El pactismo catalán y la construcción del Estado (1652-1714)

Joaquim Albareda

Universitat Pompeu Fabra, España

Fecha de recepción: 31 de mayo de 2021. Fecha de aceptación: 23 de julio de 2021.

Resumen

El pactismo, doctrina fundada en el respeto mutuo en el cumplimiento de los pactos entre el rey y los súbditos, constituía el fundamento de la monarquía compuesta de los Austrias en España, y halló su máxima expresión en los territorios de la corona de Aragón. El presente trabajo pretende analizar el desarrollo del pactismo catalán entre 1652 y 1714 y su dialéctica con el proceso de construcción del Estado, del que la guerra y la fiscalidad constituían dos pilares fundamentales. Si bien durante la revuelta de los Barretines (1687-1689) y la guerra de los Nueve años (1689-1697) las contradicciones se agudizaron, a principios del siglo XVIII el constitucionalismo catalán se revitalizó mediante la convocatoria de dos reuniones de Cortes (1701 y 1705), hasta que, en 1714, al final de la guerra de Sucesión, Felipe V puso fin a aquel sistema mediante la Nueva Planta absolutista.

Palabras clave: absolutismo, Cataluña, constitucionalismo, España, Estado, Pactismo.

Catalan pactism and the building of the State (1652-1714)

Abstract

Pactism, doctrine founded in the mutual respect to the fulfilment of pacts between the King and subjects of the crown, it constituted the basis of the composite monarchy of the Habsburg dynasty in Spain, and found its maximum expression in the territories of the Aragon crown. The aim of the present study is to analyse the development of the Catalan pactism between 1652 and 1714 and its dialectic in the State-building process, in which war and taxation composed two important pillars. Even though during the revolt of the “Barretines” (1687-1689) and the war of the Nine years (1689-1697) the contradictions had increased and intensified, at the beginning of the 18th century Catalan constitutionalism revitalised through the convening of two “Corts” meetings (1701 and 1705), until 1714, at the end of the War of Succession, Phillip V ended with that system via the absolutist “Nueva Planta”.   

Keywords: absolutism, Catalonia, constitutionalism, Spain, State, Pactism.

Tal como ponen en evidencia los tratadistas del siglo XVII, la religión era el principio constituyente de la vida política, lejos aún de los supuestos del paradigma estatalista y secularizador (Maravall, 1997). En consecuencia, el poder del monarca no estaba exento de una fuerte carga de moral y de obligaciones «amorosas» hacia sus súbditos. De ahí que, como señala Pablo Fernández Albaladejo, “la tecnología disciplinaria que fuera a implementarse hubiera de sustentare en el «amor» y no en el «miedo y violentos medios». La imagen del «buen pastor» responde perfectamente a tal vínculo y el poder pastoral, de este modo, marchaba de la mano de la soberanía” (Fernández Albaladejo, 2007: 121).

Fénelon, en 1701, siguiendo la tónica de su célebre obra Aventuras de Telémaco, aconsejó a Felipe V que el rey no debía perseguir otro honor ni otro interés que el de la nación que gobernaba. Solo de este modo, añadía, devenía el padre y el pastor del pueblo. Así pues, debía “moderar la autoridad real en su propia persona […] Es preciso que haga obedecer a las leyes y no a él mismo” (Fénelon, 1981: 163-164). Aún más, le advirtió que debía adaptarse a la nación y a sus costumbres y “sobre todo instruirse sobre las leyes del país y guardarlas religiosamente” (Fénelon, 1981:165).

El Teatro monárquico, escrito hacia 1700 por Pedro Portocarrero y Guzmán, patriarca de Indias y sobrino del cardenal Luis Fernández de Portocarrero que lideró la transición de los Austrias a los Borbones en España, constituye un magnífico exponente de dicha concepción de la política fundada en los presupuestos de la monarquía católica tradicional. Así afirma que “es poderoso príncipe, aquel que gobierna con justicia y equidad, oponiéndose a las tiranías” (Portocarrero, 1998: 187). Sostiene, en relación con los privilegios “que gozan los reinos o provincias que se entregaron a sus príncipes con aquellas condiciones, o ellos se las concedieron por relevantes servicios, que éstos han de ser con sumo cuidado atendidos para no vulnerarlos, por el riesgo que tiene quieran los súbditos defenderlos, por los medios opuestos a la autoridad del príncipe” (Portocarrero, 1998: 219). Asimismo, se refiere a la obligación que el rey tiene con los vasallos “debiéndoles guardar lo que jura en su coronación, en la observancia de sus fueros y privilegios, como éstos sean justos y proporcionados a la conservación de los súbditos, sin detrimento de la majestad”, del mismo modo que debe guardar los contratos “porque son de derecho natural”. (Portocarrero, 1998: 364-365). Aunque la obligación tenía sus límites:

Mas si las provincias o reinos han faltado a la obediencia de sus naturales señores, tomando las armas con pretexto de haberles quebrantado sus libertades, y se viere el príncipe obligado a desenvainar la espada para reducirlos a su antigua obediencia, mal hará cuando lo consiga en dejarlos con sus privilegios, porque por derecho han decaído de ellos y no tiene el príncipe obligación a reintegrarlos (Portocarrero: 1998: 219-220).

El pactismo, doctrina fundada en el respeto mutuo en el cumplimiento de los pactos entre el rey y los súbditos, constituía el fundamento de la monarquía compuesta de los Austrias, un complejo de instituciones y relaciones multinacionales, como apuntó John H. Elliott.1 Aunque también es verdad que a consecuencia del absentismo real –y de la renuencia de los reyes a reunir Cortes, cuyas exigencias incomodaban sobremanera a sus ministros– las convocatorias tendieron a espaciarse de forma ostensible.2

Se trataba de una monarquía que albergaba dos grandes bloques, cada uno con sus propias instituciones y una determinada concepción de la política, más allá de la fidelidad compartida hacia el soberano común. Por una parte, la corona de Castilla, que en la Baja Edad Media había visto desmantelada su constitución territorial y cuyo derecho se había acogido a la sombra universalista del ius commune, de la tradición romano-canónica. Era, en este sentido un territorio débil, sin una expresión parlamentaria pura, y en el que el rey legislaba mediante pragmática sanción, en un sistema que ha sido calificado de decisionismo regio frente al normativismo de la C. de Aragón.3 En efecto, en Castilla en contraste con los reinos de la Corona de Aragón, “quebró definitivamente la posibilidad de que en este reino llegara a asentarse una asamblea interestamental y orgánica –una auténtica comunitas regni– con capacidad jurisdiccional para proceder conjuntamente con el monarca, a la elaboración de normas jurídicas con validez para toda la corona” puesto que en las Cortes solo estaban representadas 21 ciudades. A falta de una instancia creadora del derecho territorial, el protagonismo negociador fue asumido por las corporaciones urbanas, amparadas en un entramado judicial y una jurisprudencia basada en los principios del derecho común, y que actuaban como un contrapoder frente a la creciente autoridad real. Es decir que, a pesar de las inexistentes facultades jurisdiccionales de las Cortes, no por ello dejaron de ejercitar sus posibilidades de negociación política, ni ello significa que el absolutismo hubiese tomado ya carta de naturaleza en Castilla (Fernández Albaladejo, 1992: 317-318). Asumieron el rol de las Cortes en el ámbito fiscal la Diputación del Reino, que entendía en la gestión y administración del encabezamiento general para las alcabalas y tercios, y la Comisión de Millones, que administraba el servicio de millones. De esta forma las Cortes, mediante ambas instituciones, lograban invadir la potestad fiscal del príncipe.4 Por otra parte, hay que destacar que dentro de la Corona de Castilla disfrutaron de una representación separada de las Cortes, mediante Juntas Generales, los territorios de Galicia, Asturias, Vizcaya, Guipúzcoa y Álava, mientras que Navarra disponía de Cortes propias.

En esta senda interpretativa, rehuyendo los modelos binarios, Manuel Herrero ha formulado la sugerente hipótesis de una monarquía de republicas urbanas cuyos intereses se hacían coincidir con los de las élites urbanas vinculadas a las actividades mercantiles y financieras.5

1. El pactismo en la Corona de Aragón

Sabemos que en la Europa de finales del Cuatrocientos y principios del Quinientos numerosos pactos relacionados con la jura et libertates tomaron una naturaleza contractual mediante el donativo efectuado por los estamentos que se plasmó en las leyes aprobadas en cortes.6 En estos términos lo formulaba, en 1384, el franciscano catalán Francesc Eixemenis:

todas las señorías del mundo fueron, en su fundación originaria, paccionadas y acordadas mediante ciertos pactos y con sus leyes municipales […] el rey rige a sus súbditos como hermanos y caros amigos, en sus libertades y leyes paccionadas, pero el tirano no guarda libertad a nadie, sino que tiene a sus súbditos como cautivos y en gran sujeción (Eixemenis, 1983: 191 y 241).

Aquellos acuerdos eran cláusulas contractuales, originalmente de tipo privado. Normas de derecho público, de cumplimiento obligado tanto para los soberanos como para los estamentos, normas de derecho positivo, leyes generales y fundamentales, mediante las cuales los súbditos podían exigir al soberano el respeto de las obligaciones contraídas y, en caso contrario, podían alegar que se sustraían a la fidelidad y a la obediencia al rey. Así pues, el pactismo era una realidad histórica que el soberano debía aceptar y que podía coexistir con el absolutismo creciente, no sin las inevitables tensiones. No es extraño, en consecuencia, que Jean Bodin, defensor de la soberanía del rey a la hora de legislar, considerara arbitraria “la confusión entre ley y contrato” (De Benedictis, 2001: 380). A juicio de Jesús Lalinde el pactismo es “una ideología que trata de frenar el autoritarismo del Rey en beneficio de los estamentos y que representa una posición intermedia entre la monocracia y el feudalismo” (Lalinde, 1991: 269). El historiador del derecho advirtió que no tenía que ver con el feudalismo, al contrario de lo que a veces se supone, puesto que el pactismo jurídico era un “verdadero contrato bilateral, como la compraventa, en tanto que el feudo no puede ser calificado ni siquiera de contrato, y por su parte, el pactismo político está basado entre una persona singular de una parte, el Rey, y una colectividad o universidad de otra, el Reino, mientras el feudalismo es el conjunto de muchas relaciones establecidas entre personas individuales”. Es decir, que no solo no tenía ascendencia feudal, sino que constituía una fórmula alternativa. De este modo, prosigue, el pactismo de la Corona de Aragón era historicista (no de carácter filosófico) y tenía una variante política (Aragón) y otra jurídica (Cataluña y Valencia, fruto de un contrato que puede calificarse de compraventa del tipo “do ut facias”). En dichos territorios el pacto se traduce en el desarrollo de las Cortes y en las «leyes paccionadas», aprobadas en ellas, y en el juramento del rey para observarlas.7 El pactismo político aragonés plasmado en los fueros de Sobrarbe, cuya leyenda Lalinde considera que nació en el siglo XIII y que alcanzó el máximo desarrollo en el XVI, tuvo un gran eco, entre otros teóricos, en el padre Juan de Mariana, Juan Soranzo, los monarcómacos François Hotman y Teodore Beza, puesto que representó en la Europa de entonces la gran alternativa al voluntarismo bodiniano.8 En efecto, Clizia Magoni ha demostrado el amplio impacto que tuvo entre los hugonotes franceses, entre los republicanos ingleses, en Holanda, y entre los revolucionarios americanos y franceses.9 El holandés Baruch Spinoza, concluyó que en aquel modelo “la multitud puede mantener bajo el rey una libertad suficientemente amplia, con tal que logre que el poder del rey se determine por el solo poder de la misma multitud y se mantenga con su solo apoyo” (Spinoza, 2004: 179).

De acuerdo con estas variantes en la corona de Aragón Lalinde distingue entre fueros y constituciones:

La concepción popular de la foralidad es la de privilegio o libertades frente al Poder, en tanto la del Derecho o Dret ha sido la de normativa general del Poder o con el Poder. La Foralidad ha sido apoyada por un pactismo histórico, en tanto que el Derecho lo ha sido un pactismo jurídico […] Aragón ha sido un modelo de Foralidad al regirse por fueros, frente a Cataluña, como un modelo de derecho al regirse por constituciones, en tanto que Valencia y Mallorca no han sido fáciles de caracterizar (Lalinde, 1998: 26-27).

Y prosigue: el objetivo político del pactismo histórico aragonés, liderado por la nobleza, “lo ha constituido la superioridad del Reino frente al rey, cuya derivación ha sido la reserva de los cargos públicos a los indígenas”, mientras que el fundamento del pactismo jurídico catalán se encuentra en el “apoyo económico del Principado a las empresas militares del rey, concretado fundamentalmente, en el pago del tributo conocido como del “bovatge” para subvencionar la conquista del Reino de Mallorca. En consideración a éste, las normas emanadas de las Cortes se han considerado pactadas” (Lalinde, 1998: 29-30). En el caso de Cataluña, como apunta Josep Fontana, hay que tener en cuenta que la debilidad relativa de los principales actores políticos (el rey, la aristocracia y la burguesía urbana) resultó decisiva para que cristalizaran unos pactos que hicieron posibles el desarrollo de las cortes y la legislación que limitaba el poder del rey y facilitaba la representación política.10

2. Dos coronas con sus respectivas Cortes

Lejos de constituir una sola unidad política (aún menos una nación), la monarquía compuesta en tiempo de los Austrias consagró un modelo en el que convivían distintas entidades constitucionales agrupadas bajo la Corona de Castilla (con las Cortes y las citadas Juntas Generales territoriales) y la Corona de Aragón (cuyo entramado institucional era plural con cortes en Aragón, Cataluña y Valencia, y parlamentos en Cerdeña, Sicilia y Nápoles). Ya nos hemos referido al mayor relieve político de las Cortes en la Corona de Aragón donde el rey dependía del subsidio votado, previamente resuelta la reparación de agravios y una vez aprobados los fueros o constituciones y privilegios.

Las cortes de la Corona de Aragón (y especialmente de Cataluña) disponían de las principales atribuciones que caracterizaban a los parlamentos europeos más activos en los siglos modernos, señalados por Michael Graves: el derecho de consentir y de controlar la fiscalidad real –y de llevar a cabo la recaudación–, la capacidad de colegislar, de exigir la reparación de agravios previa a la aprobación del donativo concedido al rey en Cortes y la disposición de un organismo de representación permanente.11 Aún cabe atribuirles otra función indispensable: el juramento recíproco entre el rey y el reino. Disfrutaban, por lo tanto, de atribuciones más amplias que las que gozaban las Cortes de Castilla, los Estados Generales de Francia y los Estados provinciales de la monarquía vecina. Pero hay que añadir, a renglón seguido, que las cortes de Aragón y de Valencia vieron reducidas algunas de estas principales atribuciones entre finales del XVI y mediados del XVII.

Como hemos apuntado, a consecuencia del absentismo real las convocatorias se espaciaron ostensiblemente.12 La ausencia de Cortes condujo a una parálisis legislativa y a una lógica fosilización de la ley ante una realidad social cambiante, a la vez que propiciaba un creciente protagonismo de la Diputación, el órgano permanente, así como de los juristas, que recurrían sistemáticamente a la jurisprudencia para resolver los conflictos que, de forma reiterada, surgían.

La diferente constitución política de los territorios de las coronas de Aragón y de Castilla la puso de relieve el felipista Agustín López de Mendoza, conde de Robres, en su Historia de las guerras civiles de España (1708). Advertía que en Castilla no sucedía como en Aragón y en Inglaterra, donde las Cortes y el rey debían legislar conjuntamente, pues, en Castilla sus Cortes

“sólo tienen el derecho de suplicar lo más conveniente, y el rey le tiene con plena soberanía, no solamente para consentir o no en las súplicas, sino también para, no habiendo admitídolas, disgregadas ya las Cortes, promulgar leyes conforme a ellas, lo que puede hacer también sin la solemnidad de juntar los estados del reino” (Robres, 2006: 16).

En síntesis: consideraba que los reyes en Aragón “no eran absolutos”, a diferencia de Castilla “donde han sido siempre tan absolutos” (Robres, 2006: 16).

¿A qué se refería el conde de Robres? Sin duda al hecho de que, en la Corona de Aragón, el margen de acción real estaba muy limitado por el ordenamiento jurídico propio. Los virreyes de Cataluña y de Aragón, Velasco e Ibáñez de la Riva, se lamentaron de sus reducidos márgenes de acción. Velasco, el 1704, se quejaba de “lo que estrechan sus Constituciones” y de que la aprobación en Cortes del Tribunal de Contrafacciones (una jurisdicción que debía garantizar el respeto hacia las Constituciones catalanas) reducía substancialmente la autoridad real en Cataluña. El virrey Ibáñez de la Riva, al cabo de un año, se pronunciaba en términos similares: “en Aragón tiene el Rey poco más que el nombre […] no tienen el Rey ni el virrey, aun con la Real Audiencia, jurisisdicción alguna para proceder de oficio ni prender a nadie”. 13 Por aquellos días un informe anónimo de un felipista, en 1705, afirmaba que los catalanes temían perder sus constituciones, “que son el objeto de su voluntad, centro de sus entranyas y el tesoro más apreciable, y que dende aquí adelante no tendrán con que hacer oposición a su Rey” (Barreda y Carretero, 1980: 667).

Sin incurrir en la idealización de un sistema propio de una sociedad del Antiguo Régimen hay que hacer hincapié en el valor cualitativo de aquel sistema político capaz de alcanzar un desarrollo progresivo, tal como confirma la trayectoria del parlamentarismo catalán, frente al poder cada vez más absoluto de los reyes en el continente europeo, aunque se tratara de un absolutismo limitado, de acuerdo con Jöel Cornette.14 Si en Cataluña regía el principio “el señor rey está obligado a juzgar según disposiciones de derecho”, o bien, “el Rey con la Corte es superior a él sólo”, la Nueva Recopilación (1567) de leyes castellanas había confirmado a la corona como fuente del derecho en sus territorios mediante la pragmática (Sales, 1994: 101). Conviene aclarar qué tipo de «libertades» garantizaban las Constituciones, privilegios y otros derechos catalanes (a veces calificados peyorativamente como simples privilegios que sólo favorecían a los poderosos) que eran, en realidad, derechos formales que protegían los intereses de los residentes en el territorio y que limitaban el creciente poder real y el sistema fisco-financiero del naciente Estado, como ha advertido Angela De Benedictis.15 Unos derechos colectivos que, a fin de cuentas, respondían a la cualidad esencial del constitucionalismo, que señaló Charles H. McIlwain: establecían una limitación legal del gobierno y eran la antítesis del gobierno arbitrario. Esta caracterización genérica no debe hacernos obviar, insistimos en ello, la realidad de una sociedad estamental basada en el privilegio, ni la confrontación de intereses sociales que subyacía bajo el paraguas constitucional.16 Pero como ha puesto de relieve Gregorio Colás en relación con las libertades aragonesas,

las libertades no son monopolio de la nobleza ni del clero sino de los aragoneses […] bajo ningún aspecto debe minusvalorarse el alcance de estas libertades para el pueblo de las que es, en no pocos casos, el principal beneficiado. Alguno de estos derechos poco o nada decían a los privilegiados por estar exentos de la materia que trataban de regular (Colás, 1997: 275).

Es decir: la prohibición de la tortura, de la confiscación, el control de la fiscalidad y del poder real, la justicia (defensa de los derechos de los presuntos delincuentes, independientemente de su condición social, excepto en el caso de los vasallos de señorío laico que quedaban a merced de su señor: sólo un 20% de la población). En este sentido el Despertador de Catalunya, publicado en la Barcelona resistente de 1713 por decisión de la Junta de Brazos estamentales, recordaba que

“si bien los nobles gozan en Cataluña (conforme a las demás partes del mundo) de algunos privilegios de los que no gozan los plebeyos, sin embargo unos y otros, por razón … [de las Constituciones] son igualmente exentos de diferentes y gravísimos e insoportables tributos” (Albareda, 1996: 170-171).

Añadía, además, otras prerrogativas que beneficiaban al conjunto de la población, como que el rey no pudiera legislar sin la aprobación de los catalanes, que sus ministros no podían administrar justicia sin escuchar a las partes implicadas, que las causas debían resolverse en Cataluña y, principalmente, que sólo podía movilizarlos para la guerra si esta tenía lugar en territorio catalán, entre otros privilegios.17

Pero no sólo se trataba de derechos sino también de representación política. El historiador Peter Blickle en su interpretación sobre la modernización del Estado en Europa «desde abajo», es decir, gracias al concurso del «hombre común», ha recordado que hacia el siglo XVI los contratos políticos de cara a la creación del gobierno de la ley no sólo amparaban los privilegios de la aristocracia y de la clerecía sino que, principalmente, pretendían garantizar el status jurídico de los individuos, proteger la propiedad frente a la recaudación fiscal y vincular la legislación al consenso parlamentario. Es decir: que el poder que, al final de la Edad Media, se apoyaba en la nobleza y la tradición dinástica se complementó con otro poder basado en la ley y el orden. Se inició, de este modo, el camino hacia la representación de la gente común y la legislación basada en el respeto a las leyes de la comunidad.18 En este sentido hay que subrayar la centralidad de las Cortes en la Corona de Aragón, derivada de la asunción que éstas encarnaban todo el cuerpo político, concepto clave de la representación. Sin duda, la capacidad de legislar era su atribución más importante, a diferencia de las Cortes de Castilla. En realidad, aunque se trataba de una regalía suprema que correspondía al rey, éste ejercía su «voluntaria jurisdicción» compartiéndola con los estamentos cuyo resultado eran las leyes paccionadas.

Más concretamente, en Cataluña, aquel sistema se cimentaba en una suerte de «republicanismo monárquico», cuyo desarrollo alcanzó las cotas más importantes en las Cortes de 1701 y de 1705 gracias a las leyes que limitaban las atribuciones regias y consolidaban la supeditación de toda la autoridad a la ley paccionada. Las Constituciones aprobadas en aquellas Cortes daban respuesta efectiva a amplios intereses de la sociedad (en los ámbitos de la política, de la economía, de la justicia y de la guerra). Se trataba, en suma, de un sistema que se articulaba mediante unas instituciones que, según el borbónico marqués de Gironella, daban “demasiada autoridad a la plebe, a menestrales, artistas y gente común”, especialmente en los consistorios municipales.19 La evolución del constitucionalismo en la línea del parlamentarismo cobró fuerza al socaire de importantes mutaciones en la economía orientadas a la especialización y a los intercambios comerciales tanto internos como externos, que ya se percibían en 1700.20 A su vez, aquellas transformaciones, gracias a las posibilidades de promoción social, favorecieron el ascenso de los grupos burgueses. De este modo los «ciudadanos honrados» (burgueses ennoblecidos) participaron en las instituciones políticas y se convirtieron en los principales defensores del constitucionalismo mediante su actividad en la Conferencia de los Comunes, un organismo consultivo que reunía a representantes de la Diputació del General, del Consell de Cent barcelonés y del Brazo militar para tomar decisiones conjuntamente de acuerdo con las Constituciones.

Características, todas ellas, que imprimieron una mayor vitalidad al constitucionalismo catalán y a la representación política, en relación con los territorios de Valencia y de Aragón. Una buena prueba de ello lo constituyen los municipios, con “unas formas de gobierno más evolucionadas, más complejas, logrando una mayor autonomía urbana de las incipientes estructuras estatales, junto a una representatividad social más amplia y una estructura administrativa suficientemente ágil y equilibrada” (Passola, 2008: 29).

3. La presión del Estado fiscal-militar sobre el pactismo

Recordar la existencia de esa compleja realidad, con sus tradiciones políticas diferentes y con su particular forma de entender la política, más «republicana» en la Corona de Aragón, no es una cuestión baladí a la hora de comprender los proyectos políticos que se enfrentaron en la Guerra de Sucesión. Como tampoco hay que perder de vista que, a finales del siglo XVII, las viejas monarquías compuestas europeas sufrían el envite de los nacientes estados. Dichas monarquías estaban formadas por diversas unidades políticas en pie de igualdad teórica, aunque con desigual influencia tanto demográfica como económica. En efecto, las tendencias uniformizadoras de los monarcas, espoleadas por las urgencias fiscales y financieras para hacer frente a los gastos militares –una cuestión espléndidamente explicada por Antonio M. Bernal en relación con el imperio español–21 avanzaban de forma inexorable: si en la Europa de 1500 existían unas 500 unidades políticas, en 1900 se habían reducido a 25.22 En aquel desarrollo la fecha de 1707 resulta crucial, marcada por los procesos de conquista y de unión territorial que dieron como resultado una recomposición política general, tal como sucedió en España (la Nueva Planta en la corona de Aragón), en Gran Bretaña (el Acta de Unión de Escocia) y en el Imperio (la monarquía dual austro-húngara), tres vías distintas en el proceso de construcción del Estado.23

Sin duda alguna, el principal motivo de fricción entre la monarquía y los territorios de la Corona de Aragón fue el de la contribución a la hacienda real. Al cabo de una próspera primera mitad de siglo XVI, la presión como consecuencia de las cargas de la dinámica imperial fue in crescendo en la década de 1590: para entonces, el imperio era, a todas luces, un parásito de Castilla; a partir de aquel momento se multiplicaron las voces que reclamaban la correspondencia en las cargas imperiales de los territorios no castellanos. Es de sobras conocido el proyecto de la Unión de Armas del conde-duque de Olivares (1625) y su intento de hacer de las Cortes de la Corona de Aragón un cuerpo más manejable y obediente, al estilo de los Estados Provinciales y los Parlamentos franceses. En este sentido, Eva Serra ha argumentado que, en consecuencia, se produjo una desnaturalización del modelo parlamentario en Aragón y Valencia entre 1592 y 1645.24 Es decir que, en buena medida, Olivares logró su objetivo en ambos reinos, en los que obtuvo colaboración económica al margen de la convocatoria de Cortes. Pero no la consiguió en Cataluña donde el conflicto de la guerra de los Segadores (1640-1651) tuvo su origen en este intento fallido. Así Aragón y Valencia celebraron Cortes en 1645-1646 para colaborar con el rey en la tarea de recuperar el territorio catalán. En el caso de Valencia, fueron las últimas Cortes: una Junta de Servicios y una Junta de Contrafueros asumieron, a partir de entonces, dos de sus funciones básicas.

A su vez hay que señalar que el desarrollo del pactismo y de las Cortes dio lugar a la preocupación doctrinal sobre el papel que le correspondía al rey, según Lalinde, una inquietud que se agravó a partir de la Guerra de los Segadores.25 En efecto, entre los juristas de la Corona de Aragón, que atribuían la potestad normativa a “el Rey en las Cortes” (equivalente al “King in Parliament), surgió una corriente encabezada por Lorenzo Mateu y Sanz –autor del Tratado de la celebración de Cortes Generales del reino de Valencia (1677)– que, si bien suscribía la teoría del pactismo, subrayaba al mismo tiempo el “principio indubitado” de que “la fuerza de la ley nace de la autoridad real, que se halla en el decreto, no en la súplica”. (Arrieta, 2008, p. 56). Es decir, el soberano no estaba obligado a garantizar ninguna petición, pero disponía de la prerrogativa de satisfacer lo que considerase justo. Mateu fue muy explícito al respecto y por ello constituye el representante más conspicuo de la corriente de pensamiento jurídico que, en la difícil coyuntura de la posguerra, defendió los intereses regalianos sin renegar del pactismo. Dicho de otra manera, intentó buscar el difícil equilibrio entre los dos extremos –absolutismo y constitucionalismo– después de la ruptura entre Cataluña y la monarquía, como también llevarían a cabo esta labor Crespí de Valldaura y Rafael Vilosa. Éste último, regente de la Corona de Aragón, defendió un regalismo moderado, mediante la figura de un rey dotado de una autoridad que no debía verse reducida por el hecho de limitar su libertad al respetar la de los súbditos. Según Jon Arrieta, “se propugna la figura de un rey autocontrolado, que puede pero no quiere, y que acepta voluntariamente determinados límites” (Arrieta, 1993: 196).26 Es evidente, pues, que entre los juristas tomó cuerpo un discurso «realista» o «regalista» en la Cataluña de los últimos Austrias, término que no debemos confundir con el de «absolutismo», ya que se trata de una corriente de constitucionalismo «realista». En Aragón, el neotacitismo realista aún fue más perceptible, como ha señalado Xavier Gil.27

4. La dinámica política entre 1652 y 1714

Más allá de las reflexiones de aquellos reputados juristas debemos preguntarnos cuál fue la dinámica de la relación política entre Cataluña y la monarquía a partir de 1652, cuando Felipe IV recuperó Barcelona y la Junta de Brazos le dio, de nuevo, la obediencia. No sucedió como en Mesina después de la guerra de 1674, cuando, en virtud del derecho de conquista, Carlos II impuso en la Sicilia oriental una nueva planta suprimiendo las libertades de las repúblicas urbanas.28 Contrariamente, se respetó el marco constitucional y se inició entonces la etapa que ha sido calificada de «neoforalismo», un concepto harto discutido,29 que respondería a una política pragmática en la que el pactismo fue preservado –aunque con limitaciones significativas–, si bien transcurrió bajo el signo de una tensión latente, en el marco de las guerras con Francia. En efecto, acabada la guerra de los Segadores, la monarquía controló sistemáticamente los nombres de las personas que podían ser elegidas en la Diputació y en el Consell de Cent (mediante la insaculación), con el objeto de garantizar su fidelidad.30 Otra novedad relevante fue la ampliación por parte de la monarquía del espacio fiscal propio. La Capitanía General se apropió de la “Nova ampra” (impuesto especial que la Generalitat había creado sobre el consumo de lujo y el ocio para hacer frente a los gastos de la guerra), además de la percepción de los derechos de capitanía (10% sobre diversas mercancías) y de la implantación de donativos en forma de alojamientos, reclutamientos o impuestos. Ello hizo posible un notable incremento del peso de la hacienda real, coincidiendo con la quiebra de las finanzas públicas catalanas a consecuencia de la deuda contraída durante la guerra, situación que se agravó por un creciente fraude fiscal a la Generalitat propiciado por Capitanía.31

La tensión reapareció en Cataluña a causa de la amplia revuelta de los Barretines (1687-1689), contra los abusivos alojamientos de tropas entre la población que fue seguida de una dura represión32 y de la Guerra de los Nueve Años contra Francia (1689-1697), período en el que se alojaron en el Principado entre 10.000 y 20.000 hombres, según el momento, en cuyo transcurso se constituyó la citada Conferencia de los Comunes. Ante su creación el virrey Villahermosa, alarmado, escribió al rey en 1690:

estos consistorios juntos se abrogan tal autoridad que presumen tenerla sobre los lugartenientes generales persuadiéndoles que su conservación pende del arbitrio de ello, hasta juzgar que las operaciones políticas y militares las ejecuta el virrey conformándolas con sus ideas y me persuado que este modo de aunarse estos consistorios irá insensiblemente echando tales raíces que se le formará a V. Mgd. en Cataluña un tribunal que no reconozca superior (Dantí, 1990: 222-223).

Al cabo de cuatro décadas de la conclusión de la guerra de 1640 y de la experiencia republicana bajo la tutela del rey de Francia, rebrotaba el recelo por ambas partes. El escrito anónimo Luz de la verdad, publicado hacia 1698, es un panegírico de la fidelidad de los catalanes al príncipe, partiendo del supuesto del pactismo, que rechaza la acusación de rebeldía vertida contra los catalanes con motivo de la revuelta de los Barretines. El argumento central se basa en la idea contractual que regula la relación entre el rey y los súbditos:

De dos maneras se puede poseer el reino: o absolutamente o condicionalmente. Absolutamente, como cuando él con sus armas y dinero gana alguna provincia injustamente ocupada […] Condicionalmente, cuando los que lo poseen lo eligen con algunas condiciones de que les ha de guardar sus fueros. Que entonces es contrato, y está obligado a ello, y no puede hacer ni deshacer sin su consentimiento, y en caso que lo haga pierde, pierde el derecho al reino (Albareda, 1996: 43).

Después de dejar sentado que “Cataluña es pactada porque en sus principios fue electiva” condenaba sin tapujos el intento unificador del conde-duque de Olivares: “Pusósele en la cabeza el reducir España a un Dios, a un rey, y a una ley, porque le daban en rostro tantas libertades y dominios diferentes”. El texto, en forma de diálogo entre cinco soldados españoles, “cada cual de su nación o provincia”, plantea cuestiones capitales para entender las difíciles relaciones entre Cataluña y la monarquía a finales del siglo XVII (Albareda, 1996: 46). Quizá la más relevante sea el estado de indefensión en que se encontraba el país frente a las constantes ocupaciones francesas, inexplicable a ojos de los catalanes puesto que mantenían a un numeroso ejército y sufrían la onerosa carga de los alojamientos de las tropas de la monarquía y unas contribuciones de guerra que les exasperaban. En este punto Luz de la verdad denunciaba la inoperancia del ejército y la malversación de recursos por parte de los oficiales y de algunos ministros reales, sumada a la irresponsabilidad de éstos (Albareda, 1996: 50).33 Asimismo rechazaba el sistema de reparto de las contribuciones del que se libraban los ricos comprando privilegios de militar, y los eclesiásticos, con lo que “daba el peso todo sobre los hombros flacos de los pobres” (Albareda, 1996: 60).

Pero otro escrito político, un manuscrito anónimo, esgrime argumentos completamente contrarios. Sus supuestos son inequívocamente regalianos, cuando no absolutistas, aunque para fundamentarlos el autor no precisa recurrir a Hobbes o a Bodin, sino a las autoridades romanas, a las eclesiásticas, a las Constituciones y a los juristas catalanes. En plena revuelta de los Barretines (1688) y partiendo de la idea de que Cataluña se hallaba enferma, el texto invoca la soberanía del monarca sin tapujos: “el príncipe no debe permitir que sus vasallos le den leyes”. Además, recuerda la obligación de los catalanes de servir al rey en tiempo de guerra, apela a las Constituciones para justificarla, y se refiere a los virreyes como “presidentes de las provincias”, evocando, finalmente, el desenlace de la Guerra de los Segadores para justificar el despliegue de la soberanía real sin cortapisas. Diversas afirmaciones insisten en la supremcía del poder regio: “las resoluciones del poder absoluto no se dejan sujetar así como quiere el juicio de la razón y el discurso humano”; “el gusto del Príncipe tiene fuerza de ley”; “es permitido al príncipe apartarse del contrato que ha hecho con sus vasallos, siempre que tuviese justa causa”. A la hora de reprochar a los rebeldes catalanes su actitud no faltan las referencias a las revueltas de Nápoles (1647) y de Mesina (1674). Todo ello le permite concluir que “el que resiste a la voluntad de su Príncipe, aunque el mandato sea contra el derecho (como no sea contra la ley de Dios) por menospreciador de la autoridad, debe ser castigado”. En suma, según el autor, quedaba fuera de duda la obligada obediencia ciega de los súbditos a los dictados del monarca por encima de las leyes, especialmente en materia de alojamientos y contribuciones. 34

Queda claro que se trata de dos lecturas políticas contrapuestas sobre el poder del rey y su relación con los súbditos -sobre el pactismo, en definitiva- que anticipan uno de los elementos centrales que se debatirá al cabo de un par de décadas, en plena guerra de Sucesión.

5. La guerra de Sucesión. La puesta al día del constitucionalismo: las Cortes de 1701 y de 1705

Si bien en la Cataluña de 1700 la memoria colectiva de carácter cívico y de gobierno participativo estaban profundamente enraizadas,35 por el contrario, el constitucionalismo catalán se encontraba en un punto crítico, similar al de otros territorios europeos que contaban con asambleas representativas, puesto que los Austrias no habían concluido Cortes desde 1599.

El contexto del cambio dinástico, al morir Carlos II, se reveló a los ojos de los grupos dirigentes catalanes como el momento propicio para jugar la carta de la fidelidad al rey a cambio de la convocatoria de Cortes para poner las leyes al día, tal como sucedió en dos tiempos: con Felipe V (1701-1702) y con Carlos III el Archiduque (en 1705-1706). Así pues, podemos sostener que la apuesta política y económica de los catalanes en la guerra de Sucesión junto a las potencias marítimas, perseguía el desarrollo del constitucionalismo de la mano de Carlos III el Archiduque, cuyo secretario fue, significativamente, el catalán Ramon de Vilana Perlas.36

El conflicto de la viceregia, que se prolongó durante tres meses (entre noviembre de 1700 y marzo de 1701), constituyó un aviso para el nuevo monarca. En efecto, en caso de sucesión de reyes la legalidad constitucional catalana dejaba sin validez la jurisdicción del virrey hasta que el nuevo monarca hubiera jurado las Constituciones. La Real Audiencia obvió el requisito y dio por consumada la continuidad del virrey príncipe de Darmstadt -por otra parte, un personaje muy estimado por los catalanes; pero queda claro que el fondo del asunto que se dilucidaba era jurídico-. La disputa dio lugar a una frenética actividad de la Conferencia de los Comunes, liderada por el Brazo militar, que tocó a su fin con una carta del rey en la que pedía que fuera aceptado el nuevo virrey conde de Palma (al haber concluido Darmstadt su mandato). Tal como había sucedido en ocasiones anteriores, después de las protestas acostumbradas, las instituciones aceptaron el nuevo virrey.37 En los Anales de Cataluña Feliu de la Peña subraya la importancia del incidente puesto que puso en entredicho “las Leyes de la Patria” (Feliu, 1709: 469).

El proceso de celebración de las Cortes de 1701-1702, convocadas por Felipe V, puso en evidencia la tensión entre la dinámica pactista y la realista hasta el punto de que el 10 de diciembre de 1701 el rey dio un ultimátum a las peticiones de los representantes catalanes amenazando con la entrada de tropas francesas y castellanas si no aceptaban sus propuestas, ante lo cual el brazo militar reaccionó vivamente.38

Pero no fue este el único obstáculo grave que surgió en su transcurso, puesto que el virrey, el conde de Palma, apoyado por cuatro doctores felipistas de la Audiencia, redactó una representación dirigida al rey en la que le aconsejaba que no concluyera las Cortes, como aconteció en las de 1626-1632. Las razones que esgrimía eran que los brazos se habían extralimitado en sus exigencias y que el donativo que ofrecían era demasiado reducido. La recomendación final fue la que sigue:

Señor, la detención de V.M. aquí no es decorosa a su respeto, porque no se comprenda para ella más motivo que el de las Cortes […] y el buen celo de las diligencias que han intervenido para allanar dificultades comprueba la experiencia a haber ocasionado más desautoridad que adelantamiento (Albareda, 1993: 80).

La respuesta de las instituciones catalanas no se hizo esperar: dirigieron representaciones al duque de Medina Sidonia, al conde de San Esteban, al secretario Antonio de Ubilla y al conde de Marcin, embajador extraordinario del rey de Francia. Todas ellas hacían hincapié en aspectos cruciales como la función política de las Cortes, el problema endémico de los alojamientos de tropas –que motivó la revuelta de los Barretines entre 1687 y 1689–, entre otras cuestiones más puntuales que se debatían en las Cortes. Pero, sin duda la cuestión nuclear era la defensa del pactismo y del constitucionalismo:

que la Real dignidad reconoce en su primera obligación que sus vasallos vivan según leyes y disposiciones que hicieron los mayores, que éstas, o por diuturnidad de los tiempos o por malicia de los mismos, adolecen muchas veces de inobservadas y que la mudanza de los días muestra la necesidad de reducir aquellas a sus quicios y prevenir con otras lo futuro. Y como en Cataluña quien hace las leyes es el rey con la corte, y no habiéndose podido conseguir en la pasada centuria, es muy propio de la Real benignidad de V.M. que en los primeros pasos de su feliz imperio favorezca y mire con benignos influjos esta necesitada Provincia (Albareda, 1993: 81).

En síntesis: el acto de celebrar Cortes constituía la pieza fundamental del sistema constitucional catalán y, a la vez, el mecanismo de encaje del Principado en la monarquía. El virrey Palma era replicado de este modo:

Dice el conde que en semejantes casos siempre se proponen constituciones. Sólo diré que para esto se instituyeron las Cortes; ni el pedir éstas con reverentes súplicas puede ofender a la Majestad […] Porque son amantes por sus privilegios y prerrogativas los catalanes, pero a todos se adelantan en el respeto y amor y veneración a sus Príncipes: defenderán los unos sin pasar los límites de su vasallaje fiel y obediente de forma que diestros artífices darán una misma tela de fieles con su Rey y de celosos con su Patria (Albareda, 1993: 84).

Tras lamentar la actitud de Palma, la representación concluía con una cerrada defensa del pactismo:

Ni el acto de celebrar Cortes es tan extraño a la Majestad que él, por si solo, no pida la presencia real […] En las Cortes se disponen justísimas leyes con las cuales se asegura la justicia de los reyes y la obediencia de los vasallos. Se tratan puntos de justicia y otros muy importantes al buen estado y aumento de las coronas (Albareda, 1993: 84).

El enviado francés, el conde Marcin, testigo excepcional de aquel momento, plenamente consciente de la importancia de la celebración y conclusión de las cortes efectuó una pertinente reflexión:

Los catalanes, como todos los pays des États, piden siempre el máximo de ventajas que pueden, entre las que se hallan muchas cosas razonables y que no procuran otra cosa que el bien del gobierno y de la policía del país. Hay otras que parecen afectar la autoridad del rey, pero que, en el fondo, no tienden más que a corregir los abusos que la autoridad de los virreyes y los ministros castellanos han establecido en esta provincia desde que no se han concluido Cortes, hace doscientos años [sic]. Los castellanos, por su parte, tienen una aversión insuperable hacia los catalanes. Creen ser los únicos buenos súbditos del rey de España y se imaginan que cuando su Majestad tiene motivo para estar contenta con los otros es en perjuicio suyo, porque quieren ser los únicos poseedores de todos los empleos y dignidades de los países dependientes de la monarquía española (Noailles, 1776: 181-182).

Por su parte, el marqués de San Felipe, proporciona una lectura de la celebración de Cortes en clave regalista:

No se estableció en estas cortes ley alguna provechosa al bien público y al modo del gobierno, todo fue confirmar privilegios y añadir otros que alentaban a la insolencia porque los catalanes creen que todo va bien gobernado gozando ellos de muchos fueros. Ofrecieron un regular donativo, no muy largo, y volvieron a jurar fidelidad y obediencia con menos intención de observarla que lo habían hecho la primera vez (Bacallar, 1957: 32).

Al final, superando no pocas dificultades, las Cortes de 1701-1702, convocadas por Felipe V de Borbón, alcanzaron resultados muy positivos. El primero de ellos, la rehabilitación de la asamblea parlamentaria, al cabo de un siglo de parálisis. Las medidas económicas aprobadas satisfacían los deseos de los comerciantes: un puerto franco en Barcelona, el envío de dos barcos al año a América, la formación de una compañía mercantil, la consolidación de la libre exportación de vino, aguardiente y productos agrícolas a los puertos peninsulares sin recargo, medidas proteccionistas frente a los vinos y aguardientes extranjeros y también para los tejidos. Otra consecución importantísima fue la creación del Tribunal de Contrafacciones que debía velar por el cumplimiento de la legalidad por parte de los oficiales tanto reales como de barones. Además, se acotaron las atribuciones del tribunal de la Real Audiencia y de los oficiales reales.

A pesar de ello, al cabo de tres años, en 1705, los catalanes apostaron por Carlos III y sus aliados, confiando en ver realizadas sus aspiraciones políticas y económicas. Una ruptura de la fidelidad que debe interpretarse en clave de cultura política republicana, alentada por el incumplimiento de las leyes por parte del virrey Velasco, por la represión que llevó a cabo y por la prohibición de Felipe V en 1702 de comerciar con los ingleses y holandeses, cuya ejecución ponía en peligro el floreciente negocio del aguardiente, base de la recuperación económica catalana. Claro que también resultó decisivo el apoyo militar y económico de los ingleses para que los catalanes dieran la obediencia a Carlos III el Archiduque (Albareda, 2010). Reflejo de aquel momento de ruptura y de las expectativas que alimentó es la obra El Emperador político (1700-1706), del jurista Francisco Solanes, donde el autor sostenía que “el príncipe no es superior a la ley, las leyes sí son superiores al príncipe. El más verdadero rey es aquel que se sujeta el primero a los estatutos y leyes de la patria” (Ballbé, 2017: 260).39

En noviembre de 1705, cuando Cataluña ya estaba en manos de los aliados, el Consejo de Estado mantuvo un vivo debate. Más allá de los reproches a Felipe V por su desprecio hacia aquel órgano consultivo y hacia los otros consejos, algunos consejeros emitieron opiniones claramente contrarias su estilo de gobierno, cada vez más ejecutivo, alejado de la tradicional política católica. Así, el marqués de Montalto se hizo eco de “lo malhumorados que están los pueblos, habiéndose entibiado el cariño, que es el más formidable y seguro efecto que tienen los reyes” y advocó por superar “el peligroso estado” en el que se encontraba la monarquía para reinstaurar el “curso regular de los negocios”. El duque de Medinaceli reiteró que “no hay mejor defensa para los dominios que la del amor de los pueblos y la satisfacción de los vasallos de todas las esferas”. El conde de Fuensalida recordó al rey que había entrado a reinar “con los tesoros mayores que ha tenido príncipe en el amor y aplauso universal, un gran tesoro…”. Pero en aquel momento, proseguía, se hallaban “frustradas todas estas esperanzas, se reconoce universal desconsuelo […], ven invertido el orden del gobierno, los consejos desautorizados y sin parte alguna en todas las deliberaciones”, para acabar advirtiendo: “cuidado, señor, el que no se entibie este amor”. No faltó algún consejero que focalizara la atención en la rebelión de los catalanes, como el marqués de Castelrodrigo, que culpó de todos los males a las “infaustas Cortes […] que el medio de tener Cortes en estos tiempos es el más inmediato para perder el amor y el respeto de los reinos, como se conoció desde Carlos V hasta Carlos II, que por escarmiento las evitaron”.40

Proclamado rey Carlos III, las Cortes de 1705-1706 aún fueron más fructíferas para los catalanes que las anteriores. No en vano éstos habían abrazado mayoritariamente su causa. Prosperó el impulso a la fabricación de nuevos tejidos mediante el reclamo de artesanos extranjeros, siempre y cuando no fueran franceses. Se fomentó la actividad comercial y se eliminaron impedimentos fiscales con el fin de favorecer el libre comercio (excepto con Francia); se dictaron medidas para evitar la intromisión de los oficiales reales en el tráfico de mercancías y de ganado mediante cargas, y para impedir que los ministros reales pusieran trabas a la exportación de los productos vinícolas del país, a la vez que se gravaba la entrada del vino forastero. La expedición de barcos a las Indias aumentaba, pasando de dos a cuatro al año, sin que tuvieran que incorporarse a la flota de Cádiz. En resumidas cuentas, las medidas económicas aprobadas auguraban buenas expectativas al crecimiento y beneficiaban a los sectores populares puesto que los lazos entre la producción y el comercio eran estrechos, tanto si se trataba del aguardiente como de los tejidos. De forma significativa la activa Conferencia de los Comunes obtuvo reconocimiento legal.41

Además, siguiendo la tónica de 1702, se dictaron medidas para limitar las atribuciones de la Real Audiencia y para frenar los abusos de jueces, oficiales reales, abogados, escribanos y notarios. Se perfeccionó el Tribunal de Contrafacciones, considerado por Josep Capdeferro y Eva Serra como la culminación de la cultura pactista y iuscentrista catalana.42 A juicio del virrey Velasco, las leyes de las últimas cortes “esclavizaban” hasta tal punto a la justicia real que en las concesiones realizadas a los catalanes solo faltaba una declaración del rey renunciando a impartir la justicia en Cataluña.43 Asimismo denunció las medidas garantistas adoptadas en el ámbito de la justicia real: “a los propios delincuentes aunque sea por crimen de Lessa Magestad no se les puede dar tormento hasta que están condenados a muerte, quedan aquí inaveriguables los delitos y sin forma de hacer diligencias de parte de los jueces”, habiéndola “dejado aprisionada y sin la menor acción las últimas cortes”.44 En efecto, Velasco se quejaba de que “sin pruebas no se puede pasar a estas prisiones sin contravenir a las Constituciones de Cataluña”.45 Pero la medida más radical, fruto de la dinámica de la guerra y, sin duda, de la presión británica, fue la declaración de exclusión perpetua de los Borbones a la corona hispánica llevando al extremo la interpretación del pactismo mediante el derecho a deponer el rey en caso de que no cumpla con las obligaciones contraídas.46

En términos cuantitativos el resultado salta a la vista: si en las Cortes de 1701 se aprobaron un total de 96 constituciones y capítulos de corte, en las de 1705 la cifra se duplicó, aunque es cierto que la mayoría de estas disposiciones recogen, en esencia, las de 1702, las precisan o las perfeccionan. Pero lo más relevante es el avance cualitativo gracias a las medidas que tienden a reforzar el control de la actuación de los ministros reales y a preservar el cumplimiento de la ley.47 Entre ellas, se prohibió a los oficiales reales establecer inquisiciones o procesos contra los integrantes de la Diputació y los individuos del brazo militar, los administradores y miembros de los consejos municipales, y los abogados y oficiales de estos consistorios, por razón de asuntos que se hubieran tratado o estando obligados a atestiguar contra alguien por dichos motivos. En el mismo sentido se consagró el principio del secreto de correspondencia. Se estableció que los ministros reales no pudieran detener a los habitantes del Principado sin causa legítima y que, en todo caso, al cabo de quince días recuperaran la libertad; que en los procesos no se pudiera aplicar ninguna pena al inculpado sin que éste tuviera ocasión de defenderse, y que se tomara declaración antes de un mes. Por lo tanto, hubo un avance significativo en el ámbito de las garantías de la libertad civil, al objeto de impedir que se repitieran los abusos cometidos durante el primer reinado de Felipe V, como no dejan de reiterar algunas de estas leyes.48

La derrota aliada de Almansa, en 1707, abrió la puerta a la “ocasión” maquiaveliana. Entonces el embajador francés en España Amelot escribió que “por más afectos que sean al Rey siempre lo serán mucho más a su patria” y que, por lo tanto, era el momento adecuado para derogar aquellos derechos y “de fulminar la comprensión constitucional del fuero y el lenguaje patriótico que la misma pudiera animar”, en palabras de J. M. Iñurritegui. Era la hora de dictar la Nueva Planta y de poner fin al “corán de los Fueros” en expresión del jacobita felipista Tobias de Bourk (Iñurritegui, 2001: 294 y 297). El objetivo principal de la supresión de los privilegios, “una barrera perpetua frente a la autoridad del rey”, además de obtener el poder absoluto, era poner fin a la exención fiscal de que gozaban aquellos territorios, como señaló Luis XIV a Amelot el 27 de junio de 1707 (Girardot, 2012: 391).

Al compás de la resistencia catalana ante las tropas borbónicas hasta el 11 de septiembre de 1714 se acentuó el tono republicano de los escritos y las proclamas políticas, después de la partida a Viena de Carlos III en 1711, para ser proclamado emperador, y de la marcha de su esposa Elisabeth de Brunsvic, gobernadora de Cataluña, en 1713. Así el citado impreso Despertador de Catalunya recordaba que las Constituciones amparaban beneficios sociales para la mayoría de los individuos en los ámbitos de la fiscalidad, la guerra, la justicia, la economía y las garantías individuales.49 En el mismo sentido la amplia adhesión a las leyes propias (y a las instituciones), convertidas en un referente de la identidad catalana queda reflejada en el impreso Lealtad catalana (1714):

solo las resoluciones que se toman en Cortes de un reino o provincias son las que se atribuyen a la nación […] la nación que sólo se representa en sus brazos unidos. Toda la nación catalana junta en los brazos resolvió el defenderse por el rey [Carlos III] en cuyo dominio estaba (Albareda, 2011: 172).

Por todo ello no es extraño que Felipe V sostuviera que las Cortes de 1701 y de 1705 “dejaron a los catalanes más Repúblicos que el parlamento abusivo de ingleses”. 50 Un extremo que corroboran los magistrados del Consejo de Castilla Lorenzo Mateu y Villamayor (hijo del jurista valenciano citado anteriormente), quien señaló que los catalanes habían alcanzado “contra su propia Mgd. exempciones y libertades extremas”, y Francisco Ametller, que consideró que habían logrado “infinitos privilegios, leyes, fueros y concesiones a ellos dadas por los señores reyes” en materia fiscal, judicial y del Tribunal de Contrafacciones, los cuales coartaban “totalmente la Real autoridad y soberanía” (Gay, 1982: 345, 287) . Añadía el militar conde de Montemar que los catalanes eran “idólatras de sus privilegios, con unos visos de república en su media libertad, que si no la han logrado entera no se dude que lo han pretendido” (Albareda, 1993: 234).

Finalmente el sistema político secular que desarrolló la sociedad catalana dejó de existir en virtud del “justo derecho de conquista” esgrimido por Felipe V, una vez dominada Cataluña. El nuevo monarca impuso el “dominio absoluto” y procuró, en palabras de Lorenzo Mateu, que “la autoridad real, como debe, quede por encima de la ley”, justo a las antípodas de lo que había postulado el jurista Solanes (Gay, 1982: 345). Para ello eliminó las Cortes, la Diputació del General y la representación en los municipios sustituyendo aquella estructura por una Nueva Planta absolutista, jerárquica y militarizada, presidida per un capitán general, que impuso el nombramiento directo de cargos y su venta posterior, en medio de una dura y larga represión, ahora sí, como sucedió en Mesina. Era el fin de la monarquía compuesta y del pactismo.

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1 Véase John H. Elliot (1993)

2 Así, entre 1598 y 1700 se celebraron cinco convocatorias de Cortes en Aragón (1592, 1626, 1645-1646, 1677-1678, 1684-1687), dos en Cataluña (1599 y 1626-1632, inconclusas) y tres en Valencia (1604, 1626, 1645). Y entre 1701 y 1706, dos en Cataluña (1701-1702 y 1705-1706) y una en Aragón (1702). Desde 1592 ya no se celebraron Cortes Generales en Montsó (Serra, 2005: 532).

3 Véase Fernández Albaladejo (2007: 113) y Lalinde (1980: 137)

4 Véase Castellano (1990) y Fortea (1990 y 2008).

5 Véase Herrero (2017).

6 Véase De Benedictis (2001: 379) y Lalinde (1980: 127).

7 Véase Lalinde (1980: 119, 122, 124), Montagut (2019) y Canet (2010).

8 Véase Lalinde (1980: 135-137).

9 Véase Magoni (2007).

10 Véase Fontana (2014: 33-34).

11 Véase Graves (2001).

12 Véase Serra (2005: 532) y Ferreros y Guia (2008).

13 AHN Estado, 272, nº46, Velasco, 22-I-1705, 24-I-1705; Iñurritegui (2001: 261).

14 Véase Cornette (1993).

15 Véase De Benedictis (2001: 381).

16 Véase McIlwain (1990: 38).

17 Véase Albareda (1996).

18 Véase Blickle (2005: 126-127).

19 Josep d´Alós Ferrer, marquès de Gironella, “Memorial sobre los negocios de Cataluña”, Bibliothèque Nationale de France (Richelieu), Ms. Espagnol 53, núm. 2214, f. 1-55v (la cita en f. 12r).

20 Véase García Espuche (1998) y Fontana (2002).

21 Véase Bernal (2005).

22 Véase Tilly (1975: 15).

23 Véase Greengras (1991) y Elliott (1993: 21).

24 Véase Serra (2005: 534).

25 Véase Lalinde (1980: 125).

26 Véase Arrieta (1994 y 2001).

27 Véase Gil (2002: 247-249).

28 Véase Ribot (2002).

29 Véase Gil (2001).

30 Véase Puig (2011).

31 Véase Serra (2001).

32 Véase Dantí (1990) y Albareda (1993).

33 Véase Albareda (1996: 50).

34 “Reflexiones con las cuales Catalunya debe despertar de un profundo letargo”. Anónimo, sin fecha. Real Academia de la Historia. Colección Salazar y Castro. F-15, nº 32802, fs. 48-66 (las referencias en los fs. 50v, 56, 59, 62, 62v, 64 y 59). Ver también P. Molas (1996).

35 Véase Amelang (2008: 211-214).

36 Véase Lluch (2000).

37 Véase Serra (2007: 114 y 165).

38 Véase Feliu (1709: 490).

39 Véase Iñurritegui (2005).

40 Archivo Histórico Nacional (AHN), Estado, Leg. 664/2, 9-XI-1705.

41 Véase Albareda (2004).

42 Véase Capdeferro y Serra (2015: 13).

43 AHN, Estado, 272, nº 75, Velasco a Mejorada, 25-II-1705.

44 Archives Diplomatiques. Ministère des Affaires Étrangères (ADMAE), Correspondance Politique. Espagne, 143, Velasco, 7-VI-1704.

45 Service Historique de l´Armée de Terre, A 1, 1884, nº 180-182. Velasco a Mejorada, 24-III-1705.

46 Véase Albareda (2004).

47 Véase Ferro (1987: 449-450).

48 Véase Serra (2015).

49 Véase Albareda (1996).

50 Instrucciones de Felipe V a los plenipotenciarios en Utrecht, 28-XI-1711. AHN. Estado, leg. 3376/2, nº 10.