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Notas y debates

Comentario sobre el libro de Sergio Serulnikov, El poder del disenso. Cultura política urbana y crisis del gobierno español. Chuquisaca, 1777-1809

Marcela Ternavasio

Instituto de Estudios Críticos en Humanidades. Universidad Nacional de Rosario/CONICET, Argentina.
Correo electrónico: marcelaternavasio@gmail.com.

Fecha de recepción: 15 de noviembre de 2023
Fecha de aceptación: 29 de diciembre de 2023

Resumen

A partir del libro de Sergio Serulnikov, El poder del disenso. Cultura política urbana y crisis del gobierno español. Chuquisaca, 1777-1809 (Buenos Aires, Prometeo, 2022), el texto reflexiona sobre sus principales aportes y contribuciones a la disciplina histórica para el período tardocolonial y comienzos del siglo XIX. Los comentarios se enfocan en tres aspectos fundamentales. El primero es de carácter teórico y atañe a la siempre renovada discusión acerca de la naturaleza y motor del cambio histórico; el segundo es metodológico y gira en torno al vínculo trazado entre el registro de la acción y el de los discursos; el tercero, de orden historiográfico, refiere al papel de la condición colonial y de la crisis de 1808 en los procesos revolucionarios hispanoamericanos.

Palabras clave: Acción política, reformismo colonial, disenso, revoluciones hispánicas.

Comments on Sergio Serulnikov’s book, El poder del disenso. Cultura política urbana y crisis del gobierno español. Chuquisaca, 1777-1809 

Abstract

From Sergio Serulnikov’s book, El poder del disenso. Cultura política urbana y crisis del gobierno español. Chuquisaca, 1777-1809 (Buenos Aires, Prometeo, 2022), the text reflects on its main contributions to the historical field for the late colonial period and the beginning of the 19th century. The comments focus on three fundamental aspects. The first one, of theoretical character, concerns the always renewed discussion about the nature and driving force of historical change; the second is methodological and revolves around the link drawn between the record of action and that of speeches; the third, of a historiographical order, refers to the role of the colonial condition and the crisis of 1808 in the Spanish American revolutionary processes.

Keywords: Political action, colonial reformism, dissent, Hispanic revolutions.

El poder del disenso es un gran título para el gran libro que Sergio Serulnikov publicó en la colección Historia Argentina de editorial Prometeo. En esas palabras se condensa la propuesta teórica y a la vez historiográfica que supone abordar la política a partir de aquello que define su propia naturaleza: el conflicto. El territorio en el que se despliegan sus tramas es la ciudad de Chuquisaca, en el arco temporal que se extiende desde la creación del Virreinato del Río de la Plata, con capital en Buenos Aires, hasta los conflictivos acontecimientos ocurridos un año después de las renuncias de los Borbones en Bayona.

Al comenzar el primer capítulo, el autor afirma que “Chuquisaca ocupó un sitio político de excepción en la sociedad alto peruana” (p. 43). ¿Qué rasgos la distinguieron dentro del modelo clásico de ciudad barroca latinoamericana? Su vida urbana, marcada por ser sede de la audiencia, el arzobispado y la universidad, exhibir la división binaria entre el patriciado y los grupos plebeyos, y asimilar los modelos señoriales de la vida cortesana, presentó un rasgo peculiar: su condición de ciudad letrada, con la protagónica presencia de universitarios y leguleyos, a la que también contribuyó la creación de la Real Academia Carolina como centro de formación y práctica forense. Y otro atributo, no menos relevante para comprender la activa vida pública que involucró a los diversos segmentos sociales que convivían en el casco urbano, fue la atenuada segregación espacial que registra respecto de otras ciudades coloniales. En el área donde estaban emplazadas las instituciones centrales del poder local –catedral, cabildo, universidad y audiencia– coexistían patricios, abogados, estudiantes, comerciantes, y un amplio sector intermedio en cuya cúspide se ubicaban los artesanos agrupados en gremios de oficios.

La particular fisonomía de ese “sitio político de excepción” constituye el principal escenario en el que se desarrolla la obra. En este sentido, la metáfora teatral se ajusta muy bien a la estructura y dinámica que organiza la estrategia narrativa del libro. El guión recrea los ambientes en que intervienen y se entrelazan los actores de las sucesivas escenas, configurando gradualmente el argumento; a saber, cómo se fue construyendo una cultura política del disenso. En ese guión, donde los conflictos ocupan el centro de la trama, el autor va adelantando –casi siempre– sus futuros desenlaces, sin que estos adelantos le hagan perder al espectador/lector la expectativa acerca de cómo ocurrieron los hechos. A esta notable puesta en escena contribuye, sin duda, la reducción de la escala de análisis. Chuquisaca es el espacio donde se desarrolla el drama. Pero ese recorte –propio de las dramaturgias clasicistas– convive con múltiples espacios escénicos. Las áreas rurales circundantes, las ciudades de Lima y Buenos Aires o la corte de Madrid forman parte de escenarios móviles que se solapan y suceden de manera sincrónica y diacrónica.

La reducción de escala, por lo tanto, no se inscribe solo en el género de una historia local sino en la desafiante apuesta de una historia situada y a la vez conectada con la escala regional e imperial. El autor sostiene que “tomar el ámbito del imperio como unidad de análisis […] impide dar cuenta de la naturaleza y complejidad de esas experiencias discretas” (p. 18) que, como las ocurridas en la ciudad letrada altoperuana, suelen quedar invisibilizadas. Por otro lado, esas experiencias cobran todo su sentido –histórico e historiográfico– si se las articula, como hace Serulnikov de manera magistral, en el entramado imperial sometido en aquellos años a profundos cambios. Las reformas borbónicas del último cuarto del siglo XVIII modificaron la cartografía colonial e intentaron reconfigurar la relación entre centros y periferias, dando lugar a diferentes visiones e interpretaciones acerca del vínculo entre gobernantes y gobernados. Visiones que se conjugaron con la sensibilidad ilustrada, con el zócalo común de desigualdad que imponía la condición colonial y con las resistencias a la autoridad procesadas a través de diversos repertorios.

En esas resistencias se cifra la hipótesis central del libro: la cultura política del disenso forjada en aquellas décadas convulsionadas es la que permite dotar de inteligibilidad a la explosión revolucionaria que derivará en el derrumbe imperial. Esto no significa que las revoluciones sean interpretadas en clave teleológica; significa, en todo caso, que su explicación no puede eludir ese pasado que lo precede. El recorte temporal se apoya, justamente, en dicho argumento. La potencia de lo ocurrido de 1809 en adelante se inscribe en un proceso de larga duración que comprende las contiendas generadas por el impacto de las reformas borbónicas que reconfiguraron las formas de hacer política al poner en tela de juicio los procesos de toma de decisiones. En los términos de Serulnikov, no fue la crisis monárquica de 1808 el big bang, o el punto de partida del derrumbe imperial, sino el punto de llegada de una erosión que anidaba en la propia naturaleza del sistema colonial.

Chuquisaca representa, pues, un excelente laboratorio para observar la erosión que fue socavando el poder del gobierno metropolitano. En ese laboratorio, el autor trabaja con un universo muy heterogéneo de actores, atravesado por el contexto insurreccional creado por el ciclo de levantamientos indígenas en el área andina, sobre el cual aportó obras fundamentales. Solo basta recordar Conflictos sociales e insurgencia en el mundo colonial andino. El norte de Potosí, siglo XVIII (Fondo de Cultura Económica, 2006) y Revolución en los Andes. La era de Túpac Amaru (Editorial Sudamericana, 2010), ambos publicados en inglés por Duke University Press. Los actores colectivos pertenecen a diversos segmentos sociales y políticos, cuyos conflictos no son interpretados a partir de las clásicas distinciones entre los “de arriba” y los “de abajo”. Aunque esta distinción no sea nunca soslayada en el marco de aquella sociedad barroca y jerárquica, Serulnikov demuestra la complejidad de los alineamientos que van fraguando el protagonismo de un vecindario que reivindica su pertenencia a la república local, frente a magistrados y cuerpos coloniales que responden al diseño implementado desde la metrópoli para darle un verdadero rostro imperial a la monarquía católica.

A la particular dinámica que asumen los actores colectivos se suma la intervención de otros, con nombre propio, cuyas trayectorias vitales ocupan un papel relevante. Entre ellos se destacan dos personajes clave: Ignacio Flores y Juan José Segovia. El primero era un militar quiteño –al que Serulnikov le ha dedicado especial atención en contribuciones anteriores– cuya formación intelectual y sistema de valores “poco tenía de habitual”, por cuanto su “horizonte cultural excedía los límites, y posiblemente la impronta ideológica, de la ilustración española” (p. 117). Su controvertida actuación pública como Comandante de Armas y primer intendente y presidente de la Audiencia de Charcas se complementó con la de Segovia, el letrado más respetado de Chuquisaca, especialista en derecho civil y canónico, que llegó a ocupar el cargo de rector de la prestigiosa universidad. Aunque ambos procedían de formaciones y tradiciones intelectuales diferentes, sus intervenciones en el vecindario mostraron mecanismos novedosos de construcción de liderazgos políticos al reprobar públicamente las políticas imperiales en curso.

La combinación de enfoques –biografía histórica, microhistoria, historia local, conectada, social, política y cultural– le da a la obra una notable solidez y exhibe la capacidad de su autor para apelar a diferentes cajas de herramientas, allí donde se requieren para responder a las preguntas que se formula. Las respuestas reponen las voces de los actores para instalarse en una lógica demostrativa que recrea el pasado a través de un impresionante corpus documental procedente de archivos repartidos a ambos lados del Atlántico. Dichas voces se expresan en las prácticas que son foco del análisis: motines, petitorios, juicios, enfrentamientos armados, movilizaciones callejeras, alegatos, discursos públicos, rumores, pasquines e impresos de diversa factura. La organización cronológica del libro, dividido en cuatro partes con sus respectivos capítulos, permite iluminar un aspecto crucial de esas prácticas: el ritmo y la intensidad que va asumiendo la resistencia del vecindario frente a las políticas metropolitanas.

En la primera parte se analizan las contiendas desatadas a fines de la década de 1770 y los dos primeros años de la siguiente, cuando se renuevan los ministros de la audiencia y se produce la sublevación indígena que deja como legado la exitosa defensa de la ciudad por parte de las milicias locales urbanas. La segunda se concentra en dos motines populares ocurridos en 1782 y 1785, respectivamente, en oposición al arribo de regimientos metropolitanos. El protagonismo que adquiere aquí la disputa por la defensa de la ciudad y los enfrentamientos entre la tropa y la plebe no desplaza el papel de otros actores, como el desempeñado por el cabildo, la audiencia, el arzobispado, la autoridad virreinal, y la universidad con sus controvertidas elecciones para designar al rector. En la tercera parte, el juego de escalas que articula a Charcas con la capital virreinal y la Corte de Madrid es abordado a través de tres juicios –dos de residencia a los virreyes y uno seguido a Juan José Segovia– y de la intervención que tuvo el fiscal Victorián de Villava, otro personaje emblemático que, desde sus célebres escritos, puso en jaque la cosmovisión imperial vigente. La cuarta parte explora los nuevos canales de expresión de las prácticas contenciosas entre 1806 y 1809. El ciclo se cierra con el análisis de la reacción disruptiva producida en Chuquisaca ante el arribo de los manifiestos bragantinos que exponían las pretensiones de la infanta Carlota Joaquina de Borbón –instalada en Río de Janeiro luego del traslado de la Corte portuguesa al trópico– para ejercer la regencia en América ante la acefalía de la corona española en 1808. Finalmente, en las conclusiones se retoma la hipótesis que atraviesa el libro, como expresa el subtítulo que las encabeza: “¿Qué revolución?”. El interrogante es un buen indicador del horizonte que sobrevuela a lo largo de sus páginas, aunque el proceso revolucionario que derivó en las independencias no sea el tema explorado sino su punto de llegada.

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El poder del disenso “combina formas narrativas y analíticas de escritura histórica” (p. 38). El autor, en efecto, dosifica ambas estrategias para alumbrar los sentidos de las tramas, establecer las perspectivas desde las cuales las analiza y trazar un diálogo –que no elude el debate ni la polémica– con las diversas bibliotecas que conforman las agendas de investigación. Puesto que sería imposible dar cuenta aquí de la riqueza de tales debates, los comentarios que continúan se inscriben en el recién mencionado horizonte que sobrevuela el libro y se enfocan en tres aspectos. El primero es de carácter teórico y atañe a la siempre renovada discusión acerca de la naturaleza y motor del cambio histórico; el segundo es metodológico y gira en torno al vínculo trazado entre el registro de la acción y el de los discursos; el tercero, de orden historiográfico, refiere al papel de la condición colonial y de la crisis de 1808 en los procesos revolucionarios hispanoamericanos.

Sobre el primer aspecto, es oportuno detenerse en uno de los agudos excursus que Serulnikov inserta en el texto para introducir una pregunta capital: “¿Cómo nace lo nuevo? ¿Cómo surgen y consolidan nuevos modos de entender las relaciones con el poder, nuevos mecanismos de representación y nuevas prácticas políticas?” (p. 292). Para penetrar en este interrogante, cita los célebres párrafos de Karl Marx en el inicio de El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte: “La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”. La cita es apenas un disparador para exponer, muy brevemente, algunos de los paradigmas que reflexionaron sobre las dicotomías tradición/modernidad, orden/ruptura o reacción/revolución, y para discutir la idea de que la tradición y lo viejo representan lastres o coartadas en la emergencia de lo nuevo. En el seno de ese debate, nuestro autor presenta una sugerente clave teórica de interpretación: “Debiéramos acaso de invertir la fórmula de Marx”, y plantear que bajo determinadas circunstancias históricas, “no es tanto que los sujetos encubran sus anhelos de transformarse y transformar las cosas mediante la apelación al lenguaje de las generaciones muertas, como que abrazar plenamente ese lenguaje los pone en directa colisión con el orden establecido”. Los pone, en suma, ante “sentidos inéditos” hasta “volverse en sí mismo un hecho sedicioso” (p. 293). La propuesta de invertir la fórmula marxiana para explicar la modalidad que adoptó la contenciosa vida pública de Chuquisaca que, revalidando los tradicionales vínculos de lealtad monárquicos, subvirtió las ancestrales formas de subordinación, es sin duda muy potente. A la vez, deja abierta la reflexión acerca de esa misma fórmula marxiana, expuesta en un texto de intervención, escrito al calor de los acontecimientos de 1848 en Francia. Un texto, cuyo autor –sumido en el desencanto– procura explicar la desviación que sufrió aquella revolución, mostrándose más preocupado por el fenómeno de la repetición que por el peso de las antiguas tradiciones. La repetición, en este caso, era perturbadora por la novedad que encarnaron los Bonaparte en la larga duración de la historia francesa.

En cualquier hipótesis, es la “paradoja de la innovación” la que perfila el problema teórico que subyace a la pregunta que abre el excursus. Asociada a la inconciencia de los sujetos de estar participando y contribuyendo en un proceso de profunda transformación, dicha paradoja está estrechamente ligada al registro de análisis en el que se instala la obra. En ese registro, que privilegia la praxis de los actores, observo ciertas convergencias con Hannah Arendt –especialmente con su obra Sobre la Revolución– aunque la filósofa alemana no forme parte de la biblioteca que inspira los enfoques del libro aquí reseñado. La convergencia tal vez más evidente reside en la centralidad que la autora otorga a la acción de los sujetos, y en particular a la acción política. Toda acción –nos recuerda Arendt– cae en una red de relaciones y referencias ya existentes, pone en movimiento más de lo que el agente puede prever y se caracteriza por tener un comienzo definido y ser impredecible en sus consecuencias. Es en esa cadena de acciones donde aparece lo inédito, cuya naturaleza no se mide por su éxito histórico –o por sus resultados– sino por ese gesto de inicio e innovación.

Desde esta perspectiva, la pista arendtiana podría filiarse con los modos en que Serulnikov explora e interpreta los repertorios de resistencia en Chuquisaca. Destaco este punto porque a nuestro autor le interesa –sobre todo– describir y analizar en detalle los mecanismos y engranajes específicos a través de los cuales se desplegaron y tramitaron: “Es la frecuencia, naturaleza e intensidad de las contiendas, no sus variados desenlaces, lo que signa la cultura política de la época” (p. 23). Uno de los logros más notables del libro –y de su estrategia narrativa– reside en demostrar cómo los actores van descubriendo, sobre la marcha de los acontecimientos, los sentidos que asumen sus propias intervenciones en esa marcha de final abierto. Son sus acciones las que (les) van develando el enorme poder que tiene el disenso y su capacidad para incidir en los procesos de toma de decisiones, más allá de los resultados obtenidos.

De esta premisa se deriva el segundo aspecto de orden metodológico, íntimamente articulado –incluso derivado– del anterior, referido a las formas de abordar los vínculos entre el registro de la acción y el de los discursos. Se trata, por cierto, de un tema que ha sido objeto de infinitas discusiones en el amplio universo de las ciencias sociales y las humanidades, y no es esta la ocasión de pasar revista por ellas. Solo basta mencionar las tensiones que, sobre ese vínculo, atraviesan el campo historiográfico dedicado a los problemas que aquí nos ocupan. En esta dirección, Serulnikov advierte que es “en la estructura del acontecimiento, [y en] sus esquemas de significación” donde anida la clave metodológica en que se apoya la indagación. Descubrir la fibra básica de una cultura política supone ir más allá de “las proclamas de los grupos dirigentes” para penetrar “en las experiencias históricas concretas que modelaron las prácticas colectivas” (p. 19). A primera vista, esta premisa exhibiría cierta desconfianza hacia los enfoques que se ocupan del análisis de los discursos, las ideas o los lenguajes políticos y jurídicos. Sin embargo, el autor destina una parte importante del libro a realizar un sofisticado examen de las narrativas que disputaron por el sentido e interpretación de los hechos; narrativas que se expresaron en panegíricos o discursos emitidos por los grupos letrados o autoridades jurisdiccionales, como asimismo en pasquines que circularon en las calles charqueñas. Y ese examen está en sintonía con otra premisa: el carácter innovador de la acción es, en este caso, el de convertirse en una acción política, cuyo sentido se lo confiere la “palabra”, aunque en su enunciación los sujetos apelen a viejas tradiciones y lenguajes.

Aquí me permito trazar un diálogo con otro reciente libro de José M. Portillo Valdés, Una historia Atlántica de los orígenes de la Nación y el Estado. España y las Españas en el siglo XIX (Madrid, Alianza editorial, 2022), publicado simultáneamente a El poder del disenso. Aunque sus enfoques y escalas de análisis son muy diferentes (Portillo trabaja en una escala atlántica e imperial y en un arco temporal que cubre casi dos siglos), ambos comparten temas, autores y un interrogante que es preciso subrayar: cómo incidió la cuestión colonial en los procesos revolucionarios. En la contribución de Portillo (autor que integra la amplísima bibliografía utilizada por Serulnikov) se explora centralmente la transformación de un concepto clave que signó el proceso que derivó en la implosión del imperio español: emancipación. La detallada reconstrucción del concepto, desde el lenguaje doméstico y familiar en torno a la patria potestad y a la figura del paterfamilias en la cultura jurídica hispánica, expone el tránsito del derecho natural al civil, de este al de gentes y de allí al nuevo derecho público del constitucionalismo. Un tránsito que ilumina cuán proteicas pueden ser las “palabras” cuando ya no refieren a las mismas “cosas”.

Para indicar el potencial sedicioso de las palabras –o de los silencios– Portillo se detiene en el análisis del tratamiento intelectual que mereció el tema de la nación en la España peninsular del setecientos, en el contexto de las reformas imperiales. En dicho tratamiento queda al desnudo la literal ausencia de los americanos como integrantes de aquella “nación literaria”, y las tensiones y fisuras que fue exhibiendo el lenguaje familiar que apelaba a la figura paternal del rey frente a hijos que recibían un trato desigual a ambos lados del Atlántico. Una ausencia que terminará explotando cuando esa desigualdad adquiera extrema visibilidad a partir de la crisis de 1808. Si en la situación de “orfandad” de la monarquía, el concepto de emancipación fue crucial para constituir la nación española como sujeto político en la asamblea reunida en Cádiz, lo será mucho más para los americanos que fundaron sus críticas a esa nación bihemisférica ante la desigualdad representativa que les otorgaba el gobierno peninsular. Así, la transformación y politización del lenguaje emancipatorio, procedente del universo doméstico de la cultura jurídica hispánica, actualizó y dotó de un nuevo sentido a la experiencia común de los habitantes del Nuevo Mundo de ser percibidos en una situación de permanente “minoridad”.

Si me detuve en esta reflexión, tomando prestadas las ideas de Portillo, es porque expresa el “problema hermenéutico” planteado por Serulnikov, que “consiste en dilucidar cómo un imaginario convencional pudo servir de vehículo de mutaciones radicales en las nociones de pueblo, representación, patria y, sobre todo, de nación, ese insondable sujeto colectivo sobre el que pasó a recaer el ejercicio del poder soberano y cuyos contenciosos significados se tornarían el punto nodal de divergencia de los movimientos juntistas a un lado y otro del océano y, a la postre, el non plus ultra de la estructura imperial de gobierno” (pp. 530-531). En ese problema hermenéutico se han cifrado sucesivas interpretaciones historiográficas en torno a los orígenes y causas de los procesos revolucionarios hispanoamericanos, el tercer y último aspecto que propuse abordar. En el caso que nos ocupa, la discusión que domina el texto es la entablada con el paradigma propuesto por François Xavier Guerra en Modernidad e independencias (1992). Dicho muy rápidamente, la crítica apunta al hecho de “difuminar las diferencias de los reinos europeos y los reinos americanos en el marco de la monarquía española” (pp. 16-17) y de no considerar, en consecuencia, el papel que tuvo la condición colonial en la erosión e implosión del imperio. La crisis de acefalía de 1808 se convierte, así, en el punto de partida y no de llegada de las revoluciones.

La crítica de Serulnikov se inscribe en las discusiones corales suscitadas en el tránsito finisecular, y que de algún modo reactualiza –como menciona nuestro autor en las conclusiones– un debate mucho más solitario: el que entabló Tulio Halperin Donghi en Tradición política española e ideología revolucionaria de mayo (1° edición de Eudeba, 1961) al polemizar con las versiones más hispanófilas de entonces, de raíces católicas, que hacían derivar las revoluciones hispanoamericanas de aquella larga tradición de carácter pactista. Halperin postulaba allí la infertilidad de buscar complicadas genealogías ideológicas porque, aun utilizando lenguajes antiguos y disponibles, las revoluciones nacieron para condenar todo un pasado e imponer un nuevo principio de legitimidad. Cuando este libro seminal fue reeditado en 1985 por Centro Editor de América Latina, su autor agregó una Advertencia preliminar, donde aclaraba que decidió reproducir “sin ningún cambio sustancial” la versión original porque, a pesar de que el “debate ha perdido mucho de su virulencia”, los historiadores no se vieron incitados en todos esos años “a nuevas exploraciones sobre el terreno que los disputantes (de antaño) habían largamente hecho suyo”. Poco tiempo después, la historiografía sí hizo suyo ese campo de exploración, y una parte de ella avanzó como si se tratara de una marcha que –robándole una expresión a Halperin de la citada Advertencia– debía “atropellar puertas [que ya estaban] abiertas” (pp. 7-8).

En ese nuevo contexto emerge el impacto de Modernidad e Independencias. La reacción, en especial de quienes cultivaban la historia social y colonial, no se hizo esperar y rápidamente se establecieron polémicas que, como suele ocurrir en ellas, extremaron los argumentos; polémicas en las que participaron activamente los que por entonces renovaban la historia política decimonónica al calor de la deconstrucción del paradigma nacional-estatalista. La estilización de las querellas fue tal vez un factor que impidió ver las apropiaciones selectivas que produjo el impacto del paradigma de Guerra, bastante menos homogéneo y generalizado de lo que suelen indicar sus críticos. Y en esas apropiaciones, no creo que se haya impuesto un enfoque negacionista sobre el papel del pasado colonial en la crisis del imperio, sino una mirada más atenta a la naturaleza extraordinaria e inédita de la crisis de acefalía de la monarquía. Regreso aquí a Hannah Arendt para retomar la distinción que establece entre orígenes y causas en el plano de la historia y de la política: los elementos que configuran un fenómeno nunca son por sí mismos causa de nada, sino que se convierten en orígenes de acontecimientos si, y solo si, cristalizan en formas definidas. Desde este punto de vista epistemológico, darle centralidad analítica al año 1808 no implicó necesariamente –ni en todos los casos– establecer una causa para nuestras independencias ni desplazar las tensiones, conflictos y resistencias de la sociedad colonial. Pero sí contribuyó a desplazar los enfoques endogámicos que por mucho tiempo evitaron explorar los procesos revolucionarios a escala transatlántica.

Dicho esto, lo que percibo es que hemos asistido a una mutación de los términos que atraviesan el tradicional tópico acerca de la naturaleza de los cambios y continuidades ocurridos con la crisis de la monarquía, las revoluciones y las independencias. En esa mutación, observo que las adhesiones o recusaciones a las hipótesis de François Guerra, que ubicaron el registro de las transformaciones en el campo político-cultural en oposición a sociedades que continuarían siendo tradicionales, ya no tienen la presencia de hace unos años. Las discusiones parecen haberse corrido hacia el registro de las persistencias de la cultura jurídica hispánica en el orden republicano, introducida por la historia crítica del derecho, pero en un panorama historiográfico mucho más variado y heterogéneo que el que teníamos a comienzos del presente siglo. Un panorama que, al ritmo marcado por las prolongadas celebraciones bicentenarias iberoamericanas, exhibe mayor disposición a derribar las barreras de nuestras bibliotecas para compartir sus libros, y a estrechar puentes a través de un diálogo más fluido entre los subcampos de la disciplina.

En suma, si el colapso de la monarquía católica fue el problema común que experimentaron todas las jurisdicciones que la componían, siguen siendo objeto de indagación las articulaciones entre los entramados coloniales precedentes y las respuestas que disparó –comunes y a la vez diferentes– en el tormentoso período de revoluciones e independencias. El impresionante estudio que ofrece Serulnikov en El poder del disenso viene a demostrar que, en el marco de esa pluralidad de respuestas, la condición colonial no admite ser soslayada. Y en este punto no importa que Chuquisaca haya ocupado un sitio político de excepción, ya sea a escala altoperuana o hispanoamericana. Importa, en todo caso, que su libro abre un horizonte de campos histórico-problemáticos por recorrer en la extendida cartografía del imperio español.