Andrés Freijomil
Universidad Nacional de General Sarmiento. CONICET, Argentina.
Correo electrónico: freixomil@gmail.com.
Fecha de recepción: 30 de marzo de 2025.
Fecha de aceptación definitiva: 19 de mayo de 2025.
La publicación de Civilización. Historia de un concepto por José Emilio Burucúa marca un hito en la historiografía argentina. No solo estamos ante una investigación histórica inédita para nuestro campo científico, sino que, al invertir las habituales condiciones en que la idea de alteridad es entendida, el autor forja un nuevo concepto de civilización y, a su vez, ofrece un vasto panorama de su recorrido conceptual por áreas culturales de lo más diversas. Sin embargo, este trabajo también se quiere un posicionamiento político e intelectual frente a un fenómeno que siempre ha sido muy sensible a su historiografía. Tras un breve ejercicio comparativo con la concepción que la historiadora inglesa Eileen Power tenía de la Alta Edad Media y su militancia política antes del estallido de la Guerra total, intentaremos buscar algunos puntos en común con la obra de Burucúa y otras tantas diferencias para, luego, analizar la forma en que el autor dialoga con otras tradiciones historiográficas.
Palabras clave: José Emilio Burucúa, civilización, historiografía, Eileen Power, metáfora
How to domesticate a concept? On Civilización. Historia de un concepto by José Emilio Burucúa
The publication of Civilización. Historia de un concepto by José Emilio Burucúa marks a milestone in Argentine historiography. Not only is this an unprecedented historical research for our scientific field but, by inverting the usual conditions in which the idea of otherness is understood, the author forges a new concept of civilization and, at the same time, offers a vast panorama of its conceptual itinerary through the most diverse cultural areas. However, this work also aims to take a political and intellectual stance on a phenomenon that has always been very sensitive to his historiography. After a brief comparative exercise with the English historian Eileen Power’s conception of the High Middle Ages and her political militancy before the outbreak of the Total War, we will try to find some points in common with Burucúa’s work and other differences in order to analyze the way in which the author dialogues with different historiographical traditions.
Keywords: José Emilio Burucúa, civilization, historiography, Eileen Power, metaphor
El error de los romanos consistió en imaginar que Roma era una condición natural. Asumieron que la civilización no podía morir aunque, finalmente, lo haya hecho […] Los caminos mejoraban a medida que empeoraba su capacidad para gobernar y el hipocausto triunfaba mientras caía la civilización […] A fin de cuentas, por mucho que creamos en la inmortalidad de la civilización, tampoco podemos negar la enorme gravitación que tuvo su muerte en Occidente durante aquellos quinientos años […] Por supuesto que hubo luces en los Años Oscuros –hay estrellas en la noche–, pero nunca más se volvió a confiar en la luz del día. Si los historiadores se obsesionaran menos con ese gastado fetiche del progreso y se convencieran de que no siempre todo tiende a mejorar, serían de gran ayuda para su generación. Los hombres de la Alta Edad Media no tenían esa ilusión, sabían lo que habían perdido y la memoria de Roma deambulaba en su espíritu melancólico como el sueño de una edad de oro […] A veces, con un grito, nos gustaría prevenir a los muertos que discurren por los pasadizos del tiempo a que se defiendan antes de que sea demasiado tarde […] pero sufrían de la fatal miopía de los contemporáneos, sólo se preocupaban por lo inmediato... ¿En qué momento la barbarie interior se convirtió en una enfermedad devastadora? […] ¿Fue un error fatal esta política de apaciguamiento? (Berg, 1996: 241-243).1
Tales son algunas de las palabras que pronunció en 1938 ante el Cambridge History Club la notable medievalista inglesa Eileen Power quien, tras una larga militancia contra la guerra y el antisemitismo, no podía dejar de identificar la desintegración del Imperio romano con el estrepitoso fracaso internacionalista de la Sociedad de las Naciones. Como si se tratase de un premonitorio signo de alerta frente al terror que se avecinaba, Power, gran enemiga de la política de apaciguamiento del primer ministro Chamberlain y enfrentada con historiadores que sostenían esa posición como Arnold Toynbee o George Trevelyan, comparaba la paulatina intrusión germana en la civilización romana con el inexorable avance del nazismo por Europa (Owens, 2025: 109-135). En aquella conferencia de cuarenta páginas titulada “Munich, or the Eve of the Dark Ages, a tract for the times”,2 Power examinaba, entre los siglos IV y VI, la ausencia de cualquier sospecha de desplome imperial en figuras como Ausonio, Sidonio Apolinar, Fortunato de Todi y Gregorio de Tours, ninguno de los cuales supo prever la inminencia del cataclismo. Frente a tal antecedente, un año antes de que estallara la guerra, Power ponía toda su carga de previsión histórica en un esfuerzo por demostrar que los tiempos volvían a exigir firmeza política.
Esta viñeta compuesta por hordas bárbaras asolando la civilización era una imagen harto extendida por entonces que, desde hace varias décadas, la historiografía se ha encargado de refinar. ¿Quién es el “bárbaro”, el “invasor” o el “invadido”? Y, en todo caso, ¿por qué aludir a “invasiones” o “asaltos”? A pesar de las tempranas advertencias de Montaigne sobre el arbitrario empleo de “barbarie” y del cambio de perspectiva que provocaron los románticos alemanes al desviar el mito de los orígenes del mundo clásico a la Edad Media, durante el periodo de entreguerras, buena parte del mundo intelectual identificado con los valores occidentales revelaba un desánimo similar al de Power y preferían volver al otro mito, el de la unidad europea que simbolizaba el Imperio romano. Y esta sensación generalizada de civilización sitiada se evocaba a dos voces encapsuladas por un presente agonístico: como negación terapéutica de ruptura con un pasado que no se quería abandonar, o bien como bastión de resistencia política frente a un futuro inquietante al que se temía ingresar. Cualquiera fuese la voz elegida, ambas confluían en la decadencia de una civilización, un sintagma popularizado por Edward Gibbon en el siglo XVIII, pero sumamente disputado antes del estallido de la Guerra total, que podía adquirir cualquier tipo de forma, inclusive, como admonición ante una raza blanca amenazada en la obra La rebeldía contra la civilización (1922) del historiador supremacista norteamericano Lothrop Stoddard o bien como vía satírica de escape (como en la novela de Evelyn Waugh, Decadencia y caída, publicada en 1928, una década antes de la conferencia de Power). Algo sorprendentemente afín viene ocurriendo a lo largo de este primer cuarto del siglo XXI, cada vez más inhóspito, conservador y punitivo. Es por ello que cabría preguntarse si nuestro actual desconcierto ante todas las catástrofes que hoy nos asaltan no será el temible preludio de un nuevo infortunio, equivalente al que presagió Power en 1938 y que, tras la emboscada tendida por la masacre de la Gran Guerra, diluyó cualquier legítima supervivencia del ideal civilizatorio. Pero también podría tratarse de una fractura histórica más, pero encubierta por los vértigos de la aceleración histórica, el colonialismo tecnológico y el presentismo imperante (cabe recordar, consonantes con los que se vivieron a principios del siglo XX), vértigos que nos impiden desarrollar una estrategia efectiva de resistencia social o política. Sea como fuere, si bien Power lamenta la miopía de los contemporáneos, lo cierto es que tampoco logró escapar de ella cuando apeló a la “oscuridad” altomedieval y sacrificó ese periodo en el altar del presente. Y nada tiene de casual porque, como ha reconocido Chris Wickham, la Alta Edad Media, tradicional cuna de los modernos estados nacionales, siempre ha sido una época “visceral” en la historiografía que, aún hoy, levanta pasiones y “solipsismos culturales” entre los especialistas de cada región (2009: 35-37).
Precisamente, a partir de la colosal arquitectura que José Emilio Burucúa ha construido con Civilización. Historia de un concepto, resurgen esas mismas preguntas y a partir de una obra que comparte los reparos de Eileen Power, mas no su presentismo: tras la congoja ante un mundo que les resulta irreconocible, aun así intentan descifrarlo con las herramientas que todavía conservan de su oficio. En ambos, la civilización es, cual encendido manifiesto, un dispositivo en ruinas que conviene rescatar: en Power, de las garras del nazismo y, en Burucúa, de las sombras de un fenómeno “descivilizatorio” que, a su juicio, ha sacudido el último medio siglo y en cuyo marco el actual contexto argentino parece haber llegado al epítome de una farsa cada vez más trágica y siniestra. Sin embargo, Burucúa cuenta con una ventaja que Power no tenía: es un historiador latinoamericano distante del fenómeno que estudia. Si bien, por supuesto, la “civilización” occidental ha intervenido activamente en la forja de su propia cultura, sigue siendo una problemática de origen extranjero. Allí donde un historiador europeo reconocería (o debería reconocer) en la “civilización” un desafío intelectual de su historia local,3 Burucúa, pese a sus orígenes, a su formación e, inclusive, a sus principales intereses históricos (todos ellos con altas dosis europeas), nunca podrá levantar la mirada sobre aquella ni evitar verla como una alteridad: aquí, el “otro” es el europeo. Junto a la ya célebre erudición del autor y a su probidad para compartirla, tal es una de las grandes circunstancias que hace de Civilización. Historia de un concepto una investigación única. Tan solo basta recordar el título que escogió para la revista de historia cultural e intelectual que fundó y dirigió desde 2006 en el Centro de Estudios “Edith Stein” de la Escuela de Humanidades de la Universidad Nacional de San Martín: Eadem utraque Europa [La misma y la otra Europa].
Cual guiño al Sarmiento que “dio vuelta el mapa” (Montaldo, 1999: 66-68) al afirmar en uno de sus viajes que “nuestro Oriente es la Europa” (1993: 172), Burucúa redobla el envite y demuestra que su ánimo por despojar a la civilización occidental de cualquier tipo de superioridad siempre ha estado presente en su historiografía y, desde luego, en esta obra. Por otra parte y la misma razón, tal vez nos encontremos aquí con uno de sus trabajos más teóricos, ya sea en términos de universalidad y aliento crítico (tal como le gustaría a la propia Power), pero también por hacer de la incomodidad epistemológica y política su principal horizonte de sentido. Burucúa siempre se ha mostrado como un fiel defensor de un ideal civilizatorio que tuvo su cuna en Occidente. De allí que el pasaje que cita del escritor japonés Yukichi Fukuzawa bien podría hacerlo suyo y reforzar ese propósito: “Quienes deben reflexionar sobre el progreso de su país hacia la civilización deben necesariamente tomar la civilización europea como el criterio para argumentar y han de pesar los pro y los contra del problema a la luz de aquella. Mi propio criterio a lo largo de este libro será el de la civilización occidental y será en tales términos que describiré algo como bueno o malo, y encontraré lo beneficioso o lo dañino de las cosas. Que, por lo tanto, los estudiosos no se engañen acerca de mi orientación” (Burucúa, 2024: 305-306). Sin embargo, bajo el actual clima de normalización posmoderna, cada vez más antiintelectualista, se trata de un reto que tiene mucho de audaz trinchera ilustrada en defensa de una tradición occidental ineludible que, junto con sus luces y sombras (tal como Burucúa siempre lo ha reconocido), tampoco puede reducirse a un mero determinismo etnocéntrico.
No obstante, como el propio Burucúa lo confiesa, su trabajo también oculta una suerte de “esperanza sin optimismo” al decir de Terry Eagleton, esperanza que se cifra en esa necesidad de redimir la civilización, pero a condición de “domesticarla”. Y aquí, sin confesarlo, toma distancia de un flujo historiográfico que, durante los últimos veinte años, se ha mostrado obsesionado con ontologizar a Occidente. Las obras de Niall Ferguson y de Ian Morris (por solo tomar dos casos muy visibles) han indagado la naturaleza de la civilización a partir de un ligero canto spengleriano muy alerta, notoriamente, ante el desafío de Dipesh Chakrabarty por “provincializar” Europa. Frente a este tipo de historiografía, Burucúa expande su investigación cual puesta en abismo bajo sucesivas capas temporales y geográficas en busca de una nueva “configuración” conceptual que trascienda el clásico espacio occidental. Y, para ello, acude a lo que Norbert Elias –el gran lazarillo de la obra– entiende por este término, es decir, una red de interdependencias donde la distribución de poder, los vínculos sociales, las prácticas individuales y los patrones estéticos conjugan un equilibrio en perpetua tensión. De allí que la sugestiva demarcación propuesta para “civilización” se aleje considerablemente de aquel índice de desarrollo humano que establecía Morris a partir del uso y captura de energía, del nivel de urbanización, de la tecnología de la información y del poder militar, o de aquellas instituciones como la competencia, la ciencia, los derechos de propiedad, la medicina, la sociedad de consumo y la ética del trabajo que, para Ferguson, colocaban la civilización occidental por encima de cualquier otra (de allí, además, el áspero subtítulo de su obra, Occidente y el resto). Lo cierto es que, frente a semejante desagregación, realmente no es posible detectar si estos dos historiadores están explorando el devenir de la civilización (que bien parece un excepcional patrimonio occidental e imperial que, a lo sumo, incluye algún remanente occidentalizado en zonas periféricas) o celebrando los gloriosos triunfos de un ilusorio capitalismo transhistórico en su versión más anglosajona, puritana y excluyente. En cualquier caso, lo que Burucúa ofrece para comprender lo que hoy deberíamos entender por civilización es un antídoto conceptual para ese individualismo relativista, posmoderno y presentista, un antídoto que se basa en el bien común y en la solidaridad de sus instituciones y, en esto, trabaja como el artesano ideal de Richard Sennett quien “al ser más que un técnico, emplea la fabricación de herramientas para un bien colectivo” (2009: 34).
Pero la obra también evita la mera filiación poscolonial, decolonial o subalterna, a pesar de que sí recobra esas tradiciones para objetivarlas y fabricar un tipo de alquimia que discuta con el multiculturalismo. Si bien incluye el espacio europeo para trascenderlo desde el mundo árabe hasta la India, tampoco pretende ser una historia global, un tipo de historiografía que, a nuestro entender, a la hora de interconectar regiones y enlazar culturas, ha demostrado que incluir invariablemente a China, pero dejar fuera o apenas ocuparse de vastas áreas culturales (entre ellas, América Latina) no parece un problema. En nada de esto incurre Burucúa. Su idea de civilización acude a una escala ciertamente mundial y con ella establece sus parámetros. En primer término, fabrica su concepto de civilización en tanto condensación vital donde la curialización de los guerreros, la producción de lo superfluo (el cultivo de las flores, la producción sofisticada de alimentos y la creación de la poesía lírica), la práctica de la traducción y la administración de la misericordia se convierten en elementos que “domestican” los instintos, la naturaleza, el lenguaje o el dolor en aras de aquel bien común. Una suma de variables para la cual tuvo a bien considerar todas las tradiciones culturales que estaban a su alcance. Y es tras esta decisión donde se avizora a un cauteloso Burucúa desplegando una filosofía de la historia no teleológica casi en clave rortyana como “solidaridad” antes que como “objetividad”. Es allí cuando toma distancia de su oficio y acude a categorías de la sociología histórica, la antropología, la filosofía, la psicología o la medicina en busca de una delimitación posible, figuras que provienen de múltiples historias internas y nacionales de las disciplinas. Es más, aquí Burucúa parece acercarse al tipo de científico imaginado por Richard Rorty, según el cual, este debería confiar “en el sentido de solidaridad con el resto de la profesión más que en una imagen de sí mismo atravesando los velos de la ilusión, guiado por la luz de la razón” (1996: 69). Sin embargo, Burucúa nunca deja la razón librada a su suerte, por el contrario, consigue integrarla en su propuesta civilizatoria y así evitar, según sus propias palabras, un “relativismo que, de tan ingenuo, resulta ser criminal” (2024: 25).
Por otra parte, en la elección de esta taxonomía para definir qué es una civilización hay una fuerte apuesta por las Humanidades, hacia la “utilidad de lo inútil” como diría Nuccio Ordine, hacia un saber apartado del mero beneficio material. Y de aquí también se desprende la presencia del Burucúa siempre leal a la historia del arte, el Burucúa que, casi extasiado cual bacante, en aquel legendario prólogo a los dos volúmenes de la Nueva historia argentina dedicados a nuestro pasado artístico, decía “siguiendo el consejo de Cicerón, transformaremos muy rápido el alegato manso en una apología agresiva de nuestra especialidad. Porque –evohé, animémonos ya– ¿qué habría sido de la ciencia moderna de la historia en su sentido más amplio si no hubiera sido inseminada por la reflexión histórica sobre los problemas del arte?” (1999: 11-12). Su inspección de lo sublime (que nunca se desvía hacia el mero esteticismo) no solo deambula por la obra a través de las bellas artes que utiliza para dilucidar la idea de civilización, sino también como insumo metodológico. Burucúa instrumenta aquella domesticación universal de cuerpos, objetos y texturas a partir de varios planos metafóricos que transporta a parajes casi secretos como quien pule los vestigios de un anticuado concepto con los pertrechos de su cultura mestiza. Y aquí hay metáfora porque, a nuestro entender, no solo estamos ante la fabricación de un concepto que se arma y desarma por una vía simbólica luego convertida en necesidad, sino porque el sondeo de sus movimientos, tras la plasticidad iconográfica que Burucúa le imprime, es referencial cuando intenta operativizar la realidad empírica. Dicho en otros términos, el lenguaje, para Burucúa, jamás es una “cárcel”. Un plano similar al utilizado por Barbara Cassin cuando emplea el término “intraducible” (una de las fuentes mayores de Burucúa), dado que, en definitiva, la civilización como concepto siempre se resiste a ser codificada en sentido literal y normativo. En este punto, se diría que Burucúa está más cerca de la metaforología de Hans Blumenberg que de la historia conceptual de Reinhart Koselleck.
Así pues, la obra hace uso de diferentes saberes para forjar un concepto universal e inclusivo de civilización y, luego, lo rastrea hasta nuestros días. Este tratamiento ya cuenta con un antecedente importante en la obra del historiador y geógrafo español Juan Ramón Goberna Falque de quien Burucúa cita en su obra uno de sus trabajos. Con todo, el objetivo de Goberna Falque consiste en describir los itinerarios semánticos del vocablo en tres áreas culturales (francesa, alemana e inglesa) para ver “en qué medida el concepto histórico e historiográfico de civilización es deudor de la evolución de la lengua” (1999: 21), de allí que la dimensión lingüística esté tan presente así como la idea de “historia teórica”, tal como la entiende José Carlos Bermejo Barrera, es decir, como fundamento conceptual de la práctica empírica. Sin embargo, el objetivo de Burucúa es bien otro: un relevamiento del concepto dentro y fuera de Europa desde su protohistoria hasta el incipiente siglo XXI. Además, pese a que no presenta la obra dividida en secciones, es evidente que los tonos y los acentos historiográficos van cambiando en función de cada periodo o territorio tratado. En principio, contamos con una historia de factura bien tradicional que se extiende desde la Antigüedad clásica hasta fines del siglo XIX y que nunca escapa de los límites de Europa occidental. Hasta aquí, lo que tenemos es una historia cultural de la movilidad de un concepto que, solo en ocasiones, negocia con la historia intelectual y donde el acontecimiento funciona simplemente como telón de fondo para dar voz a los libros que crearon, recrearon y expandieron la idea de civilización, más allá, inclusive, de los mismos autores. A este respecto, aquí resulta interesante el modo en que Burucúa, salvo excepciones como Condorcet, Burckhardt y Nietzsche, desplaza las autorías en beneficio de los objetos impresos, entre ellos, diccionarios o enciclopedias, muchos de los cuales se adueñan del protagonismo en capítulos completos.
La segunda parte de la obra abandona el espacio europeo sin dejar de dialogar con éste y propone un recorrido por tradiciones donde el concepto de civilización es sometido a diversas pruebas semánticas. Burucúa opta por otra estrategia narrativa y metodológica mucho más cercana a una historia política de las representaciones coloniales donde la búsqueda conceptual pierde carácter etimológico y gana en reflexión cultural sobre territorios poco explorados. A partir de Sarmiento y tomando, en principio, la dicotomía civilización-barbarie en el caso argentino y norteamericano, se traslada luego al África, China, India, Japón, Rusia y Turquía. Se trata de los capítulos más innovadores y experimentales de la obra. Finalmente, una tercera parte, la más extensa e íntegramente dedicada al siglo XX, se ocupa de ideas, figuras e historiografías para cuyo desarrollo apela a una historia de los intelectuales más próxima a la de Anthony Pagden en Facing Each Other o John G. A. Pocock en Barbarism and Religion que a la de Quentin Skinner, ya sea porque los sitúa en sus contextos inmediatos, porque inserta el uso que han hecho del concepto en una constelación discursiva amplia y cambiante o porque, en definitiva, apela a la historicidad de sus intenciones políticas y culturales. Si bien Burucúa evita el contextualismo radical y diluye cualquier posible neutralidad en la elección de cada marco histórico, sí logra apoderarse de la racionalidad de los agentes y asentar cada reformulación de la civilización en el marco de diferentes interacciones plurales al interior de cada contexto. Con todo, esa neutralidad nunca funge como objetivación completa. Un poco al estilo de Marc Fumaroli (aunque lejos de su fundamentalismo eurocéntrico), Burucúa suele acortar la distancia histórica que lo separa de aquellos intelectuales que indaga y con quienes pareciese dialogar, por momentos, como si fuese su contemporáneo. Acaso resida allí el núcleo secreto de sus disculpas cuando, en el prólogo, se excusa por la profusión de citas que el lector encontrará a lo largo de la obra.
Pese a su selectividad y a las inevitables ausencias, es en esta tercera parte donde encontramos una polifonía que permite reconstruir lo que a todas luces se advierte como la decadencia del concepto “civilización” junto a los servicios que ha prestado. A tal efecto, cabría preguntarse si el multiculturalismo que ha transformado las ciencias sociales desde hace, al menos, medio siglo, no habrá contribuido al declive de aquel imaginario “civilizatorio” tan hegemónico y, por cierto, cada vez más hundido bajo la espesa capa de la cultura como terminal soberana de una semiosis infinita. Si nos atenemos a las líneas tradicionales de la discusión entre ambos términos (y que Burucúa analiza magistralmente en varios capítulos), se diría que, tras la disputa entre la pretendida universalidad de la “civilización” de cuño francés y la defensa del particularismo nacional propio de la “cultura” en su acepción más herderiana, a partir de la segunda posguerra terminó imperando esta última.4 Mucho más oportuna para los tiempos posmodernos que corren, la fragmentación del conocimiento, la desmembración social, el pragmatismo utilitario y la moral individualista de mercado son difícilmente compatibles con el esprit de una totalidad simbólica, ilustrada o marxista de la civilización, pero, sobre todo, con el fomento de una cultura política, tal como ha demostrado Wolf Lepenies para la historia alemana. Una calzada cuyo desvío alberga una acogedora posada donde la desigualdad se cauteriza con teoría y pospolítica, deriva que, para Eileen Power (quien murió en 1940, dos años después de ofrecer aquella fogosa conferencia) habría resultado, tal vez, un completo desencanto. Precisamente, antes de la plena irrupción multiculturalista en los años 1970, Burucúa explora en ese ejercicio de historiografía pura que realiza en el llamado “Excursus editorial” (dentro del capítulo dedicado a Braudel y a Ricœur), de qué modo la alta divulgación histórica y, luego, la divulgación a secas, se fueron apoderando del concepto de civilización hasta convertirlo, finalmente, en una mercancía casi vetusta y propensa a la devaluación nostálgica (2024: 591-611). Presa fácil de una vulgata compuesta por historias ilustradas, enciclopedias, diccionarios y programas de televisión para toda la familia, la civilización acabó banalizada y desprovista de sus principios políticos más rescatables, en particular, su horizonte ético de conciencia civil. En este aspecto, Civilización. Historia de un concepto se quiere una contribución mayor para liberar la palabra de aquel callejón sin salida donde la idea de cultura sin política parece haberla acorralado. En términos estrictamente historiográficos, esta operación puede rastrearse en filigrana a lo largo de la obra de Burucúa ya desde los años 1990 con sus agudas críticas a la historia cultural en Sabios y marmitones o Corderos y elefantes. Cabe agregar a este respecto que, frente a este tríptico, estaríamos tentados por ver en la obra el diseño de una suerte de épica gibboniana en cuanto al auge, desarrollo y caída de un concepto. Sin embargo, Burucúa no ha seguido ese camino. Al haber optado por una sucesión ininterrumpida para sus 37 capítulos y pese a las perturbadoras alarmas del mundo contemporáneo, parece haber evitado la epopeya y acentuado su “esperanza sin optimismo” para la continuidad civilizatoria que imagina.
Así pues, el objetivo de la obra no consiste en la aplicación de componentes indiciales de civilización al conjunto de los pueblos, aunque sí opere como antesala casi positivista de un proyecto mucho más vasto y arriesgado que, por ahora, Burucúa no se atreve a emprender. En cualquier caso, aquí ya nos ofrece un monumental sondeo del itinerario de un concepto por diferentes tiempos y lugares y un examen minucioso de su resistencia semántica por territorios ya transitados y por otros directamente desatendidos. No obstante, hay una excepción: el epílogo sí comporta aquel ejercicio de búsqueda civilizatoria en un espacio cultural concreto. En realidad, es allí donde se aloja el epicentro que, de alguna manera, resignifica toda la obra. Tras un viaje que realizó hace casi cuarenta años a Chilecito y Famatina y para cuya reconstrucción apela a la memoria del observador participante, nos dirige lo que no es sino una espléndida carta riojana que se suma a las norteamericanas, berlinesas y a las que redactó a lo largo del Mediterráneo oriental. Se trata de un género epistolar sumamente original para un historiador argentino que no solo demuestra la porción de memoria y literatura que Burucúa le reconoce a la reconstrucción del pasado, sino que también se integra en la tradición de los viajes que, tal como nos enseñó Arnaldo Momigliano, define nuestra disciplina desde las prácticas herodoteas. Y aquí contamos con un “trabajo de campo”, como diríamos en la jerga de las ciencias sociales, que, en el caso de Burucúa, nunca conviene desatender porque no solo escribe tras sus viajes por las bibliotecas, sino también (y casi en igual medida) a partir de sus derroteros por la Argentina y el mundo cual etnógrafo siempre atónito. En más de una ocasión, como Burucúa lo confiesa, es el asombro hacia lo bello, lo risible, lo triste o lo absurdo, donde reside el arcano de muchas de sus epifanías historiográficas. Pero también es un epílogo que, bajo el enorme arco temporal que cubre toda la obra, retoma esa apasionada búsqueda de la alteridad que definió la ruta africana que introduce este libro, ruta que también cuenta con un antecedente epistolar en las cartas que Burucúa le envió en la primavera de 2017 a su esposa, Aurora Schreiber, mientras dictaba un seminario en Senegal. Y cual ávido curioso del Renacimiento, de allí también emerge, una vez más, el militante erudito que todos seguimos reconociendo.
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1 Salvo que se indique lo contrario, todas las traducciones del inglés y del francés son nuestras.
2 Esta conferencia permanecerá inédita hasta que en 1963 el historiador Michael M. Postan, esposo de Eileen Power, la recupere como primer capítulo bajo el irónico título “The Precursors” en la décima edición del ya clásico Medieval People. Recordemos que la primera edición databa de 1924. Cf. Power (1963: 1-16). Cabe señalar, asimismo, que la primera edición en castellano fue publicada en 1945 en la colección “Biblioteca Histórica” dirigida por José Luis Romero en la Editorial Nova de Buenos Aires con el título Gente de la Edad Media. Bosquejos de historia social. La traducción corrió a cargo de Sara Álvarez. Véase también Devroey (2012: 7-17).
3 La introducción que Christophe Charle y Daniel Roche escribieron para la monumental obra colectiva que ambos dirigieron en 2018, L’Europe. Encyclopédie historique, finalmente, parece ir por este camino. De hecho, allí señalan “Aunque el término ‘civilización’ ha adquirido connotaciones ideológicas discutibles en cierta región del espectro político, todo apunta efectivamente a un proceso específico de civilización, entendido como aquello que circula, se intercambia y se mestiza entre culturas, sociedades e historias locales o nacionales en el amplio espacio de un continente cuyas propias dimensiones varían según las épocas y los cambios de sus relaciones con el resto del mundo”. Y, luego, los autores acuden a Marcel Mauss cuya definición de civilización (analizada por Burucúa en la obra) les garantiza reforzar el fenómeno de manera internacional y extranacional. Cf. Charle y Roche (2018: 31-32).
4 A partir de su perspectiva alemana y de los debates sobre el nacionalismo, Ernst-Robert Curtius ya definía en 1931 esta diferencia en los siguientes términos: “‘La nación’, para un francés, esta palabra no sólo remite a una comunidad formada a través de los siglos por la acción combinada de historia, lengua y Estado, también alude a los vínculos forjados por una civilización única. Ni qué decir tiene que también para nosotros la ‘nación’ representa una comunidad cultural. Pero los límites de esta comunidad espiritual nunca han coincidido con las fronteras de nuestro Estado y hoy menos que nunca. La cultura alemana jamás tomó la forma de un corpus nacional […] Cuando hablamos de ‘cultura alemana’ estas palabras, a los oídos de un francés, parecen la negación misma de la idea de cultura. Para él, la cultura debe ser, ante todo, algo universal y su principal virtud reside en su contenido humano […] Cuando Francia se identifica con su idea de civilización, jamás habla de ‘civilización francesa’, sino de civilización a secas”. Cf. Curtius (1941: 53).