Argentina, ¿tierra prometida? El Barón de Hirsch y su proyecto de colonización judía

Avni, Haim (2018).
Buenos Aires: Teseo / Universidad Abierta Interamericana, 406 pp.

Julio Djenderedjian

Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”-UBA/Conicet, Argentina

Este nuevo libro del reconocido historiador Haim Avni amplía, de manera profundamente detallada, nuestro conocimiento sobre el que es quizá el más sorprendente de los muchos proyectos de redención social llevados a la práctica durante el siglo XIX: la formación de un gran conjunto de colonias agrícolas judías en Argentina, trasladando allí a miles de personas desde Europa, en particular desde la opresiva Rusia zarista. Como era usual en esos casos, el grandioso proyecto intensamente soñado y planeado chocó con múltiples problemas, volviendo su realidad bastante más modesta que lo que había sido imaginado en sus principios. No es eso, sin embargo, algo que le quite trascendencia: por el contrario, es justamente lo que lo hace aún más digno de estudio. El Barón Mauricio de Hirsch, que, por circunstancias personales, decidió destinar su inmensa fortuna a ese proyecto, fue no sólo su mentor y financista, sino sobre todo un actor absolutamente central en su puesta en marcha y seguimiento. Eso, y el carácter mismo de la iniciativa, la diferenciaron de otros casos de colonización agraria que, para fines del siglo XIX, habían ya cosechado rotundos éxitos en las pampas. Es cierto que esos éxitos se habían mezclado desde siempre con sonados fracasos; pero éstos habían a su vez ayudado a corregir errores y a prestar atención a los factores necesarios para que cualquier iniciativa de ese tipo pudiera, en fin, realmente prosperar.

Para 1891, año en que el proyecto inicial tomó forma, existía entonces suficiente experiencia en torno a los requerimientos básicos exigidos por cualquier iniciativa de colonización; en primer lugar, porque habían transcurrido varias décadas desde los primeros emprendimientos llevados a cabo en las provincias de Santa Fe y Entre Ríos, con lo que la mayor parte de los desafíos de empresas de esa índole y envergadura ya contaban con experimentados técnicos y desarrolladores que sabían cómo domarlos. En segundo lugar, porque se había avanzado sustancialmente sobre tierras de frontera, resolviendo multitud de problemas prácticos, y poniendo en evidencia los requisitos necesarios para el cambio de paradigma productivo y la instalación exitosa de grandes comunidades en áreas donde hasta entonces sólo habían pastado unos pocos hatos de ganado mayor. Y, en tercer lugar, porque la crisis de 1890 había ajustado las cuentas demasiado optimistas del ciclo alcista de 1887-89; la liquidación progresiva de muchos de esos emprendimientos puso en el mercado tierras a precios bastante más razonables, y dejó en claro hasta qué punto la prudencia había de tener un rol, sin por ello trastocar el entusiasmo. Además de todo eso, a nivel internacional, los interesados en experiencias de colonización contaban ya con un sólido corpus de casos y recetas prácticas, así como con profundas reflexiones elaboradas por expertos que agotaban sucesivas ediciones de sus libros. No parecía, por tanto, demasiado difícil construir una hoja de ruta lo suficientemente sólida como para no equivocar el rumbo; sobre todo, considerando que los recursos puestos a disposición del proyecto coincidían con los de un gran magnate de las altas finanzas internacionales, capaz de involucrar no sólo la propia fortuna sino aun la de muchos otros más.

Sin embargo, algo no funcionó, o al menos no funcionó como se esperaba que lo hiciera. El libro de Avni, que se apoya en una inmensa cantidad de fuentes provenientes incluso de los más íntimos círculos de decisión de esa magna obra, constituye un fascinante viaje por las alternativas que llevaron a esos resultados, los cuales, de todos modos, no fueron en modo alguno deleznables. Por el contrario, a nivel local, e incluso en lo que concierne a algunas provincias argentinas, las iniciativas de la Jewish Colonization Association (JCA) fueron cruciales para sostener el impulso de la economía agraria en tiempos particularmente difíciles; y, si bien es muy complejo aquilatar sus consecuencias sociales, de todos modos es claro que situaron a la Argentina como destino posible y viable para mejorar la vida de muchos emigrantes desde destinos en los que la información sobre ese ignoto y lejano país era entonces prácticamente inexistente.

Uno de los aportes más interesantes de este volumen es el desarrollo de un relato histórico que retrata al mismo tiempo los varios niveles de tensión que jalonaron el emprendimiento: entre el Barón y sus subordinados directos; entre éstos y los subalternos distribuidos en la vasta geografía transcontinental que abarcó la iniciativa; entre los campesinos judíos y esas variadas instancias jerárquicas; entre los mismos grupos de colonos, aunque de manera algo más velada; y, por sobre todo, entre el gran proyecto inicial del Barón y sus resultados concretos, mediados ambos por una larga cadena de acontecimientos que, sin obliterar del todo esas aspiraciones primeras, iban a los tumbos dando forma a una nueva y concreta realidad, más modesta pero también menos utópica que las quimeras que la habían inspirado. Otro de esos aportes es la progresiva definición de los perfiles de quienes, de una u otra manera, se embarcaron en esa gran aventura; en primer lugar del propio Barón, quien, como un nuevo Mesías, buscaba no sólo transformar la realidad vital de una inmensa cantidad de personas, sino lograr para el conjunto del pueblo judío un nuevo y orgulloso rol en la historia. Así, se observa que este es, además, un apasionante retrato de toda una época: en la cual, ante el ominoso y arrollador avance de las nacionalidades y sus burocracias autoritarias, un personaje con su vida resuelta sintió sin embargo que era necesario hacer algo por las muchas víctimas de las mismas, percibiendo de alguna forma que otras tormentas muchísimo más graves podían en cualquier momento desencadenarse sobre ellas.

El perfil delimitado por las densas páginas del libro es de ese modo a la vez tan útil para comprender al personaje como al medio y los actores que transformó: más allá de sus particularidades, el Barón de Hirsch resulta en realidad un miembro más de la élite aristocrática europea de esos años, con muchos o todos sus rasgos. Entre ellos, un muy fuerte sentido de la jerarquía, patente en la forma de imponer órdenes a sus subordinados, en el lugar diferencial de las opiniones de éstos según su posición social, y en la estereotipada y paternalista visión de los reales actores del drama, los colonos; y un muy persistente rol de conductor, que aun reconociendo progresivamente los límites impuestos por circunstancias al cabo imposibles de manejar para él, persistía sin embargo en aferrarse orgullosamente a las grandes líneas trazadas desde el inicio.

Si bien, por el enfoque de la investigación tanto como por el carácter de las fuentes (internas a la JCA) se desdibuja el papel de quienes, del lado argentino y sin pertenecer al mundo judío, se involucraron de una u otra forma en el proyecto, de todos modos puede intuirse que ese papel fue parte menor de sus cambios. El interrogante del título, que cuestiona a la Argentina su carácter de “tierra prometida”, sólo parcialmente se sustenta en los problemas traídos por propietarios de tierras tramposos, proveedores de insumos negligentes o funcionarios sin demasiadas chances de imponer orden. En realidad, lo que fundamentalmente conspiró contra la realización del proyecto tal como había sido planeado radicaba en las bases mismas de éste y de los actores designados para llevarlo a cabo: toda esa vasta experiencia que estaba disponible para quienes buscaran por entonces concretar en Argentina proyectos de colonización, simplemente no habría sido tenida en cuenta. Es cierto que la estructura misma de la empresa, y su operatoria, difirieron bastante de la usual para los exitosos proyectos de colonización de finales del XIX: y esas diferencias fueron, de una u otra manera, las que terminaron imponiendo, tardíamente, una forma más viable de organizarse. Pero de cualquier modo resulta muy llamativa esa olímpica ignorancia de tanto saber acumulado.

No puede, de esa manera, negarse que el libro cambia de manera bastante radical cuanto sospechábamos en torno a esta fascinante odisea: si bien sigue permaneciendo la imagen de una cierta rigidez estructural, determinada por la misma impronta jerárquica impuesta desde el inicio, de todos modos su disección razonada y minuciosa pone en evidencia que el Barón, y toda su corte de expertos y funcionarios, nadando a duras penas en medio de continuas contradicciones y golpes de realidad, buscaron siempre manejarse de la manera que juzgaron más razonable en medio de información sesgada y múltiples problemas de adaptación, la primera determinada por la imposibilidad de contar con análisis realmente útiles elaborados sobre el duro terreno de los hechos; y la segunda por la necesidad de traducir a un lenguaje nuevo y común formas de vida muy distintas, casi un reflejo de las diversas lenguas habladas por los múltiples actores de este drama. Ni la propia cúspide del proyecto se libró, al respecto, de una larga vigencia de visiones equivocadas: el Barón, casi hasta el final, contaba con reproducir en las pampas la vida campesina rústica y frugal de las estepas, sin darse cuenta de que en el extenso medio americano era menester entrar desde el inicio en la modernidad. Y para ello hacía falta no sólo una ingente inversión de capital y maquinarias, sino replantearse de manera radical las formas mismas de la organización social, y el acceso a bienes materiales e inmateriales. Consta en el libro que algunos de sus agentes le advirtieron parte de esos desafíos; pero ninguno de ellos logró sin embargo captar con la suficiente agudeza, y transmitirle con las palabras adecuadas, hasta qué punto eran distintas las condiciones reales de lo que él había siempre imaginado.

El libro adolece de desactualización bibliográfica en torno a los últimos aportes sobre el fenómeno de la colonización pampeana; ello en parte es, como puede intuirse, lo que deriva en que la explicación final no analice ni resuelva las notorias diferencias (e íntimas similitudes) con los exitosos proyectos de colonización llevados a cabo en esos años por empresarios de muy diverso origen, como Juan Gödeken o Juan B. Iturraspe. Puede discutirse el grado de involucramiento real que pudiera haber tenido en ello una empresa tan verticalmente planeada desde Europa; justamente los que con más brillo se manejaban instalando agricultores en las pampas eran quienes operaban muy ligados al contexto local. Pero de todos modos las empresas de colonización transnacionales existían, y sus sedes europeas no se encontraban demasiado lejos de las de la misma JCA; tampoco, es de pensar, sus accionistas habrían de estar fuera de los círculos de sociabilidad del Barón. Por tanto es llamativo que no existiera mayor interacción entre ambos; si ello reafirma una vez más las particulares actitudes con las que el Barón solía dirigir el proyecto, de todos modos es llamativo que ni siquiera sus accionistas, interesados directos en el éxito de la iniciativa, le hayan allegado alternativas. Una vez más, la centralización parece incuestionable; una vez más, sigue resultando una explicación insuficiente, dado que la iniciativa misma, al vincular mundos tan diversos, debía, de algún modo y en algún momento, ser impactada por ellos. Lo cual termina evidenciando dos cosas: que la circulación de buena información, en la cúspide del poder administrativo, no necesariamente era tan ágil ni tan abundante; y que la misma por el contrario circulaba más bien y mejor por debajo, en manos de operadores con estrecho y directo vínculo con el medio que buscaban transformar, y con los actores que de esa transformación eran sus manos. Eso se explica incluso en otros ámbitos: sólo por citar un ejemplo, la imposibilidad de los grandes bancos de operar financieramente a nivel micro en los pujantes pueblos de las pampas, que los obligaba a derivar en los comerciantes locales la evaluación y el manejo del riesgo crediticio de pequeños y medianos productores, importantes sin embargo por su inmenso número, que multiplicaba enormemente las modestas sumas individuales de su evolución al compararlas con las de los actores más conspicuos. El negocio de los grandes bancos, así, acotaba en gran medida sus ganancias, reflejadas en su tasa de interés activa (que apenas llegaba al 5 ó 6% entre los operadores mayores, pero podía alcanzar el 15% en los casos pequeños y riesgosos que eran resorte de los comerciantes locales), pero reducía también la inseguridad y los problemas. Ambas redes así interactuaban, conformando esferas de acción específicas y complementarias.

Esas notorias diferencias de escala y esas esferas de acción específicas, orgullosa o imprudentemente saltadas por el Barón, son en realidad el origen profundo de los inconvenientes que soportó su proyecto, y del aparente fracaso de éste; fracaso en realidad muy relativo, ya que, como el mismo libro lo reconoce, el accionar de la JCA dejó una sólida base para el alivio material de numerosas familias, así como para la afirmación de una comunidad visible y próspera, que desarrolló entre muchas otras cosas formas de asociación y cooperación que habrían de tener larga vigencia. Ya hemos mencionado la importancia de su existencia para unas economías agrarias provinciales tambaleantes en medio de la difícil coyuntura de la última década del siglo XIX, golpeada por precios internacionales de los granos en descenso, crisis productivas de segunda generación, y oleadas de plagas de langosta; esos duros fenómenos, también soportados por las colonias de la JCA, fueron de todos modos menos crueles gracias al subsidio que ésta volcó sobre las mismas. El seguir apostando por esa iniciativa aun ante todas las contrariedades reforzó sin dudas su futuro; las colonias, apenas unos años luego de la muerte del Barón (en abril de 1896) iniciaron un camino de prosperidad, que hubiera reconfortado al ilustre aristócrata. Pero ello sobre todo confirma que en las de la JCA, como en casi todas las demás iniciativas de colonización, era preciso invertir al menos un lustro en la instalación y afianzamiento de los colonos, período durante el cual era imposible esperar dividendos, e imprescindible no escatimar apoyo y desembolsos. Ese largo momento en que los hombres y la tierra se conocían mutuamente resultaba imperativo para garantizar la obtención de las primeras cosechas exitosas, la acumulación de ahorros, y la construcción de infraestructura y capital; administrado de esa forma ese lustro primigenio, a su término casi nunca el éxito fallaba. Como el impaciente pueblo del Éxodo, que no quiso aguardar a que su profeta descendiera del Sinaí y se puso a adorar un falso dios, los colonos del moderno Moisés parecían abrumarlo continuamente con reclamos e impiedades; unos años más de paciencia hubieran sin embargo bastado para encauzarlos en su Tierra Prometida, como habrían de hacerlo en su nueva vida de agricultores en las pampas.

Este libro, por su mismo plan, no ofrece datos respecto de la trayectoria de las colonias de la JCA posteriores al fallecimiento del Barón; sería por ello de desear que otro investigador continúe la saga donde Avni la dejó. No habría de ganar poco con ello la historia de la colonización pampeana, de la cual este libro, desde ya, es una inestimable e ineludible referencia.