Luis Alberto Romero
Academia Nacional de la Historia, Argentina.
Correo electrónico: lajromero@gmail.com
Fecha de recepción: 7 de marzo de 2025.
Fecha de aceptación: 12 de mayo de 2025.
En este ensayo se examinan distintos aspectos de la comunicación en Historia, considerada como parte de la producción del saber histórico y de la formación del receptor. Inicialmente se argumenta sobre la conveniencia del uso del término “comunicación”, en lugar de “divulgación”. Luego se señalan algunos problemas generales –el historiador comunicador, el público, el papel del editor– y se concluye con la referencia a dos historiadores muy diferentes pero con una capacidad singular para la comunicación: Félix Luna y José Luis Romero.
Palabras clave: comunicación, historiadores, editores, F. Luna y J. L. Romero
Communicating History: Some Reflections
This essay examines various aspects of communication in history, considered as part of the production of historical knowledge and the education of its audience. It initially argues for the suitability of the term “communication” instead of “dissemination”. It then points out some general problems –the historian as communicator, the public, the role of the editor– and concludes with a reference to two very different historians with unique capacities for communication: Félix Luna and José Luis Romero.
Keywords: communication, historians, editors, F. Luna and J. L. Romero
Como estoy algo alejado del mundo profesional, puedo ver con una cierta perspectiva sus cambios, como el que un grupo numeroso de historiadores profesionales considere valioso y atractivo dedicarse a comunicar al resto de la sociedad lo que hace la cofradía. Son muchos quienes escriben en los diarios, participan en emprendimientos editoriales, arman podcasts, escriben guiones documentales y también libros. Hace treinta años, promover entre los historiadores profesionales esto que hoy florece era una causa por la que luchar, uno de los famosos “combates por la historia”.1 Durante mi vida profesional estuve vinculado con estas tareas y acumulé una cierta experiencia sobre la comunicación, sus problemas y sus posibilidades, que la participación en este dossier me permite ordenar y transmitir. Me limito al mundo que conozco: el de las palabras escritas y leídas. El nuevo mundo de las imágenes y las redes es un gran tema, del que conozco muy poco.
Voy a señalar algunos problemas generales –el historiador comunicador, el público, el papel del editor– y concluiré refiriéndome a dos historiadores muy diferentes pero con una capacidad singular para la comunicación: Félix Luna y José Luis Romero. A modo de introducción, comenzaré defendiendo el concepto que define esta tarea: el vocablo “comunicación”, en contraposición con otro usado más frecuentemente: “divulgación”.
Dedicarse a la comunicación implica para los historiadores un problema y un desafío. En el sistema académico que hemos construido desde 1983, las normas del CONICET se generalizaron y estandarizaron en el ámbito de las humanidades y las ciencias sociales. El sistema en su conjunto me parece admirable. Pero la actividad comunicativa no es muy valorada –algo claro en las tablas de evaluación– y no se estimula a sus profesionales a invertir en ellas un tiempo que necesitan para el desarrollo de sus carreras.
Comunicar la historia de los historiadores profesionales nunca fue fácil. Es mucho más sencillo hacerse entender por los colegas que por la gente ajena a la profesión, en un campo en que la competencia de los no profesionales es muy fuerte. Pero algo está cambiando, como lo indica la denominación que hoy muchos usamos, “comunicación”, que tiene el respaldo teórico de las Ciencias de la Comunicación y es a la vez genérica y abierta a especificidades. Pero aún se sigue usando, como un equivalente, el término “divulgación”, palabra que me parece desdichada por partida doble.
Por una parte, establece una dicotomía –un foso de saberes– entre quien comunica y quien recibe lo comunicado. Más allá de la teoría, hay una cuestión que hace a la sensibilidad y al sentido común: “divulgar” encierra un sentido elitista, o como solía decirse décadas atrás, iluminista, que más allá de la distinción entre el sabio y el lego, tiende a descalificar al receptor. No es la intención de quienes la usan, pero está en el campo semántico de la palabra, que resuena pese a los intentos de los diccionarios de aclarar las cosas.
Según la RAE, “divulgar” refiere a poner el conocimiento científico al alcance del público (Real Academia Española: divulgar). Pero “divulgar” lleva a “vulgarizar” y de allí a “vulgo”. En un tuit del académico Arturo Pérez Reverte aparece esta frase, ilustrativa de la percepción de un “ilustrado”, que espantaría a un lector de Paulo Freire: “En mi opinión, divulgar y vulgarizar no son sinónimos. Público y vulgo no significan lo mismo. Hay públicos cultos, pero el vulgo raramente lo es” (Pérez Reverte, 2018).
Pueden no ser sinónimos, pero la contaminación de sentidos me parece evidente. Para la RAE, “vulgo” es lo “propio del pueblo, de la gente”, agregando: “la plebe, la multitud, el populacho, la chusma” (Real Academia Española: vulgo).2 Es inevitable que, más allá de las intenciones de los divulgadores, estos sentidos resuenen en quienes los escuchan.
El mundo de la comunicación de la historia es inmenso e inmensamente diverso. En primer lugar, ocuparse del pasado incluye algo muy personal: contarse una historia de ese pasado es algo que forma parte de la construcción del individuo, del grupo, de la sociedad. Toda persona es un historiador, que recuerda y olvida lo que quiere, y no hay exigencia de veracidad que valga. Ya verá cada uno cuánto le ayuda su versión del pasado para convivir en sociedad y participar en la construcción de la identidad del colectivo al que se integre.
Cuando se trata de grupos o colectivos, la construcción de esa memoria común implica toda una gama de conflictos: discusiones, triunfos, derrotas, acuerdos, imposiciones y asimilaciones. La historia, en alguna de sus versiones, es una parte importante de esa construcción conflictiva de la memoria, en la que todos tienen el mismo derecho de participar, incluso los historiadores de oficio o profesión, quienes deben equilibrar su vocación ciudadana con su pertenencia a una cofradía profesional con reglas y controles.3 Estas reglas forman parte del oficio que aprenden los historiadores. A falta de fe en una verdad absoluta, nos regimos por una verdad convencional: el consenso interno sobre los límites de la diversidad. Esto se traduce en la evaluación de los pares, un sistema imperfecto, pero el mejor. En este campo, está muy claro qué cosas se toman en cuenta, relativas a la investigación, la docencia, la formación y la publicación. Excelentes, sin duda, aunque pueden alentar una suerte de fariseísmo.
Una de las consecuencias es que algunas formas de comunicación, no sometidas a evaluación, son menos valoradas. Un libro pesa en principio menos que un artículo en un journal. Muchas actividades centradas en la comunicación son incluidas en un grupo genérico al que se le asigna un puntaje reducido. En la historia esto va más allá de la comunicación y afecta a formas de construcción del saber más complejas que el artículo estándar de un journal. Afortunadamente, cuando un historiador académico llega a un cierto grado en su carrera –algo que habitualmente coincide con su madurez intelectual– las exigencias institucionales se distienden y se admite que dedique parte de su tiempo a explorar otros campos de la reflexión y la comunicación.
Hoy se aprecia una significativa incorporación de los historiadores profesionales a la tarea de comunicar “la buena historia”, como la llamaba Félix Luna. ¿Por qué un historiador académico opta por alguna de estas formas de comunicación que lo sacan de su ámbito circunscripto y previsible? Puede tratarse de conveniencias laborales, compromisos cívicos o simplemente la curiosidad que despierta esta experiencia singular. En el fondo son las mismas que las de los historiadores aficionados, los periodistas y todo el resto de quienes escriben o hablan de historia. La diferencia del historiador profesional es que, cualquiera sea la razón que lo pone a escribir sobre el pasado y el medio que elige, no abandona los criterios generales del oficio, tan precisos y rigurosos en un libro como en una columna periodística o un podcast.
¿Para quién escribe? Sin apartarse demasiado de su mundo, el historiador puede hacerlo para sus colegas de otra especialidad, que necesitan presentaciones más generales de sus resultados. Una buena práctica en este caso consiste en transformar una tesis universitaria en un libro. Luego, escribe para el público culto en general, no especializado en historia, que tradicionalmente es el destinatario de las “obras de alta divulgación”. Aquí pesan mucho los gustos del público y sus cambios.
Los docentes de historia constituyen un público específico, necesitado y poco atendido. Un profesor de enseñanza media tiene que dar tantas clases que no le queda ni tiempo ni ganas para actualizar sus conocimientos, de modo que la historia enseñada sigue muy de lejos el desarrollo del saber.
Es posible que registren las novedades si estas aparecen en los manuales, como ocurrió en los años noventa, una experiencia interesante por la renovación de los nombres de autores, y frustrante porque los buenos historiadores que han trabajado en manuales y currículos no encontraron la forma de transmitir las nuevas perspectivas en términos comprensibles, no ya para los alumnos sino para los mismos docentes.4 Un sector importante, que ha ganado en especificidad, es la literatura infantil y juvenil. El relato histórico siempre tuvo su lugar, pero escribir para niños o jóvenes no es fácil. No conozco equivalentes de lo que hacen Diego Golombek y otros en el campo de las ciencias naturales. No falta la oferta, desde el legendario Billiken hasta Felipe Pigna, basado en versiones escolares y patrióticas, con sus héroes y heroínas. Pero todo está bastante alejado de lo que hoy hacen los historiadores profesionales.5 Comencé por estos tres sectores de la demanda porque son bastante específicos y son los únicos donde la autoridad del historiador de oficio es bastante reconocida. No lo es, en cambio, en el amplio sector del público no informado, un territorio dominado por comunicadores entusiastas, pero sin mucha formación y con escaso rigor, atrapados por el sentido común histórico de sus lectores u oyentes.
Afortunadamente, los historiadores profesionales transitan cada vez más este terreno. Se trata de un campo conflictivo en el que se dirimen dos batallas: una por el tipo de relato, con todas sus concomitancias culturales y políticas, y otra, en el fondo más importante, por el valor asignado a la lectura en general y a la lectura de libros en particular, algo esencial para introducirse en el mundo de la historia. Se llega a la historia por muchos caminos: las novelas históricas, de Alejandro Dumas a Florencia Bonelli, las historietas, como Asterix, y también los dibujos animados, como Paka Paka, o lo que circula en X, Instagram o Spotify. Pero en mi opinión, la “historia de los historiadores formados” debe ser leída en libros.
Finalmente, hay un grupo de lectores de historia con intereses muy diferentes de la curiosidad: los ciudadanos, aquellos a quien interpela el “historiador público”, quien se suma a la arena política aprovechando el plus de autoridad que le da su sapiencia. Se espera de él que explique, desde el pasado, el presente y el futuro, algo que tiente a los historiadores militantes. El problema está en la tensión, insoluble y a la vez inspiradora, entre la comprensión –deber del historiador– y el juicio, la actitud política que implica la intervención pública.6
¿Que pueden ofrecer los historiadores profesionales a esos potenciales consumidores?
Un producto valioso es la síntesis histórica. A principios del siglo XX, Henri Berr cuestionó los criterios de la historia erudita y su preferencia por la “heurística” y la “crítica externa” en detrimento de la comprensión. En 1900 comenzó a editar su Revue de Synthèse Historique, y luego su gran emprendimiento colectivo de obras de síntesis, la serie La evolución de la humanidad, que en opinión de muchos inspiró a Marc Bloch, Lucien Febvre y sus alumnos.
Hay distintos tipos de síntesis. Entre ellas, uno que forma parte de la creación de conocimiento especializado: la que se genera con el desarrollo de la investigación y, en un momento, le da un nuevo impulso. Señalo un ejemplo cercano: el libro de Hilda Sabato sobre las repúblicas latinoamericanas del siglo XIX (Sabato, 2018, 2021). El tema ha estado en la agenda de los historiadores latinoamericanos en las últimas décadas; se ha producido una cantidad de trabajos de base y se han ido definiendo algunas grandes líneas, de acuerdos y diferencias. En un texto breve Sabato integra, desde una óptica personal, esa enorme producción en una síntesis interpretativa que, al dar cuenta de un corpus de investigaciones regionales muy amplio, incita a pensar en lo que hay de común en las historias hispanoamericanas –un camino sólido hacia la hoy demandada “historia mundial”– y también en el lugar específico que ocupa la cuestión republicana en una mirada más integral del proceso histórico.
El libro es de enorme utilidad para los historiadores de ese campo, que pueden reflexionar sobre lo hecho y sobre lo que puede seguir haciéndose. Pero además, es interesante para todos los historiadores y accesible para el público no especializado de buena formación.
Un pariente de estas síntesis son los libros dedicados a los docentes de historia de la enseñanza media, de cursos universitarios generales y quizá algo más, que quieren mantenerse al tanto del desarrollo de la historia investigada. Necesitan un tipo específico de síntesis, realizada por especialistas en los temas y editadas de modo tal que le permita al docente con inquietudes preparar una buena clase, liberándose de clichés interpretativos ya superados, pero sólidamente instalados en el sentido común, como por ejemplo “en 1912 se estableció el sufragio universal”, o “con el radicalismo las clases medias llegaron al poder”, nociones cuyas debilidades son bien conocidas dentro de nuestra profesión. Se trata, en suma, de un tipo de libro singular, que necesita no solo un historiador que lo escriba sino también una forma específica y un editor adecuado. Naturalmente, también son muy apreciados por un público más amplio.7 Hay un segundo tipo de síntesis histórica –en jerarquía, el primero–, plenamente creativa, que no se preocupa mucho por el “estado de la cuestión” o por la intervención en un debate entre colegas. Su centro es la reflexión y la interpretación, cercana al ensayo, por la libertad de pensar y conjeturar y por el entrelazamiento de la idea y la palabra, lo que se dice y la forma de decirlo.8 Pero, a diferencia del ensayo, sostiene las interpretaciones rigurosas con sólidas bases empíricas. Estas son visibles en el texto, aunque los autores no sientan necesidad de señalarlo con precisión. Menciono dos casos que conozco bien: la tríada de Eric Hobsbawm, sobre “las eras” (Hobsbawm, 1962, 1975, 1987) y Latinoamérica, las ciudades y las ideas, de José Luis Romero (Romero, J. L., 1976). Pocas notas, escasas referencias a autores, visión panorámica en lo espacial y en lo temporal, amplio uso de las conexiones entre sucesos o cuestiones pertenecientes a diversas esferas, hipótesis importantes y preguntas igualmente importantes. En suma, historia concentrada y, además, muy bien escrita. ¿A quién está dirigida? A los historiadores, de todo tipo, y también al público informado. Escribir así requiere talento pero también capacidades. Es un género difícil, solo al alcance de quienes han acumulado suficiente autoridad como para que lo formal se dé por supuesto. O de quienes tienen un público propio, ajeno al mundo académico.
Una mención especial merece un campo de desarrollo reciente: la historia mundial, que se propone superar la perspectiva eurocéntrica dominante en la cultura occidental. Estos historiadores aspiran a lograr una perspectiva global, más universal y menos determinada por la localización del punto de vista. Por ahora están limitados a temas específicos: las “historias de” la comida, el comercio, las redes comunicativas, las pestes, los mitos y creencias o las cuestiones biológicas, entre otras. Lo más importante, a mi juicio, es que el punto de vista pasa de las tradicionales identidades nacionales o étnicas, con tendencia a encerrarse en la singularidad, a los contactos de culturas: la circulación, la asimilación e hibridación, el dominio y la sumisión. Todo esto es excelente, sin duda la investigación histórica irá por ese camino.
Por ahora, y a diferencia de las formas de síntesis señaladas antes, estos historiadores suelen disponer de poco conocimiento acumulado y a la vez deben construir un cuadro que impresione por su unidad y comprensión. Para los historiadores profesionales, se trata de una historia costosa, que requiere el despliegue de un vasto equipo de investigación, solo al alcance de alguna sólida institución académica o de una gran editorial; ambas tienen horizontes e intereses bastante distintos.9 Lo que se lee es de calidad variable. Hay textos que se apoyan en los casos, de modo que lo curioso disimula los huecos y la discutible articulación entre épocas y lugares. En el otro extremo hay ensayos audaces, que con gran despliegue de información explican toda la historia de la humanidad, desde la prehistoria al presente, y además responden a las preguntas existenciales y hasta predicen el futuro. Algunos encabezan durante un tiempo la lista de best sellers y son el tema de cualquier conversación entre gente que lee libros. No resisten el análisis de un historiador, cosa que no preocupa en lo más mínimo ni al autor y el editor, ni a sus lectores.10
Hasta ahora me he referido a obras que, salvo excepciones, circulan entre los historiadores y también entre la capa más culta y formada del público. Pero los temas más interesantes de esta cuestión de la comunicación tienen que ver con el resto: el público en general, formado por diversos segmentos y nichos. En este aspecto, la figura del mediador es fundamental, y particularmente la del editor.
La palabra refiere tanto a quien dirige la operación, el manager, como al profesional responsable de transformar un manuscrito en un libro, funciones que en la práctica pueden mezclarse e incluso superponerse. El editor manager es quien imagina el producto, localiza y define el mercado, organiza la producción, convocando entre otros a los historiadores pertinentes –como autores o directores de colecciones o de obras–, supervisa la edición, define el título y la tapa –atribuciones indiscutidas– y luego se ocupa de promoverlo y venderlo, que es toda otra historia.
Aunque el editor manager suele conocer el medio académico, y a menudo se ha formado allí, funcionalmente es parte de otro mundo: el del mercado, donde las ventas son, a la corta o a la larga, lo decisivo. El éxito de ventas de un producto es imprevisible, aún para los más experimentados, de modo que su talento consiste en balancear favorablemente éxitos y fracasos. Los grandes grupos editoriales tienen varios editores de colección, que son fungibles. Los editores menores arriesgan mucho más y, quizá por eso, son más inventivos.
La edición del texto es un trabajo altamente especializado, que incluye desde el conocimiento de la lengua, la cultura general y una cierta obsesividad, hasta la capacidad de tratar con los autores y de manejar los límites de la intervención editorial sobre el original, variable en cada caso. A veces son solo cuestiones sintácticas o estilísticas; otras, se trata de construir un libro nuevo a partir de un manuscrito. En todos los casos la relación con el autor, combinando comprensión con autoridad, es decisiva y suele traducirse en los agradecimientos, que aprendí a leer apreciando los matices.
En el ámbito del consumo de la historia las cosas están cambiando, aparecen alternativas a la mediación editorial y la historia circula por otros canales, en general asociados con la edición digital y las redes. Muchos colegas se han adecuado perfectamente a estos nuevos medios y aprovechan sus ventajas: son independientes, se expresan libremente, construyen su público y ayudan a conformar un micro mundo de consumidores de historia.11 Pero estoy convencido de que el edificio sigue sosteniéndose en la historia puesta por escrito, a través de los editores y de los historiadores que se incorporan al circuito. Se trata de un campo regido por la libre competencia: se llega o no se llega al lector, y los historiadores formados son relativamente débiles frente a otros relatores del pasado, más adecuados a las expectativas del público. Quizá nos moleste ser confundidos con Felipe Pigna –que por otra parte fue mucho tiempo profesor de historia– o con Pacho O’Donnell –en su libro más reciente devela con frescura dos misterios: la historia que nos ocultaron y el ADN de los argentinos–, pero ciertamente ellos hacen muy bien lo suyo, tienen su audiencia y cumplen su función de acercar el público a la historia. Es así, y está bien pues –reitero– el pasado es algo demasiado importante para pretender que los historiadores formados sean la única voz.
Por otra parte, no es un universo dicotómico e incomunicado. Un caso notable es el de Félix Luna con Todo es historia, que ya se acerca a los setenta años. La revista realiza una doble y extraordinaria tarea. Amplía el círculo de lectores sobre el pasado, que de su mano descubrieron sus múltiples facetas –tal el sentido de su nombre– y simultáneamente promueve a buceadores de ese pasado, historiadores aficionados con una inmensa curiosidad, que en ciertos casos –recuerdo los de Miguel Ángel Scenna y Oscar Troncoso– se hicieron un lugar en el mundo de los historiadores.
¿Cómo ingresan los historiadores profesionales al mundo de la edición? Parte del oficio de editor puede aprenderse en las universidades, donde desde hace algunas décadas existe la carrera de Edición. Hasta entonces, lo aprendían, como en cualquier oficio, trabajando junto con los que saben. Soy un ejemplo de esto.12 Para el historiador profesional, ingresar al mundo editorial es una oportunidad, que no siempre se presenta. Implica un desafío, un riesgo y eventualmente una recompensa. No se trata solo de escribir. Hay lugar para él en cualquier emprendimiento editorial que implique a la historia y necesite una gestión académica, como las colecciones, las obras colectivas, los fascículos, los libros de texto y otras muchas. El desafío consiste en que hay que aprender las reglas del oficio –más cercanas al periodismo o la literatura que a la historia–, dominar el formato y volcar en él lo mejor de una buena formación, sabiendo que trabaja sin la red de los controles que funcionan en el mundo académico.
El riesgo es convertirse en un mercenario, prostituirse –por no usar la palabra precisa e irrepetible con que me lo explicó una amiga editora–, trivializar o, en otro sentido, adoctrinar. Tiene que simplificar sin perder lo que es propio de nuestro oficio: la complejidad y el matiz. No es fácil. La recompensa, más allá de las cuestiones materiales, es hacer una diferencia en lo que se dice del pasado que, quizá, cambie un poco los sentidos comunes dominantes.
Un caso destacado es el de Eduardo Sacheri. Consagrado escritor de ficción, ha escrito dos libros que apuntan a conformar una serie sobre la historia argentina. Tiene una buena formación universitaria específica en la Escuela de Historia de la Universidad Nacional de Luján, una de las mejores del país. Está familiarizado con los textos de los historiadores más reconocidos hoy en el mundo académico, comenzando por Tulio Halperin Donghi. Paralelamente a su carrera de escritor, sigue enseñando en un colegio secundario, con alumnos de los últimos años.
Recientemente comenzó a volcar en libros lo que enseña, con un estilo propio, sencillo, claro, atractivo, con el que traduce lo mejor de la producción historiográfica actual, sin trivialidades, sin declamación, sin adoctrinamiento, sin maniqueísmo, pero sin descuidar la cuestión de la relación entre el pasado historiado y el presente vivido. Además de los procesos históricos y su comprensión, plantea problemas complejos de la investigación y del discurso histórico de manera clara y desafiante, buscando suscitar la discusión y la reflexión. Diría que, con sus recursos de escritor, ha logrado reconstruir en sus libros el ambiente académico y hacerlo interesante. En suma, es un buen ejemplo del mediador virtuoso. Por ahora es una promesa, ojalá siga adelante.
En última instancia, la capacidad de llegar al público depende de un factor singular: escribir de la manera adecuada. Puede aprenderse, pero probablemente hay algo que es personal e intransferible.
Félix Luna y José Luis Romero son dos historiadores excelentes en sus géneros, que representan dos formas diferentes de comunicar la historia escribiendo. En 1976 –un año antes de la muerte de Romero– sostuvieron una serie de charlas de las que resultó el libro de Luna Conversaciones con José Luis Romero (Luna, 1976), que se ha leído mucho. No se conocían y establecieron una buena relación, basada en muchas diferencias y algunas afinidades. Sobre todo, compartieron una pasión por la historia y por la vida de la que habla la historia.
Félix Luna fue un mediador excelente, que recorrió todas las alternativas de la comunicación histórica. Pero sobre todo, fue un gran historiador, autor de obras notables en sus géneros como El 45, la biografía de Ortiz o los tres tomos sobre Perón, de referencia ineludible.
Luna fue abogado, periodista, hombre público, vinculado con el radicalismo, y un historiador por afición. Sus convicciones están presentes en sus obras, muy marcadamente al principio y gradualmente tamizadas luego por una actitud más distante y comprensiva. Pensaba que, con sus conflictos y armonías, todos los hombres públicos contribuyeron a su modo a la construcción de la patria. Recientemente entendí cuánto interés tenía esa idea, no ya para hacer historia sino para construir buen civismo, una tarea que, de algún modo, nos viene añadida a nuestro oficio.
¿Cómo llegó Luna a ser un buen historiador sin haber estudiado historia? La primera clave es la lectura. En Encuentros (Luna, 2004), una suerte de libro de memorias que completó al cumplir 80 años, cuenta que, siendo alumno de colegios católicos, leyó de todo: Salgari, Dumas, Verne, y los Clásicos Jackson, una compilación de lo mejor de la cultura occidental, que menciona como la base de su educación. Cuando lo traté, advertí que era un lector omnívoro, infinitamente curioso que, siguiendo su intuición y su gusto llegó a hacerse de una sólida cultura, algo que ayuda mucho a ser un buen historiador.
Un buen historiador es también alguien capaz de mirar con inteligencia su entorno, que en este caso es el país. Cuando Luna se refería a la Argentina, y a la importancia de una visión nacional, sabía de qué estaba hablando. Durante mucho tiempo la recorrió a caballo, y siguió recorriéndola, infatigablemente, hasta el fin de su vida, mirando, oyendo y sumando esas experiencias que le dan a sus textos una definida espesura y una legítima perspectiva nacional, menos declamada que practicada.
Aunque lo hizo ocasionalmente, no se dedicaba a la investigación de base. Pero leyó a todos los buenos historiadores, y a muchos otros. Tampoco se preocupaba por la originalidad de lo que escribía y abrevaba libremente en todo lo que pasaba por sus manos, sin recurrir a citas y notas. Su talento estaba en la síntesis, que fluía naturalmente. Todo eso, unido a su vocación, fue más que suficiente para que, desarrollando sus intereses y talentos, se convirtiera en un buen historiador, que no publicaba en journals académicos.
Pero hay algo más, quizá lo esencial. Lo entendí, sorprendido, leyendo Encuentros. Al presentar las distintas actividades que le interesaron en su vida, la historia está en segundo lugar. El primero lo ocupa la poesía. Creo que allí está la clave profunda de su singularidad. Desde Homero, es sabido que los poetas tienen su propia clave para entender la realidad, y a veces conocen caminos más rápidos y más directos para llegar a lo esencial y para sacarlo de adentro, traduciéndolo en palabras, dichas o escritas. Luna hacía historia contándola o escribiéndola. Su proceso de interpretar el pasado estaba íntimamente ligado con el de narrarlo y escribirlo.
Luna fue un escritor espontáneo. Lo he visto escribir una nota periodística de tres páginas de corrido, directamente, sin ningún apunte. Terminarla y entregarla, sin leerla, con la seguridad de que estaba perfecta. Recuerdo sus audiciones radiales y la magia de sus palabras, aunque su voz no fuera particularmente atractiva. De la misma manera imagino su obra escrita. En esa forma de contar la historia, sencilla y profunda a la vez, está su encanto.
Sin dudas, recibió un don: en el acto de escribir, esa mente cultivada, experimentada, se conectaba con la historia, que le fluía y que él sabía traducir y transmitir para sus muchos lectores. Tuvo el don de la escritura, y supo honrarlo.
Como Luna, José Luis Romero fue un historiador y un ciudadano con convicciones definidas. En ambos registros, tuvo un arte singular, que no era espontáneo sino el fruto de una disciplinada concisión y una preocupación por “transmitir la historia viviente”.13 Sus textos se sostenían en una personal elaboración conceptual, que tradujo en su “teoría empírica de la vida histórica”.14 Sus dos términos clave son el “proceso”, el fluir continuo de la vida histórica entre lo pasado y lo porvenir, y sus “dialécticas”, las múltiples interacciones entre las diversas dimensiones de la realidad.
El objeto estudiado estaba en permanente revisión. En sus numerosos esquemas se ve cómo rondaba las ideas, ajustando periodizaciones, acentos y títulos.15 Era un largo trabajo de arquitectura –que incluye un conjunto de índices y subíndices, con indicación precisa de la extensión asignada a cada parte–, de búsqueda de la coherencia interna y de precisión en los términos.16 Le preocupaba particularmente definir “el sujeto”, verbal e histórico, superando la imprecisa amplitud de los campos semánticos y la irreflexiva modulación de un sentido al otro. A la vez, cuidaba el matiz, con una gradación de los adjetivos y los adverbios, muy meditada, y vigilaba que el brillo del lenguaje no llevara al abandono del “obstinado rigor” al que volvía una y otra vez. No era un poeta quien escribía sino un intelectual cartesiano.
Su otra veta era romántica. Su “historia viviente” surgía de ejemplos o referencias que, apoyadas por la entonación y los gestos, eran significativas en clases o conferencias.17 En todas ellas, la idea encarnaba en ejemplos: autores, obras, situaciones, lugares, climas. Los introducía de un modo casi casual, como al pasar, acumulando datos diversos alrededor de un punto y dando por sobreentendido que eran conocidos por su audiencia. Muchas veces era así, tenía una larga experiencia en lo de elegir los ejemplos adecuados para cada grupo, que ensayó inicialmente como maestro de grado. Sabía que el oyente se diría “yo esto lo conozco”, o bien “esto me suena; voy a averiguar qué es exactamente”.
Los ejemplos surgían de un trabajo heurístico en el que las fuentes escritas se combinaban con listas de nombres recopilados aquí y allá y anotaciones de lo visto y vivido. Todo eso se volcaba, en el momento de escribir, en esquemas muy precisos. Lo notable es que el texto fluía naturalmente, en un solo impulso, produciendo a la vez la síntesis y la comunicación.
Llego aquí al límite de lo que puedo entender sobre su escritura. Hay un paso más, que no puedo explicar: cómo, con tanta elaboración, Romero logró escribir, no solo claramente sino además con un estilo comparable con el de los novelistas del siglo XIX, de Balzac o George Elliot a Benito Pérez Galdós, capaces de presentar al lector la historia, táctil, viviente, humana, transcurriendo delante de sus ojos.
Creo que Romero era un comunicador eximio. Pero no porque se lo propusiera específicamente. Su estilo literario es uno solo, que está tanto en sus obras de historiador, en sus libros de texto escolares o en la serie de radioteatros históricos que escribió en Uruguay para el SODRE (Romero, J. L., 2012; Matallana, 2012). En cualquiera de ellos encuentro la misma combinación de sencillez y complejidad. Escribía con naturalidad en un doble o triple registro, que pasaba de lo táctil a lo conceptual, con capas de discursos de diferente complejidad, accesibles para oyentes diferentes, o para quienes los van descubriendo en las sucesivas lecturas. Algo de esto encontré en otros grandes historiadores, como Hobsbawm, pero no en todos los grandes historiadores.
Cuando le preguntaban sobre la comunicación, decía que era una obligación social de los historiadores, algo muy propio de su faceta de ciudadano. Pero cuando escribía su historia estaba lejos de pensar en obligaciones. Simplemente le salía así. Lo comparo con Félix Luna porque creo que, por otra vía –Luna no arrancaba de la reflexión sino de la intuición poética– llegaron a algo muy parecido. Quizá por eso se entendieron tan bien en el breve año en que se trataron.
La comunicación de la historia no es una alternativa, ni tampoco una necesidad de algunos: la historia investigada, al igual que la contada o la recordada, solo existe cuando se la comunica.
El producto que se comunica –la tradicional escritura y todas las formas novedosas que van surgiendo– tiene similitudes con otros productos, por ejemplo la novela histórica. Pero tiene algunas especificidades irreductibles e irrenunciables, como el propósito de acercarse a la verdad, aun cuando en distintos casos pesen mucho, por ejemplo, las intenciones de entretener o de convencer.
En esta comunicación el editor cumple un papel imprescindible: transformar un manuscrito en un libro y venderlo es un arte complejo. Hoy, sin editores no hay historia realmente existente. La palabra editor integra una cantidad de funciones variadas, de especialidades diferentes, que usualmente implican a distintas personas. En esos equipos hay un lugar para los historiadores profesionales. Solo tienen que aprender el oficio.
Los historiadores formados crean historia y la comunican, pues ambos términos van juntos, en distintas proporciones. Los destinatarios son muy variados y las formas de llegar a ellos son muchas y se van adecuando permanentemente. El éxito de cada producto es difícil de prever, y también de percibirlo en el momento: con los libros –imagino que puede decirse lo mismo de los influencers– hay “sucesos de escándalo” y “sucesos de estima”; hay autores que son best sellers o bien long sellers, así como descubrimientos tardíos de los valores de obras no valoradas en su tiempo.
En cada uno de estos aspectos hay gradaciones infinitas. Todo aporta algo, y la palabra “comunicación” lo incluye todo. Volviendo al comienzo: tomémosla como punto de partida para cualquier discusión sobre el tema.
»Hobsbawm, E. (1962). The Age of Revolution: Europe 1789-1848. United Kingdon: Weidenfeld & Nicolson.
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»Hobsbawm, E. (1987). The Age of Empire. 1875-1914. United Kingdon: Weidenfeld & Nicolson.
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»Luna, F. (1976). Conversaciones con José Luis Romero. Sobre una Argentina con Historia, Política y Democracia. Buenos Aires: Timerman.
»Luna, F. (2004). Encuentros a lo largo de mi vida. Buenos Aires: Sudamericana.
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1 Agradezco a Elisa Pastoriza su invitación a presentar la versión inicial de este texto en las Jornadas de Divulgación de la Historia en el espacio público, Buenos Aires, UdeSA, 18 de octubre de 2024, y a Lila Caimari por su colaboración en la edición de este texto.
2 (RAE) Estos son los sinónimos de la primera acepción: Común o conjunto de la gente popular. La segunda acepción es: Conjunto de las personas que en cada materia no conocen más que la parte superficial. La tercera, en germanía, es: “mancebía” (casa de prostitución).
3 Participé frecuentemente en estos debates en la prensa. Sobre el “pasado que duele”, hice una incursión más académica (Romero, L. A., 2007).
4 Participé en este campo, sobre todo en la década del noventa, asesorando en la confección de currículos, capacitando docentes y editando manuales. Resumí mi experiencia en Romero, L. A. (1994).
5 A principios de los años noventa, Lilia Ana Bertoni y yo trabajamos con Graciela Montes, escritora y editora de literatura infantil, en Una historia argentina, dirigida a niños de 11 o 12 años. Nosotros escribimos la versión de base, que ella recreó de manera admirable.
6 Este problema, a menudo confundido con el de la objetividad, preocupó mucho a los historiadores. Clásicamente, se recomendaba dejar pasar medio siglo antes de historiar. No conozco economista, sociólogo o politólogo que se sienta inhibido por esa posible contaminación. Personalmente, creo que la historia contemporánea debe llegar hasta el presente.
7 En la editorial Siglo XXI, con Carlos Díaz, Yamila Sevilla y Ana Galdeano desarrollamos una colección de este tipo, la Biblioteca Básica de Historia, que funciona bien en alguno de los múltiples nichos del vasto mundo de la docencia.
8 El ensayo tuvo su prestigio en la Argentina en la primera parte del siglo XX, luego cayó en el desprestigio, criticado por las florecientes ciencias sociales empíricas, para resurgir más recientemente, reconociéndose su aporte a la reflexión y a la interpretación (Martín, 2011). Sobre J. L. Romero y el ensayo (Kovadloff, 2017).
9 En medio de la crisis de 2002, un colega, editor en uno de los grandes grupos, me propuso dirigir una historia de la vida cotidiana en la Argentina. Como le dije que no conocía mucho de un tema tan vasto, me aseguró que el trabajo de base lo harían “dos pibes que andan muy bien”.
10 El caso más notable hoy es el de Y. H. Harari, regular productor de super best sellers, augur reconocido y un fenómeno cultural digno de ser estudiado, como lo ha hecho exhaustiva y brillantemente Mauricio Meglioli (2022), en un libro para el que no consiguió editor, por lo que hizo su propia edición en línea.
11 Mi último emprendimiento editorial, el Archivo Digital José Luis Romero (www.jlromero.com.ar), está concebido para lectores. Sin embargo, un par de colaboradores jóvenes se proponen instalarlo en “las redes”, adecuando sus contenidos a los formatos pertinentes. Ojalá tengan éxito.
12 Lo aprendí con algunos de los mejores. Me inicié en un ambicioso proyecto de la Editorial Abril (Lida, 2024), guiado por Rubén Tizziani, escritor y un gran periodista. Mi segundo jalón fue con Alejandro Katz en la serie Los nombres del poder. Finalmente, en 1987 comencé a dirigir en Sudamericana la colección Historia y cultura, editada a partir de 2001 por Siglo XXI de Argentina, donde trabajé con Carlos Díaz y Caty Galdeano. Tuve a mi cargo varios proyectos editoriales, entre ellos Buenos Aires, historia de cuatro siglos (1983), y unas cuantas colecciones de fascículos para el grupo Clarín. Todo fue muy bueno en términos profesionales, y sobre todo muy entretenido.
13 Ordenando los papeles de su archivo personal pude conocer el backstage de este proceso de escritura. El Archivo ha sido donado a la Universidad de San Andrés. Parte del material está siendo incorporado al Archivo Digital José Luis Romero.
14 Comenzó a reflexionar sobre el tema en su primer trabajo importante, La formación histórica (Romero, J. L., 1933) y lo sintetizó al fin de su vida. Todos los textos están reunidos en Romero, J. L. (1988).
15 En La revolución burguesa en el mundo feudal (1967), libro que trajinó durante veinte años, en un momento remplazó de un plumazo términos que habían acompañado su trabajo desde el comienzo, como “estilos de vida”, o “concepciones del mundo”, en los que resuena el Dilthey de su formación, y colocó un término de moda entonces –las mentalidades–, pero lo definió en sus propios términos.
16 Sobre esta elaboración, hay un indicio importante en las guías de clases y conferencias, versiones preliminares de sus libros donde va combinando la estructura conceptual con los ejemplos para cada punto.
17 Así lo recuerdan quienes fueron sus alumnos: Nicolás Iñigo Carrera (2023), Catalina Wainerman (2024) y Jorge Saab (2022). Los audios de algunas conferencias se encuentran en la sección Audios del Archivo Digital José Luis Romero.