Wasserman, Fabio (comp.) (2019).
Buenos Aires: Miño y Dávila Editores.
"Nora Souto
Instituto de Historia Argentina y Americana, “Dr. Emilio Ravignani”-Universidad de Buenos Aires/ Conicet, Argentina.
Con idea y dirección de Fabio Wasserman, este libro se propone echar luz sobre el concepto de revolución prescindiendo de definiciones previas y partiendo, en cambio, del examen de los discursos de los actores y testigos de los acontecimientos revolucionarios acaecidos en el mundo atlántico entre el siglo XVII y el XX. Como nos advierte el compilador, la voz revolución no siempre se entendió como un cambio radical en el corto o en el largo plazo ni fue un concepto histórico fundamental. Es precisamente la reconstrucción de su historia la que ha permitido ubicar su origen como tal en las postrimerías del siglo XVIII, momento en el que confluyeron dos factores. El primero de ellos se relaciona con el pensamiento de los ilustrados que alumbró una nueva forma de entender la historia y el tiempo histórico. Si hasta entonces había primado una concepción cíclica del tiempo de modo tal que la historia no podía más que repetirse una y otra vez, de allí en adelante resultó posible entender el tiempo por venir en tanto marcha progresiva hacia el establecimiento de un orden político y social basado en la libertad. El segundo factor remite a la Revolución Francesa y a las alteraciones que provocó a nivel político y social, las que derivaron a su vez en la estabilización y la institucionalización del lenguaje revolucionario y convirtieron a la voz revolución en un concepto singular colectivo apto para explicar las revoluciones de todos los tiempos.
A la introducción siguen diez capítulos que exploran el concepto en diversos espacios de Europa y América a lo largo de períodos más o menos extensos. Explica Wasserman que decidió ordenarlos cronológicamente para evadir, por una parte, el esquema difusionista que hace hincapié en la influencia desplegada por el viejo mundo sobre el nuevo e ignora la que pudo haberse producido en el sentido inverso. Pero también porque se ha constatado que las revoluciones tomaron como modelo a sus antecesoras o a sus contemporáneas tanto para emularlas como para repudiarlas.
Buena parte de los autores que colaboran en esta obra integraron e integran actualmente la Red Iberconceptos, emprendimiento histórico y metodológico colectivo que lleva más de diez años de existencia y se ha traducido en dos diccionarios que exploran una veintena de conceptos fundamentales del período 1750-1870. Entre ellos se cuentan Javier Fernández Sebastián –director de la Red–, Gonzalo Capellán, Fátima Sá, Guillermo Zermeño, João Paulo Pimenta y el propio Wasserman, cuyas contribuciones comparten las premisas y la metodología de la historia conceptual inspirada en la obra de Koselleck. No obstante, este libro es mucho más que una secuela monográfica de Iberconceptos en la medida en que el compilador se propuso no sólo traspasar las fronteras del espacio iberoamericano e incorporar a Inglaterra, Estados Unidos, Francia y las Antillas francesas, o superar la cronología dictada por el Sattelzeit del citado historiador alemán en los capítulos dedicados a Inglaterra, México y Brasil, sino también incluir estudios que abordaran el concepto de revolución desde una pluralidad de aproximaciones metodológicas. Es el caso del de Jacques Guilhaumou, figura señera de la escuela francesa de análisis del discurso, quien además de detenerse en un examen de las nociones-conceptos que caracterizaron a los lenguajes revolucionarios en el contexto de las sucesivas etapas de la Revolución francesa, ofrece al final de su artículo una detallada descripción de los paradigmas de estudio de dichos lenguajes desde los años 70 hasta la actualidad. El artículo de Nicolás Kwiatkowski, por su parte, combina el análisis de las distintas interpretaciones historiográficas de los eventos revolucionarios que sacudieron a Inglaterra en el siglo XVII con el uso que los propios contemporáneos dieron a la noción de revolución. Diferente es la perspectiva de Alejandro Gómez, quien relega el análisis de la voz revolución para ofrecer en cambio una valiosa síntesis histórica del intrincado proceso revolucionario de las colonias francesas del Caribe. En otro orden de cosas, conviene llamar aquí la atención sobre la acertada incorporación del capítulo de Marcos Reguera sobre la Revolución de las colonias inglesas de América del Norte pues permite ponderar el influjo del proceso revolucionario francés que dominó durante mucho tiempo la historiografía sobre las revoluciones europeas y americanas de los siglos XVIII y XIX.
No obstante esta diversidad espacial, cronológica y metodológica, el libro fue concebido por el compilador como una unidad y si bien cada contribución puede leerse con provecho de forma independiente, es altamente recomendable avanzar capítulo a capítulo para así poder apreciar lo que singulariza a esta ambiciosa propuesta consistente en mostrar al lector no sólo la polisemia y las disputas que por su sentido se desplegaron sincrónica y diacrónicamente en torno a la noción de revolución en cada caso estudiado, sino las múltiples conexiones entre ellos.
Respecto del primer punto, por una parte, los estudios reunidos en este libro dividen en etapas el período seleccionado en cada caso a los efectos de señalar las nociones en uso, su relación con la coyuntura histórica y la trayectoria del concepto (análisis diacrónico) y por otra parte, revelan la convivencia conflictiva en mayor o menor grado de sentidos diversos de la voz revolución (análisis sincrónico). El caso inglés, por ejemplo, pone de manifiesto que ya en el siglo XVII revolución se emplea en su sentido más antiguo en tanto movimiento circular propio de los astros, como en uno más novedoso cuando se lo utiliza para aludir a una transformación radical que conlleva una drástica ruptura con el pasado. En las Antillas francesas la misma voz puede designar distinto tipo de acontecimientos tales como conmociones sociales, reformas políticas, un simple cambio de funcionarios, la independencia colonial o los golpes de estado. En Sudamérica, la revolución se piensa en tanto movimiento por la libertad y la independencia de la corona española pero también es sinónimo de motín, tumulto y mudanzas de gobierno. El sintagma “revolución mexicana” utilizado en México a partir de 1910, por su parte, se lee en principio en términos político-electorales pero al revestirse de la cultura política propia de su tiempo, la voz revolución es interpretada en clave de la lucha de clases y de una transformación de la estructura social y económica. No obstante, por esos mismos años, en el discurso de Emiliano Zapata, este vocablo significa retorno al pasado y al orden vigente en las comunidades campesinas antes de las reformas juaristas de mediados del siglo XIX.
En cuanto al segundo punto, haremos un repaso de algunos de los rasgos y problemas examinados en más de una de las monografías de esta obra.
Algunos autores observan que los contemporáneos de los acontecimientos revolucionarios comparten la percepción de estar viviendo tiempos extraños. Expresiones como “anno renovationis” o “annus mirabilis” en la correspondencia de algún personaje inglés de la época para referirse al año 1641 –momento en el que se agrava el conflicto entre el Rey y el Parlamento– son testimonio de esa extrañeza. En el mismo sentido, es muy revelador el análisis de Reguera cuando muestra que los Padres Fundadores recurrieron a la voz “experimento” para aludir a la empresa de transformación política de las ex colonias inglesas del norte de América mediante la implantación de la constitución de Filadelfia.
La circulación de libros, personas, correspondencia y periódicos en Europa y en América así como la producida entre ambos continentes en una y otra dirección, es otro de los rasgos señalados en las distintas contribuciones cuando se trata de explicar el aumento de densidad ganado por la noción de revolución desde mediados del siglo XVII. Así se menciona, por ejemplo, la vinculación directa entre el norteamericano Jefferson y los franceses Condorcet y Lafayette que permitió el intercambio recíproco de ideas. Esa conexión es aún más íntima en los casos de las revoluciones de las Antillas francesas de fines del siglo XVIII o en las que afectaron ambas orillas del Imperio español a comienzos del siglo XIX. Gómez asevera que para los actores europeos y ultramarinos de la monarquía francesa la revolución fue una sola. Coinciden en esta observación Fernández Sebastián y Capellán al sostener que la revolución en la península ibérica formó parte de un proceso más amplio de desintegración del Imperio que hizo lugar a una serie de revoluciones conectadas entre sí. Del mismo modo, la circulación de las noticias y de los relatos de los testigos de los procesos revolucionarios producidos a ambos lados del Atlántico contribuyeron a erigir modelos que despertaron entre los actores de la época las reacciones más diversas orientando, en parte, su acción. Al respecto, Pimenta y Fanni llaman la atención sobre la conexión parcial entre el ideario republicano de la Inconfidência Mineira (1789) y la independencia de las trece colonias inglesas o sobre la influencia de la Revolución francesa en la integración del conjunto de la población sin distinción social en la Conjuração Baiana (1798), mientras que para el siglo XX señalan las marcas que dejaron en el concepto, la Revolución rusa primero, y la china y la cubana más tarde.
La alusión a fenómenos naturales imprevisibles e incontrolables como metáforas de la revolución se reitera en varios de los casos examinados. Sá señala que en Portugal aquella asociación estuvo presente desde antiguo pero que a partir de los sucesos de 1808, eventos naturales como el rayo o el trueno se convirtieron en la principal metáfora de la voz revolución. En el Río de la Plata y en la Tierra Firme se la asoció con frecuencia a meteoritos, torrentes, mareas, tormentas, terremotos o erupciones.
Ahora bien, el desarrollo de los procesos revolucionarios generó, asimismo, interrogantes que fueron objeto de meditación entre los actores de la época. Sobre ellos indagan también los trabajos de esta compilación. Algunas de estas reflexiones se plantean en torno a objetos más bien especulativos como el vinculado a la concepción de la temporalidad. En el estudio sobre la Inglaterra del siglo XVII se advierte acerca de la coexistencia de dos maneras de pensar el tiempo histórico, una cíclica y otra progresiva, mientras que en el capítulo sobre la Tierra Firme se afirma que la revolución condujo a que la historia se pensara como un espacio en movimiento y abierto a la discusión. A ese mismo plano corresponde el planteo en torno al origen de las revoluciones: en el Río de la Plata, por ejemplo, la revolución fue interpretada por algunos como un proceso cuyo principal protagonista era la voluntad humana y por otros, como uno que obedecía a la injerencia divina o a las leyes históricas. En el Portugal de los años 1860 y 1870, el pensamiento cientificista indujo a que la revolución en tanto transformación se concibiera como fruto de un designio superior identificado con la intervención de las leyes orgánicas de la sociedad. Otro ejemplo de las especulaciones de los contemporáneos es la comprensión de los sucesos revolucionarios en términos de regeneración, que podía a su vez ser entendida como una restauración de un antiguo orden de cosas o como una mutación de la sociedad. Este último sentido de regeneración se desarrolló en el Río de la Plata en dos vertientes opuestas, una reformista de raíz hispánica y otra radical de inspiración francesa.
Asimismo, el devenir de los procesos revolucionarios en el mundo atlántico engendró problemas cuya índole demandó de los protagonistas no sólo una explicación teórica sino su necesaria resolución. Inevitablemente las revoluciones acarrearon efectos indeseados tales como el conflicto faccioso, el desorden, la fragmentación política o el temor a la guerra social e instaron a los actores políticos del momento a procurar darle un cierre a la revolución. De allí los intentos por institucionalizar el nuevo orden impulsados en el Río de la Plata por la Asamblea del año XIII y por el Congreso de Tucumán que invocó en su Manifiesto de 1816 el “fin a la revolución, principio al orden”. El temor a la revolución permanente entre los actores políticos de Venezuela y Nueva Granada motivó también la pregunta acerca de cómo y cuándo terminar la revolución, interrogante cuya respuesta los incitaba a redoblar los esfuerzos para lograr la instauración de un régimen republicano en la Tierra Firme.
Los cambios provocados por la oleada de revoluciones en la Europa de 1848, por su parte, suscitaron también la reflexión sobre si los procesos revolucionarios de fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX se habían completado o no y si no lo habían hecho qué desafíos quedaban por afrontar. Así en España, se consideró que la revolución liberal había sido superada y que lo que debía encararse de allí en más era la revolución democrática. Hacia las mismas fechas, en Portugal se pensaba que la revolución debía tener como horizonte la república pero que también debía ser una revolución social. En los casos sudamericanos, a partir de los años 30, algunos actores políticos e intelectuales sostuvieron convencidos que las revoluciones desencadenadas con el derrumbe del Imperio español habían logrado la independencia de su antigua dominación pero que la instauración de un orden político y social basado en la libertad era todavía una asignatura pendiente.
Además de estos rasgos y problemas que hemos elegido reseñar, el lector encontrará en este libro muchos otros condensados en el concepto de revolución. Todos ellos, más allá de las particularidades de cada caso, le permitirán componer una imagen dinámica de las relaciones entre los procesos revolucionarios del mundo atlántico y el vocablo que los contemporáneos escogieron para comprender y explicar a la sociedad esos cambios que estaban experimentando.