Míguez, Eduardo J. (2021).
Rosario: Prohistoria, 300 páginas.
Agustín Galimberti
Universidad Nacional de Luján. Universidad de Buenos Aires.
Los trece ranchos es producto del trabajo realizado por Eduardo Míguez desde hace más de una década, en obras colectivas e individuales, sobre las dirigencias políticas durante la formación del Estado argentino. Este recorrido le ha permitido reunir un material rico y diverso gracias al trabajo en archivos centrados en figuras claves del período (Mitre, Urquiza, Sarmiento, entre otros), dentro del cual se destaca la correspondencia. Esta, analizada con gran capacidad, no solo nos sumerge en las interpretaciones de los actores sino también reconstruye su historicidad. Es decir, la prosa de Míguez nos muestra las alternativas que se abrieron a los protagonistas hacia un horizonte futuro que no solo era incierto, sino que ninguno de ellos, por más poderoso que fuera, podía determinar. Así, pues, a lo largo de ocho capítulos cronológicos, advertimos la lucha política donde se desarrollan cursos de acción y se usan las capacidades a disposición para alcanzar el destino propuesto, cuestión generalmente imposibilitada porque otros también ejercen sus influencias para que ocurra de otro modo. De esta forma, se logra explicar el proceso histórico resultante pero también los caminos que no se transitaron y los posibles futuros, finalmente truncos, que se bocetaron.
En esta lucha por el devenir es que encontramos el objetivo central de este “clásico libro de historia política” como lo define su autor: vislumbrar la forma en que se produjo la formación de la Argentina como nación organizada. Para ello parte de una hipótesis que es la gran novedad de la investigación: las dirigencias políticas provinciales tuvieron un rol relevante en su construcción (aporte ignorado o menoscabado por la historiografía). Sus actitudes, proyectos, luchas y alianzas permiten explicar tanto en el auge y caída de la Confederación Argentina como la definitiva forma que asumió la organización de la República.
Para lograr su cometido, el autor utiliza el corpus documental descripto y se sostiene en la producción historiográfica sobre las provincias que se ha renovado significativamente en las últimas décadas (destacándose Córdoba, Entre Ríos, Jujuy, La Rioja, Mendoza, Salta y Tucumán). Esto permite no solo profundizar cada caso sino también advertir los diferentes vínculos interprovinciales como las diversas relaciones con el poder central de turno. Esta reconstrucción de la historia política que permite conocer cada provincia, relacionarla con la situación general y advertir sus múltiples implicancias (internas, regionales y nacionales), conforma otro enorme mérito del libro. El riesgo es que el lector se pierda en el laberinto de idas y vueltas de conflictos políticos pletóricos de hechos y personajes, y termine derrotado por este minotauro de acontecimientos. Sin embargo, el historiador, como Ariadna, logra guiarnos hasta la salida del entendimiento tendiendo hilos conductores que permiten dar sentido a los procesos historiados.
Por cuestiones de espacio, solo destacaremos dos de ellos. El primero consiste en la forma en que cada provincia fue resolviendo la conflictiva relación entre dos configuraciones de poder que tenían diferente base social, forma de hacer política, proyecto provincial y relaciones con el poder central: las dirigencias urbanas y los caudillos. A lo largo de la obra, Míguez reconstruye, clarifica y explica hábil y detenidamente el meollo de alianzas cambiantes, enfrentamientos y múltiples relaciones entre las elites urbanas, los caudillos, los poderes provinciales, el poder nacional que se intenta erigir y la disidente y rica Provincia de Buenos Aires.
La cuestión era complicada de resolver. Luego de la caída de Rosas, las elites urbanas –recompuestas durante la década de 1840 gracias, paradójicamente, a la “pax rosista” sustentada en los caudillos– se lanzan a la construcción de la nación. Primero, bajo el liderazgo de Urquiza, luego de Mitre y finalmente de Sarmiento y Roca. Sin embargo, si bien cada uno de ellos buscó apuntalarse en ellas, la propia debilidad del poder central provocaba que ante los conflictos intra e interprovinciales, se apoyen en liderazgos caudillistas avasallando las autonomías provinciales. Esto provocaba que algunas situaciones particulares (como San Juan o La Rioja) generasen resultados explosivos al colisionar un proyecto sostenido en principios federales y republicanos con prácticas políticas que erosionaban sus bases de apoyo. Ante el temor de ser sometidas, las dirigencias urbanas advertían las ventajas de una alianza con Buenos Aires para sostener sus construcciones políticas frente a los caudillos.
Entonces, nos explica el autor, a cambio de ceder independencia y orgullo, se subordinaron al liderazgo porteño, expresado por Mitre, en pos de una organización nacional más sólida y duradera. Paralelamente a la consolidación del poder nacional entre 1860 y 1880, las elites urbanas lograron subordinar a los caudillos respaldadas por éste, sentando las bases de los gobiernos oligárquicos provinciales y, luego, nacional. En el detallado análisis de las elecciones presidenciales de 1868, 1874 y 1880, Míguez encuentra cómo, consolidado el orden legítimo y gracias al despliegue del Estado nacional, el sistema federal de gobierno logrará horadar la hegemonía porteña inicial. De esta forma, la consolidación del poder nacional fue producto de la subordinación de las elites provinciales que, si bien resignaron autonomía local, lograron someter a los caudillos y ganar peso en un orden nacional que les era cada vez más satisfactorio.
Aunque por momentos la división tajante entre caudillos y dirigencias urbanas resulta maniquea, el gran mérito consiste en mostrar que las provincias no eran un interior uniforme opuesto a Buenos Aires ni tampoco que los conflictos internos a ellas eran coletazos del contexto general. Por el contrario, afirma el autor, la política en cada provincia tenía más componentes locales que nacionales, pero como cada uno de los enfrentados necesitaba aliados externos para imponerse, sus conflictos repercutían nacionalmente.
Esto nos lleva a la segunda cuestión que destacaremos y es otra de las fuertes apuestas de la obra. Según Míguez las tensiones ideológicas entre los grupos políticos ha sido magnificada por la historiografía. No solo recomienda poner entre paréntesis la clasificación entre unitarios y federales para entender la política de cada provincia, sino también evitar ver dos proyectos antagónicos en las facciones posteriores. Así, afirma que los federales constitucionalistas eran “liberales en su filosofía económica, social y política” mientras que los liberales eran, “en cuanto a su propuesta de organización institucional, federalistas” (p. 91). Es decir, donde gran parte de la historiografía había visto proyectos antagónicos que explicaban las “guerras civiles”; en Los trece ranchos la interpretación nos lleva a la inexistencia de tal disyuntiva. Míguez no ve en las agrupaciones (no aún partidos) diferencias ideológicas. Por el contrario, advierte una coincidencia y voluntad generalizada entre las dirigencias de organizar la nación unificada bajo los principios de una república federal y liberal abierta al mundo, y poder así superar el confederacionismo de hecho, más funcional a los caudillos. Las únicas discrepancias para lograr la ligazón definitiva entre los trece ranchos y Buenos Aires consistían en el lugar que debía ocupar esta última (y sus rentas aduaneras).
Ante esto uno podrá preguntarse ¿si los diferentes bandos en pugna no tenían un conflicto doctrinario, por qué se peleaban (¡y de la forma que lo hicieron!)? ¿Tan solo por quiénes y qué espacio lideraría la nación que se intentaba organizar? Si bien el argumento es convincente y las pruebas dadas sobre lo errático y circunstancial de las alianzas son significativas, se corre el riesgo de no advertir que una parte significativa de la población se identificó realmente con esas banderas y se enfrentó con otros por ellas a tal punto de poner en juego sus propias vidas.
Al mirar globalmente la obra se advierte que viene a cubrir algunas vacancias en la historiografía como a polemizar, aunque no directamente, con algunas interpretaciones sobre la formación de la Argentina como nación organizada que plantearemos brevemente. Si la obra de José Carlos Chiaramonte demostró la inexistencia de la nación durante la primera mitad del siglo XIX producto de la ausencia de una clase dirigente nacional;1 Los trece ranchos da cuenta de los vericuetos, conflictos y arreglos que tuvieron que realizar las fragmentadas dirigencias provinciales para conformarse como nacionales. Queda aún por explicar la formación de las bases materiales de esa clase dominante, cuestión no abordada en el libro (y que requiere un enorme trabajo, necesariamente colectivo). Si Tulio Halperin Donghi explicaba los conflictos entre esas dirigencias entre la caída de Rosas y la federalización de Buenos Aires como “los treinta años de discordias”;2 en Los trece ranchos, extremando el planteo, más bien fueron “los treinta años de un enorme consenso difícil de poner en práctica”. Si gracias el libro de Oscar Oszlak veíamos el despliegue del Estado nacional “penetrando” sobre las provincias;3 Los trece ranchos no solo muestra el relevante papel que tuvieron las dirigencias provinciales en la construcción de la nación, advirtiendo una relación dialógica (y no solo la imposición del poder nacional), recalibrando el rol de las provincias y sus diferentes actores, sino también que la construcción de la Argentina unificada no fue una mera imposición porteña. En ese proceso, Juan Carlos Garavaglia
había demostrado, no solo la viabilidad estatal de la Confederación Argentina, sino también la centralidad del problema fiscal en la construcción de la nación;4 por su parte, Los trece ranchos concentra el análisis en el difícil dilema que tuvieron que resolver las dirigencias provinciales: sin Buenos Aires era muy difícil consolidar el orden, pero con Buenos Aires había un gran peligro de ser sometidas. Como explica Míguez, la disyuntiva se resolvió con un triunfo de esas dirigencias provinciales y del Estado nacional que lograron el sometimiento de la rica y díscola Buenos Aires, rancho catorce que no solo sacrificó su aduana (varios años antes) sino también su ciudad y su hegemonía, e incluso, su identidad.
Llegados a este punto de la reseña queda claro que, tanto por sus aportes históricos como historiográficos, Los trece ranchos es una invitación a repensar la formación de la Argentina como nación organizada. Por ello mismo, recomendamos su lectura que dará lugar, probablemente, a fructíferos debates.
1 Por ejemplo, Chiaramonte, José Carlos (1983), “La cuestión regional en el proceso de gestación del estado nacional argentino. Algunos problemas de interpretación”, en Palacios, Marco (comp.), La unidad nacional en América Latina, del regionalismo a la nacionalidad, México, El Colegio de México, pp. 51-86.
2 Halperin Donghi, T. (1980). Proyecto y construcción de una Nación (Argentina 1846-1880). Caracas: Biblioteca Ayacucho.
3 Oszlak, O. (1985). La formación del estado argentino. Buenos Aires: Editorial de Belgrano.
4 Garavaglia, J. C. (2015). La disputa por la construcción nacional argentina. Buenos Aires, la Confederación y las provincias (1850-1865). Buenos Aires: Prometeo.