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Presentación al dossier Comunicar la historia.

Balances, desafíos, perspectivas

Lila Caimari1

Universidad de San Andrés. CONICET, Argentina.

¿Hasta qué punto es misión de quienes investigan sobre el pasado comunicar su conocimiento a públicos amplios? ¿Qué papel tienen los “expertos” –es decir, los investigadores formados, encuadrados en instituciones académicas y sistemas de producción con reglas específicas– en esa transmisión? Según la configuración de los campos profesionales en cada país, preguntas de este tipo podrán responderse de manera diversa. Si alguna vez se hiciera una comparación, un rasgo a mencionar del caso argentino sería que la potente corriente profesionalizadora de las últimas cuatro décadas ha convivido con respuestas singularmente activas a esa pregunta fundamental, inyectando tensión a lo largo del recorrido.

Desde luego, las generaciones formadas en las aulas universitarias desde la recuperación de la democracia han aprendido que la tarea del historiador se rige por reglas autónomas que están fuera de discusión: el pasado se reconstruye siguiendo estándares estrictos de evidencia y control; sus hallazgos se difunden en revistas especializadas con sólidos protocolos de evaluación; su aporte se encuadra en discusiones entre especialistas de campos específicos que juzgarán críticamente el valor de la intervención –entre otras condiciones. Como sabe cualquiera que frecuenta jurados, concursos de tesis o comités editoriales de revistas de la profesión, hace tiempo que las premisas de este modo de hacer historia son sentido común. Y más allá de las discusiones sobre los límites del paradigma, hay consenso en que la disciplina ha ganado muchísimo gracias a ese logro.

Adoptada masivamente y financiada con generosidad, esa enorme construcción también ha suscitado reticencias, y no solamente entre quienes eran ajenos (o antagónicos) a la empresa. En el corazón del sistema, en las mismas comisiones del CONICET donde estaba la supuesta sala de máquinas de la profesionalización más pura, numerosos criterios de evaluación (los cuantitativos en particular) fueron adoptados y operativizados con más resignación que convencimiento –y siempre precedidos de acalorados debates. Tampoco ha faltado resistencia a los formatos recomendados. A diferencia de otras ciencias sociales, el término paper (especialmente si dicho en inglés, en lugar de “ponencia”) no se sacudió cierta connotación negativa. Y luego, los poderosos incentivos institucionales para frecuentar revistas académicas (del hemisferio norte en particular) nunca erosionaron el prestigio del libro de autor, de publicación menos controlada y circulación más abierta e indeterminada.

Mientras tanto, la expansión de posgrados, equipos, revistas y jornadas –la evidencia de que los historiadores producían más conocimiento que nunca– se vio acompañada de inquietudes de otro tipo. Más pareja y mejorada en calidad, esa producción se estaba volviendo fragmentada y encapsulada, perdiendo su capacidad de interpelación al lector espontáneamente interesado en el pasado. El avance de la figura del historiador profesional pronto dio origen a críticas a la hiper-especialización como destino excluyente, que ya encontraba expresiones articuladas a mediados de los años 1990.2 El repliegue al diálogo entre expertos en torno a la reconstrucción clínica de una parcela de saber traía consigo sacrificios que no eran juzgados desdeñables: la renuncia a la tradicional función cívica y pedagógica de la disciplina, el abandono de su lugar en la conversación pública, en fin, el debilitamiento en cascada de los vínculos con la sociedad. Semejantes preocupaciones nunca desaparecieron del horizonte, incluso entre quienes se comprometían intensamente con las transformaciones en marcha.

Por cierto, la idea de acercar a ese público amplio y siempre difuso los prodigiosos cambios ocurridos en las aulas universitarias ganaría tempranos adeptos. Tal expectativa permeaba en los ambiciosos proyectos editoriales de síntesis que veían la luz entre fines de los años 1990 y principios de los 2000 –con un nuevo pico en torno al Bicentenario de la Revolución– en los que participarían decenas de plumas representativas de los nuevos tiempos historiográficos (Academia Nacional de la Historia, 1997-2000; Suriano, 1998-2004; Gelman, 2010-2012).3 En 2007 nacía la colección “Nudos de la historia”. Hecha de libros cortos concebidos como “un puente entre la mejor historia que se hace y un público que busca la explicación de los procesos históricos”, se presentaba como una respuesta a los grandes best-sellers de divulgación de los años post-2001, en el clima de interés por el pasado como fuente de explicaciones a las recurrentes crisis argentinas.4 Este ciclo de iniciativas tampoco estuvo libre de análisis críticos. Más importante para nuestros propósitos: tampoco pasó desapercibido el abismo entre el interés suscitado por los esfuerzos provenientes del mundo académico y los iniciados en la “industria cultural” (Acha, 2005).5 Con todo, que la voluntad de comunicación implícita en estos proyectos no haya estado a la altura de las expectativas no deja de confirmar la persistente intención de salir de los claustros al encuentro de lectores de otro tipo y de recuperar espacio en la conversación pública. Máxime si recordamos que a la lista de empresas editoriales pronto se agregaría la participación de investigadores formados en una nueva generación de documentales televisivos, un salto sustantivo ocurrido a partir de 2005 en torno el Canal Encuentro y activo hasta tiempos muy recientes (Morea, 2024).6

De la misma manera, la inquietud por el lugar de la historia en el debate público estaría presente desde los orígenes de la formalizada comunidad de investigadores representados en la Asociación Argentina de Investigadores en Historia (Asaih), nacida en 2011. Los eventos anuales y las reuniones animadas por la Asaih harían lugar, reiteradamente y bajo formulaciones diversas, a cuestiones de este orden. Por eso mismo, dicho marco ilustra las continuidades y las transformaciones al interior de un consenso siempre alerta e inestable. Pues si inicialmente era cuestión del diálogo más bien tentativo entre historiadores profesionales y figuras ligadas al mundo editorial, radial o televisivo, con el protagonismo de los nombres más identificados con este tipo de compromiso, las versiones más recientes encontrarían a una comunidad de investigadores no solamente más numerosa sino también mejor sintonizada con el quehacer de la comunicación, en cualquiera de sus encarnaciones. En el encuentro dedicado a la Divulgación de la Historia (octubre de 2024) en donde está el origen de este dossier, una parte considerable de los asistentes participaba de alguna manera en la circulación social del saber sobre el pasado –escribiendo columnas en los diarios, impulsando colecciones de libros de público más o menos amplio, asesorando en la producción de manuales escolares, grabando podcasts, produciendo guiones, prestando su presencia en documentales o difundiendo contenidos en las redes sociales. ¿Significa esto que la transmisión del conocimiento experto se ha tornado en mandato? Difícilmente: la investigación de la historia transcurre en sus ámbitos específicos de producción y discusión, por donde circula el caudal principal. Si CONICET ha incorporado a sus planillas la categoría “comunicación pública de la ciencia”, el gesto de reconocimiento del valor de estas actividades sigue siendo marginal en sus criterios de evaluación, lo cual no sorprende en una institución cuya misión principal es la investigación. Pero en un campo disciplinar muy crecido y diversificado, son muchos los que hoy ven con interés alguna variante de dicha vertiente, sin plantearse la compatibilidad con una vocación profesional en sentido pleno.

Numerosos factores explican este movimiento, tan extendido como variado en naturaleza e intensidad. Dos de ellos saltan a la vista. Luego de cuatro décadas de integración de las reglas del oficio y consolidación de la figura del historiador-investigador, el énfasis valorativo en la separación entre el quehacer más específico y otras formas de ejercicio de la vocación –énfasis positivo o negativo, prescriptivo o crítico de la prescripción– parece haber perdido el sentido constitutivo de sus inicios. Y luego, los cambios mediáticos y tecnológicos ocurridos a lo largo del camino han abierto un repertorio impensado en el acceso, flexibilidad y variedad de calibre de las opciones disponibles. Particularmente relevante en este panorama ha sido la emergencia del podcast, cuya eficacia como herramienta para hablar del pasado es hoy ampliamente reconocida –incluyendo, entre muchos agentes, a instituciones del núcleo del mundo académico como la Asaih y el Instituto Ravignani, con sus ciclos de entrevistas.

Así pues, preguntas por la oportunidad, la legitimidad o relevancia de la comunicación pública de la historia han ido dejando lugar a problemas más específicos, como la relación entre el discurso historiográfico experto y las narrativas de más amplia difusión, o la notoria dificultad de los historiadores para competir discursivamente con agentes más eficaces en esa tarea. Las ventajas y límites de ciertas opciones temáticas o formales han sido recurrentemente examinadas. Y dado que estos ejercicios requieren a menudo del trabajo en equipo, también se ha impuesto la pregunta por el papel de los mediadores (guionistas, editores) y otros actores (curadores, cineastas, ilustradores). Sobrevolando este conjunto de inquietudes, persiste la cuestión (nunca zanjada, siempre insondable) de los públicos, con exploraciones sobre las estrategias más rendidoras, las batallas más valederas y las menos.

Problemas de esta naturaleza recorren el presente dossier, donde tres historiadores ampliamente reconocidos por su compromiso con estas cuestiones comparten sus reflexiones. La colocación de cada uno es diversa en pertenencia generacional y ámbito de intervención, alimentando un espectro variado de observaciones. A la vez, los tres aportes nacen de la experiencia, y por ello admiten la enunciación en una primera persona reflexiva, orientándose preferentemente a problemas precisos de la práctica.

Figura relevante en los orígenes de la profesionalización de la historia, Luis Alberto Romero ha sido animador de innumerables iniciativas en el mundo editorial. En su contribución, que se abre con una evaluación de las virtudes y defectos de los términos “comunicar” y “divulgar”, identifica los atributos necesarios a la hora de escribir narrativa histórica eficaz, proveyendo ejemplos a lo largo del camino. Asimismo, distingue los universos de lectores posibles de esa producción, explicando el valor exacto de la mediación de los buenos editores. Finalmente, se detiene en dos figuras particularmente dotadas para la comunicación de la historia en la Argentina: Félix Luna y José Luis Romero.

¿Hasta qué punto puede el museo histórico intervenir en las visiones del pasado de sus visitantes? Tal es la pregunta que guía la contribución de Gabriel Di Meglio, partícipe de larga data en proyectos de comunicación de la historia en sedes diversas. Partiendo de observaciones desarrolladas en su labor de director de dos grandes museos (el Museo del Cabildo y el Museo Histórico Nacional), Di Meglio interroga sobre la validez de una premisa habitual entre los académicos, a saber: que el sentido común histórico popular tiende a ser revisionista. Otros sentidos comunes parecen igualmente arraigados, argumenta, basándose en sus propios estudios. Además de pronunciarse sobre este punto, Di Meglio ofrece una meditación sobre las estrategias (afortunadas y desafortunadas) para trasladar los consensos historiográficos a muestras destinadas a los públicos del museo.

Experimentadora de los recursos más novedosos de transmisión de la historia, Camila Perochena aporta un análisis de las posibilidades abiertas por el podcast. Se trata de una vía emergente en la Argentina, pero muy desarrollada en otros países, y objeto de un nutrido corpus de análisis sobre sus alcances y naturaleza. Luego de caracterizar los potenciales de la “historia audible”, y sirviéndose de ejemplos locales y ciclos producidos en el mundo anglosajón, Perochena despliega las pruebas de la amplitud del campo, con opciones que van de la tradicional entrevista a los ambiciosos ciclos de episodios guionados con altos valores de producción. Mientras evalúa las posibilidades y límites de cada formato, el trabajo examina la tensión constitutiva entre entretenimiento y análisis complejo del pasado, principalísimo desafío a los cultores de este recurso.

Como se desprende de esta breve descripción, los trabajos aquí reunidos plantean reflexiones específicas a su campo de intervención. No podría ser de otra manera a estas alturas, dado el desarrollo de las áreas respectivas. En profundidad y variedad, marcan un nuevo momento en la conversación de los profesionales del pasado sobre la comunicación pública de su conocimiento. Recorridos muchos caminos de aprendizaje, ensayo y error, se abre ante nosotros un repertorio de cuestiones vitales y complejas, para seguir fructificando.

Bibliografía

»Academia Nacional de la Historia (1997-2000). Nueva Historia de la Nación Argentina, 8 vols. Buenos Aires: Planeta.

»Acha, O. (2005). Las narrativas contemporáneas de la historia nacional y sus vicisitudes. Nuevo Topo. Revista de historia y pensamiento crítico, (1), 9-31.

»Gelman, J. (Dir.) (2010-2012). Argentina, 6 vols. Madrid: Mapfre/Taurus.

»Hora, R. y Trímboli, J. (1994). Las virtudes del parricidio en la historiografía. Comentario sobre la mirada de Ema Cibotti a la “generación ausente”. Entrepasados. Revista de Historia, (6), 89-99.

»Morea, A. (2024). Historia pública. Algunas reflexiones sueltas sobre la presencia en Argentina, 2005-2023. En C. Fernández y K. Halpern (Coords.), Múltiples enfoques en la comunicación pública de las ciencias: de la teoría a la práctica (pp. 89-109). Mar del Plata: Es pulpa.

»Suriano, J. (Dir.) (1997-2004). Nueva Historia Argentina, 11 vols. Buenos Aires: Sudamericana.


1 Agradezco los comentarios de un evaluador anónimo.

2 En 1994, Roy Hora y Javier Trímboli deploraban en términos contundentes la renuncia a la significatividad social de la historia implícita en el modelo profesionalizador (Hora y Trímboli, 1994).

3 Una Nueva Historia de la Nación Argentina impulsada por la Academia Nacional de la Historia en consorcio con la editorial Planeta aparecía entre los años 1997 y 2000; otro proyecto, dirigido por Juan Suriano y editado por Sudamericana, la Nueva Historia Argentina, veía la luz entre 1998 y 2004. La perspectiva del Bicentenario de la Revolución de Mayo iniciaría un nuevo ciclo de proyectos, que incluiría una colección dirigida por Jorge Gelman y asociado a la Fundación Mapfre y la editorial Taurus, publicada entre 2010 y 2012.

4 Dirigida por Jorge Gelman en sociedad con la Editorial Sudamericana, la colección se presentaba como “La historia académica, al contraataque”. En una entrevista de promoción de esta iniciativa, Gelman volvía sobre el problema del encierro de los historiadores profesionales. La Nación, 11 de octubre de 2007.

5 En un minucioso análisis de este ciclo de iniciativas –las académicas y las de la “industria cultural”– Omar Acha ponía de relieve tanto las respectivas diferencias de concepción y calidad, como la contrastante suerte comercial del discurso de los historiadores y de los best-sellers de la época (Acha, 2005).

6 La expansión de contenidos históricos en el Canal Encuentro, iniciada en los tempranos años 2000, se ha prolongado hasta tiempos recientes, con la participación regular de historiadores académicos en calidades diversas, en un arco que va del asesoramiento y la elaboración de guiones y conducción (Gabriel Di Meglio es un ejemplo) hasta la participación de menor intensidad como expertos invitados en documentales.