Camila Tagle1
Instituto de Antropología de Córdoba (IDACOR) – CONICET/ Universidad Nacional de Córdoba, Argentina.
Correo electrónico: camilatagle@yahoo.com.ar.
Fecha de recepción: 10 de junio de 2024.
Fecha de aceptación parcial: 23 de octubre de 2024.
Fecha de aceptación definitiva: 10 de marzo de 2025.
El artículo se propone analizar la autobiografía de “Pituca”, una trabajadora nacida en el norte de la provincia de Córdoba a comienzos de los años treinta. Aquel documento, escrito mayormente en 1990 y al que pudimos acceder en el marco de una serie de entrevistas, habilitó una entrada privilegiada a cuestiones de gran interés para la comprensión de una trayectoria individual indisociable de las condiciones de clase que la hicieron posible. Siguiendo esta premisa, el artículo se detiene especialmente en tres de los grandes núcleos que lo estructuran: la representación de los orígenes rurales, la rememoración de una vida cotidiana directamente ligada al servicio doméstico en la ciudad de Córdoba y la reconstrucción del proceso de politización que condujo a una temprana identificación de esta trabajadora con el peronismo. De manera transversal, atiende a las modulaciones y estrategias narrativas asociadas a una escritura que devuelve, continuamente ella también, sus marcas de clase.
Palabras clave: Autobiografía obrera, Peronismo, servicio doméstico, vida cotidiana
Doña Pituca. Experience, subjectivity and politics through a worker’s autobiography
The aim of this article is to analyze the autobiography of ‘Pituca’, a worker born in the north of the province of Córdoba in the early 1930s. That manuscript, dated 1990 and to which we were able to gain access in the context of a series of interviews, provided privileged entrance to issues of great interest for the understanding of an individual trajectory inseparable from the class conditions that made it possible. Following this premise, this article focuses on three of the central cores that structure it: the representation of her rural origins, the remembrance of a daily life directly linked to domestic service in the city of Córdoba, and the reconstruction of the process of politicization that led to the early identification of this female worker with Peronism. In a transversal way, it attends to the narrative modulations and strategies associated with a style of writing that continually reflects, also, its class markers.
Keywords: Worker’s autobiography, Peronism, domestic service, daily life
La historia social y cultural de los trabajadores en la Argentina avanza según lo hacen las preguntas que ordenan un campo tan fecundo como heterogéneo, y las posibilidades de acceso a fuentes que en ningún caso están determinadas de antemano. El presente artículo recoge ambos acicates para alumbrar una zona de aquella historia, a través de la pista que habilita la rememoración de una experiencia personal articulada por escrito por su protagonista, una trabajadora nacida a principios de los años treinta en el noroeste de la provincia de Córdoba y mudada prontamente a la ciudad capital para desempeñarse en el servicio doméstico. Este solo dato biográfico basta para integrar su vida a las de un sinnúmero de mujeres que, a mediados del siglo XX y movidas por motivaciones más variadas que las que usualmente se computan, engrosaron las filas de los “migrantes internos”, para continuar luego sus trayectorias en espacios radicalmente distintos a los que les dieron origen. Sabemos, sin embargo, poco acerca de ellas. El objetivo de este trabajo es ahondar en dicho conocimiento, en la estela de una historiografía atenta a las dimensiones culturales, cotidianas y simbólicas que configuraron el mundo de los y las trabajadoras en la Argentina de mediados del siglo pasado.2 Un manuscrito autobiográfico –y, junto con él, una biografía individual– proporcionan, en esta oportunidad, las bases para acceder a un universo popular hecho de precisas circunstancias materiales, así como de ciertos imaginarios, deseos e identificaciones políticas.
Pituca nació en 1932 en San José de las Salinas, un pueblo perteneciente al noroeste de la provincia de Córdoba, allí donde las Salinas Grandes comparten suelo con Catamarca. Espacio yermo, árido, de grandes sequías, su dislocación del área productiva pampeana anticipó un profundo y duradero relegamiento social, que a lo largo de las décadas suscitó la atención de quienes se dispusieron a intervenir sobre él, fueran cuales fueran sus móviles.3 La irrelevancia económica se ató allí durante buena parte del siglo a una muy deficiente dotación de infraestructura para servicios sociales básicos, y ambas propiciaron la configuración de un escenario fundamentalmente desigual y expulsivo, en el que la migración hacia los centros urbanos cercanos jugó un papel relevante (Moreyra, 2023).
Nada de todo eso resultó ajeno a la vida de Pituca, como tampoco lo fue casi ninguno de los grandes momentos y asuntos que, en amplios trazos, marcaron el pulso del siglo XX. La biografía que tenemos entre manos está cruzada de manera ostensible por una línea de tiempo que excede a la del tiempo biográfico. Pocas de las manifestaciones que la componen podrían sustraerse de una comprensión que oriente su mirada más allá de la vida individual. Las imbricaciones están ahí, se suceden naturalmente. Menos hace falta salir a buscarlas que intentar desentrañar su sentido. Sería, pues, inexacto desconocer que algo de esa suerte de ejemplaridad biográfica en la que todo pasó jugó a la hora de probar una aproximación histórica por la vía individual. Sin embargo, el principal impulso del ejercicio que aquí se ensaya vino de la mano de unas especiales condiciones documentales: Pituca escribió su autobiografía, y ese material –junto con algunos otros de un ecléctico archivo personal– me fue compartido en una de las tres ocasiones en las que pude entrevistarla.4 Se abría entonces una puerta de entrada sustanciosa a un problema de alcance más vasto, que es el que está en la base de nuestro interés: cómo vivían y pensaban los hombres y mujeres que integraron la clase trabajadora de la ciudad de Córdoba durante el período que abarca los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, qué rasgos fundamentales definieron su cultura, qué tipos de relación con la política trabaron en aquel momento histórico determinado.5 Buscamos, de esta manera, que el ejercicio sirva para recuperar el horizonte de una larga tradición historiográfica que, en el cruce entre lo particular y lo general, el individuo y la clase, entre la biografía y la historia, encontró las claves para desentrañar el justo equilibro histórico, en distintos tiempos y lugares.6
En el presente artículo abordamos un análisis de aquel manuscrito, redactado, casi en su totalidad, a mediados del año 1990.7 Resulta fundamental que no se pierda de vista aquel presente de enunciación: todo lo que el documento narra se halla irremediablemente cribado por las circunstancias que signaron ese tiempo de escritura. No quiere decir esto que el desfase temporal inhiba la posibilidad de tener como probable la relación que la propia autobiografía establece entre ciertos hechos y determinadas épocas; incluso pensar que algunas de las ideas que allí se vuelcan podrían ser más o menos perennes. Pero este filtro, sumado a la esperable selectividad de la memoria, debió operar activamente en el resultado final. La propia iniciativa escritural, incluso, podría estar conectada, por vías indirectas, con el énfasis autobiográfico y testimonial que caracterizó a la época del llamado “giro subjetivo” (Sarlo, 2012), de la cual participa el propio documento.
Interesa, entonces, lo que el escrito dice, tanto como interesan sus inflexiones. Ambos planos orientaron el análisis de un documento del que se espera extraer algo más que los avatares complejos de una trayectoria individual: un mapa posible y potencialmente extensible de la experiencia de clase en un lugar y tiempo determinado. Claro que no se trata de una experiencia universalizable en cualquier dirección, sino de otra atravesada muy especialmente por ciertos clivajes que, además, guardan entre sí una relación de estrechez: su condición de empleada doméstica –trabajo al que dedicó Pituca la mayor parte de su vida–, determinada en gran medida por su situación de género, y subjetivada por efecto de una identificación política afín al peronismo.8 Cada una de estas cualidades dejó sus marcas en la autobiografía, reponerlas y articularlas constituye un ejercicio significativo en el camino, largamente mentado aunque no siempre transitado, de devolver a la agencia su lugar en el devenir de los procesos históricos. Los que aquí se atisban responden a órdenes y alcances disímiles: los movimientos de migración interna de la primera mitad del siglo, el acercamiento de las clases trabajadoras al peronismo, el impacto de la violencia política en las vidas obreras, la larga configuración de una cultura obrera o popular que rindió tributo a una concreta articulación entre condiciones y modos de vida.
Por los temas que roza, el material que emplea y el interés que lo guía, el artículo reposa en contribuciones que, desde distintos puntos de mira, aportaron al despliegue de una historiografía preocupada por ensanchar los márgenes que mantenían a la historia de los trabajadores argentinos ceñida a los ritmos de la política y el movimiento obrero organizado. Desde luego que la incorporación de las trabajadoras y las problemáticas derivadas de la intersección entre género y clase constituye una apoyatura fundamental, aunque no es la única. Entre sus desarrollos destacan especialmente las aproximaciones al mundo del servicio doméstico, así como a las configuraciones familiares, amorosas y sexuales que condicionaron la experiencia de mujeres pertenecientes a la clase trabajadora durante buena parte del siglo XX. El problema de las migraciones internas abre paso a otra zona de indagación que, si bien aún cuenta con escasas investigaciones, resulta nodal para el cabal entendimiento de sujetos que rotaron entre dos mundos y que hicieron de su relación con el paisaje rural de origen una “experiencia vital” (James y Lobato, 2024: 21). Si el nexo entre aquellas trayectorias migratorias y el peronismo ha sido largamente tematizado, la presente contribución se inscribe a la par de los estudios que ensayaron esa historia “desde abajo”, es decir, desde la perspectiva de sus protagonistas “solapados por la historia institucional” (Acha, 2019).9 A todos estos fines la autobiografía obrera proporciona una puerta de entrada excepcional, y su análisis en tanto documento histórico y género escritural específico ha sido objeto de investigaciones que iluminan, en gran medida también, el siguiente aporte. El título del artículo no oculta, finalmente, sus fuentes de inspiración. Fue Daniel James, en su clásico Doña María (2004), quien desplegó con notable destreza historiográfica la vía que está en la base del presente intento. La homologación propuesta lejos está de pretender acercarse a aquel antecedente inaugural. Aspira, sí, a no perder de vista los miramientos metodológicos, pero también éticos, que posibilitaron la consecución de aquella empresa. Juega, además, con la presentación de una trayectoria de clase que es, en más de un sentido, alternativa a la de la obrera industrial.
Aquel manuscrito impondrá el ritmo del texto que sigue. Ingresaremos ahora en su terreno, rearticulado en función de los núcleos que interesa explorar. En una primera instancia buscaremos dar cuenta de los alcances y características de un peculiar relato de orígenes, en el que el pasado rural del noroeste cordobés se divisa como escenario constitutivo de una existencia signada no solo por las constricciones materiales a él asociadas, sino también por esa imagen más o menos universal que Williams (2017 [1973]) supo cristalizar como “estilo campestre de vida”: hecha de virtudes simples, de paz, de inocencia. Avanzamos luego en la consideración de los pasajes que refieren al servicio doméstico, trabajo que inauguró el capítulo urbano de la biografía. Intentamos, allí, desentrañar las conexiones –profundas, a juzgar por el relato– entre aquella situación laboral y la trama de relaciones, conflictos y sociabilidades que marcaron la etapa y dejaron su huella en el manuscrito. El acercamiento e identificación de Pituca con el peronismo constituye uno de esos nudos, que será atendido especialmente en el tercer apartado, procurando reponer los modos de intersección entre política y cotidianeidad propios de una particular experiencia de clase y de género. La siguiente sección coincide con la escritura de las últimas páginas del manuscrito, que tienen como referente los sucesos trágicos de la vida de Pituca: la muerte de sus hijas; desaparecida, una, durante la última dictadura militar y víctima, la otra, de un accidente no esclarecido en el marco de los piquetes que tuvieron como protagonista al movimiento de desocupados de la localidad de Cruz del Eje en el año 2000. La pregunta que la guía se dirige, entonces, al complejo vínculo entre la violencia política y los sectores trabajadores. Antes de la recapitulación final, un último apartado se detiene en la consideración propiamente textual del documento, sospechando que en aquella trama escrita pueden hallarse, también, signos de una cultura de clase.
Se lee, a continuación, el párrafo introductorio:
Hoy, a los 58 años, puedo darme el lujo de decirme, has vivido una barbaridad, bien o mal Pituca, pero has vivido. Y poder recordar parte del transcurso de estos años desde 1932 que nasí. Pero recordar lo reciente es fácil, lo difícil es rebobinar nuestra cámara mental, más si en ella no pudo llegar jamás, a grabarse lo que todos como seres humanos tendríamos que lograr un “secundario” para poder conocer el significado de cada palabra que a veces escuchamos y no sabemos que contestar, a pesar que no somos analfabetos, eso nos pasa. Yo quisiera, no dejar en el olvido a mi jente, a muchos millones de personas, a esa jente, olvidada, marginada, gente que no se le da el valor que tiene, pero creo que esto sucede en todo el planeta de la tierra, donde en el siglo 20 que estamos, todo aquel que tiene dinero o poder, trata de llegar lejos, muy lejos, pero que cada día más se alejan de los pueblos, como mi “San José de las Salinas”, Dto Ischilín. Será porque está tan al norte de nuestra Córdoba ¿será por eso?10
“¡Que feliz era yo!”. Esta exclamación decididamente evocativa titula el manuscrito de 18 páginas que Pituca comenzó a escribir en el año 1990. Aún sin referencias temporales precisas, la afirmación es lo suficientemente inteligible como para derivar de ella una preliminar clave de lectura: la felicidad a la que alude está contenida en un pasado que es distante al presente de la escritura y que en algún momento fue cruzado por circunstancias capaces de interrumpir la permanencia de aquel sentimiento. Quien escribe conoció distintas modulaciones de la felicidad y eligió titular sus memorias refiriendo solo a una de ellas. Si bien el texto no posee compartimentaciones tituladas, la lectura identifica rápidamente cuál es el tiempo y el espacio que configuran el escenario invocado: su corta infancia en San José de las Salinas. Lo breve de aquel pasado no guarda, no obstante, relación con el espacio que Pituca le destinó en su manuscrito, comparativamente mayor al que dedica a los capítulos adultos de su biografía. No se trata, sin embargo, de un rasgo privativo de este documento. Maynes (1995), entre otros, ha subrayado la relevancia que tuvo la elaboración autobiográfica de la infancia como anclaje de referencia al que se reenvían, usualmente, los contornos de una identidad de clase trabajadora.
La introducción que transcribimos es relevante por varios motivos, entre los que se encuentran una particular concepción del recuerdo y una representación del espacio que va a reiterarse en otros pasajes. En sus menciones, “el norte” es geografía total; espacio desprovisto de límites precisos, pero cargado de tal nitidez que se tornaría redundante explayar sus atributos. “El norte” –allí de donde dice provenir– funciona en el texto como figura en la que, a fuerza de metonimia, se diluyó San José de las Salinas cuando se trataba de localizar fenómenos muy generales, pero con una clara expresión geográfica: la pobreza, la postergación, la práctica algo despiadada del turismo de la clase acomodada en búsqueda de criadas. De ahí que el empeño por “no dejar en el olvido” a San José de las Salinas adquiera, desde el comienzo, el tono de una empresa que trasciende la memoria individual.
Primera página del manuscrito.
Hay, además, en ese párrafo introductorio, una idea que, de manera sutil pero decidida, enlaza recuerdo y escritura como ejercicios recíprocos: la dificultad de traer el pasado al presente es primeramente una dificultad del lenguaje. Sin las herramientas que aquel proporciona para objetivar reminiscencias lejanas por los efectos de alguna operación narrativa, no hay recuerdo posible. Tal como plantea el asunto, el nivel educativo alcanzado por ese “nosotros” en el que se disuelve por momentos su palabra, es un dato de primer orden para contextualizar el obstáculo declarado. La escuela secundaria se ubica más allá del horizonte de expectativas creadas a lo largo de la vida y, tal vez precisamente por eso, se vuelve depositaria contrafáctica de mucho de lo que podría haber sido si la educación recibida hubiese sido otra. El texto se abre, así, modulando una “retórica de la intrusión”, tal como denominó Amelang (2004) al tono preponderante de muchas de estas incursiones populares en la práctica escritora.11 Pero sería inadecuado cristalizarlo tras esa primera impresión. Tan pronto como el manuscrito ingresa a la zona evocada, ese registro se atempera y cede lugar a uno resueltamente enérgico, que incluso buscará sostener cierta complicidad con el lector, aunque no sea esta más que una figura tácita.
El resultado del ejercicio es fiel a la metáfora cinematográfica con la que Pituca nombró la tarea que emprendía: “rebobinar la cámara mental”. Su registro está impregnado de marcas extraídas de una memoria visual, eficaces sustitutas, acaso, de lo que podrían nombrar palabras cuyo significado se asume desconocido. Así, por ejemplo, el manuscrito comienza con una descripción casi fotográfica de sus abuelos, a quienes ella y sus hermanos llamaban mamá (Rocha) y papá (Tristán), puesto que suplían la ausencia de una madre soltera mudada a la ciudad para dedicarse al servicio doméstico y de un padre al que nunca se conoció:
…lo que más recuerdo es la época de la cosecha de la sal, nosotros o sea mi familia completa trabajaba en ella y mi abuela (...) cabello largo trenzado muy castaño clarito y de ojos también claros, su figura esbelta, siempre de tacos y jamás la vi sin que llevara su silueta ajustada, aunque fuera con un cinturón de tela, bailarina al máximo de cuecas y zambas, todo lo folclórico la apasionaba. Él (...) negro, crespo y fuerte como todos los de su raza.
Que la apariencia no estaba librada al azar es algo que destacan muchos testimonios de hombres y mujeres trabajadoras. Junto a ella, el “arte obrero del remiendo” (Rancière, 2011: 293) era enaltecido como destreza inalienable, capaz de lograr funciones ornamentales (ajustar la silueta) con recursos escasos u ordinarios (un cinturón de tela). Ya sea a través de la vestimenta, luciendo zapatos comprados muy esporádicamente en tiendas de moda, o bien subrayando la belleza de rasgos innatos, el atractivo de la imagen trabajadora se reitera como una cualidad destacable de quienes la gozaban. Y allí está el apodo de la escribiente, asumido con honra en las primeras líneas del manuscrito, para recordarlo. Posesión atesorada e intransferible, a diferencia de casi cualquier otra, no sorprende que algunas páginas más tarde la cuestión se dirima incluso en el terreno de las diferencias de clase. Al relatar uno de los tantos despidos que sufrió, Pituca reconoció una causa singular: “la señora se había puesto celosa con mi bebita, era demasiado bonita, muy bella (...) los que venían de visita pasaban a ver mi hija, llamaba la atención una chiquita tan linda y de la mucama”. En ese orden, la preeminencia estaba de su lado, y no perdió la oportunidad de anotarlo.
De aquella pronta filiación genealógica se desprende a la vez un preciso anclaje racial: “negro, crespo y fuerte como todos los de su raza”. Al describir a su abuelo, se establecieron los bordes de una identidad que es también la propia. Por más que el escrito no vuelva a insistir sobre el asunto, la coordenada étnica queda rápidamente plasmada como dato de relevancia a la hora de contextualizar la pertenencia social de la escribiente.
Las primeras cinco páginas proporcionan el contenido que da sustento al título, cuya frase aparece replicada al final de uno de los párrafos, afirmando así cierta cadencia que recorre el conjunto:
Lo que más me gustaba de mi mamá Rocha, que me elegía para que la acompañara cada vez que la venían a buscar de los pueblos sercanos y que no eran pueblos, sino puestos o lugares donde se quemaba el carbón y se trabajaba cortando a achazos el quebracho, ella era la partera o madona más sercana que tenían. Y decían, hay que buscar a Doña Rocha, porque la “fulana” no pasa de esta noche y llegábamos al lugar y ya tenían los tazones ardiendo y alguna olla grande hirviendo el agua y la cocina tenía un fogón en el suelo, en el medio del rancho, todo alrededor era negro y sucio por el humo, y cuando ella terminaba después de nacer el niño, salíamos a la hora que fuera en el sulqui rumbo a nuestro rancho, y ¡que feliz era yo!
Es probable que su contundencia se derive del efecto de contraste en el cual la expresión adquiere su sentido: remate optimista de un cuadro general que una mirada ajena decretaría hostil, la fórmula viene a conmover desde adentro cualquier presunción miserabilista. “Nos considerábamos una de las familias más pudientes, teníamos ‘pensionista’ y eso era mucho”, escribió comparando su situación con la de las familias vecinas de salitreros a destajo. Y esta tensión se vislumbra en casi todos los episodios que eligió narrar en estas páginas para documentar la felicidad de la infancia:
Nosotros, los chicos teníamos obligaciones, los más grandes, llevaban a las 8hs de la mañana una pava grande con yerbeado y los más chicos cargaban con un trapo blanco lleno de pan casero, todo cortado y a otro le tocaba cargar los jarros y nosotros contentos cuando estos hombres terminaban de tomar nos dejaban algo del yerbeado y pan casero y eso era fiesta para los chicos.
…y que farra y alegría cuando decía “les voy hacer Pedro Vicente así dejan de joder” y el Pedro Vicente era una comida con grasa, cebolla y charqui y harina y verdaderamente era un “sanco” pero era el manjar más rico que comíamos, no nos faltaba nunca el arrope de tuna, el mistol, el chañar y a veces hacía quesillo de leche de cabra.
Se ha dicho mucho acerca de la dimensión propiamente social y cultural de los hábitos culinarios y alimenticios (Bourdieu, 1979; Grignon y Passeron, 1991; De Certeau et al., 1999). Si estas memorias reservaron un lugar especial para el recuerdo de ciertas comidas características de la infancia será porque condensan un núcleo estimado de prácticas, gustos, costumbres, definitorios de modos de vida en los que la alimentación ocupa un protagonismo relativamente autónomo de las restricciones materiales que la condicionan. Desconocemos cuál es el referente de “Pedro Vicente”, sin embargo, la denominación del plato recordado invita a imaginar una práctica atenta al universo simbólico de los comensales. En términos que parecen ilustrar de manera autoconsciente aquella idea de Bourdieu (1979) sobre “las paradojas del gusto de la necesidad”, Pituca repone un desfasaje entre la valoración infantil del plato y lo que “verdaderamente” era este: una composición hecha de ingredientes básicos, secundada por alimentos obtenidos gracias al abastecimiento directo que ofrecía el entorno rural del norte provincial. Pan casero y “yerbeado” completan el inventario con componentes universales de la cocina popular. “Lo esencial es la olla o marmita suspendida en el hogar”, describió Luce Giard (1999: 182) la naturaleza del material de cocina característico del campesinado francés, y la imagen se replica en espejo al otro lado del mundo: “En la cocina, no sé cómo habían puesto en el rancho un gancho donde ponían el fuego en el suelo y siempre había una olla colgada, eso no faltaba nunca”.
Los años de la infancia son narrados desde una primera persona del plural que incluye en todo momento y de manera indiferenciada a un conjunto numeroso de niños pertenecientes a la misma familia, cuyos progenitores se infieren ausentes de la cotidianeidad que rigió el transcurso de aquellos primeros años de vida en el ámbito rural. Podemos suponer, para los otros, trayectorias análogas a la de la madre de Pituca, e imaginarlos recientemente mudados a la ciudad, o algún pueblo cercano en busca de un trabajo más o menos estable.
…no teníamos más juego que irnos todos los días y a la siesta, meternos a las casillas de durmientes, que eran obra del ferrocarril para sus obreros que tenían que mantener los rieles en orden y después eran ocupadas por “linyeras” y dejaban allí el piojo blanco y nosotros al jugar allí lo traíamos en nuestra ropa y pobrecita mi mamá Rocha. Me acuerdo que en sus dos dedos pulgar tenía las uñas chatas en el centro de las mismas y crean o no eso era de tanto matar piojos de la cabeza nos despulgaba a todos los nietos mientras alguien le cebaba mate (...) allí nos tenía a todos sus nietos juntos.
Nuevamente condiciones precarias de vida –impuestas esta vez por la estructural carencia de agua– y momentos de dicha –el juego, la reunión en torno al mate– se conjugan en dos escenas de la vida diaria que suponen además la existencia de otros personajes frecuentes en el escenario de aquella infancia: obreros del ferrocarril como antes fueron los trabajadores de las salinas, “linyeras” en los que recae el origen de un contagio tan orgánico que deja huellas duraderas en quien debe lidiar con él. La representación de las “uñas chatas” de los pulgares de la abuela cifra, pues, en una imagen elocuente y con gran poder figurativo, la simbiosis del cuerpo femenino y trabajador con un entorno entera, y gratuitamente, dispuesto para su cuidado.
Componentes igualmente habituales del paisaje evocado son los animales autóctonos, que el texto introduce en algunos pasajes con resonancias disímiles. A distancia de toda connotación sombría como la que podría anteponer nuestra mirada, relata un episodio que tiene como protagonistas a una víbora y a su abuela en situación de amamantar a su nieta. Lo hace con la naturalidad de quien constata la comprobación de un mito que nunca fue puesto en duda, y cuya verificación desactiva cualquier resto enigmático. Vale la pena reproducirlo en extenso:
Mi papá Tristán decía que cuando nació la tía Tráncito se ponía cada día más flaquita y lloraba todo el día hasta que alguien le dijo “a la Rocha la a de estar mamando alguna víbora” por eso que el chico no engorda y así fue como mi abuelo una noche durmiendo se despertó y vio como una enorme serpiente le había puesto la cola en la boca del niño mientras mamaba del pecho de mi abuela y por recomendación de terceros el no se movió y dejó que se llenara, así fue como le vio subir por el horcón del medio del rancho y meterse al techo que era de barro y paja, al otro día tuvieron que romper el techo hasta encontrarla y matarla y hacer un nuevo techo, dice que aprovecharon para hacerlo más grande y dejaron como una galería y eso fue lo que yo conocí como edificación. Como “tapia” se hacía un serco grande alrededor de la casa con ramas y los corrales de las gallinas igual y como puerta, le ponían algún elástico de cama vieja y así vivíamos con grandes sogas donde se colgaba el charqui de carne y zapallo para su conservación y como heladera era un cuadrado con tela de metal finito, le llamábamos “La Fiambrera”. Recibía aire, pero no tocaban las moscas.
La mítica asociación entre serpientes y leche materna es antigua y universal. Aparece en Esquilo (siglo V a.C.) y aparece en los relatos recientes de pobladores catamarqueños sospechados de poner en riesgo de extinción a la musarana, representante autóctona de la especie.12 En la narración no hay mención a la existencia de creencia alguna, solo la exposición de un saber popular sin emisario preciso (“alguien le dijo”, “por recomendación de terceros”) que resultó ser apropiado para la identificación de la causa de un acuciante problema de salud. No obstante, estructura y componentes de la anécdota son los mismos que dan forma a las distintas manifestaciones en las que el mito pervive, donde sea que se lo encuentre. Su desenlace da cuenta hasta qué punto el asunto fue internalizado por la memoria familiar transmitida generacionalmente: tan rápido como la serpiente abandona el lecho, el foco de atención pasa a las características edilicias de la vivienda, como si lo anterior hubiese sido un preámbulo accesorio para la descripción de aquel hábitat rural, hecho a base de ingeniosos artilugios y bautizado con categorías propias.
Otra escena la componen los flamencos, en una evocación destinada a pintar el atractivo de un paisaje que, por conocido, no deja de saberse exótico. La “franja rosa” interrumpe el blanco infinito de una salina que permanece incólume a los cortes verticales, de no ser por la presencia esporádica de alguna vegetación resistente al suelo salino y al implacable régimen pluvial. El cuadro resultante, acaso por su singularidad, mereció quedar registrado en las páginas que Pituca destinó a su lugar de origen:
…había agua en ella, agua caliente, salada, nos sentábamos en alguna sombrita de algún churqui que eran muy pocos, porque la sal no deja crecer plantas de sombra. (…) Allí buscábamos huevos de flamenco, pero jamás podíamos tenerlos con nosotros porque los flamenquitos seguían a la bandada y se veían en el cielo cuando pasaban, era bellísimo ver esa franja rosa de su cuerpo en el cielo de la salina.
La relevancia de esta geografía en su autorrepresentación es casi inversamente proporcional al tiempo que la habitó; lo trasciende, pues, ampliamente, y revela una dimensión del paisaje como identificación vital. A distancia de las interpretaciones que, como señaló Acha (2013a: 94), hicieron de la migración un pasaje a la “modernidad” o una ruptura con la “tradición”, la experiencia de Pituca revela que a aquel espacio se volvía, y no solo con el recuerdo. Así, por ejemplo, el manuscrito relatará el viaje a Las Salinitas con el objetivo de parir allí a su segunda hija: “no podré olvidar jamás el ruido en el camino de cada costado solo había monte, como sería el julepe que iba agarrada de la mano de mi hijita y el clima de tanto calor del norte no lo toleraba a pesar que había nacido allí, tenía muy inchadas mis piernas”.
Para reforzar esta idea de perennidad, se halla en la entrada de su casa una enorme roca de sal, traída desde San José la última vez que lo visitó: “yo traje, a ver si te lo puedo mostrar, un pedazo de sal”. La breve interrupción de la entrevista tuvo lugar en el exacto momento en que narraba la muerte de su abuelo: “…él era el que hachaba la sal arriba de un bordo con un pico. Un volquete iba hasta cierto lugar daba la vuelta así y caía la sal y ahí hachaban. Se cayó de ahí y se mató”.13 El bloque, dispuesto como en un altar en el centro de un hogar a leña que ya no cumple su función, es uno de los primeros elementos que se advierten al ingresar a su vivienda.
A la edad de 8 años Pituca se mudó a la capital: “una gente rica de Córdoba me trajo para que trabajara cuidando a sus chicos. Ellos fueron de visita allá, así traen a los chicos del norte”.14 La experiencia individual diluida en la norma de la costumbre. Según refirió, era habitual que familias con dinero de la capital hicieran trabajar a niñas provenientes de las zonas más pobres del campo con la promesa de hacerse cargo de su escolaridad, algo que, en su caso, no se cumplió: entre los papeles que conserva de su pasado, está el que certifica la culminación del nivel primario en un centro educativo para adultos del barrio Villa el Libertador, fechado en noviembre de 1969. El fin de la niñez asociada al lugar de nacimiento y la vida familiar no viene dado entonces por el natural decurso vital, sino por la temprana irrupción del trabajo en su biografía. Y el corte se refleja en el papel. A partir de este momento, las memorias abandonan muy claramente las marcas de infancia y añoranza que caracterizaron a la escritura de las primeras páginas.15
Comienza la “2° parte” del manuscrito, un apartado breve en el que se condensan algunos aspectos de sus primeras experiencias como empleada doméstica. Anota al comienzo de la sección: “Ya me encontraba trabajando en Yrigoyen 131 en el año de la caída del gobierno de Castillo en 1943”. Esta mención al calendario político es una de las pocas que aparecen, y no funciona en el texto más que para otorgarle precisión cronológica al momento aludido. No obstante, es de suponer que alguna razón intervino en la decisión de utilizar esta, y no otra, referencia periodificadora (Portelli, 1989). En tanto acontecimiento político, el derrocamiento de Castillo reúne la potencia del primer golpe de Estado del que podría tener memoria, con la condición de momento liminar del peronismo, movimiento al que adscribió tempranamente y al que atribuyó la consecución de ciertos derechos y facilidades básicas en su historia de vida, como se verá más adelante.
Pituca reconstruyó su primer contacto con las obligaciones y condiciones propias del servicio doméstico, y lo hizo restituyendo la perspectiva de una niña recién llegada a la ciudad, pero también al esquema de explotaciones que será dato corriente en la vida adulta:
Todo para mí era novedad, recuerdo que tenía mis obligaciones sacar la basura, lavar los patios y vereda, siempre descalza invierno o verano, solo me calzaba cuando mis patrones me dejaban ir a donde vivía mi madre, en la calle Sarachaga en Alta Córdoba, no me daban la moneda para el tranvía, así que yo caminaba hasta llegar allí.
Aquellos cuatro kilómetros a pie que separaban la casa de sus patrones del “conventillo” donde vivía su madre aparecieron también en el relato oral, entonces asociados a los ecos del terremoto que en 1944 tuvo su epicentro al norte de la ciudad de San Juan, un acontecimiento llamativamente presente en la memoria de quienes entonces eran niños: “cuando fue el terremoto que se conoció Eva con Perón, yo iba caminando por la calle porque no me daban para el ómnibus, de vuelta me venía en el tranvía 3 porque mi mamá me daba para el tranvía”.16 Las visitas a su madre, dilatadas por esa distancia y por la conflictiva irrupción de la figura de un padrastro, fueron luego reemplazadas por las más esporádicas concurrencias a la Cárcel del Buen Pastor, donde su tía cumplía condena por haber asesinado a su marido: “de un tiro de escopeta, al encontrarlo de vuelta de las compras en la cama con la Elvira de Ruiz (..) En mi inocencia les decía que mi tía era monja a mis patrones y con el tiempo supe que ellos lo sabían todo pero jamás me reprocharon”. Los distintos patrones con los cuales entabló un vínculo laboral –y cuyos nombres, apellidos dobles, domicilios y profesiones retiene con llamativa precisión hasta el día de hoy– son referidos en varios pasajes del manuscrito. Pero sería falso derivar de ese conjunto de alusiones una apreciación unívoca. Las (mayoritarias) acotaciones reprobatorias –por la mezquindad, el maltrato, la explotación y la inclemencia frente al percance propio del oficio– se intercalan con otras que, como la anterior, sugieren la existencia de un vínculo estimado, más no sea por despegarse un poco del trato habitual, o naturalmente esperado. El movimiento es, sin embargo, tributario de las nociones múltiples y –solo en apariencia– contradictorias que han confluido históricamente en la noción de servicio doméstico (Ariès, 1995 [1980]). Incluso más, lejos de cualquier humanitarismo desinteresado, cierto maternalismo puede ser comprendido como constitutivo del universo moral de sectores medios y altos que, mediante la compasión, protegían también su propio honor y respetabilidad (Bjerg y Pérez, 2020).
Son, pues, expresiones de una misma y bifásica experiencia de clase, acostumbrada tanto a las tensiones manifiestas como a los vínculos personales y hasta emocionales con patrones y patronas con quienes se llegaba a entablar convivencias duraderas, incluso vínculos de crianza y confidencialidad.17 Ambas fueron (y son) derivas de una común condición estructural hecha de subordinaciones de clase, étnicas y de género. Expresan, también ambas, modos alternativos, aunque igualmente propios, mediante los cuales las trabajadoras domésticas tramitaron su vínculo con la dominación de clase y, en general, con el mundo acomodado. Veremos, pues, a lo largo del relato, que incluso elementos que a primera vista podrían tenerse como vectores de una subordinación sin matices, constituyeron componentes que, al entender de Pituca, tornaban a su trabajo ventajoso en comparación a otras alternativas disponibles (Canevaro, 2020). Su escrito repuso intersticios aprovechados ocasionalmente para desafiar una relación concebida en clave fundamentalmente asimétrica: “siempre fui media conversadora, peleadora”. Incluso las menciones a los daños provocados a los bienes (“no todas las patronas aguantan que les rompas cosas”) podrían apuntarse en una lectura como esta que, siguiendo las interpretaciones de Omar Acha (2013b), demanda la ampliación de nuestra tradicional idea de lucha de clases.
El recuento por las distintas estaciones en las que se desempeñó como empleada doméstica reserva un pasaje para testimoniar una violación: “ese patrón era un degenerado que me violó”, afirmó oralmente, mientras que el escrito refirió al episodio en otros términos:
…no me acuerdo a qué se dedicaba, pero si tengo muy presente el rostro de aquel hombre, casi siempre estaba en la cama y me mandaba ella, mi patrona que le llevara mate y este hombre a través de las sábanas me hacía notar que estaba excitado y hacía todos los días lo mismo hasta que una noche que yo dormía en la misma pieza que ellos se vino a mi cama y allí hizo lo que quiso con mi cuerpo.
La narración prosigue luego por otras vías, no se detiene demasiado en los ecos del hecho, incorporado, como debía estar, al umbral de lo esperable. Resulta significativo que en lugar de escribir “conmigo”, el depositario de aquella violencia sea “mi cuerpo”. La diferencia, así sea sutil, denota un grado de exterioridad subjetiva respecto a aquello que nombra, y no es forzado pensar que esta guarda estrecha relación con la identidad entre cuerpo femenino y (herramienta de) trabajo, posibilitada por el empleo doméstico. “La sirvienta formaba parte del cuerpo de los amos”, afirmó Ariès (1995 [1980]: 429) en un texto orientado a calibrar las “permanencias y variaciones” de la “mentalidad de servicio” en la larga duración.18 El manuscrito de Pituca muestra esa yuxtaposición de nociones, a través del relato de una labor que atravesó momentos históricos muy distintos en su proceso de configuración.
En esta ocasión, la operación –narrativa, pero también subjetiva– le permitió quedar relativamente a resguardo de las consecuencias del episodio narrado. Como señaló James, (2004: 257), el “tropo” de la violación y las trabajadoras podía encontrarse incluso en un repertorio amplio de productos de la cultura popular argentina. En efecto, antes que un hecho aislado, el abuso y/o acoso sexual por parte de patrones y varones de las casas quedó registrado en estas memorias como rasgo reiterado de una experiencia, por lo demás fácilmente generalizable a aquella fracción de la clase constituida por las empleadas domésticas:
Comencé a rodar tierra, como decía mi abuela, cambiando trabajo en todos lados algo me pasaba, parecía que tenía un imán sexual, para colmo casi siempre había niños grandes como decían las patronas cordobesas y para colmo era tan mal pagos y muy mal tratadas, no sabía yo el gusto que tenía el café porque lo único que me daban era un te llamado “cascarolla”, solo pensarlo me da asco. Siempre con hambre, como en Córdoba tenían costumbre de tener varias sirvientas ya que no se les pagaba casi nada.
Así finaliza la segunda parte del manuscrito. Es la primera de una serie de colocaciones en las que la metáfora “rodar tierra” habilita una especie de elipsis en el relato, una contracción de la narración que se reanuda cuando la actividad que denota aquella expresión hubo terminado. En todos los casos remite a períodos de especial intermitencia laboral, situación que en el caso de Pituca venía aparejada de un particular deambular urbano, que lo cinético de la figura expresa bien. Tomada del habla de su abuela, “rodar tierra” es el vocablo de la acción principal que estructura muchos cuentos y relatos folklóricos maravillosos de la Argentina, en los que la salida sin rumbo definido de algún personaje en búsqueda de sustento –por lo general, niños pobres– proporciona la situación inicial para el ulterior y conflictivo desarrollo de la trama (Fernández, 2022). La utilización por parte de Pituca puede, o no, hablar de una zona de referencias simbólicas que abreve en aquellos relatos de la tradición oral. En todo caso, es dato de la mutua y sabida imbricación que existe entre el habla popular y sus diversas cristalizaciones en forma de cuentos, mitos o leyendas.
Sea como fuere, su presencia en el texto sugiere la marca singular de una doble pertenencia: de clase –solo rueda tierra quien no posee los medios para subsistir– y migrante. Ajustada al ámbito rural del que proviene, la expresión se despliega ahora en una ciudad menos rodeada de tierra que de creciente superficie asfaltada. De lo que no hay dudas es de que la figura de una mujer deambulante aún suscita en Pituca un gesto de identificación. Así lo sugirió en una de las entrevistas, cuando afirmó haberse sentido “reflejada” en Elvira, la protagonista de Gente bien, película de 1939 dirigida por Manuel Romero y protagonizada por Delia Garcés y Hugo del Carril:
…porque a ella la echan, tenía una criaturita y ella salía con su valijita y el tapadito, las valijitas eran cuadraditas, eran de cartón, esas viejas valijitas. Y yo igual, cuando me echaban salía con mis pocas cosas, y por ahí había letreros en distintos lugares diciendo: se necesita empleada doméstica. Estaban puestos en la puerta. Así que nunca me faltaba trabajo.19
Antes de pasar al próximo apartado, cabe notar una última observación. Una cadena de significantes de larga data, pero alimentada con nuevo fervor durante la etapa peronista, hizo de las trabajadoras domésticas la corporización casi antonomástica de la “mala vida”, figura frecuente en el lenguaje periodístico y policial de la época para abarcar un abanico diverso de prácticas, que iban desde la promiscuidad al delito en sus diversas tipificaciones.20 Si bien el tema de la delincuencia femenina resulta inseparable del conjunto de esferas y dimensiones que, a lo largo de la primera mitad del siglo XX, determinaron un imaginario social acerca del rol de las mujeres en la sociedad (Di Corleto, 2018), nuestra autobiografía es una fuente rica para compulsar aquella imagen desde un punto de partida distinto a la mera intención de desmontar un “prejuicio”. En todo caso, como sostiene Acha (2019: 43), no es la dimensión del prejuicio lo que permite capturar su sentido histórico más intenso. En efecto, muchos de esos reproches constituían notas distintivas de una experiencia de clase de la que el manuscrito da, ciertamente, cuenta.
Cualquier lectura, por ejemplo, advertiría rápidamente que la sexualidad –sus implicancias, la moralidad a ella asociada– sobrevuela el conjunto como asunto poco menos que omnipresente en una vida que corría por carriles paralelos a los previstos por la institución matrimonial, el concubinato o los ideales modernos de familia.21 Por un lado, en tanto faceta crítica y constitutiva de la labor, a la que Pituca aludió con la metáfora contundente del “imán sexual”. No solo el acoso por parte de los patrones quedó registrado como hecho habitual, la línea que refiere a los “niños grandes” es especialmente sugerente respecto a otra modalidad: la obligación de disponer su cuerpo para el debut sexual de los jóvenes de la casa. Aun haciendo de lado este ámbito, los tópicos sexuales dejaron marca en pasajes del escrito que atestiguan su relevancia como medida de las cosas: las interacciones, las expectativas, los rumores, tal como se verá en el apartado siguiente. Algo semejante vale anotar con relación a la insistida, y también documentada,22 proximidad con el mundo del delito: denuncias por robo o ejercicio de la prostitución, visitas a una tía presa por asesinar al marido, reiteradas prácticas de aborto (registradas en el texto como “raspajes”). Entre muchas otras posibles, estas entradas modularon la específica fricción de la escribiente con la ley.
El documento que venimos trabajando es una fuente excepcional para tantear una entrada fértil a una historia del peronismo desde abajo. Y lo es en la doble acepción de la excepcionalidad: en tanto huella poco frecuente, incluso improbable, y en tanto material privilegiado para un ejercicio como aquel. En efecto, a través del manuscrito es posible recomponer indicios de ese vínculo opaco –es decir efectivo, aunque no siempre explícito– entre la política y la vida obrera común, distinguiendo, al menos, tres clases de manifestaciones que tienen lugar en su escritura: las razones “conscientes” de su adhesión al peronismo, los tipos de implantación de los gobiernos justicialistas en la trayectoria vital de aquella trabajadora y los motivos menos explícitos, aunque siempre sugeridos, de su asumida subjetividad peronista. Que el material lo provea un documento con las características de este permite que la interpretación pueda poner por un momento en suspenso las dosis de “humildad y sumisión” que, en grado variable, impregnaron los mensajes vertidos, por ejemplo, en la correspondencia dirigida por trabajadores hacia los líderes del movimiento (Guy, 2017).
Una de las primeras referencias aparece con la intención de fechar el antes y el después de un acontecimiento capital para su pueblo de nacimiento: nada más y nada menos que el aprovisionamiento de agua corriente. “1945” no precisa mayores traducciones, y en el texto importa menos por su función cronológica que por sus sabidas connotaciones simbólicas: “poco recuerdo, pero no teníamos agua corriente, eso vino en 1945”. Pudo ser 1946 o 1947, lo que importa allí es que el hecho se concibe como inseparable de la voluntad de Perón, y la opción por el ‘45 deja poco margen de duda. Durante la entrevista, la conexión quedó explícita y, aún más, habilitó una afirmación en términos causales: “por eso voy a ser peronista hasta que me muera. Porque hizo colocar el agua que no teníamos”.23 La descripción del momento previo a ese punto de inflexión se integra a una larga serie de imágenes que cristalizaron en la figura del “pueblo sediento” (Vargas, 2014), rastreable en las cartas enviadas al gobierno desde los diversos parajes del norte del país: “antes teníamos que esperar un tren que pasaba 1 vez a la semana y lo llamábamos el ‘tren bomba’. Todos teníamos que correr como locos cargando el agua en los tachos que tuviéramos y de allí, tendrán uds idea de lo que era nuestra higiene, éramos pura roña y piojos”. Por otra parte, “les obligaron a que todos los que vivíamos en rancho le hicieran casita de material. Y pusieron escuela. Una pieza para que den clase”. Así, la tríada agua-“material”-escuela queda presentada como el basamento de un temprano reconocimiento político que, con el correr de los años y el transcurrir de las páginas, irá adquiriendo nuevos contenidos.
La tercera parte del manuscrito (“3ra parte”) comienza evocando el día en que conoció a quien sería el padre de sus hijas, Juan Vicente, un trabajador y sindicalista maderero afiliado tempranamente al peronismo. Las circunstancias de aquel encuentro fueron, en principio, casuales, aunque la casualidad se torna relativa si se la pone en serie con prácticas habituales de la sociabilidad juvenil y trabajadora de aquellos años:
Era un 6-1-48 en la esquina Arellano y Coronel Olmedo barrio Alta Córdoba. Había una barrita de muchachos que me buscaba y yo había cumplido 15 años el 10-8-47. Mi tía Octavia vivía allí en Arellano 1193. Y yo como siempre trabajando a la vuelta en la calle Mendoza y recuerdo que ella me mandó a llevar todo lo concerniente para hacer empanadas y cuando yo iba donde me mandaron la barra de la esquina se hicieron una apuesta que ¿quién me conquistaba? Cruzando un alambrado del ferrocarril se me cayó un paquete y entonces se arrimó un joven que llevaba un inflador de bicicleta en la mano y me recogió el paquete y así siguió a mi lado sin entregarme el paquete y me decía que yo era “frívola” como las galletitas, y siguió hasta que me sacó una cita, nos empezamos a ver a escondidas de mi familia y la de él, una noche me convenció de ir a bailar a la cervecería Río Segundo que era justo carnaval y la verdad me sentía feliz, había ido con el Juan Vicente él tenía 21 años y una amiga de nombre Posa y se largó a llover y al salir me gustó, esa es la verdad, su proposición de ir a pasar la noche con él a su propia casa osea a la de sus padres a Arellano 1194.
Una barra de “muchachos”, una apuesta, el cortejo, el secreto y el baile popular de carnaval se encadenan en una secuencia imaginable con otros protagonistas de la misma clase. Es que, como señaló Isabella Cosse (2010), en un tiempo en que aún regían reglas de conducta vinculadas al noviazgo y el orden familiar, es evidente que estas guardaban precisas connotaciones sociales. Materialmente al margen de instituciones como las visitas o la aprobación paterna, las calles, las plazas o los bailes eran los espacios frecuentes donde empleadas domésticas vivenciaban los contactos con sus pretendientes. La escritura de Pituca, nada indiferente a los hilos de la trama, reserva un desenlace súbito, que la información presentada al lector –dos domicilios separados por un dígito de numeración– ya dejaba intuir: en el instante en que la pareja ingresaba clandestinamente a la vivienda “un gran relámpago iluminó todo, mi tía estaba en la ventana viendo la tormenta y me vio entrar a lo de Juan Vicente”. La narración de este romance adquiere, desde su presentación, el tono de lo vedado.
A finales de 1948 dio a luz –“compró”, este es el verbo que conjuga en el papel– a su hija mayor en una sala de la Maternidad Nacional, donde fue llevada por sus patrones. El escrito dejó constancia de su felicidad y también de una escena que introduce en el relato a “las monjas”, un conjunto indiferenciado pero sin dudas protagonista de muchos acontecimientos de su vida. Se integran sin mayores aclaraciones, y una lectura completa del documento deja entender que se trataba de una presencia consustancial a los contextos en los cuales se movían trabajadoras en condiciones similares: “de pronto llegó una monja a la sala de parto y me dijo que como yo era menor y sola, tenía un matrimonio para darles mi hija. Yo me largué a llorar, me incorporé y le dije ‘no, yo soy la madre y Ud. no me la quita’”. Según su testimonio, era frecuente que los hijos recién nacidos de madres pobres y solteras fueran objeto de “los negocios” de las monjas de la ciudad. El verbo “comprar”, usado frecuentemente en el habla popular cordobesa para referir al acto de parir un hijo, adquiere en el inmediato contexto del escrito un sentido de contraste: reafirmación de valía individual, que logra neutralizar una “venta” no autorizada.
Pero la voluntad de criar a su hija chocó pronto con las restricciones inherentes a su trabajo y condición. Imposibilitada de tenerla consigo, a comienzos de los años cincuenta y por recomendación de sus patrones, llevó a la niña a “las monjas que es hoy Humberto Primo y General Paz”. Suponemos que se trata de la Casa de las Hermanas Terciarias Franciscanas de la Caridad de la ciudad de Córdoba, una institución que desde comienzos del siglo XX desplegaba prácticas de asistencia para la población femenina necesitada:
No es gratis había que pagar, cuando llego y dejo la niña fue otro de los momentos que no se pueden olvidar, mi hijita lloraba mucho y yo desesperada por tener que ponerla osea tenerla allí y era a la fuerza porque un abogado me dijo que si no tenía un hogar me la quitarían. Salí de allí y recuerdo que yo lloraba tanto que los empleados del Automóvil Club Argentino me socorrieron me senté con ellos, me dieron agua y recién pude seguir hasta mi trabajo.
El fragmento es oportuno para anotar otra alusión sugerente a la hora de identificar las zonas de contacto entre aquella trabajadora y otros universos socio-culturales con injerencia en el mundo popular de la época. En este caso, la figura de algunos abogados, importantes mediadores que oficiaban de consejeros en el marco de una gama de conflictos que trascendían lo estrictamente laboral. No será la única vez que remita al asesoramiento de un abogado como instancia previa a la toma de una decisión personal o la definición del curso de algún acontecimiento relevante. Se trata de hombres a los que no dudó en identificar con el peronismo, agentes, entonces, relativamente mediatos de una serie de disposiciones y garantías para el “pueblo trabajador” que venían dirimiéndose en la esfera estatal.
La escena de la doméstica desconsolada y socorrida por los trabajadores del A.C.A. constituye uno de los varios clímax que el relato interpone entre el final de una etapa de la biografía y el comienzo de otra. En este caso, la resolución de aquel momento trágico introduce otra entrada directa del peronismo a la vida de Pituca. La primera había sido el pico de agua en la salina; la segunda, el enamoramiento hacia un sindicalista que hacía de su causa una experiencia total y excluyente con las obligaciones familiares; la tercera, una plaza en el Hogar Escuela “General Juan Perón”. Al igual que para muchos de los trabajadores que por entonces afirmaban su compromiso peronista, la sabida disponibilidad del código epistolar habilitó la ocasión para probar un contacto directo con Eva Perón, habida cuenta la dificultad para sostener el pago que exigía la institución religiosa a la que había delegado la crianza y educación de su hija:
A partir de allí tenía que pensar cómo seguir y cómo hacer para pagar ese colegio, entonces alguien me dijo por qué no le escribís a la “señora maría Eva de Perón” y así lo hice, explicándole mi situación y a los 10 días tuve contestación donde “Evita” me decía que le hacía lugar a mi hija en el colegio Pablo Pizzurno, me parecía mentira ese lugar era un lujo para nosotros los pobres.
En 1952, entonces, la niña fue trasladada al Hogar Escuela “General Juan Perón”, una de las instituciones creadas a mediados de siglo por la Fundación Eva Perón en la ciudad de Córdoba.24 “Todo pago por el gobierno (...) ¿Se dan cuenta por qué razón sigo queriendo al gobierno justicialista?”. La pregunta es retórica, como es imaginario el lector-destinatario implicado por esa segunda persona del plural a la que el texto interpela en determinados pasajes del manuscrito. Su función es clara: volver explícitos, casi transparentes, los motivos de un sentimiento (sigo queriendo) que proyecta sus ecos hasta el presente de la escritura. La obtención de la beca para colocar a su hija en el reconocido establecimiento estatal puede leerse incluso como respuesta autosuficiente para el interrogante planteado.25 La percepción del lujo desmedido documenta el éxito de una política deliberada (Ballent, 2005), orientada a provocar ese contraste, aunque sus efectos más profundos distaron de ser unívocos. Según Carolina Barry (2008: 82), por ejemplo, podía generar cierta perturbación, incluso inhibición, en tanto no hacía más que dejar en evidencia los infortunios de quienes, como Pituca, adscribían a un colectivo preciso: el de nosotros, los pobres.
Esa temprana inserción educativa operó, en su construcción retrospectiva, como condición de posibilidad de una trayectoria formativa muy posterior: “En 1968 cuando vengo a esta casa fue que mi Susi se recibió de maestra y yo me sentía tan feliz, había logrado que mi hija tuviera una carrera que yo no había podido hacer nada al respecto, todo lo pagó el gobierno de Perón”. Pituca registraba ese acontecimiento como un logro personal, al tiempo que admitía no haber sido verdadera posibilitadora de este. Pero la contradicción es solo aparente, el egreso de su hija mayor cerraba, o lo hacía parcialmente, el propio anhelo incumplido, trunco veinte años y algunas páginas atrás. Así, el pasaje expone muy directamente uno de los motivos más reiterados en el repertorio consciente de expectativas populares: que los hijos reciban a tiempo la educación que a los padres y abuelos les fue impedida.
Para los años sesenta, tanto la perspectiva de una relativa conveniencia económica, como la reestructuración general del mercado de trabajo, habían inclinado a Pituca a reemplazar la modalidad cama adentro por el trabajo doméstico remunerado por hora. Por entonces, completaba sus ingresos con la venta de ropa descartada por sus patrones en la zona del Mercado de Abasto. Escribió: “les vendía ropa de segunda mano a las prostitutas que tenían piecitas en ‘las Ponce’ (...) recuerdo que tenían buen corazón y respeto por aquellos que se veían mal como yo”. El alquiler de una “piecita” en barrio Comercial le permitió sortear parcialmente el problema habitacional y tener un lugar donde vivir junto a su hija menor. Fue en aquel barrio donde conoció a otra trabajadora que al poco tiempo le habilitaría un ingreso a Manal, una fábrica textil ubicada en la dirección Buenos Aires 274, especializada en la confección de pantalones y camisas. La mujer era una costurera a cargazón, que “cosía en la casa y llevaba los fardos de trabajo a esa fábrica”. Continúa el manuscrito:
En la vida hay que ser agradecida y esta mujer hizo mucho por mi, pero como yo tenía que pagar esos favores a precio bastante alto yo tenía que llevarle el trabajo de ella a la fábrica para que ella tuviera tiempo de ir con uno y otro amante y bueno había que tratar que su esposo e hijita no se dieran cuenta de lo que ella hacía.
Tal el trato concertado: a cambio de una recomendación frente a los dueños de la fábrica, la complicidad y facilitación de los encuentros amorosos subrepticios. El ingreso a la fábrica textil supuso para Pituca el comienzo de una breve, pero memorable, experiencia sindical: “lo primero que hago fue que las 58 empleadas se afiliaran al sindicato de costureras que está en la calle Deán Funes y mis compañeras me nombraron delegada de ellas”. Es probable que ese involucramiento haya sido menos inmediato que lo que la anotación invita a imaginar. En todo caso, la evocación a una casi automática activación sindical en un gremio afín al peronismo (entonces, proscripto) acompaña la construcción de la imagen que Pituca hizo de sus propios años de juventud: peronista y “medio peleadora”. El registro del paso por el sindicato de costureras reenvía además a un momento de estimada plenitud en su vida, animado en parte por la trascendencia individual que le adjudicó a aquel rol: “Así como les decía yo tenía una piecita con un ‘excusado’ por baño y me sentía tan importante no solo era delegada del taller sino que también tenía casa”. Equiparados en sus efectos, la pieza alquilada y el protagonismo gremial señalan los puntos nodales de esa porción de experiencia a la que asoció con cierto sentimiento de orgullo personal en el pasado. El asunto ya había signado la narración de otros pasajes, y en cierta manera sobrevuela el conjunto. Así, por ejemplo, algunas páginas atrás, al anotar las negativas del padre de sus hijas frente a la sugerencia del “servicio social de la maternidad” de que los progenitores contraigan matrimonio, había escrito: “la verdad es que yo me sentía muy inferior que él y no quería que se lo molestara, si no era su voluntad”. Como si la representación sindical de sus compañeras de taller hubiera acercado su reputación a la de aquel dirigente nato, la situación parecía ser otra unos pocos años después.
Fiel a la cadencia a la que acostumbra el manuscrito, aquella sensación de bonanza producto de su nueva estabilidad laboral y habitacional es intempestivamente interrumpida por otro acontecimiento excepcional: su detención, tras haber sido acusada de robar mercadería de la fábrica en la que trabajaba. El telón de fondo continúa siendo el mismo intercambio de favores y la dinámica de complicidad activada frente a un asunto de incumbencia compartida: los avatares, códigos y motes asociados con las prácticas sexuales de aquellas mujeres de clase trabajadora. Pero la “traición” de su compañera no invalidó, vimos, la oportunidad para traer a colación la máxima que introducía la cita anterior: en la vida hay que ser agradecida. Es que, a pesar del revés, el episodio policial devino condición de posibilidad de una inimaginable garantía material:
…y así fui haciendo de tapadora de mi amiga para que su marido no la descubriera hasta que un día vino a pedirme que le prestara mi cama y allí yo me negué y ella se enojó y me dijo que yo era tan puta como ella y así como me había hecho entrar en el taller me iba hacer echar y ese día fue sábado y al lunes siguiente 3-8-67 al medio día (…) llegó un Merceditas con dos hombres y me dijeron que eran de Robos y Hurtos, me llevaron a mí y todo lo que tenía de valor. Me empezaron a interrogar y me acusaban de haber estado robando en la fábrica y esa noche me pasaron al Buen Pastor donde estuve 5 días hasta que me sacaron para llevarme a tribunales, donde recién me enteré cómo era que me acusaban los patrones y la testigo de lo que había hecho según los patrones era mi mejor amiga esta sra Tabare de Albornoz.
Era su segundo paso por la policía. El primero había sido motivado por agredir físicamente a su padrastro, “el santiagueño Gutierrez”, quien, según relató oralmente, golpeaba frecuentemente a su madre: “mi padrastro era muy radical, estaba metido en el partido, enseguida lo sacaron, no me daban bolilla en la policía, nunca te dan bolilla”.26 La política y la justicia como planos complementarios en una concepción para la cual es claro que ocupa siempre el eslabón más débil. Así como las influencias radicales habrían amparado al padrastro frente a las denuncias de Pituca, los “abogados peronistas” fueron las piezas claves para un desenlace favorable del juicio laboral que la tuvo como protagonista a finales de los años sesenta. Escribió: “Me habían nombrado tanto abogado civil como laboral en el sindicato. Como para no ser peronista. El doctor Reynaldo Zamora y el doctor Porcel de Peralta. Tenía buenos abogados por eso quiero a los peronistas”. Vuelta una suerte de mantra laico, la frase anexiona ahora a los abogados sindicales, último enlace explícito entre la identificación política y su correlato experiencial en la vida cotidiana.
Los detalles del proceso revelan algunas prácticas comunes entre las trabajadoras textiles en sus lugares de trabajo, como por ejemplo la de usufructuar retazos de telas sobrantes para fabricar prendas o manteles y venderlos por cuenta propia, o bien destinarlos al uso familiar. Tanto si hubieran sido efectivamente robados, como si se hubiera tratado de una práctica consuetudinaria –esta la defensa que desplegó el juicio–, el asunto alumbra una estrategia asimilable a ese abanico limitado, pero productivo, de argucias obreras que Michel de Certeau denominó las “tretas del débil” (1990): usar en el hogar las herramientas del patrón o llevarse oculta una pequeña parte del producto diario. Según el testimonio de Pituca, su inocencia fue probada, el juicio ganado y el dinero obtenido por indemnización –abultado por su condición de delegada–, destinado a la compra de la casa en la que vive desde 1968, en el popular barrio de Villa el Libertador: “ya ven cómo me costó tener mi propia casa porque con esa plata me compré donde hoy vivo”.
Allí mismo, “por consejo y pedido” del padre de sus hijas, ofreció escondite a Miguel Ángel Correa, dirigente sindical maderero perseguido durante la proscripción al peronismo. No pasaría mucho hasta que, como solía ocurrir en su sistema de interrelaciones personales, el hecho fuera retribuido y Correa ascendido a la figura de “benefactor”: poco antes del inicio de la última dictadura militar, un telegrama citaba a Pituca a ocupar un puesto en la administración pública, donde desempeñó sus últimos años de actividad laboral. Anotó: “…yo creyendo que me iban a poner a servir café limpiar los baños y era para el escritorio. Estaba aterrorizada no tenía estudios secundarios, pero traté de hacer como los monos, ‘imitar’ todo lo que veía para colmo todas mis nuevas compañeras de nariz parada sin excepción”.
Año 1972, página número 13 de un manuscrito que va acercándose a un final precipitado. Lo es por decisión de su autora, tanto como por el recuerdo de acontecimientos cuya tragedia provoca ese efecto de final total en la autonarración de una vida a la que a partir de entonces pareciera sobrarle años. Si hasta este momento el relato había seguido, aún con saltos y digresiones, una línea temporal continua, las últimas cinco páginas tienen como referentes casi exclusivos las circunstancias que rodearon las muertes de cada una de sus hijas. La mayor, asesinada y desaparecida a comienzos de la última dictadura militar; la menor, víctima de un sospechoso accidente vial, ocasionado un día después de recibir amenazas por parte de la policía, debido a su participación en los piquetes de desocupados de la localidad de Cruz del Eje en el año ٢٠٠٠.27
“Ya estaba al gobierno María Isabel Martínez”, escribió con la intención de contextualizar el encarcelamiento de Juana, su hija mayor, en 1972. El dato es incorrecto, en lo que aquí respecta vale menos señalar esto que pensar posibles interpretaciones para el equívoco. Una parece factible: la asimilación e integración de una etapa histórica en la que los matices pierden protagonismo frente al sentido de unicidad que fácilmente puede imprimirle la memoria. Lanusse o Isabel Martínez, lo que importa es el referente tras cualquiera de esos nombres propios: la violencia digitada desde el Estado hacia una porción de sus ciudadanos. La joven fue trasladada al penal de Devoto y liberada cuando “el Dr. Cámpora decide darles una amnistía”. Las jornadas del 25 y 26 de mayo de 1973 –cuyas imágenes perduran, en parte, por su amplia televisación– fueron de fiesta: hubo quienes vitoreaban al nuevo presidente, quienes aplaudían la libertad conquistada y quienes hacían las dos cosas. Entre estas últimas imaginamos a Pituca, quien, dos meses después de votar al candidato peronista que se imponía tras años de proscripción, viajó a Buenos Aires a reencontrarse con su hija: “en la capital todo el mundo festejaba la libertad de los presos políticos y allí los encontré al matrimonio y su hijita en ese gran tumulto”.
Escribió, además, en relación a Devoto: “en esa cárcel todavía eran tratados como seres humanos”. La marca temporal anticipa, ahora sí, una diferencia sustantiva respecto a lo que vino luego: la contracara no humana de Devoto es La Perla, el centro clandestino en el que Juana estuvo detenida antes de ser desaparecida a comienzos de 1976.28 En un registro que no abandona sus pretensiones explicativas, la figura de Isabel Perón aparece como única depositaria de los compromisos que allanaron el terreno para lo que vino después. El escrito prescinde ahora de su nombre; se lee, en cambio, una representación largamente extendida, aunque, quizás como pocas, tributaria de un preciso correlato empírico:
Comienza el año 1975. Había en nuestro país represalias políticas, tomaban gente detenida y ya había rumores que algunos de ellos no volvían más y sus familias los buscaban en distintas dependencias policiales como también militares.
(...)
Año 1976, nuevamente los militares de un solo golpe destrozaban la democracia y en ese momento de presidenta de la nación estaba la ignorante y mujer sin carácter la manejaban como un barrilete todos los que la rodeaban.
A partir de entonces describe lo que llamó “la noche más triste de Villa el Libertador”: allanamiento, versiones de testigos, secuestro y un particular “via crucis” que inició ese mismo día y que la llevó de una dependencia policial a otra en búsqueda de información. Hasta que en la televisión nombraron a su yerno, muerto junto con otras personas en un “enfrentamiento en localidad serrana”. La narración de Pituca da cuenta –aun en el presente de su escritura, habiendo pasado casi dos décadas de la desaparición– de cierto extrañamiento respecto de la actividad revolucionaria de su hija y la pareja de ella: “según los periodistas eran guerrilleros (...) decían que era comandante del grupo y una serie de apodos”. Recordó el momento en el que identificó a su yerno en la morgue del Hospital Córdoba. Recordó un cuerpo, acribillado, que contradecía las versiones que circulaban por la prensa. Aquel instante de reconocimiento, repuesto en el papel por impulso de la memoria, proporciona las piezas de una pesquisa espontánea, con la que Pituca da clausura al resto de ambigüedad que aún habilitaba el registro del rumor: “me llamaba la atención José tenía medias demasiado nuevas para haber sido un hombre que estaba luchando, le saco una de las medias y pobrecito no tenía uña”. La inferencia confirma la tortura, descarta el combate mano a mano y, en el texto, realza el juicio de una mujer puesta a develar el engaño militar, incluso en la más extrema situación de sometimiento.
Pasarían más de dos décadas hasta que Pituca retomara la escritura. Estas, las últimas dos oraciones que antecedieron a ese transitorio punto final: “no se los puede perdonar ya que no fueron valientes al contrario era una gavilla de criminales violadores ladrones y antipatrias. Solo estoy segura que Menéndez solo fue un ‘Derechista nazi’ le faltaron huevos para dar la cara y decir, sí yo los tuve y maté”. El perdón imposible supeditado a una inverosímil aceptación por parte de los culpables. El –primer– final del escrito es críptico a pesar de lo directo de su lenguaje. Pareciera invocar ahora un costado de la dimensión bélica antes negada, trayendo al centro de su calumnia contra los militares una violación que no tiene como referente a los “derechos humanos”, figura ajena, por lo demás, a los términos de este testimonio, sino a una suerte de código marcial con el enemigo: dar la cara, entregar los cuerpos.
“20 de mayo de 2014. A partir de esta fecha trataré de recordar”. Veinticuatro años después de aquel contundente final, Pituca retomó la misma página que antes había dado por concluida. La caligrafía es fiel testigo del paso del tiempo: algo temblorosa, se la imagina pausada, a diferencia del torrente original que le hace contrapunto en la parte superior de la hoja. Quizás por esto, quizás por la inconmensurabilidad de la tragedia frente al resto de la vida, esta entrada se limita a la escritura de tres párrafos que narran las circunstancias que antecedieron a la muerte de su hija menor.
Yo no sabía que había decidido ayudar al pueblo de Cruz del Eje que se encontraban sin tener trabajo ni alimento para las familias muy pobres y demasiado numerosas. Con el gallego De La Sota y Oscar Gonzalez Viviana tuvo un encuentro el día 8-6-2000 y FUE MUY FUERTE la discusión. Se levantó el pueblo y toda esa jente decidió que ella los representaba como “Piquetera”.
Aquí también el registro acusa cierto desconocimiento, si bien lejano a una reprobación. Las comillas en piquetera encierran a un vocablo conocido, señalan su localismo, pero establecen también una distancia con eso que contienen. No es desinformada, mucho menos ideológica. Cifra, antes bien, el tipo de conexión que Pituca trabó con el pasado, ya no de su propia vida, sino otro más general, cruzado por acontecimientos de gran resonancia política nacional. Nos referimos al gesto de disociarse de ellos, en el sentido de no convertirlos en materia directa de su relato. Solo el lector externo reconoce en estas páginas a una “protagonista de la historia”, la noción es extraña al modo en que la autobiografía hace emerger el vínculo entre sujeto e historia; imbricados, al punto tal de desconocerse.
Hacia el final del texto, la escritura de la violencia política permite volver con nuevas preguntas a la interpretación del enunciado que se reitera en las primeras páginas: “…por eso quiero a los peronistas”. Adquiere, ahora, los tintes de una (auto)justificación, necesaria habida cuenta la cercanía del peronismo, así sea en sus variantes sin Perón, también en los momentos trágicos de su curso de vida.
Un material como el que transitamos hasta aquí podría sentar las bases para un abordaje concentrado especialmente en sus aristas textuales. Si bien no fue ese el camino escogido, el recorrido procuró no ser indiferente a los modos y formas en que la autobiografía articuló su relato. Se trata, en este caso, menos de un interés en sí, que de una vía accesoria al problema principal: pensar las lógicas y elecciones narrativas como prismas de una cultura de clase, imbuida, como cualquier otra, de aportaciones múltiples (Gribaudi, 1978; Portelli, 2014). El ejercicio parece, además, pertinente, desde el momento que se advierte una atención deliberada por parte de la autora a ciertos pormenores relacionados con la urdimbre de la trama. Apuntaremos, entonces, solo algunas consideraciones en este sentido, con la intención de continuar su exploración en próximas incursiones. Sería difícil y, por cierto, inexacto, subsumir el texto a los límites y posibilidades de un subgénero narrativo en particular. No solo porque una categorización como esa resultaría ajena a un tipo de escritura prescindente de tales clasificaciones, sino también porque en el propio texto conviven recursos y matices heterogéneos.
Leímos un comienzo regido por una suerte de imperativo ético del recuerdo, orientado decididamente a “salvar del olvido” a una comunidad de origen. Se concentra allí un planteo formulado en un lenguaje de fundamentos clasistas, que opone sin rodeos “gente marginada” y “todo aquel que tiene dinero y poder”, y que extiende esa dicotomía a escala planetaria. A esos fines el lenguaje ofrece su “poder redentor” (James, 2004: 262), y lo hace conjugando una primera persona del plural que habla en nombre de la “gente a la que no se le da el valor que tiene”. Es, pues, una escritura consciente de sí misma, en sus alcances y sobre todo en unas limitaciones que se saben compartidas: las de todos aquellos que, “a pesar de no ser analfabetos” –la aclaración es relevante, dibuja un límite concreto al interior de la clase– “no saben qué contestar” frente a la enunciación de ciertas palabras. Pronto ese nosotros deviene singular, en un movimiento que, sin embargo, aguarda algunos retornos.
Comienza entonces la narración de la historia de vida de Pituca, que camina al compás de una cronología de grandes trazos. Podría decirse que es el relato de una tragedia: no hay final feliz posible para el texto de una madre que tiene que incluir entre sus tópicos la desaparición y muerte de sus hijas. Sin embargo, el manuscrito no está organizado en función de ese desenlace, que tomaría por sorpresa a un lector no avisado. Avanza, antes bien, restituyendo la incertidumbre constitutiva de cada uno de los presentes evocados. Y el procedimiento, acaso sin buscarlo, devuelve un efecto de suspenso que transmite con natural determinación las vacilaciones propias de aquella vida, indiferente a cualquier teleología. Varios recursos narrativos abonan esta construcción: preguntas retóricas; expresiones que vuelcan en el texto esa sensación de indefensión y aumentan, así, su vivacidad (“todo para mí era novedad”; “tenía que pensar cómo seguir y qué hacer”); el uso reiterado de una segunda persona del plural que sacude el registro íntimo (“tendrán uds idea”; “crean o no”; “¿se dan cuenta…?”), gesto característico del lenguaje oral, que invita a pactar con el lector la veracidad del relato y sella a la autobiografía de Pituca dentro del “género contractual” al que, más allá de sus propósitos declarados, pertenece (Lejeune, 1994). En efecto, según Pituca afirmó cuando compartió su material, esas páginas no fueron escritas para ser leídas por otros, tampoco publicadas. Sí, en cambio, para adelantarse al previsible deterioro de su memoria. Es decir, fijar en el papel lo que interesa de la propia vida, para volver a ese soporte cuando sea necesario. Sin embargo, las marcas de escritura, la selección de episodios y una intención que se adivina a lo largo del escrito, nos lleva a dudar de esa función exclusivamente íntima, para pensarla en tensión con otro tipo de pretensión, ligada a la publicidad de una experiencia de clase, al deseo de legar un recuerdo a la posteridad.
Existe, por lo demás, una dimensión del texto que se acopla a ese registro y desborda la cronología. No es forzado decir que es una dimensión profundamente melodramática. Advertida por los análisis que convocaron a pensar el vínculo entre el melodrama y la cultura popular (Martín Barbero, 1991; James, 2004; Acha y Quiroga, 2012; Karush, 2013), la mirada sobre el manuscrito reconoció estructuras tributarias de un modo de articulación narrativa que es antes, o al mismo tiempo, un potente sedimento emotivo, una disposición imaginativa, una experiencia. Latente a lo largo del conjunto, emergió con nitidez cada vez que asomó algún episodio de la trama amorosa que, así como en la ficción, fue hilvanándose por entregas.
Sería fútil cotejarlo con las formas acabadas del género literario. Su melodramatismo es sui generis, porque sus asuntos no podrían obedecer más que a un fondo de experiencia singular. Deriva de un origen prohibido por la diferencia de edad. Contiene los entresijos propios del descubrimiento familiar accidental. Despierta, sobre todo, una emotividad exacerbada: “En ese trabajo la señora me aceptó y le permitía llegar a la puerta a Juan, que para mí era lo más grande que había, todo lo hacía y veía por sus ojos”; “Entré en una etapa de locura de amor tan hermosa que todos mis sufrimientos no me pesaban, era todo color de rosa”. Incluye cuerpo, sexo, el drama del embarazo no buscado y del desentendimiento paterno. Dibuja un dualismo irreductible, más allá del que separa a las trabajadoras domésticas de sus patrones: aquel que ubica a la protagonista de la historia en un plano de inferioridad simbólica respecto al ser amado, trabajador asalariado y líder sindical. Conlleva, finalmente, un sentido de justicia personal y orgullo de clase que termina por rematar esa historia amorosa:
Van pasando los años y Juan sigue viniendo una vez en cuando hasta que un día el flaco [ilegible] que todavía trabaja en el sindicato de la madera me confía que el padre de mis hijas se había casado con una viuda con hijos pero con mucha plata, eso me dio mucha fuerza y así lo saqué de mi vida.
No hay en esta historia signos del conformismo que suele endilgársele a las fórmulas culturales del melodrama, ni “reparación melodramática” (James, 2004) alguna, al menos no en un sentido positivo. Tampoco es claro que, como advirtió James para el caso de Doña María, el peronismo haya venido a ocupar ese rol en esta biografía. En cambio, parece lícito suponer que el manuscrito ha de leerse en una clave sustancialmente distinta a la del balance y ponderación de algún tipo de ascenso social o prosperidad material, registro frecuente en materiales análogos a este, sobre todo cuando contienen relatos de la inmigración ultramarina. Aquí, en cambio, el criollismo de Pituca se revela en una dimensión popular: su escritura restituye una cosmovisión en la cual prima cierta idea de honorabilidad ligada a la resiliencia, que conduce a desconfiar del estatus que otorga el dinero y afirmar, pese a todo, una valoración positiva de la propia vida.
Más acá de cualquier género textual, su escritura parece nutrida, entonces, de diferentes registros y lenguajes, singularmente hilvanados en un texto con factura propia, gran capacidad narrativa y una interacción dinámica entre influencias orales y escritas. Siguiendo las aproximaciones de Lyons (2016: 107), resulta atinado acercar nuestro manuscrito a un cúmulo universal de “escrituras ordinarias”:29 amalgama de géneros diversos que, en no pocas ocasiones, habilitó creaciones originales y altamente introspectivas.
El propósito de este trabajo consistió en sugerir un análisis posible para un documento autobiográfico personal, escrito por una mujer perteneciente a la clase trabajadora de Córdoba, que desarrolló su vida durante buena parte del siglo XX, y atravesó los grandes procesos políticos y sociales que lo configuraron. La propia naturaleza de ese material impuso la puesta en práctica de un triple ángulo analítico, atento, en su despliegue, a órdenes que conviven simultáneamente en su seno: el registro propiamente histórico de lo sucedido en el pasado evocado, la memoria que de ese tiempo construyó una de sus protagonistas y los modos en que ese relato se articuló mediante la palabra escrita por parte de una escribiente poco habitual.
Sospechando que podía derivarse de este manuscrito un interés eminentemente histórico, el esfuerzo estuvo orientado a sacarlo, tanto como fuera posible, de sí; reenviarlo a los planos, no siempre conscientes, pero siempre productivos, que debieron informar las prácticas que el documento narró: pautas de sociabilidad, estrategias de acción, representaciones, sentidos políticos y, en general, marcas asociadas a la triple condición –de clase, de etnia, de género– que comportó el hecho de dedicarse al servicio doméstico en la ciudad de Córdoba a mediados del siglo pasado. En esta clave, el manuscrito habilitó un acceso a cuestiones vinculadas con la subjetividad de una porción importante de la clase trabajadora en un contexto histórico específico. Dio, además, pistas claras de la relevancia que jugaron las interacciones mínimas en el derrotero de una trayectoria vital. Orientó, finalmente, acerca de cuáles fueron los contextos específicos que suscitaron la reelaboración de ideas, discursos y políticas que, desplegados a gran escala, encontraron una implantación concreta en la vida cotidiana. En este sentido, consideramos que la aproximación a esta autobiografía supuso un ejercicio metodológico valioso, capaz de aportar otra perspectiva –una que pone en su centro a la voz individual, como prisma para acercarnos a un grupo social– a los desarrollos que la historiografía viene realizando en áreas diversas como las de la historia de las mujeres trabajadoras, del servicio doméstico, de la sentimentalidad peronista o la cultura escrita de los sectores populares. Este subrayado recuerda una observación que anotara Loriga (2015 [1996]) a raíz del “problema biográfico”: de manera aparentemente inofensiva, escribió la autora, en la práctica histórica se intenta limitar, incluso corregir, los “elementos egoístas” de la biografía (p. 269). Reducidos a elementos ilustrativos, los documentos personales quedan entonces relegados para aprehender los actos sociales: “un poco de contexto, un poco de existencia individual, y otra capa de contexto”. Todos los reparos que estuvieron a nuestro alcance intentaron activarse frente a esa propensión, y la singularidad que comporta la vida de Pituca se impuso cada vez que atendimos a una palabra escrita que demandó, ante todo, voluntad de comprensión. En el intento por desentrañar el sentido de una voz particular por donde se la mire, emergió ese cúmulo de elementos invisibles para el discurso de los procesos: sentimientos, ideas, expectativas y, fundamentalmente, un lenguaje, tributario de todas las marcas materiales que lo configuraron, pero posibilitado para hacer con ellas algo más que una mera reproducción.
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1 Agradezco a mis compañeros y compañeras de los proyectos de investigación “Problemas de historia de la cultura y las ideas en Argentina: configuraciones, circulaciones y equilibrios culturales entre los siglos XIX y XX” (Instituto de Antropología de Córdoba) y “Prácticas de clasificación y legitimación en la configuración de las identidades peronistas, 1945-1989” (Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”) por la lectura atenta de una versión de este trabajo y los comentarios sugeridos. Así también a los miembros del comité editor y evaluadores anónimos del Boletín por las sugerencias recibidas.
2 Una exhaustiva reconstrucción crítica del panorama historiográfico local vinculado al mundo del trabajo desde la perspectiva de la historia social y cultural se lee en Scheinkman (2018), para la primera mitad del siglo XX en Buenos Aires. También Acha (2015), concentrado en los años del primer peronismo, delineó apuntes sugerentes para una agenda por venir en esta clave.
3 En 1972, el Centro Universitario de Política Social, dependiente de la Universidad Nacional de Córdoba, publicó el Diagnóstico Social del Noroeste de la Provincia de Córdoba. Consistió en una profusa investigación empírica dirigida por el sociólogo Adolfo Critto durante los años sesenta, en la que se desglosan las múltiples variables intervinientes en la configuración de lo que el autor llamó la “zona deprimida” socialmente de Córdoba.
4 El manuscrito de Pituca se integra a su vez en una serie universal compuesta por autobiografías de trabajadoras domésticas. Un análisis sobre estos materiales puede leerse en Negrete Peña (2019). A diferencia de nuestra fuente, se trata de textos que han sido editados y publicados, ya sea como resultado de alguna compilación, o bien porque sus autoras ganaron luego alguna notoriedad militante o literaria. Las memorias de Powell (2014 [1968]) constituyen un buen ejemplo del último caso.
5 El presente ejercicio se inscribe en una investigación mayor, en el marco de la cual se han realizado hasta el momento 30 entrevistas orales a trabajadores que desempeñaron sus oficios en esos años, con el objetivo de componer un cuadro relativo a las formas de vida y experiencias culturales protagonizadas por distintos sectores obreros que habitaron la ciudad de Córdoba en el período mencionado. Además de la que aquí se analiza, se recopilaron también otras autobiografías y escritos, que serán analizadas en próximas oportunidades. Las entrevistas a Pituca fueron realizadas en el año 2022, en su vivienda del barrio Villa El Libertador. Fue hacia el final del primero de esos encuentros cuando me hizo entrega del manuscrito que ahora recuperamos.
6 Nos referimos, fundamentalmente, a las contribuciones de la microhistoria italiana, muy especialmente a los trabajos de Ginzburg. Reflexiones teóricas y metodológicas en torno al problema pueden leerse además en Revel (2015 [1996]), Rosental (2015 [1996]), Gribaudi (2015 [1996]), Loriga (2015 [1996]).
7 Las primeras 17 páginas corresponden al mismo impulso de escritura. Si bien la fecha no está explícitamente consignada, puede inferirse por la referencia a la edad (58) con la que Pituca da comienzo al escrito. La última página, en cambio, tiene fecha precisa (20 de mayo de 2014) y fue añadida para escribir sobre acontecimientos que tuvieron lugar a comienzos de los dosmil, como se verá más adelante.
8 Es relevante tener en cuenta que el servicio doméstico ocupó durante buena parte del siglo el primer lugar dentro del mercado de trabajo femenino de la ciudad de Córdoba. Así lo informaron los censos de 1947 y 1970 (Portelli, 2020; Noguera, 2019).
9 La llamada “historia desde abajo” puede asociarse rápidamente con dos tradiciones historiográficas de peso, como fueron los Annales y el marxismo británico. Lyons (2016: 36) refiere a una “nueva historia desde abajo” para extender su alcance a perspectivas más individualizadoras y sensibles a las voces de la gente común, marcando una diferencia respecto a los enfoques anteriores, preocupados por la serialización y el activismo colectivo, respectivamente.
10 Todas las citas, de ahora en más, pertenecen a la autobiografía manuscrita referida, a excepción de unas pocas que corresponden a entrevistas orales y cuya referencia se consigna en nota al pie. En sus versiones extensas se mantuvieron los errores ortográficos y otras marcas de escritura.
11 Por motivos de espacio no hemos podido incluir aquí un desarrollo referido a los aportes teóricos y metodológicos proporcionados por un conjunto fundamental de antecedentes referidos a la práctica de la escritura en las clases trabajadoras. Véase, entre otros: Shubert (1990); Petrucci (2000); Fabre (2008); Rancière (2010); Artières (2019).
12 “La musarana, serpiente amenazada por mitos, leyendas y costumbres”, Página/12, 19 de septiembre de 2021.
13 “Pituca”, entrevista realizada en el año 2021.
14 “Pituca”, entrevista realizada en el año 2021.
15 En efecto, la colocación de niñas provenientes del interior provincial o nacional en el servicio doméstico constituyó una práctica extendida durante buena parte del siglo XX, e incluso en ocasiones mediada judicialmente. Gentili (2018) analizó las narrativas judiciales referidas al servicio doméstico de niñas y jóvenes de Córdoba durante los años sesenta y, a través de ellas, la experiencia específica de aquella fracción de infancia integrada muy tempranamente al mundo del trabajo y/o las instituciones de guarda. Para la ciudad de Buenos Aires y en un período anterior, el trabajo de Allemandi (2017) supone una referencia fundamental.
16 “Pituca”, entrevista realizada en el año 2021.
17 Canevaro (2020) exploró, para la Buenos Aires contemporánea, este carácter dual del trabajo doméstico, hecho de afecto y desigualdad, proximidad física y distancia social. El concepto de “ambigüedad afectiva” le valió para ponderar los resquicios en donde se despliegan negociaciones cotidianas en las que la jerarquía social puede ser “cuestionada, ridiculizada y hasta ensuciada” (p. 19).
18 Di Corleto (2018: 204) demostró cómo, ya en el siglo XX, la ausencia de lineamientos jurídicos claros referidos a los abusos sexuales hacia trabajadoras domésticas por parte de sus patrones obedecía a costumbres y concepciones arraigadas que vinculaban a este trabajo con la prostitución.
19 “Pituca”, entrevista realizada en el año 2022.
20 Si es cierto que el advenimiento del peronismo aportó implicancias novedosas a esta asociación, se trata de un nexo que posee una historia independiente de aquel fenómeno político. Di Corleto (2018) analizó el proceso de construcción de la criminalidad femenina, con especial acento en su asociación al mundo del servicio doméstico, en los semanarios porteños de fines del siglo XIX y principios del XX.
21 Entre otros, Isabella Cosse (2006) analizó detalladamente este tipo de dinámicas asociadas al orden familiar, particularmente en relación con las personas cuyas vidas desentonaban con los mandatos sociales y las imágenes modélicas, durante el período iniciado por el peronismo.
22 Los libros de entradas y salidas de la Cárcel del Buen Pastor correspondientes a los años cincuenta registran que la inmensa mayoría de las reclusas declaran dedicarse al servicio doméstico. Archivo Penitenciario. Penitenciaría de Bower. Ciudad de Córdoba.
23 Fue esta misma declaración de eterna lealtad peronista la que dio lugar a una suerte de aclaración que Pituca manifestó tempranamente: su compromiso, político y emocional, con el peronismo histórico no implicaba que simpatizara con sus representantes actuales, ni con los que le sobrevinieron a Juan Domingo Perón.
24 El Hogar Escuela General Juan Perón fue construido en la ciudad de Córdoba a principios de la década de 1950, en las inmediaciones de los terrenos que conformaban la ciudad universitaria. Tras el golpe de Estado de 1955, fue expropiado y pasó a manos del Gobierno Provincial. En los años siguientes se estableció allí el Instituto Pablo Pizzurno, denominación que utiliza Pituca en el manuscrito (Pussetto, 2021).
25 Las menciones de Pituca a las instituciones (religiosas y estatales) encargadas del cuidado de los niños de madres pobres y solteras pueden leerse en paralelo a las transformaciones que en torno a esos años estaban teniendo lugar en el llamado campo asistencial: del depósito de la hija en una institución caritativa, al reconocimiento de su condición por parte del Estado. Entre otras cosas, el deslizamiento supuso transformaciones en los tonos y contenidos de los pedidos realizados por las madres. Véase Leo (2021).
26 “Pituca”, entrevista realizada en el año 2022.
27 El hecho se investiga en el libro Todo lo que el poder odia, del periodista Alexis Oliva (2019).
28 Juana del Carmen militaba en el Partido Revolucionario de los Trabajadores-Ejército Revolucionario del Pueblo (PRT-ERP). Fue secuestrada el 15 de mayo de 1976. Puede leerse su ficha memorial en el sitio del Archivo Provincial de la Memoria de Córdoba: https://apm.gov.ar/presentes/detalle/32 (visitado por última vez el 5/12/24).
29 La denominación “escrituras ordinarias” refiere, antes que a lo que sucede en esos textos, al bajo estatus social de sus autores (Lyons, 2016).