Buenos Aires: Prometeo, 2018.
Roy Hora
Universidad Nacional de Quilmes; Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina
rhora@unq.edu.ar
Ensayo recibido: 06 de marzo de 2019. Aprobación final: 16 de julio de 2019.
Este ensayo1 discute la contribución de Paisanos itinerantes. Orden estatal y experiencia subalterna en Buenos Aires durante la era de Rosas, de Ricardo Salvatore, al estudio de la historia de las clases populares argentinas del siglo XIX. En particular, explora de qué modo este importante trabajo concibe la relación entre las clases subalternas, el mercado y el orden político, y lo contrasta con otras aproximaciones. Finalmente, pone de relieve sus fortalezas y señala algunos de sus aspectos problemáticos.
Palabras clave: Rosas; sectores subalternos; capitalismo; Estado; Mercado.
Class, Politics and Market in Nineteenth-Century Argentina. A Comment on Ricardo Salvatore’s Paisanos itinerantes. Orden estatal y experiencia subalterna en Buenos Aires durante la era de Rosas
This essay discusses Ricardo Salvatore’s Paisanos itinerantes. Orden estatal y experiencia subalterna en Buenos Aires durante la era de Rosas. This books makes a major contribution to the history of Argentina’s nineteenth century, which raises important points about the relationship between the subaltern classes, the market and the republican state. In this essay, I place Salvatore’s approach to the subject within the larger historiographical debate on these issues, and highlight its strengths and weaknesses.
Keywords: Rosas; subaltern classes; capitalism; state; market.
Con la publicación de Paisanos itinerantes llega a las manos de los lectores de lengua castellana un trabajo largamente esperado, que nos ayuda a comprender mejor aspectos centrales de la política y la sociedad rural bonaerenses de la era rosista. Merced al empeño de Raúl Fradkin, director de la colección que recibe a este libro, y al sólido trabajo de traducción de Luisa Fernanda Lassaque y Mateo García Haymes, la contribución de Ricardo Salvatore al estudio de ese etapa crucial de nuestro pasado, que hasta el momento había circulado sobre todo a través de artículos e intervenciones breves, alcanza un público más amplio e ingresa de manera más plena y articulada al debate historiográfico. Y ello es importante por cuanto Paisanos itinerantes, amén de ofrecernos un valioso análisis de la relación entre el rosismo y las clases subalternas de la campaña bonaerense, también nos invita a repensar de qué modo situar la historia política de este grupo en la gran narrativa del largo siglo XIX argentino.
El libro ofrece un estudio detallado de la experiencia popular en distintos ámbitos de la práctica social: el trabajo y la participación en el mercado, las migraciones, el ejército y las festividades patrióticas, la producción de justicia y el castigo. Y aun cuando se concentra en los “peones de campo” que constituyeron los objetos privilegiados de la mirada inquisitiva del estado rosista y las mayores víctimas de su presión reclutadora, Paisanos itinerantes va más allá del estudio de ese grupo específico y nos ofrece el cuadro más completo con que cuenta nuestra historiografía sobre la experiencia de las clases subalternas de esos años marcados por el faccionalismo político, la movilización para la guerra y la expansión de la frontera y la economía ganadera.
Este juicio no tiene nada de original. En una reseña escrita con motivo de la aparición de la edición en inglés de este libro, Jorge Myers sugería que Wandering Paysanos constituía “una suerte de versión argentina de la Formación de la clase obrera inglesa” (Myers, 2004: 250). Tres lustros más tarde, esta analogía con el más famoso de los estudios de E. P. Thompson mantiene parte considerable de su actualidad. En el curso de estos años, los trabajos sobre la historia política de las clases populares en la primera mitad del siglo XIX han crecido en importancia, al punto de que hoy podemos reconstruir un panorama considerablemente más rico y detallado de la experiencia de estos actores: más sensible a singularidades regionales, más informado sobre las implicancias y complejidad de los procesos de politización y militarización, más atento a tradiciones y repertorios de protesta y movilización, más consciente de la importancia de periodizar estos desarrollos y de conectarlos con los avatares de la política elitista.2 Pese a estos progresos, Paisanos itinerantes permanecerá por largo tiempo como un mojón ineludible de la literatura sobre el mundo plebeyo del siglo XIX. En más de un aspecto, el paralelismo con The Making of the English Working Class no ha perdido vigencia.
El enfoque de Paisanos itinerantes es conocido, y varios comentaristas de su edición en inglés ya lo han puesto de relieve. Salvatore encuadra su contribución en polémica con las interpretaciones que describen al rosismo como una dictadura terrateniente o, alternativamente, que subrayan su impronta popular y antielitista. Nos presenta al rosismo como una república de excepción, a la vez popular y autoritaria, inscripta en la gran saga de las revoluciones atlánticas. En este marco, analiza en detalle las complejas relaciones entre el estado y las clases subalternas, y presta especial atención a los mecanismos de disciplinamiento con que esa peculiar forma de concebir a la comunidad política incidió sobre la vida de los hombres del común. Al cabo de esta exploración queda claro que este régimen –en cuya arquitectura y simbología se advierten resabios del régimen colonial, pero que era ante todo un hijo de la era republicana y de un tiempo en el que las clases subalternas alcanzaron un lugar central en la escena pública–, dependió de los apoyos que logró suscitar en los estratos medios e inferiores de la pirámide social. Y que quienes prestaron su adhesión al Restaurador de las Leyes no se sometieron pasivamente a los requerimientos de los poderosos.
Sin embargo, el estudio también ilumina la otra cara del régimen de Rosas. Amén de un estado popular, nos dice, el rosismo fue un proyecto de restauración del orden que empleó todo su poder coactivo para reprimir el proceso de politización desatado por la independencia y la guerra civil. Nos muestra que el régimen del Restaurador hizo esfuerzos para imponer criterios de igualdad ante la ley y para acotar el poder privado de propietarios y capitalistas, y en este sentido tuvo claros componentes antielitistas. Pero el foco de atención de Salvatore está colocado en las iniciativas dirigidas a domesticar la movilización plebeya que expandió y reconfiguró el campo político tras la ruptura con España. Poco interesado en cuestiones de periodización, Salvatore no se interroga por la génesis de este proceso de politización popular que dio un tono peculiar a la disputa por el poder en los años de formación de la república; más bien, lo toma como un dato, y a partir de allí explora de qué modo el régimen rosista lidió con el problema. Combinando razonamientos generales con viñetas de los trabajos y los días de los hombres del común, y de sus interacciones con las autoridades, nos muestra cómo ese régimen de aspiraciones unanimistas hizo caer todo su peso represivo sobre los hombres de la campaña.
Sometidos a duras exigencias políticas y militares, los paisanos no tuvieron más remedio que acudir al llamado del gobierno, al que le entregaron su tiempo, su sangre y sus recursos. Salvatore nos recuerda los complejos vínculos que el régimen estableció con ese mundo plebeyo, expresado, por ejemplo, en que pequeños propietarios y simples peones –una distinción que en parte se solapa con la de vecinos arraigados y migrantes recién arribados a la campaña bonaerense– no recibieron igual trato. Pero también nos muestra que todos ellos sintieron la presión del estado y, más importante, que todos negociaron los términos de su incorporación a la Confederación (una nación que, gracias al trascurso del tiempo y los movimientos migratorios, pero sobre todo como resultado del despliegue de una guerra sin fin que afectó todo el territorio, Salvatore ve perfilándose en la conciencia popular ya no sólo como porteña o bonaerense sino, cada vez más, como argentina). Por sobre todas las cosas, afirma, la inclusión de los sectores subalternos rurales en esta república plebiscitaria de creciente alcance territorial se forjó a través de un sinnúmero de disputas y negociaciones con el estado y sus agentes. En síntesis, si el régimen encabezado por el Restaurador de las Leyes logró erigirse en una comunidad política de clara impronta popular fue, ante todo, porque, aun sin desearlo, ese estado republicano en formación no tuvo más remedio que atender las demandas de igualdad y reconocimiento –políticas, sociales, incluso económicas–, reclamadas y promovidas desde abajo.
¿Por qué un libro que enriquece nuestra visión de ese hito crucial de nuestro pasado que fue el rosismo y que, a la vez, nos ayuda a entender mejor la historia de sus clases populares, demoró tres lustros en traducirse? Como sucede con muchos otros trabajos, esta larga espera puede explicarse, al menos en parte, por razones triviales y anecdóticas, que sólo interesan a su autor. Al mismo tiempo, no sería extraño que la problemática historia del mercado editorial argentino en las últimas décadas haya dificultado la incorporación de Paisanos itinerantes al catálogo de una casa editorial local, sobre todo teniendo en cuenta algunas características del estudio. Se trata de un libro extenso (558 páginas en la versión castellana) y por ende caro y poco atractivo desde el punto de vista comercial, que por otra parte vio la luz en inglés en un momento particularmente difícil para la industria editorial argentina, cuando el país todavía sufría las consecuencias de la depresión más profunda y prolongada de toda su historia moderna (en este sentido, resulta algo paradójico que Paisanos itinerantes finalmente aparezca en otro momento de depresión económica y contracción de ventas). Pero es posible que esta larga demora reconozca motivos más sustantivos, referidos a cierta frialdad con que en su momento Wandering Paysanos fue recibido. El análisis de algunas de las razones de este desapego puede ayudarnos a comprender mejor su mensaje.
El primer punto a considerar es la presencia ostensible del arsenal teórico subalternista, que hizo más fácil su recepción entre los lectores estadounidenses que entre los argentinos. Es sabido que entre los méritos de esta valiosa perspectiva se cuenta el haber llamado la atención sobre la violencia no sólo social sino también categorial con que distintas formas del poder –colonial, señorial, republicano– tratan a los grupos subordinados. Críticos de los proyectos historiográficos que conciben al mundo popular como una entidad autónoma y homogénea, los estudios subalternos no sólo nos alertan sobre las dificultades que conlleva todo esfuerzo de reconstrucción de las voces y las acciones de estos actores, sino que también ofrecen caminos productivos para encarar esta tarea.
Sin duda, la inspiración subalternista ayudó a Salvatore a descubrir el enorme potencial de un valioso universo de fuentes estatales, el compuesto por las filiaciones y demás documentos con que el estado rosista clasificaba a las clases subalternas, y a explotarlo de manera creativa. El haber prestado atención a la relación entre las clases populares y la justicia, tarea en la que Salvatore fue pionero en nuestro medio, constituye uno de los grandes aciertos de su trabajo. Pero el hecho mismo de que en repetidas ocasiones Salvatore manifieste su sorpresa ante la capacidad de peones y campesinos para cuestionar las requerimientos de los hombres de poder (“en lugar de mostrarse sumisos, estos actores replicaban o contestaban a las autoridades del Estado”, concluye) nos invita a dudar de que la caja de herramientas subalternista, con su énfasis en la fragilidad y discontinuidad de la agencia popular, provea la inspiración más apropiada para introducirnos en el análisis de las clases subalternas pampeanas del siglo XIX.
Dotados de destrezas laborales que se hallaban en gran demanda en una economía en crecimiento, habituados a desplazarse por el territorio y a cambiar de empleador a voluntad, siempre dispuestos a invocar su condición de veteranos de los ejércitos de la patria y de ciudadanos de una república de iguales, y munidos de valiosas competencias políticas, los paisanos de la Confederación gozaron de un grado de libertad infrecuente entre los protagonistas de las historias que pueblan la biblioteca subalternista. Se asemejan poco a los sujetos privilegiados de esta literatura: los campesinos de la India y el sudeste asiático, los moradores de las tierras altas de América Latina. En contraste con esas poblaciones sometidas, los hombres que estudia Salvatore constituyen ejemplos notables de la capacidad de negociación que las clases subalternas pueden alcanzar cuando el mercado y la política valorizan sus recursos y competencias.
Desde muy temprano, comentaristas y viajeros extranjeros lo pusieron de relieve: esos paisanos trataban sin deferencia, y a veces de igual a igual, a los que estaban por encima de ellos. No era sólo la escasez relativa de trabajo, la “falta de brazos”, lo único que explica su altivez. El hecho de que los trabajadores del campo apresados por las autoridades rosistas –que Paisanos itinerantes ubica entre los más destituidos y vulnerables de su tiempo–, amén de valiosos recursos retóricos y político-ideológicos con los que dialogar con sus captores y resistir o reformular las demandas que pesaban sobre ellos, tuviese una tasa de alfabetización cercana al veinte por ciento, también nos dice algo importante sobre las capacidades que poseía este grupo y, por extensión, sobre los rasgos de la sociedad de la que formaban parte. Y todo ello nos alerta sobre las dificultades que presenta, para un caso como el de los ariscos e independientes paisanos bonaerenses, un abordaje más atento a las dificultades y limitaciones que a los recursos e instrumentos con los que los sectores subalternos hacían sentir su presencia en la vida pública.
Al margen de las críticas que puedan formularse a la productividad de la caja de herramientas con la que Paisanos itinerantes aborda su objeto, un segundo punto a señalar es que la gran narrativa política en la que este texto se inscribe es, en muchos aspectos, menos rupturista de lo que sugiere su autor. Y ello está directamente vinculado con que el esfuerzo de Salvatore por situar su contribución en el marco de los debates y preocupaciones dominantes en la academia norteamericana en la que florecieron los estudios subalternos, legítima como cualquier otra opción de posicionamiento historiográfico, tiene por contrapartida una cierta desatención hacia algunos desarrollos analíticos locales que podrían haber enriquecido su horizonte de exploración.
En efecto, en los años en que Wandering Paysanos fue concebido, los dos relatos de los que Salvatore considera necesario tomar distancia –las visiones que describen al régimen como el producto de la sociedad nacida en torno a la estancia, las que subrayaban la identificación entre rosismo y clases populares–, habían perdido toda relevancia historiográfica. Un estudio de Raúl Fradkin publicado más de un quinquenio antes de la aparición de Wandering Paysanos, en el que se sintetiza cuál era entonces el estado de la discusión sobre las características de la sociedad rural, despeja cualquier duda al respecto (Fradkin, 1996). Es más: para entonces, la perspectiva que Salvatore presenta como una de sus principales novedades ya había adquirido derecho de ciudadanía en nuestro medio. Cuando el libro apareció en inglés, la visión que concibe al régimen de Rosas como un producto de las conmociones de la independencia –con todo lo que ello significó en términos de movilización popular– a la vez como un proyecto de orden, y que a partir de allí exploraba las tensiones y ambigüedades que habitaron su proyecto de poder, formaba parte del sentido común historiográfico del segmento más dinámico de la profesión.
De hecho, esta manera de comprender el orden político rosista puede rastrearse hasta algunos trabajos que Tulio Halperin Donghi dio a conocer a comienzos de los años setenta. En De la Revolución de independencia a la Confederación rosista, este autor subrayó que Rosas alcanzó plena conciencia de que, como resultado de la “politización tan amplia que la revolución introdujo”, que las luchas políticas de la década de 1820 a su vez contribuyeron a acentuar, “el Río de la Plata sólo puede gobernarse popularmente” (Halperin Donghi, 1972: 302). Pese a sus inclinaciones conservadoras y su rechazo a muchos de los cambios que trajo la Revolución, el estanciero de Los Cerrillos no tuvo más remedio que organizar su programa político y luego su régimen a partir de estos axiomas. En la visión de Halperin Donghi, toda iniciativa política que aspirara a ganar un lugar en la vida pública necesariamente debía partir de la premisa de que las clases subalternas habían alcanzado un lugar central en el escenario político; quien ignorara ese hecho –como pretendieron hacer, por ejemplo, los unitarios– estaba condenado al fracaso.
La fortaleza del rosismo dependió, nos recuerda este historiador, del reconocimiento y la explotación política del temperamento democrático que se había impuesto en la vida pública. Sin duda, el ángulo de observación desde el cual Halperin Donghi formula estos juicios es distinto al que domina Paisanos itinerantes (la sociedad vista desde el lugar de las elites más que desde los grupos plebeyos). Pero si hacemos abstracción de esta cuestión para enfocarnos en lo que atañe a las grandes líneas de explicación del proceso histórico, las similitudes se imponen sobre las diferencias. Ya sea que se apele al vocabulario subalternista, o a una jerga más convencional, las ideas de fondo sobre cómo concebir el lugar de las clases populares en el rosismo resultan muy parecidas.
Más aun, Paisanos itinerantes entroncó con formas de entender el siglo XIX que estaban consagrándose en la historiografía también en un segundo aspecto, referido al otro vértice de las relaciones de poder. Desde los años ochenta, asistimos a una mutación historiográfica merced a la cual la atención giró desde la economía y la sociedad a la política y el estado. Un aspecto central de esta transformación fue el paso de la historia socio-económica a la historia política como ámbito privilegiado ya no sólo de la narración sino también de la explicación histórica. Lo importante para el caso que nos ocupa es que este movimiento hizo que la clase terrateniente, por largo tiempo el gran protagonista de la historia del siglo XIX, perdiera centralidad en el relato sobre la emergencia y consolidación del rosismo y, más en general, de la trayectoria histórica argentina en el siglo XIX.
En los estudios más originales aparecidos desde la década de 1980, ese lugar fue ocupado por el estado o, más precisamente, por el entramado de relaciones sociales y políticas constituido en torno al estado guerrero. Como en muchos otros temas, también aquí Halperin Donghi fue quien mostró el camino. Este desplazamiento se observa en dos libros de la primera mitad de la década de 1980, Guerra y finanzas en los orígenes del estado argentino y en José Hernández y sus mundos y, de manera más sintética y elocuente, en un artículo publicado un decenio más tarde con el título de “The Buenos Aires Landed Class and the Shape of Argentine Politics, 1820-1930” (Halperin Donghi, 1982, 1985 y 1992). Por supuesto, esta mutación que acrecienta la importancia de lo político y atenúa la relevancia de los grandes terratenientes en la vida pública y en la constitución del patrón de crecimiento exportador, también informa varios trabajos contemporáneos a Wandering Paysanos.3
Así, pues, al margen del lenguaje específico que encuadra su narrativa, y de su limitado interés en dialogar con una literatura que podría haber enriquecido sus preguntas y sus conclusiones, el libro de Salvatore debe ser visto como parte de una inflexión historiográfica más amplia. En este marco, su peculiaridad radica en que observa la política del período rosista desde el mirador que ofrece la interacción entre los sectores plebeyos rurales y el estado. Y uno de sus principales méritos radica en que termina de reafirmar, para quien aún tuviera dudas, que el mayor problema que enfrentaban los paisanos no era la presión de la clase propietaria. El estado, con sus repetidas exigencias sobre el tiempo y la sangre de los hombres del campo, constituía una presencia más demandante que esa supuestamente todopoderosa clase terrateniente. Los mayores peligros y exacciones provenían de las distintas encarnaciones del poder estatal –el juez de paz, el ejército regular, la milicia–, mucho más que de la estancia o el mercado. De allí que Salvatore haya escrito nuestra versión criolla de La formación de la clase obrera inglesa sin necesidad de consagrar un capítulo a la cuestión de la opresión económica en el ámbito laboral, y sin prestar mayor atención a cómo este fenómeno era experimentado por los subalternos.
El contraste con la perspectiva de Thompson es, en este punto, evidente. El célebre capítulo VI de La formación..., titulado de manera sintética con la voz “Explotación”, evoca una temática crucial en la obra del gran marxista inglés, núcleo de su principal contribución historiográfica. En Paisanos itinerantes, en cambio, esta cuestión no merece mayor atención. Como en toda sociedad de mercado, también en la campaña rosista hubo abusos y explotación, todos ellos asociados a un orden económico estructuralmente desigual. El libro expone varias de esas iniquidades, y podrían haberse enfatizado otras más, y también otras líneas de clivaje que surcaban a las comunidades rurales (como el resentimiento contra los comerciantes, en especial los de origen extranjero), poco presentes en el relato. Pero si todos estos conflictos y rispideces tienen una gravitación analítica limitada es porque Salvatore entiende que en la sociedad pampeana de ese tiempo la importancia de la división de naturaleza económica no debe exagerarse. Si queremos referirnos a la explotación como un proceso de importancia decisiva para explicar la constitución de identidades políticas –la explotación con mayúscula de la que hablaba Thompson– debemos dirigir la atención, ante todo, hacia el plano de las relaciones con políticas y, en particular, a las relaciones con el estado.
Pues fueron las disputas políticas y simbólicas libradas en ese ámbito –los fenómenos de represión tanto como los de inclusión que tuvieron lugar en el seno o en torno al Leviatán guerrero– las que dieron su sello característico a la sociedad de los años rosistas y, en consecuencia, las que desempeñaron un papel preeminente en la forja de la experiencia política popular. De esta primacía de lo político –y su contracara, la menor relevancia de las relaciones económicas y, en especial, de las relaciones de producción al interior de la estancia– se sigue que la sociedad estudiada en Paisanos itinerantes no debe ser concebida, desde el punto de vista thompsoniano, ante todo como una sociedad de clases, esto es, un orden moldeado en la fragua de la lucha de clases. Sin duda puede ser pensada como una sociedad con clases (cualquiera sea la manera de entender este concepto o la realidad que designa en el caso bajo estudio) e incluso como una sociedad en la que crecían la división social y la desigualdad. Resulta menos productivo, en cambio, describirla, central o principalmente, como una sociedad de clases.
En relación directa con esta cuestión se localiza una de las contribuciones más originales del libro y, desde mi punto de vista, una de las menos apreciadas. Cuando apareció Paisanos itinerantes, en nuestra tradición historiográfica el proceso de cambio socio-económico que algunos conciben bajo el nombre de desarrollo del capitalismo, y otros califican como expansión de la economía de mercado, solía tener un solo protagonista: los empresarios y propietarios rurales (con frecuencia en alianza con un estado descripto como su instrumento o su aliado). La centralidad atribuida a la estancia en la formación del capitalismo agrario –lo que, dada la importancia de este sector, equivale a decir capitalismo tout court– constituye un terreno de coincidencia en estudios que abordan el análisis de este proceso privilegiando dimensiones analíticas tan distintas como el marco político y las instituciones, la lógica microeconómica de las unidades productivas o la transformación de las relaciones de producción. Para corroborarlo basta pensar en trabajos como el de Samuel Amaral The Rise of Capitalism on the Pampas (1998), de inspiración más bien institucionalista y neoclásica, o el de Hilda Sabato sobre Capitalismo y ganadería (1989), inscripto en la discusión marxista sobre la transición al capitalismo agrario.
La formación del capitalismo, sugieren estos y otros estudios, fue un proceso cuyo motor estaba localizado en las grandes estancias, que avanzaron sobre un entorno social y productivo hostil a la instauración de relaciones de mercado. En este marco interpretativo, cuando la atención gira hacia los grupos subalternos es para señalar, ante todo, su resistencia a la profundización de las relaciones mercantiles, tradicionalmente ejemplificada evocando la legislación dirigida a empujar a los hombres hacia el trabajo asalariado (represión de la vagancia, papeleta de conchabo, etc.) y, más recientemente, llamando la atención sobre el conflicto en torno al control privado o el acceso comunitario a bienes como la leña y la caza, el derecho de tránsito, el uso de tierras libres, etc.4
Incluso los autores que más énfasis han puesto en la importancia de la producción familiar independiente suelen afirmar que los pequeños productores estaban más preocupados por preservar la autonomía de sus unidades domésticas o sus derechos tradicionales que por intercambiar y prosperar (la insistencia en denominarlos “campesinos” es una clara expresión de esta preferencia). Esto es porque, sugieren, a diferencia de lo que había sucedido en etapas previas del desarrollo agrario pampeano, tras la apertura comercial y la expansión económica que la siguió, la convivencia entre la gran empresa y los pequeños productores se hizo más ríspida, dando lugar a disputas por derechos y recursos en los que se jugaba el destino de esa comunidad campesina.5 Al mismo tiempo, quienes subrayan que el avance del capitalismo agrario pampeano dio lugar a una complejización de la estructura productiva tienden a concebir este último fenómeno como un subproducto más que como un factor que colaboró en la difusión de las relaciones de mercado.
Paisanos itinerantes nos presenta una visión alternativa, que toma distancia del modelo de expropiación y proletarización que informa una larga tradición de estudios sobre la economía agraria pampeana en los tiempos de Rivadavia y Rosas. La contribución de Salvatore se inscribe en una línea de exploración afín a la que Jonathan Brown bosquejó en su A Socioeconomic History of Argentina (1979). Aunque poco reconocido en el medio local, este trabajo anticipó argumentos y visiones que en las últimas dos décadas se volvieron sentido común entre nuestros analistas de la sociedad rural pampeana. Brown fue el primero en poner de relieve la complejidad social y productiva de la campaña y en advertir sobre la importancia de la empresa familiar.6 Salvatore inscribe su trabajo en esta línea de exploración, y a su vez la lleva más lejos. Sugiere enfáticamente que la gran propiedad no fue el único agente de la difusión de las relaciones mercantiles, y que el estudio del desarrollo del capitalismo agrario debe trascender el análisis de lo que sucede al interior de las grandes empresas. El análisis de este proceso de cambio social también requiere incorporar otras relaciones y un conjunto más amplio de sujetos productivos. Más que testigos o víctimas, sostiene Paisanos itinerantes, los sectores subalternos deben ser concebidos como activos partícipes del proceso de la formación del capitalismo. Esos actores se integraron en relaciones y redes de intercambio, y vieron al mercado como una fuente de oportunidades para incrementar su patrimonio o su capacidad de consumo.
Aun si algunos de los razonamientos puntuales de Salvatore sobre el poder seductor de los mercados pueden parecer exagerados o excesivamente optimistas, el argumento de fondo es más “verdadero” que el bosquejado más arriba, en primer lugar porque es capaz de reconocer mejor la especificidad del orden productivo de la región e integrar de manera más convincente sus diversos elementos. Pues si las décadas que corren entre Rivadavia y Rosas fueron un período de sostenida expansión de las grandes estancias, éstas debieron convivir con numerosas empresas pequeñas y medianas, que también crecieron en número e importancia, e hicieron su aporte a la expansión de la producción. Estas unidades productivas fueron tan importantes para empujar el crecimiento económico como las empresas de gran tamaño. Y en la medida en que las empresas familiares también estaban orientadas a la producción del mismo tipo de bienes exportables que las estancias, su grado de autonomía era relativamente bajo; también éstas dependían del mercado para proveerse de un amplio conjunto de bienes de consumo, comenzando por vestido y parte importante de su alimento. Concebirlas como unidades o empresas de naturaleza campesina –un concepto que evoca la autosuficiencia y la aversión a las fuerzas del mercado– confunde más de lo que aclara.
En síntesis, los agricultores y labradores pueden haber defendido derechos tradicionales de circulación y de acceso a recursos, en parte anclados en la costumbre. Y los grandes propietarios sin duda coaccionaron de distintas maneras a los pobladores de la campaña. La evidencia disponible sugiere, empero, que la significación de estas disputas no debe exagerarse.7 Y a ello hay que agregar que, como Jano, los pequeños productores tenían otro rostro, que miraba hacia el mercado. Sin duda, la construcción de la economía capitalista dependió de un cierto grado de presión proletarizadora y disciplinadora, así como de iniciativas de los poderosos dirigidas a redefinir el sistema de derechos de propiedad de acuerdo con sus intereses. El avance de la gran estancia fue una de las expresiones más visibles de este fenómeno. Pero en una sociedad donde las pequeñas y las medianas empresas agrarias volcadas sobre el mercado siguieron constituyendo el tipo de unidad productiva más numerosa, y donde la producción familiar continuó representando una porción muy elevada del producto y del consumo social, esto es sólo parte de la historia. Hay otro costado que también cuenta, sin el cual el crecimiento del producto y las exportaciones de una de las economías más dinámicas de América Latina en ese período no puede explicarse. Pastores, labradores, trabajadores calificados, simples peones: todos ellos deben ser concebidos no sólo como obstáculos, sino también como actores, de la historia del ascenso del capitalismo agrario.
Finalmente, este panorama productivo obliga a reconocer que la expansión del capitalismo también dependió de la difusión, entre vastos sectores de la población económicamente activa, de una propensión –más o menos intensa según los casos– a producir y acumular, a su vez apoyada sobre valores que no sólo defendían la autonomía sino también la posesión y el consumo. Y el crecimiento, además, debió ser acompañado por una difusión cada vez más amplia de la práctica del intercambio de bienes y el conocimiento de su mecánica, y de la incorporación de nuevos actores al universo de arreglos formales e informales (las instituciones) que organizan el funcionamiento del mercado. Pese a que no siempre llevaron las de ganar, aun cuando no obtuvieron todo lo que el mercado les prometió, los subalternos fueron protagonistas de esa historia.8
Esta valoración positiva de la contribución subalterna a la formación de la economía de mercado –que, según muestra Salvatore, incluso produjo algunas justificaciones ideológicas, como el “liberalismo popular” invocado en la década de 1830 por los trabajadores del mercado de hacienda–, no goza de tanto consenso. Basta observar las contribuciones recientes, y entre ellas las que enfatizan la naturaleza campesina de la sociedad rural del período que corre entre Mayo y Caseros, para advertir que la relación entre hombres del común y las tentaciones del mercado suele formularse en clave muy distinta. Para numerosos autores, el ascenso del capitalismo es una historia que deja a las clases populares afuera, resistiendo la mercantilización de la tierra, la producción y el trabajo. Aquí, en cambio, el auge productivo posterior a la apertura al comercio atlántico, que avanzó en un contexto de escasez de fuerza de trabajo e incorporación de los sectores plebeyos a la economía del intercambio, no puede comprenderse sin poner en el escenario a los pequeños productores y los trabajadores.
Precisamente porque contribuye a afirmar esta valiosa perspectiva, el último tramo de este estudio sobre la relación entre los paisanos y el estado republicano, abordado en el capítulo sobre “los subalternos y el progreso”, consagrado a analizar lo sucedido después de Caseros, resulta poco satisfactorio. Visto a la luz de su punto de llegada, el relato de Salvatore nos recuerda un dilema que recorre La formación histórica de la clase obrera toda vez que, al igual que la obra del gran historiador inglés, ofrece una respuesta en algunos aspectos deficiente al problema de cómo situar la porción del pasado que examina en un proceso de más largo plazo y en un marco más amplio.
Para aclarar el sentido de esta crítica conviene exponer sintéticamente una de las principales limitaciones de la obra de Thompson. Es sabido que este formidable historiador construyó su historia de la clase trabajadora inglesa otorgando una enorme gravitación analítica a la noción de conflicto, y enfatizando cómo la experiencia de enfrentamiento social dejó marcas indelebles en la cultura obrera de ese país. Y es quizás por ello que, aun a riesgo de anestesiar su deseo de comprender, Thompson cerró su relato en la década de 1830, con el argumento muy discutible de que, para entonces, la clase trabajadora inglesa ya se había parado sobre sus propios pies.
¿Qué lo llevó a detenerse en ese punto? El tema se presta a conjeturas de distinta índole. Pero es claro que lo que vino después, y lo que a este hijo de la izquierda de su tiempo no le agradaba y prefirió no narrar, fue un nuevo capítulo del proceso de formación de una cultura proletaria, tanto o más importante que el reconstruido en La formación..., pero desarrollado bajo el signo de la integración de las mayorías al orden establecido. En la segunda mitad del siglo, ese grupo humano que Thompson retrató como una clase que se había construido a sí misma en lucha contra los poderosos, y que se hallaba imbuida de tradiciones políticas contestatarias de enorme vigor, se reveló como una de las comunidades obreras más conservadoras del Viejo Continente. Cultura, demografía, urbanización y alta incidencia del empleo manufacturero en el empleo total hicieron de ella la clase trabajadora de mayor gravitación y relieve no sólo de Europa sino también del mundo entero. Sin embargo, el país sociológicamente más capitalista y proletario del Viejo Continente fue excepcional entre todos los europeos porque no produjo una fuerza política obrera antisistema –socialdemócrata o de alguna otra vertiente de izquierda– de envergadura.
Aun cuando Thompson optó por ignorar al trabajador Tory, el conservadurismo fue un elemento central del mundo obrero inglés (y un poco menos del británico) del siglo XIX, cuyo peso creció con el paso del tiempo. Desde el punto de vista político, el conservadurismo, en sus distintas expresiones, concitó la lealtad de cerca de la mitad de los trabajadores manuales de lo que entonces era la sociedad capitalista por antonomasia, el “taller del mundo”. Y a esto hay que agregar que, entre los proletarios que, por distintas razones (algunas de ellas religiosas), no se sintieron parte de la familia Tory, el clasismo político demoró bastante en emerger. De hecho, sólo entrado el siglo XX los líderes obreros que hasta entonces habían promovido la causa del trabajo integrados en un bloque progresista hegemonizado por el Partido Liberal rompieron con esta fuerza para fundar un partido de clase, el Laborista. La moderación fue la marca distintiva del nuevo partido, resultado tanto de la moderación político-ideológica de su dirigencia como del tradicionalismo de sus bases (McKibbin, 1990). El laborismo fue un fenómeno singular en un continente signado, en esas décadas, por el ascenso de partidos obreros antisistema. Más aún, el conservadurismo que caracterizaba al mundo del trabajo inglés y a sus opciones políticas no desapreció en la era democrática, pese a que entonces el voto proletario (más de dos tercios del total) se convirtió en el árbitro de la política inglesa. Tanto es así que, cuando las reformas de 1918 y 1928 terminaron de abolir los requisitos de propiedad y concedieron el sufragio a todos los hombres y mujeres, el resultado fue la consagración de una mayoría electoral Tory que el laborismo sólo pudo doblegar un cuarto de siglo más tarde, en 1945, tras los grandes cataclismos que produjo la Segunda Guerra Mundial (McKibbin, 2010; Tanner, 1983).
Vista en perspectiva histórica, pues, el rasgo más singular de la orientación política de la clase trabajadora inglesa no fue su identificación con una tradición contestataria forjada en lucha contra los poderes del reino o, siquiera, su adhesión mayoritaria a un partido de clase o de cultura obrera. Fue, por el contrario, su apego a una visión conservadora del orden social, que encontró su expresión política en la fidelidad a un partido como el de Disraeli, Cecil y Baldwin, declaradamente antisocialista y dominado por elites tradicionales. El arcaico orden político de la nación más proletaria del planeta se arraigó sobre ese suelo. De hecho, la existencia de un partido conservador con un enorme séquito popular, y la moderación político-ideológica del laborismo con el que los tories disputaban por el apoyo de las mayorías, fueron claves para asegurarle a Inglaterra la hegemonía propietaria más sólida y perdurable de todo el Viejo Continente.
Este breve recorrido nos confirma que, al margen de los indudables méritos de la obra de Thompson, y al formidable potencial analítico del concepto de experiencia, el enfoque predominante en La formación… deja en un segundo plano algunas dimensiones cruciales de la historia de los trabajadores ingleses. Lo que interesa señalar aquí es que no nos permite entender la relación entre el fragmento del pasado reconstruido por Thompson y la trayectoria histórica del mundo del trabajo inglés en etapas posteriores. Y es por ello que, cuando Myers saluda a Paisanos itinerantes como nuestro La formación de la clase obrera inglesa, quizás inadvertidamente, nos alerta sobre un problema de índole similar. Pues al igual que el libro de Thompson, Paisanos itinerantes carece de una respuesta convincente al problema del complejo vínculo entre su objeto específico y lo que vino después. Salvatore nos ofrece una formidable reconstrucción de un fragmento, deslumbrante pero a la vez estático, de la historia popular decimonónica. Pero a este retrato congelado de un momento del pasado, sugiero, le falta articularse en una narrativa más amplia que, más sensible al gran panorama de la historia nacional, nos permita integrar sus hallazgos en el marco de un relato histórico coherente y razonado de lo que sucedió en el siglo XIX.
Como ya mencioné, esta limitación se observa, sobre todo, en el último tramo de Paisanos itinerantes. Allí Salvatore se propone dar cuenta de lo que concibe como la “desaparición” del brioso mundo popular descripto en los capítulos centrales del libro. Luego de Caseros, sostiene, esos paisanos hasta entonces siempre capaces de contestar la palabra y devolver la mirada de los poderosos se llamaron a silencio de manera repentina y sin protesta. Salvatore argumenta que este fenómeno no debe ser concebido como una simple disolución de los trabajadores criollos en la nueva sociedad nacida tras el triunfo de los liberales. Pensada como una mutación veloz y profunda, la marginación de los paisanos fue, ante todo, el producto de procesos políticos que los invisibilizaron y les restaron gravitación pública. El orden liberal que comenzó a perfilarse tras la caída de Rosas, sugiere, dejó de necesitarlos y de tenerlos en cuenta. Los paisanos salieron del campo de observación de un estado ahora preocupado por la agenda del progreso: por la consagración de la propiedad privada, la mensura del territorio, la alfabetización, los ferrocarriles, el crecimiento económico. Si reaparecieron fue, cada vez más, bajo la forma de representaciones elitistas y letradas del hombre de campo, meras sombras de lo que habían sido en la era rosista.
Esta visión se asienta sobre la premisa de que el tumultuoso mundo plebeyo que tanto desveló al Restaurador en la crisis de 1828-29 seguía igual a sí mismo en vísperas de la batalla de Caseros. Este argumento es cuestionable entre otras razones por cuanto supone que nos hallamos ante una declinación política abrupta –algo más que la discontinuidad de la agencia popular a la que los estudios subalternos nos tienen habituados–; ello constituye un punto de partida sospechoso para entender qué sucedió con las mayorías del campo en la era liberal. Con buenos motivos, otros autores sugieren que, en el curso de la década de 1830 (Fradkin y Gelman, 2015: 262-3), o a lo sumo en los años cuarenta (Halperin Donghi, 1980: XXI), la movilización política plebeya, que tan importante había sido en los orígenes del gobierno de Rosas, ya había perdido vitalidad y autonomía. Para entonces, el régimen unanimista se habría impuesto sin atenuantes, tanto en la ciudad como en la campaña (Ternavasio, 2002).
Lo más problemático, sin embargo, es que Paisanos itinerantes no termina de hacer suya la noción de que la formación del estado liberal tuvo lugar en la misma sociedad en la que, por décadas, las clases subalternas se acostumbraron a contestar la palabra y devolver la mirada. Involucró a esos mismos actores, con su experiencia y sus tradiciones. Y tampoco se reconcilia plenamente con la idea de que, como todo proceso histórico complejo, la afirmación de un nuevo orden político requirió de algún grado de adhesión, o al menos de tolerancia, entre unas mayorías a las que, además, continuó reclamando sus servicios. La frontera y la guerra civil, y también la Guerra del Paraguay, están allí para recordarnos que el interés estatal en los paisanos –y, por ende, la necesidad de justificar las demandas estatales sobre ellos– no se disipó de la noche a la mañana. En esos años sin duda cambiaron los instrumentos y la jerga con que el estado escrutaba y perseguía a la población rural, y le reclamaba su cuota de sangre. Pero en la medida en que el estado liberal continuó explotando los cuerpos y los recursos de esos hombres, también debió argumentar los motivos de esas demandas y presiones. Y ello nos invita a concluir que, además de violencia y coerción, el éxito de la nueva interpelación estatal también dependió, en alguna medida, de su capacidad para ofrecer razones que asegurasen la lealtad o al menos la conformidad de los que se encontraban en los estratos inferiores de la pirámide social.
En el curso de la década de 1850, las filiaciones y clasificaciones se esfumaron del archivo estatal. Ello nos priva de los formidables documentos con los que Salvatore nos ha dado un ejemplo soberbio sobre cómo reconstruir la historia de los vínculos entre las autoridades y los hombres del común. Pero aún si esas fuentes desaparecieron, los paisanos siguieron allí, lidiando con problemas solo en parte diferentes a los que debieron afrontar tras la independencia o en los años de Rosas. A la luz de esta constatación, cabe preguntarse si la idea misma de desaparición de los paisanos no es más que una mera trampa textualista, un producto de la mutación en la jerga clasificatoria del archivo. En cualquier caso, este hueco pone en evidencia que nos falta encontrar al historiador capaz de imaginar qué estrategias de interrogación del archivo pueden rescatar a los trabajadores de la era liberal –para decirlo con las conocidas palabras de Thompson– de la condescendencia (ya sea de impronta populista o liberal) de la posteridad.
Esta tarea es relevante por cuanto todavía sabemos muy poco sobre cómo las clases subalternas interactuaron con el estado liberal en construcción, y en qué términos contribuyeron a dar forma a un nuevo contrato político que, contra los mitos que enfatizan la exterioridad de las mayorías respecto del nuevo orden, pronto adquirió una solidez que es preciso reconocer y comprender mejor. ¿Qué fue lo que hizo posible la constitución de un sistema de poder indudablemente más elitista y más favorable a los intereses propietarios, pero aun así tan firme como duradero? La represión y el acrecido poder represivo del estado no bastan para explicarlo. La naturaleza y el alcance del pacto que la Argentina de Mitre y Roca le ofreció a las mayorías nos sigue planteando demasiados interrogantes.
Al insistir en la idea de “desaparición”, Paisanos itinerantes evita los traspiés de los relatos de inspiración populista que conciben el amanecer del país liberal bajo el prisma de la resistencia de las mayorías a la nueva configuración de poder.9 Desde que Hilda Sabato ofreció una nueva clave de interpretación para estudiar la participación popular luego de Caseros y Pavón –ya no como impugnación a un orden propietario excluyente, sino como incorporación subordinada en la república liberal y constitucional–, nuestra comprensión de este fenómeno se ha ampliado de manera considerable (Sabato, 1998). Sin embargo, este abordaje ha dialogado poco con otras agendas de investigación, más presentes en otras historiografías latinoamericanas, sobre el proceso de formación y las bases sociales del estado liberal.
Por otra parte, los autores que hacen suya esta perspectiva no han mostrado mayor interés en estudiar la política “desde abajo” o en analizar los significados de la política para las clases subalternas y, más bien, han preferido indagar cómo los miembros de las clases populares se incorporaron a la vida pública a través de diferentes mecanismos y prácticas (elecciones, organizaciones partidarias, movilizaciones, levantamientos armados). También parece cierto que las implicancias de esta reevaluación del componente popular de la república liberal, surgida a partir de la reflexión sobre lo sucedido en la principal ciudad del país, son menos relevantes para abordar la política rural. Pese a todas estas advertencias, pasar por alto lo que esta línea de indagación puede aportar al debate sobre la política popular y las bases sociales del estado liberal no tiene otro efecto que empobrecer la discusión. La consecuencia es que, privado de las fuentes que dieron carnadura al esqueleto de Paisanos itinerantes, y sin un marco problemático relevante en el que insertar el relato, esta parte final del libro se parece bastante a otros estudios tradicionales del período posterior a Caseros que se resisten a reconocer a los sectores plebeyos criollos como sujetos políticos. La línea de reflexión más valiosa del estudio queda así interrumpida.
Al privar a los hombres de campo de la era del progreso de toda agencia política, Salvatore deja pasar la oportunidad de hacerse preguntas cruciales, que en gran medida permanecen como asignaturas pendientes. Entre ellas: ¿cómo redefinieron esos paisanos su relación con el estado en los años de la Organización Nacional? ¿Cómo vivieron la formación de la república liberal? ¿De qué modo se reformularon las tradiciones de participación y las ideas políticas heredadas del pasado rosista? ¿Cuán profundo fue su interés en la vida pública y cómo se imaginaron su lugar en ella? ¿Qué razones los llevaron a aceptar su integración, indudablemente más subordinada que entre Mayo y Caseros, en la nueva configuración sociopolítica? ¿Qué precio debieron pagar y, lo más importante de todo, qué obtuvieron a cambio?
Aun si pasa por alto este tipo de interrogantes, hay un aspecto en el que Paisanos itinerantes sigue teniendo algo muy valioso para ofrecer, que nos permite mover la discusión sobre el lugar de los subalternos en el nuevo orden surgido después de Caseros del punto en el que se encontraba antes de la aparición de este libro. Su análisis de la relación entre las clases populares y el mercado en la primera mitad del siglo es importante también para encuadrar lo que sucedió luego de 1852. Pues esa población ya bien integrada al mercado y acostumbrada a consumir e intercambiar debe haberse mostrado sensible a las oportunidades ofrecidas por la aceleración del crecimiento económico en las décadas de la expansión ovina. Si concebimos a esta etapa como un nuevo hito de una historia más larga de incorporación de las clases populares a los espacios de intercambio resulta más fácil comprender su atractivo para estos actores, toda vez que entonces crecieron con fuerza los salarios, en especial los de los trabajadores calificados, así como también las oportunidades de mejora (Sabato, 1989; Hora, 2010a; Cuesta, 2012).
Por supuesto, esos años no pueden ser tratados sin más como una etapa de ascenso popular. Es indudable que el veloz incremento del precio de la tierra, más rápido que el alza de los salarios, fue haciendo cada vez más dificultoso y oneroso el acceso al suelo. Pero hay que recordar que la nueva elite liberal, a la vez que promovió activamente la consolidación de un sistema de propiedad absoluta, también reconoció los derechos consuetudinarios de los ocupantes. Y aunque este tema podía carecer de importancia para quienes percibían sus ingresos del trabajo asalariado o de fuentes no vinculadas con unidades domésticas agrarias, sí era muy relevante para los varios miles de pastores y labradores que poblaban la campaña, gran parte de los cuales carecían de títulos perfectos.
Hasta donde sabemos, estos productores no vieron menoscabados sus derechos tradicionales sobre el suelo en la era liberal (Barsky y Djenderedjian, 2003: 204-5). Ello parece sugerir que la consolidación de un régimen de derechos absolutos alcanzó mayor solidez por cuanto también incorporó demandas de muchos de esos pequeños productores que fueron tan centrales en la arquitectura política del rosismo en el nivel local. De hecho, con excepción del conflicto en torno a los “boletos de sangre” de Chivilcoy de 1856, cuya dimensión política es evidente, no tenemos noticia de otras disputas en torno a la propiedad del suelo de alguna relevancia.
Alza de las remuneraciones al trabajo, afirmación de los derechos sobre el suelo para los pequeños y medianos propietarios: pese a que el estado liberal repartió sus frutos de manera muy desigual, y a que su afirmación coincidió con una etapa de incremento de la desigualdad, también es cierto que el progreso económico fue una realidad para amplios sectores de la población, y que parte de ellos parecen haber apreciado sus ventajas. Y ello tuvo consecuencias políticas que pueden describirse con palabras como aceptación e incorporación.
Sin embargo, reducir el problema de la integración de las clases subalternas rurales en el nuevo orden sociopolítico liberal y capitalista al incremento del bienestar material de una población ya socializada en las prácticas del mercado es a todas luces insuficiente. Y ello no tanto porque, con los precios de la tierra y los beneficios creciendo más rápido que los salarios, la desigualdad haya crecido en ese período. Nada indica que este fenómeno constituyese una preocupación de las mayorías, entre otras cosas porque, aun en el dudoso caso de que hubiese sido conceptualizado por los subalternos de este modo, su forma predominante no fue la polarización sino la complejización de los patrones de distribución del ingreso y el patrimonio. La creciente distancia entre la base y la cima de la sociedad fue parte de un proceso de cambio más general que, al calor del crecimiento y la mejora del bienestar, volvió a la sociedad no menos sino más heterogénea, tornando más borrosa y compleja la frontera entre los de arriba y los de abajo (un fenómeno que incidió en la pérdida de relevancia de las conceptualizaciones binarias de lo social, como las que giraban en torno a “plebe” y “gente decente”). De allí que, al margen de estos procesos, para entender esa incorporación es preciso situar el problema también en el plano político, e interrogar la relación entre los paisanos y las instituciones nacidas o reformadas luego de 1853.
En la campaña, donde la vida cívica era más simple y en más de un sentido también más jerárquica que en la ciudad, esta tarea obliga a trascender el estudio de la disputa partidaria y sus ecos en la esfera pública, explorando otros ámbitos de interacción entre los habitantes y el nuevo estado. El ejemplo de la política de regularización de títulos de propiedad recién mencionado es uno de los que todavía espera a su historiador. Quizá más importante, por su mayor alcance social, sea el de la escuela. Distintos testimonios nos hablan de la amplia aceptación popular de este verdadero pilar del proyecto civilizatorio promovido por la elite dirigente pos-rosista. El incremento de las tasas de asistencia y alfabetización corroboran que las clases populares rurales vieron con buenos ojos a esta nueva encarnación del estado, tan característica de los ideales que daban legitimidad a la república liberal (Hora, 2010b: 28-30).
Ampliar la mirada hacia estos y otros terrenos de encuentro entre el estado y las clases populares puede ayudarnos a ir más allá de la constatación de que una economía en veloz crecimiento y muy demandante en trabajo calificado, y la participación como clientelas pasivas de las facciones de la política oligárquica, eran las únicas promesas que el nuevo estado podía hacerles a las mayorías. Sabemos bien que las instituciones y la cultura pública de la república del progreso, con su abierto desprecio por los saberes populares, les ofrecieron un lugar subordinado y en más de un sentido mezquino. Pero a esos paisanos que no parecen haber sentido nostalgia por la era rosista también les ofrecieron algo más, que seguramente facilitó su incorporación en el tejido político del nuevo estado.10 Si no partimos de este reconocimiento, es difícil entender el arraigo de nuevos ideales de nación, o cómo mitristas y alsinistas, y más tarde autonomistas, radicales y conservadores, pudieron interpelar a importantes segmentos del mundo popular, incluso dando vida a lealtades políticas duraderas. El hecho de que la izquierda no haya logrado hacer pie firme en la campaña también nos dice algo importante sobre cómo las clases populares rurales imaginaban su lugar en el mundo, y de qué manera entendían conceptos como el de estado y justicia (Hora, 2018).
Por último, el elevado grado de integración de los hombres de campo en el nuevo estado puede corroborarse si observamos cómo estos sujetos eran percibidos por las clases propietarias. Alguno podía lamentarse de que esos paisanos no se bajaran del caballo para saludar a sus superiores sociales. Sin embargo, los grandes estancieros nunca imaginaron que las clases subalternas rurales presentaran una amenaza, real o potencial, a sus privilegios, ni un impedimento de magnitud para impulsar sus proyectos de reforma económica. De hecho, la disputa con los paisanos no desempeñó ningún papel de relevancia en la constitución de la identidad terrateniente de la era exportadora (Hora, 2001).
Todos estos elementos nos invitan a situar la experiencia de las mayorías del campo, más que en oposición o al margen, en el interior del orden sociopolítico edificado en las décadas posteriores a Caseros. Aun cuando su lugar en la comunidad política sin duda fue más pasivo y menos prominente que el que alcanzaron tras la independencia o en los años de ascenso del rosismo, concebir a las clases populares de la era de Mitre y Sarmiento, o incluso de Roca, como una figura inexistente o como una materia inerte es desconocer que, para navegar, también entonces la nave del estado debió cargar sus bodegas con algo de lastre democrático.11 Paisanos itinerantes no siempre nos ofrece guías seguras para explorar las implicancias y derivaciones de este argumento. Pero al haber situado a la historia de las clases populares de la etapa rosista en un umbral superior, esta valiosa contribución nos permite perfilar mejor muchas de las preguntas y la agenda de temas que todos los interesados en comprender mejor la trayectoria del país y de sus grupos subalternos en el siglo XIX debemos colocar en nuestro horizonte.
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1 Este ensayo fue presentado en la reunión de discusión de Paisanos itinerantes que tuvo lugar en la Universidad Di Tella el 17 de octubre de 2018. Agradezco los comentarios de los colegas que participaron en esa jornada de debate y los que posteriormente me formulara Marcela Ternavasio.
2 Para un trabajo reciente que testimonia esta diversidad, véase Fradkin y Di Meglio (2013).
3 Véase, entre otros, Gelman (2000), Ternavasio (2002), Gelman y Schroeder (2003), Garavaglia (2003) y, para un período posterior, Hora (2001).
4 Véase, por ejemplo, Fradkin (1997) y una síntesis reciente en Gelman (2017b: 52-3).
5 Para un análisis de este problema, Míguez (2000).
6 El estudio preliminar de Ricardo Salvatore a la traducción castellana del libro de Brown ofrece una buena síntesis de sus aspectos más originales (Salvatore, 2002).
7 Así, por ejemplo, la evidencia ofrecida en un estudio reciente de Jorge Gelman sobre juicios de desalojo sugiere que el avance de la gran propiedad rural no fue acompañado de un incremento de las disputas legales por el control y la propiedad del suelo que podrían haber afectado los derechos y prerrogativas de las clases subalternas. Contrariando las premisas de las que parte el propio autor de este trabajo, la evidencia empírica indica que la expansión de la economía de mercado no acrecentó este tipo de litigiosidad. Este hallazgo es aún más significativo por cuanto Gelman sostiene, con buenos argumentos, que la justicia letrada contemplaba los intereses de la clase propietaria mejor que las instancias locales de resolución de conflictos, más sensibles a los puntos de vista de los vecinos de cada comunidad. De allí que la presión propietaria sobre los pequeños productores debería haberse canalizado de manera privilegiada por vía de la justicia letrada. Sin embargo, ello no sucedió en grado apreciable, ni siquiera en el período rosista o tras la llegada de los liberales al poder (un incremento de las disputas en la segunda mitad de la década de 1820, en particular en los años de muy alta inflación de 1824-27, merecería un análisis más detallado). Véase Gelman (2017a).
8 Para un mayor desarrollo de estos argumentos, véase Hora (2010a, esp. 43-53 y 115-17).
9 Juan Carlos Garavaglia es, quizás, quien más enfáticamente ha sugerido la existencia de una impugnación popular al orden surgido en Caseros. A este tema le consagra un artículo enfocado en “el disciplinamiento de la población campesina en el Buenos Aires posrosista”. Este trabajo analiza una Memoria descriptiva de los efectos de la dictadura sobre el jornalero y pequeño hacendado de la provincia de Buenos Aires elevada a la Legislatura de Buenos Aires en 1854, que decía hablar en nombre de los pastores y labradores de la campaña bonaerense. Se trata, afirma Garavaglia, de “uno de los pocos documentos -hay otros, pero son mucho menos parleros- en que pastores y labradores hablan en primera persona” de los males que los aquejan, e impugnan a los nuevos titulares del poder. El razonamiento está muy lejos de ser convincente. En primer lugar, Garavaglia pasa por alto las evidencias, muy contundentes, que desmienten la autoría campesina del texto. Aparecido en la Revista del Plata, una publicación de la elite porteña dirigida por Carlos Pellegrini (padre), el texto llevaba las firmas y contaba con el apoyo de algunos de los terratenientes más poderosos de Buenos Aires. Garavaglia tampoco reconstruye de manera fidedigna los principales argumentos de la petición de los supuestos campesinos. En el texto, la evocación de las desgracias de los pobres de la campaña no tiene otro objeto que el de proponer una agenda de reforma al servicio de los poderosos. Así, por ejemplo, la Memoria no formula ninguna crítica a la gran propiedad; por el contrario, encuadra los problemas de las clases subalternas en una visión donde la campaña aparece enfrentada, en bloque, con el estado y sus agentes. Y ello al punto de que invita a reformar el régimen de sufragio despojando a las clases subalternas del derecho al voto en favor de los grandes propietarios, a los que describe como los verdaderos representantes de los intereses del conjunto de la población rural. En síntesis, más que expresar un punto de vista propio de las clases subalternas, esta Memoria presenta argumentos típicos de la manera en que los sectores más acaudalados veían los problemas del campo, que guardan una evidente continuidad con formulaciones posteriores de voceros terratenientes como la Sociedad Rural Argentina o la Liga Agraria. Véase Garavaglia (2001) y Halperin Donghi (1980), que además reproduce la Memoria. En la visión y la experiencia de las clases propietarias, por supuesto, esa impugnación subalterna al orden liberal nunca existió (Hora, 2001 y 2009).
10 Las evidencias disponibles sobre la supervivencia de la identidad política rosista entre las clases populares en etapas posteriores son demasiado escasas como para sacar alguna conclusión valedera a partir de ellas. Su rareza, en todo caso, es lo que debería llamar a la reflexión.
11 Algo que incluso los miembros más encumbrados de la clase propietaria de la era oligárquica tenían por un dato inmodificable (Hora, 2009).