Ricardo D. Salvatore
Universidad Torcuato Di Tella, Argentina
rdsalva@utdt.edu
Ensayo recibido: 06 de marzo de 2019. Aprobación final: 16 de julio de 2019.
Ensayo analítico que nuclea el debate en torno al libro de Ricardo Salvatore (2018) Paisanos itinerantes. Orden estatal y experiencia subalterna en Buenos Aires durante la era de Rosas. Buenos Aires: Prometeo. Se ofrecen algunas reflexiones en torno a la obra y notas críticas sobre los comentarios de Geraldine Davies Lenoble, Judith Farberman y Roy Hora.
Palabras Clave: Rosas; sectores subalternos; trabajadores rurales
Rethinking Paisanos Itinerantes. A Reply to Comments by G. Davies, J. Farberman and R. Hora
Reflections and critical notes on the comments of Geraldine Davies Lenoble, Judith Farberman and Roy Hora around Ricardo Salvatore’s book Paisanos itinerantes. Orden estatal y experiencia subalterna en Buenos Aires durante la era de Rosas. Buenos Aires: Prometeo, 2018.
Keywords: Rosism; subaltern sectors; rural workers
En un miércoles de octubre de 2018, un grupo de colegas y alumnos nos reunimos en una sala de la Universidad Torcuato Di Tella para conversar sobre la edición castellana de mi libro Wandering Paysanos. Se dio allí una interesante y amena discusión sobre las problemáticas planteadas en el libro, pero además conversamos sobre una serie de cuestiones metodológicas e historiográficas. Unos meses más tarde, por iniciativa de Julio Djenderedjian, se pidió a los comentaristas –Judith Farberman, Roy Hora y Geraldine Davies Lenoble– que pusieran sus comentarios por escrito con la idea de publicarlas en el Boletín del Instituto de Historia Argentina y America “Dr. Emilio Ravignani”. Yo entonces asumí el compromiso de escribir unas breves reflexiones en donde contestara a las inquietudes de los comentaristas y pusiera al libro en el contexto de la historiografía más reciente.
Comienzo por agradecer a mis colegas su lectura atenta y cuidadosa de Paisanos itinerantes, así como sus valiosos y generosos comentarios. En lo que sigue, intento responder a los puntos centrales de sus intervenciones, tratando de esclarecer para el lector de la revista otras cuestiones que, a mi entender, son cruciales para comprender este texto. En el Post Scriptum del libro, escrito especialmente para esta edición, los lectores podrán encontrar mis respuestas a las reseñas escritas de la versión inglesa.
Geraldine Davis Lenoble nos ofrece una “hoja de ruta” que facilita la lectura de Paisanos itinerantes. El resumen de los objetivos y contenido de la obra, plenamente logrado, no podría ser mejor. Al inicio, Davis Lenoble plantea la cuestión de la influencia que sobre mi trabajo ejercieron los Estudios Subalternos de la India. Es cierto que comencé mis indagaciones en los archivos, motivado por los objetivos y presupuestos de E.P. Thompson y los así llamados “marxistas británicos” (Kaye, 1989), pero luego comencé a leer los trabajos de Ranajit Guha y sus discípulos, y quedé fascinado por esta perspectiva. Sí, los Estudios Subalternos ejercieron una fuerte influencia en orientar mi investigación y también mi modo de escritura. No sólo porque Paisanos itinerantes se propone rescatar las voces de ciertos agentes subalternos de la campaña bonaerense (peones y campesinos, en particular), sino también porque, como los historiadores subalternistas de India, hay una recurrente atención a la cuestión del archivo y al poder coercitivo que produjeron los relatos y documentos que hicieron posible mi investigación del subalterno. El concepto de “subalternidad”, y el potencial conflicto que éste esconde, me permitió enfocar la mirada en ciertos campos de poder (el mercado, la política, el ejército y las milicias, el sistema de justicia) en los cuales pudieran encontrarse fragmentos de la experiencia subalterna que, a su vez, ayudaran a comprender mejor el aparato del poder rosista y la vida social y económica de la época.
Del legado historiográfico argentino escogí tres interpretaciones tradicionales como punto de partida para mi crítica en particular, porque debía despejar el terreno de ciertas afirmaciones que habían dejado afuera de la historia a estos subalternos y negado o limitado su protagonismo en el terreno de la política, la justicia, la economía y la guerra. Partí entonces de afirmaciones fuertes: No, los peones no estaban “atados” a la estancia por ninguna relación de servidumbre. Tenían amplia movilidad geográfica y ocupacional y esto, a mi entender, les daba un arma para resistir mejor una serie de humillaciones, coacciones y violencias provenientes del aparato estatal. No, Rosas no fue sólo el delegado o representante de la clase ganadera, sino que fue el gobernador que creó el lenguaje y los rituales de la política que dieron sentido y animaron la sostenida guerra contra los unitarios. Y quien además trató de mantener la lealtad de los paisanos a fuerza de amenazas, prisiones y disciplina estricta; pero también, quien trató de persuadirlos con mensajes sobre la patria, el deber, y la ciudadanía. La importancia de la política en la época me alertó de una característica que había permanecido oculta en la historiografía que yo llamo “tradicional”: que los paisanos actuaron como agentes políticos y que sus decisiones tuvieron importancia en los cuatro campos de poder que yo examino.1
Davies Lenoble está en lo cierto cuando resalta que los peones y paisanos actuaron de manera diferente en los cuatro espacios de poder. En el mercado de trabajo, la coerción fue baja. La recurrente y constante escasez de mano de obra hicieron a los empleadores (tanto hacendados como chacareros) más tolerantes de las peticiones y quejas de sus trabajadores. La justicia y el ejército, por otra parte, impusieron la carga más pesada sobre los hombros de estos paisanos. Sus quejas más recurrentes fueron el reclutamiento forzado, los castigos e insultos de los oficiales y jefes, y los abusos de poder de los jueces de paz. Los paisanos, lejos de quedarse callados, denunciaron estos abusos, demandaron el trato propio de ciudadanos –de hombres libres con derechos– y no aceptaron la imposición de “trabajo privado” impago (una forma clara de corrupción) por parte de jueces y oficiales. Debido a estas interacciones conflictivas entre soldados y oficiales, pude caracterizar a los cuarteles y batallones como sitios de negociación y protesta y a los subalternos como demandantes de derechos. El peso de la ideología federal y las demandas que ésta imponía sobre los paisanos –uniformidad cromática en la vestimenta; unanimismo en las opiniones públicas; y lealtad absoluta a la “patria federal” – hicieron de la política el campo de poder más coercitivo. Allí los paisanos no tuvieron opción: debieron parecer federales y hablar como federales; y, de tanto en tanto, probar su lealtad a la Causa Federal enlistándose en cuerpos de milicia o del ejército. Su resistencia en este terreno fue soterrada y oculta: enunciada sólo fuera de la mirada de la autoridad.
Paso entonces a responder tres de las cuatro preguntas que me hace Davies Lenoble. La primera tiene que ver con el legado de la justicia rosista –de su retórica de la ley, en particular– sobre las instituciones judiciales y la cultura legal del pueblo en las administraciones que se sucedieron después de Caseros. En otro ensayo he examinado las ejecuciones públicas en el período post-Caseros (1853-1862), señalando la continuidad de estos rituales de muerte, con pequeños cambios en su mensaje político (Salvatore, 2001). Pero en relación a otras prácticas de la policía y la justicia, no estoy en condiciones de afirmar si los gobiernos que le sucedieron fueron tan enfáticos como Rosas en hacer que los ciudadanos obedecieran la ley.2 Otros autores han abordado la temática de la justicia en el período de la organización nacional y en la época del progreso.3 Aunque valiosos en otros aspectos, estos trabajos no permiten establecer comparaciones con lo que yo llamé la “pedagogía de la ley”. Entre Caseros y 1880 hubo cambios significativos en la organización de la justicia. Gradualmente, los jueces de paz fueron reemplazados por jueces letrados, se reorganizó la administración de justicia en tres departamentos, y es posible que la justicia se volviera expeditiva y ejemplificadora, como aspiraba Alsina.4 Para el período que siguió a la codificación penal, yo mismo he argumentado que el efecto de este ordenamiento y modernización tuvo consecuencias desfavorables para el subalterno (Salvatore, 2010).
La segunda pregunta es un complemento espacial de la primera: si la judicialización de las relaciones sociales y el aprendizaje de los procedimientos de la justicia se extendieron a otras provincias. Los pocos trabajos publicados sobre el interior del país muestran penurias presupuestarias, una baja densidad de funcionarios judiciales, dificultades en la afirmación de soberanía jurídica sobre el territorio y, por tanto, un menor grado de estandarización de procedimientos.5 En mi argumento sobre la justicia en la provincia de Buenos Aires, estimé central la interacción entre los jueces letrados de primera instancia y los jueces de paz legos. También argumenté que la “expectativa de justicia” entre los paisanos estuvo asociada al tipo de liderazgo que ejerció Rosas. Los paisanos toleraban las injusticias locales, pensando que el gobernador, actuando como árbitro de última instancia, podría reparar perjuicios e injusticias. Se me hace difícil imaginar que en las provincias interiores se diera esta combinación de circunstancias.
La tercera pregunta se refiere en alguna medida a lo anterior: a áreas o sistemas sociales que consideré en su momento “exteriores” a mi proyecto. Leí el libro Children of Facundo (2000), de Ariel de la Fuente, con mucho interés. Este importante trabajo se refería a la construcción social del liderazgo de los caudillos Peñaloza y Facundo Quiroga –por parte de generaciones posteriores a la época que trata Paisanos Itinerantes–, y a relaciones sociales y políticas muy distintas a la que experimentó Buenos Aires entre 1829 y 1852.6 Los campesinos de los Llanos que acudían al llamado de aquellos caudillos compartían un imaginario político y social “pre-moderno” (patriarcal y antiguo), muy diferente al marco institucional y al sistema de derechos que estaba vigente en los pueblos de la provincia de Buenos Aires. Existía aquí una república de excepción, como dice Hora, pero una república con un régimen de derechos e instituciones más modernas que en el interior.7
Judith Farberman realza como una de las contribuciones del libro el examinar las complejas interacciones entre paisanos, mercado y estado durante la época de Rosas. Pondera el capítulo sobre la vestimenta de los paisanos y cuestiona la existencia de peones y paisanos “demasiado liberales”. Se detiene en la cuestión de las migraciones y en particular en la diferencia entre transeúntes y vecinos, sugiriendo que la extensión de la vecindad en este período siguió siendo limitada. Encuentra interesantes las formas expresivas del federalismo y se pregunta si la concepción subalterna de la política no era contradictoria con el tipo de paternalismo republicano de Rosas. En resumen, ve en este libro una pintura completa del régimen rosista, con una serie de paradojas y ambivalencias.
Farberman resta importancia a mi crítica a tres hipótesis tradicionales (feudalismo ganadero, Rosas como representante de la clase estanciera y la caracterización de la plebe rosista como una masa orgánica y primigenia), diciendo que éstas eran antiguos mitos, desacreditados hace tiempo por la historiografía. En este sentido, es bueno recordar que al momento de presentar mis primeros hallazgos (ca.1989-94) existían aún historiadores que sostenían que los peones habían sido forzados a tomar trabajos asalariados en estancias por efecto de las leyes de vagancia (Azcuy Ameghino 1996; Azcuy Ameghino y Martínez Dougnac, 1989). Es cierto que ya algunos trabajos mostraban la importancia de las relaciones salariales en el campo (Amaral, 1987; Gelman, 1989) y que otros ensayos remarcaron la debilidad de la clase estanciera frente al poder estatal y frente a sus propios peones y agregados (Mayo, 1984 y 1991; Gelman, 1998 y 2004; Gelman y Schroeder, 2003). Pero este debate llevó su tiempo en definirse y llevó más tiempo aún en construir consensos historiográficos. Por ese entonces, varios autores hicieron evidente la diversidad de sectores e intereses en el área rural, mostrando en particular la importancia de los pequeños productores rurales y de la agricultura (Garavaglia-Gelman, 1995 y 1998). Al final, triunfó la posición que sostenía la vitalidad de las fuerzas del mercado en las relaciones laborales, la diversidad de empresas y productores, y la relativa debilidad de la clase estanciera.
Discutir aquellos mitos, que habían dado sentido a mucha de la interpretación histórica del pasado rosista, fue importante para anclar mi relato. Las experiencias de los paisanos, al realzar la importancia de la movilidad geográfica, su adhesión mayoritaria a la causa federal y sus quejas al sistema de reclutamiento coercitivo y las humillaciones y castigos, estaban girando el centro de la narrativa de la nación hacia las cuestiones de la política y de la guerra. Los relatos de las filiaciones corroboraban lo que se decía por entonces acerca de la movilidad ocupacional y geográfica de los peones, y de la existencia de muchos pequeños productores que recurrían al trabajo familiar. Pero, por otro lado, mostraban algo completamente novedoso: tensiones entre las autoridades y los paisanos respecto de las obligaciones militares, temática que remitía irremediablemente a la lealtad al Federalismo y al patriotismo de los campesinos y peones. Es decir, los paisanos y peones hablaban de la patria. Esta cuestión, entiendo, no estaba tematizada o problematizada hacia 1995.
Mientras yo redactaba los capítulos del borrador del manuscrito (ca.1995-2000), aparecieron nuevos ensayos resaltando la importancia de los pequeños criadores y labradores de la campaña, y revisando la figura del juez de paz como pacificador, bróker político, y receptor de quejas de la sociedad local.8 Mis trabajos, por entonces, no desentonaban con esta historiografía. Comprendían, al igual que Gelman, Garavaglia y Fradkin, que los jueces de paz habían jugado un rol importante en establecer el orden y la paz en la campaña. Y está claro que los desertores y fugitivos recurrían más frecuentemente a sus parientes y co-provincianos –generalmente, pequeños criadores y labradores– que a los grandes hacendados. Mis disidencias eran, en todo caso, menores. Yo entendía que se exageraba la eficacia de las leyes de vagos y que los jueces de paz habían sido los transmisores al ámbito rural de nociones de ley y procedimiento que reforzaban el anhelo de orden del gobernador Rosas (Salvatore, 1994b y 1997). Creía, a diferencia de Garavaglia (2002), que el estado rosista había sido lo suficientemente poderoso y efectivo para establecer orden y tranquilidad en la campaña bonaerense; aunque mi trabajo mostraba que este experimento estatal había desatado una oleada de resistencias e ilegalismos populares. Estas diferencias de interpretación no ameritaban, a mi entender, entablar un debate al respecto.9
Una segunda crítica de Farberman es que el libro está estructurado de forma analítica y no cronológica, y que esto dificulta ver los cambios entre el primer gobierno de Rosas y la “tiranía” de los años 1835-1852. Esto es cierto: hay una apuesta cifrada en esta forma de narrar. El libro está diseñado a partir de problemas, que se intentan desentrañar en el curso del relato. Parcial hacia la “historia analítica” y la “historia-problema”, esto es lo que quise hacer. En el terreno diacrónico, esperaba que el lector intuyera ciertos cambios en la conducta del paisano-soldado; pero tal vez debí hacerlo más explícito. El libro sugiere que estos subalternos se cansaron de la guerra y de los sufrimientos y humillaciones que esta conlleva, a tal punto que con el tiempo dejaron de apoyar a Rosas. No tengo manera de probarlo, pero intuyo que es cierta la afirmación de Sarmiento de que en Caseros, muchos soldados y milicianos (y tal vez muchos jefes y oficiales) se negaron a combatir. Más recientemente encontré que era bastante frecuente “cambiar de bando”, y es posible pensar que hacia 1846-51 hubo señales de un debilitamiento de la disciplina militar en los ejércitos federales. Pero estas ideas, por el momento, deben permanecer como hipótesis de trabajo.
Volviendo al libro, allí se sugiere que hubo cierta continuidad en actitud y el comportamiento del subalterno. Durante todo el periodo analizado: rechazaron el trabajo impago, los insultos y los castigos; defendieron la Confederación rosista en tanto esto no implicara esfuerzos desmedidos, pérdidas de sus pequeños capitales, o desmembramiento de sus familias. Y, con sus acciones (deserciones, cartas anónimas, desafíos en la formación, o planteamientos colectivos a sus oficiales), desafiaron a la autoridad despótica y abusiva y, de esta forma, defendieron derechos. Este tipo de actitudes puede leerse en documentos de 1828, lo mismo que en otros de 1851. Lo cual no elimina la posibilidad de cambios en otros aspectos de la experiencia subalterna. Es sólo que yo no pude detectar estos cambios. Los oficiales de estado no registraron el grado de rechazo de los paisanos a ejecuciones públicas. Hubo alta inflación desde comienzos de los años 1840; sin embargo, mis fuentes no indicaron reacciones de los peones a este proceso. Las confrontaciones de Rosas con fuerzas inglesas y francesas debieron dejar rastros en la conciencia subalterna, pero esto no aparece en los documentos. En suma, con la evidencia disponible me fue imposible profundizar sobre este problema.10
A lo largo de su lectura, Farberman desliza una crítica más general: que mi trabajo fue en algunos aspectos “poco original”, en el sentido de que los historiadores ya conocían sobre ciertas proposiciones que mi libro examina y discute. Creo que esta crítica es inapropiada, tanto por las novedades que mi libro introduce, como por los tiempos de publicación de mis trabajos, y por la colaboración que existía entre aquellos que investigábamos la campaña bonaerense en la post-independencia. Me explico. En mi tesis de doctorado (Salvatore, 1987) ya aparecen elaboradas varias de las ideas que fueron luego parte de Wandering Paysanos (2003). En particular: la resistencia de los peones a los intentos de disciplinamiento por parte de los capataces y mayordomos de Rosas; y su movilidad geográfica como un instrumento de resistencia a la coacción estatal y estanciera. También se clasifica allí los tipos de acciones de resistencia subalterna, a saber: “apropiación directa”, rechazo a la colonización completa de su tiempo de trabajo (“proletarización incompleta”), resistencia a la imposición de autoridad, la protección de fugitivos de la ley y la compra-venta ilegal de cueros. Mi re-lectura de las “filiaciones” surgió como resultado del trabajo de archivo que realicé en Argentina durante los años 1992 a 1993. La formulación del corazón del proyecto de libro la hice durante mi estadía en Yale durante el año académico 1993-1994. De modo que mis hipótesis estaban ya plenamente formadas hacia 1995.11 Varios de los trabajos de otros autores que menciona Farberman son posteriores a esta fecha.
Considero entonces que mis trabajos fueron al menos contemporáneos con los esfuerzos de mis colegas de re-examinar el estado, la sociedad y la cultura desde el periodo colonial tardío hasta los tiempos de Rosas. Mis investigaciones sobre fiestas federales, los delitos de los paisanos, identidades políticas y disciplinamiento militar fueron contemporáneos –y complementarios– con contribuciones de mis colegas sobre vecindad y milicias, sociabilidad y asociacionismo, tenencia y propiedad de la tierra, manejo de estancias y rentabilidad, reformas tributarias, embargos, esclavitud y sociedades afro-porteñas, jueces de paz, pulperías, etc.12 Todos buscábamos recrear este período temprano de la historia argentina con nuevos enfoques y nuevas fuentes. Y, en este sentido, cada uno fue original a su manera. Creo que entre todos hemos construido un espacio de debate historiográfico interesante, un conjunto de problemáticas que la generación siguiente continuó trabajando con similar dedicación y muy buenos resultados.
Más adelante, Farberman se pregunta si los patrones migratorios de los “arribeños” cambiaron entre fines de la colonia y el período rosista. Pienso que sí, entiendo que aquellas migraciones estacionales se fueron tornando más largas y estables en la medida que los nuevos migrantes encontraron mayores oportunidades de trabajo en la campaña bonaerense. Probablemente, sus co-provincianos les ayudaron a establecerse económica y socialmente en los partidos del sur del Salado. Con respecto al rechazo o discriminación que experimentaron los “forasteros” o “transeúntes”, Paisanos itinerantes discute este tema desde una doble perspectiva: a su paso por los pueblos, los vecinos-residentes proyectaron sobre ellos sospechas de haber cometido delitos (deserción, robo, viajar sin pasaportes). Por otro lado, el gobernador trató de reglamentar –y por tanto, legitimar– la residencia y los permisos de trabajo de los migrantes. En este sentido, mi trabajo proponía algo diferente a lo argumentado por Cansanello (2003): yo propuse que la residencia fue facilitada por los comandantes de milicias y convertida en “vecindad” por medios de prácticas de relacionamiento con agentes locales. Si esto fue así, la condición de vecindad se fue ampliando con el crecimiento de las milicias y de los requerimientos de soldados para la guerra.
Roy Hora, en un examen crítico de la obra, que agradezco por su riqueza, centra su comentario en las relaciones de las tesis sostenidas en Paisanos itinerantes con la historiografía local sobre el siglo XIX y, en un sentido más amplio, se pregunta cómo encuadran aquellas tesis con respecto a las principales interpretaciones historiográficas sobre clases sociales y política en Argentina y Gran Bretaña, utilizando como punto de reflexión una comparación con la obra de E. P. Thompson, La formación de la clase obrera en Inglaterra. Su síntesis de las contribuciones del libro no podría ser más atinada. Por ello, agradezco sus elogiosos comentarios sobre lo que mi libro aporta para comprender el Rosismo y sus ambivalencias, la participación política subalterna, y las cargas y violencias que soportaron los paisanos para sostener su compromiso con la “patria federal”. Pero, la lectura de Hora va mucho más allá de esto. De modo que comentaré sobre algunas de sus preguntas y críticas que me parece requieren respuesta o esclarecimiento.
Al comienzo, Hora se pregunta por qué el libro tardó tres lustros en ser traducido. Durante este largo período, mi tiempo se repartió en múltiples otros proyectos, lo que me impidió dedicarme personalmente a la traducción del libro. Los fondos que dispuse para investigación, decidí dedicarlos a tomar nueva evidencia para el estudio de la historia del delito y la justicia, así como para mi nuevo proyecto de historia antropométrica. Visto en retrospectiva, estas decisiones no me parecen equivocadas. Hoy cuento con buenas bases de datos para ambos proyectos y, entre medio, pude publicar un par de volúmenes sobre las relaciones culturales y de conocimiento entre América Latina y Estados Unidos (Salvatore, 2006 y 2016), y uno sobre la subalternidad y la ley penal en Argentina (Salvatore, 2010). La posibilidad de traducir el libro al castellano surgió hace algunos años, cuando Raúl Fradkin me ofreció publicarlo y Prometeo Libros se comprometió a financiar parte de la traducción. Luego vino un período largo de correcciones, en el cual tuve responsabilidad por la demora.
En segundo lugar, Hora se pregunta si la metodología de los Estudios Subalternos fue tan esencial para el desarrollo de mi proyecto de investigación. Entiende que en parte sí lo fue, en la medida en que esta influencia me ayudó a prestar atención al enorme potencial de los archivos estatales sobre los subalternos en Buenos Aires y La Plata. Por otro lado, se pregunta por mi sorpresa ante el descubrimiento de la ubicuidad de la resistencia o contestación subalterna. Porque, argumenta, los viajeros al Río de la Plata habían ya observado que las clases populares mostraban un trato no-deferencial hacia a sus superiores; y además, porque existió en la región una mayor libertad respecto de otras repúblicas de la región. Coincido con estas apreciaciones. Desde el comienzo me pareció que existía un abismo de diferencia entre la India –una sociedad históricamente jerárquica dividida por clases, razas y religión– y las Provincias Unidas, donde los subalternos gozaron de un grado de libertad y movilidad inusual para la época. Aun así, era necesario ponderar y evaluar el grado relativo de libertad y autonomía de los subalternos bonaerenses, y ponerlos en el contexto social y cultural de la post-independencia y de las guerras civiles que por entonces dividieron a la reciente república. Y en este sentido, las formas de leer los archivos y de narrar los textos de los Subalternistas me resultaron útiles como herramientas heurísticas.
Hora también encuentra que mi obra “desatiende” los desarrollos historiográficos locales. En este sentido debo decir que Paisanos itinerantes no se propuso ser un libro-debate, o un libro crítico de la historiografía local. Mi intención fue, más bien, leer la historia de la época de Rosas desde una perspectiva subalterna, agregando al panorama existente una serie de pequeñas historias y escenas que permitieran ver la recurrente negociación y resistencia del subalterno en diferentes campos de poder. La bibliografía del libro está llena de referencias a trabajos que sobre el período y sus principales problemáticas. Lo que tal vez no existe es un análisis crítico acerca de esta bibliografía; algo que me resultaba bastante difícil de insertar en una narrativa organizada de manera analítica y dominada por una secuencia de micro-relatos. Mientras escribía un manuscrito que amenazaba prolongarse más allá de los límites impuestos por la editorial (Duke University Press), pensé que luego debería escribir un ensayo donde pusiera mis interpretaciones sobre Rosas, el estado y los paisanos en conversación con la producción historiográfica existente (reciente y más antigua).13 El hecho de que no lo hiciera no debería entenderse como una desatención a los trabajos de mis colegas, sino más bien como el resultado de una necesidad de centrar mi relato en una serie de problemas y argumentos. Ya suficientemente complicado resultaba relacionar los micro-relatos de encuentros entre subalternos y autoridades con la historia de la Confederación, para recargar al lector con reflexiones historiográficas, en cada capítulo o en cada parte.
También me preocupa que Hora piense que mi libro no reconoce plenamente el trabajo de un historiador pionero como Tulio Halperin Donghi. Los trabajos de Halperin despertaron mi interés por la historia social y económica del Río de la Plata en el período post-independiente; aunque luego, la lectura de otro grupo de autores y obras me ayudaron a formular preguntas nuevas sobre los conflictos de clase, los proyectos de control social, la subordinación y la resistencia.14 Mi bibliografía contiene citas a nueve de sus artículos y libros. Aunque tal vez no resalté muy claramente dicha influencia –en parte para no desviar la atención del lector sobre un relato alternativo formado a partir de las voces de sujetos subalternos–, de tanto en tanto mi narrativa se detiene para anunciar algunas diferencias con ciertas proposiciones del gran maestro.15 Yo comparto la idea de que Halperin edificó un andamiaje de ideas sobre las que muchos de nosotros trabajamos; entre otras, la politización de los sectores populares durante las guerras de independencia, la relación entre estado, fiscalidad y guerra civil, o el vacío de poder que llevó la política al terreno de la lucha facciosa y luego a la división en autonomías provinciales. Halperin fue también pionero en ver en el “temperamento democrático” de la post-independencia el reflejo de la participación –en la política y la guerra– de sectores populares demasiado díscolos e independientes. Pero Halperin no era Subalternista, ni hacía “historia desde abajo”. Sus mejores trabajos tuvieron que ver con el estudio de las elites, de las ideas, de la construcción de la nación y de la historiografía.
Una de las observaciones de Hora me parece muy pertinente: aquella que sugiere que mi libro debe verse como “parte de una inflexión historiográfica más amplia” que se produjo en Argentina a partir del regreso a la democracia. La historia se corrió desde el análisis de la clase terrateniente al interés por el estado y sus políticas; mientras el foco de interés se movía de la economía hacia la política y la sociedad. Una historia social micro-regional y con múltiples actores vino a reemplazar a las grandes generalizaciones sobre la Argentina criolla, la pampa y los gauchos. Yo acuerdo con esta caracterización; a lo que agregaría que a partir de los años 1990 comenzó a emerger una historia social “desde abajo” que, tal vez, no recorrió el trecho de camino que quedaba para transformarse en “historia subalterna”. El trabajo de los Subalternistas indios se leyó con menor atención que los de Thompson y su grupo. Mi libro intentó combinar las enseñanzas de ambas escuelas, privilegiando la búsqueda de una subjetividad y una política subalternas en un contexto de guerra civil, política facciosa, y régimen de gobierno autoritario. Ese fue mi desafío desde el comienzo. Este proyecto, entiendo, fue diferente y a la vez complementario a otros proyectos de investigación histórica que caracterizaron aquel momento, y que Garavaglia y Gelman llamaron un “renacimiento historiográfico” (Garavaglia y Gelman, 1995).
Hora es un lector muy perceptivo. Remarca dos proposiciones en las cuales Paisanos itinerantes diverge de las interpretaciones tradicionales (nuevas o viejas). Una es la afirmación de que la mayor presión que debieron resistir los campesinos y peones en esta época no fue la coerción o la explotación de los estancieros, sino el poder del estado en sus varias encarnaciones (juez de paz, comandante de milicias, jefe militar, agentes reclutadores especiales). Y en esto tiene Hora toda la razón: mi libro no tiene un capítulo de Explotación como el de E. P. Thompson. Tiene más bien un capítulo donde se examinan la importancia de las fuerzas de mercado en las relaciones entre patrones y peones, y la movilidad de los paisanos como instrumento para resistir la explotación y el mal trato, sobre todo de autoridades judiciales y militares. De allí que el concepto “clase” no sea un articulador central de mi relato. El estado rosista trató de distinguir a la población rural en “clases” o grupos, de acuerdo a su apariencia. Pero en general puede decirse que no tuvo éxito en establecer una uniformidad cromática o de estilos en la vestimenta de los paisanos. Las comunidades locales, por su parte, tendieron a discriminar contra los transeúntes o migrantes y, en este sentido, produjeron diferenciación social. Pero a mi modo de ver, esto fue insuficiente para generar una sociedad rural tensionada por cuestiones de clase. Acuerdo entonces con la lectura de Hora: la campaña durante la época de Rosas puede verse como una sociedad con clases en formación, pero no una sociedad en la que la lucha de clases moldeó la experiencia cotidiana del subalterno.
El segundo punto que remarca Hora es el papel que jugaron los subalternos en la formación de una sociedad y cultura de mercado. Los subalternos, lejos de rechazar el mercado, se sintieron atraídos por las oportunidades que éste ofrecía y se integraron así al capitalismo pampeano no sólo como peones y capataces, sino también como agentes de una creciente red de intercambios. Me alegra saber que mi libro se haya leído en esta clave: en una sociedad con proletarización incipiente y amplia movilidad geográfica y ocupacional, los paisanos tuvieron tiempo y entusiasmo para participar en los mercados de bienes y trabajo que la bonanza exportadora y el gasto estatal crearon. Que un grupo de ellos, los peones-vendedores del matadero, expresaran este entusiasmo como una forma de “liberalismo popular” es anecdótico. Lo que es generalizable es que los subalternos bonaerenses combinaron sus actividades asalariadas con la intermediación comercial y con pequeños emprendimientos, que algunos llaman “economía popular” en la sociedad contemporánea. En este sentido, estos subalternos fueron muy diferentes a aquellos cuya historia rescató E. P. Thompson: yo no pude encontrar entre los paisanos atisbos de una “economía moral” opuesta al funcionamiento de la economía de mercado. En tanto ciudadanos y soldados, valoraron sus libertades, demandaron derechos individuales y trataron de integrarse a los mercados. Vieron a los funcionarios estatales (jueces, comisarios y comandantes del ejército) como sus principales opresores y explotadores.
Tal vez la mayor insatisfacción de Hora se refiera al capítulo final del libro, en el cual argumento que los peones y campesinos “desaparecieron” de la visibilidad estatal porque cambió la naturaleza del estado y la forma de gobernanza sobre las clases populares. Los ferrocarriles, el crecimiento de la ciudad, el impulso a la inmigración europea, el sustancial aumento del comercio exterior fueron algunas de las formas de despliegue del “progreso”. Todo esto debió cambiar la relación del subalterno con el poder estatal y con la emergente elite económica. El estado giró su atención hacia una función promotora del progreso: creció la estadística a la par que aumentaba la propiedad rural; y aunque persistieron la conscripción forzosa y los abusos policiales, cambió radicalmente el escenario de la política: hubo elecciones partidarias más frecuentes, una retórica republicana-democrática, un arreglo constitucional y varias reformas judiciales. En este nuevo contexto, yo argumento, se produjo una menor visibilidad textual del subalterno en el archivo estatal.
Hora ve como “poco satisfactorio” este punto de llegada. Y compara este capítulo de mi libro con el final de La formación de la clase obrera en Inglaterra, en la que Thompson afirma que hacia 1832-35 ya se había formado la clase trabajadora inglesa. Al poner punto final aquí –argumenta Hora– Thompson evita confrontar con lo que vino después; es decir, con la gradual incorporación de las mayorías trabajadoras en el orden establecido. La clase trabajadora, luego de llegar al cenit de sus luchas y aspiraciones, se volvió conservadora –muchos trabajadores terminaron apoyando al partido Tory–. En otras palabras, Hora entiende que el final de Paisanos itinerantes debió ser otro: que yo debía haber delineado la nueva adecuación y resistencia de los campesinos y peones ante el nuevo orden liberal; y no terminar en marzo de 1852.
Tal vez me apresuré a cerrar el libro, enfatizando aquí las novedades que presentaba el período post-Caseros: la política, la administración del gobierno, el nuevo interés por el progreso, y el creciente desinterés por los sectores subalternos. Pensé este capítulo como una anticipación a un nuevo proyecto de investigación del cual no tenía al momento suficiente evidencia documental. Por ello, el capítulo final presenta las “partes elementales” del proyecto del progreso y del nuevo poder gubernamental en la era liberal, como un entramado conceptual para una investigación futura. Es decir, fue más una anticipación basada en una serie de conjeturas o hipótesis de trabajo, que una conclusión. Sin embargo, la observación que yo anoto allí es cierta: que los legajos criminales se volvieron más formales y específicos, y las filiaciones mucho más escuetas. Esto estaría indicando que el nuevo estado porteño no mostró el mismo interés en la “etnografía del subalterno” que los funcionarios de Rosas. Pero trabajos más recientes hacen posible pensar que hay otras fuentes estatales (archivos de las Guardias Nacionales, por ejemplo) en las que podría examinarse la continuidad de la protesta subalterna al reclutamiento forzoso, los castigos, y el trabajo impago.16 Al momento de terminar la escritura de este capítulo, esta posibilidad me parecía muy lejana.
Lo que dice Hora es cierto. Los paisanos siguieron allí, siendo carne de cañón para las milicias y el ejército. Los nuevos partidos (autonomista y mitrista) buscaron la adhesión de la plebe en las ciudades y el campo. La cría del ovino creó nuevas oportunidades laborales y de negocios al subalterno. Y la presencia de un número creciente de inmigrantes europeos generó mayor competencia en los mercados laborales y a la vez posibilitó nuevos emprendimientos agrarios. También es posible que fenómenos como la mensura de las tierras y la legalización de títulos produjeran desplazamientos y daños al subalterno rural que generaran nuevas resistencias y negociaciones. Toda esta historia de las relaciones entre subalternos, estado y propiedad agraria necesita escribirse. Hora imagina que yo debería hacerlo, cosa de la cual no estoy muy convencido. Resumo entonces mi defensa en este punto tan crucial. Primero, el capítulo final debe leerse como la constelación de nuevos factores y circunstancias que enfrentó el subalterno, presentado más como proyecto de investigación a futuro que como una caracterización definitiva de la experiencia subalterna. Y segundo, las preguntas que hace Hora sobre la relación entre el subalterno y el orden liberal son absolutamente válidas y atinadas para el historiador o historiadora que decida aceptar este importante desafío.
Hora –y también Davies Lenoble– reclaman una extensión del análisis de Paisanos itinerantes hacia el período 1850-1880. Coincido en la importancia de este proyecto y de hecho, me interesaría incursionar en él, pero por el momento tengo poca evidencia para contribuir a este análisis. Hora, en particular, sugiere que mi libro no ofrece respuesta a la relación entre el sujeto específico de mi indagación (la experiencia subalterna en el período Rosista) y la reconstrucción de la política y la sociedad que “vino después”. Reflexionar sobre el largo plazo, sobre la cuestión del capitalismo pampeano, la política republicana y los subalternos, desde la independencia hasta la Ley Sáenz Peña, me parece al momento un atractivo desafío para el cual no sé si estoy preparado. Confío, sin embargo, en que los historiadores más jóvenes puedan tomar estos desafíos y llevarlos adelante.
* * *
Vuelvo entonces a lo que fue mi propósito al escribir Paisanos itinerantes: rescatar las voces de peones migrantes y de pequeños campesinos en relación a las distintas formas de coacción a las que estuvieron sometidos y evaluar, a partir de los micro-relatos que brindaban las filiaciones, esta subjetividad oculta o negada en la historia de la Confederación. Mi método consistió en articular los hilos de los micro-relatos subalternos (de diferentes partidos y tiempos) en una interpretación general del período. Los que lean Paisanos itinerantes deseando encontrar rastros de la micro-historia o de la historia de las sensaciones y sentimientos, se sentirán tal vez decepcionados. Es que mi indagación me permitió elaborar hipótesis de trabajo sobre la cultura política del Federalismo Rosista; sobre la participación de los subalternos en la creciente economía de mercado en la provincia y sobre las quejas y lamentos de los paisanos a los funcionarios de estado; y, tal vez, decir algo sobre la cuestión de la hegemonía (dominación + persuasión), un problema que había sido central al proyecto intelectual de los Subalternistas indios. Pero con las fuentes a mi disposición, poco o nada pude decir sobre la religiosidad, sentimientos amorosos, creencias sobre-naturales, o machismo de los paisanos. En este sentido, el libro rescata algunas voces y fragmentos de la experiencia del subalterno en el período de Rosas, pero se queda corto en la tarea de reconstruir la totalidad (y por tanto, diversidad) de la conciencia y la experiencia subalterna. Nuevos estudios, tal vez puedan focalizar en estos puntos ciegos, y avanzar el proyecto delineado en este libro.
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1 Esta historiografía “tradicional” incluye historiadores liberales, nacionalistas, conservadores y revisionistas. No incluyo en este concepto a los protagonistas de la renovación de la historia social, política y económica que siguió al re-establecimiento de la democracia (1983).
2 En un capítulo de un manuscrito reciente (aún no publicado) argumento la existencia de “paisanos constitucionalistas” que apoyaron la rebelión de Hilario Lagos. Estos paisanos propietarios acompañaron los debates sobre la organización constitucional de la república, pero de modo aún “faccioso”, es decir, sin superar la anterior polaridad entre unitarios y federales.
3 Véase Yangilevich (2012); Palacio (2004 y 2004b); Moroni (2008); Moroni-Fernández Marrón (2006); Corva (2014); entre otros.
4 M. Yangilevich (2012), a través de un análisis cuidadoso de los arrestos y procesos, nos indica que la justicia del período 1850-1880 persiguió con mayor énfasis delitos contra las personas y en menor medida delitos contra la propiedad, pero no se detiene a examinar hasta que punto la retórica y los procedimientos de la ley penetraron la vida cotidiana de los paisanos.
5 Ver por ejemplo Molina (2010) y Sanjurjo de Driollet (2004) para Mendoza; Piazzi (2016) para Santa Fe; y Lanteri (2011) para la Confederación. La bibliografía sobre la provincia de Buenos Aires es, por el contrario, amplia. Baste mencionar como ejemplos: Barreneche (2001); Fradkin (2007 y 2009); Barriera (2009); Sedeillan (2014); entre otros.
6 Los entrevistados por los maestros en 1921 debían de haber nacido, la mayoría de ellos, después de 1851. Entonces, resulta dudoso lo que dicen “recordar” sobre eventos que ocurrieron entre 1829 y 1845.
7 Me temo que no puedo responder a la cuarta pregunta de Davies Lenoble; aquella referida a las componentes étnico-raciales de las demandas subalternas. Aparecen en mi libro algunas escenas sobre tensiones raciales en los años 1820; peticiones de soldados Afro-porteños de los años 1840; y algunas quejas de peones negros a los castigos o insultos. Estas escenas o relatos, sin embargo, no me permiten construir una idea general del papel de la cuestión racial en la política de la época.
8 En relación a la primera cuestión, véase el conjunto de referencias que se citan en Garavaglia y Gelman (1995 y 1998). En relación a la figura y función del juez de paz, véanse Garavaglia (1999); Gelman (2000); Barral, Fradkin y Perri (2002); véanse también los capítulos de Fradkin (2007).
9 Siempre me sentí un compañero de ruta de C. Mayo, J. Gelman, J. C. Garavaglia, S. Amaral, R. Fradkin, C. Cansanello, Pilar González Bernaldo y otros que, por motivos de espacio, no incluyo aquí. Hubo discusiones, pero las diferencias de opinión entre nosotros eran menores que las coincidencias. En todo caso, los contrapuntos daban sentido a nuestro hacer historiográfico.
10 En otro ensayo más reciente he especulado acerca de las características del patriotismo temprano de los subalternos rurales, caracterizándolo de patriotismo condicional y anti-colonial (Salvatore, 2014).
11 Hay publicaciones del período 1987-1994 que lo confirman. Véase Salvatore-Brown (1987 y 1989); Salvatore (1991; 1992; 1993: 1994a y 1994b).
12 El buen lector debería conocer que me refiero aquí a Carlos Cansanello, Pilar González Bernaldo, Maria E. Infesta, Samuel Amaral, Jorge Gelman, Juan Carlos Garavaglia, Daniel Santilli, Sylvia Mallo, Marta Goldberg, Carlos Mayo, entre otros.
13 Recientemente, he terminado un manuscrito (“Fragmentos de una Nación”) en el que doy cuenta de la situación de otros grupos subalternos (mujeres pobres, Afro-porteños, indígenas, unitarios y “paisanos constitucionalistas”) y, al hacerlo, reviso buena parte de la bibliografía que emergió a partir de los tardíos años 1990.
14 Me refiero aquí a mi inmersión en la perspectiva de la “historia desde abajo”. Debo confesar que leí a E.P. Thompson y al resto de los “marxistas británicos en Estados Unidos, durante mis estudios de doctorado. Y que sólo más tarde, a partir de mi estadía en Princeton (1989-90), comencé a interesarme por la perspectiva Subalternista de Guha, Spivak, Chakrabarty, Patterjee, Amin y otros.
15 Tulio Halperin Donghi leyó algunos de mis borradores y artículos, y gentilmente me brindó interesantes comentarios y referencias, que fueron muy útiles a mi trabajo.
16 Véase Canciani (2014 y 2015); y Literas (2017). Otra posible vía para una historia subalterna del período liberal sería posible: indagar en las relaciones cristiano-indígenas durante ese período, un tema del cual nuestra comentarista Davies Lenoble tiene mucho que aportar. Davies Lenoble (2013 y 2017).