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Notas y debates

Respuestas a los comentarios sobre El país indiviso

Roxana Boixadós

Universidad de Buenos Aires. Universidad Nacional de Quilmes. CONICET, Argentina.
Correo electrónico: roxboixados@gmail.com.

Judith Farberman

Universidad Nacional de Quilmes. Universidad de Buenos Aires. CONICET, Argentina.
Correo electrónico: jfarberman@gmail.com.

Fecha de recepción: 20 de noviembre de 2023
Fecha de aceptación: 15 de diciembre de 2023

Resumen

Planteamos aquí algunas de las reflexiones que nos suscitaron los comentarios de Romina Zamora, Florencia Guzmán y Diego Escolar sobre El país indiviso. Poblamiento, conflictos por la tierra y mestizajes en Los Llanos de La Rioja durante la colonia (Buenos Aires, Prometeo Libros, 2021), de nuestra autoría. Nos centramos en tres problemáticas fundamentales, que son también las recuperadas por los comentaristas: las clasificaciones socioétnicas, la configuración de “campos comunes” de propiedad indivisa y las proyecciones de esta investigación colonial hacia el siglo XIX.

Palabras clave: clasificaciones, campos comunes, La Rioja, caudillismo.

Response to comments on El país indiviso 

Abstract

We present here some considerations that arose from the comments of Romina Zamora, Florencia Guzmán, and Diego Escolar on El país indiviso. Poblamiento, conflictos por la tierra y mestizajes en Los Llanos de La Rioja durante la colonia, of our authorship. We focus on three fundamental issues, which are also highlighted by the commentators: socioethnic classifications, the configuration of ‘common fields’ of undivided property, and the projections of this colonial research into the 19th century.

Keywords: classifications, commonfields, La Rioja, caudillismo.

Cuando en 2009 escribimos nuestra primera ponencia sobre Los Llanos coloniales, no podíamos imaginar cuán lejos iba a llevarnos la aventura. Iniciábamos la investigación con un propósito modesto: desentrañar la rica nomenclatura socioétnica ofrecida por un padrón eclesiástico tardocolonial y procesar sus datos. Sin embargo, a poco de andar, descubrimos que las clasificaciones eran un punto de llegada y no de partida, que resultaban de un proceso que reclamaba su explicación. Así fue que la propuesta original quedó temporalmente relegada a la del estudio del poblamiento de la región –su ritmo, sus protagonistas, las formas de asentamiento a que daba lugar– a lo largo del siglo XVIII.

Si en esta primera etapa las fuentes censales configuraron nuestro corpus principal, un conjunto de solicitudes de merced y de pleitos judiciales por tierras vinieron a imponerse años después para completar el puzzle. Leímos estos materiales como el “final anunciado” que le tocaba a una frontera abierta por poco tiempo, una frontera que abandonaba su situación marginal para convertirse en una de las zonas económicas de cría más importantes del interior argentino. Sin embargo, fue recién cuando Raúl Fradkin nos invitó a escribir un libro que reuniera los diferentes artículos que llevábamos publicados sobre Los Llanos coloniales que la proyección de nuestra investigación hacia el siglo XIX –y aún el XX– reorientó nuestras ideas iniciales.

Para entonces, Los hijos de Facundo de Ariel de la Fuente (2007) y Por travesías y oasis (2000) de Gabriela Olivera se habían vuelto textos imprescindibles con los cuales dialogar, en particular, sobre la cuestión de los campos comunes que, para los períodos estudiados por aquellos autores, se encontraban ya muy dispersos entre múltiples poseedores de derechos y acciones. Entre lecturas y búsquedas de archivo, en largos intercambios y en el contraste con la historiografía de los siglos XIX y XX, El país indiviso fue encontrando sus piezas y reescribiéndose, volviéndose un proyecto de más largo aliento, capaz de integrar las tres problemáticas cruzadas que nuestros colegas, desde diferentes perspectivas, han reconocido en sus comentarios: mestizajes y clasificaciones, campos comunes y proyecciones decimonónicas de conflictos agrarios en ciernes. Tres problemáticas atravesadas por un peculiar y acelerado proceso de poblamiento –muy dependiente de la instalación en escuetos oasis– que, a nuestro juicio, contribuyen a entender mejor el escenario futuro de las montoneras. Tres problemáticas encaradas a partir de una mirada que alternara diversas escalas de análisis, como nuestros comentaristas también han advertido. Será, por tanto, sobre estos carriles que ha de transitar esta réplica. Las autoras agradecen a Romina, Florencia y Diego por sus lecturas atentas, así como por la posibilidad que nos ofrecen –varios años después de concluida la escritura del libro– de desandar nuestros caminos. También se reconocen deudoras del Boletín del Ravignani que ha provisto el espacio para este intercambio.

Mestizajes y clasificaciones

¿Es El país indiviso un libro sobre los mestizajes o sobre las clasificaciones socioétnicas coloniales? En buena medida, los comentarios de Diego y de Florencia se articulan sobre esta pregunta. Empecemos por el de Diego, autor de un libro escrito en simultaneidad con el nuestro y que, al igual que Los hijos de Facundo, dialoga muy bien con él: Los indios montoneros (2021). Estos tres libros, más allá de la diversidad de sus preocupaciones, enfoques y coordenadas temporales solo parcialmente coincidentes, componen a nuestro juicio un sistema. Los Llanos, Famatina, Guanacache y otros oasis cuyanos comparten, en efecto, un ambiente similar y un pasado de montoneras, aunque también ostenten diferencias en sus estructuras sociales, étnicas y agrarias, diferencias que bien pueden fundarse en sus historias coloniales hasta hace poco mal conocidas.

Si El país indiviso es un libro de historia colonial que se proyecta hacia el siglo XIX, Los indios montoneros recorre el camino inverso. El punto de partida está en el presente y es para explicarlo que Escolar va hacia atrás, incluyendo una cuidada investigación histórica sobre los pueblos de indios de Guanacache y Valle Fértil. Nuestro autor nos muestra que, como parte de la política borbónica de fundación de pueblos y villas, incluso los otrora fantasmagóricos huarpes habían tenido su reducción en el siglo XVIII. Estas políticas oficiales reforzaron los derechos a tierras de los tributarios: algunos de los papeles coloniales que resultaron de aquellas prácticas forman parte todavía hoy del “archivo huarpe” que los informantes compartieron con Diego.

Las reducciones indígenas proporcionaban a una parte de sus moradores –la parte supuestamente “legítima”– un status jurídico incuestionable: el de “indio tributario”. Bien sabemos que la adscripción a un pueblo de indios comportaba una obligación fiscal, pero tenía como contrapartida el derecho al usufructo de tierras comunales, no enajenables mientras fueran habitadas y cultivadas. Sin embargo, la historia indígena de Los Llanos quizás fuera más traumática –si cabe– que la de otras regiones. De hecho, antes de internarse en el proceso de poblamiento dieciochesco que puede seguirse a través de los padrones, El país indiviso se ocupa de un momento anterior, del que quedan pocas huellas documentales. Es el momento del dramático “vaciamiento” indígena, previo aún al del proceso de reducciones, propiciado por los repartos iniciales ordenados desde diversas jurisdicciones fronterizas y agudizado por las malocas, huidas y nuevos desplazamientos dispuestos por los encomenderos riojanos. De hecho, las tres reducciones registradas en el padrón de 1767 –de las que solo sobrevive Olta en 1795– difieren bastante de las creadas bajo las directrices borbónicas o revitalizadas por ellas. Los padrones y otras fuentes coinciden en que, a fines de la colonia, los pueblos de indios de Los Llanos eran apenas los restos de una política fracasada.1

Habida cuenta de la irrelevancia demográfica y material de las reducciones llanistas, cabe preguntarse quiénes eran los “indios” detectados por el censista de 1767. A nuestro entender, así fueron percibidos mayoritariamente quienes no calificaban de “españoles” y ameritaban alguna etiqueta (de hecho, el censista de 1767 las omite con llamativa frecuencia). En otras palabras, encontramos cierta inercia clasificatoria, que no deja de contrastar con estas reducciones indígenas en las que los “agregados” ya eran más numerosos que los tributarios. Hacia 1795, la desaparición de las reducciones se había casi completado, los “indios” detectados por el censista don Sebastián Cándido carecían de pueblo y, en buena proporción, estaban “agregados” en casa ajena. Presumimos, por otra parte, una historia reciente de migración de estos sujetos llegados demasiado tarde para instalarse de manera autónoma en las aguadas.2 En suma, tendríamos aquí la situación inversa a la planteada en Los indios montoneros: no solo presenciamos el final del pueblo de indios como estructura sino que la misma categoría de “indio” remite en nuestra región a una condición que ya no es étnica ni jurídica, sino social y expresa, en buena medida, una relación de dependencia de sujetos y familias desprovistas de anclajes comunitarios.

Es que, volviendo a la pregunta inicial, el nuestro es más un estudio sobre las clasificaciones –y los usos que, según el contexto, se hicieron de ellas– que sobre la condición socioétnica de los sujetos, a menudo inaccesible. Por la misma naturaleza de sus fuentes, se ocupa en mayor medida de las identificaciones –rótulos impuestos o asumidos–, que de las identidades. Y es justamente por ese motivo que elegimos priorizar las categorías que surgen de los padrones –y que entendemos “nativas”– y que las entrecomillamos. Por cierto, nuestro primer interés fue discutir con la demografía histórica que asumía –ingenuamente, a nuestro parecer– las etiquetas de los censos como “realidades”. El caso llanista suponía un desafío porque estas categorías –dada la inexistencia de pueblos de indios y de encomiendas, y el casi nulo peso de la esclavitud– no se recostaban sobre clasificaciones jurídicas. Seguramente el fenotipo contaba –“su mismo rostro y pelo lo acusan”, dijo un Alcalde de Hermandad de un tal Roldán al que buscaba “degradar” a la condición de “indio”–, pero rara vez disponemos de testimonios tan elocuentes como el mencionado.

Por otra parte, las aparentemente más rigurosas clasificaciones de 1795, como advierte en su lectura Florencia Guzmán, eran también un modo de procesar y ordenar un “mundo en constante movimiento” que crecía velozmente (al punto de duplicarse en tres décadas). A principios del siglo, la región había sido un contexto muy a propósito para “reinventarse” y poner en juego autorreconocimientos que acompañaban trayectorias hacia la “promoción” social. Los soldados, devenidos en nuevos vecinos o pobladores, también aspiraban a dejar atrás las máculas de una ascendencia mixturada en pos de identificarse con la calidad de su progenitor mejor posicionado, una tendencia comprobada en las investigaciones de nuestra comentarista (Guzmán, 2010). Es aquí donde las autoclasificaciones podían resultar recursos “estratégicos”, como lo entendió Enrique Zárate en 1767. Este sujeto, habitante de la reducción de Olta, a cuyas tierras tenía derecho por parte materna, se negó a ser empadronado como “indio” para asumir la condición de “español”, aunque ello le valiera una multa importante, la expulsión del pueblo con su familia y ganados y, a futuro (1795), la pobreza de sus descendientes –quienes además fueron clasificados como “mestizos” y “mulatos”–. No obstante, si el derrotero de los Zárate representa la asociación entre pobreza, desclasamiento social y “mestizaje”, el de los Quintero muestra que la combinación podía ser más variada: incluso el empadronamiento de uno de ellos –dueño de 3.000 cabezas de ganado en el campo común de Colosacán– como “mestizo” en 1795. En suma, nuestras fuentes no reflejan el “mestizaje” en sí; proveen, en cambio, categorías –algunas más arraigadas, otras en desplazamiento– que expresan los diversos modos de ver y de valorar los procesos de mixtura biológica, cultural y social por parte de los actores de la colonia llanista.

Detrás de las clasificaciones hay un clasificador y Florencia se detuvo en el más agudo de todos ellos: don Sebastián Cándido Sotomayor. Este ilustrado sacerdote, no solo produjo el status animarum de 1795 que vertebra El país indiviso; también nos dejó una estupenda descripción del curato y, a lo largo de más de 20 años, llevó los libros parroquiales desde la sede de Tama. En todas las tareas que acometió, se reveló obsesivo y detallista, aunque sus criterios clasificatorios variaron y se complementaron según cada contexto.

Florencia incluye en su comentario la carta del obispo San Alberto que advertía a los párrocos sobre el correcto cumplimiento de las tareas de registro. Aunque seguramente no solo a don Sebastián Cándido le tocara soportar el sermón, acaso fuera él uno de los pocos que, al menos en su status animarum, se ajustara con dedicación extrema a lo solicitado.3 En este sentido, el padrón de 1795 puede leerse como un verdadero estudio de la calidad de la población llanista, que encuentra su expresión en una nomenclatura socioétnica de lógica impecable. El informe de 1805 es, por su misma finalidad, más impresionista y se estructura a partir de criterios alternativos: el sacerdote divide a la población por líneas de riqueza –que mide en cabezas de ganado, señalando por nombre y apellido a los sujetos de mayor fortuna– o bien a partir de criterios más culturales que étnicos (“españoles”, en el sentido de “gente de razón”, vs. “gente natural o de bajo de nacimiento”).

¿Qué ocurre con los registros parroquiales? En efecto, como afirma Florencia, y como era bastante común, no surgen de estos registros clasificaciones socioétnicas, aunque don Sebastián Cándido anote de manera más sistemática los datos de legitimidad de bautizados, padres, contrayentes y testigos.4 Sin embargo, la prolijidad de las actas contrasta con la confusión del tipo de libro: “españoles” y “naturales” conviven en los mismos cuadernos, lo que no era tan habitual. ¿A qué podría deberse este “descuido”, incongruente con el resto del corpus? Va una conjetura: mientras en su status animarum don Sebastián Cándido “pintaba su aldea” (o, mejor, su curato), aplicando en cada pincelada su experiencia pastoral y sus memorias familiares (ya que sus antepasados maternos eran llanistos), los libros no dejaban de ser la obra de varias manos anotando en diferentes momentos. En buena parte de los registros, don Sebastián Cándido se limitó a volcar información recogida por otros (sus tenientes, los feligreses que bautizaban en casos de emergencia o los matrimonios celebrados en las vice parroquias).5

El país indiviso

Elegimos el título del libro –El país indiviso– inspiradas por la lectura de la Vida del Chacho de Sarmiento. Aunque, como señaló Diego Escolar, la impresionista descripción del paisaje, del despliegue de estructuras económicas y sociales desde el período colonial hasta el siglo XIX sobre territorios asediados por la sequía corresponde al valle de Calingasta y su entorno (en la provincia de San Juan), la caracterización alcanzaba en los mismos términos a Los Llanos riojanos. Como es sabido, el autor se proponía dar cuenta de la base social y económica de sus pobladores, partidarios de Peñaloza, en su abierto desafío a las disposiciones del Estado nacional.6

Sarmiento describió un enorme “país […] estéril i mal poblado” que excedía las fronteras provinciales. Un candente “semillero de pleitos” dominado por “tierras indivisas”, cuyos habitantes “semibárbaros” no dudaban en seguir a sus “capitanejos”. Quizá no fuera casual que eligiera identificar ese tipo de relación con el apellido Tello, muy extendido en aquel país: fue justamente la historia de aquella familia, fundada por un soldado y migrante en Los Llanos a comienzos del siglo XVIII, la que nos guio –desde otro lugar– hacia los formación de los campos comunes. En efecto, este pionero había comprado tierras en las que fundó dos estancias –Chepes y Ulapes–, en las que asentó a su descendencia habida en dos matrimonios. Para un mejor aprovechamiento de sus recursos (una orientada a la cría de ganado, con mejores pasturas y agua; otra más agreste, con pequeños espacios creados para la labranza), Tello dispuso que las estancias no se repartieran y permanecieran “indivisas”. Estas prácticas caracterizaron la gestión de muchas otras estancias durante generaciones. Entendemos que se trató de una respuesta adaptativa a las condiciones ecológicas llanistas, en busca de preservar el acceso a las aguadas y a las pasturas, que para muchos fue la base de su proyección como ganaderos exitosos. No en vano la litigiosidad de la segunda mitad del XVIII puso en juego antiguos derechos de ocupación, mercedes fragmentadas y vendidas, títulos renovados en los que ojos de agua, ríos y vertientes estuvieron en el centro de las contiendas.

Los comentarios de Romina Zamora se orientan a relacionar esa estructura de “comunidad de campos” con las relaciones sociales que caracterizan la lógica oeconomica, tema de su profunda investigación volcada en Casa poblada y buen gobierno… (2017), que aborda la configuración de una sociedad vecina y contemporánea a la nuestra: la jurisdicción de San Miguel de Tucumán en el siglo XVIII. Desde la perspectiva de la nueva historia social del derecho, el modelo de la “casa poblada” remite a formas antiguas de dominación que caracterizan las relaciones de servidumbre en las que un “señor” tenía la potestad –consagrada por una cultura jurídica– de regir las vidas de quienes vivían bajo su dominio, su “casa” (parientes, allegados y sirvientes). Esta noción, sobre la que nos explayamos en el libro por tratarse de una de las principales categorías que ordenan el registro de 1795, sintetiza particulares relaciones verticales y de dependencia entre quienes las presiden, habilitados por derechos de acceso o propiedad de la tierra, y aquellos que aportaban su trabajo.

Donde nosotras reconocimos las redes de parentesco y la búsqueda de complementariedad económica a partir de alianzas y reciprocidades, Romina propone la casa poblada con su extensión de dominios y derechos sobre varias estancias o campos comunes. Su estructura jerárquica y su lógica oeconomica evocan también los modos en que, según entendimos, se configuró la rivalidad entre don Nicolás Peñaloza y don Esteban Vera Bustamante, quienes se disputaron –en términos concretos y también simbólicos– quién tenía más poder –y legitimidad– para disponer de la gente de servicio, peones y agregados residentes en Malanzán. Parientes políticos y compartes en el mismo campo común, sus conflictivas relaciones –en intenso crescendo hacia finales del XVIII– pusieron a prueba la lealtad de familiares, vecinos, socios y dependientes, tal como sus presentaciones ante la justicia nos dejaron comprobar.

También la agregaduría queda bajo la lupa de Romina. Los agregados –sujetos de origen humilde, algunos migrantes recientes o antiguos poseedores despojados de sus tierras, parientes pobres o huérfanos acogidos bajo la protección y autoridad de un pater familiae– tienen presencia más que significativa en Los Llanos. En 1795, don Sebastián Cándido registró como tales a un cuarto de la población: no conocemos ninguna otra jurisdicción del interior argentino en la que las relaciones de dependencia se hallaran tan difundidas. Interpretamos este fenómeno como resultado del cierre de la frontera agraria: los “agregados” bien podían ser los últimos en llegar a un escenario progresivamente saturado, que había tocado sus límites para sustentar a la variopinta vecindad que había alojado. Por otra parte, no cabe duda de que la significativa presencia de “agregados” dice mucho sobre las expectativas económicas cifradas en la región y sobre la atracción generada en sectores “desenganchados” de las estructuras corporativas.7

Sin embargo, como se profundizará más adelante, cabe recordar que los pioneros pobladores de Los Llanos en el temprano XVIII habían intentado capitalizar la experiencia de la relativa autonomía –devenida de su incierta ubicación en el orden corporativo colonial–, para así dejar de “experimentar voluntades ajenas”, como lo expresara el soldado Barrionuevo, flamante poseedor de una merced. Muchas de las estancias creadas entonces tuvieron como base pequeñas comunidades de parientes, asociaciones de familias de humilde condición que se mantuvieron recurriendo a la reciprocidad y a la cooperación.8 En otros casos, como el ya citado de los Tello, el jefe de familia logró a través de su grupo de parentesco extender en simultáneo redes de derechos sobre distintos espacios llanistos –una estrategia que Gabriela Olivera ya había advertido–. La misma noción de campo común o “comunidad de campos” evoca la pertenencia de numerosos socios en cada estancia, signando la necesidad de gestionar conjuntamente sus recursos, tanto como de acordar cualquier medida que afectara a los intereses colectivos. En diferentes tipos de documentación encontramos los indicios de un “comunalismo” sostenido por prácticas asociadas a compartir o administrar el agua, el acceso a las pasturas y a los pasos entre estancias, y la aprobación requerida de todos los compartes cuando alguno de ellos quería vender sus derechos de herencia, a próximos o foráneos. Estas estructuras seguramente fueron decisivas en un espacio sin pueblos (con la solitaria excepción de Tama, cabeza de parroquia) y aseguraron una suerte de autogobierno.

Ya se anticipó que nuestra investigación muestra la emergencia de micro procesos de jerarquización al interior de estas comunidades: el reconocimiento de un “principal poseedor” que con el paso del tiempo fue concentrando derechos de varios parientes o compartes, y también, la representación que solía recaer en el mejor instruido o experimentado para hacer valer en la justicia la voz de muchos, en particular cuando la corona los obligó a sanear las titulaciones de tierras y pagar las tasas. A la vez, reconocimos las tensiones entre “derechosos” en las estancias más pobladas y prósperas (como Malanzán) que frenaron las pretensiones del abuelo del Chacho de ampliar los límites de su nueva estancia (Atiles) a expensas de aquélla. Tanto en los pleitos judiciales como en otras fuentes subsidiarias que abordamos en nuestro libro –en especial en los capítulos 4 y 5– se advierten las contradicciones entre las fuerzas que cohesionan a la “comunidad” de compartes frente a peligros o enemigos en común, y aquellas que anunciaban el ejercicio de poderes personificados, coexistiendo ambos en la dinámica de formación del país indiviso llanisto. Incluso la autoridad de don Nicolás Peñaloza fue desafiada por su propio hijo quien contra su voluntad y bajo proceso de disenso, contrajo matrimonio con una pariente pobre y de moral cuestionada.

La investigación minuciosa –y a muy pequeña escala– sobre las estancias, tierras indivisas y campos comunes (nociones semejantes pero no idénticas, cuyos sentidos y alcances en cada contexto desarrollamos en el libro) nos revelaron la variedad de sus devenires, las claves de su formación y los modos en que parientes, compartes y dependientes –en sentido horizontal y vertical– forjaron sus relaciones entre sí y con la tierra, creando tramas complejas de experiencias históricas en el largo plazo. Sabemos de su persistencia como estructura agraria dominante en la región en los siglos XIX y XX; de hecho, un informe oficial (Consejo Federal de Inversiones 1964) nos aportó datos para remontar continuidades entre algunos de estos campos comunes, aún vigentes en esa fecha, y los formados en la colonia o el siglo XIX.

Por otro lado, comprobamos que las tierras indivisas no fueron exclusivas de Los Llanos, e investigaciones recientes van apreciando su peso en otras regiones de La Rioja, en Catamarca, en Santiago del Estero y aún en Tucumán (Farberman, 2019). Sin embargo, creemos que solo para Los Llanos ha sido posible fechar y comprender su génesis, así como entender las razones de la indivisión que, contraviniendo las leyes de la herencia distributiva, resultó una práctica ajustada tanto al aprovechamiento económico de los recursos como a una dinámica en la que prevalecían acuerdos internos, no plasmados en títulos ni en registros oficiales.

¿Los abuelos del Chacho? Sedimentos coloniales en procesos decimonónicos

Sostiene Diego Escolar que El país indiviso “enmascarado en el período tardo colonial, se proyecta para interpelar la larga historia de la nación”. Romina Zamora, por su parte, identifica como disparador del libro “una pregunta desde el siglo XX” que remite a la vigencia de los campos comunes, mientras que Florencia Guzmán se refiere a las “milicias montoneras” coloniales. Por cierto, estas lecturas nos honran al situar nuestra historia en una duración más larga. Sin embargo, reiteramos que la proyección decimonónica del trabajo fue construyéndose a lo largo del mismo proceso de lectura y escritura. En rigor, los tópicos de la historiografía del siglo XIX –el caudillismo, la relación clientelar, la militarización– apenas si aparecen en el libro de manera indirecta, esbozados en trazo grueso. Quizás sean las dos cuestiones que mejor dialogan con el futuro país de las montoneras: por un lado, el ya comentado papel de los soldados en el poblamiento pionero (y en el proceso de despojo de algunos de sus descendientes) y, por el otro, por la trama –a la vez jerárquica y comunal– de la propiedad indivisa.

Una hipótesis central de nuestro trabajo es que en Los Llanos existió un poblamiento pionero del que los soldados –término cuasi sinónimo de pobre y de mestizo– fueron protagonistas. Poblarse y “formar derecho”, dejar de vagar y agregarse a otra “casa”, pudo habilitar una verdadera recreación de los orígenes sociales, como lo demuestran las trayectorias de los Ruarte, los Barrionuevo, los Tello, los Flores o los Roldán. Recibir o comprar una merced, fundar una estancia (y aún más, una capilla en ella) conseguía también abrirle la puerta a una hispanidad construida sobre las fatigas militares.

Es sabido que las cada vez más frecuentes entradas punitivas al Chaco habilitaron un nuevo ciclo de reparto de encomiendas, con la emergencia de feudatarios de pocas “piezas” (mayoritariamente mujeres y niños) (Rosas, 2018). La región de Los Llanos mostraría en la primera mitad del Setecientos otra cara de aquel proceso: la habilitación de nuevos poseedores que, a menudo avalados por sus jefes milicianos, venían a instalarse en extensiones apartadas y áridas, acaso salpicadas por escuetas aguadas. En otras palabras, la trama miliciana venía a colaborar con el poblamiento y el relativo ascenso de actores más que humildes (que por cierto no eran los únicos, pero sí los más novedosos).

Pero este ciclo tocaría su fin y los derechos adquiridos se mostrarían a menudo precarios. La “foto” que entrega don Sebastián Cándido en 1795 –con sus numerosos agregados y la alta participación de supuestos afromestizos– expone nuevas redes de dependencia y subordinación, resultantes del cierre de la frontera agraria. Dos factores cruciales jugaban en la configuración de este escenario: las condiciones ecoambientales –con la saturación de las aguadas de las costas, las únicas accesibles hasta entonces– y el ascenso de Los Llanos en el conjunto regional (Palomeque, 2006). Una lluvia de denuncias, la atracción de advenedizos y la codicia de algunos vecinos más arraigados culminaron en ásperas –y en algún caso prolongadas– disputas por la tierra. También cristalizaron en los primeros intentos por colonizar más allá de las costas.

Es precisamente en estos conflictos –particularmente numerosos en la segunda mitad del siglo XVIII– que vemos a los más desprotegidos entre los descendientes de los “soldados poseedores” solicitar la protección de un personaje fuerte. Así lo hicieron quienes se autodenominaron “Pobres de Jesucristo”, antiguos poseedores que un aguerrido y pertinaz pleitista –don Josep Antonio Mercado– había convertido en sus agregados y arrendatarios. Mercado extendía los límites de su merced de Nacate al infinito, abarcando a las tierras de los soldados, pero también a las de la merced de Tuani, perteneciente al clan quizás más poderoso que viera el curato en tiempos coloniales: el de los Pereyra y Peñaloza. Y allí fueron los “Pobres de Jesucristo” a buscar amparo –el yerno de Pereyra defendió los intereses de grandes y pequeños–. Aunque el conflicto es muy largo y desconocemos la sentencia final, siguiendo a Fradkin, podríamos identificar en la búsqueda de los “Pobres de Jesucristo” un caso de “clientelismo desde abajo”. Lo que no suena tan diferente a la trama de la montonera federal que describe Ariel de la Fuente (2007), con sus paisanos a la búsqueda de un protector, de un caudillo, ya mucho menos rico que sus ancestros. Por supuesto que, hacia la segunda mitad del siglo XIX, mucha agua ha corrido bajo el puente y el lenguaje religioso –el disponible en la colonia– había sido reemplazado por otro más propiamente político.9

Por cierto, los mismos campos comunes, como ya lo había insinuado Ariel de la Fuente en Los hijos de Facundo y lo advierten nuestros colegas lectores, favorecían las tramas clientelares: he aquí la segunda línea de análisis, anticipo de un futuro más sombrío. A fines de la colonia, presumimos que los agregados –al igual que en otras regiones– entregaban una renta en trabajo a los dueños de las estancias y los identificamos actuando como testigos en varios pleitos judiciales declarando a su favor. Además, y como parte de una costumbre acendrada, acompañaban a sus jefes milicianos en las entradas al Chaco, donde los “servían” en diversos menesteres. Estas condiciones seguramente se extremaron más tarde, aunque Ariel de la Fuente ya no encuentre en su corpus documental el término “agregado”. Es presumible una mayor tensión en torno a los recursos –en particular, el agua– y es segura una dispersión aún mayor que en la colonia de los derechos y acciones sobre tierras –para quienes disponían de ellas en múltiples mercedes o estancias. Una fragmentación extrema, en otras palabras, no visible aún en el período que abraza nuestro libro. Como ha demostrado Ariel de la Fuente, los caudillos llanistos –mayores y menores– demostraron probada capacidad para reunir en torno de ellos a gentes necesitadas de asistencia y protección aunque, como parte de la reciprocidad, los incentivos materiales jugaran un papel preponderante en la fidelidad de los “gauchos”. La identidad política federal, más estable entre los campesinos que entre las élites, se fue plasmando en cada ida y vuelta, y las experiencias anteriores debieron dejar sus sedimentos en ella.

En suma, nuestro libro no se ocupa del siglo XIX pero, creemos, ayuda a pensar cómo fueron construyéndose relaciones sociales particulares que entonces adquirieron una dimensión política. Ariel de la Fuente comparaba Famatina y Los Llanos y encontraba cierta armonía en las relaciones sociales entre gauchos y caudillos llanistos. Entendemos que esa armonía, si De la Fuente está en lo cierto, fue el resultado de un proceso de aplanamiento de jerarquías que, en el siglo anterior, resultaban mucho más ostensibles. La litigiosidad agraria no estuvo ausente en Los Llanos del XVIII y los campos comunes en ciernes no expresaban relaciones igualitarias hacia fines de la colonia. La combinatoria de dinámicas demográficas, económicas, ambientales e institucionales había vuelto más tirante y complejo el mundo que los pioneros habían conocido a comienzos del Setecientos.

Bibliografía

»Boixadós, R. (2012). Dilemas y discursos sobre la continuidad de los pueblos de indios de la jurisdicción de La Rioja bajo las reformas borbónicas. Mundo agrario, 13(25).

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»Consejo Federal de Inversiones (1964). Estudio sobre las mercedes de Los Llanos de La Rioja (Inédito). Biblioteca del Consejo Federal de Inversiones Dr. Manuel Belgrano.

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»Guzmán, F. (2010). Los claroscuros del mestizaje. Negros, indios y castas en la Catamarca colonial. Córdoba: Encuentro Grupo Editor.

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»Fradkin, R. (2006). La historia de una montonera. Buenos Aires: Siglo XXI.

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»Rosas, M.L. (2018). Las guerras coloniales en el Tucumán: Un análisis sobre el inicio de las campañas punitivas al Chaco a fines del siglo XVII. Editorial de la Universidad Nacional de Luján.

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1 Por cierto, existieron fallidas propuestas de reestructuración de los pueblos en toda la jurisdicción riojana, entre ellas la de nuclear a los tributarios llanistos dispersos en una única reducción en el valle de Famatina (Boixadós, 2012 y 2016). Las tierras de los pueblos casi deshabitados, como Colosacán y Atiles, fueron sacadas a remate y composición para beneficio de la real hacienda y de quienes pudieron con ellas ampliar sus emprendimientos ganaderos.

2 Los pueblos de indios llanistos fueron desestructurados sin que sepamos de ninguna resistencia posterior a los escarmientos recibidos por participar en la rebelión diaguito calchaquí (1630-1643).

3 De hecho, una de las razones por la que elegimos el padrón de Los Llanos fue por la sistematicidad de sus clasificaciones y el carácter exhaustivo de la nomenclatura.

4 Sotomayor terminó reuniendo sus registros de matrimonio en un único libro que incluía los celebrados en las viceparroquias. Aunque en la portada está tachado el término “natural”, el contraste con el status animarum deja en claro que la mayoría de los contrayentes eran de “baja calidad” (tal como observa Florencia Guzmán en su comentario). Por cierto, y sobre todo con posterioridad a 1795, el registro de “dones” y “doñas” se hace más frecuente y distingue a los padres de los novios y a ciertos testigos, más que a los contrayentes mismos. Puede que se tratara de un gesto de reconocimiento hacia los pobladores más antiguos de la región. Las mismas observaciones valen para el caso de los bautismos, salvando que aquí se llevaron dos libros: de “naturales” y “españoles”.

5 Los libros parroquiales de don Sebastián Cándido ameritan una investigación que dejamos pendiente. Fernando Gómez, a quien agradecemos la información brindada, se encuentra actualmente en esta tarea.

6 Por eso, luego de caracterizar la amplia región se preguntaba: “¿Cómo se esplicaria sin estos antecedentes la especial i espontánea parte que en el levantamiento del Chacho tomaron no solo los llanos i los pueblos de la Rioja, sino los laguneros de Guanacache, los habitantes de Mogna i Valle Fértil, i todos los habitantes de San Juan diseminados en el desierto que se estiende al este i norte de la ciudad, i hasta el pie de las montañas por la parte del sur con el Flaco de los Berros, que tanto dio que hacer?” (Sarmiento, 2014: 68).

7 Nos hemos ocupado de los agregados en los pueblos de indios registrados en los padrones del siglo XVIII de la jurisdicción; por lo general se trataba de soldados –”mestizos”– casados con mujeres de la comunidad y exentos del pago de tributo, una situación que cambiaría hacia fines de siglo cuando las políticas borbónicas extendieron la contribución a todos sus pobladores, recategorizándolos como “originarios” y “forasteros”.

8 Son los casos de Chelcos, Santa Lucía, Chimenea y Toro Muerto, analizados en el capítulo 5. Sus pobladores fueron clasificados mayoritariamente como “mestizos” y “mulatos”.

9 Ariel de la Fuente y Raúl Fradkin figuran entre los autores que han renovado las lecturas sobre los vínculos entre liderazgos políticos y estructura agraria. De la Fuente (2007) analizó la emergencia del liderazgo de Chacho Peñaloza desde Los Llanos y en comparación con la región de Famatina. Este nieto del personaje que nosotros seguimos ya era mucho pero mucho más pobre que su antecesor y si lograba movilizar era a partir de tramas horizontales, ayudado por un condimento que los historiadores tememos analizar y que el autor recupera: el carisma. También en Historia de una montonera, Raúl Fradkin (2006) analiza la construcción de un liderazgo político a partir de recursos alternativos, aunque en la década de 1820. Para entonces, bajo la experiencia rivadaviana, viejas costumbres tradicionales en torno a los derechos de propiedad son puestas en cuestión y provocan resistencias campesinas en Buenos Aires. Cipriano Benítez no era propietario: su gente se encontraba unida a él a través de lazos de parentesco, de amistad, de compadrazgo, que se activaban políticamente en una coyuntura conflictiva. A esto se refiere el autor cuando habla de “clientelismo desde abajo”, Benítez no tiene recursos materiales que repartir, ni el control de un territorio. Tiene amigos, parientes, vecinos con los que ha construido vínculos en su vida cotidiana.