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Comentario a La dirigencia política argentina. De la organización nacional al Centenario

Vicente Palermo

Instituto Torcuato Di Tella-CONICET. Club Político Argentino, Argentina.
Correo electrónico: vicentepalermo@gmail.com.

Fecha de recepción: 20 de agosto de 2023
Fecha de aceptación: 1 de noviembre de 2023

Resumen

El presente ensayo examina las contribuciones del libro La dirigencia política argentina. De la organización nacional al Centenario de Beatriz Bragoni, Eduardo Míguez y Gustavo Paz, que considera en un enfoque metodológico prosopográfico las dirigencias políticas argentinas tomando en cuenta la mayoría de las provincias y constituye un aporte novedoso en este campo de estudio.

Palabras clave: Prosopografía, historia política, Argentina.

Commentary on La dirigencia política argentina. De la organización nacional al Centenario 

Abstract

This essay examines the contributions of the book La dirigencia política argentina. De la organización nacional al Centenario by Beatriz Bragoni, Eduardo Míguez and Gustavo Paz, which considers the Argentine political leaderships in a prosopographical methodological approach, taking into account the majority of the provinces and constitutes a novel contribution in this field of study.

Keywords: Prosopography, political history, Argentina.

* Deseo comenzar mi comentario diciendo –así lo siento– que los amigos e historiadores que me han invitado a participar en la presentación de este libro me han hecho un honor y me han honrado con la gentileza. Ser el único politólogo delante de una audiencia de historiadores tan calificados es para mí muy reconfortante. Y me da la oportunidad de un diálogo que intentaré aprovechar.

* El libro que hoy nos reúne, es patente, ha supuesto una inmensa cantidad de trabajo, trabajo que, por fortuna, está a mi juicio plenamente justificado por la calidad del resultado, que se hace evidente –como es con todo buen libro– por la lectura en sí misma, pero también por su utilidad potencial. Esta utilidad potencial es enorme, ofrecida a la tarea heurística, de investigación y elaboración. En otras palabras, es resultado de una investigación que ha producido a su vez una formidable herramienta de investigación.

El texto, tomando en cuenta el esfuerzo de todos sus autores, produce información sistematizada, proporciona marcos interpretativos e identifica procesos, que pueden contribuir mucho para la comprensión de etapas históricas, de momentos de cambio, y para la elaboración de biografías. El libro, el conjunto de los artículos, tiene la doble virtud de describir, en lo que toca a las variables que ha escogido, con precisión, e identificar un colectivo como tal, y proporcionar valiosas pistas para la comprensión de las trayectorias de los individuos que lo componen.

Aunque mi conocimiento de la historiografía actual está lejos de ser completo, diría que este libro contribuye a la creación de marcos heurísticos que pueden hacer más prometedoras las investigaciones tanto de procesos históricos como de estudios biográficos.

Creo que puedo decir todo esto con algún fundamento en mi propia experiencia, porque casualmente he estado trabajando, y estoy, aunque de modo un poco intermitente, en un personaje del siglo XIX muy conocido, aunque presenta para mí muchos enigmas, Lucio V. Mansilla (es decir el hijo de Lucio N.), que me resultó grato encontrar en el elenco de dirigentes investigado por el libro. Y puedo asegurarles que mis percepciones sobre esta figura fascinante no salen de la lectura del libro iguales a cuando entraron en ella. Esa lectura las ha enriquecido, me ha ayudado a pensar, a descartar algunas preguntas, a hacerme otras. Viene a cuento para hacer patente que el valor del libro no es para mí pura especulación.

* Intentaré, ahora, hacer observaciones y formular preguntas tratando de colocarme en la propia tarea de investigación en que consiste el libro. Por supuesto, ahorraré a los lectores toda observación innecesaria, meramente reiterativa de lo que pueden encontrar en sus páginas.

Una de ellas tiene que ver con el concepto de capital que –sociológicamente– acuña Bourdieu (capital material, capital cultural, capital social y capital simbólico). Una cuestión a la que el libro alude unas cuantas veces, pero, creo, no sistematiza nunca del todo, es ¿cómo se trasladan, se reconvierten, los valores de un capital a otro? Y la pregunta me parece importante porque apunta directamente a la entidad del grupo al cual cada personaje pertenece. Por caso, en diversos artículos se discute si las élites de tal o cual provincia constituyen o no una oligarquía (claramente el libro toma bastante distancia de este concepto, aunque no lo descarte del todo, luego vuelvo al punto). Pero la pregunta sobre la condición oligárquica del grupo examinado remite no sólo a unas creencias y unas prácticas políticas, sino a la relación entre los capitales (v.g. p. 340).

Por ejemplo, una cuestión que aparece mencionada aleatoriamente en los artícu­los es la de la amistad. ¿Amistad política, amistad cívica, affectio societatis, amiguismo faccioso? Indudablemente esto formaría parte del capital social, pero la pregunta sobre su empleo no es fácil de contestar. Y mucho menos, lo sé, de sistematizar. Los capitales de Bourdieu están connotados, de modo en que cierta sistematización sería posible hacer. Un señor que se recibió de abogado tiene mayor capital cultural que uno que solamente es alfabeto. Punto. Es muy difícil identificar dentro de la red social de cada uno la red de amigos que pavimentó el camino a un cargo político. Pero quizás podría decirse algo de la cultura amical al respecto. Por ejemplo, y vuelvo al caso de Mansilla, porque me es conocido, con dos episodios. Lucio V. parecía creer que había una conversión inmediata y directa, o al menos ese modo tenía que aplicarse con él porque era él. Lucio V. se considera a sí mismo, y así lo anuncia públicamente, como el lanzador de la candidatura presidencial de Sarmiento (como se sabe, Sarmiento carecía de una base organizada de apoyo, y hay algo de verdad en el mérito reclamado por Mansilla, que tuvo eco en el ejército de línea). Estando Sarmiento ya en Buenos Aires, presidente electo, Mansilla lo va a ver a su hotel, sin previo aviso, con un papel en el bolsillo. Sarmiento, que se las ve venir, no quiere recibirlo y con cualquier excusa lo deja en la calle y lo atiende desde el balcón. Entonces Lucio envuelve el papel en una piedra y se la lanza. Sarmiento lee algo estupefacto la integración completa de un gabinete de ministros. Los nombres son previsibles, pero en la lista está el propio Mansilla, en una cartera conspicua. Sarmiento le dice “Mire Mansilla, con un loco en el gobierno es suficiente. Y el loco soy yo. Así que no puede ser”. El otro episodio es con Roca. A comienzos de la segunda presidencia, Mansilla lo va a ver, desconcertado, casi indignado porque el presidente no lo ha llamado al gobierno. “Don Lucio –le responde Roca– sabe qué pasa, que usted habla demasiado. Llámese a silencio y en un par de años podemos conversar”. Mansilla promete enmendarse y, naturalmente, no cumple. La conversión de un capital a otro no es tan fácil.

En especial, ¿qué pasa con la condición militar? Indudablemente es parte de un capital, pero ¿cómo se reconvierte? ¿El capital relacional era suficiente? Los artículos del libro en general coinciden, de un modo que encuentro muy convincente, en que eso fue importante en la primera mitad del período considerado; mucho menos en la segunda.

* Así, los mecanismos de configuración y evolución de la clase política son un buen punto de partida. Como politólogo, puedo identificar algunos temas clásicos de la ciencia política, que están presentes y son discutidos con valiosos aportes en los análisis de casi todos los artículos y también en los textos que llevan las firmas compartidas de los compiladores.

Que no hay una correspondencia mecánica, directa, completa ni mucho menos entre el poder económico y el poder político, entre las figuras que expresan uno y otro. Luego, la especialización irá profundizando el desdoblamiento entre riqueza y poder.

Que hay una sustitución parcial, pero de importancia decisiva, de las fuentes tradicionales (familias tradicionales, fuertes propietarios hacendados y comerciantes, militares, y, aun anteriormente, sacerdotes) por poseedores de capital cultural, simbólico y de expertise, pericia propiamente política. La antigüedad familiar no es decisiva para definir el peso político de los aspirantes a la política. Desde luego, las posibilidades desiguales de acceso al capital cultural sí son una diferencia relevante. Pero una cultura más o menos compartida (normativamente bastante abierta) es más importante aún. Me parece que esto supone menos adscripción, menos cooptación (menos, no ausencia total) y más acceso por decisión propia, libre, para los que disponen del o de los capitales necesarios (entre los que cuentan, claro, un talento, un mérito personal potencial o ya demostrado en algunos escalones, una ambición, unos afanes de logro, etc.).

Que la dirección de la configuración de un poder nacional en el Estado moderno no tiene un sentido único, desde un núcleo concentrado en el centro y que se expande utilizando distintos medios, entre ellos la coerción, penetrando en toda la periferia, sino que se construye en un interjuego de doble dirección, en el que el personal político de las periferias, las regiones, cumple un papel insoslayable de construcción de un centro renovado. Esto no vendría aquí al caso de no ser porque, precisamente, ese modo configura un campo específico de oportunidades de formación de los núcleos dirigentes, un campo más abierto.

Que la especialización, en sentido básicamente weberiano, es un rasgo definitivamente central de los cambios durante esta (larga) etapa del siglo XIX argentino, tanto en lo que se refiere al personal específicamente político, como burocrático (a compás de la modernización y expansión del Estado). Es la formación de lo que en un artículo se denomina “meritocracia ilustrada”.

Que, a pesar de esta especialización, no cobran todavía entidad partidos políticos como tales. No son partidos, son grupos políticos, redes, clanes, a veces más a veces menos facciosos, y sin embargo, se desprende de la lectura, la política de este período es una política competitiva, en muchos casos, bastante abiertamente competitiva, más que un sistema compacto y herméticamente cerrado (lo que podría suponerse por la ausencia de partidos). Y que esta competitividad hace de la política provincial algo más abierto al acceso vía capital cultural y capital social (saber jurídico y experiencia periodística, por ejemplo, como se destaca para Mendoza). Más raramente al acceso del mundo local. Y si consideramos las regiones centrales, como Buenos Aires, el peso del capital cultural en la selección del personal político es aún más decisivo. Las familias se adaptan, se convierten “deliberadamente” en clanes –el caso de Jujuy con los Sánchez de Bustamante es bastante impresionante–, en parte porque los clanes les dan mayor libertad de movimiento y versatilidad en el juego competitivo. Todavía, la juventud de ingreso de sus miembros a la política da la pauta de una distribución bastante tradicional de destinos, me parece. Las familias no solamente casan a sus hijos entre primos, sino que disponen hasta un punto nada nimio de sus destinos profesionales. Pero esta potestad no es ilimitada, por supuesto. Un mundo político más competitivo, no de partidos, más bien de facciones, clanes, al que esa competitividad lo hace significativamente más abierto.

Que es probable identificar una cierta tendencia por la que el nivel del capital cultural de la dirigencia política tiende a elevarse en una etapa de modernización dominada por la desigualdad (ilustrados, letrados, periodistas, intelectuales públicos) y luego, pero como una proyección fuera de la etapa abarcada por este estudio, a más igualdad tendremos una política más plebeya, mucho menos marcada por el peso del capital cultural.

* La relación entre corrupción y política es quizás un punto complejo que no está abordado directa o expresamente en el libro. Hay que admitir que no sería fácilmente incluible en el cuadro metodológico elaborado por sus autores. Debería poder disponerse de informaciones suficientes respecto a: manifiesta reputación, causas legales abiertas, condenas y, eventualmente, reconocimientos explícitos (entre otras cosas). Estoy seguro de que una búsqueda en este sentido, aun sistemática, arrojaría una información picante, pero demasiado fragmentada. La calidad informativa, digamos, de esta variable no estaría al nivel de la calidad de las que son trabajadas en el texto. Sin embargo, otra vez Lucio V. Mansilla es el loco que dice la verdad (todo esto entre comillas). En un debate en la Cámara de Diputados que él preside, el 5 de julio de 1889, a favor de la aprobación de un proyecto del Poder Ejecutivo para adquirir un terreno en la ciudad de Buenos Aires, presiona y urge a los diputados: “Este es un país donde todo el mundo es comerciante y negociante porque no hay en esta Cámara un solo hombre que no tenga algún negocio. Porque si algún diputado tuviera que vivir con los 700 pesos por mes se moriría de hambre”. Tras un intercambio áspero con Pedro Goyena (de credenciales impolutas, sin duda), Mansilla explica que “Todos hacemos negocios, más honestos algunos, menos honestos los otros”. Agregando que con los honestos él siempre perdía plata pero eran los únicos que hacía… Cerrando: “la filosofía es esta: todos los ricos deben haber hecho negocios no muy limpios”. Entre risas y carcajadas de los diputados.

Como sea, hay una relación clásica del mundo politológico entre corrupción y desarrollo político, que no encuadra la corrupción desde un punto de vista moral (panorama de patrimonialización política). Básicamente, en ese encuadre politológico, algo pasado de moda, la corrupción es percibida como uno de los motores del proceso de expansión y consolidación del Estado moderno. De su arraigue en la sociedad a través de la creación y el desarrollo de la mediación política, sea en grupos de origen familiar, en clanes, y sobre todo en grupos netamente políticos, principalmente los partidos políticos. La corrupción incrementaría el capital político de los liderazgos para desarrollar lealtades territoriales y personales, compensar cambios y darle previsibilidad a los procesos electorales evitando el empleo directo del fraude o cosas peores. Me parece evidente que aunque el texto no trate expresamente el tema, frecuentemente este puede, a mi juicio, ser percibido entre líneas.

* En suma, el panorama de estos grupos dirigentes expresa una la diversidad (cuyos pilares varían de peso con el tiempo: las familias, la universidad, los clubes sociales y políticos, etc.) de un mundo en el que la desigualdad es dominante pero que no estaba cerrado. Debería ser previsible una gran capacidad de adaptación, es decir, unas aptitudes, una flexibilidad, importantes, para dar cuenta de los desafíos y las demandas de la modernización y la ampliación de una base social que crecía y cambiaba rápidamente. ¿La tuvo? Probablemente sí; aunque yo no tengo una respuesta personal sobre el asunto. Ya en aquellos tiempos era un tema de controversia; basta recordar El juicio del siglo de Joaquín V. González.

* Como sea, hay en el libro no sé si un consenso, pero sí una posición dominante, en torno a un punto relacionado con lo anterior: no estamos delante de una oligarquía. El texto es, a mi juicio, muy convincente al respecto; la dirigencia política argentina del siglo XIX está más cerca de una meritocracia ilustrada. La débil sustentación de la pertinencia de término tan clásico –oligarquía– estriba precisamente en la pintura que nos brindan las biografías colectivas (prosopografía) de cada provincia estudiada. Podríamos cerrar el punto aquí, pero también podemos hacer algún esfuerzo, o más bien caer en la tentación, de mantenerlo abierto.

Tenemos a la mano el uso (digamos) vulgar del término. No es fácil de definir y tiene muchas connotaciones. Se emplea en todo el mundo. El término argentino alude a un grupo fantasmal, de familias extremadamente ricas y densamente entrelazadas, con supuesta capacidad de perpetuarse en la historia, renovarse y sucederse generacionalmente de modo absolutamente excluyente, y transmutar según las necesidades de los tiempos (v.g. los cambios en la economía internacional), de modo tal de mantener siempre el control y defender sus intereses invariablemente antipopulares. Los estudios prosopográficos llevados a cabo por el equipo coordinado por Bragoni, Míguez y Paz refutan convincentemente esta mirada de sentido común –imbatible, como tal– porque se hace patente que la estructura de ingreso a la élite dirigente no es principalmente oligárquica. La sustitución progresiva de familias poderosas tradicionales, grandes propietarios y muy ricos comerciantes por letrados, ilustrados, abogados, especializados en general, que es la división del trabajo menos imperfecta posible, tiene una relevancia inocultable. No todos tienen virtud cívica, aun si se apasionan por los muchos quehaceres que exige y las cosas que ofrece la política, lo sabemos. La especialización no es, tampoco, apenas cuestión de eficiencia técnica, es una profesionalización que reúne un haz de dimensiones (más el bufete o el estudio intelectual que el cuartel; sectores de otra extracción que acceden a cargos políticos más altos, como en Jujuy, en camino de una formación especializada). Y no se trata de meros casos particulares. Un artículo alude a una “imbricada trama de relaciones de parentesco que vinculaba a una parte muy importante de esta dirigencia [y que, siendo así], contribuye a formar la imagen oligárquica… [no obstante, esta trama] incidió mucho menos en la construcción de poder de lo que podría pensarse y de lo que había hecho en épocas anteriores… el mérito personal, medido especialmente en términos de capacidad intelectual, parece haber sido el factor más determinante en las carreras políticas, además de la vocación… el factor determinante en las carreras de alto liderazgo… pareciera ser el prestigio dentro de los propios círculos de poder”. Y ese prestigio lo podían adquirir, como es patente en algunos casos celebérrimos, así como en la información reunida en los estudios de este libro, en individuos ajenos a la élite social.

Pero hay una pregunta clásica de la ciencia política que se consagró sustituyendo por su vez a otra: no se trata tanto de “¿quién gobierna?” sino de “¿para quién se gobierna?”. Sabemos que las respuestas en un plano empírico nunca pueden ser por completo satisfactorias. Desde el mismo momento en que consideramos necesario preguntarnos para quién se gobierna, se aumenta la complejidad de la pregunta y se sabe que es imposible responder exhaustivamente. Hasta porque los gobiernos, todos los gobiernos, gobiernan principalmente para sí mismos (aunque sean honestos y lo quieran o no). Sin embargo, atravesando esa barrera omnipresente, los estudios del libro parecen extraer de los casos una –si se me permite la frase hecha– autonomía enraizada. La élite dirigente se hace cargo de tareas específicamente políticas y ni la prevalencia de antiguos linajes locales, bastante común, pero ni suficiente ni decisiva, ni el patrimonio, bloquearon las formaciones y especializaciones, el capital cultural, la sustentación otorgada por una formación propiamente política, necesarias para encarar aquellas tareas. Como se observa como una evaluación general, “tener un prestigio familiar reconocido… y amplios recursos económicos ha facilitado las carreras políticas en casi cualquier tiempo y lugar, pero no parecen haber sido requisitos insuperables para los hombres de talento que alcanzaban la posición de competir en la etapa estudiada”.

Se registra en los núcleos dirigentes, entonces, un crecimiento bastante endógeno, pero no oligárquico. Y los propios procesos políticos –no todos, obviamente– crearon extraordinarias oportunidades para que las dirigencias políticas se abrieran y expandieran. La emergencia del roquismo, por caso, dinamizó y proporcionó cambios de ese tipo. Más especialización, clivajes más nacionales y menos locales (más opciones de carrera en el ámbito nacional), algo más de competencia y rotación, aunque las decisiones en su mayoría se mantuvieran centralizadas en altos jefes locales. Quizás, como parece ser el caso de Jujuy, la sustitución de la vieja “oligarquía” local por jefes de clanes muy poderosos, y su ulterior desplazamiento, dieron lugar a renovaciones parciales de los elencos políticos, que no sellaron la desaparición de las familias antiguas, pero sí dieron paso a una mayor diversificación en el reclutamiento de dichos elencos. Como se observa en el texto; notables locales de departamentos rurales, descendientes de modestos comerciantes y burócratas sin prosapia encontraron su lugar. Y la crisis política coronada en 1880 les proporcionó su oportunidad.

Pero retomemos el hilo; porque es de la pertinencia o no del término oligarquía, para el mundo político al que se refiere el libro, de lo que estamos hablando en este último (en verdad anteúltimo) comentario. Diría que hay un sentido consagrado en la sociología política que es muy probable que se mantenga: “estado oligárquico latinoamericano”. Entiendo que alude más a la relación entre grupos sociales dominantes y la forma, la estructura del Estado. En este caso, muy característico en términos de acceso y ejercicio del poder, el sendero para grados de libertad del régimen político es estrecho. Se podría decir, ya sé, que los grupos sociales hegemónicos en ese Estado oligárquico fueron los mismos que le imprimieron un largo y decisivo impulso inicial a su transformación. Pero esa es otra historia. Aun así, aun no olvidando una tendencia excluyente, el régimen político era abierto al mérito y al capital cultural, entre otras cosas. La pregunta ¿a quiénes incluyen y a quiénes excluyen para perpetuar una inclusión restringida? No es tan fácil de contestar.

Queda en pie, diría, otro significado del término, el clásico. Si se nos permite simplificar, la oligarquía era, para Aristóteles, el gobierno de muy pocos y muy excluyentes, que precisamente en razón de ese tamaño y de esa exclusión, eran inevitablemente propensos a la corrupción política; la degeneración de la aristocracia. Creo inevitable reconocer rasgos de corrupción política en el tramo del ciclo que se extiende, digamos, desde 1890 y 1912 (fechas ambas bastante arbitrarias). Al mismo tiempo, creo que sería muy ridículo identificar este régimen y sus dirigencias políticas como particular o intensamente corrupto. Y en lo que el libro nos permite entrever, aun cuando esa no sea una pregunta explícitamente formulada en él, esa marca, la de la corrupción política, no parece ser su rostro principal.

* Por fin, imaginemos un juego analítico comparativo. De antemano, mi sospecha es que sería imposible de realizar. Una vez establecida una variable, oligarquización, iríamos a la comparación. Escogeríamos un grupo de dirigentes políticos al que se podría someter o se ha sometido a una biografía colectiva. Pero no podría ser cualquier grupo. Como mínimo, debería ser de un Estado periférico, de una nación latinoamericana o por lo menos una región (el estado de San Pablo, por ejemplo) y de la segunda mitad del siglo XIX, vinculado con el mundo por sus cambios demográficos y una economía agroexportadora. Ni más ni menos. Yo no sé si un estudio prosopográfico semejante está disponible.

Muchas gracias nuevamente a los autores, a quienes felicito calurosamente. Gracias por haberme facilitado la lectura de un texto tan estimulante, y por haberme juzgado merecedor de comentarlo.