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La libertad de imprenta en el mundo hispánico. Los vínculos entre la península y Buenos Aires durante los primeros años revolucionarios

Facundo Lafit

Instituto Ravignani, Universidad de Buenos Aires-Consejo de Investigaciones Científicas y Tecnológicas (CONICET). Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación-Universidad Nacional de La Plata, Argentina.
Correo electrónico: lafitfacundo@gmail.com

Artículo recibido: 14 de junio de 2018

Aprobación final: 10 de diciembre de 2018

Resumen

El presente artículo1 estudia la trayectoria que la cuestión de la libertad de imprenta tuvo el mundo hispánico entre los años 1808 y 1812, buscando percibir los vínculos intelectuales entre las elites peninsulares y porteñas. Indagaremos en las intervenciones públicas de las elites letradas tanto en la península como en Buenos Aires, prestando atención fundamentalmente a los procesos de circulación, recepción y apropiación de ideas, legislaciones y lenguajes políticos. Analizaremos también el tratamiento y promulgación por parte de las Cortes gaditanas de la ley de libertad de imprenta, así como los reglamentos dictados por el gobierno porteño, estudiando su implementación en ambos espacios durante los primeros años revolucionarios desde un enfoque comparativo.

Palabras clave: Libertad de imprenta, opinión pública, liberalismo, Constitución de 1812.

Freedom of the Press in the Hispanic World. The Links between the Peninsula and Buenos Aires During the First Revolutionary Years

Abstract

This article studies the trajectory that the question of the freedom of the press had in the Hispanic world between the years 1808 and 1812, searching the intellectual links between Spanish and Buenosairean elites. It inquires into the public interventions of the intellectual elites in both sides of the Atlantic, focusing in the process of circulation, reception and appropriation of ideas, legislation and political languages. It analyzes the treatment and promulgation by the Cadiz Cortes of the freedom the press, also the dictated regulations by the Buenos Aires government, and the implementation in both spaces during the first years of the revolutionary process, through a comparative approach.

Keywords: Freedom of the press, public opinion, liberalism, Constitution of 1812.

Apuntes iniciales

La lucha por la libertad de imprenta, y los debates originados alrededor de ella, se constituyeron en cuestiones tan significativas durante los años primeros años posteriores a la crisis de 1808, tanto en América como en España, que no puede entenderse el proceso revolucionario sin darle la centralidad que éstas se merecen. La misma identidad liberal se fue construyendo alrededor del reclamo por este derecho. En el otoño de 1810, en efecto, los espectadores de las discusiones de las Cortes habían empezado a llamar liberales al grupo de diputados reformistas, jóvenes en su mayoría, que abogaban por dicha libertad (Fernández Sebastián, 2012: 271). Y en gran medida el llamado partido servil se fue definiendo también en su oposición en esos mismos debates.

En el Río de la Plata revolucionario, la cuestión de la libertad de la prensa motivó la intervención pública tanto de parte de los sectores más radicales como de los moderados, ambos conscientes de su necesidad. Y como buscaremos demostrar a lo largo de este artículo, constituye un problema clave no sólo para entender el proceso, sino también desde el cual podemos percibir los vínculos entre las elites dirigentes de ambas orillas del Atlántico. Este trabajo, justamente, está enmarcado en un estudio más amplio de la cultura política rioplatense en el tránsito entre el Antiguo Régimen y la República, donde buscamos presentar una lectura crítica de la relación entre el liberalismo hispánico y los grupos dirigentes del proceso revolucionario rioplatense, contribuyendo a la profundización de una dimensión trabajada parcialmente, o realizada desde enfoques tradicionales que partían de la idea de “copia” o de “influencias”.2 En este artículo particularmente indagaremos en las intervenciones públicas de las elites letradas tanto en la península como en Buenos Aires, prestando atención fundamentalmente a los procesos de circulación, recepción y apropiación de ideas, legislaciones y lenguajes políticos en relación a este derecho.3 Analizaremos también su tratamiento y promulgación por parte de las Cortes gaditanas, así como los reglamentos dictados por el gobierno porteño, estudiando su implementación en ambos espacios durante los primeros años revolucionarios desde un enfoque comparativo. El recorte temporal está delimitado, por un lado, por el inicio de la crisis revolucionaria española en mayo de 1808 y la proliferación de periódicos y escritos sobre el tema; y por otro, por el rango constitucional que adquiera la libertad de imprenta al promulgarse la Constitución de Cádiz en abril de 1812.

La libertad de imprenta en la península entre el levantamiento nacional y la reunión de Cortes (1808-1810)

Para llegar a su tratamiento en las Cortes, la cuestión de la libertad de imprenta tuvo que recorrer un largo camino desde el inicio del levantamiento nacional tras las abdicaciones de Bayona. La realidad es que aun sin que existiera ningún decreto ni legislación que la consintiera, en la práctica España estaba viviendo desde esos primeros meses revolucionarios de 1808 una libertad de imprenta cuasi de facto. Como varios autores han destacado, fue inédita la proliferación de escritos de todo tipo que acompañó y en gran medida motorizó la sublevación del pueblo español ante la ocupación francesa. Un verdadero alud de proclamas, periódicos y panfletos inundó la península, señalando el nacimiento de un factor político que será constitutivo de aquí en adelante de la legitimidad de cualquier fórmula de resolución que se ensaye para salir de la crisis: la opinión pública (Fernández Segado, 2012, 119).4

Manuel Quintana, que junto a su renombrado círculo de amistades durante el gobierno de Godoy habían estado preparando las condiciones para la publicidad de las nuevas ideas y el surgimiento del periodismo político, se asombraba genuinamente en septiembre de 1808, desde el Semanario Patriótico, de la profundidad que había alcanzado el proceso:

Si alguno hubiera dicho a principios de octubre pasado que antes de cumplirse un año tendríamos la libertad de escribir sobre reformas de Gobierno, planes de Constitución, examen y reducción del poder, y que apenas se publicaría escrito en España que no se dirigiese a estos objetos importantes, hubiera sido tenido por un hombre falto de seso, a quien tal vez se privara de su libertad por la que profetizaba a los otros.5

Pero como ha marcado Beatriz Sánchez Hita, en los años previos a su promulgación por parte de las Cortes, queda claro que a pesar de que algunas obras pudieron ver la luz sin pasar por el filtro de la censura, no sucedió lo mismo con los periódicos que, quizás por la necesidad de mantener una regularidad y previsibilidad en su edición, precisaban el permiso de autoridades competentes. Estos, a diferencia de años anteriores, supieron entregarse con relativa facilidad, debido a la conciencia por parte de las autoridades de la necesidad de hacer circular la información sobre el conflicto y fomentar la actitud patriótica en el pueblo español (Sánchez Hita, 2012: 223).

La voluntad de cristalizar la libertad de imprenta en términos legales, alentada por los grupos más radicales entre el bando patriota, tuvo que imponerse igualmente al rechazo que generaba entre los sectores más conservadores que poseían una cuota de poder nada despreciable tanto en el Consejo de Castilla como en la Junta Central.6 Y fueron probablemente aquellos recelos de algunas de las autoridades y grupos más apegados a los fundamentos del Antiguo Régimen los que impidieron que la libertad de imprenta fuera convertida en ley hasta su promulgación por las Cortes de Cádiz el 10 de noviembre de 1810 (Fernández Segado, 2012: 121). Hubo sí varios proyectos presentados por algunas de las figuras más destacadas del reformismo y del liberalismo peninsular, que sirvieron en algunos casos de sustento para la definitiva formulación de las Cortes. Hagamos entonces un somero recorrido por ese derrotero.

Como mencionábamos, fue el Consejo de Castilla, principal reducto donde se refugiaba el absolutismo, el resorte fundamental desde donde se buscó poner límites al desbordado cauce de impresiones y manuscritos que inundaba España. Son valiosas las memorias de Alcalá Galiano para ilustrar las trabas que el Consejo de Castilla intentó imponer tras la salida de las tropas francesas de Madrid: “Entretanto, casi quedó establecida, bien que por plazo breve, la libertad de imprenta. Bien es cierto que el Consejo, nada amigo de ella, trató de ponerle impedimento; pero en algún tiempo no lo consiguió, aunque lo mandase. Había censores, pero o no ejercían la censura, o no se hacía caso de ella, ni se necesitaba”.7 Mediante una circular el 10 de agosto ponía bajo su control las funciones del juez de Imprentas, y el 26 prohibía que se imprimiera papel alguno sin su licencia. Igualmente, es difícil de creer que estas disposiciones del Consejo tuvieran efecto en Madrid, y está comprobado su nulo resultado en las provincias, donde se multiplicaron los folletos de todo tipo.

Pero el Consejo no fue el único de los poderes que buscó contener el aluvión de impresos. La recientemente constituida Junta Central, que a diferencia de aquel contaba con mayor legitimidad e influjo en las provincias, aportó su cuota en ese sentido. Y no es de extrañar si tenemos presente que su presidente era el Conde de Floridablanca, aquel que en su momento, durante los primeros años del reinado de Carlos IV, había tratado de establecer un “cordón sanitario” para aislar a España de los coletazos de la Revolución Francesa y sus peligrosas ideas. Según Fernández Segado (2012: 131) sus intenciones consistían en restablecer las disposiciones de aquel entonces y de esa manera suplir el vacío de autoridad existente, en particular las relacionadas con la censura. A tal efecto, propuso y presentó a la Junta un proyecto de decreto que contó con el beneplácito de la mayoría de sus miembros, imbuidos de los mismos temores que su presidente, siendo aprobado el 30 de septiembre. Nuevamente estas restricciones cayeron en saco roto, la publicación de escritos patrióticos sin demasiado control siguió siendo la norma. Igualmente habría que matizar un poco esta afirmación, como ya hicimos mención trayendo a colación el trabajo de Sánchez Hita, hay algunos indicios que marcarían que no fue del todo así. Como bien señala Patricio Clucellas (2012), es sugestivo un escrito de Isidro de Antillón describiendo la situación para el año 1809 en relación a este problema:

Solamente después de la evacuación de Madrid por los franceses en julio de 1808 hubo cierto intervalo cortísimo de libertad de escribir, que produjo algunos papeles, donde con menos trabas y disfraces se empezaban a examinar los principios de nuestra constitución política […] Más esto fue como un relámpago. No tardó la autoridad que gobernaba en sujetar la imprenta a sus antiguos reglamentos […] a todos los embarazos y dificultades que habían paralizado anteriormente la pluma de los letrados españoles.8

Estas categóricas afirmaciones no surgían de la nada, Antillón mismo había sufrido en carne propia las presiones de la Junta Central para tratar de condicionar su labor periodística. Junto a José María Blanco White, fueron los encargados de la redacción del Semanario Patriótico en su segunda época, la sevillana, caracterizada por la radicalización de las ideas contenidas en dicha publicación. Al cabo de un tiempo esto empezó a preocupar a la Junta Central, que a pesar de tener a Manuel Quintana –amigo de ambos– como secretario, estaba encabezada como dijimos por dirigentes de posiciones mucho más moderadas. Finalmente, y cuidando las formas, la Junta decidió arremeter contra el periódico. En julio de 1809 Martín de Garay, uno de los hombres de mayor peso en la Junta Central, le anunció a Antillón que debía encargarse de la Gazeta de Gobierno y abandonar su colaboración en el Semanario. Blanco White, privado de un colaborador imprescindible, decidió igualmente continuar con el periódico con la ayuda de Alberto Lista, y lejos de moderarse, durante todo agosto publicó bajo el título de “Problema político” una serie de artículos donde se criticaban duramente a los gobiernos despóticos. Aquello colmó definitivamente la paciencia de la Junta y se le encargó a Quintana que prohibiera la parte política del Semanario Patriótico (Pons, 2002:74). El sevillano no estaba dispuesto a continuar a cargo de un periódico degradado y decidió su interrupción, pero no sin antes acompañar su último número con una nota en donde daba a entender sutilmente la censura llevada adelante por el gobierno central: “Cedamos pues a las circunstancias: nuestros amigos sufrirán mejor que se interrumpa otra vez el Semanario que verlo mudado en otra cosa que lo que hasta ahora ha sido”.9 Según Dérozier (1978: 568-570), esta decisión impactará negativamente en la imagen pública de la Junta.10

La segunda mitad de 1809 marcó, con el paso de los meses, un cambio de actitud de la Central respecto a la libertad de imprenta. Y ese cambio no estuvo desvinculado obviamente de la presión que, tanto por dentro como por fuera de la Junta, se empezó a acentuar exigiendo la convocatoria a Cortes del reino por parte del grupo de Quintana, aliados coyunturalmente con el sector moderado expresado en Jovellanos (Martínez Quinteiro, 1977: 215-216). El llamado a la “consulta al país” establecido por la misma Junta, por lógica, implicaba la multiplicación exponencial del número de publicaciones.11 Era necesario entonces replantearse su posición hacia la libertad de imprenta (Fernández Segado, 2012: 136).

Fue el aragonés Lorenzo Calvo de Rozas, referente junto con Quintana del sector más radical, quien a mediados de septiembre de 1809 desencadenó el primer debate en profundidad en el marco de la Junta Central y sus órganos. En su Proposición sobre la libertad de imprenta, el vocal además de argumentar que “se funda en un derecho individual”, enumeró los beneficios que conllevaría dicha libertad: la ilustración de la Patria, la mejora de sus leyes e instituciones, la formación y fortalecimiento de la opinión pública y la utilidad coyuntural, pero no por eso menos importante, de impedir que se apague “el noble entusiasmo que encendió la venganza nacional”.12 Los argumentos utilizados son los mismos que se repiten en numerosos escritos de la época, algunos herederos de la idea ilustrada de “vehículo de las luces”, mientras en otros predomina el concepto liberal de vigilancia del poder o “antemural del despotismo” (Seoane, 2012: 167).

La Junta reclamó, seguramente bajo iniciativa del sector conservador, el pronunciamiento del Consejo reunido de España e Indias –creado por ésta con los ministros que habían logrado llegar hasta Sevilla de los Consejos de Castilla, Indias, Hacienda y Órdenes–, y como era de esperar por su reaccionaria composición, su respuesta fue de firme oposición a la proposición de Calvo de Rozas, decidiéndose por el mantenimiento del régimen de censura previa.

La propuesta de Calvo de Rozas también pasó a ser tratada por la Comisión de Cortes, en particular por una de sus Juntas, la de Instrucción Pública que presidía Jovellanos. Esto motivó la presentación, el 7 de diciembre de 1809, de una Memoria por parte de uno de los vocales de la Junta, José Isidro Morales, que fue aprobada y que constituiría el precedente hispano de mayor vínculo con la futura regulación de las Cortes un año más tarde.13 En ella se resumen todos los argumentos a favor y se rebaten todas las potenciales objeciones en contra de la libertad que se venían esgrimiendo y que luego desarrollarían los diputados liberales en las Cortes (Seoane, 2012: 174). Los posibles abusos de esta libertad los adscribe a “la doctrina de nuestra santa religión, la moral pública, la seguridad del Estado, y la seguridad privada”, y entiende que la regulación de esta libertad “no puede tocar decidirla definitivamente al Gobierno de ella [de la nación]; solo puede tomar una resolución provisional. Su decisión toca a la representación nacional; ella es la que debe pronunciar si le conviene o no reservarse esta libertad en toda su extensión”.14 Dicha posición iba en línea con el pensamiento del presidente de aquella Junta. Para el ilustre asturiano no solo había que esperar la reunión de las Cortes, sino que era partidario de que la libertad de imprenta se estableciera recién con la aprobación de la Constitución y no precediendo a ésta. Para los jóvenes liberales esto era un sinsentido, como subrayaría Agustín de Arguelles: “cualesquiera que fueran las reformas que se propusiesen hacer las Cortes, la libertad de la imprenta debía precederlas”, entendiendo que sin la guía y censura de la opinión pública los representantes no podrían dar con las mejores leyes para la nación (Arguelles, 1999: 220-221).

Otro antecedente significativo del decreto de libertad de imprenta, en este caso en especial por las divergencias que tiene con los lineamientos generales del liberalismo peninsular sobre la materia, es la propuesta de Álvaro Flórez Estrada, incluida como apéndice de la presentación de su Memoria sobre una Constitución para la nación española, a la Junta Suprema Gubernativa en noviembre de 1809.15 Sus Reflexiones sobre la libertad de imprenta se destacan por lo innovadoras en relación a las prácticamente nulas restricciones a las que debería someterse dicha libertad, de la mano de una tolerancia religiosa inaudita hasta el momento en este tipo de proyectos regulatorios: “Los únicos reparos que contemplo se pueden hacer contra la libertad de la imprenta son la propagación de malas doctrinas y el temor de las calumnias” (Flórez Estrada, 1958: 345-350). Para el asturiano, despojada de otro tipo de condicionamientos, la libertad de imprenta cumpliría cabalmente su rol fundamental: constituirse en un instrumento de fiscalización, control y freno del poder, equiparable en alguna medida al que desempeña la existencia de una constitución. Que se mantuviera la prevención contra las calumnias respondía al fuerte temor entre las élites de que dicha libertad sirviera para atentar contra el honor de las personas. Como sugiere Guerra, la “pública opinión que de alguien se tenía remitía a la fama, valor esencial en las sociedades hispánicas, y más importante aún que el estatuto o la fortuna en la jerarquía social (Guerra, 1992: 379). Retomando algunos argumentos anteriormente utilizados en su defensa, considera que la libertad de imprenta es condición indispensable para superar el momento crítico actual, tanto porque es un medio para infundir patriotismo al pueblo que está en guerra, como porque “sin libertad de imprenta no pueden difundirse las luces, y sin ellas ni puede haber reforma útil y estable, ni los españoles podrán jamás ser libres ni felices”.

El debate abierto en la Junta de Instrucción pública, en el que tuvo también un destacado papel Antillón, propició la elaboración de un proyecto de reglamento, cuyo primer artículo decía: “La imprenta se declara libre de toda previa licencia, revisión o aprobación de cualquiera autoridad, sin excepción, quedando el autor y el impresor responsables a la ley de cualquier abuso que hagan de ella”. Con el fin de resguardar este derecho ciudadano, y conocer a la par las denuncias por los posibles excesos, se contemplaba la creación de un tribunal o comisión nacional de la libertad de imprenta.

La Junta Central, tras este prolongado y complejo procedimiento, iba a recibir dos escritos antagónicos: el dictamen contrario a esta libertad del Consejo y el pronunciamiento favorable a la misma de la Comisión de Cortes, plasmado en el proyecto de reglamento. La Central adoptó, sin embargo, “la posición más retrógrada al alinearse con el Consejo negándose aprobar el dictamen favorable al proyecto de reglamento” (Fernández Segado 2012: 168). Lo hacía en un contexto, además, donde la presión de los publicistas liberales para que la libertad de imprenta se convirtiera en ley era constante.

En tiempos de una Junta Central moribunda, tras el desastre de Ocaña, la minoría liberal hizo un nuevo intento en su búsqueda de plasmar en ley dicha libertad. Pero no logró más que el modesto resultado de un pronunciamiento encomendándole a la futura Regencia que proponga a las Cortes “una ley fundamental, que proteja y asegure la libertad de la imprenta […] como uno de los medios más convenientes, no solo para difundir la ilustración general, sino también para conservar la libertad civil y política de los ciudadanos”.16

El Consejo de Regencia, con un perfil mucho más retrógrado que su antecesora, hizo caso omiso el pedido, al igual que con la mayoría de los requerimientos de la Junta Central. Y no sólo eso, retomó también las antiguas iniciativas gubernamentales para intentar restringirla. Consideraba que la derrota militar de Ocaña y las perturbaciones sociales que habían provocado la caída de la Central respondían justamente a esa falta de control.17

Los primeros escritos sobre la libertad de imprenta en el Río de la Plata y las huellas peninsulares

Tempranamente, en junio de 1810, en el tercer número de la Gazeta de Buenos Ayres, Mariano Moreno, secretario de la Junta revolucionaria porteña, abordó la cuestión de la libertad de imprenta. El artículo, como demostrara Daisy Ripodas Ardanáz (1983: 144) en uno de sus más reconocidos trabajos, está inspirado en la Disertación presentada a una de las sociedades del Reino por Valentín de Foronda, y publicada en 1789 en el Espíritu de los mejores diarios (Ripodas Ardanáz, 1983: 144).18 La filiación está verificada por el contraste de fragmentos de evidente similitud.

La concepción de Moreno sobre la libertad de imprenta, más allá de los vínculos con el texto de Foronda, es de un talante similar a la defendida en esos mismos y agitados meses por el reformismo peninsular. Aunque ponía el acento más en las libertades que en las restricciones, no dejaban de estar presente aquella limitación, que se repiten en general en las legislaciones hispanoamericanas, en referencia a la prohibición de abordar cuestiones inherentes a la religión católica: “Desengañémonos al fin que los pueblos yacerán en el embrutecimiento más vergonzoso, sino se da una absoluta franquicia y libertad para hablar en todo asunto que no se oponga en modo alguno a las verdades santas de nuestra augusta Religión, y a las determinaciones del Gobierno, siempre dignas de nuestro mayor respeto.”19 Estamos claramente ante una versión moderada de la libertad de imprenta, incluso si la enmarcamos dentro de las concepciones que circulaban en el mundo hispánico. Mientras la restricción con respecto a lo religioso como decíamos era moneda corriente, la particularidad estaba dada por su manifiesta prevención a la crítica contra las medidas gubernamentales. En realidad, Moreno está reponiendo textualmente las mismas limitaciones que figuraban en el texto de Foronda, la cuestión es que éste fue escrito más de veinte años atrás, donde era aún impensable el cuestionamiento directo y público a la autoridad real, por más que el alavés haya sido uno de los referentes de la renovación del pensamiento político español. Pero en los últimos años, y fundamentalmente tras la crisis de la monarquía, el liberalismo hispánico, deudor en parte del terreno sembrado por Foronda, entendía justamente que uno de los roles fundamentales de la libertad de imprenta consistía, por el contrario, en ser el vehículo de la opinión pública para servir de contralor y censor de las autoridades. Moreno seguramente era consciente de ese desfasaje histórico, pero quizás cierto pragmatismo le aconsejaba no cuestionar a fondo dos de las fuentes de legitimidad con las que poder erigir el nuevo sistema. Por ello entendemos que Moreno eligió ese escrito en particular aún teniendo a disposición otros de naturaleza menos moderada, surgidos al calor de la revolución en la península. Su intención era comenzar a instalar el tema en el ámbito local pero sin provocar grandes resistencias en los sectores más conservadores del proceso. Como plantea Skinner (2007), existía un uso intencional del lenguaje que se encontraba a disposición por parte de los innovadores que no implicaba necesariamente la aceptación del orden vigente. Como entendían los liberales peninsulares, muchas veces era necesario transigir –momentáneamente– algunos aspectos secundarios para que el objetivo central pudiera alcanzarse. Según reconocería su hermano Manuel unos años después, esa “discreta tolerancia” de la imprenta respondía al contexto amenazante de una revolución recién en ciernes, con una población aún poco instruida en sus derechos y una infinidad de enemigos acechantes (Moreno, 2004: 165-166). Justificándolo de alguna manera, Manuel Moreno destacaría que en sus planes estaba el de “introducir gradualmente la libertad de imprenta”.20

Esta misma problemática también tuvo su espacio en el otro periódico porteño de los primeros meses revolucionarios, el Correo de Comercio de Manuel Belgrano, que no tenía para nada acostumbrado a sus lectores a artículos de corte político, sino que por el contrario estaba más emparentado con la línea ilustrada de los periódicos finicoloniales, como el Telégrafo Mercantil y el Semanario de agricultura. Bajo el epígrafe “La libertad de la prensa es la principal base de la ilustración pública”, en agosto de 1810, se asocia ese derecho no solo con la instrucción de los ciudadanos por medio de la comunicación de la luces, sino con la posibilidad de un desarrollo cabal de las libertades civiles.21 El artículo sin embargo no pertenece a la pluma del vocal de la Junta, aunque él en ningún momento busque dejarlo en claro. En realidad es una copia textual e íntegra de un artículo que bajo el mismo título fue publicado en el primer número del periódico sevillano El Voto de la Nación española del 13 de diciembre de 1809.22 Este hecho, hasta ahora no percibido por la historiografía, que siempre concedió su autoría a Belgrano, es una nueva prueba de la destacada utilización de los papeles peninsulares en la prensa rioplatense (Lafit, 2018). Al final del artículo, al pie de una nota que completa lo desarrollado en su cuerpo principal, Belgrano agrega entre paréntesis: Minerva peruana del 10 de mayo de 1810.23 La cita pareciera referir solo a la nota complementaria, pero podemos suponer dos alternativas: o que en realidad Belgrano tomó el artículo completo del periódico peruano sin haber tenido nunca en sus manos el ejemplar peninsular, o lo que también es probable, sabiendo de la versión original, prefirió referenciarlo en el peruano, con el objetivo de ocultar los vínculos doctrinarios con el gobierno metropolitano, teniendo en cuenta que El Voto de la Nación española había oficiado de órgano de difusión de la Comisión de Cortes de la Junta Central, blanco esta última de fuertes críticas tanto en la península como en América.24

Donde existe la libertad de imprenta, dice el escrito, no puede haber tiranía, y como contrapartida, ningún tirano ha dejado de quitarla ni bien impone su dominio. Con ella se disipan los errores de la primera educación, o de los “perversos libros que en España por desgracia han circulado”. No sabemos a qué se puede estar haciendo referencia, aunque podemos suponer que estaba hablando de literatura extranjera que cuestionaba aspectos del dogma católico. Cuestión que luego sería retomada por los diputados liberales en las Cortes para defender el proyecto de ley, argumentando que la libertad facilitaba la apropiación de nuevos conocimientos y por lo tanto conducía a la verdad, inclusive la religiosa. Más adelante afirma que gracias a la prensa libre “se uniforma el modo de pensar de la nación, y las inclinaciones de sus individuos, y así se establece una voluntad general que hace una fuerza equivalente a la de muchos ejércitos”.25 Era ésta una concepción común a las élites políticas e intelectuales hispanoamericanas, como bien señala Nancy Calvo: “la opinión pública invocada como origen y fundamento del sistema representativo siguió siendo una noción difícil de precisar y sobre todo de emancipar del ideal ilustrado según el cual la razón -una e indivisible- era el único y verdadero sostén de la opinión aceptable” (Calvo, 2004:157). La reproducción del escrito por parte de Belgrano revela que, al igual que sus pares peninsulares, ambicionaba esa uniformidad de pensamiento, ya no sobre la base de la ortodoxia dogma sino de la ilustración del pueblo, sin que se cuestionase obviamente la centralidad de la religión en la educación moral de los ciudadanos.

En sus célebres artículos conocidos como Sobre las miras del Congreso, Mariano Moreno exhortaba a no desaprovechar los pasos que en la península se habían dado en la conquista y el ejercicio efectivo de los “imprescriptibles derechos” que los pueblos poseían y que recién ahora estaban conociendo. Destacaba que en gran medida se debía a que en el contexto de la revolución que había desatado la invasión francesa circularon por toda España papeles que sostenían los “olvidados y desconocidos derechos primitivos de los pueblos”. Moreno consideraba que había sido una verdadera ventaja para América que la necesidad hubiese hecho adoptar en España aquellos principios liberales, “pues al paso que empezaron a familiarizarse entre nosotros, presentaron un contraste, capaz por sí solo de sacar a los americanos del letargo en que yacían tantos años”. 26 Este prestar atención sobre los sucesos y escritos peninsulares que Moreno aconsejaba no era solo un acto declamativo, entre el 5 de julio y el 18 de octubre, habría de publicar en la Gazeta en varias entregas un ensayo anónimo editado en España a mediados de 1808, sin fecha ni pie de imprenta, titulado Pensamientos de un patriota español.27 En la presentación del ensayo, Moreno explica que lo reproduce para que así sus conciudadanos tengan la oportunidad de “estudiar con meditación la sublime doctrina de estos avisos, que se familiaricen con ellos y que los hagan materia de sus conversaciones”.28 En él se destaca la importancia de que se termine con el hermetismo de las antiguas Cortes y que de ahora en adelante las discusiones que se vayan a dar en el futuro Congreso a conformar sean completamente públicas, subrayando la confianza que generará en los representados y los beneficios para la ilustración de la opinión pública, sobre todo en momentos en que la nación se estaba embarcado en la trascendental tarea de darse una constitución política. Tarea inviable si no era de la mano de la libertad de imprenta: “tan necesario es al mismo intento el que los hombres de luces y de talentos, concurran para ilustrar, y formar la opinión pública, por medio de sus escritos; pero como estos no pueden existir sin gozar la prensa, o el arte de imprimir de una amplia libertad, conviene concedérsela desde este instante”.29 Se posiciona de esa manera su autor, Antonio de la Peña y García, entre los que consideran que no había que esperar a tener una constitución, ni siquiera a la reunión en Cortes, para llevar a la práctica dicho derecho.30

La publicación del ensayo por parte de Moreno no es casual. La radicalización del proceso se fue acentuando, y el secretario iba preparando las condiciones para que la deriva fuera hacia una salida constitucional a la crisis revolucionaria. En noviembre de 1810, en la misma línea de lo planteado por De la Peña, Moreno sostiene que el pueblo no debe contentarse con que sus jefes obren bien, debe aspirar a que nunca puedan obrar mal y que sus pasiones tengan un dique que su propia virtud. No puede esperarse que la prosperidad y felicidad general se derive de la bondad del gobierno, de las personas que lo ejercen, sino de una constitución firme.31 Para que ello fuera posible, el pueblo rioplatense debía familiarizarse, al igual que sucedía en España, con esos “principios liberales”, con aquellos “imprescriptibles derechos”, y la libertad de prensa no solo era uno de ellos sino a la vez el medio para lograrlo.32

Como pudimos ver, los primeros escritos que versaron sobre la libertad de imprenta en suelo rioplatense tienen sus raíces en el liberalismo peninsular. En el caso de Foronda se trata además de una especie de puente entre la generación ilustrada de fines del XVIII y el proceso revolucionario abierto con las abdicaciones de Bayona. El pensador vasco siempre se contó entre los elementos ideológicamente más avanzados, al punto de que algunos autores lo definen como el exponente más claro del pre-liberalismo hispánico. En su concepción de la libertad de imprenta se encuentran tanto la marca ilustrada que pone el acento en el objetivo de educar al pueblo, como de aquel liberalismo que la entiende como dique al despotismo y contralor del gobierno.33 Por su parte, el escrito aparecido en el Correo de Comercio, que ya no es sólo una apropiación libre, sino como demostramos, copia total de su original, representa un claro ejemplo de esos documentos que, en el marco de una España inundada de publicaciones, buscaban consolidar ese proceso presionando para que cristalice definitivamente en una ley de la nación. Trasladémonos ahora entonces al contexto peninsular para conocer un poco más ese proceso.

Tratamiento, promulgación y puesta en práctica por las Cortes de Cádiz

La promulgación de la libertad de imprenta por parte de las Cortes, considerada el acto inaugural de su obra legislativa, no se debió a la voluntad de un grupo de diputados, o por lo menos no sólo a ello, fue fundamentalmente, como señala La Parra López (2005), una exigencia de las condiciones históricas del momento. Como ya destacamos en varias oportunidades, cuando salió del Parlamento el reconocimiento legal de la libertad de prensa ésta se practicaba de hecho al menos desde dos años antes en la península. Y como pudimos ver, durante ese mismo período se produjeron repetidas solicitudes en favor de su declaración legal, hasta el punto de formar parte del programa básico de los primeros grupos liberales, junto al reconocimiento de la soberanía nacional, la convocatoria de unas Cortes representativas y la elaboración de una Constitución. La libertad de imprenta era entendida como uno de los elementos esenciales de la libertad de la nación. Concebida dentro del ámbito de aquello que afectaba a la soberanía nacional, y asociada siempre a la voluntad general más que a un derecho individual, las restricciones y formas de censura que se mantuvieron respondieron y se explicaron desde esa concepción (Portillo Valdés, 2000: 427-433).

El tratamiento que le dará el Congreso nacional a este tema es una buena muestra del radical cambio de perspectiva de las Cortes respecto de la Junta Central y del Consejo de Regencia. Frente a la tímida actuación de una y de otro en relación a esta libertad, una de las primeras decisiones de las Cortes sería la de proceder a su reglamentación jurídica. (Fernández Segado, 2012: 176). El por demás expeditivo trámite parlamentario de este asunto confirma tanto la importancia que le otorgó el grupo liberal, como también su capacidad de acción en el recinto.34 Tras su aprobación, el 10 de noviembre de 1810, la cantidad de textos y de periódicos se disparó en Cádiz. Y según Hocquellet éstos fueron de una naturaleza diferente. Ahora, el objetivo fundamental ya no era “formar la opinión pública sino dar a cada corriente de opinión una tribuna fuera de la asamblea” (Hocquellet, 1998: 621-622).

Como sugiere José Álvarez Junco y Gregorio de la Fuente (2009), en un pormenorizado trabajo sobre el tratamiento de la ley por parte de las cortes, en el recinto los argumentos fueron de lo doctrinal a los de oportunidad política, en aquellas circunstancias de la guerra contra el francés. Y entre los primeros, de los cimentados en principios naturales, como un derecho anterior a las leyes, a los instrumentales, como un derecho imprescindible en un sistema constitucional, como garantía frente a los abusos del poder, o de los poderes, un “antemural del despotismo”. Los liberales –el “partido libre” como se los denomina en la crónica desarrollada en el Semanario Patriótico—, basaron la defensa del decreto en cuatro grandes ejes: es ante todo un derecho inherente del ciudadano, constituye además un vehículo esencial para la ilustración del pueblo, es también una garantía para atajar el mal gobierno así como a los gobernantes que se aparten del interés general y, por último, resulta necesaria en las circunstancias del momento (La Parra López, 2005). Este conjunto de ideas fueron formuladas de manera precisa y sistemática por Diego Muñoz Torrero –junto con Argüelles, el otro gran referente de la bancada liberal–, en la sesión del 21 de octubre en uno de sus famosos discursos cargado de riqueza doctrinaria. La referencia a la opinión pública y su estrecha relación con la prensa libre jugaron un papel destacado en su argumentación. La mejor salvaguardia de este Congreso, dice el extremeño, era la opinión pública, “no sólo no se debía prohibir la libertad de hablar, sino que debía oírse a todos, pues que esta voz sería la que expresase el dictamen, los deseos y las advertencias del pueblo, que en los países afortunados de libertad, no se tramaban conspiraciones, y sí en los que domina la tiranía, que el justo no teme, y el malvado se halla en continuo sobresalto”. Su conclusión es inequívoca: “La libertad sin la imprenta libre, aunque sea el sueño del hombre honrado, será siempre un sueño”.35

Los adversarios de la aprobación del decreto basaron la mayor parte de sus intervenciones en resaltar los males que ésta traería, motivando un relajamiento en las costumbres, perturbaciones en el orden social y ofensas inauditas al dogma católico. Tanto Inglaterra como Francia eran ofrecidas como contra-modelos, una por hereje, la otra por la anarquía revolucionaria que había soportado. En el Semanario Patriótico son descriptas algunas de las consideraciones de los diputados conservadores: “Antisocial, antirreligiosa y antipolítica decían sus adversarios que era esta libertad. Con ella se destruía el respeto a la religión, a las autoridades civiles, a las costumbres y al decoro público. Relajados con los abusos a que necesariamente dieron lugar los lazos y la jerarquía social, el orden político se disuelve y los imperios se arruinan… Con ella los filósofos, los literatos se habían apoderado allí de la opinión pública introduciendo en ella el veneno de sus errores”.36

El esfuerzo de los liberales se orientó a dar vuelta el argumento principal de los opositores. No sólo no contradecía la verdad católica, sino que por el contrario terminaría protegiéndola. Es más, la libertad favorecía la adquisición de conocimientos y esto –sostuvo Argüelles– conducía a la verdad, inclusive la religiosa. Muñoz Torrero también fue elocuente en este sentido: “La educación pública es el verdadero preservativo contra la impiedad y la salvaguardia de las costumbres” (La Parra López, 2005).

Un año y medio más tarde, las Cortes garantizarán la libertad de imprenta, dándole rango constitucional: su protección será una de las facultades de las Cortes (art. 131) y se reconocerá, en el capítulo dedicado a la instrucción pública –dato no menor que reflejaba la fuerte carga ilustrada que aún poseía este derecho para los liberales–, en idénticos términos a como había quedado redactado en el artículo 1 del decreto de libertad de imprenta (art. 371 de la Constitución).

Coincidimos con Fernández Segado en que, sin negar en modo alguno el carácter instrumental o funcional que presenta esta libertad, estamos fundamentalmente ante un derecho, del mismo orden que los de seguridad individual, igualdad jurídica, etc. (Fernández Segado, 2012: 44). La restricción del ámbito de la libertad de imprenta a las ideas políticas, con exclusión de las religiosas, no debe por lo tanto explicarse en base a su naturaleza funcional. Tal limitación, según la consideración de una parte de la historiografía especializada, responde más a las características particulares de la cultura constitucional hispánica, impregnada ésta de una fuerte carga de catolicismo (La Parra, 2012: 295-306). Pero como señala Fernando Durán López, aunque no fuera manifestado abiertamente, para gran parte de los liberales se trataba de un compromiso. A pesar que las bases liberales querían una ley más audaz –según lo que un sector de la prensa reflejaba–, los diputados no se creían los suficientemente fuertes ante quienes entendían fundamental tal limitación, mucho de los cuales eran sus aliados necesarios en las Cortes, rehuyendo de un conflicto de éxito dudoso (Durán López, 2012: 260). Hubo desde luego liberales como José Mejía Lequerica que manifestaron su disconformidad pero que terminaron apoyando el texto final –como muchos periódicos críticos también de la censura religiosa–. Aun siendo para un sector del liberalismo una pragmática transacción en un determinado contexto histórico, no deja de ser en líneas generales un aspecto esencial y consecuente con la cultura del primer constitucionalismo hispánico (Portillo Valdés, 2010: 123-178).

Pero debemos reconstruir el cuadro completo. Más allá de que las Cortes proclamaron una amplia licencia para escribir sobre cuestiones políticas, y por ende, excluía la posibilidad de ser castigado por cuestionar a las autoridades o las medidas que emanaban de ellas, en la práctica el Congreso censuró en muchas oportunidades las opiniones que pusieran en causa su legitimidad, o la del Consejo de Regencia, como representantes de la nación española y su soberanía. El artículo 4 del decreto tipificaba y sancionaba los supuestos de abuso de esta libertad: los libelos infamatorios, los escritos calumniosos, los subversivos de las leyes fundamentales de la monarquía y los licenciosos y contrarios a la decencia pública y buenas costumbres. Algunos de los ejemplos que relatamos a continuación parecieran encuadrarse en dicha tipificación según los denunciantes y lo resuelto por las Juntas de Censura.

En 1812 fue procesada la publicista absolutista Manuela María López de Ulloa porque en uno de sus escritos calificaba de “viles Españoles a los que usan de las voces, Independencia, Libertad, Nación, ciudadano, Igualdad y Derechos imprescriptibles, que tan sabiamente han sacado nuestras Cortes del olvido en que yacían […]”.37 López de Ulloa fue una de las mujeres que más intensamente participó en los debates periodísticos surgidos en torno a las sesiones de Cortes y a la promulgación de la Constitución de Cádiz. De origen manchego, había llegado a Cádiz, como tantos otros y otras patriotas que resistían al gobierno de José Bonaparte. Próxima al círculo conservador de Frasquita Larrea y amiga del diputado y antiguo capellán del rey Blas de Ostolaza, escribió entre 1812 y 1814 más de veinticinco encendidos artículos contrarios a la Constitución y al liberalismo en los periódicos absolutistas gaditanos El Procurador General de la Nación y del Rey y Diario Patriótico de Cádiz, desde los que mantenía encendidas polémicas con los articulistas del periódico liberal El Redactor General. Finalizada la guerra y tras el regreso a España de Fernando VII, se traslada a Madrid, ciudad en la que continuará publicando sus artículos en periódicos absolutistas.

También en Cádiz en enero de 1811 el periódico El Robespierre español es suspendido y su autor Pedro Fernández Sardinó encarcelado, no tanto por su título y su lenguaje exaltado, como por expresar en sus artículos duras críticas a la Regencia y a la inoperancia del general Carrafa en la batalla de Badajoz. La Junta provincial de Censura de Cádiz entendía que las opiniones vertidas en el nro. 7 de El Robespierre español eran “sediciosas y subversivas de las leyes”.38 La mujer de Fernández Sardinó, María del Carmen Silva, decidió continuar la publicación del periódico, lográndolo con éxito durante los restantes años de la guerra (Sánchez Hita, 2009: 399).

Otro caso ilustrativo es el de El Duende político o la Tertulia resucitada, un semanario que vio la luz por primera vez en los últimos días del mes de marzo de 1811 y del cual sólo se llegaron a editar 16 números. Se destacó entre sus pares por su liberalismo radical, sus posiciones anticolonialistas y por las corrosivas críticas a las Cortes y sobre todo al Consejo de Regencia (Hernández González, 2010: 5). Y aunque había celebrado la promulgación del decreto de libertad de imprenta por parte de las Cortes, observando su puesta en práctica, denuncia que “sus mayores panegiristas y protectores le mueven ya una guerra espantosa y cruel y no con las armas lícitas, sino con las prohibidas y aleves... Quisieran que fuésemos libres en escribir, pero esclavos en pensar”. Manifiesta que todo lo que “no les acomoda o no les adula, es peligroso y ataca indirectamente la libertad de la prensa”.39 Estas posturas, sumadas a su férrea oposición a la Junta de Censura, le fueron ganando cada vez más enemigos entre los conservadores, entre ellos el fiscal del Consejo Real Antonio Cano Manuel, quien en plena cacería de la prensa liberal más radical hacia junio de 1811, presentó una denuncia contra el Duende Político en las Cortes, que llevó a su editor a tener que comparecer ante los diputados para defenderse de los cargos.40 Estas parecen entonces ser las razones de la desaparición prematura del periódico y de la decisión de Cabral de Noroña, ante la posibilidad del encarcelamiento, de poner mar de por medio y huir hacia los Estados Unidos donde continuará su carrera como publicista (Durán López, 2008: 126-129).

Estos pocos ejemplos, los hay evidentemente más, alcanzan para ver con claridad que la tan mentada libertad de escribir no era absolutamente incondicional en los hechos. Las autoridades, siguiendo las formalidades legales en la mayoría de los casos, presionaban, obstaculizaban o directamente perseguían a quienes a través de su pluma cuestionaban las decisiones del gobierno, con la excusa de ser éstas opiniones subversivas, de alterar la paz social o de atacar el honor de las personas. Y esto valía tanto para los que criticaban desde posiciones conservadoras como a aquellos liberales más radicales inconformes con la moderación del rumbo tomado por las autoridades. Este tipo de situaciones, veremos más adelante, no se remitieron sólo al territorio peninsular sino que en América, en un contexto de características diferentes, fue también moneda corriente.

Circulación de la legislación sobre la libertad de imprenta en el mundo hispánico. El papel del Deán Gregorio Funes y de José Blanco White

En la América española, mientras las autoridades coloniales siguieron siendo dominantes, la censura previa prevaleció. El caso más evidente lo constituyó el virreinato de Nueva España.41 Aún cuando a prensa oficial de la ciudad de México siguió sometida, los periódicos de la insurgencia, a pesar de las limitaciones técnicas, pusieron en práctica la nueva libertad y se convirtieron en medios de comunicación alternativos en las regiones de influencia de los ejércitos de Hidalgo y Morelos. En el virreinato del Perú se produjo un tenue florecimiento de periódicos particulares con la aplicación de la libertad de imprenta por las Cortes de Cádiz que empezó a regir en el Perú el 18 de abril de 1811, día en que el reglamento fue publicado en la Gaceta de Gobierno de Lima.42 Estos periódicos, más allá de enarbolar ciertos principios liberales en algunos de los casos, lejos estuvieron de poner en contradicción el discurso fidelista oficial ni de siquiera informar sobre el estallido autonomista que vivía gran parte de Hispanoamérica (Peralta Ruiz, 2005).43 En Buenos Aires, Santiago de Chile, Caracas y Santafé de Bogotá, el movimiento juntista motivó automáticamente la aparición de periódicos de contenido político, todos ellos en un primer momento bajo el paraguas oficial, enfocados en el examen de la inédita situación que vivía el imperio y en los primeros ensayos sobre las formas de organización política futura (Loaiza Cano, 2016: 56-57). La geografía de la imprenta en el mundo hispánico de esta época es reveladora de una marcada asimetría entre la península y América: “por lo menos hay diez imprentas en Madrid en 1808 y una, por lo menos, en cada capital de las provincias españolas; más de veintiséis en Cádiz durante las Cortes; pero ninguna en Chile antes de 1812, la primera en Caracas en 1808, una o dos en Buenos Aires, Bogotá y Lima en 1810, ninguna en las provincias. Sólo la Nueva España se asemeja a la Península: cinco en la ciudad de México, y una en Veracruz, Guadalajara y Puebla” (Guerra, 2002: 376).

La libertad de imprenta se estableció en el Río de la Plata por medio de los decretos del 20 de abril y del 26 de octubre de 1811. El primero de ellos transcribe, como es bien sabido, la disposición sobre libertad de imprenta promulgada por las Cortes de Cádiz el 10 de noviembre de 1810, y crea una Junta Suprema de Censura. El responsable de dicha iniciativa fue el Deán Funes, que se desempeñaba además como director de la Gazeta de Buenos Ayres. En la extraordinaria del 22 de abril de 1811 publica el decreto, a la par que lo acompaña con su Discurso sobre la libertad de la prensa.

Desde una perspectiva iluminista, Funes pone el acento en los beneficios que, en términos de instrucción y difusión de conocimientos, conllevaría el establecimiento de esa libertad. Pero no es casual que ni bien empiece a describir la naturaleza de esta facultad, lo primero que establezca es la excepción de la regla: “Aunque a la prensa deban las letras un adelantamiento prodigioso, también es ella la que ha inundado al mundo en errores sobre materia de religión”.44 Para el Deán, coherente con su posición como miembro destacado del clero, el dogma católico estaba exento de ser materia para la crítica o revisión: “Después que la religión cristiana ha fijado su trono en un estado, ninguna precaución está de sobra para que se conserve inalterable”.45 En este punto Funes discute con el autor de “cierto papel”, al que le señala la contradicción de, por un lado, sostener que era necesaria la restricción de la prensa en materias religiosas, pero luego pasar a cuestionar a los “emperadores de antaño”, censurando esas mismas acciones como sinónimos de despotismo y oscuridades. Para Funes por el contrario era completamente reivindicable y hasta motivo de agradecimiento la actitud de dichos soberanos, aun los paganos, “en obsequio de una causa de un orden superior, como es la religión y su doctrina”. El referido autor, que nunca es nombrado, no es otro que el onubense José Isidoro Morales, y el papel citado la Memoria sobre la libertad política de la imprenta, presentada a la Junta de Instrucción Pública en 1809 en Sevilla. La relación entre los reglamentos del gobierno rioplatense y el decreto de las Cortes de Cádiz era más que conocida por la historiografía, pero no así el vínculo del Discurso de Funes con el antecedente oficial más cercano del decreto, como era la Memoria de la Junta Central. Como con el artículo de El Voto de la Nación española publicado por Belgrano, este nexo constituye un nuevo hallazgo. Y una vez más, el origen peninsular del escrito utilizado es escondido por el publicista porteño, para no despertar suspicacias gratuitamente, o reconocer méritos al enemigo declarado. Pesaban quizás más los ánimos de diferenciarse del gobierno peninsular para así justificar la conformación de un gobierno propio que la posibilidad de poder pensarse como parte de una misma experiencia política de ruptura con el absolutismo.

Volviendo al análisis del Discurso, después de marcar insistentemente la restricción con respecto al dogma, considera que “en todo lo demás el ejercicio de la prensa debe ser libre. Las verdades que pertenecen a la política, y a las demás ciencias naturales, se hallan más a los alcances de la razón humana; no es exclusivamente una sola la forma de gobierno, que puede hacer dichosos a los hombres, como es única la religión”.46 Y aquí es donde el escrito se contorsiona y pasa a vestirse de un lenguaje político más innovador. Tomando prestadas las palabras de un “sabio político”, sostiene que “en el pueblo es en el que reside originariamente el poder soberano” y por lo tanto de él es también la facultad de mudar las leyes según lo exija la necesidad del estado. Por ende, para Funes, el tribunal de la opinión pública es el vehículo para que se haga notoria la voluntad general. Y ese tribunal “es la prensa, y la señal de que sus puertas están francas, es la libertad”.47 Sin libertad de prensa, dice Funes, el gobierno caminaría a ciegas, ignorando cuál es la opinión pública, y de ahí al poder arbitrario hay solo un paso. E insiste con la relevancia de la coyuntura: “en que la América por una feliz revolución ha entrado en todos sus derechos, y se halla próxima a levantar el edificio de su constitución”. En este punto es clara la correspondencia con aquellos que en la península también entendían que no había que esperar a fijar una constitución para establecer la libertad de imprenta, más aún era condición sine qua non para que el congreso constituyente obrara como expresión genuina del pueblo soberano. Pero, ¿quién era ese pueblo para Funes? Definitivamente no lo era la multitud analfabeta, sino los “hombres de ilustración” que conformaban a la opinión pública que guiaría al gobierno. No era necesario crear fantasmas donde no los había: “por fortuna la prensa es un santuario, que el vulgo respeta desde lejos”.48 Cierra finalmente su discurso presentando el reglamento, el cual advierte fue “sacado en la mayor parte de algunos papeles públicos de la Europa”.49 Un nuevo eufemismo que disfrazaba la apropiación literal del decreto de las Cortes gaditanas.

La disposición del 26 de octubre 1811, por parte del Primer Triunvirato, avanzaba al proclamar que todo hombre podía publicar libremente sus ideas sin previa censura, al establecer que las disposiciones contrarias a esta libertad quedaban sin efecto, y al eliminar “las restricciones”, “los castigos” y “las multas” que recaían sobre autores e impresores, aunque cabe señalar que se mantuvo la “previa censura del eclesiástico” en materia religiosa (Goldman, 2012: 315-316). E innovaba con la creación de una Junta Protectora de la Libertad de Imprenta en reemplazo de la Junta Suprema de Censura. Como bien plantea Noemí Goldman, la nueva denominación implicaba a la vez un cambio en la concepción que sustentaba la tarea de la Junta. La de Censura, a la par que debía asegurar la libertad de imprenta, procuraba también contener su abuso, mientras que la Protectora “tenía como principal función evitar los efectos de la arbitrariedad en la calificación y graduación de los delitos producidos por transigir los límites de esa libertad” (Goldman, 2000: 10). Cambiaba también la forma de elección de los sujetos que debían integrarla. El Reglamento del 22 de abril de 1810 determinaba: “Para asegurar la libertad de imprenta, y contener al mismo tiempo su abuso, se nombrará una Junta Suprema de censura, que deberá residir cerca del gobierno, compuesta de cinco individuos, y a la propuesta de ellos otra semejante en cada capital de provincia, compuesta de tres”.50 Mientras que el del 26 de octubre disponía:

Para evitar los efectos de la arbitrariedad en la calificación, y graduación de estos delitos se creará una Junta de nueve individuos con el título de Protectora de la libertad de imprenta. Para su formación presentará el Excmo. Cabildo una lista de cincuenta ciudadanos honrados, que no estén empleados en la administración del gobierno; se hará de ellos la elección a pluralidad de votos.51

La novedad del jurado de ciudadanos trascendió más allá de las fronteras del Plata. En su cruzada contra las disposiciones de las Cortes de Cádiz, y en particular contra el decreto de libertad de imprenta de noviembre de 1810, José Blanco White reprodujo en su periódico londinense El Español el reglamento del 26 de octubre de 1811 del Primer Triunvirato, acompañado de un extenso y elogioso comentario.52 Como demostró Alejandra Pasino, Blanco White utiliza lo legislado por los rioplatenses como herramienta en su crítica a lo resuelto en Cádiz, justamente en dos de sus aspectos medulares. Por un lado, considera que en el decreto gaditano el rol de la opinión pública como contrapeso fundamental de gobierno –tan declamado y defendido por los diputados liberales– se diluía al ser las propias Cortes las que designaban a los censores (Pasino, 2013: 83-94). El sevillano ya había manifestado anteriormente que la única alternativa para evitar esa situación era que esos “tribunales que han de conservar la libertad de imprenta, fuesen nombrados directamente por el pueblo, como lo son sus representantes”.53

Otra de las cuestiones a las que se opone es la indefinición de lo que se consideraría abusos de imprenta, entendiendo como demasiado vaga la referencia a la “subversión de las leyes fundamentales de la monarquía” que contiene el decreto.54 Por el contrario, con respecto al reglamento del Primer Triunvirato, afirma que era la mejor producción sobre la libertad de imprenta que se había sancionado en la revolución de los dominios españoles de ambos hemisferios por su “liberalidad, tino, moderación y saber”; y que el gobierno que lo había elaborado gozaba de su “veneración y respeto”.55 Como destaca Pasino, Blanco White elogia la ausencia de “pedantería filosófica” que caracteriza al decreto, la capacidad de sus autores para explicar en qué consistía el abuso de la libertad de imprenta y sus propuestas para evitarlo sin poner en riesgo la libertad de expresión a partir de la creación de una Junta Protectora, constituida por un jurado elegido popularmente (Pasino, 2013: 91).

Su crítica no constituía una mera manifestación de principios, buscaba en última instancia persuadir a la diputación gaditana sobre la necesidad de reformar el decreto de 1810, tomando para ello el ejemplo de Buenos Aires. Y tampoco era un planteo aislado, sino que respondía a un contexto particular: estaba inserta en el marco de las propuestas tanto del diputado novohispano Miguel Ramos Arispe en febrero de 1812, como por la presentada por Miguel Guridi y Alcocer –también representante de Nueva España– en marzo de 1812 para corregir los defectos de la ley (Pasino, 2013: 92). Durante el debate en 1810, algunos diputados como Muñoz Torrero, habían traído a colación reiteradamente el sistema inglés para ensalzar las virtudes de la libertad de imprenta: “Véase Inglaterra: a la imprenta libre debe principalmente su libertad política y civil y su prosperidad”.56 Pero según Álvarez Junco y de la Fuente (2009: 155) los liberales, a pesar de su desconfianza hacia la Junta de Censura, no propusieron en ese momento los juicios por jurados arguyendo que el modelo británico no estaba lo suficientemente familiarizado en España y que para establecerlo además debía esperarse al progreso de las luces, ya que sólo sería útil cuando fuese demandado por la opinión pública.57

Los límites de la libertad de prensa en los casos de El Censor de Pazos Silva y la Gazeta de Monteagudo

En el primer número del periódico rioplatense El Censor, del 7 de enero de 1812, bajo el título de “Tolerancia”, su director Vicente Pazos Silva realiza un recorrido histórico sobre el difícil camino que tuvo que atravesar el derecho a la libertad de expresión para terminar imponiéndose como uno de los pilares en la construcción de las naciones modernas. Su abrupta salida de la Gazeta de Buenos Ayres por decisión del Primer Triunvirato pareciera aún resonar en la memoria del publicista, por lo que la elección de este artículo para iniciar su nuevo periódico suponemos no es para nada casual. Lo que se confirma cuando observamos que el texto que le sigue es una carta donde un lector se queja del destrato sufrido por los dos editores de la Gazeta, el mismo Pazos Silva y Bernardo de Monteagudo, reivindicando la posibilidad que en un mismo periódico se pudieran leer dos posiciones tan disímiles –una moderada y la otra radical–, pero ambas a su entender provenientes de dos “apóstoles de la libertad de la patria”, que a su entender merecen respeto y consideración.58

De a poco se hacía notorio el clima de tensión que comenzaba a vivirse a inicios de 1812 en Buenos Aires, entre el morenismo resurrecto y el Triunvirato timoneado bajo cuerda por Bernardino Rivadavia. La recientemente reorganizada Sociedad Patriótica-Literaria contó en un primer momento con el permiso oficial para funcionar libremente, pero era claro que debía mantenerse bajo determinados márgenes de acción.59 Como anunciaba un comunicado de la misma aparecido en El Censor, los discursos o memorias de miembros de esa asociación que se diesen a la prensa, debían ser objeto de censura previa y llevar “nota de aprobación de los censores”; si no era así, no podían presentarse como propios de la Sociedad.60 La práctica de la autocensura por parte de las asociaciones nos arroja un nuevo elemento como para representarnos el verdadero cuadro en el que se iba construyendo la opinión pública en el Río de la Plata revolucionario y los límites concretos a la libertad de prensa. Unos pocos meses después, otro anuncio de la misma asociación, ahora en Mártir o Libre, su propio periódico, rezaba: “todos los ciudadanos que quieran concurrir [a la Sociedad] con sus conocimientos podrán hacerlo, en inteligencia que la previa censura que se exigía antes de publicar las memorias, se ha derogado en favor de la libertad que concede la ley a todo el que no abusa de ella”.61 El contexto ya era otro, la evolución del conflicto entre facciones había llegado a un nuevo nivel. La Sociedad desde mediados de marzo había comenzado a criticar al Triunvirato por el procedimiento y el reglamento con el que convocó a la Asamblea legislativa, y sobre todo la decisión finalmente de disolverla.62

Pero no era solo con el morenismo con quien el Triunvirato debía lidiar. A pocas semanas de vida de El Censor, Pazos Silva sería acusado por el gobierno a través de un fiscal de la Cámara de Apelaciones de haber violado la libertad de imprenta al incluir en número del 3 de marzo de 1812 expresiones que, según entendían, ofendían la pureza del gobierno y constituían una amenaza a la tranquilidad general de las provincias si circulaban sin la explicación del editor. En particular, la frase que había generado malestar era esta: “una general apatía e indolencia es la que se nota cada día, y el interés verdadero de estas provincias se confía tal vez a la perfidia”. El altoperuano se defendió a través de una presentación a la Junta Protectora, que también publicó en su periódico, afirmando que debía ser repelida tal acusación por infundada, y que si no era así, entendería que la libertad de imprenta sería solo una cuestión meramente nominal, “o más bien una trampa o anzuelo para prender al ingenuo o menos cauto amigo de la verdad, del orden y la justicia”.63 La idea de la libertad de imprenta como una trampa ya había estado presente en el Río de la Plata en boca de los morenistas, según afirma Ignacio Núñez en sus famosas memorias. Perseguidos y desterrados muchos de ellos tras las jornadas del 5 y 6 de abril de 1811, los resabios del grupo revolucionario veían con extrema desconfianza el decreto de libertad de imprenta emanado por la Junta Grande solo un par de semanas después, e impulsado por el Deán Funes, uno de sus principales adversarios. Decía Núñez: “los hombres, poco o nada acostumbrados a servirse de semejante instrumento, y fijándose en que se les facilitaba para escribir cuando al mismo tiempo a nadie se permitía hablar, en vez de recibir el reglamento como un beneficio, lo miraban como una trampa peligrosa” (Núñez, 1960: 181-182). En definitiva, la libertad de prensa terminaba siendo considerada por los gobiernos, en España como en América, tanto lealistas como insurgentes, como un arma factible de ser usufructuada por los enemigos o adversarios políticos, o por lo menos, como un peligro para la “homogeneidad de la opinión” a la que se aspiraba.

Molesto con los intentos de censura que venía sufriendo, y seguramente previendo el cierre definitivo de su periódico, Pazos Silva desplegó duras consideraciones contra el Triunvirato, al que acusó de no cumplir con lo que él mismo había decretado y reglamentado, en particular el uso verdadero de la libertad de imprenta: “Este antídoto del despotismo, es el único camino para llegar al conocimiento de la verdadera opinión pública, es el sólo freno de la arbitrariedad de los que gobiernan”.64 Se exponía nuevamente aquí esa tensión intrínseca propia de aquellos años revolucionarios, entre la búsqueda de la discusión pública que el propio reglamento legitimaba y la tendencia del gobierno a imponer la univocidad, exigencia creada por las dificultades de la guerra exterior e interior que se enfrentaba, sumado al faccionalismo que se agudizaba en dicho contexto (Molina, 2009: 50-51). Tensión que se arrastraba en realidad desde su misma concepción iluminista, que Pazos Silva reponía al sostener que “del choque de las opiniones resulta la verdad y la ilustración”.65 Podían existir diversas opiniones pero una sola verdad. Se repite el mismo axioma que ya habíamos podido observar en el escrito del Correo de Comercio de Belgrano, originalmente publicado en El Voto de la Nación española; o en el ensayo “Pensamientos de un patriota español” reproducido por Moreno en la Gazeta de Buenos Ayres.

Hacia el cierre de su artículo, Pazos Silva insiste en la defensa del derecho de imprenta como salvaguarda del despotismo: “corra libremente la pluma por el vasto campo de los sólidos principios liberales para establecer el imperio de la justicia y de las leyes y arruinar el de la arbitrariedad que aún osa ejercer su poderío”.66 Sabía que tamañas manifestaciones en contra del gobierno no iban a resultarle gratis. Efectivamente, el del 24 de marzo fue el último número de El Censor, producto de la supresión por parte del gobierno del sueldo del editor, al igual que sucedió con el de Monteagudo al frente de la Gazeta de Buenos Ayres en esos mismos días. No pasó mucho tiempo para que el líder de la Sociedad Patriótica volviera a la palestra con un nuevo periódico, el Mártir o Libre, declarando su fe inquebrantable en la libertad de opiniones: “Persuadido de estas máximas me creo en la obligación de sostener un nuevo periódico, que sirva de asilo a la LIBERTAD […] de este modo el que quiera publicar sus sentimientos tendrá un recurso para hacerlo, y yo estaré siempre alerta para apoyar o impugnar las opiniones ministeriales, aunque cargue sobre mí la execración de los tiranos y el escándalo de los esclavos”.67

En el primer número de la nueva Gazeta ahora denominada Ministerial, su flamante editor, Nicolás Herrera, explica los motivos de la clausura de ambos periódicos:

[…] es una de sus primeras obligaciones [del gobierno] evitar el extravío de la opinión, y sofocar el espíritu de partido que por efecto de una mala entendida rivalidad fomentaban los periódicos publicados en esta capital, con evidente riesgo de los intereses de la patria.68

Resulta irónico que justo cuando empezaban a existir coincidencias entre Pazos Silva y Monteagudo, es cuando el gobierno decide clausurar ambos periódicos con el argumento de la rivalidad fomentada por los publicistas.69 Por otro lado, como marca Eugenia Molina, este caso es ilustrativo de cómo la dependencia económica hacia el gobierno conformaba un límite obvio para la autonomía de los juicios de los publicistas (Molina, 2009: 53).

Consideraciones finales

A pesar de la abismal diferencia entre la cantidad de publicaciones en la península con respecto a Buenos Aires, obviamente por el lugar periférico que ocupaba este último en el tambaleante imperio, se puede igualmente establecer un análisis comparativo sobre algunas de las características que adoptó el debate sobre la libertad de prensa en una y otra región. En la península, como pudimos ver, fue necesaria una tenaz campaña militante por parte del liberalismo para ir corriendo los límites hacia una libertad de expresión cada vez más franca, venciendo las resistencias que desde el campo antireformista se ofrecían. En Buenos Aires en ese sentido los obstáculos a sortear fueron menores. Los sectores reaccionarios habían sido desplazados con la revolución de los resortes del poder. La élite dirigente porteña, tanto los radicales como moderados, entendían la necesidad de su implementación no solo como “vehículo de las luces” sino como herramienta fundamental contra el despotismo. Lo que no quita que, como se comprueba también en el caso peninsular, la libertad de prensa muchas veces era considerada por los gobiernos –atravesados por luchas facciosas intraélite–, como una potencial amenaza a la “homogeneidad de la opinión” que declaraban perseguir. Por lo tanto, aun cuando ya se había plasmado en ley dicha libertad, la censura persistió en España y América.

Dos ejes problemáticos, al menos, fueron comunes a ambos espacios en relación a la libertad de imprenta. Por un lado, aquel ligado al cuándo. En qué momento era conveniente su promulgación. Para los liberales españoles debía establecerse sin demoras, antecediendo la reunión de las Cortes, como medio de preparar las condiciones políticas e ideológicas para que una vez reunido el Congreso pudiera avanzar menos trabajosamente hacia las trasformaciones anheladas. También garantizaría, desde la hora cero, la posibilidad de controlar e influir en los debates parlamentarios por parte de la incipiente opinión pública. Los sectores moderados encabezados por Jovellanos, en cambio, entendían que su promulgación era tarea de la representación nacional. Y no solo había que esperar la reunión de las Cortes, sino que eran partidarios de que la libertad de imprenta se estableciera recién con la aprobación de la Constitución y no precediendo a ésta. En Buenos Aires, aunque anunciado como un problema, no significó un motivo de polémica entre las tendencias que pugnaban por el control de la revolución. Pudimos constatar que uno de los letrados exponentes del sector moderado y artífice del Reglamento de 1811, el Deán Funes, sostenía que el tribunal de la opinión pública era el vehículo para que se hiciera notoria la voluntad general, y por lo tanto la libertad de imprenta era condición sine qua non para que el congreso constituyente obrara como expresión genuina del pueblo soberano.

El otro elemento presente, tanto en España como en Buenos Aires, es la restricción en materia religiosa. Salvo casos puntuales, no existieron grandes críticas de parte de las elites reformistas. Como ya dijimos, se encuadraba armónicamente en el conjunto de disposiciones fruto de una particular cultura constitucional de fuerte matriz católica. Y la vez constituyó una muestra elocuente el pragmatismo de la dirigencia liberal para transigir algunos aspectos en pos del objetivo estratégico y la preservación de una alianza mayor desde la cual impulsar el conjunto de transformaciones. En un modelo representativo, como el que estaban inaugurando en la asediada Cádiz, la política es siempre política, y no teoría política. Pero podemos destacar que mientras en España, sin llegar a constituirse en un encrucijada, existió un debate en las Cortes y la prensa alrededor de la restricción, producto más de la necesidad de parte de los impulsores de la ley de justificar el porqué de dicha salvedad; en el Rio de la Plata desde Moreno a Funes, pasando por el conjunto de los letrados que se pronunciaron al respecto, podemos arriesgar que primó un consenso general en que la censura religiosa debía prevalecer.

Para concluir, la cuestión de la libertad de imprenta, central en el imaginario del liberalismo hispánico, es una de las claves desde la cual podemos percibir los intercambios entre las elites dirigentes de ambos espacios. A los ya conocidos vínculos entre el escrito de Moreno con el texto de Foronda o entre los reglamentos de la Junta Grande y el decreto de las Cortes de Cádiz, nuestra investigación arrojó nuevas evidencias. El artículo sobre la libertad de prensa publicado por Belgrano en agosto de 1810 no pertenece a su pluma, sino que en realidad es una copia textual e íntegra de un artículo que bajo el mismo título fue publicado en el primer número del periódico sevillano El Voto de la Nación española del 13 de diciembre de 1809. El otro hallazgo de nuestra investigación es el vínculo del Discurso de Funes con el antecedente oficial más cercano del decreto de las Cortes, como era la Memoria sobre la libertad política de la imprenta de José Isidoro Morales presentada a la Junta de Instrucción Pública en 1809 en Sevilla, reforzando todavía más la idea de la destacada circulación de escritos políticos y doctrinarios de origen hispánico. Pero como señalara Alejandra Pasino (2013), con la publicación por parte del sevillano Blanco White en El Español del decreto rioplatense, esa circulación –como la misma palabra lo sugiere– no era unidireccional, desde Europa hacia América, como por mucho tiempo sostuvo la historia de ideas tradicional. Existía un ida y vuelta constante que cruzaba el Atlántico, sin negar por eso las evidentes asimetrías establecidas por el lugar de centro y periferia que ambas orillas ocupaban, en el gran conjunto que constituía el mundo hispánico.

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1 El presente artículo es una reescritura de un capítulo de mi tesis doctoral: Lafit, F. (2018). El liberalismo hispánico y la cultura política en el proceso revolucionario rioplatense (1801-1814). Presentada en Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación para optar al grado de Doctor en Historia. Disponible en: http://www.memoria.fahce.unlp.edu.ar/tesis/te.1600/te.1600.pdf.

2 Son referencias obligadas para pensar la relación entre la revolución liberal española y el proceso revolucionario hispanoamericano los trabajos de François Xavier Guerra (1992), José María Portillo Valdez (2000), Roberto Breña (2006), Elías Palti (2007) y Marcela Ternavasio (2014).

3 Lo haremos desde un encuadre metodológico que toma fundamentalmente herramientas de la Historia Cultural (Darnton, 1987), la Historia Conceptual (Kosseleck, 2004) y de la escuela de Cambridge (Skinner, 2007; Pocock, 1971). A su vez, el análisis de la circulación de los textos que realizamos en este trabajo sigue el enfoque de Pierre Bourdieu (1999), en el cual el sentido y la función de una obra extranjera están determinados tanto por el campo de recepción como el de origen. Desde luego que si las ideas circulan de un espacio social a otro sin sus contextos -con prescindencia de su campo de producción-, los receptores van a reinterpretarlas según las necesidades dictadas por su propio campo de producción. Como veremos a lo largo del trabajo en la mayoría de los casos se trata directamente de apropiaciones de artículos periodísticos peninsulares en la prensa local.

4 Tomemos las palabras de François-Xavier Guerra (2002: 358-359) para ilustrar este proceso: “Las proclamas y manifiestos de las juntas son el primero y más extendido tipo de escritos de esta primera época, seguidos poco después por escritos análogos de personalidades, particulares y cuerpos y, al fin, por una multitud de obras que utilizan toda clase de géneros literarios para manifestar el patriotismo: sermones, cartas, poesías, canciones, sainetes, sátiras, catecismos políticos. Deseosas, además, de poseer un medio permanente de información y de propaganda, prácticamente todas las juntas fundan periódicos y gacetas, en las que aparecen sus documentos oficiales, informaciones sobre la guerra y diferentes discursos patrióticos. En América, aunque no se constituyan entonces nuevos poderes, se asiste a un fenómeno análogo: los periódicos existentes se convierten en soportes de toda clase de producciones patrióticas, tanto peninsulares como americanas”.

5 Semanario Patriótico nro. 4, 22 de septiembre de 1808. Citado en Fernández Segado (2012: 119). Previamente a la crisis de 1808, Manuel José Quintana aglutinó a su alrededor a un amplio espectro progresista, convirtiéndose en el orientador de su ala más radical. En las tertulias organizadas en su casa reunió a los hombres más importantes del liberalismo peninsular, como Gallego, Tapia, Alcalá Galiano, Martínez de la Rosa, entre otros. Claro ejemplo del letrado comprometido con una causa política, desde sus artículos, el teatro y la poesía, batalló por las transformaciones revolucionarias en su patria a través de un nuevo lenguaje de intervención. Ya como secretario de la Junta Central, Manuel Quintana, junto al sector radical que encabezaba tuvo, después de la muerte de Floridablanca, un mayor margen de maniobra para imprimirle su sello a la conducción del proceso revolucionario preparando la convocatoria a las Cortes.

6 Así lo recuerda Agustín de Argüelles, referente de la diputación liberal en las Cortes de Cádiz: “La imprenta adquirió de hecho la libertad que no había tenido nunca, y desde los primeros momentos empezó a ejercer el ascendiente que era inseparable de la exaltación a que habían llegado los ánimos, a pesar de los esfuerzos que hacían las autoridades en muchas partes para reprimirle” (Argüelles, 1999: 108).

7 Alcalá Galiano, Antonio. Recuerdos de un anciano. En Obras escogidas de D. Antonio Alcalá Galiano. Madrid: Ediciones Atlas, 1955, pp. 1 y ss.; en concreto, p. 42. Citado en Fernández Segado (2012: 121)

8 Antillón, Isidro de, “Núm X. Plan de la junta de instrucción pública…”, en Colección de Documentos…, pp. 212-213. Citado en Clucellas (2012:155-156).

9 (31 de agosto de 1809), Aviso al público, Semanario Patriótico nro. 32,.

10 Jovellanos, intentando explicar mediante una carta a un contrariado Lord Holland el cierre del Semanario, sostuvo que se debía al “resentimiento injustificado de sus directores ante el aviso que bajaran el tono de sus críticas, y les reprochó que no contentos con suspender la continuación de su papel, la anunciaron al público en una nota escrita con demasiada ligereza. Jovellanos, Carta del 12 de septiembre de 1809. Citado en Clucellas (2012: 158).

11 Según Richard Hocquellet (1998: 620-621) no sólo aumentan notablemente la cantidad de periódicos y otros impresos, sino que también los autores de los artículos develan más frecuentemente, incluso para firmar textos con contenido radical. Se está pasando entonces de una fase de confidencialidad a la de publicidad del debate. Los individuos sienten un reconocimiento tácito de sus derechos de expresión y no es extraño que en estas fechas se repitan los textos que pidan la sanción de la libertad de la imprenta como condición necesaria para el desarrollo de un espacio público de reflexión política.

12 Citado en Fernández Segado (2012: 141).

13 Morales, José Isidoro. Memoria sobre la libertad política de la imprenta (leída en la Junta de Instrucción Pública por uno de sus vocales y aprobada por la misma Junta). Sevilla: Manuel Muñoz Álvarez, 1809, p. 32 Edición facsímil publicada en Peña Díaz (2008).

14 Citado en Fernández Segado (2012: 152).

15 Este asturiano, destacado en el campo de la economía y el derecho, sobresalió entre sus pares por lo avanzado de sus ideas. Joaquín Varela Suanzes-Carpegna (2004) lo define como un liberal de izquierda, aquellos que en el período tratado eran conocidos popularmente como liberales “exaltados” o “radicales”. La revolución iniciada en 1808 lo encontró ocupando la plaza de Procurador General del Principado de Asturias por la recientemente formada Junta General. Desde un primer momento consideró un sinsentido la lucha contra el invasor francés si no iba acompañada de una profunda transformación política de la monarquía. En esa línea, su acción política, sus escritos, tuvieron como denominador común un liberalismo radical en ocasiones más emparentado con el jacobinismo que con aquél más moderado que primaba en la península.

16 Art. 19, Proyecto de Reglamento y Juramento para la Suprema Regencia. Citado en Fernández Segado (2012: 170)

17 “Las máximas democráticas y jacobinas que por desgracia han cundido en España y hecho peligrosos a muchos hombres de talento, que sin ellas podrían ser muy útiles y muy apreciables, son la causa de la falta de respeto y de subordinación que han producido los desastres y desórdenes que son bien públicos; y para cortar en su origen tan graves males quiere el rey N. S. Fernando VII y en su real nombre el Consejo de Regencia de los reinos de España e Indias que el Consejo cele sobre esto con la mayor vigilancia y de ningún modo permita la impresión de papeles en que se viertan tales especies”. Citado en Artola (1985: 217).

18Espíritu de los mejores diarios que se publican en Europa nro. 179, 4 de mayo de 1789, pp. 1-14.

19 (21 de junio de 1810), Sobre la libertad de escribir, Gazeta de Buenos Ayres, nro. 3, p. 59.

20 Citado en Rispodas Ardanáz (1983: 147).

21 (11 de agosto de 1810), Correo de Comercio, Buenos Aires, nro. 24, pp. 175-179.

22 Aparecido el 13 de diciembre de 1809, el periódico estaba apoyado por la Comisión de Cortes de la Junta Central, donde tenían clara mayoría reformistas y liberales, y eso se expresó en el tono mucho más directo e innovador del lenguaje utilizado. Fue el primero de los periódicos de esta época en desear abiertamente el triunfo de las ideas liberales y las presentaban como pensamiento ya sancionado por el público. Hocquellet (2003: 627-628).

23 El virrey Abascal impulsó la propaganda fidelista a través del diario oficial Minerva Peruana a partir del estallido de la crisis en la península. Según Victor Peralta Ruiz (2005) el periódico convirtió el rumor en noticia, cosa que se terminó volviendo crónica al tornarse casi imposible la comunicación con la península ibérica invadida. “Los lectores y suscriptores de la Minerva Peruana, agotados con las constantes invenciones acerca de la situación de la resistencia en la metrópoli, manifestaron su desconfianza buscando en la prensa procedente de Buenos Aires, Santa Fe de Bogotá o México informaciones más creíbles y fiables. El imparable desprestigio de la Minerva Peruana se tradujo en una alarmante pérdida de suscriptores” (Peralta Ruiz, 2005: 116). Finalmente en 1809 el periódico debió cerrarse y fue reemplazado por la Gazeta de Gobierno.

24 Compartimos las reflexiones de Alejandra Pasino sobre similares operaciones de apropiación de artículos periodísticos peninsulares realizadas por Vicente Pazos Silva en la prensa porteña: “La lectura de los periódicos de los primeros años revolucionarios evidencia la presencia de reproducciones de periódicos extranjeros, como la existencia de indicaciones para señalar el origen de la información o la ampliación de un tema cuando se trataba de publicaciones periódicas que circulaba en Buenos Aires. Teniendo en cuenta está modalidad, la ausencia de referencias al Semanario por Pazos Silva sólo puede ser explicada como un acto intencional, ante el cual el editor se encontraba resguardado por la ausencia de circulación en Buenos Aires de los ejemplares utilizados”. (Pasino, 2012: 21)

25 (11 de agosto de 1810), Correo de Comercio, Buenos Aires, nro. 24, p. 176.

26 (13 de noviembre de1810), Sobre el congreso Gazeta extraordinaria de Buenos Ayres, pp. 600-601.

27 Erróneamente, el secretario de la Junta adjudica el ensayo a Gaspar de Jovellanos por entender que la profundidad de los pensamientos allí contenidos y la similitud estilística con la célebre Ley Agraria no dejaban lugar a dudas. La historiografía en general ha incurrido en el mismo error, o en algunos casos, tomando en cuenta las notables contradicciones conceptuales entre el éste y el pensamiento de Jovellanos, han aventurado que podría provenir de la pluma de Blanco White, dada su recurrente recepción en la prensa rioplatense. Pero como ha demostrado la investigación de Patricio Clucellas, en realidad se trata de un escrito del turolense Antonio de la Peña y García, catedrático de geografía de la Sociedad Económica de Valladolid. (Clucellas, 2011: 6).

28 (5 de julio de 1810), Gazeta de Buenos Ayres, nro. 5, p. 131.

29 (17 de septiembre de 1810), Gazeta extraordinaria de Buenos Ayres, p. 404.

30 La cuestión religiosa queda exenta, nuevamente, de los alcances de dicha facultad en la consideración de este exponente del liberalismo peninsular: “La libre comunicación de los pensamientos (no tocando esta libertad en materia de religión) es pues indispensable puesto que perfecciona las facultades del hombre, le ilustra, y le hace conocer sus derechos y obligaciones”. Ibíd., p. 405.

31 (1 de noviembre de 1810), Gazeta de Buenos Ayres, nro. 22, p. 556.

32 Para un análisis más profundo de la recepción del ensayo “Pensamientos de un Patriota Español” así como otras reflexiones y usos que Mariano Moreno da a la experiencia revolucionaria peninsular ver Lafit (2019).

33 La relación entre falta de ilustración y despotismo va a ser una constante en el ideario liberal. Una buena síntesis de ello es esta reflexión publicada en el periódico señero de esta tendencia: “El fundamento principal de este poder (absoluto) tan repugnante a la naturaleza, tan contrario al interés general de la nación y al particular de los individuos, consiste en la ignorancia. La ignorancia embrutece a los pueblos y los hace tener por derecho la usurpación y por deber la servidumbre. Así es que nada temen tanto los tiranos como la ilustración y se contemplan tan feos que quieren siempre rodearse de tinieblas”. (27 de octubre de 1808), Semanario Patriótico, nro. 9.

34 El artículo primero definía que “Todos los cuerpos y personas particulares, de cualquiera condición y estado que sean, tienen libertad de escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas sin necesidad de licencia, revisión o aprobación alguna anteriores a la publicación, bajo las restricciones y responsabilidades que se expresarán en el presente Decreto”, que se complementa con lo establecido en el art. 6 que aclara que “Todos los escritos sobre materia de religión quedan sujetos a la previa censura de los Ordinarios eclesiásticos, según lo establecido en el Concilio de Trento”.

35 (26 de octubre de 1810), El Conciso, nro. 33.

36 (29 de noviembre de 1810), Semanario Patriótico, nro. 34, p. 42.

37 Manuela María López de Ulloa, “Respuesta de la española autora del papel Afectuosos gemidos, publicado en 14 de octubre de 1813 y detenido por subversivo con arreglo a la primera censura de la junta provincial de Cádiz”, Cádiz, Oficina de D. Nicolás Gómez de Requena, 1813. Citado en Guerra (2002: 380).

38 Fernández Sardinó se defiende y acusa al Ministro de Gracia y Justicia de no respetar la libertad de imprenta: “Todo ciudadano que no siendo un idiota o un loco, ataca astuta o descaradamente a la libertad de la imprenta, es un execrable traidor a la Patria, sea quien fuere”. El Robespierre español, nro. 10, p. 158. Estos hechos provocaron una intensa polémica en la prensa de Cádiz.

39 Citado en Hernández González (2010: 10).

40 El Decreto de las Cortes creaba una jurisdicción especial cuya finalidad era doble: asegurar la libertad de imprenta y contener al mismo tiempo su abuso. No existe ningún tipo de censura previa, pero se fija la existencia de una Junta de censura en cada provincia y otra Suprema a nivel nacional para atender las denuncias practicadas contra las publicaciones. Esta última “estaba integrada por nueve miembros nombrados por las Cortes, tres de ellos eclesiásticos […] Las provinciales, compuestas por cinco miembros nombrados a propuesta de la Junta Suprema, debiendo ser dos de ellos eclesiásticos. Los restantes miembros de cada uno de estos órganos habían de ser seculares. A las Juntas correspondía el examen de las obras que se hubiesen denunciado «al Poder ejecutivo o Justicias respectivas». Caso de entender la «Junta censoria de provincia», mediante dictamen fundado, que las obras debían ser «detenidas», los jueces venían obligados a hacerlo, recogiendo los ejemplares vendidos” (Fernández Segado, 2004: 46). En las publicaciones de carácter no religioso “sólo se exige conste el nombre del impresor (art. 8), pero no el del autor, aunque es obligación del primero saber de dónde proceden los manuscritos que publique. Las Juntas no tienen iniciativa para denunciar escritos, sino que reciben los que les envían el poder ejecutivo o el judicial. Cuando un impreso denunciado es censurado una vez por la Junta provincial correspondiente tiene derecho su autor a solicitar el texto de la censura y, en caso de desacuerdo con ella, exigir una nueva calificación. Si tampoco esta segunda censura es convincente puede recurrirse a la Junta Suprema, que está obligada asimismo a practicar, según el decreto de 1810, dos censuras” (La Parra López, 2005).

41 El virrey Venegas la proclamó el 30 de septiembre de 1812 y la suspendió el 5 de diciembre, luego de condenar un artículo publicado por José Joaquín Fernández de Lizardi en su naciente Pensador del 3 de diciembre. Loaiza Cano (2016: 51).

42 Los periódicos que circularon al amparo de esa legislación fueron un total de 14 entre los que destacan El Peruano, El Satélite del Peruano, El verdadero Peruano, El Investigador, El Peruano Liberal, El Argos Constitucional, El Anti-Argos y El Cometa. El Peruano reprodujo “los debates promovidos en las Cortes de Cádiz sobre la libertad de imprenta, las demandas de los americanos en dicho foro, la abolición del tributo indígena y la igualdad entre peninsulares y americanos para ocupar puestos públicos” (Peralta Ruiz, 2005: 119).

43 La prensa peruana pareciera no haber tenido interés en practicar una guerra de propaganda a escala continental con las juntas de gobierno rebeldes de Buenos Aires o Santiago de Chile. Diferente fue el caso de la fidelista Gazeta de Montevideo que entablo una intensa disputa con su homóloga bonaerense (Lafit, 2019).

44 (22 de abril de 1811), Gazeta Extraordinaria de Buenos Ayres, p. 312.

45 (22 de abril de 1811), Gazeta Extraordinaria de Buenos Ayres, p. 314.

46 (22 de abril de 1811), Gazeta Extraordinaria de Buenos Ayres, p. 318.

47 Ídem.

48 Ibíd., p. 319.

49 Ibíd., p. 322.

50 (22 de abril de 1811), Gazeta extraordinaria de Buenos Ayres, pp. 322-324.

51 (26 de octubre de 1811), Gazeta de Buenos Ayres, pp. 684-686.

52 (30 de abril de 1812), El Español XXIV, pp. 430-443. La enemistad con la Junta Central, más las diferencias que empezaron a surgir con algunos de sus pares liberales, llevaron al sevillano Blanco White a trasladarse a Londres para desde allí ejercer su actividad periodística y propagandística sin trabas gubernamentales. Ya en la capital británica y bajo la protección de Lord Holland, publicó El Español, periódico de tirada mensual donde se abordaba el derrotero de la guerra de independencia española. Pero fue la «cuestión americana» la que iría ganando cada vez mayor lugar en el periódico y la que lo llevaría a distanciarse definitivamente de la mayoría de sus pares peninsulares. En la biografía quizás más completa dedicada a Blanco White, André Pons subraya la profunda mutación política sufrida por el sevillano a partir de su llegada a tierras de la vieja Albión. Aquel “jacobino” militante liberal va a dejar paso, según el autor, a un conservador al estilo de Montesquieu o de Jovellanos, «o incluso un contrarrevolucionario en la línea de Burke.» Pons, André, Blanco White y España, Instituto Feijoo de Estudios del Siglo XVIII de la Universidad de Oviedo, Oviedo, 2002, p. 409.

53 (30 de diciembre de 1810), El Español IX, p. 223.

54 Ibíd., p. 221.

55 (30 de diciembre de 1810), El Español XXIV, p. 432.

56 Citado en Segado (2004: 40)

57 El Diario de Sesiones de las Cortes del día 2 de noviembre de 1810 corrobora esta afirmación informando que no hubo contradicciones en el recinto al aprobar el artículo 13 del decreto que contemplaba la conformación de las juntas de censura. Diario de sesiones de las Cortes Generales y Extraordinarias. 1810. Núm. 79 (2-11-1810).

58 La carta relata un incidente en el cual un militar quema públicamente en un café un ejemplar de la Gazeta del 31 de diciembre de 1811, el último bajo su dirección.

59 Sobre el surgimiento y derrotero de la Sociedad Patriótica ver la clásica obra de Juan Canter (1942).

60 (28 de enero de 1812), El Censor, nro. 4, p. 16.

61 (20 de abril de 1812), Mártir o Libre, nro. 4, p. 32.

62 (13 de abril 1812), Mártir o Libre, nro. 3, pp. 19-20.

63 (24 de marzo de 1812), El Censor, nro. 12, p. 45.

64 Ibíd., p. 48.

65Ídem.

66 Ídem.

67 (29 de marzo de 1812), Mártir o Libre, Buenos Aires, pp. 1-2.

68 (3 de abril de 1812), Gazeta Ministerial, nro. 1, p.151.

69 Para abordar la polémica entre Pazos Silva y Monteagudo véase Canter (1924) y Goldman (1987).