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Milicias, identidades y “partidos” durante el sitio de Montevideo: la “revolución de abril” y los espacios de la representación armada
(1846-1848)

Mario Etchechury Barrera1

Investigaciones Socio-Históricas Regionales (ISHIR)-Conicet, Rosario, Argentina.
Correo electrónico: mario.etchechury@gmail.com

Artículo recibido: 14 de abril de 2019

Aprobación final: 19 de septiembre de 2019

Resumen

Este artículo analiza las formas de acción política de los sectores populares y el modo en que se conjugaron identidades étnicas, liderazgos militares y lealtades en Montevideo a mediados de la década de 1840, en el contexto del sitio militar que atravesó la ciudad-puerto entre 1843 y 1851. Para ello se exploran los desarrollos de la llamada “revolución de abril” de 1846, un violento motín en el que tuvieron participación destacada numerosos soldados y milicianos vasco-franceses, orientales, libertos y miembros de la “emigración argentina”. El episodio, que inauguró una “carrera de los motines” que se prolongó por los dos años siguientes, sirve como un observatorio para explorar las bases sociales, prácticas y discursos de los partidos o facciones que operaban en ese momento dentro de la ciudad asediada y abre una ventana para abordar los vínculos permanentes entre milicia y política.

Palabras clave: Motines, clases populares, partidos, extranjeros, milicia.

Militias, Identities and Political “Parties” during the Siege of Montevideo: the “April Revolution” and the Spaces of Armed Representation (1846-1848).

Abstract

This article analyzes the modalities of political action of the “popular classes” in the city-port of Montevideo and the way in which ethnic identities, military leaderships and loyalties were conjugated in the mid-1840s, in the context of the military siege of 1843-1851. To this end, the paper explores the developments of the so-called “April Revolution” of 1846, a mutiny that involved many foreigner militiamen, native soldiers and freed slaves. The episode, which inaugurated a “race of the riots” that lasted for the next two years, serves as an observatory to explore practices and discourses of the “parties” that operated at that period inside the city, and allows to study the permanent links between militia and politic.

Keywords: Riots, popular classes, political parties, foreigners, Militia.

Introducción

Era frecuente que los viajeros que pasaban por Montevideo a mediados de la década de 1840 se refirieran a la ciudad como un sitio peligroso, poblado por aventureros, mercenarios y criminales provenientes de todas partes del globo en busca de oportunidades de medrar. Esta realidad no era, sin embargo, inédita. La ciudad-puerto, sometida a sitio desde febrero de 1843 por el Ejército Unido de Vanguardia de la Confederación Argentina, había atravesado en los años previos por un intenso proceso de movilización política y miliciana protagonizado sobre todo por una vasta plebe ultramarina2 de inmigrantes europeos, uno de cuyos resultados más notables fue la formación de legiones y regimientos de voluntarios franceses, vascos e italianos, así como batallones de línea compuestos de libertos. El francés Amédée Moure, que pasó por el puerto en 1847, catalogó a los milicianos extranjeros como “lo que el mundo contenía de más abyecto y repugnante”, desertores y vagabundos que se agrupaban en “hordas indisciplinadas” ejerciendo un considerable poder, al punto que “Hasta usurpaban a veces una dictadura plebeya, cuyos excesos sabían utilizar los partidos” (Moure, 1957: 39-40). El general Tomás de Iriarte, exiliado en la ciudad desde la década de 1830, también se refirió en varias oportunidades a esta dinámica, señalando en particular el modo en que los batallones de libertos operaban como “guardias pretorianas” al servicio de algunos oficiales locales (Iriarte, 1971:207).

Puede argumentarse, por ende, que los cuerpos de milicias europeas, junto a la llamada emigración argentina y a los batallones libertos, ejercieron una suerte de representación armada autónoma de la administración central y se transformaron en una poderosa palanca de acción para los grupos y círculos de las distintas fracciones que disputaban el control de la ciudad, sobre todo entre 1843 y 1851. Entender la política por fuera de ese universo social, como hizo la historia política uruguaya clásica, no solo nos priva de aprehender las lógicas de actores que no fueron hegemónicos, sino que impide ver el modo en que la deriva de las propias elites en el poder se sustentó en un delicado equilibrio tejido en los cuarteles y calles, entre oficiales, jefes y tropas.3 Por ello, es llamativo que, pese a la frecuencia con que aparecen testimonios como los citados arriba, que daban cuenta de una compleja y efervescente asociación entre clases populares, milicias y movilización política en la Montevideo sitiada, su abordaje por parte de la historiografía local ha sido muy escaso.4 En ese sentido, por más que existen sólidos avances sobre milicias y politización en Montevideo y su Hinterland para las décadas de 1810 y 18205, desconocemos prácticamente todo sobre los repertorios de acción popular dentro de la ciudad-puerto a mediados del siglo XIX.6 Los trabajos clásicos sobre el servicio miliciano de los residentes extranjeros, escritos hace décadas desde una perspectiva apologética, han enfatizado de manera casi excluyente los aspectos castrenses de las legiones de voluntarios (de manera principal francesa e italiana), sin detenerse en sus complejas bases sociales y formas de participación política, ni en los debates en torno a los derechos cívicos de los milicianos, cuyas consecuencias llegaron a incidir a nivel diplomático.7

En el presente artículo analizaremos en profundidad la violenta insurrección militar ocurrida en la guarnición montevideana entre el 1º y el 6 de abril de 1846 -por entonces denominada como “la revolución de abril”- que nos permitirá observar en movimiento esa amalgama de jefaturas, partidos o facciones e identidades colectivas. Este motín fue el primero y más radical de una serie de varios eventos similares, prolongados hasta por lo menos 1848, cuya deriva permite abrir una discusión más amplia acerca de las formas de hacer política dentro de la ciudad sitiada, aunque esta segunda parte solo quedará planteada y serán necesarias otras indagaciones para establecer el grado y naturaleza de esas conexiones. En función de su complejidad hemos optado por una estrategia explicativa que combina una narración lineal del episodio con acercamientos parciales a algunas consignas y características específicas de los grupos que participaron. No es arriesgado postular, como hipótesis de trabajo, que no hubo “una” revolución de abril, sino un conjunto de movilizaciones que respondían a intereses de múltiples grupos civiles y militares que confluyeron en una misma coyuntura crítica. Desde esta perspectiva, puede decirse que el movimiento “sedicioso” de 1846 solo visto en perspectiva adquiere una aparente unanimidad política. En su interior convivieron reivindicaciones de grupos a veces antagónicos entre sí, con múltiples reclamos, algunos coyunturales y otros de más larga duración.8 Esta misma heterogeneidad –social e ideológica- ha sido percibida por los investigadores que abordaron las tradiciones de las “montoneras” rurales en el Río de la Plata. Antes que un fenómeno unidimensional, en su interior convergían discursos y percepciones diversas, así como prácticas políticas y criminales (de muy difusas fronteras), que solo se pueden aprehender a través de un acercamiento micro, que difumina la aparente unidad y despliega un abanico de interpretaciones complejas, como lo demostró Fradkin (2006) en su estudio de la montonera de Cipriano Benítez, en 1826.

En un primer apartado analizaremos algunos aspectos de la política partidista dentro de Montevideo a inicios de 1846 –cuando ya se percibía una creciente conflictividad existente entre distintas facciones y liderazgos–. En segundo término abordaremos la movilización popular que precedió al motín, donde tuvieron destacada participación los milicianos vasco-franceses, que la historiografía prácticamente no ha recogido pese a sus dimensiones. En la tercera parte se estudiará el estallido de la rebelión propiamente dicha, caracterizada por una considerable autonomía “plebeya” que generó pánico entre los sectores “decentes” de la ciudad. Tomando en cuenta que se trata de una primera aproximación y que la historiografía política y social sobre el tema no es abundante en comparación con otras áreas del Río de la Plata, no hemos logrado establecer un equilibrio explicativo entre estos diversos ejes, quedando mejor documentados y expuestos unos que otros. Todavía faltan, por ejemplo, trabajos sustanciales sobre las modalidades de acción política (no solo de las clases populares) así como una historia renovada de la guarnición dentro de la ciudad sitiada que permita crear una base para interpretaciones más sofisticadas. No obstante, preferimos traer a colación el conjunto de elementos de la trama y sacrificar un tanto la claridad expositiva, porque a priori no nos parece metodológicamente redituable escindir por un lado el estudio de las formas de movilización políticas de las clases o sectores populares de la Montevideo asediada y, por el otro, analizar las conexiones entre liderazgos militares, identidades étnicas y lealtades políticas – aspectos que en el presente texto serán abordados con mayor profundidad-, dado que ambos registros conforman un mismo campo socio-político.

1. Preludio de revolución: “orientales”, “riveristas” y “pachequistas”

Varias de las claves explicativas de estas modalidades de acción política radican en la transformación demográfica por la que venía atravesando la ciudad-puerto desde mediados de la década de 1830. Para 1843 más del 50% de su población –alrededor de 31.000 habitantes– eran residentes europeos, a los que se sumaba una numerosa comunidad de afrodescendientes (Arredondo, 1928: 28-29). La organización de las fuerzas de guerra montevideanas no escapó a ese patrón demográfico. Dejando de lado algunas experiencias menores previas, la formación de milicias de residentes europeos había comenzado, al menos, desde fines de 1838, y se aceleró a partir de febrero de 1843, cuando el Gral. Manuel Oribe estableció el sitio a la capital, al mando del Ejército Unido de Vanguardia de la Confederación Argentina, una fuerza de más de 8.000 efectivos. En esa circunstancia crítica las autoridades de la ciudad portuaria crearon una fuerza de guerra improvisada, valiéndose, entre otros expedientes, de la manumisión de esclavos –que desde fines de 1842 fueron destinados a los cuerpos de línea- y del alistamiento de una heterogénea masa de residentes europeos, entre los que destacaron colectivos españoles, italianos y franceses, además de emigrados de la Confederación Argentina, opositores a Juan Manuel de Rosas. Entre las primeras experiencias figuraron el batallón de Voluntarios Franceses, que solo se desempeñó en 1839, y la Legión Argentina, creada en la misma circunstancia por opositores anti-rosistas y vuelta a organizar en los años sucesivos, hasta su desmovilización en abril de 1846. A mediados de 1842 se establecieron, a través de diversos contratos entre el gobierno y particulares, el batallón de los Aguerridos (vasco-navarro) y los Voluntarios de la Libertad (franceses). Con el comienzo del sitio a la ciudad este proceso se reactivó, siendo enrolados cientos de súbditos españoles –sobre todo colonos canarios– que, al no disponer de cónsul (hasta 1845), fueron destinados de modo compulsivo a servir en la artillería y en los cuerpos de Guardia Nacional. En abril de 1843, en el contexto de una intensa movilización callejera de ciudadanos extranjeros, el gobierno autorizó la creación de las legiones Francesa –que incluyó un Regimiento de Cazadores vascos– e Italiana, compuestas en ambos casos de voluntarios (Etchechury Barrera, 2015 y 2017). El resultado de esas medidas fue una guarnición multi-nacional de encuadre miliciano –descontando el núcleo duro de los batallones de línea, en buena parte libertos–, y atravesada por un elevado grado de politización. En vistas de esta composición especial no es extraño que el veterano general José M. Paz, designado en diciembre de 1842 como Jefe de Armas de la ciudad, sostuviera en varias oportunidades “esto no es, ni puede ser egercito [sic]”.9 Tampoco fue casual que se desataran toda suerte de conflictos entre los numerosos oficiales que comandaban los cuerpos, ni que se consolidara una “opinión de los jefes”, tal como definía Melchor Pacheco y Obes a la progresiva injerencia de los miembros superiores del ejército y de los cuerpos de milicia en las decisiones del gobierno.10 Por otra parte, la mera convivencia en un mismo sitio de diversas comunidades extranjeras no necesariamente derivó en un cosmopolitismo político armonioso. La colaboración entre nacionales y extranjeros era, antes que nada, una construcción discursiva y práctica que había que rehacer constantemente, una idea que además no todos compartían dentro de Montevideo. Si en 1843 los residentes europeos aparecían como aliados en la lucha por la civilización y la humanidad, generándose una retórica internacionalista, para 1846-1847 ese clima ya había comenzado a cambiar, por varios motivos. La vida diaria de la guarnición, plagada de enfrentamientos callejeros e injurias entre los diferentes cuerpos, fue reforzando las diferencias entre milicianos de diferentes patrias y entre estos y los efectivos orientales, que a su vez en ocasiones se veían desplazados de las posiciones de mando por extranjeros, lo que alimentaba el surgimiento de consignas populares y estereotipos xenófobos. Con el paso de los años se fue diluyendo el temor inicial a que las fuerzas sitiadoras tomaran la plaza en un asalto frontal, amenaza que había logrado abroquelar a actores de muy diversa procedencia política. Este “ablandamiento” de la contienda, que se tradujo además en una paulatina disminución de enfrentamientos relevantes entre sitiados y sitiadores, propició un resurgimiento de la vida política local que condujo a fraccionamientos internos y a la publicidad de opiniones divergentes, proceso que encontró fuertes resonancias en la interna del ejército de la plaza. De esta manera, la política interna “represiva” que caracterizó al primer año del asedio, basada en la idea de que la ciudad albergaba numerosos traidores y conspiradores que debían ser radiados de la escena pública, se fue distendiendo con el tiempo y ello permitió que cobrara vida la disidencia partidista entre los defensores de la urbe, primero larvada y luego manifiesta. Como consecuencia, para mediados de la década de 1840, un importante número de oficiales y civiles activos en el juego político, creían posible arribar a un acuerdo de paz con Oribe, desentenderse de la guerra contra Rosas y renegar de la alianza con la por entonces denominada emigración argentina, que desde fines de 1838 se había constituido como un poderoso grupo de presión que alentaba la continuación del conflicto por todos los medios.11 Además, si bien puede decirse que muchos defensores de Montevideo se percibían a sí mismos como simpatizantes de un partido político-militar colorado, conformado alrededor de Rivera en 1836/37, la lógica política dentro de la ciudad no se regía en esos términos tan genéricos.12 Por el contrario, cuando se hablaba de partidos se lo hacía en un sentido mucho más acotado, como grupos civil-militares nucleados coyunturalmente para lograr fines concretos, sobre todo operar cambios en los ministerios e impulsar jefaturas militares. Esas fracciones eran designadas con frecuencia por los nombres de sus principales líderes o de los colectivos nacionales que representaban: mientras que a aquellos que se quería deslegitimar y expulsar del juego político se los denominaba como “blanquillos”, en alusión al partido que se había generado alrededor de Oribe cuando este todavía se desempeñaba como Presidente del Estado Oriental (1835-1838), los defensores de la plaza se refirieron a sí mismos bajo diversos rótulos. Entre otros, las fuentes refieren la existencia de “pachequistas”, “riveristas”, “floristas” o aluden a un “partido argentino” (o “emigración argentina”), a “orientales puros”, “anti-europeos” o bien a grupos como “los hombres de 43” por citar solo algunos de los términos variopintos que fueron empleados para designar a las coaliciones cambiantes entre 1843 y 1851. Es importante remarcar esto último, dado que la historiografía política clásica uruguaya, de Juan Pivel Devoto en adelante, ha tendido a sumergir esta variedad semántica bajo rótulos simplistas y dicotómicos, que se reducen, finalmente, a unos omnipresentes partidos blanco y colorado, cuando en realidad los hombres y mujeres del período considerado aquí actuaban en la arena política siguiendo una panoplia más amplia de motivaciones, intereses e identidades, por más perecederas que fueren si las consideramos en la larga duración. Por otro lado, como había sido común en la cultura política local desde la década revolucionaria de 1810, también en la Montevideo sitiada se articularon logias o sociedades efímeras, como la Sociedad Nacional de 1846, la Sociedad Constitucional de 1847 o la Sociedad Patriótica de 1849, poco o nada estudiadas hasta el momento, pero que, por lo que sabemos a través de referencias documentales fragmentarias, permitieron articular la opinión de los diversos militares y civiles y ejercer, de modo alternativo, de apoyo o zapa al gobierno.

En enero de 1846 los equilibrios y pactos entre estos grupos civil-militares se encontraban en plena ebullición. En su diario, el político y oficial de artillería Bartolomé Mitre, aludía a la dificultad que encontraban las autoridades de la ciudad para “reprimir la anarquia que nos devora, ([y]) ahogar cada dia un motin y amalgamar las diferencias entre españoles, orientales, franceses, argentinos, italianos, Riveristas, Floristas”, aludiendo a los diferentes cruces identitarios y lealtades políticas que se expresaban en el día a día de la guarnición.13 Los informes diplomáticos ingleses y españoles de principios de ese año, así como las impresiones del Gral. Tomás de Iriarte, permiten corroborar la existencia de, al menos, tres “partidos” político-militares. El círculo más antiguo –y uno de los más activos- seguía siendo el de los “riveristas”, influyente sobre todo a nivel popular. Si bien es cierto que el capital político del Gral. Fructuoso Rivera se había desgastado a causa de sus aplastantes derrotas militares en Arroyo Grande (diciembre de 1842) e India Muerta (marzo de 1845), el caudillo, veterano de las guerras revolucionarias y considerado como un experto en el combate de “montoneras”, todavía gozaba de popularidad entre las tropas locales, poseía conexiones regionales y lograba mantener una red de fidelidad política dentro de la plaza sitiada, uno de cuyos principales nodos se conformaba alrededor de su esposa y principal activista en Montevideo, Bernardina Fragoso. Sin embargo, a la larga Rivera también pagó tributo a sus prolongadas ausencias de la capital, llevado por sus campañas militares, situación que, partir de 1845, se complicó a raíz de su obligada “internación” política en Río de Janeiro, cuando tras ser derrotado en la citada batalla de India Muerta, se refugió en el Imperio del Brasil con las tropas desbandadas y la plana de oficiales (Etchechury Barrera, 2014). A partir de allí, sus intentos por retornar al Estado Oriental se vieron frustrados por las propias autoridades brasileñas y por la presión de sus opositores montevideanos, hasta que a comienzos de 1846, en medio de una serie de negociaciones y maniobras que no han sido adecuadamente estudiadas, logró embarcarse hacia Montevideo, desencadenando la crisis que analizaremos abajo. En ese contexto, es entendible que desde mediados de 1845 el sector riverista fuese desafiado con éxito por una suerte de agrupación oficial formada alrededor del Coronel Melchor Pacheco y Obes y de Santiago Vázquez, con quienes Rivera había tenido una relación cambiante de amistad y enfrentamiento. El primero de ellos, que se desempeñaba como comandante de la 1º División del Ejército, había sido con antelación secretario de Guerra y Marina, en los primeros tiempos del sitio, y uno de los organizadores más férreos de la defensa, actitud que le deparó varios conflictos con el propio gobierno y, como consecuencia, una etapa de exilio en el Imperio del Brasil. Vázquez, por su parte, en ese momento Ministro de Relaciones Exteriores, era considerado como uno de los políticos rioplatenses más experimentados del período y “padrino” de muchos emigrados de la Confederación Argentina, factor que, como veremos, sirvió de argumento para desatar un fuerte rechazo contra el grupo considerado porteño por parte de los sectores del ejército favorables a Rivera durante el motín de abril. En febrero este grupo auspició la creación de una Sociedad Nacional, destinada a sostener al gobierno e incidir en la toma de decisiones oficiales, de la que participaron los principales opositores a Rivera, como los citados Vázquez y Pacheco y Obes, además de Andrés Lamas, César Díaz y Manuel Herrera y Obes, junto a varios emigrados argentinos, como Bartolomé Mitre, Andrés Somellera, Juan A. Gelly y Obes y Jacinto Estivao.14 También desde las columnas de El Defensor de la Independencia Americana, redactado en el campo de Oribe, se entendió que “la nueva farsa que se está representando en Montevideo” reflejaba una lucha abierta entre los emigrados argentinos y los grupos riveristas, tras el agotamiento de una alianza que ninguno de los dos bandos había querido entablar, salvo por intereses circunstanciales –la lucha contra Rosas- que ahora ya no compartían en el mismo sentido.15 Aparte de esta agrupación, el cónsul inglés Adolphus Turner refería la existencia de un “Partido Oriental”, al que el encargado de negocios de España denominaba por su lado como partido “anti-Européo”[sic], formado por propietarios, algunos de ellos tildados como “blanquillos” dispuestos a llegar a acuerdos de paz con Oribe y en aras de ello se mostraba temporalmente unida al sector riverista, conformando un laxo frente de oposición. El Coronel Venancio Flores, que había reafirmado su prestigio como comandante en los años previos, emergió como el líder más visible de esta tendencia.16

El cometido inmediato de estos partidos giraba de modo casi exclusivo en torno a los nombres del Coronel Melchor Pacheco y Obes y a Santiago Vázquez y no tanto en el de Joaquín Suárez, que desde marzo de 1843 ejercía la presidencia de la República. Como apuntó el historiador Eduardo Acevedo, la mayor parte de los enfrentamientos –incluyendo motines y asonadas– se centraron alrededor de las designaciones de los ministros y no del primer mandatario, que en contadas ocasiones vio amenazada su posición, logrando contemporizar con todos los liderazgos militares y civiles del período (Acevedo, 1919: 288). En cambio, las secretarias de Guerra y Marina, cuyo control implicaba la organización del ejército de línea y las transacciones con las legiones extranjeras, y de Relaciones Exteriores, fundamental para determinar las alianzas regionales y las negociaciones con las sucesivas misiones diplomáticas enviadas por Francia e Inglaterra, estuvieron en permanente disputa, siendo en última instancia donde se dirimía la dirección del conflicto que cada grupo quería imponer. En este último aspecto, el arribo al Río de la Plata de William Gore Ouseley y el Baron Deffaudis en la primera parte de 1845, para iniciar negociaciones de paz con Rosas, había marcado profundamente la política local. Como es sabido, tras su fracaso en las gestiones de paz, ambos representantes coordinaron un nuevo bloqueo y acciones militares contra el Gobierno de Buenos Aires y las posiciones de Oribe en el Estado Oriental, además de una expedición militar-mercantil por el río Paraná, cuya base de operaciones se organizó en Montevideo. Estos diplomáticos –junto a sus respectivos almirantes– se convirtieron en una suerte de consejo asesor del gobierno montevideano para todas las materias, incluyendo asuntos internos, donde su participación fue por demás activa.

Algunos motivos circunstanciales e independientes entre sí habían polarizado aún más la situación entre el partido de gobierno y su heterogéneo frente opositor. Por un lado, desde el inicio del sitio, en febrero de 1843, las cámaras de diputados y senadores habían seguido cumpliendo un rol deliberativo y de contralor sobre los actos del Ejecutivo, que causó fricciones con los ministros y el Presidente, sobre todo en aquellos momentos en que se habían tomado medidas de excepción. El fin de la 5ª legislatura, que culminaba su período a mediados de febrero de 1846 sin que se hubiesen podido realizar elecciones, debido a la guerra, causó una profunda confrontación entre el senado, de mayoría opositora al gobierno, y los diputados, acerca de qué vía tomar, dado que la Constitución no preveía una figura para estos casos extremos en que la legislatura finiquitara sin poder convocar a comicios. No era menor el hecho de que el actual mandatario, Joaquín Suárez, hubiese asumido en 1843 en calidad de Presidente del senado, por lo cual, algunos legisladores entendían que también debía dejar su cargo. Este conflicto, que traducía las tensiones entre el grupo encabezado por Santiago Vázquez y Melchor Pacheco y Obes con riveristas y miembros del “Partido Oriental”, se saldó con la disolución de ambas cámaras por parte del Poder Ejecutivo y la simultánea instalación de una Asamblea de Notables, por decreto del 14 de febrero de 1846. El nuevo órgano agrupaba a los representantes salientes, magistrados letrados del Poder Judicial, ministros, jefes militares, autoridades eclesiásticas y otros ciudadanos elegidos por su “patriotismo, capacidad y virtudes”. Este cuerpo deliberativo, que operó junto a un Consejo de Estado creado con el objetivo de asesorar al Presidente y sus ministros, buscaba mantener una cierta legitimidad, apelando al mismo tiempo al momento peculiar que atravesaba el país e impedía una elección normal, aspecto este último que ejerció de principal argumento para tomar la medida, aunque algunas voces reclamaron otra salida, como la prórroga excepcional de las cámaras ya electas. El cambio institucional, que erigía una figura no contemplada por el corpus legal vigente, se acompañó de una disposición que prohibía de modo expreso cualquier crítica al proceder del gobierno, por lo que fue considerado por los opositores del momento como un golpe de Estado.17

Finalmente, el arribo del Gral. Rivera al puerto montevideano, concretado el 18 de marzo, a bordo del bergantín español Fomento, desencadenó una serie de intensas negociaciones y movilizaciones populares de base miliciana. Luego de una infructuosa entrevista con el Almirante inglés Inglefield a bordo del Vernon, Rivera solicitó al cónsul español, Carlos Creus, “toda su protección para ponerse a salvo a Bordo de la Fragata Perla de SMC”, autorización que le fue concedida y que, según el cónsul, también le había sido solicitada por el Gobierno oriental.18 A partir de allí el Poder Ejecutivo emitió una serie de decretos que, si bien apuntaban a desplazar a Rivera de la escena política concediéndole cargos o misiones diplomáticas fuera del territorio, reflejaban en sus oscilaciones y matices la situación delicada que se iba generando dentro de la ciudad. Entre otras varias medidas, el 17 de marzo el Consejo de Estado decidió “apartarlo del país durante las actuales circunstancias”;19 el 28 del mismo mes el secretario de Relaciones Exteriores revocó el nombramiento de Rivera como Ministro de la República en el Paraguay que poco antes se le había concedido20 y al día siguiente otro decreto del Poder Ejecutivo ordenó su alejamiento “de las playas de la República embarcándose inmediatamente en el buque que se le designe”21 disposiciones que eran acompañadas de una presión constante sobre Creus para que la fragata Perla, por entonces anclada en el muelle, condujera a Rivera fuera de cabos, por su voluntad o a la fuerza, sin que le valiese su calidad de refugiado.22 Estas exigencias fueron renovadas por los ministros plenipotenciarios de Inglaterra y Francia una vez que se desencadenó el motín dentro de la ciudad, llegando a responsabilizar al diplomático español de las consecuencias de la revuelta.23 En cualquier caso, la prolongación de las tratativas –que reflejaban además la escasa cohesión del partido de gobierno en sus bases militar-milicianas y la incertidumbre respecto a la dirección que tomaría la oficialidad local- permitieron una progresiva afirmación de la causa de Rivera en la ciudad, donde sus partidarios se movían ágilmente entre el mundo popular y las esferas de la “alta política”.

2. “Reuniones”, “tropeles” y pasquines. Las claves de la movilización popular “riverista”

Las primeras manifestaciones de inquietud dentro de los cuerpos armados habían comenzado apenas circuló el rumor de que Rivera se encontraba en una embarcación española realizando febriles tratativas para que le fuera permitido descender a tierra. El 19 de marzo la Policía detuvo una “reunión” de seis milicianos del Regimiento de Cazadores Vascos que, en aparente estado de ebriedad, salieron del “café de París” dando vivas “al Gobierno, al Gral Rivera y mueras a los blancos de Montevideo”. Bartolomé Mitre registró en su diario los mismos eventos, aseverando que “con motivo de ser dia de San José habia por las pulperias muchos borrachos, los cuales pagados por algunos locos, se ponian a gritar. Viva el Gral Rivera”.24 A la noche siguiente se produjeron escenas similares, protagonizadas de nuevo por milicianos extranjeros. En esa oportunidad, como constataba Tomás de Iriarte, “El regimiento de voluntarios vascos al retirarse hoy de la línea donde había estado de servicio, al tiempo de romper filas en la calle del 18 de julio al oscurecer según es costumbre diaria, se dirigió en tropel hacia el mercado gritando viva Rivera” (Iriarte, 1969: 267). Es posible que ese “tropel” tenga relación con los 20 individuos “todos vascos Españoles y Franceses” que, de acuerdo a la Policía, esa noche cruzaron la Plaza Constitución en dirección al muelle “haciendo oir las mismas vivas al General Rivera y dando mueras a los traidores”. El grupo, incrementado con simpatizantes y adherentes casuales que se incorporaban más por curiosidad que por adhesión –práctica normal en estas reuniones– se dirigió luego a la casa de Bernardina Fragoso, esposa de Rivera y una de las principales agentes de su partido dentro de la capital, dando mueras “al General Pacheco y a los porteños” y vivas a Rivera y al “Pueblo Oriental”, expresiones que repitieron frente al domicilio del Barón de Deffaudis. En el momento en que fueron dispersados por partidas policiales los manifestantes ya ascendían a 30 o 40 individuos “todos extranjeros”, seguidos a la distancia por otros 50 o 60 “espectadores”.25 Cuando algunos de los vasco-franceses que participaron de estas movilizaciones, aparentemente espontáneas, fueron interrogados, se limitaron a declarar que un oficial les había indicado que “diesen vivas ala Patria y al general Rivera, lo cual ejecutaron sin creer que ello alterara el orden publico”. El supuesto oficial instigador, descripto como “hijo del Pais, alto, delgado y moreno” y que las autoridades identificaron como Bernabé Rivero, no fue reconocido por ninguno de los interrogados como la persona aludida.26 Como parte de sus operativos para restablecer el orden la Policía también detuvo al francés Luis Druart (o Drouart). Según las versión oficial, a fines de marzo, éste, que ya era conocido en los círculos montevideanos, “seducio con altanería a varios vascos, provenientes de reuniones que le imponían contra la autoridad”. 27

En el marco de estas primeras movilizaciones de marzo los funcionarios policiales también hallaron en la Plaza Constitución pasquines en los que se amenazaba de muerte a miembros de la administración, considerados como opositores al desembarco de Rivera, y se auguraba la pronta liberación de toda influencia “porteña”:

ojo a la ganga el cuello delos ladrrones esta empeligro ies basques Pacheco sesardias y el basurero del puerto Estibao Mariquita biban las naciones Esprre siso que desen bar que Ribera es Espatriota y loiremos abus Car Conmucica lla podemos los orientales prronto estaremos libres deporteños bibala patria y biba Ribera sera Ribera y Ribera y Ribera.28

Ante el crescendo de la efervescencia popular el 21 de marzo las autoridades de la ciudad prohibieron las reuniones de más de seis personas luego de las cinco de la tarde, considerándolas “tumultuosas”. Las manifestaciones prosiguieron y en los días siguientes milicianos vascos y legionarios franceses volvieron a repetir sus consignas, tras retornar del servicio en la línea defensiva (Iriarte, 1969: 269, 279).

Mientras se desarrollaban estas expresiones políticas en el mundo popular, Bernardina Fragoso –cuyo domicilio era considerado como el cuartel central del sector riverista–, hizo circular una petición dirigida a los Ministros de las “Potencias Interventoras”, solicitándoles “su interposición para que no se prive á la Republica de la cooperación que pueda prestar Rivera”. Entre los firmantes se encontraban militares y figuras públicas, algunos de los cuales fueron luego interrogados por la policía.29 Asimismo, el 28 de ese mes, se declaró a la capital en estado de sitio,30 al tiempo que la policía detuvo a un grupo de militares y civiles leales a Rivera, en un intento desesperado por controlar un movimiento que cada vez parecía contar con más ramificaciones.

3. ¿Un motín para todas las causas?

Si en los últimos días de marzo la guarnición se encontraba en pleno estado de agitación, como queda visto, el alcance de la influencia atribuida a Rivera y sus agentes dentro de cada cuerpo no parece haber sido percibida de modo claro por los jefes militares leales al gobierno, hasta que la situación llegó a su máxima tensión. En el correr del 1º de abril ya circulaban abiertamente los aprestos de rebelión, como anotó Iriarte poco antes de los sucesos: “la noche se presenta borrascosa, se ven todos los síntomas de una conmoción militar” (Iriarte, 1969: 299). Pacheco y Obes, en una extensa comunicación escrita luego de producida la rebelión, sostuvo que, en el transcurso de esa jornada, recibió informes acerca de un intento de motín por parte de milicianos vascos y franceses que estaban directamente complotados con Rivera para posibilitar su desembarco. Con el fin de neutralizarlo dispuso los batallones 5º y 4º de línea en la Plaza Constitución pero, al constatar la renuncia de los vascos a continuar con la supuesta trama conspirativa, hizo retirar al primero de ellos, que se pensaba era el más proclive a recibir influencia riverista.31 No obstante, pese a todas las cautelas, cerca de las 11 de la noche estalló el motín dentro del mencionado batallón nº 4.32 En ese momento los sargentos morenos Ignacio y Floro Madriaga y Justo Ramírez incitaron al resto de la tropa dando vivas a Rivera y mueras a los porteños.33 Si bien varios jefes escaparon a tiempo, Enrique de Vedia, otro de los oficiales al mando del cuerpo, fue muerto cuando intentaba controlar a los efectivos rebeldes:

Consumada la revolución, los que la habían encabezado abrieron las puertas de los calabozos, y dieron soltura á varios ciudadanos que habían sido detenidos por riveristas en esos días […] Entre ellos estaba el coronel Lavandera, y un mayor Almada, á quien los sublevados pusieron al frente del 4º; mientras se buscaba al coronel Agüero, para darle el mando del cuerpo, y al General Flores, para que se pusiera al frente del movimiento.34

Para ese momento ya circulaba el rumor de que “todos los franceses y vascos y considerable numero de españoles están a favor de Rivera, que la gran mayoria de los negros de los cuerpos de linea le son tambien adictos” (Iriarte, 1969:300). En efecto, parte de la Legión francesa y del Regimiento de los Cazadores vascos –que como vimos habían tenido una acción protagónica en los días previos- en buena parte se plegaron al motín y lo mismo hicieron, en distintos momentos, el resto de las tropas libertas, sumando, según los cálculos impresionistas de Pacheco y Obes, unos 1.200 amotinados (Torterolo, 1904:126). El centro de la ciudad quedaba de este modo controlado por los insurgentes, mientras que los efectivos leales al gobierno buscaban rearmar la resistencia desde la línea defensiva. La dirección política de los amotinados no estaba clara y los oficiales que se sumaron sobre todo “aspiraban á dominar el movimiento incorporándose á el para disminuir sus males, sino les era dado neutralizarlos, y evitar una nueva y peligrosa escision”, según informaba Santiago Vázquez en una extensa comunicación a los Ministros de Inglaterra y Francia.35

Este desencadenamiento del motín sin un líder visible y reconocido dentro de la guarnición fue sin lugar a dudas uno de los rasgos más señalados –e inquietantes– de un movimiento que era presentado por Vázquez como “hecho y encabezado esclusivamente por los negros”, algo en lo que coincidía Tomás de Iriarte: “Los negros quedaron dueños de la plaza y en acefalía porque todos los jefes y oficiales desaparecieron” (1969: 301). En ese sentido, el papel del Coronel Venancio Flores en la trama por el momento no es del todo claro. Si bien se consolidó como el jefe “natural” de la rebelión en los días siguientes al 2 de abril, es poco lo que sabemos sobre su participación previa y hasta qué punto seguía instrucciones o sugerencias del grupo riverista. Duramente enfrentado al gobierno de turno, Turner y Creus lo retrataban como el brazo militar del emergente “Partido Oriental” o “antieuropeo”, por lo cual tenía sobrados motivos para intervenir en la contienda. Vázquez sostuvo que, al momento de comenzar el motín, Flores se encontraba en prisión y a punto de ser enjuiciado por faltas cometidas en el marco de las operaciones militares desarrolladas en Maldonado, siendo liberado por la tropa insurreccionada, aunque por el momento estos datos son inciertos.36 Lo que sí parece indudable, como señaló Alex Borucki, es que a partir de allí Flores reforzó su calidad de líder de las tropas libertas, a las que recurrió sistemáticamente en los años sucesivos como apoyo a sus opciones políticas.

Ahora bien, entre la huida de los oficiales “pachequistas” del 4º de línea y la consolidación definitiva de Flores al mando, el motín gozó de una cierta autonomía, extendiéndose rápidamente por la ciudad un rumor de guerra social. Algunos testigos aludieron con horror a las partidas de “negros borrachos, con fusiles, sin oficiales para dirigirlos, a su libre voluntad”37 que merodeaban por las calles, o describieron el modo en que, tras los asaltos a casas particulares y de comercio “las personas mas espectables tuvieron que refugiarse en algunos consulados ó bien en buques de guerra surtos en el puerto, para garantirse de aquel verdadero desborde” (Pereira, 1891: 33).

Los combates más violentos del motín se produjeron el mismo día 2 de abril cuando, de acuerdo al informe de Vázquez “[…] un populacho sin freno sacrificó la vida de algunos empleados, fieles en sus mismos puestos y salteó y pilló las oficinas del Puerto, y derramó las angustias en toda la población que, desde entonces, se ha visto amenazada por el cuchillo delos revoltosos”.38 El centro de esa jornada sangrienta fue la toma de la Capitanía del Puerto, resguardada por el Coronel Jacinto Estivao que aunaba a su calidad de “porteño” la de ser incondicional aliado de Pacheco y Obes. Como parte de la guardia que aseguraba la Capitanía pertenecía a la Legión Francesa y este cuerpo se plegó al motín, los defensores pronto se vieron cercados dentro del propio edificio, refugiándose en la azotea, con el único auxilio de una compañía del 1º de Cazadores, comandada por un oficial correntino. Tras ser rodeada y tiroteada desde las azoteas vecinas, la Capitanía finalmente cayó en manos de los sublevados, siendo completamente saqueada, mientras Estivao era ejecutado “y arrojado medio vivo todavía de la azotea á la calle”.39

Aunque testimonios como el de Iriarte dan cuenta de numerosos “desórdenes” y “raterías” y refieren a soldados libertos que ingresaban armados a los domicilios “a robar o a pedir una limosna” (1969: 310), aprovechando una especie de saturnalia propia de las insubordinaciones, la magnitud de los saqueos –más allá de lo ocurrido en la Capitanía del Puerto– no queda del todo clara, siendo quizás más extendido el temor que los hechos perpetrados. Es necesario recordar, en todo caso, las reducidas dimensiones de la ciudad sitiada, donde unas pocas cuadras separaban a la mayor parte de los habitantes del epicentro del motín. Es posible además que esta sensación de “asalto” se sustentara en la acción de grupos informales que respondían a Rivera pero actuaban con cierta independencia respecto del resto de las tropas amotinadas. Entre ellos, un observador destacó la presencia de “una gran parte de chusma capitaneada por un negro Alférez, Cacique que había sido asistente del general Rivera” y que en conjunción con otro moreno –presunto desertor del batallón sitiador de Mariano Maza– fueron protagonistas centrales del asalto a la Capitanía.40 Que la presencia de un “populacho” enardecido también paralizó a las autoridades lo evidencia la actitud tomada por el cónsul Carlos Creus que, pese a las presiones a las que fue sometido por el gobierno y por los ministros de Inglaterra y Francia, se opuso a apartar a Rivera del puerto, entre otras consideraciones porque ello “[…] era exponer a la numerosa Población española, y a la misma Legación, á caer víctimas del furor de los sediciosos, que naturalmente habrian desahogado su saña, contra los Subditos del Pabellón que les había arrebatado el objeto de su entusiasmo”.41

En todo caso, desde el momento de las primeras manifestaciones populares, cargadas de rumores y noticias de toda índole, hasta su concreción como motín, esos días cruciales para la plaza montevideana nos permiten recuperar prácticas y discursos propios del mundo de la “infrapolítica” de los sectores subalternos, tal como propusiera James C. Scott (2000: 217-237). ¿Es posible profundizar un poco más en esta esfera compleja de las motivaciones concretas que impulsaron a los soldados afrodescendientes a actuar? Teniendo en cuenta que se trató de un motín triunfante, no existen juicios y sumarios que nos permitan acceder a las voces de los que lo protagonizaron. Todos los fragmentos arriba citados, así como las referencias historiográficas sobre el episodio, no brindan información precisa sobre las razones del descontento entre los soldados libertos, por ejemplo, que a veces aparecen como meros instrumentos de designios superiores. El punto de vista oficial dado por Vázquez, si bien no presenta grandes novedades respecto a lo que las autoridades suelen afirmar sobre los móviles de estos episodios –“seducciones”, alcohol y dinero– al menos permite entrever algunas evidencias sobre la trama. Según el secretario de Estado, durante los días previos, en los que la fragata Perla se había transformado en “el taller de la conspiración permanente”, los partidarios de Rivera expandieron rumores difamatorios sobre el robo de fondos públicos que debían ser destinados al abastecimiento de las tropas, aprovechando “la ignorancia de algunos hombres de color, y las privaciones á que los sujeta naturalmente la situacion del pais”. En particular, los instigadores de la rebelión habrían comenzado a calumniar a Pacheco y Obes asegurando que “caudales destinados á su alivio [de la tropa], caudales enviados por el General Rivera, como lo han vociferado en las calles se habían empleado en otros fines”, prometiendo a su vez a los potenciales insurrectos que, en cuanto el caudillo desembarcara y se pusiera a su frente, “iba a llenarlos de goces y recompensas”. Estas “seducciones” llevadas a cabo individualmente, siempre según la versión oficial, “eran acompañadas y fortificadas con el dinero que se ha derramado entre ellos en cantidad relativamente crecida y con el uso de bebidas espirituosas con que han alterado su razon”.42 Esta misma versión, acerca de sumas distribuidas por los riveristas entre las tropas libertas, fue referida en junio de 1846 por Hilario Ascasubi que, de acuerdo a varios testigos, sostuvo en un café público que Bernardina Fragoso “con cuatro vintenes había comprado los negros”, afirmación que le valió ser detenido e interrogado por considerarse que sus dichos afectaban el honor de la guarnición montevideana.43 El cónsul inglés Turner también aludió en sus informes a la distribución de “carteles explicativos y dinero” entre los efectivos, como uno de los medios privilegiados para movilizar lealtades.44 Aunque no sabemos a ciencia cierta en qué consistían esas “explicaciones”, aparte de los ya citados pasquines, la imagen de unas autoridades públicas que usurpaban fondos destinados a las tropas no parece haber sido un factor circunstancial o, al menos, ya había sido instrumentada como arma política contra los defensores de Montevideo, como lo demuestra una caricatura de autoría y fecha desconocida que, probablemente, por las figuras públicas a que alude, está referida al bienio 1843-1844 (ver Figura 1). En esa hoja suelta aparecen varios miembros del gobierno de la capital huyendo hacia el puerto y disputando por dineros públicos, acompañados de rótulos con descripciones coloridas. Entre ellos vemos cómo “Muñoz y Pacheco pelean por una volsa de Plata”, mientras el General José María Paz “corre enloquecido pr qe Vázquez se lleva la Plata y a el no le dan nada” y “Mascarilla [Juan Pablo López] corre sin un quilate pidiendo el vote”. En la misma escena se observa un “Guardia Nacional” y un “soldado de los negros” -normalmente considerados por los oribistas como las únicas tropas orientales de la ciudad- apuñalando a dos legionarios franceses, que se supone que revistaban en el mismo bando. Cuando uno de los ultimados exige una explicación, exclamando “Pur qua bu me done la mort¡¡” el efectivo de las tropas libertas esgrime argumentos similares a los que Vázquez atribuyó a los “conspiradores” de abril de 1846:

Qué puru-cua ni puru-cua picaros Francese, que se habian peresaro Utede que nos habian de goberná a nosotoro y que se habian de poné da ribitas á cotara de nuestara sanguede se han engañado ya somo libres ahora ba á entarar nuetro Precinente Orive que ese he Orientá y biene con sus amigos los Argentinos que no son ladrone como ese Manco, Mascarilla, Oves, Vasquez y Muñoz que ya toros han corido con sus borsas de prata a embarcarse mientaras que á los jovenes Negoros nos han tenido muertos de ambere.45

Figura 1

Fuente: Archivo General de la Nación (Argentina), Archivo y Colección Andrés Lamas,
Legajo Nº 2648. Se reproduce un detalle de la viñeta.]

Por más que es probable que se trate de una hoja suelta realizada por simpatizantes de Oribe y no necesariamente una representación elaborada por soldados u oficiales de Montevideo, no sería extraño que la ilustración tomara motivos reales de “quejas” y “opiniones” que circulaban entre las tropas de la plaza, similares a los tópicos que reaparecen en los pasquines de 1846, aunque en este último caso los legionarios franceses fueran aliados y la valoración sobre los “argentinos” hubiese cambiado sustancialmente. La situación de desabastecimiento producida por el prolongado asedio, de fuerte impacto entre los sectores populares, no debió de ser ajena a la hora de reafirmar estos reclamos. El descontento de los oficiales de la Legión de Voluntarios franceses –rebautizada en abril de 1844 como 2º Legión de Guardia Nacional- así como del Regimiento de Cazadores vascos, tampoco parecen haber sido de índole estrictamente político o, al menos, no habían surgido de ese ámbito. En los meses previos, muchos oficiales consideraban que Pacheco y Obes los había dejado en estado de abandono, opinión que tradujo una orden del día, fechada el 24 de enero de 1846. En ella el cuerpo de oficiales insinuaba un fuerte malestar y se vanagloriaba de la resistencia “imponente y silenciosa” del batallón que había logrado que finalmente algunos reclamos fuesen atendidos. Este último documento fue interpretado por el gobierno como un desafío, decretándose la suspensión del Coronel Jean-Chrisostome Thiebaut como jefe. El desencuentro se solucionó con rapidez tras una reunión que restableció al líder histórico de los legionarios, pero causó un pésimo efecto y tensó aún más relaciones entre las autoridades montevideanas y los milicianos franceses. En sus memorias Iriarte atribuyó a este enfrentamiento larvado el considerable apoyo que vascos y franceses brindaron luego a Rivera, más que nada por antipatía a Pacheco y Obes (Iriarte, 1969: 97-98).

Volvamos por un momento a la secuencia del motín y su desenlace. El peligro de generar un combate callejero que dejara la ciudad expuesta ante las fuerzas sitiadoras y disminuyera las filas de la defensa, hizo que se descartara el expediente de “aplastar” el motín con tropas leales al gobierno, objetivo que había encaminado Pacheco y Obes y del que desistió por consejo de los ministros Ouseley y Deffaudis, que se ofrecieron a conferenciar con los amotinados. Incluso, si seguimos a Creus, los almirantes y ministros de Francia e Inglaterra manejaron la posibilidad de conceder nuevamente la nacionalidad francesa a los legionarios –que la habían perdido en abril de 1844, al adoptar la ciudadanía oriental– para obligarlos a acatar la autoridad de Deffaudis y sumarse a las filas de las autoridades. Por lo pronto, ante el fracaso de todos los expedientes, los propios ministros plenipotenciarios europeos instaron a Pacheco y Obes a que renunciara, lo que hizo el día 3 de abril, cesando toda defensa organizada. Esto implicó el triunfo para los amotinados y, al mismo tiempo, la paulatina vuelta a la obediencia de la Legión francesa y de los Cazadores vascos. Sin embargo, cuando los primeros efectos del motín estaban siendo neutralizados, la dilación de las negociaciones para que desembarcara Rivera aparejó nuevos disturbios de los batallones libertos, ahora al mando del Coronel Flores, que el día 4 ocupó la plaza del Cabildo, ante el rumor de que los ministros interventores emplazarían allí una guardia militar. Simultáneamente, algunos cuerpos enviaron diputaciones al gobierno, reclamando el inmediato desembarco de Rivera, la restitución de las cámaras legislativas tal como estaban constituidas antes de la instalación de la Asamblea de Notables y el desplazamiento de Vázquez, que aún permanecía en el Ministerio de Relaciones Exteriores.46 Asimismo, Thiebaut informó que al menos tres oficiales de la Legión francesa permanecían alineados con los amotinados, lo que generaba potenciales enfrentamientos con el resto del cuerpo que no se había plegado a los insurrectos y guardaba la línea defensiva.47 La persistencia de ese estado de rebelión durante la jornada del 5 de abril provocó, finalmente, la renuncia de Vázquez, luego de recibir nuevos informes que daban cuenta de la reunión de tropas hostiles, dispuestas a tomar “violentas medidas”.48 Por último, un decreto del 6 de abril, firmado por el flamante Ministro de Relaciones Exteriores, Francisco Magariños, anuló las disposiciones previas contra Rivera, que pudo desembarcar, dando por concluida la rebelión.

En el mismo contexto la Legión Argentina, uno de los principales objetos de ira de los amotinados, debido a que constituía la representación miliciana de los emigrados anti-rosistas en Montevideo y estaba fuertemente asociada al partido de Pacheco y Obes, se embarcó con destino a Corrientes, aunque a la postre retornó desmovilizada, mientras que un importante número de oficiales del mismo origen fueron expulsados del ejército de línea.49 Poco después, cuando Rivera decidió iniciar una campaña sobre el río Uruguay, llevó consigo a parte de las tropas amotinadas del batallón núm. 4, varios de cuyos efectivos ascendieron, así como un contingente de milicianos vasco-franceses, quizás como una manera de quitar presión a la guarnición montevideana o bien respondiendo a peticiones concretas de los oficiales de esos cuerpos.

Ahora bien, aunque se trató de la insubordinación más importante del período del sitio de Montevideo, la “revolución de abril”, observada en perspectiva, fue solo la primera de una serie de revueltas e intentos de amotinamiento que se sucedió en los dos años siguientes y allí radica buena parte de su relevancia. Si bien aquí solo podemos enumerar la secuela sin entrar en sus detalles, es posible reconocer una trama casi continua en la que se reconfiguraron los mismos actores, sobre todo los integrantes del llamado partido o círculo riverista, así como líderes asociados al florismo. En todo caso, el grupo político-militar victorioso en abril de 1846 fue incapaz de permanecer mucho tiempo con la suma del poder, perdiendo influencia, en parte a causa de los viajes episódicos de Rivera, que se marchó de la ciudad para abrir una nueva campaña en el Hinterland rural, como queda dicho. A su vez, las agrupaciones que pretendían llegar a una paz con Oribe, encabezadas en lo militar por Venancio Flores y un grupo de oficiales que tenían mando sobre tropas libertas y guardias nacionales, comenzaron a adquirir mayor prédica a partir de allí, en constante fricción con un sector más beligerante y anti-oribista, que encontró en el Coronel Giuseppe Garibaldi a su máximo exponente. Este último, que ya había sido nombrado Coronel mayor en 1846, fue elevado al rango de jefe de todas las fuerzas montevideanas, el 25 de junio de 184750, lo que causó una reacción inmediata entre los círculos militares locales. Para presionar al gobierno los grupos afines al partido de Flores movilizaron algunos batallones libertos, creando un intenso rumor de rebelión, mientras enviaban una comisión ante el Presidente, solicitando la inmediata renuncia del italiano (Iriarte, 1971: 201-204). Entre otras cosas, este enfrentamiento no solo recogía distintas visiones de la guerra y sus objetivos, sino que además condensaba el rechazo de un sector de militares “hijos del país” hacia todo lo que para ellos representaba Garibaldi: un “mercenario”, “advenedizo” y “gringo” que no había realizado carrera formal y que, además, en ese momento era enemigo acérrimo de Rivera y opositor a cualquier tratativa de paz con Oribe. En ese sentido, si bien Garibaldi renunció a la comandancia en los primeros días de julio, apenas una semana después de asumir, su desplazamiento no fue gratuito, sino que promovió su propia “asonada”, desplegando a los legionarios con las armas en la mano. De esta manera, por la vía de los hechos, obligó al Presidente a efectuar un recambio ministerial e hizo dimitir a Flores (Iriarte, 1971: 203-206). En lo político la discordia entre facciones se saldó con un nuevo gabinete, compuesto en Guerra y Marina por el Coronel Lorenzo Batlle y en Relaciones Exteriores por Manuel Herrera y Obes, dos figuras fuertes que profundizarían el giro anti-riverista y transitarían con éxito los sucesivos intentos de motín.

En este mismo contexto, en agosto de 1847, el grupo que respondía a Flores generó otra profunda crisis que incluyó la rebelión de las tropas libertas del batallón 2º de Cazadores, al mando del Teniente Coronel Benito Larraya, episodio que conmocionó a la ciudad durante varias jornadas y que, finalmente, se zanjó en el plano militar con la expulsión de algunos oficiales implicados. Este evento operó un reacomodo entre diversas tendencias y volvió a incidir en el modo en que eran percibidos los extranjeros y su rol en la política de la ciudad, dando otra vuelta de tuerca a las identidades étnicas. No es casual, por ejemplo, que entre los amotinados se encontraran varios jefes y oficiales “floristas” que poco antes habían causado la renuncia Garibaldi como comandante de las fuerzas de guerra montevideanas, en julio del mismo año.51 En su reseña del episodio Lorenzo Batlle sostuvo que Larraya y dos subalternos habían “minado” al batallón “haciéndole entender las cosas que más podían irritarla, excitándola contra el gobierno porque no les pagaba, y esplotando el sentimiento ruin del odio al extranjero”, además de haber intentado “tocarlos en el sentido de los enemigos”, aunque sin resultados.52

Mientras tanto, pese a que en octubre de 1847 Rivera había sido desterrado al Brasil por orden del gobierno de Montevideo, a raíz de comunicaciones mantenidas con Oribe sin consentimiento del Poder Ejecutivo, su grupo de leales siguió movilizándose en la ciudad-puerto.53 A inicios de 1848 se descubrió un plan de varios oficiales de rango, encabezados por el oficial francés Bernardo Dupuy, que pretendía forzar un cambio en el Ministerio de Guerra. Sin embargo, una vez conocida la trama, la intentona fue neutralizada de forma rápida por las autoridades, mediante varios destierros y encarcelamientos, acompañados del cierre de periódicos de pequeña tirada, considerados “anarquistas y sediciosos”, en un intento por aplacar la disidencia interna.54 Más importante fue el movimiento iniciado en la noche del 16 al 17 de julio de 1848, también coordinado por partidarios de Rivera. En esta oportunidad el Teniente Justo Ramírez -uno de los oficiales libertos organizadores de la “revolución” de abril-, siguiendo un plan en el que estaban implicados algunos militares de rango, reunió alrededor de 60 soldados del Batallón de línea Nº1 y se dirigió a la plaza Constitución para tomar las instalaciones donde sesionaba la Sala de Representantes, impidiendo simultáneamente la salida de los efectivos de la Jefatura de Policía. Una vez allí, las desinteligencias entre los conspiradores impidieron expandir el movimiento a otros batallones. Poco después el Gral. Enrique Martínez, un militar de extensa trayectoria que estaba vinculado a los promotores, viendo que todos sus camaradas abandonaban la escena, decidió presentarse ante el Presidente Suárez para delatar la existencia del motín “añadiendo haber sido sacado por fuerza de su casa para encabezarlo”. A partir de allí las pesquisas permitieron detener a los principales oficiales involucrados, a los que se sometió a consejo de guerra.55 La única baja de la jornada fue la del Teniente Ramírez, muerto al oponer resistencia cuando iba a ser detenido, según sostuvo el comunicado oficial del Ministerio de Guerra. 56 Al no contar por el momento con el expediente original, excepto lo que consta en las defensas de dos de los inculpados, suscriptas por Thomas Rebollo y Manuel Correa, es imposible reconstruir el cuadro completo de la trama aunque, en buena medida, sus promotores eran los mismos militares que Herrera y Obes calificó de “comparsa riverista”.57 Según el defensor del Coronel Juan P. Rebollo, uno de los oficiales más comprometidos, el objetivo era hacer una “representación” ante el gobierno, para solicitar el desplazamiento del Ministro de Guerra y Marina, denunciando la pésima situación militar de la plaza y el estado de conspiración permanente de los “blancos” dentro de sus murallas, hechos que presagiaban un acuerdo con Oribe, como parecían corroborarlo además algunas misiones de paz ad hoc, promovidas o toleradas por las autoridades.58 La estrategia de los acusados buscó así naturalizar este tipo de representaciones armadas, como si se tratara de algo común dentro de la ciudad sitiada –lo que por otro lado era evidente– mientras recordaban que “El actual Ministerio [de Batlle y Herrera y Obes], no puede tachar de criminales semejantes medios; porque á ellos mismos debe su existencia”, dado que fue merced a las citadas maniobras de Garibaldi, en julio de 1847, que se procesó el cambio de gabinete.59 En suma, más que una causa formada por el gobierno en su conjunto, era el Ministro de Guerra y Marina en persona quien aparecía a los ojos de los defensores de Correa y Rebollo como el principal promotor de los castigos a los amotinados, utilizando discrecionalmente la justicia militar para quitarse de encima a la oposición. Como respuesta a estas afirmaciones, de forma inmediata apareció un documento de apoyo a la actuación de Batlle elaborado en términos “de partido”. Bajo el pseudónimo de “Los hombres de 43”, sus autores recriminaban las afirmaciones realizadas durante el proceso a los amotinados señalando, con ironía, que no habían sido ellos los que comenzaron “la carrera de los motines”.60

En esta dirección, es posible sostener que, más allá de la continuidad de este tejido conspirativo, algunas cosas comenzaban a cambiar. La vía de la negociación y de la contemporización parecía dar paso, lentamente, a una tentativa de “disciplinamiento” vertical, orquestada desde los ministerios de Guerra y Gobierno que logró neutralizar la persistente “opinión de los jefes” a la que aludía Pacheco y Obes en su Memoria ya citada y, en particular, redujo al máximo al otrora poderoso “partido riverista”.61 La justicia militar, como vimos, a diferencia de lo ocurrido en otros episodios previos, castigó de modo más severo a los implicados en motines y asonadas, lo que reflejaba además la capacidad de los ministros Batlle y Herrera y Obes para lograr estabilidad en sus carteras y terminar con un período caracterizado por el recambio casi permanente de secretarios de Estado. Tampoco fue menor el declive cada vez más acentuado de Rivera, producido entre otros motivos por su nueva reclusión en Río de Janeiro, desde fines de 1847, que se prolongó hasta luego de acabada la guerra, mientras el alejamiento temporal de Venancio Flores privaba a la oposición de otro de sus líderes con prestigio y apoyos como para imponer cambios en la administración. Por cierto que las presiones de la oficialidad sobre el Poder Ejecutivo, así como la creación ad hoc de logias o sociedades que canalizaban la injerencia de los militares en las decisiones del Poder Ejecutivo, no desaparecieron del todo, pero tampoco parecen haber desafiado de allí en más a las autoridades tal como lo había hecho entre abril de 1846 y mediados de 1847, aunque ello forma parte de otro estudio que deberá dar cuenta de las continuidades y rupturas a lo largo del proceso.

A modo de conclusión

Sin duda en su complejidad social y política la “revolución de abril” de 1846 admite muchas lecturas. Como vimos, en un mismo motín terminaron convergiendo conflictos personales, rivalidades étnicas generadas en las milicias y modos diversos de entender la dirección de la guerra y la diplomacia dentro de los grupos de “notables” civiles o de la oficialidad. La rebelión reunió así una serie de usos y formas de intervención política propias del período en el que Montevideo estuvo asediada, por lo que podría ser considerada como un “hecho social total”, tomando prestado el concepto de Marcel Mauss. En primer lugar, el evento nos posibilita acceder a las dinámicas de la sociabilidad militar-miliciana, un tema muy poco explorado para el caso de Montevideo a mediados del siglo XIX. En esta línea, la guarnición de la ciudad-puerto aparece claramente como un espacio de poder autónomo –aunque no homogéneo, ni mucho menos– donde de forma permanente se fraguaban planes y tomaban decisiones que incidían en los asuntos considerados privativos del Poder Ejecutivo y de las autoridades civiles, vasos comunicantes que, con demasiada frecuencia, la historiografía local sobre los partidos o facciones del periodo ha omitido. La idea misma de que existía una “opinión de los jefes del ejército”, a la que aludía Pacheco y Obes, que operaba como un bajo continuo más allá de los ministerios de turno, corrobora esa profunda imbricación sobre la que será necesario volver en futuras investigaciones. Sin duda, la filigrana de esa infra-política a menudo se diluye, por ser parte de la petite histoire oral de cuarteles y batallones, y solo podemos acceder a ella a través de fuentes no del todo comunes por su nivel de detalle, como los juicios y sumarios o ciertos documentos personales, entre los que cabe destacar las memorias del General Tomás de Iriarte, una auténtica cantera para el estudio de las movilizaciones y rumores de guarnición, que el autor recuperaba en conversaciones cotidianas y en paseos por las calles de la ciudad. De igual forma, a través de las vicisitudes del motín, es posible recuperar el modo en que se reconfiguraban las identidades colectivas al interior de la ciudad, así como los cambios, a veces imperceptibles, en la naturaleza de la guerra en curso y que fueron fruto de esos mismos conflictos, que debemos abordar como un proceso continuo. De ahí que sea posible afirmar que la “revolución de abril” fue mucho más que un motín liberto, visión que hasta ahora ha monopolizado las interpretaciones que, por lo general, no atienden a las considerables acciones populares y tramas conspirativas de las jornadas previas al estallido de la rebelión, infravalorando así el papel medular desempeñado por legionarios vascos y franceses, así como el activismo de la llamada “emigración argentina”. Desde esa perspectiva, puede sostenerse que, bastante antes de la emigración aluvional europea de las décadas de 1860 en adelante, la política montevideana ya constituía un laboratorio donde podemos observar cómo una sociedad local “criolla” asumió la masiva politización y armamento de los residentes extranjeros, un fenómeno poliédrico que generó una crisis aún entre quienes veían en esos mismos milicianos a sus principales aliados (Etchechury Barrera, 2018). En este punto también es necesario releer las versiones que sugieren que el motín representó una expresión de un enfrentamiento preexistente entre grupos o “influencias extranjeras” y tendencias orientales o nacionales. Un exponente de esta perspectiva, el historiador uruguayo Juan Pivel Devoto, aludía a un “[…] partido de los orientales que durante toda la guerra luchó por darse un abrazo por encima de las líneas amuralladas, mantenidas en pie por influencias ajenas al sentimiento nacional” (Pivel Devoto, 1942: 155-156). Por el contrario, la “revolución” de 1846 no reflejaba tanto una oposición de bloques socio-culturales ya constituidos antes del sitio –ni tampoco un meta-histórico “sentimiento nacional”– sino que evidenciaba cómo se reconfiguraban alianzas y pactos cambiantes, en los que se conjugaban patriotismos étnicos y lealtades y fidelidades personales y partidistas, y es en ese maridaje que radica su interés explicativo. Bastaba con que “reuniones” populares dando vivas y mueras se pusieran a recorrer las calles o que se extendieran rumores y pasquines injuriosos para que un colectivo hasta ese momento considerado como aliado se transformara en acérrimo enemigo o, lo que era más peligroso para las autoridades de la ciudad, que se comenzaran a tejer vínculos de camaradería nacional entre sitiados y sitiadores, difuminando los enfrentamientos ideológicos o de tipo partidista. Esto último se refleja en la caricatura/panfleto reseñada arriba, en la que se representaba a soldados libertos de Montevideo asesinando a legionarios franceses, hasta ese momento compañeros de armas. Lo mismo ocurrió en el caso de la referida emigración argentina, que pasó de ser considerada como aliada “natural” en la lucha contra el rosismo a concebirse como una pesada influencia exógena a la que se debía expulsar de la ciudad. Contra cualquier síntesis cómoda, vemos que si se puede percibir la emergencia de un grupo designado en las fuentes como oriental que, momentáneamente, en abril de 1846 se hizo con el control de la ciudad y luego volvió a tener incidencia en los motines de 1847 y 1848, este sector puede ser definido no tanto en términos étnico-nacionales, sino como un partido de opinión heterogéneo en lo social e ideológico, que se apoyó y concatenó esporádicamente con reclamos de milicianos europeos –principalmente vasco-franceses– y no solo libertos. En síntesis, tal como propusieron en su momento Jacques Revel y Arlette Farge, en un inicio “nadie sabe a dónde conduce la revuelta, pero todos la invisten de aquello que saben y de lo que esperan” (1998: 9).

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1 Agradezco las útiles sugerencias y comentarios de las evaluaciones anónimas.

2 Por más que es obvio remarcarlo, aquí empleamos, de manera informal, la expresión “plebe ultramarina” sin las connotaciones peyorativas y xenófobas que en su momento le otorgaron algunos autores rioplatenses, como Leopoldo Lugones en su introducción a El Payador (1916).

3 En Fradkin y Di Meglio (2013) puede consultarse una excelente síntesis colectiva sobre la participación política de las clases populares rioplatenses –excepto el Estado Oriental del Uruguay– a lo largo del siglo XIX. Este trabajo opera también como un balance del recorrido historiográfico del tópico en las últimas décadas.

4 En su Historia del Uruguay (1919) Eduardo Acevedo realizó una crónica sobre los principales motines y “partidos” dentro de Montevideo durante el sitio, narración que ha servido para estructurar buena parte de la historiografía política posterior. Juan Pivel Devoto también realizó varias anotaciones sobre la intensa vida política al interior de la plaza sitiada, pero su visión, fuertemente nacionalista y poco atenta a la dimensión social de los procesos, no logró dotarla de especificidad, ni le permitió atender factores centrales, como el rol de las legiones extranjeras en las disputas por el poder. En su perspectiva las agrupaciones políticas montevideanas eran tributarias de dicotomías mayores –blancos/colorados, caudillos/doctores, extranjeros/nacionales- que terminaron por dotar a su lectura del período de una impronta teleológica. Véase en particular el cap. IV: “Hacia la política de fusión, 1843-1851”. Pivel Devoto (1942: 155-200).

5 Ferreira (2013, 2016 a, 2016 b, 2017), Frega (2015), Frega y Ferreira (2016).

6 Entre las excepciones, destaca la investigación de Alex Borucki (2015) sobre las tropas libertas durante la misma etapa, en especial el capítulo III.

7 Pereda (1904, 1976); Torterolo (1921, 1932); Braconnay (1943).

8 En este aspecto, aquí seguimos una línea de análisis consagrada por la historiografía, que ve en los motines una forma de acceso a los mecanismos de cambio socio-cultural de una comunidad más amplia, combinando actores y tiempos diversos. En esa línea analítica se encuentran, por ejemplo, los trabajos fundacionales de Pierre Vilar (1982: 93-140).

9 Paz citado por Melchor Pacheco y Obes, “Memoria del General Melchor Pacheco y Obes sobre su actuación en la Defensa de Montevideo durante los años 1843-1846”, Praia Vermelha, 15 de junio de 1847, en Revista Histórica, núm. 148-150, Año LXXI, Tomo L, diciembre de 1977, p. 811.

10 Pacheco y Obes, “Memoria…”, cit. p. 783.

11 Sobre la inserción política de la emigración argentina en Montevideo y Chile véase, entre otras, las contribuciones de Ignacio Zubizarreta (2012) y Edward Blumenthal (2013).

12 Por otro lado, incluso en este nivel macro, la retórica rosista había calado profundamente en algunos actores políticos radicados en el Estado Oriental, al punto que la mayor parte de las fuentes emitidas por el campamento de Oribe se refieren a los defensores de Montevideo como “salvajes unitarios”, y lo mismo hacían algunos autores en sus documentos privados, como Francisco Solano Antuña en su diario del sitio.

13 Mitre, “Diario”, en Levene (1944:132-133).

14 “Libro de Actas de la Sociedad Nacional. 1846”, Archivo General de la Nación, Uruguay [en adelante AGNU], Caja 152, Ex Archivo Histórico del Museo Nacional.

15 A título indicativo puede verse el editorial de El Defensor de la Independencia Americana, núm. 94, 29 de marzo de 1846.

16 Public Record Office, Foreign Office [En adelante PRO/FO], 51-40, de Turner a Aberdeen, 31/1/1846 y 1/4/1846; de Carlos Creus al Primer secretario del Despacho de Estado, 10/3/1846, “Informes diplomáticos de los representantes de España en el Uruguay”. Revista Histórica. Vol. XXXVIII, Nº 112-114, 1967, pp. 270-271.

17 Véase el decreto y Manifiesto correspondientes y una discusión pormenorizada de estos conflictos, en la extensa comunicación de Adolphus Turner a Aberdeen, PRO/FO, 51-40, Despacho núm. 11, 1/4/1846. Los enviados de Inglaterra y Francia fueron testigos privilegiados de estos acontecimientos y participaron como mediadores informales entre los distintos bandos. Asimismo puede verse la explicación dada por Vázquez, justificando el proceder del Ejecutivo: PRO/FO, 51-40, de Santiago Vázquez a Adolphus Turner, 17/2/1846.

18 De Rivera a Carlos Creus, 19/3/1846, pp.276-277; de Carlos Creus al Comandante Antonio Estrada, 19/3/1846, en “Informes diplomáticos…”, cit., p. 294.

19 PRO/FO, 51-40, Decreto del Consejo de Estado, 17/3/1846, adjunto núm. 1.

20 PRO/FO, 51-40, Decreto del Ministerio de Relaciones Exteriores, 28/3/1846, adjunto Nº 4.

21 PRO/FO, 51-40, Decreto del Poder Ejecutivo, 29/3/1846, adjunto núm. 9.

22 De Santiago Vázquez a Carlos Creus, 24/3/1846, pp. 294-295; de Creus a Vázquez, 24/3/1846, pp.295-296 y de Vázquez a Creus, 29/3/1846, en “Informes diplomáticos …”, cit., pp.297-299.

23 De W. Gore Ouseley y el Barón Deffaudis a Carlos Creus, 2/4/1846, pp. 307-308; de Carlos Creus a W. Gore Ouseley y el Barón Deffaudis, 2/4/1846, pp. 308-309, de W. Gore Ouseley y el Barón Deffaudis a Carlos Creus, 4/4/1846, pp.309-310. Todos las páginas corresponden a “Informes diplomáticos…”, cit.

24 Mitre, Bartolomé, “Diario”, cit., p. 225.

25 AGNU, Ministerio de Gobierno, Caja 967, de Juan Francisco Rodríguez al Ministro de Gobierno, José de Bejar, 21/3/1846.

26 AGNU, Ministerio de Gobierno, Caja 967, Departamento de Policía, 27/3/1846.

27 AGNU, Policía, 1846, Caja 7, nota del 2/6/1846. Agradezco a Nicolás Duffau por la indicación de este documento. Por lo que sabemos Druart fue un aventurero de lealtad cambiante, siempre a la caza de las oportunidades que posibilitaba la guerra. A mediados de 1842, junto a André Barrere, había sido el promotor y comandante de los “Voluntarios de la Libertad”, cuerpo de línea disuelto a comienzos de 1844, debido a su permanente estado de indisciplina. En mayo de 1846, pasada la revolución riverista, fue nuevamente detenido, acusado de ser “promotor” de “nuevos desórdenes” en la capital, como lo indica el documento arriba citado. Finalmente, en septiembre del mismo año, fue encarcelado y procesado junto a su paisano, el Teniente de artillería Victor Destain, esta vez por planear el secuestro de Rivera quien, de acuerdo a la trama descubierta, debía ser entregado en el campamento de Oribe a cambio de una suma de dinero.

28 Los personajes aludidos en el pasquín son el Coronel Melchor Pacheco y Obes, Santiago Vázquez, César Díaz y Jacinto Estivao es decir, parte del círculo de los más acérrimos opositores a Rivera en esa coyuntura. El segundo de los papeles adjuntos, con pequeñas variantes, contenía las mismas amenazas: “ojo a la ganga abajo los ladrro nes biba Ribera basques pacheco Cesar días Estibao muños y otros que sabemos se han opuesto y porque por que Ribera Espatriota hama su patrria y las naciones sus amigos puesbien de bemos los patriotas derrecibirlo Con muCica el pescueso delos quesitamos esta empeligro por los partidarios abajo los ladrrones y biba el Gefe Politico biban los partidarios”. Ambos fueron transcriptos por Pivel Devoto (1942: 196).

29AGNU, Ministerio de Gobierno, Caja 967, de Juan Fco. Rodríguez al Ministro de Gobierno, José Béjar, 27/3/1846. El informe contiene el texto de la petición y varios interrogatorios realizados a los firmantes del documento.

30 Decretos insertos en PRO/FO, 51-40, 21/3/1846 y 28/3/1846, despachos nro. 2 y 6.

31 Carta de Pacheco y Obes, 6/4/1846, a bordo de L’Africaine, transcripta por Torterolo (1903: 123-134)

32 PRO/FO, 51-40, De Turner a Aberdeen, nro. 13, 2/4/1846.

33 Paginas truncas (sacadas del archivo de un viejo soldado). Buenos Aires, 1896, p.11. Según los editores esta memoria fragmentaria pudo haber sido escrita por el teniente coronel de artillería argentino Federico Barbará, que luego de revistar en el ejército de Rivera hasta la batalla de India Muerta, pasó a servir junto a Estivao, entre marzo de 1845 y abril de 1846, participado en la defensa de la Capitanía del Puerto. A esta publicación los editores anexaron otra memoria intitulada Apuntes de la balija de otro viejo, testigo presencial de la época á que se refiere el viejo soldado, firmada por “Sargento Valenzuela”. Este sostiene que las escribió luego de leer las Páginas truncas, con la intención de añadir nuevos detalles sobre los mismos sucesos. Ambos documentos son bastante excepcionales, dado que constituyen versiones directas del motín que incluyen los nombres de algunos de los protagonistas de los sectores “populares” implicados y brindan detalles que escapan a las fuentes diplomáticas. Un racconto detallado del evento puede verse en el tercer tomo de los Anales de la Defensa de Montevideo, 1842-1851 (1885: 246-287) escritos por Isidoro De María. Su autor fue un partidario declarado de Rivera durante el motín y también brinda información valiosa sobre sus entretelones por lo que, más allá de su parcialidad, sigue siendo una de las principales bases para la reconstrucción de la “revolución de abril”.

34 Apuntes de la balija., cit. pp. 28-29.

35 Archivo General de la Nación (Argentina), Archivo y Colección Andrés Lamas, Legajo núm. 2648, Borrador “Reservado”, 5/4/1846, firmado por el Ministro de Relaciones Exteriores [Santiago Vázquez]. Ignoramos si esta nota fue finalmente enviada, en todo caso ella es una explicación global de cómo las autoridades del momento entendieron el motín y sus reivindicaciones.

36 En enero de 1846, Flores fue responsabilizado por el gobierno de haber causado la caída de la ciudad de Maldonado en poder del ejército oribista, al negarse a seguir las instrucciones que le habían dado. Según el testimonio de Iriarte, fue retenido en un cuartel de extramuros, aunque no sabemos si permanecía allí cuando estalló el motín.

37 De María Sánchez de Thomson a Florencia Thompson de Lezica, 18/4/1846, en “Epistolario, 1804-1868” (Mizraje, 2003: 222).

38 Borrador “Reservado”, 5/4/1846, cit.

39 Apuntes de la balija., cit., p. 30; Páginas truncas, cit. p.13. El autor de los Apuntes de la balija narra el modo en que debió conducir el cuerpo de Estivao hasta el cementerio público en la más completa soledad, dado que ningún miembro de la colectividad argentina quiso acompañarlo por temor a las tropas rebeldes, aunque no refiere las supuestas mutilaciones. Antonio N. Pereira sostiene en sus Recuerdos que la cabeza de Estivao fue “cortada y llevada en una pica como trofeo de sanguinario triunfo por los negros”. Iriarte también refiere escenas similares: “cuando se apoderaron de su persona lo lanzaron de lo alto, cayeron sobre él cuando todavía estaba con vida y lo hicieron pedazos a bayonetazos, lo degollaron, mutilaron”. Pereira (1891: 33); Iriarte (1971:303).

40 Apuntes de la balija., cit., p.30

41 De Carlos Creus al Primer Secretario de Despacho de Estado, 8/4/1846, en “Informes…”, cit., p. 289.

42 Borrador “Reservado”, 5/4/1846, cit.

43 Véase la transcripción del expediente en Rocca (2019), p.115.

44 PRO/FO, 51-40, De Adolphus Turner a Earl of Aberdeen, 1/4/1846.

45 Archivo General de la Nación (Argentina), Archivo y Colección Andrés Lamas, Legajo Nº 2648. Por su parte, el Guardia Nacional de la viñeta aludida también tiene la delicadeza de brindarle una explicación política a su víctima, justificando el apuñalamiento: “Chanchos Franceses basta ya de sufrir buestras iniquidades ya somos libres: todos vosotros perecerán en nuestros puñales para que os sirva de ejemplo y nunca tomen parte en las Cuestiones políticas de paizes que en nada os corresponde”. Como hemos señalado en otra parte (Etchechury-Barrera 2017), si bien la asociación de los residentes europeos de Montevideo como mercenarios, aventureros e invasores fue lanzada inicialmente por la prensa de Rosas y Oribe, a mediados de la década de 1840 surgió una corriente “anti-extranjera” entre los militares y civiles que defendían la ciudad, lo que configuró un serio problema para las autoridades, que percibían cómo el “americanismo” ganaba adhesiones al interior de los muros.

46 PRO/FO, 51-40, De A. Turner a Aberdeen, Nº 15, 18/4/1846.

47 Si bien en las órdenes del día de la Legión francesa se había puesto énfasis en el respeto a las autoridades constituidas, el 7 de abril, cuando el motín riverista triunfó, se percibía un juicio muy adverso al ministerio depuesto: “Hoy día, nuestro tercer aniversario se anuncia bajo los más felices auspicios; el gobierno impopular no existe más; la ambición de unos, las intrigas de otros han sucumbido delante de la voz del pueblo”. Cfr. Ordre du jour del 7/4/1846, en AGNU, Legión Francesa, Libro de órdenes diarias, Libro núm. 3955.

48 PRO/FO, 51-40, De A. Turner a Aberdeen, 18/4/1846, cit..

49 Hemos analizado con más detalle el papel de la emigración argentina, tanto en este motín como en los años previos, en: Etchechury Barrera (2019).

50 Decreto del 25/6/1847, firmado por el Presidente Joaquín Suárez, en “Historia del Ejército Nacional. Año 1847 (continuación)”, EMGE, Boletín Histórico, Montevideo, núm. 66, julio-septiembre de 1955, p.12.

51 Un resumen de este motín y las negociaciones para desmontarlo pueden verse en: “Documentos oficiales”, 4/7/1847 y 5/7/1847, en (6 de julio de 1847), Comercio del Plata, Montevideo, núm. 513. Iriarte también le dedicó varias páginas de sus memorias (1971: 201-207).

52 “Interior. Documentos oficiales.”, Comunicación de Lorenzo Batlle al Presidente de la República, 19/8/1847, en (20 de agosto de 1947), Comercio del Plata, Montevideo, núm. 552.

53 Publicación Oficial de los documentos referentes a la destitución y destierro del Brigadier General D. Fructuoso Rivera. Montevideo, 16/10/1847.

54 De Carlos de San Vicente a Gabriel A. Pereira, 14/01/1848, en Correspondencia, 1894: 567-569 y de Manuel Herrera y Obes a Andrés Lamas, 14/1/1848, Correspondencia, 1901: 32-34.

55 En el proceso llevado adelante por el Consejo de Guerra fueron incluidos el Brigadier General Enrique Martínez, el comandante de artillería Francisco Fourmantin, los tenientes coroneles José Mora y Juan Pablo Rebollo, el capitán Pedro Gallegos, los tenientes Agustín Blanco y Santos Moreno, los Sub-tenientes Nereo de los Santos y Juan Manuel Sosa, los Sargentos Enrique Ramírez, Antonio Rivero, Benigno Silva, Prudencio López y Miguel Torres y el soldado Mariano Rivero, acusados “unos como promotores, y otros como complices” del motín. De ellos Mora fue condenado a 4 meses de cárcel, Rivero y Gallegos enviados al destierro y Enrique Ramírez y Antonio Rivero despojados de sus jinetas. El resto fue puesto en libertad, por haber cumplido suficiente prisión mientras se desarrollaba el proceso. Asimismo Correa fue reconvenido por sus afirmaciones realizadas durante la defensa y Thomas Rebollo condenado a 15 días de prisión por faltar “en alto grado al decoro del Tribunal” Cfr. “Sentencia del Consejo de Guerra de Oficiales Generales”, 15/3/1849, en Boletín Histórico, núm. 68, enero-marzo de 1956, pp. 29-30.

56 Cfr. “Ministerio de Guerra y Marina. Documento oficial”, 17/7/1848, Comercio del Plata, Montevideo, Nº 762, 18/7/1848. El mismo periódico, apelando a información recibida de su corresponsal en Buenos Aires, insinúa una supuesta conexión entre el episodio y Rosas, quien “estaba esperando la noticia de un movimiento insurreccionarlo que debía estallar aquí una de estas noches”.

57 De Herrera y Obes a Andrés Lamas, 17/7/1848, Correspondencia, 1901: 164. El defensor de Fourmantin sostuvo que también habrían tenido conocimiento del plan, en diverso grado, el comandante de la Legión Francesa, Jean-Chrysostome Thiebaut, así como el Comandante Miranda y el Coronel Malter, lo que hace suponer la existencia de una red de conspiradores más amplia. CORREA, Manuel, Defensa hecha a favor del Sr. Coronel D Francisco Fourmantin por el suceso de la noche del 16 de julio del año anterior, en el cual se le cree comprendido. Montevideo, s.p.i., 1849.

58 Rebollo, Thomas, Defensa del Teniente Coronel D. Juan P. Rebollo acusado de delito de sedición. Montevideo, s.p.i. 1849, pp. 6-8.

59 Ibídem, p.13.

60 Algunas palabras sobre las defensas. Montevideo, s.p.i, 14/3/1849, pp. 1-8.

61 Herrera y Obes aludía a los partícipes de la asonada de julio de 1848 como las “reliquias muy homogéneas de lo que en otro tiempo se llamó el partido del general Rivera. No dude V. de que el motín del 16 ha venido á concluir con él”. De Manuel Herrera y Obes a Andrés Lamas, 11/9/1848, Correspondencia, 1901:187.