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Contrabando y redes de negocios: hispanoamérica en el comercio global, 1610-1814

del Valle Pavón, Guillermina (Coord.) (2023)
México: Instituto de Investigaciones Dr. José María LuisMora, 355 páginas.

Dení Trejo Barajas

Instituto de Investigaciones Históricas. Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, México.

Este libro es producto del Seminario de Guillermina del Valle en el Instituto de Investigaciones Sociales, Doctor José María Luis Mora, en la Ciudad de México. Una de sus virtudes es que reúne varias investigaciones que refieren a casos de distintas partes de Hispanoamérica, lo que permite contrastar situaciones de diferentes espacios que exponen de manera privilegiada la relación entre contrabando y redes mercantiles. Algunas ponen más atención al contrabando, otras a las redes de comercio, pero todas transitan metodológicamente entre lo microhistórico y la historia global, facilitando un mayor entendimiento a los contextos en los que se desenvuelven experiencias de negocios muy particulares y cómo estos van introduciéndose de alguna forma en entramados y situaciones que rebasan sus propias localidades o regiones.

Una de las cuestiones fundamentales que se plantea tiene que ver con las redes de intereses económicos y políticos generadas en los siglos coloniales, que posibilitaron el comercio de larga distancia por el Pacífico, entre Nueva España, Perú y Manila. También las generadas por el Atlántico, entre España, Veracruz, Cuba y Nueva España; o entre España y el Río de la Plata. En todos los casos, aunque se desenvuelven en distintos periodos entre los siglos XVII y XVIII –e incluso algunos años del XIX– están presentes los intereses de otras potencias queriendo intervenir e introducirse en las diversas posesiones españolas.

En el primer capítulo, de la autoría de Bruno de la Serna, se identifican las redes comerciales que implicaban no solo a los grandes comerciantes de los virreinatos de México y Perú sino también a los virreyes, que se involucraban mediante el contrabando en el intercambio de bienes de oriente llegados en la nao de Filipinas a Acapulco con plata novohispana y peruana. Por la complejidad de estas redes, resultan pertinentes, aunque debatibles, los planteamientos que se hacen sobre cómo entender un término como el de corrupción en un contexto como el colonial en el que la estructura de gobierno favorecía la compra-venta de cargos públicos. Esta y otras razones, que resultan interesantes para comprender de manera más compleja lo que sucedía en la época virreinal, son las que utiliza el autor para justificar –desde mi punto de vista, un poco excesivamente– el término corrupción.

El capítulo de Marie Christine Duggan, por su parte, indaga sobre las hipótesis que sostienen que el avance de las misiones jesuitas en la península Californiana habría obedecido también a la necesidad de sacar plata de contrabando de las minas del noroeste por puertos alejados situados en el golfo de California y a traficar con la nao de Filipinas para conseguir mercurio chino y otras mercaderías antes de que llegaran a su destino. Las pruebas que aporta Duggan, como las redes tejidas detrás de figuras como Atondo y Antillón o del Fondo Piadoso de las Californias, son de sumo interés para pensar de otras maneras los intereses profundos de una colonización como la misional en la península californiana en el siglo XVIII, cuya motivación, como se sugiere con claridad en este trabajo, no era exclusivamente espiritual.

Por su parte, Guillermina del Valle nos plantea en su capítulo cómo fue posible que, mediante las redes clientelares, los virreyes se comprometieran junto con los comerciantes en el tráfico transpacífico, pese a las restricciones impuestas a este último. Dichas limitaciones resultaban de las quejas de los comerciantes de Cádiz por la llegada de mercancía china que sobrepasaba las restricciones y que era vendida en Nueva España y en Perú, y de los cuestionamientos de algunos vecinos y autoridades filipinas.

Es interesante –y ayuda a comprender lo que Nasser refería sobre la corrupción– la justificación que daban los actores ligados a los comerciantes mexicanos en Filipinas. Estos pretendían que las prohibiciones fueran desestimadas debido a que el propio monarca había favorecido a los mercaderes en años anteriores. Lo cierto es que, como evidencia del Valle, el mismo virrey, como algunos de los grandes comerciantes, podían tener intereses en el asunto a través de sus empleados en la nave. De esa manera, estos tres textos iniciales del libro nos permiten visualizar las redes de comercio tejidas desde las altas cumbres del poder novohispano, peruano y filipino, en las que, a través de la venta de cargos públicos y militares, los que participaban en esa red de clientelas podían obtener ganancias muy sustanciosas que valían el riego de navegar por la peligrosa ruta del Pacífico.

El cuarto capítulo se debe a Francisco Cebreiro Ares, quien trabaja sobre la figura del alcalde mayor de Sayula en la segunda mitad del siglo XVIII, de nombre Benito Blanco, y sus estrategias comerciales en su frustrada carrera. El estudio lo hace a través del expediente que se abre con su muerte y declaraciones de personas cercanas, así como de la correspondencia del alcalde, de manera que el autor logra rehacer el perfil individual, familiar y comercial del personaje estudiado. Es un análisis microhistórico que revela que Blanco mantiene a lo largo de su vida como alcalde mayor ligas parentales con su patria y con Filipinas a través de una red familiar extensa, pero su fracaso para conseguir un mejor cargo u oficio frente a las pretensiones de su familia en España, lo llevó –al parecer– a decidir su muerte trágica.

El siguiente capítulo es el de Álvaro Alcantar, quien vuelve de manera central al tema del contrabando, pero ahora observado desde el mirador del Atlántico, particularmente en el puerto de Veracruz. Resulta interesante en su relato cómo las declaraciones de un inculpado de robo afirmaban haber participado en un contrabando al servicio del intendente de Veracruz que, como es lógico pensar, terminó mal para el declarante. Mientras tanto, los verdaderos responsables eran exonerados a pesar de las sospechas, porque finalmente todos, incluyendo al mismo virrey, eran partícipes de los contrabandos en un momento en que gracias al comercio de neutrales se abría una coyuntura para que este comercio irregular existiera. En el capítulo se confirma que todos los que se movían en las altas esferas de los negocios del puerto conocían y participaban del comercio fraudulento y protegían a algunos de sus empleados involucrados. Pero, en otros casos, los más débiles de la cadena clientelar eran acusados y castigados con facilidad.

El panorama abierto con el comercio de neutrales nos permite advertir –con el estudio de Iliana Quintanilla sobre el Consulado de la Habana– que el surgimiento de nuevos consulados generaba un desequilibrio del anterior monopolio comercial ejercido de manera privilegiada por el consulado de México. Veracruz y La Habana tendrán sus consulados hacia el segundo lustro de los años 90 del siglo XVIII, lo que beneficiará particularmente a los principales comerciantes de estos lugares. En el caso de los de la Habana, lograron el apoyo de la Corona para realizar comercio con barcos norteamericanos para la introducción de harinas a través del comercio de neutrales. A partir de estos reacomodos realizados en tiempos de guerra se liberalizaba, paulatinamente, el comercio, pese a la molestia de los que habían sido hasta esos momentos los detentadores del monopolio del comercio de mercancías en la Nueva España, a cuyos intereses se sumaron coyunturalmente los de Veracruz. Es interesante en este texto el seguimiento que se hace de algunos casos de persecución de contrabando minúsculo, que revela la participación de todos los grupos sociales.

Los últimos dos capítulos de este libro están dedicados al comercio interregional en el Río de la Plata, con los casos de dos comerciantes de Buenos Aires con una trayectoria y nivel de negocios distinta. El capítulo de José Sovarzo sobre el comerciante español, Jacinto de Castro, y el negocio que realizaba entre el Río de la Plata y la región de Santiago-reino de Chile resulta enriquecedor para los estudios microhistóricos. La red comercial que logró establecer con éxito este personaje, y que fue extendiendo poco a poco hasta la capital del reino de Chile, le permitió asegurar un intercambio que lo relacionara con los grandes comerciantes de Buenos Aires, por un lado, y con los medianos y pequeños comerciantes de regiones transcordilleranas de Argentina hasta alcanzar el reino de Chile, por el otro. De esta manera, pudo establecer una red de comercio interregional de larga distancia lo suficientemente sólida como para permanecer estable por muchos años. Los dos circuitos que construyó este comerciante le permitieron intercambiar aguardiente, yerba mate, esclavos y productos de Castilla por metales de Chile y, posiblemente, algunas mercaderías chinas. Sostiene Sovarzo que el éxito de Castro tuvo que ver con la meticulosidad y orden con que llevaba sus negocios, así como en su manera de conseguir y enviar información para conocer distintos asuntos que podían tener efectos nocivos en el transporte de mercancías por regiones distantes. Esto pone al descubierto que la presencia siempre latente de la guerra que rodeaba a las colonias no siempre tuvo efectos negativos en las actividades comerciales y permite al autor situar la vida comercial de un individuo en el entramado de conflictos interimperiales, las nuevas rutas abiertas y sus limitaciones. No obstante, se puede advertir que Castro, como Benito Blanco, el alcalde de Sayula, al final de sus días, y tal vez por la falta de un entramado familiar que garantizara el futuro de sus negocios, vivieron endeudados y en pobreza.

El último artículo de este libro, de Viviana L. Grieco, estudia el caso del comerciante español asentado también en el puerto de Buenos Aires, Sebastián de Torre. Un comerciante de mayores vuelos que Castro, pero que tampoco era de los grandes comerciantes bonaerenses, como sí lo era su suegro. Lo interesante de este estudio es que expone con claridad cómo este personaje sortea las crisis de la metrópoli ante la guerra, los bloqueos y, luego, la guerra de Independencia sin las afectaciones que sí tuvieron algunos comerciantes mayores. Un elemento que refuerza el planteamiento del capítulo anterior es la importancia del comercio de las mercaderías interregionales, como la yerba mate, las telas bastas, la lana de vicuña y chinchilla, la cascarilla, el vino de Mendoza y, por supuesto, los metales que podían fluir desde el Alto Perú y Chile hacia el puerto bonaerense, e incluso también podían ser demandados por el comercio extranjero. Otro elemento en el que coinciden ambos trabajos es el de la selectividad con la que estos negociantes decidieron a sus contrapartes en las regiones lejanas y el rango de los negocios y créditos que establecieron con ellos. Este cuidado y orden en sus libros, dice la autora, es lo que garantizó su continuidad y el tránsito entre el mercantilismo y el comercio libre (cuestión que me parece discutible por los factores internos y externos, así como individuales y colectivos, que estarían en juego en ese proceso).

Para concluir diré que es un libro que vale la pena leer, sobre todo a los interesados en las intrincadas redes de comercio en las diversas regiones de Hispanoamérica –y sus conexiones con las del Atlántico o el Pacífico– y en el papel que tuvieron los pequeños comerciantes para sostener el comercio interregional, tanto interno como para el del intercambio con Asia o Europa. El otro elemento atractivo para reflexionar a partir de estas aportaciones es entender en su complejidad el problema del contrabando dentro de las estructuras de poder económico y político establecidas por la propia Corona y en las cuales estaban involucrados desde las élites políticas hasta los pobladores más insignificantes.