Notas y debates
Florencia Guzmán
Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires-CONICET.
Correo electrónico: florenciaguzman@yahoo.com.ar.
Fecha de recepción: 30 de julio de 2023
Fecha de aceptación: 15 de diciembre de 2023
Durante veintiséis años, el cura de Los Llanos, don Cándido Sotomayor, llevó a cabo una labor de ordenamiento y clasificación del curato que resulta sorprendente dada la dinámica de cambio constante que caracterizaba a esa comunidad hacia finales del período colonial. En este sentido, pareciera que su labor no consistió en una mera reclasificación de la población, sino más bien en una categorización personal y consistente basada en los criterios implícitos de percepción de la calidad. Las categorías utilizadas por Sotomayor revelan tanto los valores arraigados en su posición en la jerarquía social como los cambios en los imaginarios raciales vigentes y su resignificación hacia el final de la era colonial. Es importante resaltar, en sintonía con lo expresado por las autoras, las oportunidades que el análisis de la labor de Sotomayor brinda para examinar los enfoques a través de los cuales los censistas observaban la realidad. Asimismo, permite contrastar percepciones, consistencias y reforzamientos de ciertos atributos implícitos de la calidad a lo largo del tiempo. Esta mirada detallada sobre el trabajo y los criterios de clasificación del religioso nos ofrece una ventana única para comprender cómo se construía y percibía la calidad en esa época, así como para analizar los cambios y continuidades en las valoraciones sociales y raciales a lo largo del periodo colonial.
Palabras clave: calidad, clasificación, consistencia, categorías raciales.
Don Cándido Sotomayor and his consistency in the perception of quality
For twentysix years, the priest of Los Llanos, Don Cándido Sotomayor, carried out a task of organizing and classifying the priesthood that is surprising given the dynamics of constant change that characterized that community towards the end of the colonial period. In this sense, it seems that his work did not consist of a mere reclassification of the population, but rather a personal and consistent categorization based on the implicit criteria of quality perception. The categories used by Sotomayor reveal both the values rooted in his position in the social hierarchy and the changes in the current racial imaginaries and their resignification towards the end of the colonial era. It is important to highlight, in line with what the authors expressed, the opportunities that the analysis of Sotomayor’s work provides to examine the approaches through which the census takers observed reality. Likewise, it allows contrasting perceptions, consistency and reinforcements of certain implicit attributes of quality over time. This detailed look at the religious’s work and classification criteria offers us a unique window to understand how quality was constructed and perceived at that time, as well as to analyze the changes and continuities in social and racial evaluations throughout the colonial period.
Keywords: quality, classification, consistency, racial categories.
El país indiviso es una obra madura que refleja una larga y minuciosa reflexión. La investigación, enriquecida desde la doble perspectiva de la historia y de la antropología, deriva en un texto que hace gala de una densidad interpretativa profunda y sumamente clarificadora. Destreza de artesanos es la que se aprecia, tanto en la investigación como en la escritura, como lo ha expresado Raúl Fradkin, director de la colección de Prometeo que publicó este libro.
A lo largo de cinco capítulos y un epílogo, se reconstruye la sociedad de Los Llanos de La Rioja, región que se extiende hacia el sudeste de esta provincia y que presenta características que le dan especificidad. La distinción de Los Llanos desde el punto de vista histórico radica en el aislamiento que fue su característica distintiva desde las primeras etapas de su poblamiento, así como en la circunstancia de haber sido un área poco apetecible para los linajes fundadores y hegemónicos de La Rioja, dada sus carencias de aguadas. Estas notas posibilitaron un poblamiento protagonizado por hombres que no buscaban ni esperaban mercedes de tierras ni servicios de indios que fueron modelando una sociedad de rasgos muy singulares. Pero la particularidad de Los Llanos presenta un interés mayor cuando se tiene en cuenta que la región constituyó la base humana y económica de las montoneras del siglo XIX, que lideraron Juan Facundo Quiroga y Ángel Vicente Peñaloza, conocido como el Chacho, además de otros caudillos de significación local. El libro que nos ocupa no examina las montoneras en sí, sino que reconstruye la sociedad en la que surgieron; se enfoca en los antecedentes que fueron procesándose a través del siglo XVIII que llevaron a esta región a adquirir un papel político y social relevante en las guerras civiles y en las luchas por la organización nacional.
La investigación aborda tres núcleos de análisis principales, vinculados a las relaciones sociales que se forjaron en la región, la conflictividad agraria y el concepto de “país indiviso” mencionado por Sarmiento en su biografía del Chacho Peñaloza. A través de estos temas, se posibilitan discusiones amplias y profundas que contribuyen a explicar la conformación del campesinado rioplatense y particularmente llanista. Las autoras mencionan que este libro es una genealogía de la obra de Ariel de la Fuente, Los hijos de Facundo, caudillos y montoneras en la provincia de la Rioja durante el proceso de formación del estado nacional argentino, 1855-1870, en tanto, ambas obras tratan sobre las milicias montoneras en la misma región, aunque están centradas en diferentes épocas. Aquí se ofrece una visión profunda de la sociedad vallista del siglo XVIII, sobre las formas del clientelismo antes del caudillismo y antes de la aparición de la política en el siglo XIX. En el árido contexto de Los Llanos, aptos para la cría de ganado, el conflicto por la tierra parecía estar ligado a la propiedad indivisa, en una especie de prehistoria que las montoneras federales expresaban. Es el mundo de los abuelos de los montoneros protagonistas del libro de Ariel de la Fuente, de la formación de un conjunto de comunidades pastoriles que, por razones de orden demográficos, productivo, ambiental e institucional se estructuran a fines de la colonia como campos comuneros.
Un conjunto heterogéneo de documentos y registros históricos de muy diferentes procedencias llevó a las autoras a dialogar con pasados remotos, pero también con el presente. Entre estos documentos se incluyen registros tardíos del período colonial, que se conservan principalmente en el Archivo Histórico y del Arzobispado de Córdoba. Los censos de 1767 y 1795 y un informe de la población de 1805 fueron los disparadores y la columna vertebral de buena parte del desarrollo del libro, los cuales les permitieron indagar sobre la diferenciación socioétnica y económica de la población, así como distinguir entre los que llegaron antes y después a la zona, los vecinos y los propietarios. Además, una serie de disputas por tierras les proporcionaron información sobre las concesiones de tierras y las denuncias, lo que alertó a las investigadoras sobre la importancia de la conflictividad en el análisis de la propiedad indivisa. Un informe del CFI (Consejo Federal de Inversiones) elaborado en 1964 en el que figuraban las reconstrucciones históricas de las estancias que se mantenían bajo ese nombre en Los Llanos, revelaba que la mitad de la población de esa zona seguía viviendo en condiciones de extrema pobreza.
Si se tratase de destacar las fortalezas del libro, una de ellas sería, sin lugar a dudas, ese intento constante y cuidadoso de analizar quién es quién en aquel poblamiento y repoblamiento llanista; tarea compleja de antemano, si consideramos que la región de Los Llanos de fines de siglo es un mundo en constante movimiento. Entre las clasificaciones que se examinan, muy interesante resulta el análisis de la categoría híbrida de soldado en la que se ocultaban indios y mestizos con pretensiones de hispanidad. Estos soldados, que participaron en las entradas al Chacho y reclamaban reconocimientos y retribuciones, obtendrían premios como consecuencia de sus acciones militares. Es decir, que algunos soldados se habrían ganado a pulso su patrimonio y también su respetabilidad ¿Cómo percibían y valoraban estos cambios en la comunidad? ¿Coincidían las identidades y las clasificaciones étnico-raciales con las adscripciones individuales y familiares? El análisis también se enfoca en esas comunidades de parentesco jerarquizadas, donde había dueños principales, otros que no lo eran, criados y agregados. Territorios propicios para el cultivo de relaciones clientelares, que involucraban incentivos materiales y vínculos emocionales con los líderes federales.
En el intento de distinguir la calidad de las personas, el libro también aborda y contribuye a problematizar las clasificaciones y adscripciones coloniales, los imaginarios raciales y la cuestión de las identidades en clave local y regional. Me centraré particularmente en este análisis, no solo porque considero relevante el aporte que realizan las autoras, sino además porque interpela mis propias investigaciones. Cabe mencionar, que en algún momento investigué la sociedad de Los Llanos y también la de Catamarca a finales de la colonia.
Si bien en la actualidad existe un consenso respecto a la necesidad de deconstruir los significados de las categorías taxonómicas, hay que reconocer que las autoras fueron pioneras en establecer esta línea de análisis para estudiar los mestizajes. Los trabajos de Boixadós y Farberman, y los realizados en conjunto en estos años, ofrecieron y remarcaron en el estudio de clasificaciones coloniales un desplazamiento hacia una perspectiva situacional, confirmando un proceso en movimiento, dinámico, de identidades fluidas, que desafiaban los esencialismos culturales e historiográficos.
El libro discurre en estos caminos y desde los planteamientos sobre la identidad, que permiten una alternativa teórica adecuada para comprender los procesos heterogéneos y multifacéticos de identificación y adscripción. En esta concepción, se cuestionan las afirmaciones que suponen que las identidades de los españoles, mulatos, zambos, pardos, mestizos, indígenas, han existido desde siempre, son transparentes y están garantizadas por una misma posición histórica. Por el contrario, no se pueden definir de antemano quiénes son unos y otros ya que las personas no siempre ocupan los lugares ni expresan las identidades que el investigador considera que deberían asumir. Solo a través del estudio detallado de archivos y del análisis del contexto, guiados por una problematización productiva que se pueden abordar estos estudios sobre las identidades. Las cuales, como queda demostrado a lo largo de las páginas, deben analizarse en relación con las dinámicas de poder y la historicidad que las constituye.
Desde esta perspectiva también se abordan los procesos de autoadscripción o autorrepresentación; es decir, sobre cómo las personas se veían a sí mismas, cómo operaban el reconocimiento con parientes y vecinos, y cómo la movilidad social alentaba estrategias o expectativas de hispanidad o blanqueamiento para ellos y su descendencia. En este juego de escalas y cruces, se destacan las reconstrucciones de microbiografías y trayectorias que revelan claves para comprender el significado de las categorías y los desafíos que implicaba asumir una identidad en la comunidad. Queda claro a través de las páginas que no había un solo criterio de clasificación social, sino varios criterios complementarios, en tanto la condición social de una persona dependía en gran medida de su filiación y procedencia, pero también de sus logros sociales, económicos y culturales. La honra, el buen nombre, el prestigio no se derivaban de cada factor individual, sino que eran determinados por la combinación de todos ellos: de la calidad.
Desde esta perspectiva, resulta fecundo el diálogo que se puede formalizar con la historiografía del Noroeste argentino, tal como se ha dado desde los años 90, cuando se realizaron investigaciones que reflexiona entre la historia, la etnohistoria y la antropología cultural, posibilitando otras miradas sobre los procesos de mestizajes entendidos como desarrollos más complejos y ambiguos. Un ejemplo es el libro de José Luis Grosso, Indios muertos, negros invisibles, hegemonía, Identidad y añoranza, en el cual el autor realizó investigaciones de campo durante más de veinte años en Santiago del Estero. En este caso, la creciente mezcla de indígenas y afrodescendientes “negros” en la Mesopotamia santiagueña no produjo cholos ni zambos, sino que llevó a la “desaparición” de lo negro en lo indio y mestizo. Dadas estas ubicuidades, resulta importante analizar el contexto de producción de las fuentes para tener una mayor comprensión de las formas de clasificación, ya que estas revelan o son indicios de las políticas que crearon esos instrumentos y también de quienes las produjeron.
Por estas razones, otro aspecto para destacar tiene que ver con las fuentes y la metodología. Aquí se impone enfatizar cuánto pesa la herramienta que se usa para analizar el universo social. Estas diferencias se advierten claramente en el libro cuando se analizan los censos de 1767 y 1795. Se reflexiona aquí sobre los diferentes lentes a través de los cuales los censistas percibían la realidad social y los criterios implícitos en el discernimiento de la calidad de los sujetos que clasificaban, así como del conocimiento más o menos profundo que poseían sobre la población a registrar y del lugar que ellos mismos ocupaban en la jerarquía social. En este caso, tanto don José Antonio Baigorria de la Fuente, en 1767, como don Cándido Sotomayor en 1795 trazaron a partir de su grilla una descripción diferente de la sociedad vallista. Las divergencias no son sorprendentes, en la medida que los censos muestran no solo dos momentos distintos de la historia demográfica de Los Llanos, sino dos realidades socioétnicas retratadas según modalidades y prismas diferentes. Pero, incluso, se pueden llegar a verificar diferencias o matices en una misma trayectoria, como sería la que ofrece don Cándido Sebastián Sotomayor, responsable durante un cuarto de siglo de registrar y clasificar a la población del curato de Los Llanos.
Cándido Sebastián Sotomayor fue nombrado párroco de Los Llanos en 1783 y ocupó ese cargo con intermitencias hasta 1809. Durante los veintiséis años en los que estuvo a cargo del curato, tuvo la responsabilidad de constituir el archivo eclesiástico, iniciando los libros parroquiales de bautismos, matrimonios y defunciones de la iglesia de Nuestra Señora del Rosario, con sede en el pueblo de Tama. También debió realizar en 1795 el censo de población y en 1805 un informe sobre la población y sus habitantes destinado al Dean Gregorio Funes, a cargo del obispado vacante de Córdoba en ese momento. De modo que fue el responsable de producir documentos sobre la población de Los Llanos en un periodo caracterizado por el crecimiento del conjunto de la población del curato.
En el momento en el que asume Sotomayor, el Obispo del Tucumán, don José Antonio de San Alberto, realizó una visita al curato y entre otras cuestiones solicitó la revisión de los libros parroquiales. Como los originales habían sido llevados a Córdoba por el párroco anterior, don Nicolás Videla del Pino, el prelado solo examinó algunos cuadernos incompletos que venían “sin orden ni método”.1 Motivo por el cual, el nuevo párroco fue instruido a través de un texto muy detallado sobre cómo se debía realizar la observancia religiosa y el registro de cada uno de los actos sacramentales. Ante todo, y de manera urgente, era necesario salvar las grandes dificultades que ocasionaban la extensión y la falta de comunicación en la parroquia. En referencia a los bautismos, el Obispo recomendaba nombrar a una o dos personas bien calificadas en cada partido para que fuesen los responsables de administrar el sacramento apenas producido el nacimiento. Luego los progenitores o progenitoras tendrían dos meses para llevar a los recién nacidos a la capilla central en un día domingo o festivo, donde Sotomayor o los sacerdotes en funciones debían completar el bautismo con los sagrados óleos y luego anotarlos en los libros correspondientes. Según las indicaciones, cada registro debía contener el nombre del niño bautizado, de sus padres o alguno de ellos y de sus “naturalezas y vecindad”. También se debía consignar el lugar y fecha del bautismo y de los óleos, quiénes y dónde se habían realizado, junto al nombre de los padrinos.
Sobre el sacramento del matrimonio también había recomendaciones. El Obispo dejó asentada la necesidad de extremar la vigilancia en las diligencias previas al acto matrimonial. En virtud de ello, cuando alguno de los contrayentes era de otro curato debía presentar la acreditación del párroco de soltería, luego verificarse si había impedimentos y finalmente realizar las concernientes amonestaciones. En este caso resultaba fundamental conocer la procedencia y filiación para evitar la bigamia y también los matrimonios consanguíneos.
Don José Antonio de San Alberto le asignó a Sotomayor además el compromiso de realizar una matrícula de toda la feligresía del curato, incluyendo a todas las personas de ambos sexos y de todas las edades, sin excepción, distinguiendo los partidos y las familias. Cada individuo debía ser anotado en una línea, siguiendo el método “establecido en el ritual romano”. Una vez completado este registro, se debía realizar un resumen y enviárselo a Su Majestad en el plazo de un año.
De modo que en don Cándido recaía la responsabilidad de realizar un esfuerzo de ordenamiento y clasificación, siquiera imaginado, de ese mundo en movimiento como era la población del curato. En esta parte del texto, me sumo a las autoras para examinar conjuntamente el registro de las fuentes mencionadas, preguntándome por los resultados de contrastar los documentos producidos por el religioso a lo largo del tiempo.
De manera paralela a las actas eclesiásticas, el párroco de Los Llanos llevó a cabo el censo de 1795, posiblemente para cumplir con lo establecido por el Obispo una década atrás. En dicho censo, y como surge del análisis exhaustivo realizado por Boixadós y Farberman en el libro, este dejó constancia de la distribución de cada familia en los diferentes pueblos, registrando los nombres y edades de los habitantes junto con su clasificación étnico-racial de la población. Por primera vez, en los once años que está en el curato, don Cándido clasificó a la población según estos criterios, y lo hizo de una manera particular, como destacan las autoras. Aquí, observan, la preferencia del religioso por las categorías híbridas, como la de “mestizo” y “mulato”, cuyos porcentajes en términos relativos y absolutos aumentaron en detrimento de los “españoles”, pero sobre todo de los “indios”. Según expresan, algunos apellidos que en 1767 estaban asociados claramente a identidades étnicas inequívocas, muestran en 1795 un registro más variado que atienden a los procesos de mestizaje.
El ejemplo que destacan es el caso de los Aballay, que habían sido clasificados como indios y en el nuevo registro la mitad de la familia se dividía de manera equitativa entre mestizos y mulatos. En este caso, las autoras aluden a una reclasificación respecto a un censo anterior. Destacan que la memoria genealógica de Sotomayor y su persistente imaginario tradicional colonial se manifiesta cuando en el censo multiplica las clasificaciones en comparación con las realizadas por Baigorri en 1767.
Desde esta posición, las etiquetas de mestizos, indios y mulatos reflejaban en gran medida su orden de llegada y su acceso a la tierra, así como sus formas de incorporación a los hogares. En otras palabras, la percepción de la calidad estaba estrechamente relacionada con el proceso de asentamiento tardío en la región. Por ejemplo, entre los clasificados como mestizos, casi un tercio de ellos fueron registrados como agregados. ¿Era su condición de dependencia lo que en última instancia definía al mestizo como separado de la hispanidad en la taxonomía de don Cándido? ¿Se trataba de españoles desclasados y devaluados en su estatus? Aquí las autoras encuentran además que un tercio de las parejas a las que supuso desiguales, parejas mixtas, cuando tuvo que agregarle una categoría lo hizo siguiendo su personal regla de mestizaje: de indio/español, mestizo/español e indio/mestizo deviene en mestizo; y de mulatos con mestizas, indias y españolas (y viceversa) como mulato, es decir quienes tienen ascendencia africana presunta o evidente devienen en mulato.
Si fuese necesario agregar otro elemento para examinar la lógica clasificatoria de Sotomayor, estimo que puede ser relevante observar nuevamente los prolijos libros parroquiales que llevó durante veintiséis años. Al hacerlo, surge una primera novedad: la falta de información sobre la calidad étnico-racial de las personas inscritas en los registros. No se encuentran niños bautizados con las clasificaciones de mulato, pardo, indio o mestizo, como se observa en los libros de la iglesia de San Nicolás de Bari, en la Capital de la jurisdicción, en el mismo periodo.2 Tampoco se llevan cuadernos separados de “españoles y castas y naturales”, como era generalmente habitual en la amplia región del Tucumán en los tiempos coloniales.
En el caso de los bautismos que estamos analizando, se registra con detalle la filiación y procedencia de los padres, así como su condición social. Muy pocos tienen el título de “don” y los niños nacidos de uniones consagradas por la iglesia son minoría. Solo diez niños tenían un padre o madre esclavizado. En cuanto a los matrimonios, no hay referencias étnico-raciales, pero se registra minuciosamente la procedencia y filiación de los novios, progenitores y testigos. De hecho, la información matrimonial constituye pequeñas biografías sobre los participantes en el acto religioso y refleja el constante y significativo movimiento de la población. No es en vano que la población se haya duplicado desde 1767 hasta 1795, llegando a aproximadamente 3.500 habitantes en la última fecha.
Si consideramos que don Cándido no tenía referencia de los libros eclesiásticos llevados a cabo por Videla del Pino antes de asumir como párroco, es posible que tampoco conociera los censos de población realizados anteriormente. En ese caso, podría argumentarse que Sotomayor no habría reclasificado la población del curato, sino que inició un nuevo archivo y registro de los sujetos que se movían en la jurisdicción eclesiástica, de acuerdo a sus propios lentes y criterios en la percepción de la calidad (de hecho, el libro de Bautismos que comienza en 1784 lleva el número uno). Seguramente también tomó en consideración las prescripciones del Obispo, que no fueron muy explícitas en términos de la categorización étnico-racial, probablemente porque las preocupaciones de la autoridad en esta región se centraban principalmente en el incumplimiento de la normativa eclesiástica en la práctica de los sacramentos.
Al contrastar los registros eclesiásticos de Sotomayor a lo largo del tiempo con la matrícula censal realizada en 1795 e incluso con el informe de 1805, no se observan divergencias sino cierta consistencia. El párroco detectó en el censo que un 30% de los matrimonios eran racial y étnicamente desiguales. En este caso, la calidad más baja prevalece inevitablemente en las uniones mixtas, marcando la mezcla y la descendencia. No se encuentran personas clasificadas como zambos, pardos o cholos; solo se registran mulatos y mestizos, siendo los primeros de menor calidad que los segundos. Esta verificación está en línea con la práctica oficial y popular que señala la historiografía sobre el tema, que consiste en identificar a los hijos de uniones mixtas con el progenitor de condición inferior, mientras que los individuos aspiraban a identificarse con el progenitor de mejor condición social o calidad (Stolcke, 2008).
De acuerdo a Boixadós y Farberman, la “regla del mestizaje” utilizada por Sotomayor refleja una práctica conservadora de clasificación, ya que tiende a disminuir la calidad de los sujetos clasificados. Las autoras señalan el gradual “amulatamiento” de un sector de la población, donde todos aquellos que se unen a un mulato se convierten en mulatos. Sostengo además que esta práctica, que racializa a los sujetos clasificados, está en consonancia con la noción de impureza de sangre que a finales del siglo XVIII se había convertido en un criterio de clasificación más estricto que la apariencia física. El término “mulato”, independientemente de su significado polisémico, social o racial, implica tener “raza”, lo que en ese tiempo significaba tener un “defecto en el linaje” o una “sangre impura” debido al mestizaje (Hering Torres, 2011). En razón de la sangre impura, no eran aceptables incluso aquellos descendientes de esclavizados que ya se habían vuelto físicamente indiferenciables.
Cuando analizamos la trayectoria de Sotomayor, se puede observar la especial atención que le presta a la calidad de los feligreses, referida a la valoración, clasificación e inscripción de las personas dentro de una jerarquía de significados sociales y raciales. Si bien la calidad estaba condicionada por factores como el color de piel, linaje y pureza de sangre, también intervenían los atributos sociales, económicos e imaginarios raciales. Incluso, la agencia de los sujetos clasificados. De allí que los criterios implícitos en la percepción y autopercepción de la calidad podían variar con el tiempo. Esta podía mejorar o compensar como se muestra en las trayectorias individuales y familiares de ascenso social mencionadas en el libro que remite a la hispanidad (“fama pública”); también se puede perder o devaluar (en este caso “mestizarse” o “amulatarse”). Lo cual demuestra hasta qué punto la población colonial tenía conciencia del carácter performativo de las categorías.
El caso de don Cándido ejemplifica una consistencia en los criterios implícitos en la percepción de la calidad, a pesar de las variaciones que se observan en diferentes registros. Las categorías utilizadas por el religioso revelan tanto los valores arraigados en su posición en la jerarquía social como los cambios en los imaginarios raciales vigentes y su resignificación hacia el final de la era colonial. La asociación entre la gente “natural” y baja calidad, así como la devaluación de la calidad debido al mestizaje, marcando y oscureciendo lo mezclado y la descendencia, confirma este argumento.
Es importante resaltar, en sintonía con lo expresado por las autoras, las oportunidades que el análisis de la labor del párroco brinda para examinar los enfoques a través de los cuales los censistas observaban la realidad. Asimismo, permite contrastar percepciones, consistencias y reforzamientos de ciertos atributos implícitos de la calidad a lo largo del tiempo. Esta mirada detallada sobre el trabajo y los criterios de clasificación del religioso nos ofrece una ventana única para comprender cómo se construía y percibía la calidad en esa época, así como para analizar los cambios y continuidades en las valoraciones sociales y raciales a lo largo del periodo colonial.
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2 A modo de ejemplo refiero a la partida del 10 de junio de 1787 realizada por el párroco Juan Francisco del Moral (FamilySearch, Argentina, La Rioja, Bautismos, San Nicolás de Bari).