Reyes, Francisco J. (2022).
Rosario: Prohistoria, 374 páginas.
Nicolás Motura
Instituto de Humanidades y Ciencias Sociales - Universidad Nacional del Litoral/CONICET, Argentina.
El radicalismo, junto al peronismo, constituye uno de los tópicos más recurrentes de la historiografía argentina de las últimas décadas. Artículos, ensayos biográficos y columnas en los diarios, tratan de desandar el derrotero de una de las agrupaciones más longevas de la historia política latinoamericana. A la pregunta ¿qué es ser radical?, interrogante que surgió con fuerza luego de la crisis partidaria del 2001, se aboca el trabajo del historiador Francisco Reyes.
Ubicada en el campo de la historia cultural de la política, esta obra se plantea rediscutir las periodizaciones establecidas por el relato militante desde el prisma de las identidades políticas. Un tema –en palabras del autor– analizado de manera lateral por la historiografía del periodo, y que permite ligar los procesos locales con fenómenos de alcance transnacional. Estructurado en ocho capítulos ordenados de manera cronológica, la obra pretende dar cuenta del carácter contingente de la identidad radical, sus mutaciones y las influencias recibidas a lo largo de más de dos décadas de historia.
En el capítulo uno, titulado “Regenerar la patria”, se analiza a la Unión Cívica como un emergente de la “crisis del progreso” de finales del siglo XIX. La Revolución del Parque del 26 de julio de 1890, hito fundacional de la historiografía partidaria, es la crónica de un fracaso y de la impronta sacrificial que desde el minuto cero se intentó imprimir al movimiento.
Comandados por Leandro Alem –político de elocuente oratoria y trayectoria parlamentaria– buscó desde sus inicios salirse de los márgenes de la Capital Federal y proyectarse a nivel nacional. Su figura resume la abnegación y la compleja articulación entre la causa partidaria y la causa nacional. Es aquí donde aparecen los primeros símbolos identificatorios, como la bandera tricolor y las boinas blancas, que le dan nombre al libro.
En el capítulo dos, “Abogados, poetas y revolucionarios”, Francisco Reyes hace una radiografía de las primeras personalidades que lideraron el radicalismo. En la capital, estudia a miembros de las más reconocidas familias patricias, así como jóvenes profesionales provenientes de los nuevos sectores medios nacidos al calor del esquema primario exportador. En las provincias, el autor menciona personalidades con trayectoria política previa, y que conocían desde adentro los laberintos del poder.
A estos actores se les sumaron personalidades con dotes artísticas –literatos y poetas– que contribuyeron a difundir el mensaje partidario a un variopinto arco social, que iba desde los desplazados del régimen, hasta los nuevos lectores de la argentina de principios de siglo.
Los levantamientos armados de 1890, 1893 y 1905 constituirán el factor aglutinante de este grupo heterogéneo. La experiencia del exilio ante cada revolución fallida actuó como el elemento forjador de solidaridades. Y es en este punto que el autor rescata el lugar de las conmemoraciones en el afianzamiento de las identidades. Además de contribuir a tejer lazos –inclusive con sectores sociales marginados como los inmigrantes o las mujeres–, estos eventos constituyeron una demostración de fuerza y movilización en el contexto del Orden Conservador. A dichos episodios se dedica el capítulo tres, “Conmemorar la revolución y sus mártires”.
En el cuarto capítulo titulado “La reorganización permanente”, se analizan las consecuencias de las convenciones partidarias de 1897, 1903 y 1909. Las convenciones fueron un mecanismo de deliberación traído de Estados Unidos del que los radicales se apropiaron e hicieron su marca distintiva. Representaban el espíritu federal y decisorio que los boinas blancas decían encarnar. Lejos de ser una etapa “oscura” o de “desbande”, fueron un momento de efervescencia que tensionó a la UCR, en la búsqueda del “verdadero radicalismo”.
No obstante, tras el fracaso del alzamiento revolucionario de 1905 y hasta la convención partidaria de 1909, los radicales ensayaron una serie de estrategias para mantenerse activos. Entre las “Formas de supervivencia” relatadas en el quinto capítulo, los sectores concurrencistas dentro de la Unión Cívica Radical (UCR) presionaron a Yrigoyen –que bregaba por la abstención en los comicios– para que se entrevistara con los presidentes Figueroa Alcorta y Sáenz Peña, en pos de encontrar una salida electoral. Como señala el autor, lejos de pensar que el liderazgo yrigoyenista era indiscutido a principios del siglo, esta etapa da cuenta de las rivalidades existentes entre dirigentes que se percibían como iguales, y no toleraban ningún tipo de subordinación entre pares. El cruce epistolar entre Pedro Molina e Hipólito Yrigoyen en 1909 así lo atestigua.
En “La consolidación de una religión cívica”, título del sexto capítulo, se destaca cómo estas disidencias hicieron uso (y abuso) de la figura de Leandro Alem, tanto para apoyar a su sobrino en la interna, como para criticar su fuerte personalismo. Las convenciones partidarias fueron el espacio donde se dirimieron esas diferencias, proyectando una imagen democrática del partido y alejada de la violencia de sus inicios.
Es por ello que, hacia 1910-1916, el radicalismo intenta mostrarse como el resultado del éxito económico y social de finales del siglo XIX y principios del XX. Buscaba –como refleja el título del capítulo séptimo– constituirse en “La síntesis de los centenarios”; es decir, en la combinación de progreso y regeneración de la Nación. La desconfianza de las élites hacia la UCR como fuerza revolucionaria, manifestada en sus comienzos, fue cediendo terreno a medida que su discurso se fue suavizando y fue tomando forma la maquinaria que competirá luego con los conservadores en los comicios.
La reforma electoral de Roque Sáenz Peña en 1912, que introdujo el voto secreto, universal y obligatorio, obligó a los radicales a “abrir las puertas” a nuevos sectores sociales antes marginados de la política, así como a experimentados elementos que conocían muy bien las entrañas del Estado. Estas incorporaciones trajeron aparejadas tensiones al interior del radicalismo.
El faccionalismo se apoderó de varias situaciones provinciales, en donde el pragmatismo primó al momento de definir las candidaturas. Las disputas entre los “Viejos y nuevos en la familia radical”, tal como se titula el octavo capítulo, dan cuenta de que el yrigoyenismo –identidad sucedánea de la identidad radical– aún no constituía un clivaje hegemónico, sino que iría ganando volumen recién a partir de la victoria de 1916.
Como se señala al comienzo del libro, uno de los grandes aciertos del radicalismo fue apuntar a diferentes audiencias. Para ello elaboró un relato que combinaba tradiciones políticas previas (como el autonomismo porteño o el federalismo de las provincias), con novedades de la emergente sociedad de masas (la cuestión obrera y nacional).
En síntesis, la obra de Francisco Reyes intenta reflejar la forma situada y dinámica de la identidad política radical que, lejos de ser una novedad en el panorama de Occidente, fue construyéndose al compás de los acontecimientos políticos y sociales de las postrimerías del siglo XIX y los inicios del XX.
De impecable prosa y edición, constituye un esfuerzo por articular una historia global, con historias locales, en un mosaico acabado que nada tiene que envidiar a clásicos como el de David Rock, Paula Alonso o Ana Virginia Persello, con quienes dialoga –pero también discute– muchas de sus hipótesis.