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Notas y debates

‘El áspero mecanismo del imperio’ y sus disidentes. Sobre el ocaso del orden colonial

Sergio Serulnikov

Universidad de San Andrés. CONICET, Argentina.
Correo electrónico: sserulnikov@udesa.edu.ar.

Fecha de recepción: 2 de diciembre de 2023
Fecha de aceptación: 29 de diciembre de 2023

Resumen

El presente ensayo aborda un conjunto de problemas metodológicos en torno al estudio de la crisis del orden colonial y la historia política en respuesta a los comentarios de Pablo Ortemberg, Gustavo Paz y Marcela Ternavasio sobre el libro de mi autoría, El poder del disenso. Cultura política urbana y crisis del gobierno español. Chuquisaca, 1777-1809 (Buenos Aires: Editorial Prometeo, 2022).

Palabras clave: Independencia, historia política, Chuquisaca, cultura política.

‘The harsh mechanism of empire’ and its dissidents. On the decline of the colonial order 

Abstract

This essay addresses a set of methodological problems around the study of the crisis of the colonial order and political history in response to the comments of Pablo Ortemberg, Gustavo Paz and Marcela Ternavasio on my book of my authorship, El poder del disenso. Cultura política urbana y crisis del gobierno español. Chuquisaca, 1777-1809 (Buenos Aires: Editorial Prometeo, 2022).

Keywords: Independence, political history, Chuquisaca, political culture.

En La trilogía de Nueva York, Paul Auster anota lo siguiente de uno de sus personajes, un escritor de novelas policiales devenido por extrañísimas circunstancias en detective privado: “Como la mayoría de la gente, Quinn no sabía casi nada de delitos. Nunca había asesinado a nadie, nunca había robado nada y no conocía a nadie que lo hubiese hecho. Nunca había estado en una comisaría, nunca había conocido a un detective, nunca había hablado con un delincuente. Lo poco que sabía de esas cosas lo había aprendido en los libros, las películas y los periódicos. Sin embargo, no consideraba que eso fuera un obstáculo. Lo que le interesaba de las historias que escribía no era su relación con el mundo, sino su relación con otras historias”.1 A semejanza de Daniel Quinn, las historias que me interesa leer, y las que siempre me ha interesado escribir, no son en el fondo historias acerca de eventos pasados sino historias acerca de otras historias: las que cuentan mis pares sobre los temas grandes o acotados de que me ocupo, las que me cuento a mí mismo para interpretar las cosas que pasan. Es por supuesto, al menos hasta cierto punto, una deformación profesional. Como en otras ramas de las ciencias sociales y las humanidades, a los historiadores nada les preocupa más que interpelar a los vivos. Solo que nuestro oficio es hacerlo por intercesión de los muertos. Quizás porque tendemos a pensar que, como se dice en un cuento de Lorrie Moore, “el único modo de conocer absolutamente todo acerca de la vida es en una autopsia”.2

Pablo Ortemberg, Gustavo Paz y Marcela Ternavasio coinciden en señalar que el objeto de este dossier, El poder del disenso. Cultura política urbana y crisis del gobierno español. Chuquisaca, 1777-1809, está atravesado por este tipo de diálogos. A veces lo hace de manera oblicua, casi silenciosa, como un murmullo de fondo que se abre paso a través del relato, y tantas otras de forma abierta y taxativa: una mera constatación de la multitud de voces, convergentes o contrapuestas, que confluyen en el proceso de conocimiento. Después de todo, parafraseando lo dicho por Clifford Geertz respecto de la antropología cultural, dado que la historia no es una ciencia experimental en busca de leyes sino una disciplina interpretativa en busca de significaciones, su progreso se caracteriza menos por un perfeccionamiento del consenso que por el refinamiento del debate (lo único que en realidad progresa “es la precisión con que nos vejamos unos a otros”).3 Así pues, estoy muy agradecido al Boletín del Instituto “Dr. Emilio Ravignani”, uno de los principales impulsores del debate historiográfico en nuestro país, por permitirme dar continuidad a esa conversación, ahora de manera personal y directa, con tres colegas cuyas inquisiciones sobre la sociedad colonial y la política revolucionaria han nutrido las mías a lo largo de los años.

A los efectos de hilvanar varias de las cuestiones abordadas en sus agudos comentarios, dividiré mi intervención en tres secciones. Procuraré asimismo sintetizar los principales argumentos de una obra que, como cualquiera que haya sostenido el volumen en sus manos sabe, está bastante alejada de ese tipo de esfuerzos, y plantearé algunas de sus preocupaciones y fuentes de inspiración metodológicas e intelectuales.

Legitimidad, gobernabilidad, gobernanza

Las ciencias políticas distinguen tres dimensiones analíticas en el examen de los sistemas de gobierno. Uno es la gobernabilidad, que refiere a la habilidad que tiene un determinado régimen político para ejercer el poder de manera efectiva conforme a sus propios lineamientos. El segundo es la gobernanza, que se centra en la dinámica de los procesos de toma de decisión, las reglas de juego y la participación de diversos actores gubernamentales y no gubernamentales en la gestión de los asuntos públicos. Mientras la gobernabilidad hace a la aptitud de los agentes estatales para imponer su autoridad y desarrollar su acción de gobierno, la gobernanza apunta a los variados mecanismos institucionalizados e informales mediante los cuales lo hacen. Si bien al pensar las raíces de la crisis del dominio español los historiadores de ninguna manera han ignorado estos dos aspectos, el foco ha tendido a estar puesto sobre un tercer factor: la legitimidad.

Como bien sabemos, la legitimidad, o la hegemonía en términos gramscianos, alude al consenso existente entre los miembros de una comunidad política para aceptar el ordenamiento imperante sin necesidad del recurso metódico y desembozado a la fuerza. Las concepciones ideológicas y los valores de las clases dirigentes son asumidos como propios por el conjunto de la sociedad. No es por supuesto un descubrimiento moderno. A ello precisamente aludió el célebre catedrático peruano José Baquíjano y Carrillo en agosto de 1781, cuando, en el marco de una alocución panegírica pronunciada en la Universidad de San Marcos de Lima ante las máximas autoridades virreinales, advirtió que “la primera obligación del buen Gobernador es hacer amable la autoridad del Príncipe a quien representa, que la felicidad y el desahogo del vasallo es el específico precioso, el óleo favorable, que allana, asegura y facilita el áspero mecanismo del imperio”. Si cierto era que “no se venera lo que no se teme”, también lo era que no “se ama lo que se desprecia”.4 La aspereza del dominio imperial, su intrínseca violencia y el sentido de inevitabilidad que proyectaba, exigía su necesaria contraparte: el amor, el consentimiento. Los especialistas en la caída del orden indiano han propendido a gravitar hacia lo que llamaríamos el fin del amor, la erosión de la idea de que la sujeción a la Corona era un hecho natural y deseable. En palabras de José M. Portillo Valdés, citadas por Ternavasio, se preocuparon primordialmente por el surgimiento de anhelos emancipatorios de la figura paternal de rey, de cómo el desigual trato a sus amados hijos a ambos lados del océano comenzó a parecer a variados sectores sociales, incluyendo las elites americanas, injustificada e intolerable.

Me gustaría decir que la investigación que desembocó en la redacción de El poder del disenso partió de una premisa diferente, pero estaría mintiendo. Mi atención estuvo puesta desde un comienzo en los que solemos definir como una crisis de legitimidad. Solo que a medida que avanzaba en la escritura y el análisis documental, y más bien hacia el final de ese camino, y no sin dificultad, me percaté que lo que en verdad estaba explicando era otra cosa.

Como bien destacan las tres intervenciones precedentes, el corazón argumental del libro radica en el hondo y creciente deterioro de la relación de los magistrados regios con el vecindario de Chuquisaca durante el último tercio del siglo XVIII y principios del siguiente. Esa mutación abarcó múltiples áreas de gobierno (político-administrativas, económicas, de seguridad, ceremoniales, ceremoniales), actores sociales (el cabildo, el claustro universitario, las milicias urbanas, agrupaciones voluntarias de vecinos, los gremios de oficios) y repertorios de acción política (apelaciones a la corte de Madrid y Buenos Aires, litigios judiciales, petitorios colectivos, desobediencia a los mandatos superiores, contenciosa elección de autoridades corporativas, propagación de pasquines y manuscritos anónimos, motines populares). Lo que tomado en conjunto vemos irrumpir (y ese conjunto, va de suyo, constituye una operación interpretativa no una realidad empírica) es una política contestataria que se tradujo en la deliberación colectiva sobre todo tipo de asuntos de gobierno en los diferentes dominios donde se desenvolvía la vida pública por fuera de la tutela de los mandatarios regios y eclesiásticos. Esa vigorosa cultura pública de disenso tuvo la propiedad de desmentir en la práctica, y eventualmente desacreditar, los ideales unanimistas del orden monárquico español (análogos en parte al de otras monarquías absolutistas de la época) y las jerarquías coloniales de mando y obediencia intrínsecas al dominio europeo sobre distintas áreas del globo.

No es menos crucial que lo hizo en modos irreductibles a definiciones binarias. Los cambios atravesaron el cuerpo político tanto horizontal como verticalmente. Si tendieron a plasmarse en abiertos antagonismos entre criollos y peninsulares, lo hicieron como marcador discursivo de una diferenciación más compleja y elusiva entre intereses foráneos e intereses locales asociados a antiguas concepciones republicanas, que eran notablemente hospitalarias a individuos de variados orígenes geográficos y sociales en razón de los holísticos criterios de vecindad o ciudadanía del mundo hispánico. Y así como dichos cambios motorizaron continuos enfrentamientos entre la población urbana y el aparato de gobierno, provocaron también marcadas escisiones al interior del vecindario (“facciones” y “partidos”) y de las magistraturas. Las lacerantes críticas al régimen imperial del primer Intendente de Charcas Ignacio Flores en los años ochenta, el fiscal Victorián de Villava en los noventa y los oidores de la futura “Audiencia Gobernadora” al despuntar el siglo XIX, sugieren que el ejercicio público de la razón no estuvo confinado a ningún grupo en particular. En el fondo, las mutaciones en las formas de hacer política no afectaron tanto el vínculo entre gobernantes y gobernados como el vínculo de ambos con lo público. Es una distinción fundamental. Agregaría también que la compartida lucha contra la insurrección general indígena de 1780 ‒un parteaguas en la historia de los Andes‒ y el consiguiente reforzamiento de la putativa inferioridad étnico-racial de los pueblos originarios, lejos de afianzar los lazos de solidaridad de los representantes de la Corona con las elites criollas, se erigieron en un nuevo núcleo de contiendas. La reafirmación de la plena identificación de los españoles americanos con la nación universal hispánica como comunidad histórico-cultural fue de la mano con una cada vez más conspicua alienación de su sentido de pertenencia como comunidad de derechos.

Ahora bien, si no hay duda de que esta multifacética conflictividad social y política terminó eventualmente socavando la legitimidad del orden colonial, tampoco la hay, en mi opinión, de que su móvil primario, para volver a la metáfora filial, fue menos un asunto de desamor que de convivencia. Los psicólogos se ganan muy bien la vida con este tipo de diferenciaciones, los historiadores, por algún motivo, menos. Pero debiéramos hacerlo. Lo que quiero decir, celos profesionales aparte, es que antes de impugnar los fundamentos de la autoridad monárquica, y casi siempre en nombre de esa autoridad, las prácticas colectivas del vecindario pusieron en el corazón de la vida pública su oposición a los mecanismos mediante los cuales el monarca y ministros ejercían el poder de que estaban legítimamente investidos. Fue la gobernanza el objeto primordial de la crítica. Pienso, por ejemplo, en las confrontaciones que van emergiendo a lo largo de los años en torno a la relación entre órganos reales, eclesiásticos y corporativos; a la administración de justicia en sus distintas instancias; a los fueros especiales de las tropas de línea peninsulares estacionadas en las ciudades andinas; a los criterios de selección de los magistrados; al carácter secreto de las comunicaciones de gobierno; al choque entre modelos delegativos y representativos de poder encarnados en las prácticas electorales del ayuntamiento y la Universidad de Charcas. Lo que subyacía a todo ello era la autoarrogada potestad de los sujetos para terciar en políticas que afectaban sus condiciones materiales de vida, sus percibidos derechos políticos y su sentido del honor. El efecto acumulativo de esa intervención no puso necesariamente en el tapete la existencia del gobierno, la soberanía regia, pero sí la gobernabilidad, los márgenes de maniobra de la Corona para ejercer tal soberanía, la aptitud de los gobernantes para gobernar.

Es difícil dictaminar con precisión cuándo y cómo los problemas de gobernabilidad se tornaron en problemas de legitimidad. La demarcación entre ambos fenómenos es lábil y difusa, más el resultado de un proceso lento y aluvional que de espectaculares momentos de ruptura. A diferencia de los análisis modélicos de los cientistas políticos, nuestro oficio consiste en pensar la realidad en términos contextuales y multicausales, para no hablar de los escollos para detectar desviaciones más o menos sutiles en los sistemas de creencias populares a partir de corpus documentales fragmentarios y sesgados que solo mediante un laborioso trabajo de ingeniería y esfuerzo imaginativo se conectan entre sí. Debemos hacerlos crujir para que digan algo que nos importe aquí y ahora, historias pasadas que conversen con historias presentes. Dicho esto, creo que Ortemberg hace bien al rescatar lo escrito hacia el cambio de siglo por Victorián de Villava cuando vaticinó, desde su despacho en Chuquisaca y casi exclusivamente en base a su experiencia allí, que la emancipación era una cuestión de tiempo y que “a la menor chispa que llegara, verían infinitos la ocasión oportuna de sacudir un yugo que aborrecen”. El ilustrado fiscal aragonés vio evidentemente cosas que a nosotros solo nos queda inferir.

Si bien está lejos de ser evidente en qué momento la soterrada disconformidad con ese yugo comenzó a tornarse en una aspiración política operativa, hay algo que sí podemos afirmar con algún grado de certeza: la sistemática corrosión de las rutinas de mando, la progresiva centralidad de lo que un contemporáneo describió como “los órganos que forman la opinión pública de Chuquisaca” (“regidores, canónigos, compadres, abogados y doctores”), así como las incesantes disputas jurisdiccionales, facciosas e ideológicas al interior de la administración imperial, fueron convirtiendo las instituciones locales de poder en una carcasa cada vez más vacía. Es justamente a lo que apuntó Arzobispo Benito María Moxó y Francolí cuando reflexionó en 1807, un año antes de la invasión napoleónica, que la “actual situación política” de Charcas “me parece una de las más apuradas y críticas que puedan imaginarse. Poco le falta para que vivamos en una perfecta anarquía”.5 Anarquía connotaba un sentido de desgobierno, la auto atribuida facultad del vecindario para manifestarse públicamente por fuera de los marcos institucionales establecidos. Para entonces, las fronteras entre los retos a la gobernanza, la gobernabilidad y la legitimidad no debieron resultar fácilmente discernibles. Parece claro, en cualquier caso, que el realismo político, el sentimiento de irrevocabilidad del dominio español, abonado por siglos de resiliencia, fue lo que mejor resistió las transformaciones en curso. Es lo que explica que cuando el devastador impacto de las invasiones inglesas sobre la autoridad virreinal y de la invasión francesa sobre la autoridad monárquica fueran indisimulables, cuando los parámetros de ese inveterado realismo se vieran de súbito conmovidos, ya nada volvería a ser lo mismo.

Siguiendo la sugerencia de Paz, cabría concluir aquí con una breve referencia a otra significativa urbe hispanoamericana, Oaxaca en México, una ciudad que además de poseer gran importancia regional, habría también de quedar, como Chuquisaca, bajo control metropolitano por los siguientes dos o tres lustros. Según ha observado Peter Guardino, la masiva militarización revolucionaria y contrarevolucionaria, las reformas liberales de 1812 y la consiguiente proliferación de facciones o partidos acabaron por naturalizar la noción de que “todos los hombres adultos eran, en un sentido esencial, políticamente iguales, con un idéntico interés en el sistema de gobierno”. De ello se desprende un postulado: “el movimiento hacia la igualdad política no estaba ligado de ninguna manera fundamental a la cuestión de si México debía ser una nación independiente”.6 Es un punto que amerita atención. Nos invita a repensar las raíces de la emancipación desde otro ángulo: no tanto de cómo el fin del amor afectó la armónica convivencia, sino viceversa. Lo que mi investigación intenta probar es que esa revolución de la igualdad, que era también y primordialmente una revolución del disenso, una revolución en la relación con lo público, había empezado a cobrar fuerza en Chuquisaca tres décadas antes de que la situación de acefalía regia, y todo lo que le siguió, hubiera puesto en debate, a lo largo y ancho de la geografía imperial, el origen de la soberanía y su tutela.

El mundo que los Borbones crearon

¿Por qué tres décadas antes? Las tres intervenciones hacen hincapié, con razón, en el impacto de las reformas borbónicas en este proceso. En efecto, la dinámica de la vida pública chuquisaqueña es a mi juicio ininteligible sin otorgar su debido peso a las repercusiones locales de las políticas imperiales. Se trata, desde luego, de uno de los temas más transitados, sino el más transitado, en la historiografía del período. Contra una corriente de estudios que había definido el fenómeno como una suerte de “reconquista de América” y de “revolución en el gobierno”, gran parte de las investigaciones recientes han tendido más bien a minimizar su gravitación, enfatizando los elementos de continuidad por sobre las fracturas. Sin pretender generalizar las conclusiones a todo el ámbito americano y reconociendo, como señala Paz, que el “denso entramado corporativo y burocrático” de Chuquisaca, y su ubicación en un área nuclear del imperio, la dotaba de características peculiares, el libro rescata la centralidad del fenómeno, el haber funcionado como un hito en la historia de ciudad. Sin embargo, no se recuesta por ello en aquellas posturas maximalistas. La relevancia que asumieron las medidas de la corte de Madrid y/o sus agentes americanos en materia fiscal, administrativa, militar o ceremonial, no se derivó necesariamente de su grado de eficacia. “De la impotencia a la autoridad”, para citar el título del clásico y todavía muy útil volumen de Mark A. Burkholder y D.S. Chandler, no es en absoluto lo que vemos ocurrir en Chuquisaca respecto de la audiencia, el objeto de esa obra, ni de virtualmente ninguna otra área de gobierno. De hecho, para 1781-1782, a menos de tres años de su completa renovación con juristas peninsulares, el tribunal ingresó en una fase de descrédito y decadencia de la que ya nunca se repondría del todo. La hipótesis del trabajo es que la importancia del impulso reformista, así como de las peculiares nociones de legitimidad monárquica que lo informaban, radicó menos en su capacidad de imposición, su efectividad, que en las respuestas colectivas que desencadenó, en sus efectos no buscados.

Así miradas, las transformaciones en la cultura política urbana no debieran ser circunscriptas a una reacción defensiva contra el programa borbónico. En primer lugar, porque las ramificaciones de ese proceso, como queda dicho en el anterior apartado, excedieron en mucho la esfera de aplicación de las reformas. Afectaron, o terminaron afectando, las reglas elementales de funcionamiento de las instituciones españolas y, más generalmente, la percepción de la población local respecto de su lugar en la monarquía. En 1779, hacia el inicio del período bajo examen, el poderoso Ministro de Indias José de Gálvez reflexionó agudamente que el destino de América reposaba en que “los que mandan”, los representantes de la Corona, les hicieran conocer a los mandados, los súbditos americanos, “que la defensa de los derechos del rey está unida a la de sus bienes, su familia, su patria y su felicidad”.7 Fue precisamente la volatilidad de esa convicción, y no la simple oposición a medidas puntuales de gobierno, el motivo último de las discordias.

Por otra parte, las críticas no estuvieron confinadas al modelo que los Borbones procuraron con suerte dispar emular de sus parientes franceses, vale decir, el absolutismo, el regalismo, el centralismo, el “despotismo ministerial” u otras etiquetas similares acuñadas en la época o por la historiografía luego. La censura se extendió, tácita o explícitamente, a la distribución geopolítica del poder, el colonialismo. Así lo trasuntan las representaciones oficiales del ayuntamiento, los escritos anónimos, las alocuciones panegíricas, los petitorios colectivos, las revueltas callejeras y otras expresiones de la voluntad popular. En aras de la brevedad, reiteremos aquí lo escrito por dos notables historiadores de los imperios ibéricos, Tulio Halperin Donghi y Emilia Viotti da Costa. El primero, en una obra citada por Ternavasio, recalcó que el “absolutismo moderno” no fue percibido en el Nuevo Mundo “como un paréntesis necesariamente breve entre períodos de vigencia de regímenes legítimos”: como tinta en papel secante, “la tiranía cubre zonas cada vez más extensas del pasado”. La segunda lo puso en menos palabras aun: “las críticas que en Europa el pensamiento ilustrado dirige al absolutismo adquieren en el Brasil el sentido de críticas al sistema colonial”.8

Otra aproximación al tema que se distancia de ciertos consensos historiográficos pasados y presentes es el significado social que adquirieron las ostensibles inconsistencias de las políticas regias. La investigación atestigua con largueza los endémicos enfrentamientos entre las altas magistraturas en Chuquisaca, Buenos Aires y Madrid y sus fluctuantes actitudes frente a los conflictos acaecidos en la ciudad a partir de la década de 1770. Si en muchas ocasiones el comportamiento de los vecinos fue duramente censurado por las autoridades virreinales y metropolitanas, en tantas otras lo fue el de los ministros charqueños. Era también habitual que lo que se dictaminaba primero se revocase después. Atribuir coherencia y verticalidad a los programas de Carlos III y sus sucesores es ilusorio. Los ejemplos en el libro abundan. Ahora bien, este hecho abre dos conjuntos de interrogantes sobre los que conviene detenerse por un momento. Uno tiene que ver con la naturaleza de la estructura institucional, el otro con la dinámica de la política popular.

Respecto de lo primero, hay que notar que en los últimos años las dificultades de implementación de los designios estatales han sido imputadas con frecuencia a la inexistencia de tal Estado. La intrincada lógica del aparato imperial español (un palimpsesto de sofisticados diseños institucionales emanados de la temprana derrota militar de conquistadores y encomenderos, privilegios corporativos, acendradas prácticas patrimonialistas y prebendarias y renovados impulsos centralistas) queda muchas veces reducida a un presunto “gobierno de jueces” y/o subsumida a los patrones de comportamiento de sus agentes individuales. Lo que mi investigación refleja, sin pretensión de originalidad alguna, es que hacia finales del siglo XVIII la monarquía contaba en América con numerosos instrumentos para implementar sus políticas: cuerpos colegiados con atribuciones de justicia y gobierno, intendentes que reportaban directamente a los virreyes, gobernadores provinciales con amplias facultades, una extendida burocracia fiscal capaz de incrementar los gravámenes existentes y crear otros nuevos, compañías permanentes del ejército regular español para asegurar la paz social. Los propios virreyes, cualquiera fuera el simbolismo que los arropaba, funcionaban para esta época menos como alter egos del rey que como funcionarios sujetos a los mismos contrapesos institucionales que el resto de los servidores públicos. Todos los altos cargos eran por norma ocupados por juristas y militares enviados de la península para representar los intereses del rey, no en términos abstractos y genéricos, sino tal como el rey, o más bien sus ministros en Madrid, los definían a cada momento. Baquíjano y Carillo lo denominó, como vimos, el “áspero mecanismo del imperio”. El mantra de la administración colonial tardía no era ya la tradición y los privilegios consuetudinarios sino “la razón de Estado” y “el bien común” conforme a los particulares lineamientos de la corte borbónica. No por nada el intelectual limeño se sintió precisado a advertir a su auditorio, entre los que se encontraba el virrey del Perú y el poderoso visitador general José Antonio de Areche, que “el bien mismo deja de serlo si se establece y funda contra el voto y opinión del público” y que “mejorar al hombre contra su voluntad ha sido siempre el engañoso pretexto de la tiranía”.9

Así pues, es a mi parecer erróneo sostener que el principal reto que confrontó el celo reformista estribó en la existencia de una estructura monárquica de gobierno policéntrica, jurisdiccional, compuesta por diversos núcleos de poder más o menos equivalentes, regidos por magistrados a cargo de arbitrar entre derechos consuetudinarios múltiples ‒una visión del orden indiano de “marcado sesgo jurídico”, como bien subraya Paz–. No era así como funcionaba en la práctica el mundo colonial y no era así como los percibían sus actores. Los obstáculos provinieron, en cambio, de la combinación de vigorosos y variados focos de resistencia, violentos y no violentos, en los que estuvieron involucradas de muy distintos modos las elites criollas, las clases bajas urbanas y las comunidades indígenas, así como de las erráticas políticas de la administración indiana, fruto del insoslayable poder de intimidación de tales resistencias y de sus propios y endémicos clivajes ideológicos y facciosos.

Respecto de la dinámica de la política popular, resulta natural preguntarse si el considerable éxito de muchas de las protestas y acciones colectivas no llevó finalmente a que el ímpetu reformista quedara reabsorbido en los inveterados patrones de negociación y disputa provenientes del tiempo de los Habsburgos. ¿Contribuyó la frecuente intervención de la Corona en favor del vecindario a cristalizar la idea de un rey benevolente y justo, quien, en su calidad de árbitro de última instancia, aseguraba la preservación de ciertas armonías y equilibrios básicos? ¿Se podría interpretar el generalizado clima de agitación detrás de muchas de esas vacilaciones (salvaguardar el “orden público” era siempre una consideración de peso) como meras válvulas de escape de las presiones y, por lo tanto, un medio de control social? Es un argumento de sesgo funcionalista (los conflictos sociales terminan consolidando la legitimidad del régimen de poder del que emanan) que ha ido encontrando crecientes cultores en décadas recientes.

Yo no lo creo así. Lo que emerge de la vida pública charqueña son nudos de contradicciones irresueltas más que fricciones inherentes al sistema. La consecución, de hecho o de derecho, de los reclamos de la población local y las corporaciones urbanas operó como una evidencia de los impedimentos de la Corona y sus representantes para ejecutar sus programas, de los problemas de gobernabilidad, no de su inconmovible capacidad de adaptación. En el marco de una inédita cascada de medidas destinadas a reforzar en diversos planos el control metropolitano (el establecimiento de intendencias, el paso de Charcas a la órbita de Buenos Aires, la marginación de los criollos de los altos empleos, el alza de los impuestos, el destacamento permanente de los regimientos de Saboya y Extremadura, el avance sobre las prerrogativas del ayuntamiento y el claustro universitario, la deportación y encarcelamiento del principal referente del vecindario justamente por serlo), la plasticidad del sistema, que la tenía y mucha, fue forjando dos sólidas convicciones: el altísimo grado de discrecionalidad al que estaban sometidos los sujetos en razón de la arquitectura institucional vigente (los problemas de gobernanza) y la fuerza transformadora de su movilización colectiva y manifestaciones de disenso (los problemas de gobernabilidad). Una vez naturalizadas, estas nociones interpusieron formidables barreras a los designios de la administración indiana. Eran factores entrópicos. No favorecían el consenso y la cohesión social. Fomentaban la insumisión.

Un magistrado porteño evaluó de este modo los riesgos que ese escenario entrañaba: la situación de Chuquisaca, escribió a José de Gálvez, “la he tenido y tengo por una de las más graves que pueden ofrecerse en estos Dominios”.10 Y lo era porque a diferencia de los espectaculares pero esporádicos estallidos de violencia (la insurrección, la revuelta o el tumulto) no desafiaba el orden establecido desde afuera sino corrompía las instituciones destinadas a preservarlo desde adentro. Como explicó ese mismo funcionario en referencia al rol del principal representante del vecindario en las disputas político-institucionales que habían venido conmoviendo la ciudad por años, “él no consta que haya tomado las armas contra la Patria, pero sí consta que ha conspirado contra el buen orden y reglas de la administración de justicia, pervirtiendo y perturbando los juicios”. En esta sociedad, como es bien conocido, la potestad de juzgar era consustancial a la potestad de mandar. De modo que si en el imaginario monárquico borbónico las opiniones contestatarias constituían por principio una patología social, la cultura pública de disenso podía ser comparada con una enfermedad autoinmune: impedía que las autoridades locales, virreinales y metropolitanas, según los casos, distinguieran con nitidez los tejidos sanos de los patógenos, lo endógeno de lo extraño, lo funcional de lo sedicioso ‒y actuaran en consecuencia. El libro se ocupa de reconstruir las modalidades que adoptó ese trastorno a lo largo del tiempo y las dificultades para contrarrestarlo, aun cuando sucesivos magistrados regios de muy diversa laya hubieran demostrado plena consciencia de sus ominosas consecuencias para el normal funcionamiento del cuerpo político. El “sistema de Charcas”, como peyorativamente tildó el virrey marqués de Loreto a la metódica interferencia de patricios y plebeyos en altos asuntos de gobierno a través del ayuntamiento, la universidad y los estrados judiciales minaba irremediablemente las formas establecidas de obediencia a las superioridades y el lugar de estas como custodios de la soberanía regia. Y si los ministros dejaban de ser vistos (y tratados) como mediadores idóneos de la voluntad del monarca ‒la anarquía que tanto atemorizaba al arzobispo Moxó y Francolí‒ ¿a quién correspondería definir los parámetros de esa voluntad?

Discernir la emergencia de este tipo de interrogantes y seguir sus respuestas a lo largo de las décadas es el objetivo central del libro. El mundo que los Borbones crearon estaba en las antípodas del que pretendieron crear y los cambios políticos resultantes desbordaron por completo los motivos económicos, sociales o institucionales que inicialmente los impulsaron. Del desenvolvimiento de una cultura contestaria al interior de una sociedad fundada sobre ideales unanimistas, se podría afirmar, conceptualmente, lo que Joan Didion de las masivas protestas universitarias en Estados Unidos a fines de los años sesenta: “In the beginning there had been the necessary ‘issue’ ‒escribió sobre la toma del campus del San Francisco State College‒, the suspension of a 22-year-old instructor who happened as well to be Minister of Education for the Black Panther Party, but that issue, like most, had soon ceased to be the point in the minds of even the most dense participants. Disorder was its own point”.11 Desorden significa el trastrocamiento de las reglas que regulan, o debieran regular, un sistema institucional. Hay momentos, nos dice la autora, en que los motivos explícitos de las disputas no reflejan lo que las disputas ponen en juego. Hay un punto, observa, en que el desorden, violento o pacífico, se transforma en su propio punto. Es un fenómeno que, alcanzase o no el plano del discurso, está inscripto en la estructura profunda del acontecimiento.

Efectivamente, la mutación estructural de la vida pública adquirió en efecto una dinámica propia que fue más allá de las cambiantes y coyunturales causas de descontento. Esa dinámica habría de decantar y alcanzar su más plena expresión en el ultimátum que, el 25 de mayo de 1809, la audiencia de Charcas, en abierta connivencia con las elites capitulares, remitió al presidente Ramón García de León y Pizarro antes de forzar su remoción y arresto en medio de graves disturbios populares. Los ministros le comunicaron que, hallándose los moradores “oprimidos” por su gestión de gobierno, “no encuentra el Tribunal otro arbitrio para restituirle su antigua tranquilidad, que el que V. E. en obsequio de ella entregue inmediatamente el mando Político y Militar, como el Pueblo lo pide, con firme protexta de no aquietarse hasta que se verifique”; se lo exigían a nombre del rey y “como eco fiel de estos generosos habitantes”.12 Los magistrados como representantes del Pueblo, como voceros de la opinión pública; la voluntad regia como trasunto de la voluntad general. Ese era el mensaje. La intersección de dos fenómenos de diferente origen y temporalidad (uno aluvional, la cultura política contestataria, y el otro episódico, el desmoronamiento de la autoridad virreinal y metropolitana) hizo que el monarquismo como concepto político desplegase todas sus formidables propiedades proteicas, adquiriese máxima extensión y mínima comprensión: vasto en arraigo popular, exiguo en determinaciones ideológicas. Nada muy distinto a lo que habría de suceder a lo largo del continente en los tiempos venideros.

Por lo demás, nadie pareció creer por un momento que la vindicación del alzamiento chuquisaqueño como “un remedio contra la tiranía” podía atribuirse a añejas concepciones pactistas. Como el virrey Baltasar de Cisneros le advirtió a la “Audiencia Gobernadora”, los “verdaderos derechos” del trono y “nuestra constitución” debían ser defendidos “por el respeto y decoro de la autoridad legítima y por la conservación del orden público”, no por genéricas declamaciones de fidelismo. Las autoridades de Potosí, en consonancia con muchos otros que intentaron defender el status quo, lo formularon de manera más contundente: lo que en realidad estaba en juego era “una llamada y convite general para la revolución del reino, dando a los súbditos facultades amplias y extensivas para sojuzgar a los Jefes, castigarlos, deponerlos y decapitarlos”.13 Ya en 1807, el atribulado presidente García de León y Pizarro se había lamentado de que la exitosa resistencia del pueblo porteño al ejército británico y la deposición del virrey Sobremonte en el marco de un cabildo abierto habían avivado en Chuquisaca “una secreta animosidad en los Tribunales y cuerpos civiles para estimarse con facultades competentes contra sus respectivos Jefes en casos equivalentes, o en otras circunstancias, que fácilmente podría pretextar la malicia, o el espíritu de independencia”.14 De lo que se trataba, antes como ahora, era de edificar un nuevo orden, por más difusas y contradictorias las visiones de ese nuevo orden fueran, no de restaurar presuntos equilibrios y armonías pretéritas. Poco de lo que desencadenaría en el Alto Perú y en las provincias del Río de la Plata a partir de mayo de 1809 habría de desmentir ese diagnóstico.

Algunas consideraciones metodológicas

Contextos de enunciación

Me parecen muy pertinentes las observaciones de Ternavasio respecto de la naturaleza de la acción política que el libro pretende capturar: “cómo los actores van descubriendo, sobre la marcha de los acontecimientos, los sentidos que asumen sus propias intervenciones en esa marcha de final abierto. Son sus acciones las que (les) van develando el enorme poder que tiene el disenso y su capacidad para incidir en los procesos de toma de decisiones, más allá de los resultados obtenidos”. Tanto en este trabajo sobre la esfera pública urbana, como en mis anteriores inquisiciones etnohistóricas sobre las formas de movilización indígena, procuré diferenciar el significado social de las prácticas de las declaraciones de propósitos, lo que los actores hacen de lo que dicen, o creen, hacer. Hay una productividad en las acciones colectivas que excede las intenciones de sus protagonistas. Del mismo modo, los discursos políticos (proclamas formales, textos eruditos, piezas oratorias, líbelos anónimos, alegatos judiciales) son siempre leídos en contexto. Procuro, con mayor o menor fortuna, que el análisis de contenido, de las ideas, sea lo más meticuloso posible, pero que nunca aparezca disociado de sus condiciones específicas de producción y reconocimiento, simplemente porque esas condiciones alteran el contenido.

Me he empeñado en hacerlo, por caso, con un tratado constitucional del nivel de abstracción y densidad filosófica de Apuntes para una reforma de España, sin trastorno del gobierno monárquico, ni la religión (1797) de Victorián de Villava. He tratado de anclar sus postulados no solo en el horizonte conceptual de la ilustración católica, el usual foco de atención de los especialistas, sino en las singulares realidades políticas de la ciudad y la región en las cuales fue elaborado. Me pareció por ejemplo encontrar una correlación directa entre la vida pública de Chuquisaca y una de sus más extraordinarias aseveraciones, la que de una administración de justicia sometida a la discrecionalidad de los mandatarios coloniales, por un lado, y a la constante intromisión del monarca español como juez de última instancia, por otro, solo podía emerger un despotismo de tipo oriental. De semejante sistema, subrayó, se seguía un doble perjuicio: los vasallos quedaban a la merced de la arbitrariedad de sus superiores y las decisiones de los superiores, a la voluntad regia. ¿Cómo habría de concebirse un régimen político legítimo bajo tales premisas? “La potestad judicial debe hallarse del todo separada de la Corona y depositada en las Justicias”, escribió; y esas Justicias, a la vez, debían regirse por las más estrictas “formalidades del derecho”.15 Las reverberaciones de la deportación, detención y prolongado juicio del rector de la universidad y alcalde de primer voto Juan José Segovia, que conoció en profundidad por su estancia en la ciudad y por haber sido juez revisitador del virrey (el marqués de Loreto) que lo había instigado y luego él mismo condenado en Madrid por haberlo hecho, resultan palmarias. Recordemos que ese juicio, por sus graves consecuencias y connotaciones políticas, todavía en el siglo XIX era rememorado por los ancianos de Chuquisaca como un “antes” y un “después” en la historia de la ciudad.

Lo propio podría decirse de otro documento crucial de la época, el “Acta de los Doctores”, un pronunciamiento formal del claustro universitario en enero de 1809 denunciando las pretensiones de la princesa portuguesa Joaquina Carlota de Borbón de ejercer la regencia del trono español mientras durase el cautiverio de su hermano, Fernando VII. La famosa proclama ha sido a menudo interpretada como una prueba del “sello mucho más antiportugués que antiespañol” del movimiento charqueño y una manifestación local de la extendida teoría de la reversión de la soberanía a los pueblos en situaciones de vacatio regis (en este caso, el reconocimiento de la legitimidad de la Junta Suprema de Sevilla por sobre los derechos sucesorios de la Infanta). Sin embargo, cuando se interroga el texto a la luz de sus particulares condiciones de enunciación el sentido es muy diferente. Su rasgo distintivo, lo que lo tornó en un antecedente directo del alzamiento de mayo, no fue haber desdeñado las aspiraciones bragantinas (algo sobre lo que existía un muy generalizado consenso dentro y fuera de la ciudad), ni haberse atribuido la tutela de la soberanía (la subordinación a los mandatarios españoles aparece aquí como axiomática, no volitiva). Lo escandaloso fue haber acusado públicamente de traición a la Corona a los magistrados que habían permitido la circulación de los pliegos portugueses “del modo y forma que hasta aquí han circulado las órdenes de nuestros legítimos reyes”. La gravísima imputación está cifrada en una escueta alusión hacia el final del texto, pero todos sabían quiénes eran los apuntados: el intendente García Pizarro, al arzobispo Moxó y Francolí y el virrey Santiago de Liniers, vale decir, aquellos que venían confrontando con el vecindario desde hacía años. Lo que los contemporáneos debieron saber también es lo que nosotros sabemos hoy gracias a la exhaustiva investigación de Ternavasio: esa misma circulación estaba ocurriendo en gran parte del continente sin despertar mayores controversias y las respuestas de los mandatarios señalados no difirió en nada de las de otras magistraturas y corporaciones, incluyendo el propio ayuntamiento de Chuquisaca.16 La lógica discursiva (la defensa de los derechos del monarca depuesto) y la lógica política (el escarnio público a sus enemigos internos) eran dos lógicas complementarias y contradictorias que solo adquieren su pleno significado cuando se examinan en conjunto.17

En síntesis, la controversia generada por el claustro universitario no estribó en sus posturas jurídico-constitucionales, que eran muy convencionales, sino en haber instrumentado dilemas dinásticos a escala imperial en función de luchas de poder a escala local. Y existe otro contexto de enunciación, en este caso performativo, que no puede ser soslayado. Un enemigo de los mismos enemigos del patriciado, el fiscal y futuro referente de la sublevada “Audiencia Gobernadora” Miguel López Andreu, elogió sin tapujos el contenido del documento ‒nada en él le pareció alarmante o sedicioso‒ pero deploró enfáticamente que asuntos de semejante índole hubieran sido tratados en un ámbito colectivo sujeto a deliberación y polémica, en lugar de “con la mayor reserva en el seno del tribunal”.18 Lo alarmante no era lo dicho sino el acto de decir: la palmaria imposibilidad de los mandatarios (cualquiera fueran las disputas facciosas que los enfrentaban) en dictar los términos de la conversación pública sobre las cuestiones de Estado, los límites a la gobernabilidad. Es un fenómeno que puede aparecer a primera vista como fruto de la excepcional coyuntura atlántica pero que, puesto en todavía otro contexto, el de los tiempos largos, es claro que venía de mucho más lejos. Nadie en la época lo ignoraba.

Retrocesión

Una aproximación a los fenómenos políticos desde una historia de actores y procesos contribuye a inocularnos contra dos grandes pecados capitales en la comprensión de la crisis del orden colonial: omitir el pasado como factor causal en función de interpretaciones en clave de implosión imperial (un problema que Paz aborda con agudeza en su intervención) y situar los proyectos nacionales independentistas como motor, más bien que desenlace, de esa crisis.19 Cuando se exploran procesos de largo aliento se aprecia mejor cómo nuevas y radicales concepciones de autoridad pueden aflorar a partir del uso estratégico de lenguajes e instituciones ancestrales, más que de innovaciones filosóficas, tales como las ideas de la Ilustración.20 Una muestra de ello son las acostumbradas elecciones anuales de oficiales concejiles y el nombramiento de rectores por medio del voto secreto y universal del claustro universitario. Contra lo que podría presuponerse, no constituyeron por necesidad “consultas electorales de fachada” destinadas a revalidar sujetos previamente seleccionados conforme a criterios de estatus institucional, linaje, antigüedad o venalidad.21 Bajo determinadas circunstancias, que es necesario reponer con la mayor precisión posible, se volvieron resonantes teatros de contención en torno a las virtudes de los criterios representativos de autoridad por sobre los procedimientos delegativos propios de la administración regia. Eran compulsas que valorizaban las preferencias individuales y la razón estadística, la existencia de minorías y mayorías, por sobre las concepciones jerárquicas de unidad corporativa, “el espíritu de cuerpo” al que alude Paz. Aunque arropado en discursos organicistas propios del Antiguo Régimen, contribuyeron a naturalizar la existencia de diferencias de opinión y del ejercicio del voto como medio de dirimirlas. En un artículo de síntesis sobre la participación popular en las décadas previas a la independencia, Gabriel Di Meglio ha advertido, con razón, que es erróneo considerar “que el individuo de la sociedad colonial hispánica no existía por fuera de una concepción orgánica”, una noción muy prevalente en obras que, tácita o explícitamente, tratan la tradición y la modernidad como términos dicotómicos.22 Enfatizaría que ello aplica a las clases bajas tanto como a las elites patricias y, más importante todavía, no excluye las prácticas políticas desarrolladas en el seno mismo de las instituciones corporativas. Una vez más, un rasgo fundamental de la cultura pública de disenso es que corría tanto vertical como horizontalmente.23

El “radicalismo de la tradición”, como es definido en algunos de los estudios sobre la transición del Antiguo Régimen a la política moderna en Francia o Inglaterra, se advierte también en el repetido llamado a cabildos abiertos donde, con la activa presencia de los gremios de oficios, se discutían y objetaban decisiones superiores (de “Junta de vecinos que se formó en las mismas casas capitulares” las tachó con premonitoria agudeza el marqués Loreto).24 Asimismo, en consonancia con lo que sostiene Ortemberg en su excelente libro sobre los rituales de poder en la Lima tardocolonial, vemos la acostumbrada oratoria pública ornamental transmutarse en discurso político beligerante.25 Ello ocurre con las alambicadas oraciones panegíricas (la de Segovia en honor de la asunción del intendente Ignacio Flores en 1782 o la del rector Miguel Salinas y Quiñones al arzobispo Benito María Moxó y Francolí en 1807) pero también, por ejemplo, con una singular alocución de un oidor gallego llamado Pedro Antonio Cernadas Bermúdez a la que el libro dedica varias páginas. En septiembre de 1781, desde un estrado en la Plaza Mayor, en respuesta a infundados rumores de un inminente motín popular, el magistrado reconvino a patricios y plebeyos que debían sentirse agradecidos por “la suavidad del gobierno”, “la cortedad de las pensiones” y “la inviolable observancia a la Justicia” de que gozaban. Podría ser interpretado como una mera reafirmación de lealtad a la Corona si no fuera porque los destinatarios de tal arenga habían atribuido a los “europeos”, incluyendo especialmente el propio oidor, la propagación de esos falsos rumores “para conseguir superioridad, distinción y preferencia, o para fabricar fortuna con el material de ajenas ruinas”, dijeron. Y también porque, por entonces, la corte de Madrid había ya ordenado la destitución del orador, entre otras razones porque las elites capitulares, sentadas en primera fila, lo habían repetidamente acusado de imponer junto al resto de sus colegas de la audiencia la práctica de que “cualquiera providencia que expide un ministro se debe sostener por los demás, aunque sea con abandono de la razón, por respeto y decoro de la toga” y que “esta es la doctrina, o por mejor decir maqueavelística máquina, con que en esta ciudad se repite el grave daño de sus vecinos y se trastornan los más sagrados estatutos”. La extrema politización de la vida urbana, los múltiples vasos comunicantes entre la política de la plaza y la política de las cortes, quedaba a vista de todos, aun en rituales de poder tan en apariencia convencionales.26

No quiero decir con esto que la conformación de una esfera política pública suscitó por sí misma el fin del gobierno español, pero sí que creó sus condiciones de posibilidad. Tomando prestadas palabras de la obra de Roger Chartier sobre los orígenes culturales de la Revolución Francesa, provocó “mutaciones de creencias y de sensibilidades que harán descifrable, aceptable, la destrucción tan rápida y tan profunda del antiguo orden político y social”.27 El efecto acumulativo de las experiencias pasadas es fundamental. Lo ocurrido desde la década de 1770 en adelante fue conformando un reservorio de memorias colectivas que brindaron un horizonte de inteligibilidad a los dramáticos eventos que se precipitarían hacia el cambio de siglo. En mi caso particular, por algún motivo, esa dinámica histórica me suele traer a la mente, como una suerte de reflejo condicionado, una alegoría literaria con la que me topé hace muchos años, cuando se leían cosas así, y que puede resultar de alguna utilidad compartir en esta ocasión.

En un artículo titulado “A propósito de El sonido y la furia. La temporalidad en Faulkner”, Jean-Paul Sartre escribe: “Según parece, puede compararse la visión del mundo de Faulkner con la de un hombre sentado en automóvil descubierto y que mira hacia atrás. A cada instante surgen a su derecha y a su izquierda sombras informes, espejeos, haces de luz, que no se convierten en árboles, hombres y coches sino un poco después con la retrocesión. El pasado gana con ello una especie de superrealidad”.28 Creo yo que la cualidad evocativa de esta imagen radica en que tendemos instintivamente a pensar las cosas al revés: las sociedades se desplazan en el tiempo mirando hacia adelante, reaccionan ante aquello que se aproxima en el camino, y el producto de ese encuentro es confinado al espejo retrovisor mientras siguen avanzando y afrontando nuevos retos. No se trata por supuesto de que las sociedades carezcan de una visión (de muchas y contrapuestas visiones) del porvenir, y operen en consecuencia. El mismo Sartre advertía allí que “el hombre no es de modo alguno la suma de lo que tiene, sino la totalidad de lo que no tiene todavía, de lo que podría tener”, y se preguntaba luego, “para explicar el pasado mismo, ¿la tarea del historiador no consiste acaso, ante todo, en buscarle su porvenir?”.29 Discernir los futuros posibles que laten sofocados en las situaciones históricas bajo estudio, particularmente en épocas de flujo y cambio, es sin duda crucial. Pero debemos hacerlo sin perder de vista, como les ocurre en grado sumo a los personajes de El sonido y la furia, que la vida en sociedad se vive para adelante pero se entiende para atrás. Es un dilema que nada tiene de abstracto y que, en lo relativo a los acontecimientos de 1809, salió muy rápidamente a la superficie.

En efecto, el primer análisis histórico en buscarle un porvenir al levantamiento de Chuquisaca provino de uno de sus más estelares protagonistas, Bernardo de Monteagudo. En 1812, ya establecido en Buenos Aires, el abogado charqueño sostuvo que “se presentó en el teatro de las venganzas el intrépido pueblo de La Plata (…) y derribó al mandatario que le sojuzgaba, abriendo así la primera brecha al muro colosal de los tiranos”.30 Ideólogo de una revolución sin fronteras ni destino ciertos, era su responsabilidad elaborar discursos identitarios retrospectivos, teleologías, conjurar el pasado en función de lo que veía o creía ver río arriba, lo contrario de la temporalidad en William Faulkner. Sabemos hoy que no es ese porvenir (la emancipación) ni mucho menos los porvenires que las historiografías patrias pergeñarían más tarde (los sentimientos nacionalistas), los que capturan la compleja mecánica de las tensiones y antagonismos que eventualmente desembocarían en el gran estuario de las independencias hispanoamericanas.

Los vecinos que se lanzaron a la primera rebelión abierta contra las autoridades constituidas tras la invasión napoleónica no lo hicieron motivados mayoritariamente por lo que el más intransigente de sus cabecillas avizoraba por delante, sino por lo que veían hacia atrás. Pero la tesis central del libro es que ese atrás, el conjunto de experiencias discretas que moldeaban su visión de lo que se estaba desencadenando en la ciudad, en la región y en la metrópoli, no era un atrás de consensos fundamentales y conflictos pasajeros, de un mundo más o menos inmóvil, sino de una sociedad profundamente trastornada. Lo que surgía con el ejercicio de retrocesión, con la yuxtaposición de los extraordinarios acontecimientos presentes con los eventos pasados, no era ninguna nostalgia de épocas pretéritas, ningún afán de conservar ancestrales jerarquías estamentarias, sino un pasado henchido de pugnas por alterar el orden natural de las cosas. El hecho de que esos futuros imaginados, “la suma de lo que no se tenía todavía”, se hubieran moldeado con retazos de lenguajes y concepciones heredadas tendió a dotarlos de una desconcertante ambigüedad y fluidez. Pero no los hacía menos corrosivos y sediciosos. Debemos cuidarnos, al modo inaugurado por Monteagudo, de asignar a las expectativas de transformación política certidumbres que solo se irían delineando con el paso del tiempo, mas no debiéramos minimizar por ello su profundo radicalismo y su distintiva historicidad.

La casa de Bernarda Alba

“Toda acción cae en una red de relaciones y referencias ya existentes, pone en movimiento más de lo que el agente puede prever”, observa Ternavasio en referencia a la teoría de la acción de Hannah Arendt y su énfasis en la praxis de los actores. Admito, para mi pesar, que he leído poco y mal a la filósofa alemana, pero coincido plenamente en que reponer esa red de referencias en el tiempo y el espacio es clave. Un comentario del sociólogo Finn Bowring sobre el pensamiento de Arendt resulta al respecto muy sugestivo. En un artículo intitulado “Hannah Arendt and the Hierarchy of Human Activity”, se recupera esta cita de The Promise of Politics: “the more peoples there are in the world who stand in some particular relationship with one another, the more world there is to form between them, and the larger and richer that world will be”. Bowring denomina esta perspectiva analítica “Arendt’s epistemological cubism”.31 En nuestra disciplina, lo más parecido al cubismo epistemológico es posiblemente, como escribe Ortemberg, la microhistoria. Carlo Ginzburg, en uno de sus elegantes ensayos sobre su práctica historiográfica, recuerda que una de sus inspiraciones para escribir El queso y los gusanos. El cosmos según un molinero del siglo XVI había sido Guerra y paz, “la convicción expresa de Tolstói de que un fenómeno histórico puede ser comprensible solamente mediante la reconstrucción de la actividad de todas las personas que han formado parte de él”.32 Una quimérica aspiración a la historia total que solo puede ser muy imperfectamente perseguida reduciendo el campo de observación. Para volver a nuestro tema, es en esta escala, y tal vez únicamente en esta escala, que podemos combinar en un mismo objeto de estudio las variadas instituciones imperiales y locales de gobierno, múltiples grupos sociales y también el derrotero de ciertos individuos: su actuación pública, el entramado de relaciones interpersonales, su cosmovisión. “Más mundo”, como quería Arendt.

Una cuestión metodológica no menor es que posiblemente la manera más apropiada de reconstruir esos mundos sea mediante técnicas narrativas. Como observó Alan Knight en su reseña del monumental libro de Eric Van Young, La otra rebelión. La lucha por la independencia de México, cuando una obra de este de tipo es fraccionada temáticamente el proceso histórico tiende a aparecer sin principio, medio ni “desenlace discernible”; se hace difícil advertir las regularidades y patrones de comportamiento, “la sensación de cambio a lo largo del tiempo”: “Es como si se escribiera la historia de la Segunda Guerra Mundial sin abordar la historia general (desencadenamiento, extensión, cambio de marea, conclusión y consecuencias), sino generando una serie de capítulos detallados: suboficiales; tanques; submarinos; propaganda gubernamental; mujeres, etc.”.33 Ya a mediados de los años setenta, en el marco de un debate sobre “modelos de cambio social”, E. P. Thompson había comentado que si bien en sus iniciales pesquisas sobre la política popular en el Antiguo Régimen había llegado a creer, como sus más avanzados colegas de la época, que la “forma más estúpida de historia era la historia narrativa”, y consiguientemente dado a sus trabajos una organización temática, había al final concluido que “en definitiva la forma más precisa, la forma más analíticamente precisa, de capturar los procesos de transformación es justamente la historia narrativa”. Para el autor del incomparable Whigs and Hunters. The Origin of the Black Act, discernir la “lógica histórica” ‒aquello que distingue la narrativa de la crónica, el análisis de la descripción‒ entrañaba ensamblar las conceptualizaciones teóricas con las realidades empíricas concretas, puesto que los modelos generales de cambio social adquirían todo su poder explicativo al aparecer articulados al flujo mismo de los acontecimientos.34

En la historiografía americana, la combinación de modalidades narrativas y analíticas de escritura histórica cuenta con muy ilustres modelos: C. R. L. James sobre la revolución haitiana, Tulio Halperin Donghi sobre la independencia del Río de la Plata, Emilia Viotti da Costa sobre la abolición de la esclavitud en Demerara, John Womack sobre el movimiento zapatista, son algunos de los ejemplos que vienen rápidamente a la memoria.35 El impacto de estos libros en generaciones de estudiosos de lo que Ortemberg denomina “el cambio histórico en su dimensión política”, incluyéndome a mí y tantos otros, puede ser ilustrado mediante la conocida parábola hindú de los ciegos y el elefante. Se cuenta que un animal desconocido se acerca a una aldea de ciegos y que, al regresar de una misión de reconocimiento, uno de ellos que había alcanzado a palpar la trompa pronunció que se trataba de una serpiente, otro que tocó la pata, de un tronco de árbol, otro que tanteó los colmillos, de una lanza, y otro las orejas, de un abanico. Los enfoques temáticos sin esfuerzos totalizadores son lo que la percepción de los aldeanos hindúes a la figura del animal desconocido. Lo que esto quiere decir, simplemente, es que la indagación de fenómenos políticos complejos, sean coyunturas excepcionales o procesos aluvionales, es poco hospitalaria a la suma de inquisiciones puntuales, a la historia como práctica forense. Requieren descripciones densas de polivalentes secuencias de eventos y atribuciones de sentido, un tratamiento situacional, holístico y comprehensivo: el elefante en toda su magnífica extensión.

Ortemberg nota que el volumen sigue una progresión cronológica cuya trama avanza a partir de la “disección” de los múltiples problemas conceptuales que van apareciendo en función de “las mutaciones pequeñas o resonantes de la conflictividad social y política” de la ciudad; se presta considerable atención a “la contingencia y la personalidad de los funcionarios”, a “la narración de los sucesos y personajes que aparecen y desaparecen teatralmente en los treinta años que abarca la construcción de la cultura del disenso urbana”. Además de las ya mencionadas consideraciones epistemológicas, agregaría que esta combinación de “un desarrollo analítico y a la vez narrativo” estuvo motivada por un simple interés en recuperar de los archivos y poner en primer plano las trayectorias grupales y personales sobre las que se montó la gran historia de que fueron parte. ¿Cuál es la relevancia de esas trayectorias? ¿Por qué una inquisición dedicada a comprender los orígenes de la esfera política pública y el colapso del dominio español, y a formular hipótesis generales sobre la articulación entre ambos fenómenos, dedica tanto espacio a disputas focalizadas y figuras particulares, tales como el intendente Ignacio Flores (el disparador inicial de la investigación), el doctor Juan José Segovia, los ministros Cernadas Bermúdez y Domingo de Arnaiz de las Revillas o los virreyes Juan José de Vértiz y el marqués de Loreto?

En términos puramente historiográficos, se podría pensar en un postulado de Giovanni Levi según el cual, si bien “las estrategias sociales desarrolladas por los diferentes actores” tienden a fundirse en un “equilibrio relativo”, en una lógica sistémica, su participación “en la formación y modificación de estructuras que sostienen la realidad social no pueden ser evaluadas solamente sobre la base de los resultados tangibles: a lo largo de la vida de cada uno, cíclicamente, nacen problemas, incertidumbres, elecciones, una política de la vida cotidiana centrada en la utilización estratégica de las reglas sociales”.36 Es una premisa de estimulantes derivaciones para los modos cómo conceptualizamos los vínculos entre estructura y agencia y, por consiguiente, diseñamos nuestras agendas de investigación. No obstante, a riesgo de agotar la paciencia de quienes hayan llegado hasta aquí, voy a encuadrar el problema mediante una última imagen prestada de la literatura que, como las otras, carece de rigor metodológico alguno, pero tiene un especial poder de sugestión, de condensar una idea o, mejor todavía, un punto de vista. Y puesto que el libro se abre con la evocativa Canción del jinete de Federico García Lorca (“En la luna negra / de los bandoleros / cantan las espuelas / Caballito negro / ¿Dónde llevas tu jinete muerto?”), no parece impropio cerrar esta intervención con otra referencia a su obra.

El ensayista y novelista irlandés Colm Tóibín recuerda que la última y póstuma pieza teatral del escritor andaluz, La casa de Bernarda Alba, fue escrita en 1936, pocas semanas antes de su asesinato en Granada por fuerzas falangistas, cuando los signos de la tragedia que habría irremediablemente de cernirse sobre España eran ya atronadores. “En ese año fatídico”, apunta Tóibín, “produjo una obra de teatro que tenía toda la austeridad y la artística simplicidad de una canción de Schubert. Era una obra de voces femeninas llenas de ansia y desconsuelo, pero rodeadas de un sentido salvaje de restricción y crueldad que toda la audiencia que imaginó para su obra podría reconocer e identificarse”. Lorca, empero, era demasiado sutil para hacer de esas condiciones externas algo demasiado evidente o pedagógico y, sobre todo, “estaba demasiado interesado en la pura emoción y profundidad de los conflictos entre sus personajes como para hacerlos más pequeños que el mundo que los circundaba”.37

Comprender los derroteros de una sociedad a través del espejo deformante de las vicisitudes de los individuos y grupos que la componen, no hacer de esas vicisitudes un asunto de menor cuantía que la constelación de circunstancias históricas que las enmarcan y las dotan de sentido. No se me ocurre un mejor programa de estudios.

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1 Auster (1996: 14). Los subrayados son míos.

2 Moore, L. (1998). Birds of America. New York: Vintage Books, p. 123. Traducción mía.

3 Geertz (2003: 39).

4 Citado en Serulnikov (2022: 193).

5 Citado en Serulnikov (2022: 458).

6 Citado en Serulnikov (2022: 532).

7 Citado en Serulnikov (2022: 219).

8 Citado en Serulnikov (2022: 530 y 28).

9 Citado en Serulnikov (2022: 194).

10 Citado en Serulnikov (2022: 335).

11 Didion, J. (1990). The White Album. New York: The Noonday Press, p. 37.

12 Citado en Serulnikov (2022: 510).

13 Citado en Serulnikov (2022: 504-505).

14 Citado en Serulnikov (2022: 462).

15 Citado en Serulnikov (2022: 415).

16 Ternavasio (2015).

17 Serulnikov (2022: 486-494).

18 Citado en Serulnikov (2022: 493).

19 Para un debate reciente sobre este tema, véase por ejemplo Ricketts, M., Posada-Carbó, E., Thibaud, C. y Hamnett, B. (2018). Book Forum. Imperial Collapse or Revolution? A Discussion of Brian R. Hamnett’s The End of Iberian Rule on the American Continent, 1770-1830. Journal of Early American History, 8, pp. 231-258.

20 En su estudio sobre la Academia Carolina, Clément Thibaud sostiene por ejemplo que la adopción de las ideas del Siglo tendió muchas veces a ser superficial, “más un rumor, una moda, un enciclopedismo miope que un auténtico espacio de interrogación sobre el mundo”. Thibaud, C. (1997). La Academia Carolina de Charcas: una ‘escuela de dirigentes’ para la Independencia. En R. Barragán, D. Cajías y S. Qayum (Comps.), El siglo XIX. Bolivia y América Latina (p. 51). La Paz: Muela del Diablo Editores.

21 Sobre el concepto de “consulta electoral de fachada” en la Europa de Antiguo Régimen, ver Christin, O. (2017). Vox Populi. Una historia del voto antes del sufragio universal. Buenos Aires: Paradigma Indicial, pp. 104-115.

22 Di Meglio (2021).

23 Desarrollo este tema con mayor detenimiento en Serulnikov, S. (2023). University Governance and the Culture of Dissent in Eighteenth-Century Charcas. Hispanic American Historical Review, 103(3), pp. 461-494.

24 Citado en Serulnikov (2022: 342).

25 Ortemberg (2014).

26 Citado en Serulnikov (2022: 170-177).

27 Chartier (1995: 14).

28 Sartre (1960: 57-58). Modifiqué levemente la traducción del francés.

29 Sartre (1960: 62).

30 Citado en Serulnikov (2022: 515).

31 Bowring (2017: 176).

32 Ginzburg (1994: 31).

33 Knight (2004: 450-451).

34 “SSRC Seminar on Models of Social Change”, 1977. Disponible en Youtube https://www.youtube.com/watch?v=i3Rk-h9Ugd4&t=416s

35 James, C. L. R. (1963). The Black Jacobins: Toussaint L’Ouverture and the San Domingo Revolution. New York: Vintage Books; Halperin Donghi, T. (1972). Revolución y guerra. Formación de una élite dirigente en la Argentina criolla. México: Siglo XXI; Viotti da Costa, E. (1994). Crowns of Glory, Tears of Blood: The Demerara Slave Rebellion of 1823. New York: Oxford University Press; Womack, J. (1969). Zapata y la Revolución Mexicana. México: Siglo XXI.

36 Levi (1990: 11).

37 Tóibín (2018). Traducción mía.