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Notas y debates

Comentario a El país indiviso de Roxana Boixadós y Judith Farberman

Romina Zamora

Instituto Superior de Estudios Sociales, Universidad Nacional de Tucumán-CONICET, Argentina.
Correo electrónico: romina.zamora@conicet.gov.ar.

Fecha de recepción: 30 de julio de 2023
Fecha de aceptación: 15 de diciembre de 2023

Resumen

La siguiente contribución ofrece un análisis sobre la obra El país indiviso. Poblamiento, conflictos por la tierra y mestizajes en Los Llanos de La Rioja durante la Colonia, publicada en 2021, por Roxana Boixadós y Judith Farberman, que presenta un estudio sobre la configuración de la región de Los Llanos de La Rioja durante la Colonia y un análisis de las dinámicas geográficas y sociales en torno a los conflictos por las tierras.

Palabras clave: Los Llanos, campos comunes, La Rioja, siglo XVIII.

Commentary on El país indiviso by Roxana Boixadós and Judith Farberman 

Abstract

The following contribution offers an analysis of the book El país indiviso. Poblamiento, conflictos por la tierra y mestizajes en Los Llanos de La Rioja durante la Colonia, published in 2021, by Roxana Boixadós and Judith Farberman, which presents a study on the configuration of the Los Llanos de La Rioja region during the Colony and an analysis of the geographical and social dynamics around land conflicts.

Keywords: Los Llanos, common fields, La Rioja, 18th century.

Desde hace años, Judith Farberman y Roxana Boixadós apuestan por entregarnos estudios microhistóricos sobre actores, destacados o no, de diferentes espacios de la colonial Gobernación del Tucumán. Como bien sabemos, la microhistoria no significa solamente una opción por el cambio de escala, sino un cambio de lentes para mirar. Eso nos permite acercarnos de manera diferente y más apegada a las fuentes locales, a algunos procesos que han sido descriptos de manera general por la antigua historiografía nacional, o sobre los que tradicionalmente ha pesado un marco teórico e interpretativo que ha terminado siendo distorsivo y unificador de las particularidades locales y regionales de las provincias. Esto ha sido así por mucho tiempo, al punto que no eran consideradas válidas o pertinentes algunas preguntas que demostraban que las soluciones que se habían encontrado en Buenos Aires y su campaña para algunos problemas, no eran un modelo que pudiera extenderse para interpretar las realidades de otras regiones, o que ni siquiera era un modelo, sino solamente una de las respuestas posibles dentro de un amplio abanico de posibilidades.

En esta obra, las autoras proponen una excelente aproximación a la historia de Los Llanos, en la jurisdicción de La Rioja, con dos metodologías, en apariencia antagónicas: la microhistoria y la larga duración. Su disparador es una pregunta desde el siglo XX: en un estudio del CFI de la década del 60, en Los Llanos todavía aparecían “tierras indivisas” y “campos comunes”. Llama la atención esa particularidad en las formas de propiedad en un territorio que, durante el siglo XIX, había sido escenario de las principales resistencias y levantamientos caudillistas, especialmente detrás de la figura del Chacho Peñaloza. Farberman y Boixadós proponen que esas realidades pueden ser explicadas en el pasado colonial de la región y no sólo a partir del nacimiento decimonónico y liberal de nuestro país. De hecho, desde el título, El país indiviso, se interpela la idea de corte histórico y se apuesta por una continuidad. Continuidad que sólo ha sido ocultada por la necesidad de los historiadores iuspublicistas de dotar al Estado de respuestas históricas para todos los problemas contemporáneos, negando nuestro pasado colonial. Esto es así no sólo para La Rioja, sino para todas las historias locales y regionales, donde se identifican con mayor facilidad algunas continuidades y usos preconstitucionales y propios de la cultura de antiguo régimen, más que formas modernas de relación política, social y económica.

Como las mismas autoras reconocen, en este libro lograron una pintura a la vez más profunda y abarcativa de la sociedad llanista del setecientos, que se deja interrogar por su futuro de montoneras y caudillos, pero también por el problema centenario sobre el uso, el dominio, la posesión y finalmente, la propiedad de la tierra.

Lógica oeconomica: poblamiento de las estancias y posesión indivisa

Desde los primeros capítulos, las autoras nos llaman la atención sobre tres fenómenos sociales del siglo XVIII, de notable trascendencia: en primer lugar, la duplicación de la población llanista en menos de treinta años, a fines del siglo XVIII. En segundo lugar, que la cuarta parte de esa población figuraba en el censo en la categoría de agregada. Finalmente, el especial protagonismo brindado a modestos soldados que, luego de cumplir sus servicios en el Chaco, habían conseguido pequeños retazos de tierra para criar ganado o sembrar alguna cosa que permitiese el sostenimiento de sus familias.

En este punto queremos llamar la atención sobre algo que destacan las autoras: que esos soldados, forasteros, indios fugados, población mestiza, negros fugados o libertos, esa población variopinta que repobló Los Llanos en el último tramo del setecientos no tuvo más remedio que “agregarse” en tierras ajenas.

Esto nos lleva a preguntarnos sobre los mecanismos de obtención de dominio útil sobre la tierra en los territorios hispanoamericanos coloniales. En esta forma compleja de compresión del dominio sobre la tierra, en la que el rey tenía el dominio inmanente y una persona podía conseguir el dominio útil, ya sea por merced, o por cesión mediante la herencia o la compra, sólo los beneméritos podían obtener, sin objeciones, el privilegio del dominio. Persistían, eso sí, las más variadas y complejas formas de posesión, reconocidas y validadas por el rey desde antiguo, ya que eran más viejas que la autoridad real. Estas podían ser compartidas, de uso comunal, de acuerdos inter pares, de dominio señorial y todas las combinaciones posibles de posesión mueble e inmueble sobre las que se podía normativizar en un derecho casuístico (v.g.: si un hombre posee una oveja y otro el pasto del que se alimenta, ¿de quién es la lana que se esquila?). Dentro de esa misma lógica del ius commune, los usos y costumbres del lugar podían ser determinantes de efectos jurídicos, por lo que los saberes normativos sobre lo correcto y lo incorrecto, sobre lo punible y lo permitido, podían ser tan variados como los lugares mismos.

En las posesiones españolas en América, la situación del dominio de la tierra sumó algunos elementos determinantes, entre los que podríamos destacar por lo menos tres en los primeros siglos: la bula de donación de Alejandro IV, con la que la totalidad de América pasó a pertenecer a los reyes de Castilla; el usufructo comunal de la tierra y las riquezas naturales por parte de los pueblos indígenas; y las prácticas de los españoles conquistadores y primeros pobladores avecindados en las ciudades hispanoamericanas, que creaban sus propios usos sobre la propiedad de la tierra y el trabajo indígena. Durante el siglo XVIII, se pueden observar nuevos fenómenos que tuvieron que ver con la recuperación demográfica mestiza y la multiplicación de personas y familias trashumantes, que necesitaban de lugares físicos donde vivir y mantenerse, aunque fuera por temporadas.

Los señores de la tierra, quienes habían conseguido grandes o medianas extensiones de terreno en la campaña, podían poseerlas ya sea por merced real (que podía cederse por herencia o venta pero no enajenarse) o por composición, que fue el mecanismo promovido por Felipe II desde 1591, para normalizar el uso del terreno y poder disponer de las tierras vacas, pero que terminó siendo un fenomenal mecanismo de apropiación, por parte de los españoles, de tierras que antaño habían sido de uso indígena.

Una estancia española consistía en una porción de terreno que había sido concedida en merced o reconocida por composición a un padre de alguna de las familias principales de la comunidad política de una ciudad. Como la tierra valía en tanto tuviera brazos que la trabajasen, el mecanismo más recurrente para conseguir mano de obra estable fue atraer a indios separados de sus comunidades, que en la zona andina eran llamados yanaconas de españoles y, posteriormente, a cualquier persona que quisiera asentarse con su familia. Estos agregados a la tierra de un señor eran llamados también arrimados en Buenos Aires o huasipungos en Ecuador. Tenían la tenencia precaria de un retazo, donde podían construir su vivienda y sembrar maíz, trigo o granjerías, e incluso tener algún animal de chacra. Como contrapartida, debían trabajar en las actividades de la estancia y, a veces, aportar también parte de su cosecha. Esas actividades principales solían estar relacionadas con la ganadería: marca, pastoreo, arriería, curtiembre y utilización del cebo para producir velas y jabones. Algunos agregados, especialmente mujeres, eran llevadas a las casas grandes como domésticas.

Una hipótesis interesante que desarrollan las autoras es que, en el contexto llanisto, el término indio perdió su capacidad jurídica vinculante, para convertirse en una categoría genérica que clasificaba a las personas libres de baja calidad social y que generalmente se instalaban como agregados, en condiciones de dependencia. Esta situación de desprotección jurídica se dio en el contexto de disminución de la población nativa, paralelamente a los procesos concomitantes de migraciones y mestizajes, que hizo que nadie tuviera claro qué gente era cada quien. Cada vez más, la referencia de identidad fue la referencia a la pertenencia a tal o cual estancia en la que eran agregados, y donde podían aprovechar los recursos de agua y tierras.

Las autoras señalan que la aguada principal era el corazón de la estancia y a su alrededor se levantaban las viviendas –unos ranchos de quincha algo más precarios que las casas urbanas de “ordinaria fábrica”–, los rastrojos de maíz cercados de tuna, unos pocos frutales y viñedos, un par de corrales de piedra o palo a pique. También las represas o aljibes –ya presentes en documentos tempranos– se disponían cerca de las habitaciones para almacenar el agua de lluvia en años de escasez. Más lejos, la estancia se prolongaba en una red de puestos habilitados por las diferentes aguadas del terreno.

Ahora bien, así como el concepto de propiedad resulta anacrónico en este contexto, también lo resulta el arrendamiento como sinónimo de alquiler o de trabajo asalariado, ya que el terreno recibido era considerado en términos de gracia más que de contrato, en tanto con respecto a las labores, incluso cuando se recibiera alguna remuneración por alguna tarea, el trabajo era concebido como servicio y la paga como retribución en términos antidorales antiguos más que modernos de contrato. La antigua mentalidad que se ponía en práctica no es la idea contemporánea de ocupación territorial sino el antiguo principio oeconomico de relación de autoridad.

En una sociedad corporativa como la colonial de antiguo régimen, no existía la idea de individuo como sujeto de derecho, sino que cada persona tenía que pertenecer a alguna corporación, como el pueblo de indios o la ciudad española. Aún más, la primera corporación que la cosmovisión jurídico-religiosa de antiguo régimen establecía era la familia, que daba cobijo, protección, lugar social y apellido. Todos los miembros de la casa, aunque no estuvieran unidos por lazos de consanguinidad, como el caso de los criados, los dependientes y los esclavos, eran conocidos con el mismo apellido de la familia principal.

Este principio aristotélico de la oeconomica (dominio de la familia), complementario a la ética (dominio de sí) y a la política (dominio de la ciudad), otorgó su lógica al poblamiento de la campaña, ya que, para la gente del común, significaba un espacio donde vivir, en tanto para los señores poseedores de estancias, en la medida en que tuvieran más dependientes domésticos, mayor era su prestigio social, imprescindible para alcanzar un lugar político, mientras que solamente quien supiera bien regir su casa podía bien regir la ciudad.

Entonces, dentro de una lógica señorial y de antiguo régimen, de posesión y dominio útil de la tierra, se daba una relación bidireccional entre los poseedores y los agregados. Los primeros necesitaban del trabajo de los segundos y éstos, de la protección de aquellos, en términos de cesión de la tenencia precaria de la tierra y de guarecerlos frente a las justicias, en caso de que se tratase de indios fugados de encomienda, para evitar el pago del tributo. En el caso de los negros fugados, algunas veces podían agregarse a una estancia alegando una condición de liberto o la calidad de mulato, situación frente a la que los señores, necesitados de manos de obra, no solían indagar demasiado. Lo que las autoras llaman como el amulatamiento de la población llanista podía equivaler a una cruza biológica real o a un lugar social más o menos indeterminado. Precisamente, a través de reconstrucciones microbiográficas de soldados y colonos, las autoras han procurado recuperar los diferentes contextos de inclusión y exclusión, relativos a las necesidades sociales de participación de una economía regional en crecimiento, en confrontación con la posibilidad de aprovechar los recursos naturales. En este juego de escalas descubren toda su complejidad el proceso de mestizaje y las formas de observarlo, revelando la combinación de variables como el fenotipo y la vestimenta, la condición social y económica, la calidad de los vecinos y su origen de nacimiento, tanto como el prejuicio de los empadronadores.

Los estancieros también trasladaban indios de encomienda a sus tierras, ya sea individuados o reasentando toda una comunidad, lo que era una situación penada por las leyes reales pero tolerada por las autoridades locales. Para ello, más o menos de la misma manera que se hacía en toda la América hispánica, se solían utilizar malocas de indios amigos para doblegar a los no domesticados, mediante ataques y traslados. Estas prácticas fueron desestructuradoras para la vida comunitaria de las poblaciones indígenas, no sólo en las comunidades y encomiendas de indios sino en los pequeños poblados llanistos, articulándose con la apropiación de mano de obra y tierras de encomienda, vaciadas de esta manera.

Las autoras pudieron advertir diferencias al interior del territorio observado, ya que, para los sectores norte y centro oeste de la región, más que para el resto, predominaron los traslados, el despoblamiento y los desplazamientos internos. Un ejemplo son los guarismos registrados en la visita de Luján de Vargas en 1693, quien encontró que del centenar de personas registradas en 1623 en el pueblo de Puluchán se había reducido a tres tributarios con familia, residentes todos desde hacía años en la chacra de su encomendero en la ciudad de La Rioja.

También la gente del común, que no tenía acceso a mercedes o a compra de terrenos, se asentaba en las estancias como parte de una lógica de supervivencia. El común era un grupo mayoritario y variopinto que incluía peninsulares pobres y población mestizada de todos los colores, conocidos genéricamente como pardos, que podían ser llamados también mulatos, más raramente mestizos y, en contextos urbanizados, más frecuentemente como plebe. No hay que olvidar que entre el 80 y el 90% de la población colonial vivía en la campaña. En el siglo XVIII, los nuevos colonos de diferentes orígenes y pertenencias de calidad fueron los encargados de transformar el paisaje y de generar una nueva forma de nombrar las marcas del terreno. Este descubrimiento es otra virtud de la tarea de observación minuciosa a microescala en la longue durée, realizada por Farberman y Boixadós: se trata de un proceso complejo, que comenzó con la fijación –tanto oral como en soporte escrito– de los topónimos en lenguas nativas, los que constituyeron las primeras referencias de ubicación y relación espacial, pero que luego fueron mutando hacia la utilización de nombres hispanizados. Fueron estos lugares, junto con los espacios que pertenecieron a las antiguas reducciones, los primeros en ser reconocidos y por tanto reclamados en las mercedes de tierra.

El mayor poblamiento regional de la segunda mitad del siglo XVIII es revelador del dinamismo productivo de la región y su inserción en una escala mayor de intercambios. Mientras que a principios del siglo XVIII la región apenas si abastecía a la pequeña ciudad de La Rioja, hacia 1780 ya integraba los circuitos más amplios de cría y comercio que unían el norte argentino con los mercados mineros chilenos.

Hay que remarcar que Los Llanos participaban de ese circuito mercantil, caracterizado por el escaso control fiscal, lo que equivalía a un registro sesgado de sus características. Las autoras destacan que este circuito estaba dominado por pequeños productores y comerciantes, como los pequeños pastores, los poseedores de unas pocas decenas o unidades.

Farberman y Boixadós nos llaman la atención sobre lo que se ha llamado zona de intervalo, es decir, terrenos ocupados por una población no principal, en este caso, los soldados y sus familias, que podían proveer su fuerza de trabajo de manera temporal en estancias, haciendas, trajines, comunidades o ciudades y que compartían el uso del terreno y de los recursos naturales, especialmente los pastos y el agua, de manera indivisa. Lo que ellas llaman la travesía, lejos de constituir una barrera natural de asilamiento –como sería considerada tiempo después– debió ser un espacio de tránsito, recorrido con asiduidad durante siglos.

Otro elemento altamente significativo, descubierto para Los Llanos por Farberman y Boixadós, es la existencia de una geografía sin pueblos, lo que significaba que, por un lado, las marcas en el paisaje estaban signadas por la gran cantidad de capillas más que por ciudades o pueblos. En segundo lugar, eso era significativo de las distancias entre las estancias y los centros urbanos de autoridad, lo que hacía que la presencia de agentes de gobierno sea muy escasa, en tanto las estancias funcionaban como auténticos archipiélagos de gobierno. De allí la posibilidad de utilizar los recursos de manera colectiva, bajo un tipo particular de orden y concierto, mientras se mantuvo la misma lógica de gobierno de antiguo régimen, de base doméstica –oeconomica–.

Las familias agregadas a las estancias –indios, soldados, mulatos, peninsulares desclasados– también hacían un uso común de los recursos de la estancia, como las familias de la ciudad hacían con los ejidos, a partir de lo que podríamos preguntarnos si ello no era la generalidad en vez de pensarlo como la excepción.

Lógica económica: actividad ganadera, acceso a los recursos naturales y propiedad individual

Desde fines del siglo XVIII y especialmente en el siglo XIX, las autoras descubren el aumento de un tipo particular de conflictividad social: los pleitos por tierras. Si bien es una generalidad para la América andina, los pleitos iniciados por comunidades para compelir al rey al reintegro de terrenos apropiados por españoles, en Los Llanos estos conflictos tuvieron la característica de ser protagonizados por familias, de diversas calidades y con diferentes pesos sociales, en torno a la titularidad de la propiedad indivisa.

Recordemos que la propiedad privada, como idea, como posibilidad y como situación perfecta asociada al individuo, precisaba que la tierra dejase de ser pensada como necesidad de supervivencia de un grupo parental, para considerarse un bien de capital individual. Requiere de mensuras, de la actuación de agrimensores en vez de la vista de ojos de un comisionado y necesita de un Estado y una oficina de registros que normatice e institucionalice la propiedad. Lo notable, en este contexto, es la pervivencia de una matriz corporativa de defensa del terreno, por sobre las actuaciones a partir de derechos individuales.

Las autoras bien remarcan que la continuidad de algunos términos de antiguo régimen en el período liberal de construcción del Estado, como los llamados “campos comunes” o “estancias indivisas” podían representar una larga continuidad en Los Llanos; pero sus significados habían mutado, en tanto debe tenerse en cuenta sus condiciones de formación y sus mutaciones entre la colonia y el siglo XX. Estos cambios de significado no son otra cosa que el nacimiento del concepto de propiedad.

Aun así, la antigua representación corporativa familiar, o como las llaman Farberman y Boixadós, las incipientes comunidades de parientes, procuraron garantizar el control de tierras y agua para desarrollar sus emprendimientos ganaderos. Las decisiones de algunos jefes de familia –que ellas pudieron reconocer y seguir en sus trayectorias vitales– les permitieron entrever la relación entre estrategia de posesión y recursos naturales limitados, en tanto que se trató de una respuesta adaptativa a la falta de agua y la situación de frontera, y su probada persistencia en el tiempo muestra que cada generación se ocupó de sostenerla. No fueron sino los tasadores de tierras de fines del siglo XVIII quienes reconocieron esta forma de posesión indiferenciada y de aprovechamiento colectivo como “comunidad de campos”.

Los otorgamientos de mercedes y las compras no siempre solían ser de terrenos colindantes, lo que generó la dispersión de terrenos sobre los que se tenían derechos. Ese fenómeno fue común a todo el mundo occidental de antiguo régimen. La unidad de pertenencia no estaba dada por un espacio unificado común sino por el parentesco, la alianza y la dependencia, tal como acertadamente observan las autoras.

Una de las principales hipótesis en torno a las que se organiza el libro es que la sociedad llanista se compuso también por soldados pobres, que arribaron en el siglo XVIII después de las campañas al Calchaquí y al Chaco. Ellos, por una parte, exigían mercedes de tierra por su participación en la defensa efectiva del reino. Por otra parte, con su sola presencia libre, interpelaban el orden y la preeminencia de las familias principales, quienes nunca los consideraron como pares –ni siquiera como españoles– a pesar de los intentos de los soldados de lograrlo por diversas vías de validación. Eran hombres que compartían un pasado miliciano, orígenes humildes y probablemente la condición de indígenas o mestizos, proles numerosas y porvenir incierto. La mayoría de ellos se instaló en Los Llanos, con títulos provisorios o sin ellos, para dedicarse a la ganadería a muy baja escala y al cultivo de subsistencia.

Por su parte, algunos de los “señores” de la cúpula llanista, como los llaman las autoras, bien pudieron ser los capitanes de estos soldados, quizás los que consiguieron para ellos las mercedes, acreditando sus servicios. En cambio, desde mediados del siglo XVIII y hasta principios del XIX, otros personajes poderosos –riojanos algunos, puntanos o mendocinos otros– recalaron en Los Llanos con intereses comerciales concretos. Su objetivo era aprovechar la coyuntura de la acotada “expansión ganadera” promovida por la demanda chilena y para ello denunciaron y compraron aguadas supuestamente vacantes.

Este libro de Farberman y Boixadós es una excelente obra microhistórica, madurada a lo largo de años. Con él, las autoras interpelan a la historiografía a poner en diálogo diversas teorías que puedan dar explicaciones a los hechos reconstruidos de las fuentes primarias, como la historia de las mujeres, las aproximaciones oeconomicas, los nuevos estudios de arqueología etnohistórica y de historia de la formación de la propiedad, así como con las corrientes de historia crítica del derecho preconstitucional.

Hay que resaltar la importancia de las mujeres contrayentes, que llevaban terrenos como dotes o como herencia al casamiento, y eran parte constituyente de la comunidad doméstica que construía la posesión sobre los terrenos, muchas veces dispersos, sobre los que no perdían la titularidad.

Frente a ellos, grupos de arrendatarios identificados como “pobres de Jesuchristo” reclamaban sus derechos ancestrales a la tierra, mantenidas con su “sudor y trabajo”. Ambas expresiones eran fórmulas usadas con frecuencia en los litigios, para oponer dos situaciones sociales: en primer lugar, los “pobres de jesuchristo” era la gente del común que sólo tenía amparo en Dios y en los defensores de pobres, en tanto las familias principales venidas a menos eran considerados “pobres de solemnidad” y tenían el derecho de ser auxiliados por el Cabildo. La idea de mantener la tierra con “sudor y trabajo” se contraponía a la situación de poseedores asentistas, quienes las más de las veces no contaban con el aval de un otorgamiento en mercedes, pero sí de la protección por parte de las autoridades locales, para el reconocimiento de su dominio.

Otra hipótesis estructurante del libro es que la propiedad indivisa no fue un resultado “natural” de la merced colonial; en tanto en la conformación de la propiedad indivisa llanista confluyeron diversos factores que se influían recíprocamente: determinantes ecoambientales y técnicos, procesos de repoblamiento, valorización de tierras en conjunción con la expansión de la ganadería así como la actualización de disposiciones legales que ordenaban la revalidación de los títulos otorgados con posterioridad a 1700. Las autoras proponen que el campo comunero resultó ser la estructura agraria típica del poblamiento pionero de los “soldados” una vez que la frontera agraria quedó –al menos por varias décadas– clausurada.

Una segunda hipótesis apunta a precisar cronológicamente el origen de los campos comuneros, a partir de 1730. Aun así, sobre ellos pesaba una espada de Damocles ineludible, ya que la indivisión no conseguía evitar la disgregación del patrimonio ni la desigualdad entre los comuneros. La tensión entre el dominio colectivo o individual y entre bienes comunes y derechos colectivos, no sólo respondían a lógicas de subsistencia, sino que hacían patente la confrontación entre clases sociales y entre modelos filosóficos –de antiguo régimen y corporativos vs. liberales e individuales–, que la complejización de las lealtades y las turbulencias políticas caudillistas riojanas pudieron extremar.

En rigor, en la segunda mitad del siglo XIX prácticamente no había estancias de las costas que no fueran también llamados campos comunes, que fue una forma de resolver la tenencia precaria de los agregados a la tierra, sin entrar en conflicto con la nueva idea de propiedad.

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