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Cultos antes que ricos: la clase dirigente de la Argentina liberal

Roy Hora

Universidad Nacional de Quilmes-CONICET, Argentina.
Correo electrónico: rhora@udesa.edu.ar.

Fecha de recepción: 23 de agosto de 2023
Fecha de aceptación: 1 de noviembre de 2023

Resumen

Este ensayo analiza las contribuciones del libro La dirigencia política argentina. De la organización nacional al Centenario de Beatriz Bragoni, Eduardo Míguez y Gustavo Paz.

Palabras clave: prosopografía, clase dirigente, historia política, Argentina.

Intellectual rather than rich: Argentina’s ruling class in the liberal age 

Abstract

This essay analyses the most significant findings of La dirigencia política argentina. De la organización nacional al Centenario, a recent book by Beatriz Bragoni, Eduardo Míguez y Gustavo Paz.

Keywords: prosopography, ruling class, political history, Argentina.

Este estudio prosopográfico del grupo gobernante de la etapa 1860-1890 compilado por Beatriz Bragoni, Eduardo Míguez y Gustavo Paz se va a convertir en una obra de referencia para los interesados en la historia de los grupos dirigentes argentinos. El corazón de esta biografía colectiva de la elite dirigente de la era liberal se compone de nueve sólidos estudios, cada uno de los cuales analiza al grupo gobernante de una provincia, de Buenos Aires a Salta y Jujuy, salidos de la pluma de especialistas en la vida pública de cada uno de estos espacios.1 La dirigencia política argentina se enfoca en el sector más encumbrado de la elite gobernante: la población estudiada, que supera las 600 personas, comprende a todos los que, en las tres décadas posteriores a 1860, ocuparon alguna (o varias) de las siguientes posiciones: gobernador, vicegobernador, ministro provincial, legislador nacional, ministro del gabinete nacional, presidente y vicepresidente. El trabajo se completa con una introducción que delinea los parámetros del proyecto y una conclusión que subraya sus principales hallazgos.

Es una pena que La dirigencia política argentina no ofrezca capítulos sobre La Rioja, Catamarca y Santiago del Estero, tres distritos que integraban el pelotón de provincias más pobres y arcaicas de ese país en formación y, por otra parte, sobre Santa Fe, sin duda la más transformada por el auge productivo y el cambio social y demográfico y, por ende, de manera presumible, también la más moderna de todas ellas en lo que se refiere a sus estructuras políticas. La ausencia de estudios específicos sobre estos casos, que se ubican en los extremos del panorama que nos ofrecen las provincias argentinas en lo que se ha dado en llamar la etapa de Organización Nacional, sin embargo, constituyen una limitación menor. Visto en conjunto, el libro, además de ofrecer un muy buen panorama de los núcleos dirigentes de cada provincia, muy atento a las singularidades de cada uno de los escenarios en los que estos actores desplegaron sus carreras, permite identificar ciertos rasgos comunes que hacen de este grupo una elite verdaderamente nacional.

El recurso a la prosopografía les permite a los autores de La dirigencia política argentina hablar de los grupos gobernantes de la Argentina de la era liberal como un conjunto dotado de características comunes sin aplastar las diferencias provinciales y regionales o renunciar a la complejidad. El análisis sistemático de una biografía colectiva carece de tradición en nuestro país, y cuenta con pocos antecedentes. Sólo en apariencia es un género de abordaje sencillo, toda vez que la prosopografía requiere un tratamiento cuidadoso y reflexivo tanto de las categorías como de los criterios de selección de la información sobre los sujetos que integran la muestra. Todo estudio prosopográfico debe resistir la tentación de clasificar a los individuos de acuerdo a las visiones, a veces interesadas, a veces parciales y a veces sesgadas, que abundan en los diccionarios biográficos o en los retratos de vida que los actores del campo del poder ofrecieron de sí mismos. Gracias al profundo conocimiento de las realidades provinciales que poseen los autores de cada capítulo, este libro esquiva bien estas dificultades. Quienes tienen interés en la prosopografía van a hallar aquí un modelo de trabajo a partir del cual reflexionar sobre los alcances y limitaciones de este enfoque.

En este comentario concentraré mi atención en unos pocos puntos, dejando fuera del radar muchas otras cuestiones de interés. Uno de los hallazgos más importantes se refiere a la cuestión de la profesionalización de la política. El libro de Bragoni, Míguez y Paz sostiene que, para las décadas que corren entre 1860 y 1890, ya es posible hablar de una clase dirigente especializada en la actividad política, esto es, un grupo cuyo principal objetivo era acumular poder y controlar las instituciones. No se trata sólo de que, como ya sabemos hace tiempo, la política posee su propia lógica, sino que, además, produjo sus propios actores. El libro retrata el perfil de un grupo que dedicaba la mayor parte de su tiempo a gobernar la república, muchos de cuyos integrantes consagraron toda su vida adulta a esta actividad. Nos muestra que no se trataba tanto de una clase política profesional en el sentido de que vivía de la política (recordemos que, todavía a fin de siglo, sólo cinco legislaturas provinciales –Buenos Aires, Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes y Córdoba– pagaban dietas a sus integrantes2), y que con frecuencia recurría al cargo público, la práctica profesional (en primer lugar, en el estudio de abogacía), los negocios o el periodismo para ganarse el sustento. Era, más bien, un grupo gobernante integrado por figuras que vivían para la política, esto es, que habían convertido a esta actividad en el foco de sus anhelos y proyectos, y en el principal destinatario de su tiempo y esfuerzo.

Quienes hemos mirado el mundo de las elites desde el ángulo que ofrecen las clases propietarias ya habíamos sugerido que, en esas décadas, estos actores estaban experimentando un proceso de especialización paralelo al que describe el libro de Bragoni, Míguez y Paz. Esto se debe a que, en la era constitucional, la expansión productiva, la consolidación de la economía capitalista y la creciente complejidad de la actividad empresarial fueron separando los caminos de los actores ubicados en la cumbre de la economía y la sociedad y los que dominaban las instituciones políticas, dando lugar a la formación de esferas de acción más autónomas y de interacciones más complejas y mediadas entre ambos grupos. Al observar el problema desde el ángulo que ofrece la biografía colectiva de la clase dirigente, este libro no sólo refuerza este razonamiento sino que, por añadidura, nos permite entender mejor cómo era el perfil (social, cultural, económico y político) de los actores dominantes del campo del poder y, lo que es muy importante, sobre qué bases se erigieron las carreras de los dirigentes más encumbrados de la Argentina liberal. Gracias a La clase dirigente argentina podemos refinar nuestra comprensión sobre la forma que adoptaba la carrera política, sus distintos circuitos y niveles y sus techos de cristal.

El libro subraya la enorme relevancia que en esas décadas adquirió el dominio de los saberes y prácticas asociados a la cultura letrada, alcanzada en la universidad y en algunos casos también vía la formación autodidacta, como credencial decisiva para acceder a las posiciones centrales del campo del poder. La biografía colectiva de la elite gobernante permite constar que la gran riqueza no era un rasgo distintivo de este grupo, y muestra también que el peso de las credenciales militares estaba en franco retroceso. En cambio, el dominio de la pluma y la palabra, la ley y el código, junto a la competencia en materia de finanzas y administración, emergen como la base sobre la que se apoyaron las carreras más exitosas. Tanto es así que la posesión de estas destrezas fue el único pasaporte que hizo posible que los jóvenes de talento que no pertenecían al pequeño círculo de familias decentes de una sociedad todavía muy jerárquica –un universo social muy estrecho en las provincias más pobres del interior, y algo más amplio y poroso en distritos como Buenos Aires– se abrieran camino en la vida pública y, en algunos casos, alcanzaran la cumbre del orden político. Entre muchos ejemplos posibles, los de Victorino de la Plaza y de Leandro Alem, que lograron dejar atrás orígenes sociales y puntos de partida muy poco favorables, son particularmente notables.

¿Por qué el dominio de las competencias letradas constituyó un capital de tanta gravitación política? El libro no explora el problema de manera sistemática pero, de todos modos, nos ofrece los elementos con los que componer una respuesta. Primero, hay que decir que se trata de un fenómeno habitual en la América Latina de ese tiempo, que podemos constatar al recordar el título de un muy conocido libro de ensayos de Malcolm Deas, Del poder y la gramática (1993), donde este historiador inglés recientemente fallecido llama la atención sobre cuán importante era la letra escrita para la elite política colombiana de la segunda mitad del siglo XIX.

En el caso que nos ocupa, además, la agenda política del período que analiza La dirigencia política argentina giró en torno a problemas asociados a la construcción de las instituciones de la república constitucional y el Estado liberal. Amén de requerir destrezas específicamente políticas, esta tarea demandó dosis ingentes de competencias y talentos intelectuales, y gratificó con creces a sus propietarios. Poseer la capacidad de redactar o interpretar un código, ser una persona versada en la interpretación de la ley, eran capitales de alta rentabilidad política. Igualmente relevante es el hecho de que el dominio de la letra, además de un capital escaso y muy desigualmente distribuido en la sociedad, no poseía muchos otros espacios donde valorizarse. El carácter todavía embrionario de espacios asociados al mundo de las letras como la universidad y el sistema educativo hizo que no hubiera muchas alternativas capaces de restarle atractivo a la casa de gobierno o el hemiciclo parlamentario. Considerando este cuadro de oportunidades y restricciones, no sorprende cuán generoso podía ser el premio que obtenían quienes poseían competencias letradas ni que tantos letrados de talento sintieran con particular intensidad la atracción de la vida pública.

Podemos constatar la pertinencia de este argumento a partir de un par de viñetas que nos revelan cómo fue vivida la consagración de una dirigencia dotada de competencias intelectuales más sofisticadas que las que tuvieron los hombres de la primera mitad de siglo entre los sectores más conspicuos de la elite propietaria. Es sabido que el alejamiento de los hombres de fortuna de la vida pública fue empujado por el hecho de que, al calor de la expansión económica, hacer negocios se convirtió en una actividad más compleja y exigente, que insumía más tiempo y energía. Aun así, muchos hombres de figuración, prestigio y fortuna siguieron escuchando los cantos de sirena que provenían del campo político. No faltaron, incluso, los que mantuvieron firmes compromisos partidarios. Ello no significa, sin embargo, que tuvieran las dotes necesarias para moverse cómodamente en el terreno del poder.

Pastor Senillosa nos ofrece un ejemplo de esta limitación. Nacido en una familia de prestigio y posición, que mantenía un trato regular con líderes políticos como Bartolomé Mitre, este poderoso terrateniente era una figura muy activa en el asociacionismo rural. Tras la Revolución del Noventa y la crisis del PAN, Senillosa fue uno de los tantos integrantes de la clase propietaria que sintieron el llamado del deber cívico. A comienzos de 1894, fue ungido candidato a senador bonaerense por la Unión Cívica Radical. Sin embargo, tras perder la elección, más que lamentarse, se mostró aliviado. En una carta que dirigió a su cuñado, con el que mantenía un diálogo sincero, lo explicó de esta manera:

“Respecto al casi triunfo de mi candidatura, solo un voto ha sido la diferencia, y francamente, me he felicitado mucho de ello… yo no soy para ocupar una banca en la legislatura, no soy capaz de decir dos palabras [ante la Cámara]… el solo hecho de decir ‘pido la palabra’ me asusta y enmudece. Mis atenciones son muchas y hoy más que nunca requieren prestarles preferente atención”.3

La historia política de Leonardo Pereyra Iraola, aunque algo posterior, nos ofrece una moraleja similar. Militante radical desde su juventud, revolucionario en 1893, este prestigioso terrateniente ingresó a la Cámara de Diputados en 1914 encabezando la lista radical por la provincia de Buenos Aires. El hecho de que el líder partidario Hipólito Yrigoyen decidiera colocarlo al frente de la lista en la primera elección en la que, tras una década y media de abstención, la UCR volvía a competir en el principal distrito electoral del país sugiere que, además de premiar su prolongada trayectoria militante y su contribución monetaria a la campaña, el radicalismo esperaba mucho de este destacadísimo empresario, emblema del ganadero modernizador. De hecho, hizo una muy buena elección. Sin embargo, una vez llegado al Congreso, Pereyra Iraola resultó un fiasco. Su trabajo en la Comisión de Presupuesto y Hacienda fue anodino. Y su rol en el debate parlamentario fue aún más decepcionante. Con la acritud que lo caracterizaba, Juan B. Justo sintetizó la contribución de quien fue, quizás, el terrateniente más prestigioso que pisó el parlamento nacional, con apenas cuatro palabras: “cuatro años de silencio”. Concluido su mandato sin haber aportado nada valioso al debate público, Pereyra Iraola se despidió del Congreso para siempre. Ese hemiciclo le quedaba grande.

Un punto de gran interés explorado por La dirigencia política argentina es el referido a los distintos circuitos dentro de los cuales se desplegaban las carreras políticas. La investigación permite reconstruir tres espacios que, si bien con superposiciones y puntos de intersección, poseían sus criterios específicos y, en el caso de los de menor jerarquía, también sus techos de cristal. El libro identifica un primer circuito asociado a la baja política provincial, cuyos actores tenían abierto un camino que iba desde la justicia de paz, la municipalidad o la jefatura política local a la legislatura provincial. La capacidad de movilizar hombres y la posesión de destrezas administrativas menores constituían los recursos decisivos para hacer carrera en este espacio, que podemos identificar con la política territorial y las prácticas de la “política criolla”.

El libro constata la existencia de un segundo circuito asociado a la alta política provincial, cuyas posiciones más conspicuas eran la de legislador provincial, ministro y gobernador. Ocupar un cargo tan importante como el de gobernador, sin embargo, no constituía, necesariamente, un trampolín para acceder al plano superior, el de la gran política nacional. El Congreso, los ministerios y, por supuesto, tampoco la presidencia o la vicepresidencia estaban abiertos a la mayor parte de los dirigentes provinciales, por influyentes que fueran sobre sus seguidores, por gravitantes que fueran en sus distritos. Para escalar a las altas cumbres de la política nacional se requerían ciertas competencias intelectuales que incluso actores de mucho peso en el ámbito provincial no siempre poseían en grado suficiente. Sólo los más talentosos y los mejor dotados de capital cultural tenían abierto el camino hacia esos primeros planos. Ese espacio privilegiado era, en gran medida, patrimonio de los versados en la letra escrita y de los que se destacaban por su capacidad retórica. De hecho, basta recorrer el diario de sesiones del Congreso Nacional de esas décadas para advertir la jerarquía y preparación de los legisladores que se sentaban en esas bancas.

Hay muchos aspectos a destacar en este libro pero, para no extenderme demasiado en el comentario, quisiera formular una última observación referida a su criterio de periodización. Aunque el libro se enfoca en la etapa que va de 1860 a 1890, lleva por subtítulo la frase “De la Organización Nacional al Centenario”. El único artículo que se extiende hasta esta última fecha es el que Gustavo Paz consagra a la elite jujeña que, por cierto, muestra que la clase dirigente de esta provincia no sufrió mayores transformaciones en la etapa posterior a 1890. Dado que la elección del título suele caer dentro de las prerrogativas del sello editor, cabe preguntarse si, quizás movidos por el deseo de acrecentar las ventas, sus responsables se inclinaron por un subtítulo que promete más de lo que el libro ofrece. Aun cuando la respuesta más probable es que sí, tengo la convicción de que esta licencia no debería defraudar al lector, por cuanto las principales lecciones de La dirigencia política argentina conservan validez para las dos décadas posteriores a 1890. Transformada por grandes cambios demográficos, económicos y sociales, la Argentina de comienzos del nuevo siglo era muy distinta a la que comenzó a cobrar forma tras la batalla de Pavón. De todas maneras, en lo que se refiere a la naturaleza y características de los grupos dirigentes, parece razonable sugerir que, en lo esencial, el momento en el que las cosas realmente cambiaron fue después de 1910. Recién entonces el perfil del actor retratado en este libro debe haberse alterado de manera sustantiva.

Dos argumentos, que expondré de manera muy esquemática, justifican esta hipótesis. El primero remite a un tema que La dirigencia política argentina pone en el centro de su atención, el referido a la enorme gravitación política de las destrezas intelectuales. En este plano, en las décadas del cambio de siglo se produjeron pocos cambios, y muy graduales, que se aceleraron hacia los años del Centenario. Recién entonces el campo intelectual y las instituciones científicas y educativas comenzaron a cobrar más envergadura y verdadera autonomía, abriendo de este modo un nuevo espacio capaz de competir en atractivo con la carrera política. El impacto de este cambio estructural sobre el escenario en el que se movía la elite letrada puede palparse observando la distancia que media entre las carreras de Miguel Cané, literato pero también un político de vasta trayectoria como ministro, intendente, diputado y senador, y de José Ingenieros, que desde su ingreso a la vida pública en los años del cambio de siglo trabajó para ser reconocido como el hombre de ciencia más prominente del país. A una figura tan ambiciosa como Ingenieros sin duda le interesaba el debate público, pero ya no veía al parlamento o al despacho ministerial como el lugar desde el cual hacer escuchar su voz. Ingenieros no desdeñó el trato con figuras de alto relieve político, como el presidente Roca. Pero el espacio en el que aspiraba a construir su autoridad un intelectual de relieve de los años del Centenario tenía otra geometría y otras reglas de funcionamiento. Su eje ya no giraba en torno a la casa de gobierno y la legislatura sino a la universidad y las instituciones científicas.

Por otra parte, en tiempos de Ingenieros la tarea de construcción institucional que había sido tan central en las décadas de la Organización Nacional ya no resultaba tan urgente, por lo que el ascendiente que letrados como el constitucionalista Juan B. Alberdi o el experto en finanzas Norberto de la Riestra habían alcanzado en la vida pública del siglo XIX inevitablemente tendió a reducirse. A ello contribuyó también el hecho de que la nueva agenda de problemas que comenzaban a poblar el horizonte de la Argentina del Centenario –la democracia, la ampliación de los roles del Estado– requería conocimientos más específicos y, por sobre todas las cosas, más que destrezas intelectuales, habilidades más propiamente organizativas y políticas.

Todo sugiere, sin embargo, que el cambio más importante vino como consecuencia de la sanción de la Ley Sáenz Peña. A partir de 1912, y como resultado de la puesta en marcha del nuevo régimen electoral, los actores del campo del poder se vieron obligadas a ensayar nuevas maneras de interpelar a una ciudadanía crecida tanto en tamaño como en autonomía. Ello provocó una transformación sustantiva de las bases sobre las que se erigían las carreras políticas. Este fenómeno puede observarse en la emergencia de nuevos tipos de político profesional y, a la vez, en la alteración de la importancia relativa y el tipo de vínculos que articulaban los tres circuitos que habían estructurado la vida pública del país durante la era liberal.

La llegada de Alberto Barceló a la Cámara de Diputados de la Nación en 1916 ofrece quizás el indicador más evidente de la profundidad de esta mutación. Antes de la reforma electoral, este tosco dirigente municipal poseía un enorme ascendiente sobre el municipio de Avellaneda, que para entonces ya era el más poblado y el de mayor gravitación económica de la principal provincia argentina. Sin embargo, figuras como Barceló tenían interdicto el acceso al plano mayor de la vida pública nacional. Sin instrucción formal, falto de los recursos culturales que eran el pasaporte necesario para ingresar al alto mundo político, en el escenario que describe La dirigencia política argentina la carrera de Barceló no podía ir más allá de la intendencia de Avellaneda o de la cámara baja de la Legislatura platense. El mundo político que nació de la reforma electoral de 1912 derribó ese muro. Desde entonces, gracias a los inapelables triunfos que obtuvo en las urnas, Barceló encabezó el pelotón de dirigentes locales que franquearon las puertas del Congreso Nacional. El caso de Barceló muestra que, por primera vez, aun si poseían muy pobres credenciales en otros campos, los actores que contaban con capital electoral ya no podían ser marginados o ninguneados por el sector más conspicuo de la elite dirigente nacional.4 Como argumentó un medio de prensa afín a Barceló en 1917, el tiempo en el que los que “tienen habla”, dictaban su dura ley a los que “tienen votos” había llegado a su fin.5 Gracias a la democracia, se quebró el techo de cristal que por medio siglo había impedido que los hombres con pocas lecturas y con escasas destrezas retóricas se ganaran un lugar en el Congreso Nacional.

Podrían citarse otros casos dentro de la constelación radical, amén de los más previsibles que, con sus peculiaridades, pueblan el universo político socialista. En todo caso, en 1912 comenzó a insinuarse el perfil de una nueva clase dirigente que terminó desplazando a aquella que signó la vida argentina luego de Caseros y Pavón. Por cierto, éste no es el lugar para avanzar en una línea de reflexión que me alejaría aún más del período que constituye el foco de atención de La dirigencia política argentina. Sólo quisiera terminar mi comentario pidiéndoles a sus autores que me disculpen por esta proyección hacia el momento posterior al que analizan, que espero vean como un testimonio del interés que me suscitó la lectura de su investigación, de las muy interesantes preguntas que plantea y, finalmente, del deseo de seguir aprendiendo de sus valiosos y sugerentes hallazgos.


1 Los responsables de cada capítulo son: Eduardo Míguez (Buenos Aires), Laura Cucchi (Córdoba), Raquel Bressán (Corrientes), Mariana Pérez (Entre Ríos), Gustavo Paz (Jujuy), Beatriz Bragoni y Eliana Fucili (Mendoza), Juan Ignacio Quintián (Salta), Ana Laura Lanteri (San Juan) y María José Navajas y Flavia Macías (Tucumán).

2 Al respecto, Arturo B. Carranza (1899). Presupuestos provinciales. Recursos y gastos. Presupuestos municipales. Buenos Aires, pp. 9, 14.

3 Pastor Senillosa a Juan Antonio Chopitea, 31/5/1894, Archivo Senillosa, Archivo General de la Nación.

4 La leyenda negra de un Barceló que dependía del fraude y la violencia para triunfar en las urnas se revela insustancial cuando recordamos que los repetidos triunfos que obtuvo entre 1914 y 1930 tuvieron lugar en un contexto más abierto y competitivo que el que rigió hasta la sanción de la Ley Sáenz Peña. Además, desde 1917, cuando sus rivales pasaron a ejercer el control tanto del gobierno nacional como del provincial, le tocó competir en un tablero político que estaba inclinado en un sentido favorable a la UCR, no al conservadurismo bonaerense.

5 La Comuna, Avellaneda, 1/3/1917. Citado en Pablo Fernández Irusta, “Alberto Barceló: Políticas públicas y caudillismo conservador en Avellaneda, 1909-1930”, tesis de doctorado en historia, Universidad Nacional de Quilmes, 2011, p. 166.