mantenían los párrocos de la región con los religiosos franciscanos del Convento de San Pedro.

Pueyrredón, quien pertenecía a una conspicua familia de la elite porteña, había cursado sus estudios iniciales en el Real Colegio de San Carlos, alcanzando el grado de doctor en ambos derechos y doctor en teología en la Universidad de San Francisco Xavier de Chuquisaca, en 1791. De regreso a Buenos Aires, había recibido la ordenación sacerdotal en 1795 y tres años más tarde la colación canónica de las parroquias de Baradero y San Pedro, esta última en calidad de interino.7 Sin embargo, al momento de tomar posesión de sus nuevos beneficios, Pueyrredón se vio involucrado en una ardua negociación con los padres franciscanos, quienes tradicionalmente corrían a cargo de las labores pastorales en el pago de San Pedro. Las desavenencias en torno a la captación de recursos, así como el ejercicio de ciertas prerrogativas y competencias jurisdiccionales, alimentaban una sorda y prolongada disputa entre párrocos y frailes. Esta controversia de larga data, que tradicionalmente tensaba las relaciones entre curas y religiosos, se vería exacerbada a partir de 1799 por la mutua inquina que se profesaban Pueyrredón y el nuevo guardián del convento, Fray Juan Noble Carrillo.

Ante la imposibilidad de llevar a cabo el pleno ejercicio de sus deberes pastorales, los curas tenían la obligación de designar a un teniente encargado de desempeñar ese ministerio en las parroquias o vice-parroquias a su cargo. A cambio de este servicio, los tenientes de cura solían percibir una suma previamente convenida con el titular, o bien una proporción de los derechos parroquiales recaudados durante su ejercicio.8 Como párroco interino de San Pedro, Pueyrredón –quien residía en el vecino pueblo de Baradero– debía garantizar la asistencia espiritual en esta jurisdicción. Por este motivo, luego de tomar posesión de su nuevo beneficio, el cura se dirigió a los franciscanos de San Pedro, quienes tradicionalmente administraban allí los sacramentos.

Las pretensiones del nuevo cura –quien aspiraba a contar con el auxilio de los religiosos a cambio de una modesta remuneración– se toparon con la firme negativa del guardián saliente, Fray Juan Morales. Para sorpresa de Pueyrredón, los franciscanos exigían la totalidad de los derechos parroquiales del curato para continuar a cargo de las labores pastorales. Sin embargo, las diferencias parecieron zanjarse poco tiempo después, con la llegada del nuevo guardián, Fray Juan Noble Carrillo. Luego de una breve negociación, Pueyrredón y Carrillo acordaron que los franciscanos percibieran la mitad de los derechos parroquiales a cambio de continuar al frente del curato. Sin embargo, la cuestión económica era tan sólo uno de los muchos puntos de conflicto que tensionaban las relaciones entre eclesiásticos seculares y regulares a fines del siglo XVIII.

Desde el comienzo de su ministerio, Carrillo se había propuesto reformar las relajadas costumbres de su dispersa y descuidada feligresía, persiguiendo y amonestando con particular rigor a los numerosos vagabundos y amancebados que poblaban el pago de San Pedro. Como él mismo reconocía, esta actitud le había granjeado la enemistad y el odio de muchos fieles, especialmente aquellos de vida “viciosa y libertina”. Pero las actuaciones del franciscano no sólo le habían deparado la inquina de buena parte de su feligresía, sino las sospechas del propio Pueyrredón, quien recelaba de las excesivas competencias y prerrogativas ejercidas por el fraile en materia de moral y de justicia.

La difícil relación entre el cura y su teniente terminó de deteriorarse a raíz de un incidente suscitado entre Pueyrredón y el nuevo alcalde de hermandad del Rincón de San Pedro, José Arnaldo. Este último se había negado a entregar a una mulata de “mal opinada conducta” que el cura mantenía en “depósito” y a la que había ordenado trasladar al pueblo de Baradero. La negativa de Arnaldo despertó la indignación del párroco, quien sospechaba de la intromisión del guardián Carillo. En efecto, el alcalde se había mostrado particularmente permeable a los requerimientos del franciscano, mientras que se negaba a colaborar con Pueyrredón. Las suspicacias del cura –quien recelaba de las competencias y atribuciones arrogadas por el religioso– se sumaban a las quejas de diferentes vecinos, que reclamaban contra las amonestaciones y censuras impuestas por el fraile. A fines de junio de 1799, Pueyrredón se decidió a visitar la parroquia de San Pedro con el objetivo de investigar la actuación del fraile Carrillo. Viéndose desautorizado y desairado por el párroco, el guardián resolvió retirar la asistencia religiosa que por costumbre prestaba en el curato a partir de ese mismo día.

La renuncia de Carrillo suscitó nuevos y enconados enfrentamientos entre éste y el doctor Pueyrredón. El cura puso la situación en conocimiento del Provisor eclesiástico y del propio virrey, quejándose de la conducta de los franciscanos y del abandono en que estos habían dejado a la feligresía de San Pedro. De acuerdo con el párroco, los religiosos no sólo se negaban a administrar los sacramentos, sino que le habían vedado el uso de su iglesia para celebrar los oficios parroquiales e incluso para publicar las proclamas matrimoniales. Ante la falta de una iglesia propia, Pueyrredón solicitaba que se asignase como “capilla parroquial una de las colaterales o cruceros del convento”. Además, exigía que se le franqueasen a él o a sus auxiliares, junto con el correspondiente altar, “los ornamentos, copones, cálices, órgano, incensario, cera, vino y demás utensilios precisos, sin reserva alguna”.9

Detrás del conflicto puntual suscitado entre el cura y los religiosos de San Pedro subyacían tensiones más profundas con respecto a los roles y atribuciones desempeñados por párrocos y religiosos a fines del período colonial. Según Roberto Di Stefano (1997, 2000), Pueyrredón formaba parte de una nueva camada de clérigos ilustrados que combinaban el ministerio parroquial con un cierto “mandato civilizatorio”, que incluía el interés por cuestiones tales como la propagación de la vacuna, el fomento de la agricultura o la construcción de puentes, caminos y canales.10 Este perfil ilustrado del joven clero tardocolonial no estaba desvinculado de un cierto recelo hacia las órdenes regulares, así como también hacia el modelo de religiosidad que estas representaban.

Por su parte, Carrillo calificaba a Pueyrredón como “un mozo petulante” y afirmaba que hacía tiempo que le habían llegado noticias de que éste era “enemigo de los Religiosos” y de que, en su fuero íntimo, despreciaba a los frailes. En este contexto, no sorprende que el cura caracterizase a los religiosos como “tropas auxiliares de los párrocos”, es decir, como ayudantes subordinados a la autoridad del clero secular. Aunque Pueyrredón se apresuraba a declarar su “singular afecto y devoción a la Religión Franciscana”, no dejaba de poner en duda la “utilidad pública” de los religiosos, tachándolos de “inútiles e incapaces”. De esta forma, el párroco buscaba poner de su lado las crecientes suspicacias y recelos que despertaban las órdenes religiosas entre los burócratas ilustrados del período tardocolonial.11

Financiamiento del culto y congrua del clero parroquial

Detrás del conflicto entre el cura y los religiosos franciscanos subyacía, en buena medida, una disputa de índole económica. Según Pueyrredón, los frailes se enriquecían a costa de la parroquia, atrayendo para sí todos los “emolumentos temporales”. Por su parte, el guardián del convento negaba estas acusaciones y afirmaba que tanto el curato de San Pedro como el de Baradero redituaban, cada uno, un beneficio aproximado de 400 pesos anuales. Pero, ¿era real esta cifra?, ¿cómo se componían estos ingresos?, ¿eran suficientes para mantener a un párroco de campaña con la “comodidad y decencia” acostumbrada? Resulta difícil responder a estas preguntas, dada la escasez de información y la disparidad de opiniones entre las partes involucradas en el conflicto.12 Por otro lado, la pertinencia de la renta dependía esencialmente de las ambiciones, comodidades y estilo de vida al que aspiraba cada párroco.

En principio, la congrua13 necesaria para la ordenación sacerdotal en el obispado de Buenos Aires equivalía a una capellanía o patrimonio de 2.000 pesos de principal, lo que reportaba al beneficiario un ingreso anual de tan sólo 100 pesos.14 El goce de esta módica suma constituía un requisito formal para la ordenación, pero era claramente insuficiente para suplir los gastos mínimos de un clérigo. En los hechos, la posesión de un patrimonio o capellanía no era más que una de las múltiples fuentes de ingreso de las que disponían los eclesiásticos. Los miembros más “pobres” del clero secular solían beneficiarse, por ejemplo, de las numerosas misas encargadas periódicamente por los fieles, ya fuera en cumplimiento de una devoción o celebración particular o bien en sufragio de los difuntos. Aunque los eclesiásticos solían percibir una limosna de tan sólo un peso por misa, la acumulación de celebraciones a lo largo de todo un año podía redituar una suma considerable.

Además, muchos sacerdotes solían realizar tareas ocasionales, como la de impartir sermones y pláticas doctrinales o desempeñarse como capellanes o párrocos interinos. A diferencia de la campaña, las ciudades y en particular las sedes episcopales ofrecían un amplio abanico de ocupaciones potencialmente lucrativas para los miembros del clero secular (Di Stefano, 1998: 44). Aquellos que contaban con una mayor formación podían aspirar, por ejemplo, a un puesto en el Colegio de San Carlos, en el seminario diocesano o en la administración episcopal.15

En términos estrictos, algunos curatos rurales ofrecían una renta similar a la que percibía un catedrático o un capellán militar (entre 300 y 500 pesos anuales).16 Sin embargo, para muchos clérigos, estos ingresos no compensaban la responsabilidad que comportaba la cura de almas ni los costos e incomodidades que suponía la vida en la campaña. Por otro lado, abandonar la ciudad también implicaba un cierto “costo de oportunidad”. La vida urbana ofrecía la posibilidad de reforzar los vínculos con la élite dirigente y acceder a un conjunto de beneficios y prebendas que se encontraban vedados para quienes residían lejos de la sede episcopal.17

En términos generales, los módicos ingresos que ofrecían parroquias como San Pedro y Baradero eran considerados insuficientes por sus propios beneficiarios. Destinos como estos eran poco codiciados por el clero secular y muy difíciles de cubrir por parte de la autoridad episcopal. En 1769, por ejemplo, habían quedado vacantes los concursos a los curatos de Baradero y de Quilmes por falta de opositores (Di Stefano, 1998: 46). En las décadas siguientes, la escasez de clérigos se vería agravada por la creación de nuevas parroquias y la desmembración de las viejas jurisdicciones de la campaña.

En 1780, luego de realizar su visita episcopal, el obispo Malvar y Pinto dispuso la creación de nueve curatos adicionales en la campaña de Buenos Aires (Barral, 2007: 28). Por esos años, el presbítero Mariano Magán acusó al prelado –quien se encontraba urgido de curas para ocupar las nuevas parroquias– de haberle negado la ordenación a título de patrimonio.18 De esta forma, el obispo procuraba forzar a los jóvenes aspirantes al clero para que se hicieran cargo de los curatos recientemente creados. Magán señalaba que se había visto obligado a presentarse al concurso convocado en 1781, mediante el cual se pretendía proveer “una multitud [de parroquias] que S. I. había dividido arbitrariamente en el campo, donde en opinión de todos los inteligentes habían por necesidad de quedar incongruos y los curas expuestos a perecer”.19 Entre los nuevos curatos creados por el obispo Malvar y sujetos a concurso se encontraba precisamente la parroquia de San Pedro, hasta entonces perteneciente a la jurisdicción de Baradero.

Las acusaciones del cura Magán coinciden con las formuladas por Feliciano Pueyrredón a finales de la década de 1790. En palabras de este último, “no hubiera habido seguramente quien aspirase a colocarse en estos tan reducidos destinos [Baradero y San Pedro] si dicho señor Malvar no hubiese precisado a los que recién pretendían ordenarse a que se sujetasen a tan dura esclavitud para conseguirlo”.20 Según Pueyrredón, el obispo –en su afán por crear nuevas parroquias– no había tenido en cuenta la pobreza y escasa población de estas jurisdicciones.21 Como podemos apreciar, la postura de los curas y la del prelado obedecían a preocupaciones muy diferentes e incluso contrapuestas. Mientras que el obispo procuraba ampliar la red parroquial de la campaña, los curas se resistían a la desmembración de las viejas jurisdicciones.

La escasez de clérigos y la necesidad de garantizar el “pasto espiritual” en las parroquias rurales obligaba a los obispos a recurrir a diferentes estrategias, ya fueran persuasivas o coercitivas. Malvar había optado por la segunda de estas opciones, al negarse a ordenar nuevos sacerdotes, excepto a título de parroquia. Su sucesor, Azamor y Ramírez, optó en cambio por una vía más conciliadora. Al autorizar la asignación de dos curatos a un mismo titular, Azamor procuraba tentar a los sacerdotes con una renta más abultada. El propio Pueyrredón reconocía que había aceptado la oposición al curato de Baradero con la expresa condición de que le fuera otorgado también el de San Pedro.22 Aunque la acumulación de beneficios eclesiásticos en un mismo titular se encontraba prohibida por el Concilio de Trento, como bien recordaban los franciscanos, en los hechos se trataba de una práctica muy frecuente a ambos lados del Atlántico.

Como señalamos anteriormente, los frailes del convento de San Pedro afirmaban que ambos curatos redituaban una renta aproximada de 400 pesos cada uno. Aunque el ingreso neto se reducía a poco más de 300 pesos una vez satisfecha la “cuarta episcopal”,23 los regulares sostenían que esta suma era más que suficiente para garantizar la decente subsistencia de un párroco. Para demostrar sus afirmaciones, el guardián del convento señalaba que tan sólo en 1798 los feligreses de Baradero habían contribuido con 62 fanegas de trigo en concepto de primicias. Si tomamos un valor de 21 reales por fanega, el monto recaudado ascendía a la nada despreciable suma de 162 pesos.24 Al rubro de las primicias –particularmente importante para los curas de la campaña– se le sumaban los “derechos de estola” o “pie de altar”, que según el fraile Carrillo se hallaban tendenciosamente subvaluados en las partidas parroquiales. Además de estos ingresos corrientes, los curas podían contar con los eventuales encargos de misas y otras limosnas efectuadas por los fieles.

De acuerdo con el guardián, la asignación de dos parroquias a un mismo titular, lejos de suponer una mejora en la situación espiritual de estas jurisdicciones, reportaba un grave perjuicio para la feligresía: “para esto quieren [los sacerdotes] curatos grandes, para cobrar mucha plata, y [que] vivan los fieles como quieran”. El problema –afirmaba el fraile– no residía en la supuesta pobreza de ambas parroquias, sino en las desmedidas pretensiones del cura Pueyrredón. El religioso no dudó en recurrir a la ironía para hacer mofa de las excesivas y desorbitantes aspiraciones del joven doctor y de sus predecesores en el curato:

según el mismo Pueyrredón el Baradero es un curato de zambos y mulatos, ahora es mi duda Sr. Excelentísimo: en el Baradero no hay lonjas, no hay tiendas de mercaderes, no hay comedias ni óperas, no hay confiturias ni neverías, no hay huerta ni jardines, en una palabra, ni pan que comer, en que lo gastaría?25

Por otro lado, los religiosos acusaban a Pueyrredón de haberse enriquecido a costa de sus feligreses. En sólo dos años –afirmaban los franciscanos– el párroco había comprado una quinta y una estancia. Además había instalado un “tedejoncito” en ese mismo pago, surtido con el producto de la venta de sus primicias de trigo y de maíz.26 Esta última acusación era particularmente grave, ya que los clérigos tenían prohibido este tipo de comercio al menudeo bajo pena de excomunión. En palabras de Carrillo, el cura había querido “muy en pronto hacerse rico” y por esto mismo había caído “en la tentación y lazo del diablo”.

La avaricia o el excesivo interés por los bienes materiales era considerada una de las peores faltas o vicios en que podía caer un párroco. Como señala William Taylor (1999: 282) “desde el punto de vista de los fieles, lo que contaba como buena conducta, por lo menos en igual medida que el cumplimiento del ministerio, era la caridad”. En este contexto, pueden comprenderse las graves implicancias que acarreaba la acusación formulada por los religiosos franciscanos. Los regulares buscaban ganarse el apoyo de las autoridades y de los feligreses, proclamando su desinterés y pobreza frente a la avaricia y el ánimo de lucro que caracterizaba –según éstos– a una buena parte del clero secular:

Quieren algunos párrocos emplearse en diversiones, gastar los derechos parroquiales en el juego, en la profanidad de sus vestidos y menaje de sus casas, en fundar posesiones y elevar la [?] fortuna de sus parientes, no haciendo caso alguno del ornato y decencia de sus iglesias…27

Desde la perspectiva de los párrocos, las cosas no podían ser más diferentes. De acuerdo con Pueyrredón, eran los religiosos quienes se hallaban poseídos por el espíritu de lucro. Además de acusar a los frailes de ser inútiles e incapaces para el ejercicio del ministerio sacerdotal, el cura afirmaba que estos recibían cuantiosas limosnas y donaciones desde diferentes puntos de la campaña. Según Pueyrredón, los franciscanos de San Pedro no sólo cubrían holgadamente sus propias necesidades, sino que acumulaban considerables excedentes de trigo y sebo que enviaban periódicamente al convento de la ciudad. En este contexto, también el cura sabía hacer uso de la ironía para ridiculizar a sus oponentes:

muy presto se verá no un convento de mendicantes en un pueblo, sino un pueblo de mendicantes alrededor de un convento y los curas del Baradero para no serlo también habrán de suplicar a los Padres se les conceda una celda para vivir en comunidad.28

En este aspecto, las quejas de Pueyrredón coinciden con las de sus antecesores en el curato. El doctor Luis Caviedes, quien se había hecho cargo de la parroquia de Baradero en 1781, había manifestado en reiteradas ocasiones su deseo de renunciar al cargo, sin que esto le fuese concedido. Sin contar con la autorización del obispo, Caviedes había abandonado la parroquia para postularse a un beneficio más atractivo en las provincias del Perú. Un conflicto similar se había producido unos años antes con otro párroco, Juan Antonio Delgado, quien se desempeñaba en calidad de interino. De acuerdo con el guardián del convento franciscano, éste último había fraguado los libros parroquiales con el propósito de defraudar al obispo en su “cuarta episcopal”.

La situación en que se encontraba el curato de San Pedro era aún más precaria que la de Baradero. En 1785, el comerciante Eugenio Lerdo de Tejada –en su calidad de patrono de la pía memoria fundada por el difunto Juan José Moreno– nombró sucesor del entonces capellán, Cayetano de Róo, a su hermano Juan Manuel. Según Lerdo, la capellanía debía recaer en este último, por ser “cura actual del Rincón de San Pedro, que por muy reducido, no es suficiente para la subsistencia de su congrua y manutención”.29 Las palabras del comerciante no dejan lugar a dudas: a diferencia del pingüe curato de Luján, del que gozaba Cayetano, la parroquia de San Pedro no ofrecía congrua suficiente para la subsistencia del menor de los hermanos. En efecto, Róo fue el único párroco titular residente en San Pedro. Luego de pasar éste a Baradero, la parroquia quedó a cargo de los religiosos franciscanos.

Años más tarde, en 1808, es el propio Juan Manuel de Róo quien daba cuenta de los escasos ingresos que le habían reportado las mencionadas jurisdicciones. Luego de haber pasado por las parroquias de San Pedro y Baradero (esta última en calidad de interino), y ya como cura titular de Canelones, Róo escribía en carta al rey: “de mis curatos nada he sacado, porque después de mantenerme con frugalidad y modestia, he aplicado mis rentas y cortos bienes a beneficio de la decencia, ornato y culto de las Parroquias, y en reparar y socorrer las necesidades de mis feligreses pobres”.30

Como puede apreciarse a través de este último ejemplo, existía una gran disparidad económica entre los diferentes curatos del obispado.31 Tan sólo la campaña de Buenos Aires comprendía jurisdicciones de viejo asentamiento y rentas considerables, como San Isidro o Luján, al igual que parroquias pobres y de reciente poblamiento, como las de Magdalena o San Vicente. Por otro parte, desde 1769, el territorio de la ciudad de Buenos Aires se hallaba dividido en cinco parroquias urbanas (la Catedral, San Nicolás, La Concepción, Montserrat y La Piedad), a las cuales se sumaría la del Socorro en 1783 y la de San Telmo en 1806. Por disposición del obispo De la Torre, los curas de San Nicolás y La Concepción tenían garantizado un ingreso mínimo de 500 pesos, en tanto que los de Montserrat y La Piedad tenían asegurada una renta de 400 pesos por año. Además, se los eximía de pagar las cuartas episcopales en caso de no llegar a los 600 y 500 pesos anuales, respectivamente.32

En términos generales, las parroquias de reciente creación reportaban ingresos muy inferiores a los curatos más codiciados de la ciudad y de la campaña. Las grandes distancias y la dispersión de la feligresía en las zonas rurales fomentaban la creación de nuevos curatos, que no siempre resultaban atractivos para sus eventuales párrocos. Por otro lado, los magros ingresos que reportaban algunos beneficios curados de la campaña permiten sopesar la considerable distancia que separaba a los párrocos rurales del alto clero diocesano. En efecto, el monto percibido por un miembro del cabildo eclesiástico de Buenos Aires en los años finales del siglo XVIII –momento de auge de la recaudación decimal– rondaba en torno a los 3.000 a 5.000 pesos anuales (Avellá Cháfer, 1981), unas ocho a doce veces lo que reportaba un curato como Baradero o San Pedro. De todas formas, para algunos eclesiásticos el desempeño al frente de una parroquia de campaña era un paso obligado dentro de un cursus honorum que, en el mejor de los casos, podía culminar con una canonjía en el cabildo eclesiástico, una capellanía militar o un curato de pingües beneficios.

Memorias y olvidos del equipamiento y la experiencia religiosa en la región

A lo largo de los testimonios que traman las alternativas de este conflicto es posible reconocer distintas lecturas y memorias acerca del pasado de la región. Allí se detectan presencias y ausencias y también divergencias acerca de la intervención de algunos agentes religiosos a los cuales se les otorgan acciones e intenciones diversas.

Como hemos visto en la sección precedente, estas lecturas selectivas de las gestiones religiosas del pasado de la región buscaban la legitimación de las posiciones y de los reclamos que los ocupaban y preocupaban en su presente. Pueyrredón y Carrillo se esforzaban por demostrar el papel de los seculares y de los regulares, respectivamente, en la historia religiosa de ese pequeño territorio.

¿Qué argumentaba el párroco? Pueyrredón describía la historia de las gestiones parroquiales (de Goicoechea, Sotelo, Añasco, Castro y Careaga, Delgado, Caviedes, Róo y Gadea), detallaba los inconvenientes en cada una de ellas y los explicaba a partir de la situación que los aquejaba: la escasa renta que reportaba el beneficio. Al mismo tiempo, se refería al proyecto de división en cinco parroquias del obispo Malvar luego de su visita en 1779, su decisión de que los sacerdotes debían ordenarse a título de un beneficio parroquial (“tan dura esclavitud”) y la marcha atrás que debió realizar Azamor y Ramírez, al unir el servicio de los curatos y encomendar a los religiosos franciscanos la atención sacramental de la feligresía de San Pedro. Como se ha detallado más arriba, no ahorraba descalificativos para los frailes, quienes –tanto en su juventud como en su vejez–33 eran prácticamente una carga para la feligresía, que se había beneficiado escasamente de su presencia, excepcional para la campaña, como ya hemos señalado.

Por su parte, el guardián del convento, en su extensa nota al virrey, calificaba la posición de Pueyrredón como una “irreverencia contra su persona y esta comunidad religiosa”. Y en una sobreinterpretación algo excesiva y sesgada, buscaba presentar algunos de los argumentos del párroco como actos de desobediencia e insubordinación hacia las máximas autoridades seculares, con la clara intención de esmerilar a su adversario, mejor posicionado, por cierto, en el momento regalista que tiene por escenario a este conflicto:

Un cura doctorado súbdito de la Santa Madre Iglesia y vasallo de nuestro Rey Católico se queja a un Virrey vicepatrono regio de que no hubiese entonces quién resistirse a lo que hizo un Obispo por precepto expreso del sacrosanto concilio tridentino y reales ordenanzas de Su Majestad? A una desmembración que saben hasta los parvulillos que no la podía hacer aquel Ilustrísimo sin la consulta anuencia y protección de esa superioridad cómo vicepatrono regio? Este modo de hablar del vicario del Baradero tiene señor excelentísimo mucho viso de insurrección.34

En contraste, el guardián recuperaba las tareas desarrolladas por los frailes a lo largo de medio siglo e incluso aquellas desarrolladas en otros puntos de las diócesis sudamericanas. Con este propósito, reconstruía sus abnegadas trayectorias en la asistencia a enfermos, educación y atención espiritual en general: el PP Gral. Fr. Manuel Alonso con ocho años de servicio en el convento35 y “sus más de doce años de tareas pulpitales”, además de los servicios en reducciones del Paraguay “sin sínodo” y en el valle de Catamarca; el P.P. Conventual Fr. Fernando Vilumbrales, con catorce años en el convento de Catamarca “y ahora por marzo se quebró y sin embargo sigue saliendo a las confesiones”; el P. Fr. Manuel Díaz con renta y dos años en San Pedro ,“el más frecuente sustituto de los curas del Baradero, San Nicolás, Arrecifes y Areco”36; el PP Gral. Fr. José Escobar, misionero del Colegio de Ocopa, del de San Carlos y en el obispado de Trujillo; el PP Gral. Fr. Rafael Sanz, misionero en el Paraguay37 y el P. Fr. Virgineo Molina, desde doce años en San Pedro, quien, “inútil para el caballo va en carretilla”.

Esta lista de servicios a Dios y al Rey, en algún punto, “se queda corta”. Si miramos los libros parroquiales de San Pedro y Baradero, la presencia de franciscanos recoletos se multiplica desde la década de 1750, tanto en calidad de interinos (como los casos de Fr. José de Aguirre, Fr. Joaquín de Riego, Fr. Pedro de Cueli y Escobar, Fr. Fernando Madeira o Fr. Juan de Santomé), como de tenientes de cura o ayudantes, o simplemente administrando sacramentos en San Pedro.38

Los contendientes localizaban el punto cero de la historia de la presencia eclesiástica en la región a partir de la creación del curato y de la toma de posesión de su párroco, el Dr. Goicochea, a la vez patrono, fundador y síndico del Convento de la Recolección de San Pedro. Su gestión al frente de la parroquia y sobre todo su papel en la creación y el financiamiento de la construcción del convento recoleto abría más debates que consensos. Lo que se ponía en discusión era precisamente el cumplimiento del contenido de la escritura pública donde Goicochea se obligaba a fundar el convento y a contribuir de su peculio con 10.000 pesos y media legua de tierras, a construir la iglesia y proveerla de retablos, cálices, ornamentos y demás utensilios necesarios para el culto divino.39 Para el párroco, las contribuciones de Goicoechea constituían el argumento principal a partir del cual podría exigirse la asistencia gratuita de los religiosos. El guardián franciscano, por su parte, presentaba las pruebas a partir de los libros contables para desconocer esas contribuciones y calificar al fundador como “hombre pelmazo e inútil”:

Me remito en cuanto diga al archivo del Convento cuyos libros de ingreso y gasto tengo presentes y asimismo las disposiciones o estados que se remiten a los Capítulos y Congregaciones Provinciales como también a los religiosos Fr. Gabriel Oreiro, Fr. Fernando Díaz, Fr. Matías del Villas y Fr. Alonso del Pozo que fueron aquí conventual cuando la fundación y ahora como enfermos habituales viven en ese convento de la Recolección de Buenos Aires.40

Lo llamativo del caso es que, a lo largo de estas intervenciones, no se hacía mención al pasado “remoto” de Baradero como pueblo de indios o reducción, salvo cuando Pueyrredón caracterizaba al vecindario como “de inferior clase, porque habiendo sido pueblo de indios en su fundación, con la mezcla de otras razas, habían ya estos degenerado en zambos y mulatos”.41 Si los indios reducidos no se mencionaban, tampoco se referían a los franciscanos a cargo de la reducción desde el momento de su fundación hasta 1640, cuando comenzó a ser administrada por el clero secular por falta de doctrinantes.

Los vecinos de Baradero, en la representación elevada al virrey –para Carrillo, a todas luces dictada por Pueyrredón– replicaban con bastante precisión su versión sobre la historia de las gestiones parroquiales y también omitían cualquier referencia a la existencia del pueblo de indios. Estos “hermaneros” terciaban en el conflicto a favor del párroco, ofreciendo los medios para erigir una viceparroquia en el paraje de las Hermanas, como alternativa –para los habitantes de este paraje– a la capilla del convento de los frailes de San Pedro:

que el convento dista de las Hermanas 8, 9, 10 y aún más leguas con que haciéndose la ayuda de parroquia en San Pedro queda aquel vecindario en igual desamparo y padecimiento [...] Y haciéndose en las Hermanas están todos asistidos con menos fatiga del vecindario y del sacerdote que se ha de ocupar en esta fatiga.42

Luego de este tumultuoso inicio, las relaciones entre Feliciano Pueyrredón y Fr. Juan Noble Carrillo parecen haber encontrado una tregua. El párroco permaneció en Baradero hasta 1808 y en estos primeros años de la centuria desarrolló un ministerio orientado a intervenciones de corte “civilizatorio”: culminó la obra de un canal que comunicaba el río Arrecifes con el Paraná, instruyó a sus feligreses en materias de “agricultura e industria” y fue uno de los primeros en aplicar la vacuna antivariólica. Luego actuó como capellán militar, colaboró en la formación de los Húsares de Pueyrredón y en los últimos años de su vida volvió a ocuparse de la cura de almas en la parroquia de Jesús Amoroso, creada en 1825 en una antigua calera y oratorio de los franciscanos, muy cerca de la ciudad. Juan Noble Carrillo, por su parte, permaneció en San Pedro prestando el servicio religioso, hasta que el convento fue suprimido con las reformas de Rivadavia.

Desde prácticamente el inicio de los procesos electorales que comenzaban a desarrollarse en el mundo rural en la década de 1810, ambos eclesiásticos se anotaron en la carrera. En esta oportunidad no se enfrentaban entre sí, ya que mientras el franciscano continuaba en Baradero y competía en ese territorio en los comicios para electores del Congreso Nacional de 1818 y para la Sala de Representantes en 1821, el sacerdote Pueyrredón lo hacía para esta última instancia en 1819 y 1821, aunque en el distrito sanisidrense de la campaña cercana.43 Sus performances no fueron excepcionales pero su participación en este nuevo ámbito pone en evidencia las pretensiones de liderazgo político que se hicieron palpables en aquel conflicto de 1799/1800, cuando los dos llegaban a las parroquias de San Pedro y Baradero.

A modo de cierre

El enfrentamiento entre el párroco y el guardián del convento franciscano nos ha permitido –en una escala reducida y ampliada a la vez– profundizar en el análisis de algunos problemas de la historia del catolicismo en la región, cuyas conclusiones nos permiten mirar de modo más completo y complejo el proceso de construcción de los territorios de estos espacios rurales. En este punto, insistimos en la necesidad de incorporar la intervención de los agentes religiosos, dejar de mirarlos como figuras secundarias y reponer su rol como constructores del orden social y político, aunque en una tensa y negociada relación son sus feligresías.

En esta dirección, es necesario recuperar varias ideas que nuestro análisis puso de manifiesto. En primer lugar, resulta evidente la intensa movilidad de los agentes religiosos de distintas escalas de decisión. Los obispos recorrían las parroquias de su diócesis y en su recorrido esta se transformaba: sus confines, sus dependencias, sus jerarquías, así como las capacidades de intervención sacramental de sus agentes. En la perspectiva de Florian Mazel, la visita aparece como la puesta sobre un mapa de un conglomerado de personas y lugares sobre las cuales se pretende ejercer la autoridad episcopal, a la vez que se dibuja una suerte de nebulosa o de archipiélago con un perímetro y confines de amplitudes fluctuantes (Mazel, 2016). En ese contexto, la diócesis territorial –circunscrita de manera precisa y continua, tal como la que nos imaginamos espontáneamente sobre la base de una cartografía contemporánea– es un horizonte teórico cómodo, pero muy alejado de las realidades sociales y eclesiales antiguas. Estas realidades sugieren, por el contrario, que la diócesis era un espacio plástico al interior del cual la empresa episcopal era frágil. Tan frágil como lo demuestran las marchas y contramarchas de las decisiones que se tomaron respecto a estas dos parroquias, sus vínculos y congruidad o a las vías para acceder al sacerdocio (a título de beneficio o de capellanías).

El pequeño espacio que ha sido objeto de esta indagación ilustra la superposición y el solapamiento de agentes, de dispositivos e instancias de decisión en una escala reducida del territorio eclesial. En este sentido, la creación de la parroquia de Arrecifes en 1730 no supone una ruptura radical con el pasado de la región, ya que durante sus primeros años esta convive con otras estructuras mucho más antiguas –en las que se apoya–, como el pueblo de indios de Baradero, que data de comienzos del siglo XVII. De la misma forma, el convento de la Recolección de San Pedro –fundado en 1750–, así como la parroquia del mismo nombre –instituida por el obispo Malvar en 1780– van configurando un territorio eclesiástico de creciente complejidad y no desprovisto de ambigüedades. En este punto, el ánimo de los prelados y de las propias autoridades seculares –deseosas de estrechar el control sobre las vastas áreas rurales y su dispersa feligresía– suele entrar en colisión con el interés de los propios agentes eclesiásticos e incluso de los vecinos de uno u otro paraje de la campaña. La disputa por el emplazamiento efectivo de una capilla o ayuda de parroquia, así como las discusiones en torno a la congruidad o extensión de una determinada jurisdicción parroquial dan cuenta de los márgenes de negociación que se abren al interior de estos espacios reducidos y de cómo la empresa episcopal no deja de redefinirse en función de las necesidades, expectativas y aspiraciones de los propios agentes locales.

Aquí aparece otro problema de enorme trascendencia que tan sólo alcanzamos a esbozar en el presente artículo. A lo largo del conflicto se aprecian diversas referencias teóricas para considerar la congruidad de un beneficio: una extensión territorial medida en leguas lineales (cuatro por cuatro, diez por diez), una población dispuesta a sostener a un pastor –o a un determinado pastor–, un monto dispuesto por la normativa, así como las expectativas de los sacerdotes y los religiosos de obtener ingresos satisfactorios. Este primer acercamiento al problema del financiamiento y de la subsistencia económica del clero parroquial no sólo confirma la amplia disparidad entre diferentes regiones, agentes y jurisdicciones al interior de la diócesis de Buenos Aires, sino que permite apreciar la pluralidad de mecanismos y estrategias destinados a la captación y gestión de recursos, así como las disputas en torno al acceso y distribución de los mismos. Los frailes de San Pedro, por ejemplo, se valen para su sustentación de los ingresos que perciben como tenientes de cura en esta y en otras jurisdicciones. En este punto, los regulares ofrecen un valioso servicio como sustitutos de los curas rurales, que suelen ausentarse durante largos períodos de sus parroquias. Sin embargo, al mismo tiempo, compiten con éstos por la captación de los recursos y por el ejercicio de ciertos privilegios y prerrogativas pastorales.

En este sentido, nuestro análisis nos ha permitido confirmar algunas ideas formuladas en trabajos anteriores, como la crucial importancia de los regulares en la estructura diocesana. Aquí aparece con nitidez la concepción de los regulares como “tropas auxiliares de los párrocos”, idea que se multiplica en la analogía trazada por uno de ellos –Pueyrredón–, al argumentar sobre la obligación de los religiosos de asistirlo “de limosna”:

¿Qué se diría si el Convento de Recoletos de esa capital exigiese al cura de la capilla del Socorro el todo o la mitad de los derechos parroquiales por asistir como asiste a aquella feligresía? Y si el Convento de observantes por la misma razón pidiese los mismos al cura de la Catedral haciéndose pagar los derechos de cruz de los innumerables que entierra en su Iglesia, de cuyas funciones, sufragios y funerales solamente logra cuantiosas entradas de dinero? Yo estoy cierto que esta solicitud se tendría por escandalosa y que no debe ser menos respecto de este convento y curato.44

En la confrontación Pueyrredón/Carrillo pueden reconocerse motivaciones muy concretas vinculadas al sostenimiento material de la asistencia religiosa y al financiamiento del culto. En los argumentos esgrimidos en ella es posible reconocer la apelación a legitimidades de distinto tipo, de distintas escalas y de antigüedades variadas. Asimismo, se presentan modalidades y estrategias diversas –en ciertas circunstancias complementarias y en otras contradictorias– de construcción y consolidación del territorio eclesiástico: aquella que tiene como referencia central al convento y como agentes privilegiados a los clérigos regulares, y aquella otra –mucho más extendida en el ámbito rioplatense, al menos en estos años– que se basa en la ampliación de la estructura parroquial y en el rol preeminente del clero secular.

La movilidad de los agentes religiosos se manifiesta, por su parte, tanto entre los regulares como entre los eclesiásticos seculares. Hemos visto a párrocos abandonar su curato para buscar beneficios más pingües en la diócesis de Charcas o de Lima, concursar destinos más atractivos en parroquias cercanas o en la Banda Oriental, incorporarse a los regimientos como capellanes o retirarse a la ciudad. Las trayectorias de los religiosos del convento –reconstruidas por el fraile Carrillo– muestran también esta movilidad, entre diócesis, entre pueblos de indios del mismo obispado u otros tipos de instituciones, como los Colegios de misioneros. Estas trayectorias pueden ser pensadas como estrategias en la construcción de las carreras sacerdotales, la búsqueda de prosperidad económica o de éxito político; pero, a su vez, funcionan como el hilo que une y articula un orden político y contribuye, con imperfecciones e intereses particulares, a sostenerlo.

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1 Para comienzos del siglo XVII otras reducciones cercanas eran las de San Juan Bautista, más conocida como Tubichaminí, en la Magdalena y la de Nuestra Señora de la Estrella conocida más tarde como San Joseph del Bagual al sur del río Areco (Birocco, 2009).

2 Archivo General de Indias, Sevilla, Audiencia de Charcas 373. Razón de la visita que hizo el Ilmo y Rmo Dr. Dn Fr Pedro de Fajardo obispo de Buenos Aires, f. 14.

3 Archivo General de la Nación, Buenos Aires (en adelante AGN), Sala VII, Biblioteca Nacional, Legajo 290, 4494. Carta del cabildo eclesiástico al Señor Gobernador y Capitán General, Buenos Aires, 15 de marzo de 1750, f. 1 v.

4 Ibíd.

5 Para otras regiones de puede verse Enríquez (2005), Aguirre Salvador (2012), Salinas y Valenzuela (2022).

6 AGN, Sala IX, 6-7-6.

7 Sobre Pueyrredón, puede encontrarse una breve semblanza en Cutolo (1963: 93) y Avella Chaffer (1983: 289-291).

8 La práctica más usual parece haber sido la de conceder la mitad de los derechos parroquiales al teniente de cura. Así se desprende de la visita episcopal de la diócesis realizada por el obispo Lué y Riega entre 1803 y 1805. Al nombrar tenientes de cura en diversas parroquias (como Nogoyá y la Bajada del Paraná), el prelado les asignó la mitad de las rentas correspondientes a bautismos, matrimonios y entierros. Barral (2021: 198, 200).

9 AGN, Sala IX, 6-7-6. Dr. Feliciano Pueyrredón al Exmo. Señor Virrey, Baradero, 21 de septiembre de 1799, f. 61 v.

10 Al momento de su muerte, Pueyrredón contaba en su biblioteca con diversos libros de filosofía, historia natural y medicina, además de poseer un microscopio. Véase Di Stefano (2000: 17).

11 Según Di Stefano y Peire (2004: 11-12), para fines del siglo XVIII los regulares “eran vistos como vestigios de un mundo medieval que debía ser superado. La perspectiva ilustrada los consideraba improductivos y parasitarios por el hecho de vivir fundamentalmente de donaciones y limosnas. Esa situación exigía, desde la cultura dieciochesca, una reformulación del diálogo profundo que vinculaba a la sociedad y a ambos cleros, y una transformación del hábitus barroco”.

12 Lamentablemente, no se conservan los libros de fábrica de la parroquia de Baradero correspondientes al período colonial. El libro más antiguo data de 1840.

13 El Diccionario de autoridades (1726-1739, tomo II) define a congrua como “La renta eclesiástica que necesita cualquiera persona o Comunidad Eclesiástica, para su mantenimiento y decencia competente, según la calidad de su estado. De ordinario, y con especialidad se suele tomar esta palabra por la renta Eclesiástica, que precisamente debe tener el que pretende ordenarse de Presbítero, para su decente sustento, arreglada su cantidad a las Sinodales de las Diócesis”.

14 Tanto las capellanías como los patrimonios se constituían sobre la base de un censo (una forma de préstamo vinculado a una finca o propiedad) sobre el que se calculaba un interés del 5% anual. En 1791, el obispo Azamor y Ramírez intentó elevar el capital necesario para las ordenaciones sacerdotales hasta los 4.000 pesos de principal, lo que comportaba un total de 200 pesos anuales de rédito. Véase AGN, Sala IX, 19-4-3.

15 Una cátedra de teología en el Colegio de San Carlos redituaba 400 pesos anuales, en tanto que las autoridades del seminario conciliar –institución de corta y tumultuosa existencia– percibían salarios de entre 300 y 500. Por otra parte, los capellanes de la Real Audiencia y del regimiento de Dragones de Buenos Aires recibían una renta de 300 y 360 pesos respectivamente. Véase Avellá Cháfer (1981: 302).

16 Por ejemplo, el fraile agustino Miguel González, teniente de cura de Gualeguaychú, percibía una asignación total de 350 pesos, de los cuales 150 eran aportados por el cura titular y otros 200 corrían a cargo del cabildo de la villa. Véase Barral (2021: 196-197).

17 Para 1805, 140 de los 185 sacerdotes residentes en el obispado tenían domicilio en la ciudad de Buenos Aires. Di Stefano (1998: 44).

18 Para la ordenación in sacris se requería acreditar una congrua o título canónico. La ordenación a título de patrimonio implicaba la afectación de ciertos bienes al cumplimiento de aquella finalidad; la ordenación a título de capellanía debía garantizar el mantenimiento del sacerdote a partir de una renta proveniente de este tipo de fundación y la ordenación a título de parroquia o curato debía asegurar que el mantenimiento se garantizaba a partir del ejercicio del ministerio sacerdotal en determinado beneficio curado o que comportaba la cura de almas.

19 Citado en Di Stefano (1998: 48).

20 AGN, Sala IX, 6-7-6. Dr. Feliciano Pueyrredón al Exmo. Señor Virrey, Baradero, 21 de septiembre de 1799, f. 58-58 v.

21 El cura afirmaba que, luego de la reorganización del territorio eclesiástico ordenada por el obispo Malvar, la jurisdicción de Baradero –a pesar de haber sido tradicionalmente la sede parroquial– había quedado como la más pobre y despoblada de la región.

22 El provisor del obispado, Francisco Tubau y Sala, confirma que Pueyrredón había sido “colacionado en el curato de Baradero con la propiedad de él y en el de San Pedro, en clase de interinamente anexo al de Baradero como lo había estado en los años anteriores, por falta de iglesia, ornamentos y vasos sagrados” (AGN, Sala IX, 6-7-6. Dr. Francisco Tubau y Sala al Exmo. Señor Virrey, Buenos Aires, 27 de noviembre de 1799, f. 89).

23 La “cuarta episcopal” equivale a la cuarta parte de las oblaciones y derechos parroquiales, que el cura se encuentra obligado a entregar al obispo.

24 La estimación con respecto al precio del trigo corresponde a Johnson (1990: 147).

25 AGN, Sala IX, 6-7-6. Fr. Juan Noble Carrillo al Exmo. Señor Virrey, Rincón de San Pedro, 30 de octubre de 1799, f. 73 v. Resaltado nuestro.

26 Por la correspondencia mantenida con su hermano –el próspero comerciante Juan Martín de Pueyrredón– sabemos que el cura de Baradero comercializaba sus primicias de trigo por intermedio de éste, tanto en el mercado porteño como en la vecina ciudad de Montevideo. Véase: Carta de Juan Martín de Pueyrredón a su hermano Feliciano, Buenos Aires, 19 de septiembre de 1804 (Pueyrredón, 2018: 147-148); Carta de Juan Martín de Pueyrredón a su hermano Feliciano, Buenos Aires, 19 de abril de 1805 (Pueyrredón, 2018: 221-222).

27 AGN, Sala IX, 6-7-6. Fr. Juan Noble Carrillo al Exmo. Señor Virrey, Rincón de San Pedro, 30 de octubre de 1799, f. 68 v.

28 AGN, Sala IX, 6-7-6. Dr. Feliciano Pueyrredón al Exmo. Señor Virrey, Baradero, 21 de septiembre de 1799, f. 63-63 v. Resaltado nuestro.

29 AGN, Protocolos notariales, Registro 4, 1785. Reconocimiento de censo del Maestro Don Cayetano José María de Róo y otro a favor de la capellanía del finado Don Juan José Moreno, f. 202 v.

30 Citado en Avellá Cháfer (1981: 303-304).

31 Hacia 1781, Juan Francisco de Aguirre afirmaba que Montevideo era “el mejor curato del Obispado” y que reportaba un rédito aproximado de 2.000 pesos anuales. Según el mismo Aguirre, para 1796, el valor del curato había aumentado a 3.500 y la sacristía a 1.000 pesos. Véase “Diario de Aguirre” (1905: 132). Por otra parte, José Pedro Barrán (1998) afirma que ya en 1761 el párroco de Montevideo recibía una congrua de 2.000 pesos aportada por los vecinos, a la que “debían sumarse primicias, derechos de pie de altar, etc.” (p. 117).

32 “Auto de desmembración y erección de curatos” (1769), Libro de Bautismos de la Parroquia de Montserrat”, Libro I, f. 13. Disponible en: www.familysearch.org.

33 AGN, Sala IX, 6-7-6. Dr. Feliciano Pueyrredón al Exmo. Señor Virrey, Baradero, 21 de septiembre de 1799, f. 63. Pueyrredón afirmaba que los frailes del convento eran “hombres inútiles e incapaces todos por su avanzada edad y habituales enfermedades”.

34 AGN, Sala IX, 6-7-6. Fr. Juan Noble Carrillo al Exmo. Señor Virrey, Rincón de San Pedro, 30 de octubre de 1799, f. 73.

35 “El día 3 de agosto galopeó 18 leguas en 8 horas para confesar a un feligrés de otro curato a quien el párroco se excusó”. AGN, Sala IX, 6-7-6. Fr. Juan Noble Carrillo al Exmo. Señor Virrey, Rincón de San Pedro, 30 de octubre de 1799, f. 80.v.

36 “De lo que le ha resultado estar perlático de un brazo y una pierna y sin embargo continúa saliendo a confesar en una carretilla qué para el efecto ha comprado el convento”. AGN, Sala IX, 6-7-6. Fr. Juan Noble Carrillo al Exmo. Señor Virrey, Rincón de San Pedro, 30 de octubre de 1799, f. 80 v.

37 “El que saliendo una noche a llevar el viático le cogió un aire que lo ha dejado imposibilitado de las piernas de modo que nunca va al coro y sin embargo cada sábado va en una carretilla a la capilla pública del doctor José Navarro donde dice misa confiesa y comulga a las gentes de aquel partido que por distar siete leguas no pueden venir aquí”. AGN, Sala IX, 6-7-6. Fr. Juan Noble Carrillo al Exmo. Señor Virrey, Rincón de San Pedro, 30 de octubre de 1799, f. 80 v.

38 Libros de bautismos, Santiago de Baradero, 1756-1841. Disponible en: www.familysearch.org.

39 AGN, Sala X, 4-8-3. Carta de donación del Dr. Don Francisco Antonio de Goicoechea, Buenos Aires, 15 de marzo de 1744.

40 AGN, Sala IX. Fr. Juan Noble Carrillo al Exmo. Señor Virrey, Rincón de San Pedro, 30 de octubre de 1799, 6-7-6, f. 70.

41 AGN, Sala IX, 6-7-6 f. 58. Dr. Feliciano Pueyrredón al Exmo. Señor Virrey, Baradero, 21 de septiembre de 1799. Un año más tarde, a fines de 1800, Pueyrredón mantuvo un duro enfrentamiento con un grupo de indios –no reconocidos como tales por el cura y el alcalde–, quienes se ofrecían a costear y realizar la refacción de la capilla local. Según el propio párroco, el conflicto se había originado en los abusos cometidos por Casimiro Aguirre, elegido ese año como mayordomo de la fiesta del Apóstol Santiago y “caudillo de todos los de su clase”. Al parecer, Aguirre se encontraba enemistado con el párroco, ya que éste lo había reprendido por entrar a la iglesia con sombrero y espuelas durante la fiesta del patrono Santiago. Por este motivo, el cura solicitaba que el cargo de mayordomo del santo se reservara exclusivamente para los vecinos españoles, manifestando su desconfianza hacia los “supuestos indios”, quienes aducían ser descendientes de los primeros pobladores y fundadores de la capilla. Véase Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires, La Plata, Cuerpo 13, 1-3-29; 2-7-28 bis.

42 AGN, Sala IX, 6-7-6. Representación de los vecinos de Baradero al Exmo. Señor Virrey, Baradero, 8 de mayo de 1800, f. 94.

43 AGN, Sala X, 8-10-3; 12-4-5. Agradecemos esta información a Agustín Galimberti (Barral y Galimberti, 2016).

44 AGN, Sala IX, 6-7-6. Dr. Feliciano Pueyrredón al Exmo. Señor Virrey, Baradero, 21 de septiembre de 1799, 63 v.